I - Lo que hizo una mañana el catedrático Mascaró al salir de la Universidad Central
Cuatro veces por semana, después de explicar su lección de historia y literatura de los países hispanoamericanos, don Antonio Mascaró volvía paseando a su casa, situada al otro extremo de Madrid.
En los primeros años de su existencia matrimonial, había vivido cerca de la Universidad. Luego, al crecer su hija única, doña Amparo su esposa, que se arrogaba un poder sin límites en todo lo referente a la administración y decoro de la familia, había creído oportuno trasladarse lejos de este barrio, frecuentado por los estudiantes. Él, además, había hecho algunos viajes al extranjero, acostumbrándose a las comodidades de otros países, y encontraba cada vez menos tolerable la vida en caserones construidos con arreglo a las necesidades del siglo anterior.
Don Antonio, después de lo que había visto en el «otro mundo» —así llamaba él A América—, aceptó con gusto la casa escogida por su esposa en los límites del barrio de Salamanca, cerca de la plaza de Toros, con teléfono en la portería, ascensor en la escalera (solo para subir) y cuarto de baño, que, aunque pequeño, tenía los aparatos en uso corriente, no estando ocupada su bañera por cajas de sombreros, como ocurría en otras viviendas. Un «hombre de progreso» y que no era rico, debía contentarse con esto y no pedir más.
La casa quedaba muy lejos de la Universidad, pero esto le imponía la obligación de dar ocho largos paseos cuando menos todas las semanas, ejercicio oportuno y útil para un aficionado a la lectura que pasaba gran parte del día con los codos en la mesa, la frente entre las manos y los ojos algo miopes junto a las páginas de un volumen.
Terminada su clase, iba deteniéndose en varias tiendas y puestos de libros viejos, cuyos dueños le saludaban con cierta devoción al darle cuenta de las novedades adquiridas. Todos ellos conocían la especialidad del catedrático: obras antiguas o modernas sobre América. Pero a veces, salvando las fronteras de la ciencia histórica, Mascaró extendía sus compras a las novelas y los libros de versos.
Algunos no se extrañaban de estas adquisiciones. Repetidas veces, al comprar al peso, por el precio del papel, rimeros de volúmenes olvidados, habían visto dos novelas históricas y una colección de poesías, obras escritas por don Antonio cuando era joven y explicaba literatura general en una universidad de provincia.
Así, de librería en librería, iba aproximándose a la Puerta del Sol, y a partir de esta plaza, olvidaba las ideas que le habían acompañado durante su marcha por las estrechas e incómodas aceras del viejo Madrid. En la amplia calle de Alcalá se creía otro hombre. Ya no era un catedrático de vida monótona y limitadas aspiraciones. Reaparecía el profesor Mascaró, delegado de España en congresos internacionales, y también el conferencista que había visitado numerosas universidades de las dos Américas.
Yendo hacia la parte moderna de la ciudad donde estaba su casa, se iba transformando interiormente. Su vista parecía aumentarse al encontrar el amplio desgarrón de la gran avenida terminada por el arco de la Puerta de Alcalá y las arboledas del Retiro. Creía encontrar en sus pulmones otro sabor al aire. Sus pies, al posarse sobre el asfalto de las aceras, removían en su memoria, por influencia refleja, los recuerdos del bulevar de los Italianos, de Piccadilly o del Broadway. En esta última parte de su paseo era cuando se sentía más ágil y alegre, cuando se le ocurrían sus mejores ideas, como si el deambular fácil —sin los empellones, tropezones y malos olores del viejo Madrid— ejerciese una acción benéfica sobre su inteligencia.
Una mañana de primavera, volviendo de la Universidad, se detuvo indeciso don Antonio en la Puerta del Sol. Le atraía la calle de Alcalá, con su atmósfera de oro ligero y su agitación de las horas meridianas. Luego pensó en subir a un tranvía, para llegar más pronto a los jardines del Retiro y pasear por sus avenidas hasta la hora de comer. En su casa, como en muchos hogares de Madrid, la hora de sentarse a la mesa era las dos de la tarde. Tenía tiempo sobrado para vagar por este parque que él amaba tanto como el Museo del Prado, las dos cosas mejores de la villa, en su opinión. Pero al final se sintió atraído por un tercer deseo, como le ocurría siempre en momentos de duda.
—Tal vez será mejor hacer una visita a Ricardo Balboa. Llevo dos días sin verlo y temo encontrarle enfermo… Con estos que andan mal del corazón nunca está uno seguro.
Y subió a un tranvía, el de su mismo barrio, pues el ingeniero Balboa vivía cerca de su casa.
Quedó de pie en la plataforma trasera, para ver los automóviles y coches de caballos que pasaban casi rozando los dos lados del vehículo público. Al estar en la parte más ancha de la calle se dio cuenta de un movimiento de curiosidad que hacía detenerse a muchos transeúntes.
En el interior del tranvía algunos se levantaron de sus asientos para ver mejor, y en las plataformas sonó un cuchicheo de comentario. Todos miraban un automóvil descubierto que pasó a gran velocidad, hacia el interior de Madrid, ocupado por dos señoras. Mascaró hizo un gesto de conmiseración, como si le inspirase lástima el asombro de la gente.
«Total —se dijo—, una mujer que guía ella misma su automóvil; alguna extranjera. Y esto deja embobadas o escandalizadas a tantas personas, como si fuese algo inaudito. ¡Ah, país atrasado!…».
Desapareció el automóvil, pero don Antonio, que era un imaginativo, siguió viéndolo cerebralmente y admirando a la mujer que lo conducía, a pesar de que la rapidez de su tránsito no le había permitido conocer su rostro.
El catedrático guardaba de sus tiempos juveniles una admiración instintiva por las mujeres que él titulaba «extraordinarias». Solo las había visto en los grabados de los periódicos o en novelas y comedias; pero ¡ay! ¡ser amado por una hembra de esta especie superior!…
Su vida era doble: una se desarrollaba monótonamente en la realidad y otra hervía con locos burbujeos, pero sin rebasar nunca los bordes de su imaginación. En el mundo limitado por el tiempo y el espacio era un esposo fiel, y mostraba un cariño tolerante y algo irónico a su doña Amparo, que le había hecho padre de Consuelito. Además, veía a través de esta hija única todas las ilusiones y deseos de su existencia práctica. Pero a solas y en el misterio de su cráneo, era un voluptuoso desenfrenado, un héroe insaciable del amor, que corría las más estupendas aventuras, pasando sin escrúpulos de una a otra, o acometiendo muchas a la vez. Esto, en realidad, no le proporcionaba otras fatigas que las cerebrales, y su imaginación, una vez metida a fabricar pecaminosos fantaseos, no conocía el cansancio.
En su juventud le habían hecho soñar las grandes artistas de ópera. ¡Ser el hombre preferido por una de aquellas tiples, hermosas y célebres; cubiertas de joyas, buscadas por los monarcas y los grandes millonarios!… Y la pobre doña Amparo nunca pudo adivinar que el marido que estaba tranquilamente junto a ella, con los ojos entornados como si pensase una lección o una conferencia, corría el mundo en aquellos momentos acompañando a una artista famosa.
Sus gustos habían cambiado después de los viajes que llevaba hechos a través de la realidad. Ahora admiraba a la mujer deportiva, de carne enjuta y musculosa, especie de muchacho hermoso con faldas, que parece aportar al placer el malsano incentivo de la ambigüedad del sexo. Solo comprendía ya la belleza con faldellín blanco, un jersey de vivos colores y una raqueta en la mano. También le gustaba con gorra de hombre y las manos metidas en guantes avellanados y largos, estilo mosquetero, agarrando con fuerza inteligente el volante de un automóvil.
Con una de estas mujeres el pacífico catedrático emprendía muchas veces un viaje alrededor del mundo. Su yate afrontaba tempestades, asaltos de piratas malayos y encallamientos en islas de coral. Otras hembras de atractivos no menos varoniles le hacían ir de caza, con los brazos remangados y el rifle al hombro, por las soledades ardientes de África, en busca de panteras o hipopótamos. En repetidas ocasiones había atacado también cuchillo en mano, por salvar a sus compañeras, a un oso blanco tres veces más grande que él, sobre la infinita llanura del mar polar congelado.
Mascaró procuraba no verse mientras iba imaginando estas aventuras. Temía cortar de golpe las novelescas excursiones al darse cuenta de su estatura menos que mediana, de su cara morena, en la que empezaban a profundizarse las arrugas, de su pelo de meridional, antes intensamente negro y ahora gris en los aladares de la cabeza, de su aire de señor bonachón que parecía esparcir confianza y tranquilidad ante sus pasos. Él prefería al otro Mascaró que se agitaba en su cerebro como un demonio seductor, enloqueciendo a las mujeres solo con mirarlas, haciéndolas marchar detrás de sus talones como gozquecillos sumisos, dejando a una para tomar a otra sin misericordia; mozo guapo capaz de meter miedo a la misma Muerte, y que cuando tiraba de revólver hacía huir al rival amoroso o a las muchedumbres cobrizas, amarillentas o negras que le salían al paso, sin fijarse en que iba acompañando a una o varias señoras.
El grave catedrático acababa por reír de sus desenfrenos imaginativos cuando al fin, ahíto de ellos, sentía agotada su invención. Pero esta burla a su vida interna era bondadosa y tolerante. Parecía perdonarse a sí mismo con su risa, e igualmente a la mayor parte de los humanos.
«Por suerte —pensaba—, nuestra frente es de hueso y no puede reflejar las imágenes que se agitan detrás de ella. ¡Ay, si fuese como el vidrio del acuario, que deja ver la vida inquieta y nerviosa de los animales que colean y se persiguen al otro lado!…».
Estaba seguro Mascaró de que la vida social no podría durar veinticuatro horas si todos viésemos lo que piensan los demás; si contemplásemos el desarrollo cinematográfico de la imaginación, que trabaja por su cuenta, negándose a obedecernos, y nos crea una segunda vida, sin hacer caso de los escrúpulos de nuestra conciencia. Los hijos no respetarían a sus padres si conociesen todo, absolutamente todo lo que piensan. Los esposos fieles materialmente sentirían asombro al verse tan distanciados y hostiles por los caprichos de la imaginación. Los nietos se asustarían al leer a través de las arrugas frontales del abuelo los desenfrenos de su fantasía. Por eso, cuando las personas de vida austera llegan a una extrema vejez y pierden la disciplina impuesta por la razón, asombran muchas veces con las expresiones desvergonzadas de su locura senil, mostrando una segunda personalidad, ignorada de todos. El hombre de gobierno, el que administra justicia, todos los varones de aspecto grave y palabra severa que son pastores de sus semejantes, ¿en qué situación se verían si su cráneo transparentase los pensamientos desordenados, los deseos monstruosos que cruzan el cerebro como un relámpago, cuando la imaginación vagabundea?…
«Muchos seres tranquilos y de existencia monótona —seguía diciéndose el catedrático— tenemos un harén en nuestro pensamiento y nos refugiamos en él para consolarnos de nuestra vida mediocre. Las mayores aventuras amorosas, las voluptuosidades más inauditas, no han existido tal vez nunca en la realidad. Las inventaron, para su recreo mental y solitario, tranquilos padres de familia».
Si don Antonio veía a su esposa en mitad de sus aventuras imaginativas, este recuerdo parecía infundirlas un nuevo atractivo. Creía vengarse con tantas infidelidades ilusorias del casero despotismo de doña Amparo. Pero le bastaba recordar a su hija, para que en un momento se viniese abajo todo el tinglado de sus perversidades fantásticas, sufriendo la comezón de la vergüenza y el remordimiento al volver a la realidad.
La escapada imaginativa que había provocado el paso veloz de aquella dama automovilista terminó como muchos otros de sus viajes fantásticos. Vio subir al tranvía una joven que recordaba vagamente a Consuelito, e inmediatamente se sintió empujado fuera de su harén, quedando confuso y arrepentido ante su puerta cerrada.
Había que pensar en otra cosa. Él no podía tener inactivas sus fuerzas mentales; necesitaba entretenerlas en jugueteos imaginativos cuando no realizaba un trabajo serio. Y olvidando primeramente a las señoras que guían automóviles, y luego a todas las mujeres en general, concentró su pensamiento, con la intransigente austeridad del que acaba de arrepentirse, en aquel amigo que iba a visitar.
No recordaba con certeza cuándo se conocieron. Era una amistad casi de la niñez. Los dos habían estudiado juntos el bachillerato.
Mascaró vivía en Madrid a causa del empleo de su padre, pero era un «mediterráneo» nacido en una pequeña ciudad de Levante. Sus primeras impresiones del mundo exterior se las proporcionó la vista de un mar color de turquesa en la mañana, intensamente azul a mediodía, y violeta al atardecer, así como de una costa roja, sin otra vegetación que matorrales leñosos y perfumados; sucesión de montañas ardientes, que parecían beber la luz del sol, transpirándola luego por la porosidad de sus peñas.
El padre de Balboa era un español que había hecho considerable fortuna en Méjico. De su madre se acordaba como de una señora que hablaba con dificultad el castellano y en los momentos de apuro verbal se volvía hacia su esposo para pedirle ayuda en inglés.
Ricardo había nacido en Méjico y frecuentado la escuela de primeras letras en una ciudad fronteriza de los Estados Unidos; pero era español. Su padre, con el patriotismo exacerbado de los que vivieron lejos de su país ansiando volver a él, no admitía ni remotamente la contingencia de que un hijo suyo pudiera tener una nacionalidad distinta. Luego de haberse enriquecido en la explotación de minas, confió estas a un socio, para retirarse a Madrid. Así Ricardo no sería gringo como su madre, ni tampoco mejicano por haber nacido allá. Quería educarle como español. Mascaró, nacido en una familia pobre, tuvo entrada durante su primera juventud en esta casa de americanos opulentos, donde se gastaba el dinero sin tasa ni prudencia.
Balboa siguió la carrera de ingeniero. Su padre quería que dirigiese más adelante la explotación de sus minas, y procuró evitarle de este modo la tutela de los especialistas extranjeros, con los que había tenido muchas veces que luchar él, hombre de ingenio natural, pero falto de estudios. Mascaró, llevado de sus aficiones literarias y necesitando una carrera para vivir, siguió la de Letras, con el propósito de dedicarse al profesorado.
Se fue Ricardo a Méjico una vez terminados sus estudios, y su amigo dejó de visitar la casa de los americanos. Siendo catedrático en una universidad de provincia, supo que el padre de Balboa había muerto. La viuda se marchó a América, no sintiéndose ya ligada a un país sin interés para ella.
Transcurrieron varios años… más de doce. Mascaró había hecho ya la mayor parte de su carrera, llegando finalmente a ser catedrático en Madrid. Un colega suyo de California, con el que mantenía asidua correspondencia, le procuró una serie de lecciones en la Universidad de Berkeley sobre los dramaturgos españoles del siglo de oro, y al desembarcar en Nueva York, camino de San Francisco, se encontró con Balboa, que habitaba el mismo hotel.
La vida de su compañero de adolescencia había sido más agitada que la suya. Aún era rico, comparado con él, pero había experimentado grandes pérdidas en su fortuna. Las minas de Méjico que enriquecieron a su padre eran ahora menos productivas. Además, el ingeniero vivía bajo la influencia del demonio absorbente de la invención, y todos sus descubrimientos industriales, así como sus tentativas para generalizar los inventos de los otros, se resolvían finalmente en la realidad con enormes pérdidas.
Se había casado Balboa con una joven de Méjico, hija de un español antiguo amigo de su padre. Este matrimonio solo había durado el tiempo necesario para producir un hijo, que recibió el nombre romántico de Florestán. La esposa había muerto cuando este niño solo tenía varios meses, y el ingeniero lo dejó en Méjico al cuidado de unos parientes, para poder vivir con más libertad en Nueva York, dedicándose a la implantación de sus invenciones y sus negocios extraordinarios.
Después de este encuentro se reanudó la amistad entre los dos condiscípulos, escribiéndose ambos con frecuencia.
Pasaron algunos años más, y Mascaró vio de pronto al ingeniero instalado en Madrid, con el propósito de quedarse en España para siempre. Parecía enfermo. Las emociones de su existencia habían lastimado su corazón, y este le hacía sufrir angustiosas crisis.
Con el quebrantamiento de su salud parecía haberse aumentado el amor a la patria que le dio su padre. ¿A qué rodar por el mundo, persiguiendo enormes negocios, cuando él era español y en su país todo estaba aún por hacer? La verdadera América la tenía él en España… Y se lanzó a la explotación de minas abandonadas, empleando nuevos procedimientos de trabajo; a descubrir pozos de petróleo, pues le parecía deshonroso que su patria no los tuviese; a instalar fábricas como las que había visto en el Nuevo Mundo.
Mascaró no admiraba a su amigo como hombre de negocios. «Es un soñador —decía—, que se entusiasma con los asuntos por su novedad más que por lo que pueden dar; un poeta desorientado, que aplica su fantasía a la industria».
El catedrático no se equivocaba. Indudablemente, de permanecer Balboa inactivo, imitando la existencia mediocre y recelosa de los que guardan su dinero al margen de todo riesgo, habría continuado siendo rico como su padre. Pero necesitaba trabajar, y la actividad representaba para él fracasos y ruinas.
Sin darse cuenta de lo que significa el cambio de ambiente, aplicaba a los negocios del mundo viejo los mismos procedimientos de la actividad americana. Contaba siempre con la facilidad de encontrar capitales para todas sus innovaciones. Él abría la marcha audazmente, empleando su dinero en el nuevo negocio con la certeza de que otros capitalistas, adivinando la ganancia enorme, se disputarían entre ellos el ser consocios suyos; pero a los pocos pasos se veía solo y sin fuerzas para seguir adelante.
Su hijo Florestán había crecido al mismo tiempo que Consuelito y tenía ya veinte años. Estudiaba la carrera de ingeniero, y parecía sentir iguales aficiones que su padre por la industria y la mecánica, pero de un modo seguro y reposado, sin sus audacias optimistas, sin su prontitud para tener por axiomático todo lo que acababa de imaginar.
Mascaró parecía interesarse mucho por la suerte de Florestán después de haber escuchado algunas veces a su esposa, que veía en él un marido para Consuelito.
—¡Lástima de muchacho! Si su padre se retirase de los negocios para siempre y no trabajase más, aún podría disponer de una buena fortuna juntando los restos de lo que dejó su abuelo.
Por suerte, el ingeniero había abandonado desde algunos meses antes la «aclimatación de negocios americanos», como decía Mascaró.
—Es inútil querer transformar en unos cuantos años a los pueblos viejos —murmuraba Balboa con desaliento—. Lo que es posible en el Nuevo Mundo y hace ganar allá millones, resulta aquí empresa ruinosa.
Y abandonó todos los asuntos que habían absorbido gran parte de su herencia: los pozos de petróleo, que nunca se decidían a dar petróleo; las minas de carbón, que insensiblemente habían acabado por ser propiedad de otros; las líneas de ferrocarril, que jamás pasaban de los planos a la realidad.
Ahora vivía dedicado simplemente a las invenciones. En esto no podía influir el ambiente. Un inventor llega a realizar los mismos descubrimientos en Madrid que en Nueva York. Indudablemente sufría en su patria grandes contrariedades y retrasos, por falta de colaboradores mecánicos que diesen forma material a sus ideas; pero de todos modos, con la ayuda de un par de obreros que, dentro de su existencia modesta, resultaban tan quimeráticos como Balboa y por lo mismo le admiraban y seguían a ciegas, iba realizando en el metal los embriones de sus inventos.
Los dos ayudantes vivían, naturalmente, a costas del ingeniero, y además todos los bocetos que construían incesantemente, y las más de las veces acababan por ser arrumbados como hierro viejo, exigían cuantiosos gastos.
«Pero aun así —pensaba Mascaró—, estos despilfarros de inventor resultan más baratos que la explotación o la fundación de las empresas industriales de antes… Además, ¡quién sabe si un día acertará con una de esas invenciones famosas!…».
El catedrático tenía fe en el talento de su amigo y al mismo tiempo le compadecía; contradicción frecuente cuando se juzga a un hombre que persigue un descubrimiento sin haberlo realizado. Ahora andaba Balboa a vueltas con una invención simplemente «secundaria» —según él decía—, pero capaz de revolucionar profundamente las costumbres privadas y hasta la vida de la humanidad entera.
Había dejado a un lado las grandes máquinas, los motores de explosión, de poco peso y fuerza enorme, llamados a modificar las navegaciones aéreas y submarinas. Como el artista caprichoso que produce jugueteando una obra diminuta y graciosa mientras descansa entre dos concepciones gigantescas, el ingeniero se ocupaba actualmente del cinematógrafo. En las últimas semanas no hablaba de otra cosa.
Al apearse don Antonio del tranvía y entrar en la casa del inventor, estaba seguro de que solo podía hablarle este de sus estudios cinematográficos.
La casa de Balboa era de igual arquitectura que la de Mascaró, solo que con más adornos y de mayores proporciones. El teléfono no estaba en la portería, sino en el mismo despacho del ingeniero; pero el ascensor marchaba con la misma lentitud y no admitía gente en su descenso.
Como Mascaró era considerado lo mismo que si fuese de la familia, una criada le hizo entrar sin anuncio en un gran salón convertido por Balboa en pieza de trabajo.
Tuvo que pasar el catedrático entre varios tableros montados sobre caballetes que formaban largas mesas. Estas mesas tenían clavados en su madera dibujos lineales y otros bocetos de soñador de la mecánica. Las paredes, ornadas por el arquitecto constructor del salón con molduras blancas, estaban cubiertas de marcos que guardaban bajo cristal paisajes montuosos perforados por bocas de minas, cortes geológicos con varias capas de colores superpuestas, máquinas de uso inexplicable…
Estos cuadros despertaban en Mascaró la misma sensación que los retratos borrosos, coronas ajadas y otros recuerdos fúnebres que guardan piadosamente ciertas viudas para no olvidar un momento las acciones del muerto. Casi todos estos adornos de la pared recordaban un mal negocio del inventor, una empresa inadaptada o prematura que se había sorbido parte de su herencia.
Balboa, que estaba inclinado sobre uno de los tableros de dibujo, levantó la cabeza y tendió su diestra al recién llegado, sin querer abandonar su labor.
Era un hombre de rostro melancólico, dolorido y dulce. Llevaba la barba completa, como en su juventud, terminada en dos pequeñas puntas, y este adorno facial, así como su cabellera sobradamente luenga y descuidada, le daban el aspecto de un Cristo enfermizo y opaco, como si se le viese a través del polvo y las peladuras de un cuadro viejo. En la cúspide de su cabeza empezaba a ralear el pelo, y este, que había sido rubio, así como la barba, tomaba el tono mate de la plata desdorada.
Lo que atraía inmediatamente la atención sobre su rostro era la blancura de la tez, una blancura mate, de papel poroso, que parecía absorber ávidamente la luz, sin que esta lograse hacer brillar la piel con la alegre jugosidad de la salud. Mascaró se fijó al entrar en esta palidez, reveladora de un corazón enfermo. Apreciaba el estado de su amigo por la intensidad de su blancura malsana.
Al verle, después de una ausencia de dos días, le pareció su palidez más intensa y se apresuró a pedirle noticias de su salud. El inventor hizo un gesto despectivo.
—Me siento bien. Estos días los he pasado trabajando… Creo que ahora he dado en el clavo. No es posible la duda.
Y con el entusiasmo del creador que ve completa y perfecta su obra, empezó a hablar de aquel invento que al principio había considerado como simple diversión y ahora le inspiraba un amor paterno.
Sin los inventos que él llamaba secundarios era imposible la difusión universal de otros descubrimientos más importantes. ¿De qué hubiera servido la invención de la imprenta no existiendo antes el invento más modesto del papel? Las letras podían imprimirse sobre pergamino, como en los libros manuscritos de los siglos anteriores, pero solo a los ricos les habría sido dado comprar volúmenes tan costosos. Gracias al papel, descubrimiento secundario y democrático, la imprenta había podido generalizarse, multiplicando hasta el infinito la difusión del pensamiento humano.
Balboa había sentido la necesidad de su invención viendo el funcionamiento del cinematógrafo, que vivía como hubiese vivido la imprenta sin la existencia del papel. Las imágenes fotográficas quedaban impresas en una cinta de gelatina, cara y difícil de producir. A causa de esto, las bandas cinematográficas eran materia costosa monopolizada por los explotadores de espectáculos. Había que ir a buscar este álbum de imágenes vivas en los teatros y las salas especiales. No podía llevarse a la casa, como un libro; no podía guardarse en una biblioteca, para verlo en todo momento.
Un aparato de proyecciones cinematográficas no representa un gasto extraordinario; además se compra una sola vez en la vida. Lo costoso era la cinta, a causa de su materia. De una obra cinematográfica se hacían doscientas o trescientas copias, cuando más, para todos los pueblos de la tierra. Los mismos ejemplares iban pasando de unas ciudades a otras, sin más limitación que la del idioma en que están escritos los títulos.
Él iba a cambiar radicalmente todo esto con su invento. Había encontrado el medio de sustituir la cinta de gelatina con una simple tira de papel. El valor material de un rollo cinematográfico sería, gracias a su descubrimiento, tan poco costoso como el papel de un ejemplar de diario.
—Imagínate, Antonio… ¡qué revolución! Las gentes podrán comprar en las librerías una obra cinematográfica, llevándola a su casa para proyectarla en el aparato de familia. Una novela puesta en imágenes no costará más cara que cuesta hoy impresa en volumen. Todos podrán tener en su domicilio una biblioteca de libros cinematográficos, al mismo precio que ahora la forman de libros encuadernados. Piensa también lo que será esto para la gloria y el provecho de los autores. ¿Qué puede vender hoy un novelista?… ¿doscientos mil, trescientos mil ejemplares, como éxito enormísimo? Con mi invento una novela llegará a diez millones, a quince millones de volúmenes, ¡quién sabe si a más!… Los libros serán para la tierra entera. No habrá que hacer otra traducción que la de los rótulos, y muchas veces ni existirán estos rótulos, pues los progresos de la acción muda podrán suplir a la letra impresa. Gracias a mí, llegará a ser una realidad el diario cinematográfico. La imagen correrá el mundo entero y dirigirá la vida humana, como hoy lo hace la letra impresa; todo gracias al papel… Y yo que emprendí mi trabajo sin ninguna idea de ganancia, seré rico, inmensamente rico. No es fácil calcular lo que dará mi invento. Es para el mundo entero, abarca absolutamente a todos los humanos. La imprenta necesita que los hombres sepan leer. Mi invento es para todos los que tengan ojos, aunque vivan todavía en la barbarie.
Torció el gesto Mascaró y quiso protestar de tales afirmaciones. El libro guardaría siempre su influencia. Balboa, simple inventor que solo concedía importancia a lo que fuese interesante para él, pasaba por encima del estilo literario, ignorando la fuerza sugestiva de la palabra, el arte en la expresión de las ideas. Pero don Antonio se dejó ganar al fin por el fervor de su amigo, pensando en las nuevas y enormes ganancias que proporcionaría esta innovación a los que viven del trabajo literario. No en balde había escrito versos y novelas en su juventud.
—Si verdaderamente has encontrado ese invento, vale más que todo lo que llevas hecho.
Luego se encogió en su interior el Mascaró imaginativo y vehemente, para dejar sitio al padre de familia de presupuesto ordenado.
—Y sobre todo vas a ganar mucho dinero, ¡muchísimo!… ¡Ya era hora!
Estas últimas palabras sacaron a don Ricardo de su abstracción entusiástica. Sus ojos y su gesto fueron los de un sonámbulo que despierta bajo una sensación de frialdad. Olvidó su invento para pensar en un episodio molesto de su vida ordinaria.
—Esa señora va a venir —dijo—. Está en Madrid. Me ha hablado por teléfono desde su hotel.
Fijó el catedrático unos ojos interrogantes en Balboa, sin adivinar a quién se refería.
—Es la californiana Concha Ceballos, por otro nombre mistress Douglas, de la que hablamos el último día que estuviste aquí.
Mascaró agitó ambas manos sobre su cabeza, riendo al mismo tiempo.
—¡Ah!… Es la que llaman «la Embajadora» allá en su país… ¡Pobre Ricardo! ¡Qué visita tan molesta!
Luego cesó de reír, mirando a su amigo como si le compadeciese. Este, inquieto por la próxima visita, fijó sus ojos en el reloj que tenía enfrente. Eran las doce, y aquella mujer de actividad dominadora y carácter enérgico debía ser puntual. Iba a llegar de un momento a otro.
El catedrático, que había acogido la noticia de la visita con regocijo, acabó por dar consejos prudentes a su amigo.
—Ten calma. Acuérdate que estás enfermo, y las discusiones y acaloramientos perturban el corazón. Piensa que es una mujer…
Esto último era lo que más preocupaba al inventor.
—¿Cómo mostrar la verdad a una mujer, cuando no quiere verla? Además, ¡tan caprichosa, tan violenta!… Si leyeses la última carta que me envió de París…
La inquietud parecía haber aguzado sus sentidos, y de pronto avanzó la cabeza como para escuchar mejor. Sonaba el timbre de la puerta.
—Ya está ahí.
Su amigo se apresuró a marcharse.
—¡Serenidad, Ricardo! Acuérdate de tu corazón… Ya me contarás. Vendré esta noche con mi gente.
En la antesala se cruzó con dos señoras que iban hacia el salón, guiadas por una doméstica. Inmediatamente las reconoció por sus figuras más que por sus rostros. Eran las dos extranjeras que había visto pasar en automóvil por la calle de Alcalá.
La que iba delante no llamó su atención, a causa de la mediocridad de su estatura, que aún parecía más exigua comparada con la de la dama que venía después y era la misma que guiaba el automóvil.
Don Antonio tuvo que levantar un poco los ojos para ver su rostro. Era alta, soberbiamente alta, con cierto aire de aplomo y seguridad que acompaña casi siempre a las personas soberanas. Se sintió envuelto en una ráfaga de perfumes sutiles, carnales y químicos. Pensó en refinados cuidados higiénicos. Luego en jardines de leyenda, exhalando bajo el resplandor lunar una respiración de oloroso misterio.
Solo pudo ver rápidamente una dentadura espléndida, que juzgó casi inverosímil por su perfección; una dentadura que parecía emitir luz entre la cuádruple orla de las encías rojas, intensamente rojas, y los labios de un rosa húmedo, algo gruesos. Luego vio el color dorado de su rostro: color de naranja primeriza obscurecido por una capa de polvos rojizos; y finalmente sus ojos, de pupilas negras, que al pasar junto a un balcón tomaron la amarilla luminosidad de dos monedas de oro. Estos ojos dejaron caer sobre él una mirada de majestuosa indiferencia, que parecía alejar las personas y las cosas.
Quedó inmóvil el catedrático a sus espaldas, con gesto pensativo e indeciso, hasta que la vio desaparecer bajo la caída de un cortinaje. Él conocía aquella señora; estaba seguro de haberla visto en alguna parte.
De pronto levantó los hombros y empezó a sonreír, mientras se dirigía a la puerta de la escalera. No se había equivocado. La conocía muchos años; la había visto repetidas veces en letras de imprenta.
—Es ella… Es la reina Calafia.
II - Aguas arriba en el pasado
Al ver a Balboa sintió perderse una parte de la fuerza hostil que la había empujado hasta allí. Se sentó en el sillón que le ofrecía el dueño de la casa, mientras su modesta compañera ocupaba otro a su lado sin esperar a que la invitasen.
Fue contestando maquinalmente a los saludos del ingeniero, y al mismo tiempo sus ojos no podían apartarse de él, fijos por la atracción de la sorpresa. «¡Qué viejo está!… No le hubiese conocido al encontrarlo en la calle».
Y mientras repetía esto en su cerebro, fue saltando mentalmente sobre un período considerable de su propia existencia.
En el tiempo empleado por ella para balbucear unas cuantas palabras de cortesía, su imaginación hizo revivir más de la mitad de su vida anterior. Se vio tal como era, teniendo catorce años, allá en Monterrey, la ciudad más española de California. Los Ceballos pertenecían a la nobleza colonial. Eran descendientes de militares o funcionarios civiles que habían venido de España a Méjico en tiempo de la dominación española, pasando después, por sus empleos, a establecerse en la tranquila y remotísima California.
Estos hidalgos dedicados a la ganadería representaban la sociedad civil en los pueblos que habían ido creándose junto a los conventos de los franciscanos. Al separarse Méjico de España, las Misiones de California se arruinaban instantáneamente. Desaparecían los frailes, ahuyentados por las nuevas leyes mejicanas, y quedaban únicamente los hidalgos propietarios del suelo. Su vida apartada les hacía dar mayor importancia a su noble origen y a su raza blanca. En Los Ángeles, en San Diego y otras Misiones antiguas, las familias de apellidos españoles se mantenían en aristocrático aislamiento, cruzándose solo entre ellas.
San Francisco era entonces una bahía hermosa, pero solitaria y sin utilidad. Aún no se había descubierto el oro californiano. Unas cuantas casas hechas de adobes junto a la iglesia de los Dolores y un fuerte en la entrada de la bahía era todo. Monterrey, puerto frecuentado por los navegantes españoles y residencia de las autoridades enviadas por el virrey de Méjico, figuraba como la capital del país. Y en Monterrey vivían los Ceballos desde la última década del siglo XVIII, o sea desde que llegó el fundador de la familia siguiendo las huellas del capitán Portolá.
Cuando ella era niña había oído a su padre, don Gonzalo Ceballos, y a los amigos de este lamentarse de la invasión de los gringos y la rapidez con que perdía California su antiguo aspecto. Sin embargo, Conchita aún había conocido un Monterrey tradicional e interesante, perdido ahora para siempre.
Los restos de la población amada en su niñez desaparecían, abrumados y borrados por las modernas construcciones. El Monterrey de ella era todavía hispano-colonial, compuesto de edificios de adobe enjalbegados de blanco, todos de un solo piso, y con un patio interior que recordaba la casa árabe copiada por los conquistadores procedentes de Andalucía o Extremadura en todos los países de América. Las calles eran barrancos en días de lluvia o profundos caminos, de cuyo fondo se elevaban columnas de polvo al soplar el viento. Apenas se conocía el carruaje. Todos iban a caballo. Se aprendía a montarlo antes de saber andar. Atados a los sombrajes de los edificios esperaban filas de caballos enjaezados con ricas y vistosas sillas mejicanas. Los hombres se calzaban las espuelas al salir de la cama y muchas veces dormían con ellas fijas en sus talones. La vida un poco ruda, pero patriarcal, estaba regida por las costumbres leales y hospitalarias de los pueblos que habitan el desierto.
La música y la danza eran diversiones frecuentes y los únicos esparcimientos intelectuales del país. Todas las noches había baile en una casa «distinguida». Hasta los señores graves y maduros bailaban el «vals chiqueado», danza llamada así porque los varones interrumpían su baile para recitar a sus parejas una tirada de versos comparándolas con una rosa, una perla o algo semejante; después de lo cual, volvían a pasar el brazo por su talle y continuaban dando vueltas.
Mientras las familias de apellido noble vivían entre ellas, negándose a aceptar extranjeros en sus fiestas, con un mal humor de invadidos que se dan cuenta de su vencimiento, la gente popular se divertía igualmente en las calles, valiéndose de la música y la poesía. Sonaban guitarras ante las panzudas rejas; surgían de la fresca obscuridad nocturna voces apasionadas entonando cantos mejicanos o de remoto origen español.
A la mañana siguiente, Conchita, sin sentir fatiga por estas largas horas de baile, montaba a caballo lo mismo que un «vaquero» y salía al campo. Las mujeres de los suburbios se asomaban para saludarla a las puertas de sus casitas, edificios bajos de adobe pintados de blanco, con apretadas y purpúreas guirnaldas cubriendo sus muros. Desde lejos parecían hechas con rosas gigantescas de avinada púrpura, pertenecientes a la flora misteriosa de un mundo nunca visto. De cerca eran simples ristras de pimientos picantes, la cosecha anual puesta a secar del terrible «chile», que acaricia la boca como un cauterio.
Luego visitaba las tierras de su padre. Estas eran cada vez más reducidas, y sus rebaños iban disminuyendo de un modo alarmante. Los Ceballos se consideraban cada año menos ricos, siguiendo en esto la suerte de toda la antigua aristocracia californiana.
El abuelo de ella había conocido la gran revolución que cambió instantáneamente la fisonomía del país. California, que había sido española y luego mejicana, acabó por pertenecer a los Estados Unidos.
Esto no impresionó mucho a los hidalgos coloniales. Vivían tan lejos de Méjico, que la influencia del gobierno mejicano después de la independencia había sido algo teórico y sin realidad. Los californianos, poco numerosos y esparcidos sobre un territorio enorme, vivían autonómicamente, conservando el espíritu de la antigua colonización española, y aunque sintiesen una predilección especial por el pueblo más allegado a su origen, no creyeron, sin embargo, asunto de vida o muerte el nuevo cambio de bandera. Veintiocho años antes habían dejado de ser españoles para llamarse mejicanos; ahora dejarían de ser mejicanos para vivir dentro de la confederación de los Estados Unidos. Esto era todo.
Lo que resultó verdaderamente terrible fue que al mismo tiempo se hicieron los primeros descubrimientos auríferos en el país. Corrió por el mundo la noticia de que California era una tierra de oro, y las gentes aventureras y violentas de todas las razas marcharon como a una Cruzada de rapiña, para caer sobre este rincón de América. Los vicios y malicias del planeta entero llegaron en compañía de los hombres ansiosos de enriquecerse. El llamado «salón», taberna y posada al mismo tiempo, abundante en juegos y mujeres, surgió con la prodigalidad de las vegetaciones parásitas sobre esta tierra maravillosa, donde los aventureros de manos rudas, enriquecidos de pronto, no sabían qué hacer de su oro. Astutos tahúres corrían el país para robar al minero con sus trampas, despojando al mismo tiempo de sus bienes a muchos californianos.
El hidalgo ganadero se hizo jugador, perdiendo en los golpes del azar sus rebaños y sus tierras. Los que se mantenían libres de la tentación de los naipes se entregaron a otro juego, siguiendo la influencia ancestral de los conquistadores ibéricos, grandes buscadores de tierras de oro. Se hicieron mineros, enajenando sus campos para aventurar su producto en la explotación de filones que muchas veces solo existían en la fantasía del vendedor. Querían hacerse millonarios en unas semanas, como los europeos llegados en masa al país.
Todavía el abuelo de Conchita fue un Ceballos rico, con arreglo a la riqueza de su época, consistente en miles de cabezas de ganado y docenas de leguas de tierra. Pero antes de morir vio quebrantada profundamente la fortuna de la familia. Su hijo quedó casi arruinado por los malos negocios, pero igual a los jugadores caídos en la miseria, que únicamente quieren hablar del juego que les empobreció y le confían su porvenir, don Gonzalo solo se ocupaba de minas, y estaba dispuesto a aceptar todos los negocios de esta clase que le ofreciesen. Su hija visitaba con más frecuencia que él la única propiedad de campo que aún figuraba a su nombre con el gravamen de varias hipotecas. Toda la atención de él era para los filones metálicos, que pueden enriquecer a un hombre con inaudita largueza en el transcurso de unos días; algo maravilloso que solo se ve en el juego.
Y como la época brillante de California ya había pasado y aún no estaban descubiertos los veneros de oro de Alaska, el señor Ceballos tenía vueltos sus ojos hacia la frontera de Méjico. Los últimos fragmentos de su fortuna los arriesgó en el descubrimiento y explotación de minas situadas en territorios indudablemente mejicanos, con arreglo a las indicaciones de los mapas, pero en los cuales no era posible una labor tranquila y continua, unas veces por las revueltas de los indios bravos, refractarios a toda innovación que viniese a turbar su vida primitiva, otras por las revoluciones de los blancos y de los seudo-blancos, más temibles y frecuentes.
En este último período de la vida de su padre fue cuando conoció ella en Monterrey al ingeniero Balboa. Tenía catorce años, y este hombre venido para hablar con don Gonzalo de ciertas minas recién descubiertas al otro lado de la frontera no contaba indudablemente más allá de veinticinco. Una diferencia de diez o doce años supone la juventud o la vejez en la última parte de nuestra existencia, pero al principio del camino no es obstáculo insuperable, y muchas veces hasta representa para la mujer un atractivo misterioso, cuando la tal diferencia pesa del lado del varón.
Al contemplar ahora al ingeniero en su casa de Madrid, con cierta lástima por su avejentamiento melancólico, se dijo interiormente: «¡Y pensar que este hombre fue mi primer amor!».
Balboa era incapaz de sospecharlo, y en el caso de poder adivinar lo que pensaba su visitante, habría creído que esta señora se burlaba de él.
La hija de Ceballos no dejó nunca traslucir sus sentimientos en aquella época lejana, pero se acordaba aún del interés que le había inspirado durante varios meses el extranjero de barba rubia y ojos azules, dulce de palabra y algo tímido, que por ser español lograba hacer revivir todo lo que ella había oído de sus ascendientes.
En casa de los Ceballos se hablaba con veneración de los tenientes y capitanes, así como de los leguleyos y empleados de la Real Hacienda, venidos de España para perderse en la silenciosa California. Se les describía como si hubiesen sido omnipotentes personajes, íntimos amigos de los monarcas. Todos los cuentos maravillosos de brujas, duendes y magos que le habían contado siendo niña las criadas mestizas de la casa ocurrían siempre en viejas ciudades de España. Además, ella había leído muchos libros españoles antes de aprender el inglés en la escuela pública, y estos volúmenes vetustos adquiridos por su abuelo eran novelas románticas o colecciones de versos que hacían referencia siempre a la tierra originaria de sus ascendientes.
Ricardo Balboa, el primer español conocido por ella, personificó en forma tangible todos los héroes admirados en los libros. Su pasado le daba también un interés novelesco.
Venía a ella como un herido sentimental necesitado de curación y consuelo, arrastrando su historia melancólica. Iba de luto y parecía triste. Su mujer había muerto en Méjico y él tenía allá un hijo único, recuerdo de tan breve unión. Concha sintió agrandarse su amor silencioso de adolescente con abnegaciones de madre. Se admiraba a sí misma al pensar cómo podría ella rehacer y embellecer la vida de este hombre.
Pero Balboa se fue de Monterrey sin haber adivinado nada, y la hija de Ceballos fue la única que conoció esta novela de amor vivida unilateralmente durante unas semanas, sin palabras ni hechos.
Continuó su existencia, y el paso de cada año fue cambiando el curso de sus pensamientos, las predilecciones de su sensibilidad. Cuando Balboa escribía a su padre por negocios de minas, ella oía sin emoción su nombre o sonreía compadeciéndose a sí misma. «¡Un capricho absurdo de los pocos años!». Otras cosas y personas le interesaban ahora.
Huérfana de madre y teniendo que mantener el decoro de su casa, el único hombre que debía preocuparle era don Gonzalo. Parecía el último superviviente de una época extinguida, con todas las amarguras y las quejas del vencido. Los gringos se habían adueñado del país. Los californianos a la antigua iban desapareciendo, y resultaban ya tan escasos, que pronto podrían contarse con los dedos en cada población. Los hijos se modificaban, educándose en tales ideas que no parecían haber sido engendrados por sus padres.
Ceballos miraba al cielo con asombro y escándalo al encontrar jóvenes del país que se llamaban Villa, Pérez o Sepúlveda y le contestaban en inglés cuando él les hablaba en español.
Además el oro de California ya no era abundante, y esta riqueza, que tenía algo de poética por su brillantez y su tradición, había sido reemplazada por un producto sucio, hediondo, infernal. La gente hablaba menos de las minas auríferas. Todos buscaban descubrir un pozo de petróleo… Y al mismo tiempo que la vida se modificaba en torno a él, iban desapareciendo las últimas migajas de su fortuna.
Conchita no mostraba las tristezas y desalientos de su padre al pensar en su porvenir. Tenía la seguridad y el aplomo de la soltera en ciertos países del otro lado del Océano, donde la mujer se ve altamente apreciada, por ser menos numerosa que el hombre, y no tiene más que escoger entre varios pretendientes. Podría casarse cuando quisiera. Miss Conchita Ceballos gozaba de cierta celebridad en todos los territorios de las antiguas Misiones.
Los periódicos de San Francisco habían publicado versos llamándola «estrella de Monterrey». Entre tantas mujeres rubias y de pupilas claras, originarias de los países nórdicos de Europa que poblaban ahora California, esta belleza morena, con ojos negros y dorados, grande, vigorosa, de aire resuelto, como una reina de tribu, representaba cierta novedad, que al mismo tiempo nada tenía de nueva, pues parecía responder a las tradiciones del país. Muchos la admiraban como una concreción de la raza india y la raza española confundidas durante el período colonial. Además era una Ceballos, pertenecía a la más noble familia del país, y su origen, tanto como su belleza, hacía que los mineros y los negociantes súbitamente enriquecidos acariciasen mentalmente el honor de casarse con ella.
Rechazó numerosas proposiciones de matrimonio y fue dejando pasar el tiempo sin decidirse por ningún hombre. Muchos juzgaban imprudente esta lentitud; temían que al ir entrando en años quedase soltera para siempre. Otros la juzgaban refractaria al matrimonio por su deseo de no separarse de don Gonzalo.
En realidad, no pensaba en el amor. Tenía en su familia una heroína de novela, la famosa Concha Argüello, parienta por su madre, que pasó treinta y seis años esperando la vuelta de su prometido y murió casi santa. Pero esta mujer extraordinaria, cuya historia le habían contado muchas veces siendo niña, había nacido para sufrir por los demás y necesitaba apoyarse en un hombre. Ella era más fuerte; podía vivir sola, se bastaba a sí misma. No temía la tristeza del aislamiento, pues trae consigo el regalo de una absoluta libertad.
Para mantenerse independiente sin la protección de los hombres imitaba los ejercicios y diversiones de estos. Desde su niñez era gran jinete. En la adolescencia le había gustado ejercitarse en el boxeo y aprender los secretos de la lucha japonesa. Era un medio seguro de verse respetada en todas partes y evitar demasías.
—Yo no he llorado nunca —decía con orgullo la señorita Ceballos.
De pronto circuló la noticia de su casamiento con un personaje político del país, el honorable señor Douglas, hombre tranquilo, sano, vigoroso, pero con veinticinco años más que ella: edad sobrada para haber podido ser su padre.
Nadie habló de amor al ocuparse de este matrimonio. El respetable personaje de cabeza gris y sonrisa dulce y tolerante no podía evocar la imagen de un amoroso como los que se ven en libros y teatros. El cariño reposado y protector con que trataba a la joven tenía mucho de paternal.
Ella no sabía mentir. «¿Acaso es preciso el amor ardoroso y romántico para el matrimonio?». Apreciaba y respetaba a su marido; procuraría hacerle grata la existencia común; no era necesario más para vivir dichosos.
Conchita se trasladó a Washington para no separarse de su marido, que era diputado y asistía puntualmente a las sesiones de la Cámara de Representantes. La señorita de Monterrey, que había pasado su niñez galopando como un cow-boy, se adaptó con fácil mimetismo a las costumbres de la capital federal y al trato con las esposas de los personajes del gobierno. El representante Douglas vio aumentarse considerablemente su prestigio gracias a la discreción de su esposa.
La amistad de un nuevo presidente de la República le hizo pasar a la diplomacia. Douglas, educado en California, hablaba el español, y su gobierno consideró conveniente enviarle como ministro a una República de la América del Sur. Además, sus amigos políticos creyeron que la señora Douglas, por su apellido de familia y sus orígenes, podía ayudar útilmente a su esposo en esta misión.
Tres años vivieron en la lejana República, y la «ministra» de los Estados Unidos, admirada por su belleza y su elegancia, lo fue todavía más por su carácter afable, refractario al mismo tiempo a las excesivas familiaridades.
La juventud del país, exuberante, apasionada y predispuesta a los desvaríos imaginativos, se sintió atraída por esta mujer hermosa unida a un hombre que empezaba a ser viejo. Pero los más audaces se convencieron pronto de su error, y después de tantos elogios empezaron a hablar mal de ella. Era «una puritana», incapaz de tolerar el menor flirt, una burguesa que ponía el gesto duro apenas las galanterías de salón tomaban cierta intimidad.
Descubrieron además que su hermosura era igual a la de las beldades hijas del país. ¡Ser morena y tener negros los ojos y el pelo!… Para eso no valía la pena venir de los Estados Unidos. ¡Si a lo menos hubiese sido rubia, aunque tuviera la nariz roja, como otras diplomáticas del Norte de Europa!…
Estando en Nueva York durante una licencia, el ministro plenipotenciario Douglas murió repentinamente, a consecuencia de una enfermedad contraída en sus tiempos de ruda propaganda electoral.
La viuda se vio enormemente rica; mucho más rica que había creído ella en vida de su esposo. Esta fortuna estaba representada por los valores más diversos y heterogéneos: acciones de ferrocarriles y de minas, de fundiciones de acero y de pozos de petróleo. Hasta heredó la mayor parte de la propiedad de un gran diario.
Como su padre había muerto poco después de su matrimonio, tuvo ella que correr con la administración y solidificación de su fortuna. Pero «la Embajadora» era de gran agilidad intelectual para adaptarse a las exigencias del medio en que la colocaba su destino. Vendió unos valores, cambió otros, arrendó a una empresa de anuncios su propiedad periodística, confió el cobro de sus rentas a personas seguras…
Este título de «Embajadora» se lo daban antonomásticamente allá en su tierra. La gente une por instinto en todas partes la noción de diplomacia con la de embajada. Todo enviado diplomático es para el vulgo un embajador. Los partidarios políticos del difunto se habían acostumbrado a llamarlo «el embajador Douglas», considerando este título como una gloria del país, y la viuda, por herencia, siguió disfrutando en las conversaciones el título de «Embajadora».
Al verse en absoluta libertad y con la independencia que proporciona la riqueza, sintió un repentino interés por el bienestar de los demás, por la pureza de las costumbres públicas, así como por la defensa de los inocentes y los oprimidos. Figuró en todas las asociaciones dedicadas a la protección de animales o personas; trabajó con vehemencia por anular los desenfrenos de la carne, disfrazados con el falso nombre de «amor», así como los excesos alcohólicos. Los organizadores de toda obra filantrópica o moralizadora, al dirigirse a ella, estaban seguros de recibir el apoyo de su carácter batallador y un cheque importante.
En San Francisco corrió peligros novelescos al perseguir, unida a otras personas de igual virtud acometiva, los garitos y fumaderos de opio del barrio chino —antes de que los borrase del subsuelo un terremoto famoso—, así como las tabernas licenciosas y los cafés cantantes para marineros del barrio llamado «la Costa de Berbería».
Falta de hijos y cortando con fría urbanidad las insinuaciones de los que deseaban casarse con ella, dedicó al bien público sus entusiasmos enérgicos y a la defensa de la virtud toda la acometividad de su carácter reciamente varonil y justiciero.
—Es Don Quijote —decía un profesor viejo de Los Ángeles—; no puede desmentir su raza… Los abuelos venidos de España resucitan en ella.
Pero era mujer, y mostraba ciertos desfallecimientos de voluntad que le hacían olvidar por algún tiempo sus obras filantrópicas.
De pronto pensaba en ella nada más, limitándose a dar dinero para la defensa y regeneración de sus semejantes, pero no su persona. Sentía reverdecer en su interior los mismos entusiasmos que tantas veces la hicieron soñar despierta en su adolescencia ante un libro caído en su regazo, y esta emoción retrospectiva la impulsaba a emprender largos viajes por Europa.
Conoció los museos más célebres del mundo viejo, los hoteles de mayor lujo, las ruinas más famosas y los modistos más caros, todo a un mismo tiempo. Fue la dama de incesante curiosidad que lee a la vez los últimos libros, los catálogos de las exposiciones y los periódicos de modas, llamando la atención por sus vestidos incesantemente cambiados, por sus alhajas y por la prontitud con que adopta la última idea, considerando un triunfo poder lucirla veinticuatro horas antes que los otros.
En el curso de sus viajes se vio recibida en audiencia por tres Papas, y fue conociendo a todos los hombres de su época que acababan de obtener la celebridad por un día o por varios años.
Pronto se fatigó de viajar, acompañada solamente de una doncella francesa. Las noches pasadas en el hotel, sin una fiesta o una representación de teatro, le parecían interminables. Además, en ciertas naciones de Europa, una mujer elegante y hermosa que va sola de un lado a otro tiene que mantenerse en actitud defensiva, a causa de la audacia de muchos hombres, que se desorientan y equivocan.
Al morir Douglas se dio por seguro, en breve plazo, un segundo matrimonio de su viuda. Era joven, y fatalmente debía encontrar un hombre que le hiciese conocer el amor, después de su tranquila amistad con el primer esposo.
Estas suposiciones llegaban a irritar a la viuda cuando hablaba con sus amigos. ¡El amor! ¿Por qué debía ella conocer el amor, sometiéndose a la esclavitud de sus alegrías violentas y sus cóleras celosas?… Renunciaba a él sin pena. Era para una minoría de neuróticos y desequilibrados que necesitan vivir dramáticamente entre conflictos, por exigencias de su sistema nervioso. Ella quería ser como la gran mayoría de los humanos, que prefieren el cariño tranquilo y la amistad, a las tormentas del amor pasional.
Además, había resuelto mantenerse fiel al recuerdo de Douglas. Era su deber. Conocía algo más fuerte y noble que el amor: la gratitud.
Su marido le había dado la riqueza, y ella la tenía en mucho, porque afirma la independencia individual.
El dinero es un instrumento libertador, y la viuda amaba sobre todo su libertad. Le había tocado la suerte de encontrar un hombre bueno, tolerante y discreto, que además había asegurado al desaparecer la independencia y el decoro de su vida futura. Le bastaba con esto; no debía repetir tan arriesgado juego; ya había conocido a los hombres. Tenía marcado para siempre un sitio en la sociedad: sería la viuda rica, independiente y respetada por todos. Era locura cambiar esto por el tal amor, que solo resulta interesante en las novelas.
Pero como abominaba de viajar sola, pensó en Rina, la amiga pobre y humilde que tienen todas las mujeres triunfantes y es al mismo tiempo su compañera y su admiradora.
La había conocido en Monterrey, por vivir su familia en trato amistoso con los Ceballos. El abuelo de Rina fue un chileno de Valparaíso arrastrado a las costas de California por el gran éxodo de emigrantes que atrajo el descubrimiento del oro.
Todavía era niña Conchita cuando ya Rina Sánchez lanzaba ojeadas lánguidas a los jóvenes de Monterrey, creyéndose adorada y disputada por todos ellos. Una diferencia de más de ocho años existía tal vez entre las dos, pero Rina aún estaba soltera, ostentando, unas veces con orgullo y otras con desaliento, su cualidad de señorita, mientras la señora Douglas era una viuda, doblemente respetada por su estado y por el nombre de su esposo.
Según iba entrando en años, se mostraba Rina más sentimental e ingenua, como si retrogradase hacia la infancia, aplicando a todos los actos de su existencia un criterio pueril y una timidez contradictoria, pues en ciertas ocasiones, por sobra de inocencia, llegaba a parecer insolente.
«La Embajadora» se acostumbró a la simplicidad de esta acompañante tan pronto alegre como llorona. Necesitaba su presencia, abundante en risas y gemidos, como la de un perrillo melancólico y ladrador.
Si alguna vez se enfadaba con ella, parecía encogerse de espíritu y desaparecer, cual si la naturaleza la hubiese dotado de una retractilidad extraordinaria, no dejando presente más que su envoltura material.
Los viajes por Europa de hotel en hotel, donde se bailaba tarde y noche y eran frecuentes las presentaciones de hombres elegantes, atraídos por la belleza y la fortuna de la viuda Douglas, excitaban la manía sentimental de su compañera. Rina solo pensaba en el amor; un amor expresado con palabras rebuscadas y gestos de «alto idealismo», según ella, igual a los muchos amores que había conocido en las novelas imaginadas para señoritas de buena educación.
La vida le parecía sin sentido lejos de los hombres; y los hombres, por una ironía de la suerte, jamás habían querido fijarse en su persona. «La Embajadora», que mostraba una altanería hostil al hablar de ellos, se divertía interiormente haciendo relatar a Rina sus entusiasmos amorosos, así como sus esfuerzos, astucias y sacrificios para encontrar al futuro compañero entre tantos varones fugitivos o indiferentes.
Para justificar la humilde derrota de su celibato, hacía Rina comparaciones mentales entre ella y su rica amiga. ¡Ay! ¡Si pudiese vestir con la elegancia de la otra, seguramente que los hombres la buscarían lo mismo!… Y más por necesidad de defenderse que por coquetería natural, palmoteaba de gozo cuando Concha Ceballos le regalaba algunos de sus vestidos todavía nuevos o la hacía partícipe en sus compras de modas recientes.
También era una diversión para la señora Douglas, sana, fuerte, sólidamente bella, enterarse de los procedimientos extraordinarios de Rina para combatir y borrar los estragos que realizaba la edad en su cuerpo. La pobre parecía arrugarse y disminuir de volumen por el tostamiento interior de su sentimentalismo. Gran parte del dinero regalado por su amiga lo empleaba en productos de los llamados Institutos de belleza. Así fue conociendo la viuda muchos inventos extravagantes para el refrescamiento de la hermosura femenil.
Rina era cada vez más pequeña y al mismo tiempo más joven, con una juventud extraña y desconcertante que parecía de otra humanidad habitadora de un planeta remoto. Los que la habían visto un año antes en alguno de los hoteles célebres de Europa, al encontrarla después tardaban en reconocerla, y únicamente lograban restablecer su identidad por ir al lado de su amiga, cuya belleza resultaba invariable. Un año era rubia y al año siguiente de pelo negro o castaño. Como la edad y la vehemencia pasional habían arrugado prematuramente su faz, fue de las primeras en valerse de la operación quirúrgica que levanta el rostro y estira su epidermis, de la face-lifting empleada por ciertos especialistas de Londres, Nueva York y París para rejuvenecer a las mujeres de teatro y las mujeres de salón.
Entusiasmada por este milagro de la cirugía epidérmica que borraba de su rostro las arrugas, repetíalo con frecuencia como algo ordinario, mostrando un heroísmo sin límites, frío, tranquilo, sonriente, del que solo son capaces las mujeres cuando desean embellecerse.
Casi todos los años sentía la necesidad de que le cortasen la cara para estirar su piel en uno u otro sentido. Pasaba horas ante el espejo, estudiándose el rostro con ojos de artista, para aconsejar luego al cirujano en qué sentido debía dar los tajos maestros para su nueva obra.
Después de tantos rajamientos y manipulaciones faciales, parecía de una raza distinta a la de los otros seres. Caso de tener semejanza con alguno de los grupos humanos que pueblan nuestro planeta, se aproximaba a las mujeres amarillas de Asia por la tirantez de su epidermis y el estiramiento de sus párpados prolongados y casi juntos, como los de las japonesas. Llevaba la frente cubierta de rizos y dos masas de bucles sobre las sienes. De este modo quedaban ocultas las cicatrices de los tajos que le habían dado para renovar la tersura de su rostro.
—Toma: para que te pagues otra vez el face-lifting —decía «la Embajadora» al hacerle un nuevo regalo de dinero.
Y Rina, para manifestar su agradecimiento, derramaba lágrimas, compadeciéndose a sí misma.
—Tú sabes, Conchita, que yo podía ser rica si ese mal hombre no se quedase con lo mío. Deseo recobrar lo que me pertenece, para que no te sacrifiques más por mí.
Este deseo de evitar a la viuda su costosa protección solo ocupaba verdaderamente un segundo término en el pensamiento de Rina. Sus protestas contra el «mal hombre» y su ansia de verse rica eran principalmente porque al entrar en años hacía responsable a la pobreza de su forzoso celibato.
—Cuando yo vivía en Monterrey y era muchacha, todos los hombres andaban locos por mí, estoy segura de ello. Era porque entonces vivía papá y estaba metido en lo de las minas, que iba a hacerle rico… ¡Como ahora todos me creen pobre como una rata, y nadie sabe que ese ingeniero Balboa, ese mal hombre que vive en Madrid, se queda con lo que me toca por herencia y no me envía un céntimo!…
«La Embajadora» escuchó al principio distraídamente las lamentaciones de su acompañante. Pero en fuerza de oír hablar de aquel «mal hombre», acabó por interesarse en sus maldades.
Ella había intervenido, cuando vivía en su país, en la reparación de muchas injusticias, y continuaba desde lejos ayudando con su fortuna a la defensa de los débiles. ¿Por qué no extender su protección a esta solterona, cuyas charlas y manías parecían refrescarla lo mismo que un descanso a la sombra de un bosquecillo después de una jornada ardorosa?
Aceptando sin examen los informes de Rina y creyendo desde el primer momento en la culpabilidad del ausente, empezó a intervenir en dicho asunto, dictando cartas breves y duras para aquel «mal hombre» que vivía en Madrid y usurpaba las riquezas de la otra. Como era de una precisión matemática para el examen de sus propios negocios, pronto se enteró del asunto que le fue relatando su compañera y hasta rectificó algunos de sus errores.
El padre de Rina —un californiano que se llamaba Juan Sánchez por su padre el chileno, y Brown por su madre— se había asociado con Ricardo Balboa, durante el viaje de este a Monterrey, para la explotación de unas minas en Méjico. Don Gonzalo, el padre de Concha, pretendió entrar en dicha empresa, pero tuvo que desistir finalmente por falta de capital, como ya le había ocurrido en otros negocios propuestos por Balboa.
—Los socios fueron tres —continuaba Rina—; ese mal hombre que lo dirigía todo, un señor que vive allá en Méjico donde están las minas, y papá. Al morir papá, los dos hombres se entendieron, y como forman mayoría jamás me consultan, y hace años que no me envían un centavo. Como me ven sola en el mundo, ¡pobre huérfana! me roban como quieren.
«La Embajadora» ya no dictó cartas a su amiga, considerando más rápido y contundente escribir ella misma a Balboa. Sentía una predilección especial por este asunto que no era suyo. Se imaginó obrar así por el goce altruista que proporciona el amparo del débil; pero tal vez fue un deseo inconsciente de agredir a aquel hombre que había atravesado su adolescencia, despertándola a la vida sentimental, para seguir después su camino, ignorante de lo que dejaba a sus espaldas. La antigua simpatía era ahora agresividad, por una transformación obscura e incomprensible que había estado elaborándose durante muchos años.
Las respuestas frías y corteses que el ingeniero envió desde Madrid la irritaron aún más contra él. Creyó leer entre líneas su verdadero pensamiento: «¿Por qué se mezcla usted, señora, en asuntos que ni son suyos ni puede entender?… Estos negocios son para hombres».
El tal Balboa le pareció un verdadero europeo; mejor dicho, un «latino», de los que no conceden otra superioridad a las mujeres que las de la elegancia y la seducción amorosa, negándoles toda ingerencia en los asuntos de la vida civil.
—Yo arreglaré tu negocio —dijo Rina con amenazadora energía—. Ese hombre no me conoce. Cree sin duda que aún soy la niña que vio en Monterrey. Iremos a Madrid si es necesario.
Ella quería que fuese necesario. Empezaba a encontrar algo molesta su vida en París. En aquellos días dos hombres la acosaban con sus pretensiones matrimoniales: uno tímido, buenazo y tenaz, que la seguía desde América, colocándose silenciosamente ante su paso; otro excesivamente atrevido, que pretendía acompañarla a todas partes y esperaba una ocasión propicia para comprometerla o para vencer su voluntad. Necesitaba alejarse por algún tiempo de estos dos pegajosos adversarios de su viudez; despistarlos para que la dejasen gozar tranquila su independencia.
Después de haber escrito al «mal hombre» varias cartas de estilo cada vez más ácido, mostrando una incomprensión hostil para las explicaciones y justificaciones enviadas por Balboa, una mañana, al levantarse, anunció a su compañera que saldrían al día siguiente para España.
—He soñado que estábamos en Madrid. Me gustaría admirar una vez más los Velázquez; ver mujeres con mantilla y peineta, hombres con capa, bailadoras. ¿Por qué no ir?… Vamos a darle una sorpresa a tu «mal hombre». Yo me entenderé con él, y te aseguro que pronto tendrás dinero.
Dio unas semanas de asueto a su doncella francesa para que visitase a su familia, y allí estaban las dos, en el salón de Ricardo Balboa, convertido en gabinete de trabajo, sentadas en hondos sillones, frente a la mesa ocupada por el ingeniero.
Este, después de los saludos y una breve alusión a Monterrey así como a los lejanos tiempos en que se habían conocido, abordó con fría agresividad el asunto que motivaba aquella visita.
Fue dejándose dominar Balboa por la indignación de los tímidos que tiemblan antes del suceso esperado con inquietud, y cuando llega lo miran de frente, sin miedo alguno, por haber perdido ya para ellos el misterio de lo incierto.
Tenía al fin ante sus ojos aquella señora que le escribía desde lejos, duramente, tratándolo casi como a un ladrón. La iba a decir muchas verdades… Y fue exponiendo, con la tolerancia un tanto desdeñosa del que da explicaciones a gentes testarudas y de limitada mentalidad, la historia de las famosas minas, objeto de la cuestión.
Las tales minas estaban enclavadas cerca de la frontera de los Estados Unidos, en uno de los lugares menos civilizados de Méjico. Los indios llamados yaquis que viven una existencia independiente, interviniendo en la vida mejicana solo para batirse en sus revoluciones, habían perturbado muchas veces los trabajos de esta explotación. Pero de todos modos, las minas, aunque, con frecuentes paralizaciones, habían sido trabajadas al principio, dando algunas ganancias. Esto había sido mientras estuvo sometida aquella tierra al gobierno dictatorial de Porfirio Díaz.
—No había libertad pero había orden —siguió diciendo el ingeniero—, y se podía trabajar en aquel país. Los extranjeros estaban defendidos por un poder que tal vez era duro, pero representaba una garantía… Después no ha habido libertad ni orden.
Y mirando fijamente a «la Embajadora», que le escuchaba con rostro impasible, estirando el labio superior y pretendiendo turbarle con la fijeza de sus ojos, continuó sus explicaciones.
Había empezado allá una revolución de numerosos y complicados episodios que duraba más de diez años y cuyo término nadie alcanzaba a ver todavía en el presente momento. Desde sus principios había sido una revolución social. Muchos propietarios se veían despojados de sus tierras, sus edificios y sus minas. Simples jornaleros del campo se convertían en generales o pasaban a ser altos personajes políticos.
—Un capataz de nuestra mina que conoció mucho el padre de esta señorita es hoy general de división y acampa, con su enorme sombrero y su carabina en la rodilla seguido de una horda de jinetes, sobre los terrenos de nuestra propiedad. El socio que tenemos en la capital de Méjico intentó al principio hacer valer nuestros derechos y quiso ir allá. Luego desistió, e hizo bien, pues dicho viaje representa un suicidio. El tal general explota actualmente nuestra mina a su modo; esto es, vende la plata y se queda con el producto. La mina, según parece, ya no es nuestra; es del país. El general la ha «nacionalizado», palabra aprendida por él en la fraseología revolucionaria. La usa repetidas veces en una carta que se dignó enviarnos, con la delectación que sienten los mestizos por toda locución nueva y rara. La tal nacionalización consiste simplemente en haberse quedado con la mina que nosotros trabajamos, invirtiendo en ella nuestros capitales. Además, nos anuncia que exterminará a todo amigo de «la tiranía pasada» que pretenda recuperar lo que es del pueblo. Todo esto se lo he dicho, señora, en mis cartas, pero como usted no parece dispuesta a darme crédito, le puedo enseñar numerosas pruebas.
Balboa calló para tocar un botón eléctrico inmediato a su mesa. Al presentarse una criada, le preguntó si el señorito Florestán había vuelto, por ser ya la hora en que regresaba todos los días de la Escuela de Ingenieros.
A los pocos momentos, como si estuviese rondando por cerca del salón, se mostró Florestán. Era un joven alto, de miembros fuertes y bien armonizados, ojos azules, pelo rubio obscuro y rostro afeitado, que parecía dar con su presencia una impresión contradictoria de fuerza y timidez, de energía y puerilidad.
Las dos mujeres creyeron que esta juventud serena penetraba en el salón con un acompañamiento de nueva luz. La señora Douglas quedó mirándole fijamente, sin poder disimular su sorpresa. Pensaba en San Jorge… un San Jorge de veinte años, sin casco, con la hermosa y rubia cabeza descubierta, brillante el pecho por las escamas plateadas de su loriga, las fuertes y blancas manos sobre la cruz de su mandoble y teniendo a sus pies el destrozado dragón de la fealdad. Rina, más sentimental, creyó ver al caballero Primavera, con armadura de flores, erguido junto al cadáver del negro lobo del invierno. Su admiración por los hombres no le permitió mantenerse silenciosa.
—¡Oh, Conchita!… ¡Qué prodigio! —murmuró con voz susurrante.
Florestán huyó su mirada de aquellos cuatro ojos fijos en él con admirativa curiosidad. Luego enrojeció, con un avergonzamiento impropio de su aspecto vigoroso.
Casi volvió el dorso a las dos mujeres, luego de saludarlas con muda cortesía, mientras se inclinaba hacia su padre para oírle mejor.
—Trae el legajo de las minas de Sonora. Quiero leer a estas señoras todas las cartas que hemos recibido de allá. Busca también el resumen de los ingresos y los gastos, desde el principio de su explotación.
Volvió Florestán a saludar a las dos damas con tímida cortesía y salió de la pieza, ligero como un empleado que ha recibido una orden.
Quedaron ambas con la vista fija en la puerta por donde acababa de desaparecer. Hubo un largo silencio. Cuando volvió a entrar el joven, con unos cartones bajo el brazo llenos de papeles, las dos señoras creyeron que de nuevo volvía a iluminarse la estancia, alejándose una nube que había pasado ante el sol.
Ya no estiraba «la Embajadora» su labio superior, ni tenía puestos sus ojos con fijeza agresiva en el ingeniero. Su dentadura esplendorosa empezó a brillar entre los labios, separados por un principio de sonrisa. La luz de un balcón inmediato tembló con reflejos de oro sobre sus pupilas obscuras y aterciopeladas, que buscaban a cada momento al joven, a pesar de su deseo de no mirarle.
Empezaba Ricardo Balboa a extraer de sus cartones aquel fajo de papeles, cuando se vio detenido en su intento de lectura por la voz amable y la sonrisa de Concha Ceballos.
Se acordaba de su padre en aquel momento, y tenía la certidumbre de haberle oído elogiar muchas veces la probidad del ingeniero español. ¡Y ella había ofendido con tanta ligereza a un hombre simpático y digno de respeto!…
Miró de reojo a su acompañante. Esta Rina loca tenía la culpa de todo. La había desorientado con sus cuentos, haciéndola ser injusta.
—Me parece muy largo de leer —dijo con dulzura, señalando el legajo—, y será mejor que nos enteremos de ello más despacio. Su hijo tendrá la bondad de traernos los papeles al hotel.
Y extremando el acento benevolente de su voz y la amabilidad de su sonrisa, continuó:
—Hablemos de cosas más agradables. No somos enemigos ni vamos a devorarnos. Viéndose acaban por entenderse las personas de buena voluntad. Acordémonos un poco de cuando nos conocimos, allá en California. ¡Qué de cosas han pasado desde entonces!…
III - Donde se dice quién fue la reina Calafia y cómo gobernó su ínsula llamada California
A las nueve de la noche se presentaron en casa de Balboa don Antonio, su esposa y su hija, y la conversación en la sala de trabajo giró inmediatamente sobre la visita de mediodía.
Mostraba el ingeniero un orgullo de vencedor al recordar con qué amabilidad se había despedido de él «la Embajadora», después de tantas cartas amenazantes, y de su entrada silenciosa y hostil, como si se preparase para un combate.
—A estas señoras de genio fuerte —dijo con petulancia— hay que hablarlas con energía, para que se convenzan de que no inspiran miedo. Además, bien mirado, es una mujer adorable.
Aprobó el catedrático con gestos y palabras lo dicho por su amigo.
—La creo noble y buena como la reina Calafia. Esta tarde, por curiosidad, he vuelto a leer su historia.
Todos acogieron con extrañeza tal nombre. Doña Amparo, que admiraba y menospreciaba al mismo tiempo a su esposo, creyendo en su ciencia y en su falta de habilidad para enriquecer a la familia, fue la que mostró menos interés por el origen de tal apodo. Algún cuento raro de los que buscaba el catedrático en los libros antiguos.
Pero este, después de enviar a su esposa una sonrisa irónica y protectora, dejó de verla, para concentrar su atención en los otros oyentes, que le merecían mayor interés. Y para relatar la historia de la reina Calafia, empezó hablando de la noble villa de Medina del Campo, que durante siglos había sido el principal centro de contratación de las dos Castillas.
Anualmente se celebraba en ella una feria, a la que acudían los mercaderes de España y Portugal y los traficantes judíos de todas las naciones del Occidente europeo. De este mercado famoso durante la Edad Media solo quedaba en Medina del Campo el melancólico recuerdo de sus extinguidas riquezas y una vasta plaza que había sido durante siglos una especie de Bolsa internacional. Otra curiosidad de la villa castellana era el castillo de la Mota, ahora ruinoso, donde murió, según la tradición, Isabel la Católica, la reina del descubrimiento de América, y estuvo preso César Borgia, el hijo del pontífice que consagró dicho descubrimiento.
En los años que Cristóbal Colón vagabundeaba por España, solicitando apoyo para emprender sus viajes en busca de las Indias por el lado de Occidente, vivía en Medina del Campo un soldado viejo al que sus convecinos habían elegido regidor.
Este hombre, llamado Garci Ordóñez de Moltalvo, entretenía sus ocios de veterano escribiendo novelas. Sus funciones pacíficas de magistrado municipal no le proporcionaban otras batallas que las verbales sostenidas con mercaderes venidos a la feria desde países lejanos y en conflicto con el gobierno de la villa por el pago de derechos; pero al quedar solo, se consolaba de la monotonía de su pacífico retiro describiendo prodigiosos combates y aventuras nunca vistas.
Él modificó y agrandó el famoso Amadís de Gaula, dando a esta novela caballeresca la forma definitiva con que fue admirada durante más de un siglo por los lectores del mundo cristiano. Luego, queriendo prolongar dicho libro, cuya paternidad solo le correspondía a medias, produjo otro, todo de su pluma: Las sergas de Esplandián.
Don Antonio, al mirar a sus oyentes, creyó necesario añadir:
—Serga es una palabra antigua que significa hazaña, y Esplandián fue un joven esforzado, célebre por su heroísmo y su hermosura, hijo de Amadís de Gaula. Como todos los caballeros andantes, tenía un sobrenombre. Por algo Don Quijote necesitó añadirse el apodo de «Caballero de la Triste Figura». Moltalvo, al hablar de Esplandián, le llama unas veces el «Caballero de la Gran Serpiente», y otras, para mayor brevedad, el «Caballero Serpentino».
Mascaró creía ver al novelista de Medina del Campo paseándose por el sobrio y duro paisaje castellano, meseta escasa en cursos de agua y extremadamente fría o ardorosa, según la estación. Con el poder imaginativo de los inventores de historias, creaba Moltalvo en este ambiente árido los panoramas más portentosos y los hechos más inauditos.
Había ocurrido en su juventud un suceso desconsolante para la cristiandad, la toma de Constantinopla por los turcos, y con la delectación del progenitor literario que goza reproduciendo los sucesos no como fueron en la realidad, sino como debieron ser con arreglo a sus gustos, dedicaba la última parte de Las sergas de Esplandián a describir el gran asedio que ponían todos los pueblos de Asia a la antigua Bizancio, y cómo su emperador, ayudado por el Caballero de la Gran Serpiente y su padre el noble Amadís, aplastaba la gran alianza de los enemigos de Dios.
Radiaro, soldán de Liquia, escudo y amparo de la ley pagana, con el apoyo de otros soberanos musulmanes, enemigos crueles de los cristianos, emprendía el asedio de Constantinopla. Todos los monarcas de un Asia misteriosa, imaginada por el regidor de Medina del Campo, acudían al llamamiento del soldán. Pero en vano lanzaban sus hordas innumerables contra los muros de la ciudad. Amadís de Gaula, que por sus heroicas aventuras había llegado a ser rey de la Gran Bretaña, junto con el rey Lisuarte, el rey Perión y otros monarcas no menos fabulosos y de nombres sonoros, se encargaba de su defensa.
El soldán de Liquia y el soldán de Halapa dudaban ya del buen éxito de su asedio, cuando les llegó un aliado con valiosos auxilios capaces de cambiar el curso de la guerra.
Y el novelista describía minuciosamente cómo «a la diestra mano de las Indias, muy llegada a la parte del Paraíso Terrenal», había una isla o ínsula llamada California, poblada únicamente por mujeres algo negras y que no toleraban la existencia entre ellas de ningún varón, siendo su estilo de vivir semejante al de las antiguas amazonas.
Tenían valientes cuerpos, grandes fuerzas y firmes y ardorosos corazones. La ínsula era la más abundante en riscos y bravas peñas que en el mundo podía hallarse. Las armas de las californianas estaban fabricadas de oro todas ellas, y también las guarniciones de las fieras bestias en que cabalgaban después de haberlas amansado, pues en toda la isla no había metal de otra clase. Moraban en cuevas bien labradas, tenían muchos navíos, sobre los cuales partían a otras tierras a realizar sus cabalgadas, y los hombres que hacían prisioneros los llevaban con ellas a su isla para ciertos fines, matándolos después.
El catedrático, al llegar a este punto de su relato, miró con cierta inquietud a Consuelito y luego a su esposa. No se atrevía a repetir en presencia de su hija las mismas palabras del viejo novelista. Pero aunque la joven parecía escucharle, miraba con insistencia a Florestán, como si implorase de este menos atención al relato de su padre y que volviese los ojos hacia ella.
Suplió don Antonio con varios parpadeos la obscuridad de sus explicaciones y continuó el relato.
—Cuando a consecuencia de estos raptos de hombres las valientes californianas conocían la maternidad, si tenían hija la guardaban, y si varón, inmediatamente era muerto. De este modo no aumentaba en su país el número de los hombres, y estos eran tan pocos mientras llegaba el momento de su muerte, que las amazonas no podían temer la preponderancia dominadora del sexo contrario. Por la gran aspereza de la isla, abundaban en ella los grifos más que en ninguna otra parte del mundo.
También al llegar aquí tuvo Mascaró por oportuna una explicación suplementaria. Doña Amparo le miraba con ojos interrogantes.
—¿Qué grifos son esos?…
De este animal inventado por la superstición habían hablado mucho los poetas de la antigüedad y de la Edad Media, sin que nadie llegase a ver uno solo. Tenía cuerpo de león, cabeza y alas de águila, orejas de caballo; pero sobre el cuello, en vez de crines, ostentaba una cresta hecha de aletas iguales a las de los peces. El lomo y las alas eran de plumas duras como el hierro. Originario de la India, sentía un amor singular por el oro y buscaba con predilección, para hacer sus nidos, los lugares abundantes en depósitos auríferos. Por eso la antigüedad le suponía destinado a la defensa de los templos, a causa de los tesoros guardados en sus altares.
Muchos viajeros cristianos que visitaron el Oriente durante la Edad Media, y estaban predispuestos a ver cosas maravillosas, pretendían haber encontrado la llamada «Ave Grifo». Era, según su testimonio, más grande que ocho leones juntos y podía elevar un buey o un caballo por los aires. Las uñas de sus enormes garras servían para fabricar cosas preciosas, y con sus plumas se hacían arcos y flechas invencibles. La hembra del grifo, en vez de poner huevos, depositaba a veces en sus nidos grandes montones de plata. En el tesoro del emperador Carlos V existía una copa famosa hecha con una uña de grifo; pero después se descubrió que era simplemente un cuerno de rinoceronte.
Cuando los grifos tenían hijos, las californianas, cubiertas de cueros gruesos para defenderse de las garras y picos de las hembras, registraban sus nidos, llevándose las crías a sus cuevas. Luego cebaban a los pequeños grifones con los hombres que habían hecho esclavos en sus correrías, o con los niños de las mujeres del país, educándolos con tal arte, que acababan por conocerlas y no les hacían daño alguno. Pero cualquier varón que entraba en la ínsula, al momento era muerto y comido por los grifos; pues aunque estuviesen hartos, no por eso dejaban de tomar entre sus garras a los hombres y llevarlos volando hasta las nubes, para dejarlos caer y que se aplastasen en las peñas.
Esta ínsula, donde no había otro metal que el oro y cuyas costas eran interminables criaderos de perlas, estaba gobernada por una reina, llamada Calafia, muy grande de cuerpo, muy hermosa, menos obscura de color que sus amazonas, de floreciente edad, valerosa en sus esfuerzos y ardides y pronta a realizar sus altos pensamientos.
Habiendo oído decir que todos los reinos vecinos marchaban contra los cristianos, y deseosa de ver el mundo y sus diversas generaciones, animó a sus amazonas para marchar a esta guerra. Todas la oyeron con entusiasmo, encontrando monótono y triste pasar sus días metidas en una ínsula, sin fama y sin gloria, como los animales brutos.
Mandó la reina Calafia abastecer su gran flota de viandas y de armas, todas de oro, y arreglar la mayor fusta de las suyas, cubriendo esta nave con una especie de red de gruesos maderos, que servía de jaula a quinientos grifos, criados y cebados desde pequeños con carne de hombre. También hizo meter en las otras naves las bestias en que cabalgaban las valerosas californianas, y que eran diversas animalías, como tigres, leones, panteras, etc., todas amaestradas, lo mismo que si fuesen caballos.
Don Antonio hizo una pausa para descansar; pero como estaba acostumbrado a las explicaciones en cátedra, y además parecía deleitarse en su propia facundia, no tardó a seguir su relato.
—Llegó al campo pagano la flota de la ínsula California cuando el gran soldán de Liquia y el soldán de Halapa estaban más tristes, después de un sangriento choque con los defensores de Constantinopla, que había resultado infructuoso.
La reina Calafia pidió a sus aliados que la dejasen combatir sola con su gente, mientras los turcos permanecerían ocultos en su campamento, y los dos monarcas accedieron a su petición. A la mañana siguiente, la reina bajó de su nave y acto seguido los escuadrones de amazonas se extendieron por la playa.
Todas llevaban armaduras de oro sembradas de piedras preciosas, pues en California eran estas tan abundantes y comunes como en otros países los guijarros del campo. Mandó la soberana abrir la puerta de la fusta donde venían los grifos, y estos salieron con mucha prisa, mostrando gran gusto al poder volar libremente después del encierro del viaje.
Estos animales eran la artillería gruesa del ejército californiano. Como no les habían dado de comer durante la travesía, se arrojaron rugiendo de hambre sobre los hombres que ocupaban las murallas de la ciudad. Muchas saetas les tiraron, grandes golpes les dieron con lanzas y espadas, pero sus plumas eran tantas, tan juntas y recias, que no pudieron llegar a tocarles la carne.
Los turcos, inactivos en su campamento por mandato de Calafia, al ver a estas bestias ir y venir por lo alto llevando en las garras o en el pico a un cristiano, daban tales voces y alaridos de placer que horadaban con ellos el cielo. Los defensores de la ciudad gemían de cólera sobre las murallas al contemplar cómo los grifos se llevaban hasta las nubes, devorándolos, al padre, al hijo o al amigo. Cuando estos monstruos se cansaban de sus presas, dejándolas caer en la tierra o en el mar, volvían sin ningún temor a las murallas para apoderarse de otros cristianos, y fue tal el espanto de los defensores, que los más huyeron al interior de la ciudad, quedando únicamente los que habían podido refugiarse en las bóvedas de las torres.
Viendo esto la reina Calafia gritó a los dos soldanes que ya podían avanzar sus gentes para la toma de Constantinopla, y los paganos, aplicando muchas escalas al muro, subieron sobre él. Pero los grifos ya habían soltado los cristianos que llevaban en las garras, y viendo a los turcos, que eran hombres como los otros, cayeron sobre ellos y los arrebataron igualmente hasta las nubes para dejarlos caer, haciendo en ellos gran matanza.
La alegría de los sitiadores se trocó en desorden, y más que en luchar con los sitiados, tuvieron que pensar en defenderse de las bestias traídas por Calafia. Al enterarse de esto los cristianos salieron del refugio de sus bóvedas e hicieron gran matanza en los infieles, echándolos abajo de la muralla. Luego se refugiaron otra vez en sus bóvedas viendo que volvían los grifos.
Triste la reina Calafia por este error de sus bestias, que no sabían distinguir a los aliados de los enemigos, atacando a todos los hombres en general, aconsejó a los soldanes la retirada de sus gentes, mandando luego a las californianas que realizasen ellas solas el asalto, pues los grifos las respetarían. Se apearon entonces las amazonas de sus fieras animalías para avanzar contra los muros. Llevaban sobre sus pechos unas medias calaveras de pescado que las cubrían una parte del cuerpo, y eran tan duras que ningún arma las podía pasar. Las piernas, el tronco y los brazos los tenían forrados de oro.
Con mucha ligereza subieron las amazonas por sus escalas, y en lo alto de la muralla empezaron a pelear reciamente con los de las bóvedas. Pero estos, aprovechando la estrechez de su refugio, se defendían con braveza, y los que andaban abajo por la ciudad tiraban a las mujeres con saetas y dardos, y como las tomaban por los lados y las armaduras de oro eran flacas, herían a muchas de ellas. Mientras tanto, los grifos revolaban inactivos sobre las californianas, con la atracción de su presencia, pero sin ver cerca hombres a quienes hacer presa.
Calafia creyó oportuno que los turcos acudiesen en apoyo de sus guerreras, y dijo a los dos soldanes: «Haced subir vuestras compañías sin miedo alguno, que mis mujeres serán defensa contra las aves mías, pues no las osan nunca acometer». Pero cuando los grifos vieron las huestes de hombres que escalaban la muralla para unirse a las californianas, se trabaron con ellos tan rabiosamente como si en todo el día no hubiesen comido. En vano las belicosas hembras les amenazaban con sus alfanjes de oro. A pesar de sus amenazas y sus gritos sacaban de entre ellas a los hombres, y subiéndolos a enorme altura los dejaban caer para que muriesen.
Fue tan grande el espanto de los paganos, que bajaron de la muralla más apresuradamente que habían subido, refugiándose en sus reales. Calafia, que vio cómo este desastre ya no era de posible remedio, hizo acudir a los que tenían el cargo y la guardia de los grifos, para que los llamasen y encerrasen en su fusta. Subidos los guardianes sobre la jaula de la nave, los llamaron a grandes voces en su lenguaje, y lo mismo que humanas personas fueron acudiendo los grifos para meterse humildemente bajo los barrotes.
El novelista Montalvo, conocedor fidedigno de todos los sucesos de este asedio, por las revelaciones que le hizo la gran sabidora Urganda la Desconocida y también el eminente Maestro Elisabat, seguía describiendo en su libro los combates ocurridos diariamente ante los muros de Constantinopla, después del fracaso de los grifos. El emperador, con sus «diez mil de a caballo», acudía a los lugares donde atacaban más reciamente los sitiadores, y de estos los más temibles eran Calafia y sus mujeres.
Avanzaba la reina, incansable y de enormes fuerzas, blandiendo una lanza muy dura pero que acababa por romper, tantos eran los enemigos que iba matando. Entonces echaba mano a su alfanje, que era a modo de un cuchillo, con el hierro de más de un palmo de ancho, y degollaba caballeros a centenares o los dejaba mal heridos, metiéndose tan denodadamente entre las masas de adversarios, que nadie podía creer que fuese una hembra. Todos los paladines enemigos la buscaban, considerando su vencimiento como la mayor gloria que podían obtener.
A veces eran tantos los que la atacaban y tales los golpes recibidos por ella, que se veía en mortales aprietos; pero una hermana suya, llamada Liota, acudía en su auxilio como una leona rabiosa, sacándola de entre los caballeros que la abrumaban con sus cuchilladas.
Cansados los monarcas paganos de este asedio inútil, acudieron a un procedimiento usual en las guerras de la Edad Media y frecuentemente mencionado en las novelas caballerescas. Como el soldán de Liquia y la reina Calafia tuvieran noticias de que estaban en la ciudad Amadís de Gaula y su hijo Esplandián, decidieron enviarles un cartel de desafío para batirse con ambos en singular batalla, quedando los vencidos en sujeción y obediencia a los vencedores.
Este cartel de reto lo llevó a la ciudad una californiana, obscura y hermosa, con ricos atavíos y montada en una bestia fiera. Aceptaron los dos paladines el reto, y al volver la doncella al campamento de las amazonas se hizo lenguas de la belleza del Caballero Serpentino, al que había visto de pie junto al trono de su noble padre Amadís.
—Dígote ¡oh reina! —afirmó la doncella— que nunca los pasados ni los presentes, ni aún creo los por venir, vieron un mancebo tan hermoso y apuesto. Si fuese de nuestra ley, habría motivo para creer que nuestros dioses lo hicieron con sus manos.
Quedó tan impresionada la reina Calafia por estos informes, que decidió ir en persona a la ciudad para conocer de cerca a los dos paladines con los que iban a reñir ella y el soldán Radiaro pocos días después. Pasó toda la noche metida en su nave, pensando si iría con armas o sin armas a esta visita, y al fin determinó que en hábito de mujer, por ser más honesto.
Y cuando el alba vino se levantó y le dieron unos paños para vestirse, todos de oro, con muchas piedras preciosas. Su cabeza la tocó con un gran volumen de muchas vueltas, a manera de turbante, todo él igualmente de oro, sembrado de piedras de gran valor. Trajéronle luego una animalía en que cabalgase, la más extraña que nunca se conoció.
El catedrático esforzaba su memoria para hacerla ver a sus oyentes con arreglo a la descripción del novelista castellano.
Tenía las orejas tamañas como dos adargas, la frente ancha y un ojo solamente, pero que brillaba como un espejo. Las ventanas de sus narices eran muy grandes y el rostro corto y tan romo que no le quedaba ningún hocico. Salían de su boca dos colmillos hacia arriba, cada uno de más de dos palmos. Su color era amarilla y tenía sembrados por su cuerpo muchos redondeles morados, a la manera de las onzas. Era de mayor tamaño que un dromedario, sus patas estaban hendidas como las de un buey, corría tan fieramente como el viento, andaba con ligereza por los riscos, y se tenía sobre ellos como las cabras montesas. Su comer consistía en dátiles, higos y pasas, siendo muy hermosa de ancas así como de costados y pecho.
Sobre esta animalía se puso la hermosa reina y dos mil mujeres de las suyas le dieron escolta, vestidas de ricos paños y cabalgando en bestias no menos extrañas. En derredor de Calafia marchaban a pie veinte doncellas, asimismo vestidas con riqueza, sosteniéndole las haldas, que arrastraban por el suelo más de cuatro brazas.
Con este atavío llegó adonde la esperaban los monarcas defensores de la ciudad, y al ver a Esplandián junto a los tronos de su padre el rey Amadís y su abuelo el rey Lisuarte, se dijo:
«¡Mis dioses! ¿qué es esto? Ahora digo que he visto lo que nunca se verá semejante».
Y al mirar el Caballero Serpentino con sus graciosos ojos el hermoso rostro de la reina, ella sintió que estos rayos salidos de la resplandeciente belleza del mancebo la atravesaban el corazón.
Nunca había sido vencida por la fuerza de las armas, pero en presencia del hermoso paladín se sintió tan ablandada y quebrantada como si anduviese entre mazos de hierro. Ella no podía batirse con él. Le faltarían fuerzas para levantar la espada sobre su bello rostro. Se declaraba vencida de antemano. Sería el valiente Radiaro, soldán de Liquia, el que pelease con el Caballero de la Gran Serpiente. La reina de California se reservaba medir sus armas con el noble Amadís.
El famoso encuentro de los cuatro héroes se realizó al día siguiente.
Amadís y Calafia se arrojaron con tal ímpetu el uno contra el otro, que inmediatamente quebraron sus lanzas. Entonces, el héroe, con un pedazo del arma rota, se limitó a defenderse, golpeando la cabeza de la amazona.
—¿En tan poco tienes mi esfuerzo que pretendes vencerme a palos? —protestó Calafia.
—Reina —contestó el paladín—, yo vivo para servir y ayudar a las mujeres, y si pusiera mis armas en ti, que eres mujer, merecería que se olvidasen todas mis hazañas pasadas.
Tal consideración solo sirvió para irritar más a la amazona, que deseaba ser tratada como un hombre, y empuñando su ancho alfanje con ambas manos menudeó los golpes mortales contra Amadís. Pero este con su palo la hizo caer al suelo finalmente, obligándola a declararse vencida. Al mismo tiempo Esplandián había rendido al valeroso monarca pagano, haciéndolo su prisionero.
Después de esta doble derrota quedó terminada la guerra y levantado el sitio de la ciudad. Calafia se mostraba contenta de su vencimiento porque esto le permitía vivir cerca del Caballero Serpentino, viéndolo a todas horas. Como decía Montalvo, estaba presa de dos maneras, de cuerpo y de corazón, pues la tenía cautiva la gran hermosura del joven Esplandián.
Siendo ella tan gran señora de tierras y gentes, con una abundancia de oro y piedras preciosas en su ínsula como no podía encontrarse en el resto del mundo, no era extraordinario que pensase en hacer su esposo al hijo de Amadís. Hasta quería convertirse al cristianismo, para mayor facilidad de esta unión. Pero Esplandián vivía enamorado desde muchos años antes de la gentil Leonorina, hija del emperador de Constantinopla; y este y su esposa, después del triunfo sobre los paganos, renunciaron a su trono, retirándose a un monasterio.
El Caballero de la Gran Serpiente y Leonorina se casaron, pasando a ser emperadores, y la reina Calafia, terror de los hombres en las batallas, lloró de pena como una pobre mujer.
No quiso regresar a sus estados de California, y para vivir cerca del emperador Esplandián prefirió casarse con un primo de este, obscuro caballero comparado con el hermoso héroe.
—Esta novela —continuó el catedrático—, aunque se publicó por primera vez en 1510, la escribía el regidor de Medina del Campo allá por 1492, cuando los Reyes Católicos tomaron a Granada, y Colón, ayudado por los Pinzones, empezaba a preparar su primer viaje a las Indias. Resulta de esto que la California fue inventada sobre el papel por un novelista de Castilla un poco antes de que las naves españolas descubriesen las primeras islas de la actual América.
Durante siglo y medio, los llamados «libros de caballerías» fueron la lectura favorita de los pueblos cristianos. En España, los hombres de armas y los hombres de letras buscaban por igual dichas novelas. Con sus aventuras inverosímiles entretenían y halagaban el entusiasmo de un pueblo de soldados y navegantes, que veía abrirse a sus heroicas iniciativas un mundo recién descubierto y se mostraba ávido de repetir en la realidad todo lo que parecía irrealizable.
—El libro de Cervantes —continuó el catedrático—, que fue un golpe mortal para la novela caballeresca, no se publicó hasta cien años después de haber aparecido Las sergas de Esplandián. Los conquistadores españoles fueron grandes aficionados a las novelas caballerescas. Tan frecuente era su lectura en las llamadas Indias Occidentales, que el emperador Carlos V prohibió por real cédula la importación de tales libros en sus Estados del otro lado del Océano, declarándolos obras perniciosas.
Los españoles recién instalados en el Nuevo Mundo pretendían repetir en estas tierras de misterio las mismas hazañas de los protagonistas de las novelas caballerescas. Esperaban encontrar todos los días ciudades encantadas, tesoros enormes. El último reyezuelo indio les parecía un gran emperador.
Cuando Hernán Cortés conquistó la meseta central de Méjico y pudo llegar a las riberas del Pacífico, se sintió atraído por el secreto de este mar descubierto años antes por Núñez de Balboa en la costa de Panamá.
Muchas de las riquezas adquiridas en su conquista las fue perdiendo en navegaciones por el Pacífico. Improvisó arsenales en la costa del misterioso océano, llamado entonces «mar del Sur». Hizo venir de España materiales de construcción naval, que, desembarcados en Veracruz, salvaron enormes montañas y planicies hasta llegar a la otra ribera de Méjico. Con ellos y la madera del país hizo las primeras naves importantes que se crearon en América, dedicándolas a la exploración de las costas desconocidas.
Los navegantes enviados por Cortés hacia el Norte creyeron descubrir una gran isla. Era la península llamada ahora Baja California. El piloto Fortún Jiménez, primer descubridor de la «isla», murió trágicamente, como la mayor parte de su tripulación, asesinados todos por los indios.
Fueron precisos nuevos viajes por el mar cerrado que se llamó luego «golfo de las Perlas», «seno Californio» y «mar de Cortés», para que los navegantes se convenciesen de que este no era un mar libre, y que la tal «isla», bautizada al principio con el nombre de Santa Cruz, resultaba en realidad una península. El mismo Hernán Cortés se embarcó con cien soldados en la costa occidental de Méjico para explorar la «isla» misteriosa, y él fue quien cambió su nombre.
La novela de Montalvo, publicada a continuación de Amadís de Gaula, había obtenido enorme éxito. El volumen de Las sergas de Esplandián andaba en manos de los descubridores españoles de mar y tierra. Hernán Cortés, antiguo estudiante de la Universidad de Salamanca, era gran aficionado a leer novelas, y si se terciaba la ocasión sabía escribir versos. Vio un mar abundante en perlas, vio costas que eran pródigas en oro, según revelaciones de los indígenas, e igualmente debió descubrir desde su nave algunas indias de alta estatura, con arcos y lanzas, lo mismo que las amazonas. No necesitó más para acordarse de la reina Calafia, dando el nombre del rico país gobernado por la enamorada de Esplandián a la «isla» de Santa Cruz, que había dejado de ser isla.
De este modo se llamó California la península mejicana que es ahora la Baja California, pasando su nombre por extensión a la tierra inmediata, o Alta California, que pertenece a los Estados Unidos.
—Así fue —continuó el catedrático— como algún tiempo antes de ser descubierta América inventó el nombre de California un novelista de la meseta central de España, que fue soldado en muchas guerras, pero tal vez murió sin haber visto nunca el mar.
IV - En el que se prosigue la historia de California y se cuenta la vida de la Santa de las Castañuelas
Mascaró siguió hablando.
—Los españoles tardaron dos siglos en colonizar la Alta California, después de haberla descubierto geográficamente. Buscaban oro y piedras preciosas, ni más ni menos que todos los exploradores de entonces, fuese cual fuese su nacionalidad. Navegando en barcos pequeños y conociendo mal las costas y los vientos, lo que hacía interminables los viajes, es absurdo exigirles que fuesen en busca de vulgares artículos de comercio. Estos empezaron a transportarse de un hemisferio a otro con los modernos adelantos de la navegación, cuando los buques fueron enormes. Si los descubridores arriesgaban su vida, era con la esperanza de enriquecerse en poco tiempo, cargando sus pequeñas naves de objetos valiosos y escasos en volumen, como son los metales.
Los navegantes franceses e ingleses de entonces, ya que no podían buscar oro en unas tierras que pertenecían a los españoles por haberlas descubierto, se dedicaron simplemente al saqueo de las nacientes colonias de América que pillaban descuidadas, o a robar los cargamentos de las naves que volvían a Europa.
—Poseer oro fue el único deseo de las gentes de entonces (si es que no lo es también de las gentes de ahora), y resulta absurdo querer juzgar sus actos con arreglo a los sentimientos y conveniencias de nuestra época. Si los españoles fueron odiados en aquellos tiempos, lo debieron únicamente a ser los poseedores de las tierras auríferas, envidiadas por los otros.
El catedrático habló de las expediciones salidas de Méjico por tierra en busca de las fabulosas Siete Ciudades de Cibola y del reino mítico de Quivira. El conquistador Coronado creía encontrar estas ciudades de oro en donde están hoy los Estados de Nuevo Méjico y Arizona, apartándose de California.
Un piloto valeroso, Juan Rodríguez Cabrillo, por orden del virrey de Méjico, se lanzó a navegar siguiendo la costa del Pacífico hacia el Norte. Él fue quien descubrió el litoral de la Alta California y el primer hombre blanco que pisó su suelo. En esta penosa navegación ancló muy cerca del Golden Gate, la llamada «Puerta de Oro», que da entrada a la bahía de San Francisco. Pero no la descubrió ni tuvo el menor indicio de tan seguro refugio.
Murió Cabrillo en plena exploración y fue enterrado por los suyos en la costa de California. Su segundo, llamado Ferrelo, siguió navegando hacia el Norte, pero la falta de víveres le hizo volver a Méjico en 1543. Se había explorado con esto toda la costa de la actual California, pero sin encontrar la bahía de San Francisco.
—Treinta y seis años después —continuó Mascaró—, el famoso pirata Drake, luego de haber penetrado en el Pacífico por el estrecho de Magallanes para saquear varias de las colonias españolas nacientes, se remontó hacia el Norte y fue el segundo en visitar la costa californiana. Para la carena de su barco se detuvo en un fondeadero a unas cuantas millas de la bahía de San Francisco; pero «tampoco la vio», emprendiendo luego el regreso a su patria, dando la vuelta al mundo. No fue extraordinario que los españoles dejasen olvidada esta costa luego de haberla descubierto. Su imperio colonial era tan extenso, que ahora parece acción maravillosa cómo pudieron gobernarlo, aunque fuese defectuosamente, y poblarlo de gente blanca desde tan lejos, teniendo que luchar con los enormes obstáculos de la distancia y las deficiencias de la navegación en aquellos tiempos.
Al fin el gobierno de España se vio obligado a acordarse de la olvidada California y la buscó de nuevo, no con el fin de encontrar oro, sino para establecer un punto de comunicación con los archipiélagos asiáticos.
Magallanes había descubierto las islas Filipinas, y como el principal motivo de los viajes de Colón fue establecer un comercio con las Indias Orientales, productoras de la especiería, España convirtió al archipiélago filipino en depósito de productos asiáticos, yendo a buscarlos por Occidente en flotas que salían del puerto mejicano de Acapulco con rumbo a Manila y hacían el mismo viaje de regreso.
En este viaje de vuelta, las expediciones navegaban siempre por el hemisferio Norte y los vientos las traían frente a la costa de California, siguiendo después su ruta hacia el Sur. Necesitaba la marina española un puerto en dicha costa para su refugio y para hacer en él las reparaciones inevitables después de la enorme travesía del Pacífico. Pero los exploradores enviados por el virrey de Méjico buscaron este puerto sin hallarlo.
—Fue una ironía del destino —continuó don Antonio— que todas las exploraciones del litoral de California fuesen para encontrar un puerto seguro, y existiendo la bahía de San Francisco, que es uno de los más grandes del mundo, ningún navegante dio con él durante dos siglos, siendo tantos y tantos los que pasaron y volvieron a pasar ante su boca… Y cuando al fin fue encontrada la bahía de San Francisco, este descubrimiento se hizo por tierra y lo realizó un capitán de caballería.
El piloto Vizcaíno, comisionado por el conde de Monterrey, iba en busca del puerto de refugio en California, después de otros viajes de sus colegas Gali y Cermeño. Él dio sus nombres españoles actuales de santos y santas a muchos cabos, islas y ríos del litoral, y al fin creyó encontrar el puerto deseado en un fondeadero abierto que llamó Monterrey en honor del gobernante que había organizado su expedición.
Navegando luego hacia el Norte, llegó a pocas millas de la bahía de San Francisco, y «tampoco la descubrió»… Unas veces las neblinas, y otras la maligna casualidad, hicieron que los buques no viesen nunca su entrada, por quedar esta debajo de la línea del horizonte. Cuando Drake carenó su buque a treinta millas de la Puerta de Oro, le hubiera bastado a uno de sus marineros subir a una cumbre cualquiera de la costa para descubrir esta bahía enorme. Pero una influencia misteriosa parecía burlarse de los hombres de mar, reservando el importante descubrimiento a un soldado de tierra, que lo hizo sin desearlo.
Durante ciento sesenta años, España, que tenía tan vastos y ricos territorios que gobernar, no se preocupó de la abandonada y silenciosa California. Las naos que volvían de Filipinas se limitaban a tocar en las inmediaciones del cabo Mendocino, punta avanzada del litoral californiano, continuando desde allí su viaje hacia Acapulco, último término de su navegación.
Pero Inglaterra había fundado sus colonias en la costa americana del Atlántico, Francia ocupaba el Misisipí, y por el lado del Pacífico iba descendiendo desde el Norte la exploración rusa. Bering, pasando el estrecho que lleva su nombre, se había establecido en Alaska, haciendo nacer una América rusa. El Imperio de los zares deseaba su parte en el Nuevo Mundo, y descontento de las tierras que poseía en él, dormidas la mayor parte del año bajo las nieves, iba avanzando poco a poco, atraído por los esplendores de la América tropical, proponiéndose no parar hasta la frontera de Méjico.
España comprendió que para tener segura la Alta California, que solo era española geográficamente, debía ocuparla y colonizarla.
—Fue esto en tiempos de Carlos III —siguió diciendo Mascaró—, cuando un grupo de españoles ilustrados hacía renacer las energías y la cultura del país, modernizando sus leyes y costumbres. Entonces aparecieron los Gálvez, grandes americanistas de peluca blanca. El principal de esta familia, el que fundó su prosperidad y sirvió de apoyo a los otros, fue don José de Gálvez, un abogado de Vélez Málaga, hijo de labradores. Se iniciaba entonces el movimiento civil que acabó produciendo la Revolución francesa. Los enciclopedistas influían desde París en el pensamiento de todo el continente. Eran los letrados los que empezaban a gobernar los pueblos, sustituyendo a los hombres de espada y a la antigua nobleza. Ser abogado conducía fácilmente al Consejo de los reyes. Don José de Gálvez hizo esta misma carrera, y de simple abogado en Madrid, acabó por ser consejero del rey de España en los asuntos de América y ministro de sus colonias.
A su hermano don Matías, hombre sencillo, desinteresado y probo, como pocas veces se había visto en la administración colonial, lo hizo gobernador de Guatemala, y al hijo de este, llamado don Bernardo de Gálvez, militar de pocos años, que había obtenido por su valor en las guerras de Europa el grado de general de brigada, le procuró el gobierno de la Luisiana, que España había recobrado poco antes por un acuerdo con Francia.
—Este don Bernardo de Gálvez, caudillo que por su juventud y sus victorias recuerda a los generales de la Revolución francesa, es un héroe injustamente olvidado por los Estados Unidos, tal vez porque fue español. No hay niño en las escuelas norteamericanas que ignore el nombre de Lafayette; en cambio puedo hacer sin miedo la apuesta de que entre los ciento veinte millones de seres que pueblan los Estados Unidos no existen tal vez doscientos que se acuerden de quién fue don Bernardo de Gálvez.
Y Mascaró contaba rápidamente las campañas y triunfos de este general de veintitrés años.
España, aliada con Francia, protegía abiertamente a las colonias de América sublevadas contra Inglaterra para obtener su independencia. El puerto de La Habana servía de base y refugio a las escuadras francesa y española que se batían con la marina británica y sorprendían sus convoyes, ayudando de este modo por mar a los nuevos Estados de América. Don Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana, residía en Nueva Orleáns, y siguiendo las órdenes del gobierno de Madrid, entraba en guerra con los ingleses que ocupaban La Florida.
Su padre don Matías de Gálvez, gobernador de Guatemala, los había batido en Honduras con los escasos medios que tenía a su disposición, improvisando un pequeño ejército de negros, indios y blancos aventureros. Tal era su éxito, que a pesar de ser un funcionario civil, el gobierno español acababa por darle el grado de general.
Fue su hijo, el joven gobernador de la Luisiana, quien mostró una extraordinaria capacidad militar. Con otro ejército improvisado, en el que solo figuraban doscientos veteranos españoles, salió de Nueva Orleáns para ayudar a los americanos, distrayendo y atacando las fuerzas británicas. Tomó por sorpresa varios fuertes de La Florida, y luego de transportar su artillería en lanchas por el Misisipí, sitió a Baton Rouge, obligando a su guarnición a rendirse. En poco tiempo dominó el territorio de los indios Chactas, cuyos caciques acataron al joven vencedor, uniéndose a él para combatir a los ingleses.
Al año siguiente, 1780, llevó la guerra a La Florida occidental, partiendo de La Habana, que le servía de base de operaciones, con un ejército de soldados venidos de España. Después de grandes dificultades en su desembarco, se apoderó de la ciudad de Mobila y tomó luego a Panzacola, que era la capital de La Florida para los ingleses.
—En esta victoria Gálvez fue herido en el vientre y en el pecho, pero su juventud y su vigor salvaron su existencia. El gobierno de Madrid le hizo general de división, dándole además el título de conde por sus victorias, y se escribieron varios poemas en honor del caudillo. Pero hoy no hay quien se acuerde de este general de veintitrés años que expulsó a los ingleses de La Florida durante la guerra de la independencia de los Estados Unidos y ayudó con sus campañas al triunfo de los americanos. En toda la inmensa República de la Unión, donde son tantos los monumentos a la gloria de personajes muchas veces olvidados, no existe una estatua o un simple busto que recuerde al conde de Gálvez, vencedor de Mobila y Panzacola.
Su padre don Matías llegaba a ser virrey de Méjico, viéndose amado por la sencillez de su vida y la moralidad de su administración. Pero una influencia fatal parecía pesar sobre los Gálvez de América, sostenidos desde Madrid por el abogado, ministro de Indias. Don Matías murió en Méjico antes de cumplirse el primer año de su virreynato, y fue nombrado para sucederle su hijo el general. El pueblo mejicano recibió con entusiasmo a este caudillo que era el más joven de sus virreyes y tenía el prestigio militar de sus victorias. Además vivía sencillamente, como un soldado, mostrándose en público sin acompañamiento, conversando en las fiestas populares con la gente más humilde. Pero también murió al año de ser virrey, lo mismo que su padre, de una rápida y misteriosa enfermedad que le consumió en pocos días. Y como esto resultaba inexplicable en un hombre joven y vigoroso, la gente dio en decir que había muerto envenenado…
—Pero volvamos al abogado Gálvez, el jefe de esta familia de «americanistas». Antes de llegar a ministro de las Colonias, don José de Gálvez había sido enviado a Méjico (la llamada Nueva España) con el título de Visitador, para que examinase de cerca el modo de poblar y civilizar el Norte de los dominios españoles, cortando el avance ruso. El Visitador se estableció en el puerto de San Blas, frente a la Baja California, preparando personalmente la segunda exploración de la Alta California y su colonización definitiva. Para que esta colonización tuviese una base firme se necesitaba un puerto, y otra vez se volvió a hablar de Monterrey, bahía olvidada durante siglo y medio, desde que el viejo capitán Vizcaíno la descubrió. Quedaba en Méjico un recuerdo legendario de Monterrey. Vizcaíno y sus hombres, impresionados por la abundancia y variedad de animales salvajes que podían cazarse en los bosques cercanos, habían intentado regresar a este fondeadero para establecer en él una colonia. Pero el navegante murió antes de que llegase de España la autorización real, retardándose con esto ciento sesenta años la civilización del país.
Había que buscar por tierra el puerto de Monterrey. Dos paquebotes construidos por Gálvez en la costa de Sonora, navegando hacia el Norte, vendrían a juntarse en dicho fondeadero con la expedición terrestre.
Esta expedición iba dirigida por el capitán de caballería don Gaspar de Portolá, gobernador militar de la Baja California. Era un valeroso oficial catalán, que se había batido en las guerras de Italia contra los austríacos, pasando después a Méjico. Como jefe religioso iba el padre Junípero Serra, fraile mallorquín, superior de las Misiones franciscanas en la Baja California. Esta expedición hizo su entrada en San Diego (primer pueblo de la Alta California) a mediados de 1769.
—Cuando los españoles avanzaban por la costa del Pacífico para crear la más famosa de las dos Californias —dijo Mascaró—, empezaba a ser un poco conocido Washington en la costa del Atlántico y faltaban pocos años para que empezase la guerra de la Independencia americana.
El padre Serra, que había emprendido esta aventura evangélica a pesar de su ancianidad, quedó enfermo en San Diego de Alcalá, cerca de la actual frontera de Méjico, y el capitán de dragones, jefe militar y civil de la expedición, siguió adelante con su tropa, su caballada, sus repuestos de víveres llevados por recuas de mulas y una tropa de indígenas de la Baja California proveídos de instrumentos de zapa para abrir camino en las tierras vírgenes.
Parte de los soldados eran españoles de la Península, pertenecientes al batallón de Voluntarios de Cataluña, y el resto jinetes del llamado «Presidio de las Californias», que llevaban por arma defensiva la «cuera», casaca de varios pellejos de venado superpuestos, casi impenetrable a las flechas de los indios, y la «adarga», fabricada con dos pieles crudas de toro, escudo que manejaba el jinete con su brazo izquierdo para defenderse él y su caballo de los golpes. Llevaban también, cayendo a ambos lados de la silla, sobre sus muslos, dos cueros rígidos, llamados «defensas», que les cubrían las piernas para no lastimárselas cuando hacían correr sus caballos entre los matorrales. Esgrimían diestramente sus armas, consistentes en lanza y espada de gran anchura, llevando además una escopeta corta en el arzón. Eran hombres de mucho aguante y sufrimiento en la fatiga, obedientes, resueltos, ágiles, y su jefe Portolá los tenía «por los mayores jinetes del mundo y los soldados que mejor ganaban el pan del augusto monarca al que servían».
Tuvieron que luchar con la tierra y las enfermedades, más que contra los hombres. Los indígenas intentaron cerrarles el paso, pero no osaban combatirles resueltamente. Los padecimientos fueron grandes para abrirse camino en esta tierra que por primera vez recibía la huella de los hombres blancos. Además sufrieron mortales enfermedades a causa de la mala alimentación, y las tripulaciones del par de paquebotes que seguían la costa se vieron diezmadas por el escorbuto.
Portolá, con su tropa dividida en dos secciones, marchó y marchó durante varios meses, pues sus jornadas solo podían ser breves en un suelo tan abrupto.
Al fin, el 2 de Noviembre, al detenerse los exploradores en un altozano, vieron una especie de mar interior, del que emergían varias islas y que venía a perderse tierra adentro, formando marismas. La bahía de San Francisco acababa de ser descubierta. Lo que los navegantes no pudieron ver nunca por mar, lo había hallado casualmente un capitán de dragones.
La expedición tuvo que retroceder a su punto de partida, o sea a San Diego, sin haber encontrado el puerto de Monterrey, ni a la ida ni a la vuelta. Al avanzar hacia el Norte, lo dejó a su izquierda, sin darse cuenta de ello. De regreso, no creyó necesario Portolá entretenerse buscando el fondeadero descubierto por Vizcaíno siglo y medio antes. Él había hallado algo mejor.
—Me imagino lo que debió decir el capitán de Gerona al juntarse con el padre Serra en San Diego: «No he encontrado Monterrey, pero en cambio traigo un puerto como no hay otro en el mundo». Y como Gálvez había autorizado al padre Serra para dar el nombre de San Francisco de Asís, patrón de su Orden, al lugar que considerase más importante entre todos los descubiertos por la expedición, decidió el fraile que la hermosa bahía se llamase para siempre San Francisco.
Mascaró siguió contando el resto de la vida de don Gaspar de Portolá. Su misión había terminado, y como eran otros los que debían colonizar las tierras exploradas por él, volvió a su comandancia de la Baja California. El gobierno lo hizo teniente coronel por esta expedición y gobernador de Guadalajara, en Méjico. Luego regresó a España, llegando a coronel de un regimiento de coraceros que guarnecía Aranjuez, donde estaba la corte. Y allí murió en 1806, dos años antes de la invasión de España por Napoleón.
—Tal vez se acordó muy de tarde en tarde de aquella bahía enorme contemplada desde una altura y a la que volvió la espalda para no verla más. ¿Cómo podía adivinar que iba a fundarse allí la ciudad más grande del Pacífico, una de las más famosas de la tierra, cincuenta años después de su muerte, y que esto inmortalizaría su nombre?
El coronel Portolá se fue del mundo sin sospechar que sería célebre, más célebre que muchos conquistadores de la época heroica que realizaron hazañas inauditas, pero tuvieron la mala suerte de descubrir tierras de América que hoy arrastran una vida decadente o están completamente olvidadas. Los nombres de estos héroes son cada vez más obscuros, según se va hundiendo el país que descubrieron y colonizaron. En cambio, el nombre de Portolá, descubridor de San Francisco, va unido al de una metrópoli cuyo crecimiento parece ilimitado.
—Algún día —dijo Mascaró—, el núcleo vital de la civilización humana, que fue pasando de Asia a Europa, y ahora empieza a trasladarse de Europa a América, saltará a las grandes islas del Pacífico y al Extremo Oriente, siguiendo su movimiento orbital. Y entonces San Francisco será el heredero de París, de Londres, de Nueva York.
Describió el catedrático la organización del nuevo territorio. Se fundaban en él cuatro presidios: Monterrey, San Francisco, San Diego y Santa Bárbara.
Al notar la extrañeza de alguno de sus oyentes, se apresuró a añadir:
—Presidio, en español, significa «lugar fortificado», lugar con guarnición. Así se entendió siempre, hasta hace un siglo. Pero al ser enviados delincuentes a nuestros presidios de África, o sea a las plazas fortificadas que tenemos allá, la gente empezó a usar «presidio» como sinónimo de cárcel o penal.
Se fundaban tres pueblos, uno de ellos «Nuestra Señora la Reina de los Ángeles», aglomeración de chozas en torno a una humilde iglesia franciscana, que servía de núcleo a la moderna y hermosa ciudad de Los Ángeles. Luego, los frailes, bajo la dirección ferviente de Junípero Serra, creaban veintiuna Misiones, a una jornada de distancia entre ellas, cordón de pequeños conventos con aldeas de indios adjuntas, que se extendía desde San Diego de Alcalá, junto a la actual frontera de Méjico, hasta más arriba de San Francisco.
El catedrático había contemplado la estatua colosal de este civilizador evangélico en el parque de la Puerta de Oro, el paseo más hermoso de la gran ciudad californiana. Las Misiones fundadas por el padre Serra habían educado a los indios con más desinterés que las antiguas Misiones jesuíticas del Paraguay, limitándose a su obra instructiva, sin soñar con la constitución de un Estado teocrático.
Muchos de estos frailes eran nacidos en las orillas del Mediterráneo, como el mallorquín que los dirigía, y pretendieron repetir sobre la fértil tierra californiana los jardines del Levante español. El naranjo creció por primera vez en esta parte de América, como en los huertos de Mallorca y de Valencia.
—Los primitivos maestros de los cultivadores californianos, célebres ahora en el mundo entero —siguió diciendo Mascaró—, fueron los frailes venidos de España. Esta colonización es la única de toda América que no se vio precedida por guerras y derramamientos de sangre. Los misioneros tuvieron que luchar mucho con el espíritu receloso, burlón y astuto de los indios de California; pero lentamente, gracias a sus lecciones de agricultura y de medicina y a otras ventajas de la cultura aportada por ellos, acabaron los discípulos del padre Serra por atraerse a las tribus errantes, instalándolas en torno a sus fundaciones.
Esta Arcadia mística y agrícola duró menos de medio siglo y no tuvo tiempo para desarrollar toda su obra civilizadora. Además, una serie de epidemias afligieron a muchas de las Misiones, dispersando o destruyendo sus nacientes núcleos de población.
Cuando Méjico se declaró independiente, separándose de España, los nuevos gobernantes legislaron desde la capital de un modo uniforme, lo mismo para las ciudades próximas que para las Misiones remotas, sin pensar que estas vivían más lejos de su gobierno que Méjico vivía de Europa. Los decretos de secularización dieron fin a los días pastorales de las Misiones. Estas fueron disueltas; los frailes se marcharon; los indios se esparcieron, volviendo los más de ellos a la barbarie, y las iglesias franciscanas fueron derrumbándose, hasta convertirse en tristes y pintorescas ruinas.
Quedaron como únicos señores del país y representantes de la civilización blanca los dueños de «haciendas» y «ranchos», los caballeros de origen español, hijos o nietos de empleados y militares, y pasaron muchos años de paz y obscuridad sobre la tierra explorada por el capitán Portolá.
La República de Méjico, viviendo entre incesantes revueltas, enviaba gobernadores a California, pero las más de las veces, al llegar estos a su destino, después de un viaje de muchas semanas, ya no existía el gobierno que los había nombrado. La autoridad de Méjico era puramente nominal. Los vecinos acomodados de Monterrey y los «rancheros» de las antiguas Misiones llevaban una existencia en realidad independiente, gobernándose por sí mismos, con arreglo a las costumbres.
Al ocurrir en 1846 la guerra entre Méjico y los Estados Unidos, un comodoro norteamericano echaba a tierra su gente en Monterrey, izando la bandera de su República sin encontrar obstáculos. Los californianos que habían vivido alejados de Méjico no se creyeron en la obligación de oponer una desesperada resistencia.
Poco después ocurrió en esta tierra uno de los sucesos más ruidosos del siglo XIX. Siempre habían circulado vagos rumores de que la California era un país abundantísimo en oro. Estas noticias ya legendarias databan de siglos. Los primeros conquistadores españoles las habían conocido, guiándose por ellas en las soledades del llamado Nuevo Méjico y de Arizona. Pero durante doscientos años, los que avanzaron a través de las belicosas tribus de apaches y navajos, y los navegantes exploradores de la costa californiana, jamás obtuvieron una pepita del precioso metal. Dos años después de haberse apoderado de Alta California la República de los Estados Unidos, ocurrió por obra de la casualidad, y con la sorpresa ruidosa de un golpe teatral, el descubrimiento ansiado.
—Todo en California —continuó el catedrático— fue obra del azar. Los pilotos españoles que exploraban la costa en demanda de un puerto pasaron y repasaron, durante dos siglos, frente a uno de los más grandes del mundo sin verlo nunca, y su descubrimiento fue obra de un soldado terrestre que no lo buscaba. Hernán Cortés, y otros después de él, perdieron su fortuna y algunos de ellos su vida buscando un oro del que hablaban los indígenas en sus cuentos, y que nunca pudieron encontrar. Y cuando al fin la casualidad descubrió la riqueza aurífera de dicho suelo, este ya no pertenecía a España.
Don Antonio hacía consideraciones sobre la fecha del descubrimiento del oro en California. Si tal hallazgo lo hubiese realizado siglos antes cualquiera de los exploradores marítimos, la codicia y el espíritu de aventura habrían aglomerado la gente blanca en California, constituyéndose una colonia fuerte y numerosa, como en Méjico, en Perú y otros lugares de la antigua América española. En tal caso no habría bastado el desembarco de un simple comodoro en el fondeadero de Monterrey para adueñarse del país.
—Los Estados Unidos —añadió Mascaró— habrían tropezado con otra República de Méjico establecida al Oeste, en lo que son hoy sus Estados del Pacífico, como hoy tropieza con la que tiene al Sur.
Pero la ironía de la Historia guardó oculto el oro californiano en el curso de doscientos años de tenaz rebusca, para no mostrarlo hasta después de la fecha en que la marina de los Estados Unidos se apoderó de Monterrey, ganosa de adquirir un puerto en el Pacífico.
Fue en 1848 cuando Sutter, un oficial suizo que había servido a los reyes de Francia, emigrando luego a California al ocurrir la caída de los Borbones, descubrió cierta cantidad de oro al abrir un nuevo canal para su pequeño molino cerca del río Sacramento. Nunca se conoció una noticia de efecto tan instantáneo y enorme. En pocos días se despoblaron las ciudades, las aldeas, los «ranchos» de California, y hasta se desbandó en parte el pequeño ejército de ocupación enviado por los Estados Unidos. Todos querían ser mineros, esparciéndose por montes y valles en busca de oro. Antes de que terminase el año habían llegado miles y miles de hombres procedentes del Estado de Oregón, del vecino Méjico y del lejano Chile.
Al circular las cartas de los primeros mineros por los Estados de la República Unida existentes al otro lado de los montes Alleghanys, o sea a orillas del Atlántico, la fiebre del oro se apoderó de los ciudadanos yankis. Hasta entonces este metal había sido únicamente de España. Ahora les llegaba su vez a los Estados Unidos de la América del Norte, y el regalo del destino era enorme, como nunca se había visto en la Historia.
Todos los hombres enérgicos y atrevidos de la tierra se lanzaron hacia este nuevo Eldorado, más positivo y seguro que el de las leyendas de la conquista española. Hubo semana que desembarcaron diez mil inmigrantes en las playas de California. La bahía descubierta por el capitán Portolá vio llegar buques con toda clase de banderas que derramaban en sus orillas aventureros de diversos colores, hablando todos los idiomas.
Las dificultades geográficas para llegar a este país, que parecían insuperables hasta poco antes, fueron vencidas por el alud humano. California pertenecía a los Estados Unidos, pero esta República tenía concentrada su vida a orillas del Atlántico, y sus habitantes, para llegar a la ribera del Pacífico, necesitaban atravesar toda la anchura de la América del Norte, casi inexplorada, con tribus belicosas que oponían una resistencia sangrienta al avance del hombre blanco.
—Hace setenta años nada más —dijo Mascaró—, donde hoy existen ciudades que asombran por sus gigantescos edificios, el indio errante clavaba su tienda de cuero y se erguía orgulloso mirando las cabelleras de enemigos que adornaban su cintura.
Largos convoyes de carretas que hacían oficio de casas emprendieron la marcha por el centro de la gran República, siguiendo las riberas de los ríos, oasis lineales a través de la inmensidad árida o silvestre. Los avances de la gente atraída por California sirvieron para acelerar la colonización y civilización del centro del país. Pero la mayoría de los aventureros, como tenía prisa en conquistar la riqueza, tomaba el camino más corto, que era geográficamente el más largo, embarcándose en cualquier puerto del Atlántico para dar la vuelta a América por el cabo de Hornos y remontar el Pacífico hasta California.
El comercio, seducido por las ganancias fabulosas del país del oro, también adoptó esta ruta, tenida al poco tiempo por ordinaria, y que representaba, sumando las dos navegaciones a lo largo de ambas costas de América, un viaje casi igual a la circunnavegación del globo terráqueo.
Entonces empezó la famosa era de los clippers americanos, el esfuerzo más audaz realizado por los hombres desde el día que se lanzaron sobre las olas montados en maderos y dando al viento un pedazo de tela. Como todo armador o capitán quería dar la vuelta a América llegando a California en menos tiempo que sus rivales, se estableció entre ellos una lucha de construcción naval, creándose el clipper, buque que extremó temerariamente las dimensiones de su velamen y la estrechez de su casco, con menosprecio de las leyes de estabilidad. Estos buques realizaron rápidas travesías que poco antes hubiesen parecido inverosímiles.
Sus capitanes tuvieron por aliados al vendaval y la tempestad. Las velas se rasgaban o eran arrebatadas por el viento, antes de pasar por la vergüenza de amainarlas. Algunos, al acostarse, ponían candado a ciertas partes del cordaje de su clipper, para que nadie pudiese disminuir el velamen mientras ellos dormían. El diablo, excelente amigo, cuidaría del rumbo durante su sueño; y si se iban al fondo, que fuese con toda la lona desplegada, para llegar más pronto a las entrañas del mar. Cada capitán quería ver San Francisco varios días antes que los otros clippers que seguían el mismo rumbo.
Valparaíso, puerto de descanso para los buques que habían doblado el cabo de Hornos luchando con el terrible Oeste, vio la llegada de muchos de estos clippers con la arboladura hecha astillas, rasos como pontones y sin otro gobierno que un velacho de ocasión. Los barcos envejecidos, los aventureros de madera y cobre que habían navegado por todos los Océanos, emprendían su última travesía con rumbo a California, lo mismo que los aventureros de carne y hueso. Resultaba magnífico negocio llevar hasta la tierra del oro estos cascarones destinados a pudrirse en un puerto. Las mercancías de su cargamento eran vendidas antes de salir de las calas. Sus tripulantes, reclutados para un solo viaje sin obligación de retorno, se echaban a tierra inmediatamente para dedicarse a la busca de oro. El veterano del mar era puesto en seco, y se disputaban su compra los nuevos ricos del país para convertirlo en hotel, en almacenes o en oficinas. Había que hacer rápidamente las cosas en este país maravilloso. Cada día de ocio representaba montones perdidos del precioso metal. Nadie quería ser albañil ni ocuparse en construcciones. Los millonarios vivían en chozas de adobes o en simples tiendas. Comprar un barco viejo era adquirir instantáneamente un palacio maravilloso.
Los clippers veloces y los pesados buques de carga completaban sus tripulaciones en Valparaíso. El chileno, andariego y aficionado por tradición a la minería, fue el americano del Sur que más pronto sintió la atracción de California, embarcándose como marinero para hacer el viaje gratuitamente. Una vez allá, se esparció por la tierra del oro, con la ilusión de dar un golpe de piqueta de los que convierten, en el espacio de un minuto, a un aventurero hambriento en multimillonario.
Mascaró describía la maravillosa transformación de San Francisco, metrópoli californiana. Cuando el molinero del Sacramento encontró el primer puñado de oro, la bahía descubierta por Portolá solo tenía junto a su boca la aldea de Sausalito, el ruinoso y abandonado fuerte de la época española sobre la colina llamada del Presidio, y a un lado la antigua Misión de Dolores, grupo de chozas en torno a una pequeña iglesia. Esto era todo.
En pocos años surgió la ciudad de San Francisco. Primero fue de madera, como todo pueblo improvisado; luego de albañilería, extendiendo sus límites hasta absorber lo que antes eran aldeas alejadas unas de otras, y actualmente figuraba como la primera ciudad del Pacífico.
Sus rascacielos, rivales de los de Nueva York, hundían su cúspide en las nubes; su puerto alineaba muelles y almacenes en una extensión de varios kilómetros. En la ribera opuesta de la bahía existían importantes ciudades, como Oakland, Berkeley y otras. Eran a modo de prolongaciones de la vida de San Francisco. Hacían recordar las raíces de ciertos árboles gigantescos que perforan el lecho de los ríos y pasan a la ribera opuesta para resurgir y crecer como árboles filiales, saludando desde lejos con el movimiento de sus ramas al árbol progenitor.
La tierra y el fuego querían destruir esta obra prodigiosa y rápida de los hombres. La ciudad se había incendiado repetidas veces. El suelo temblaba periódicamente, con intervalos de pocos años. Los terremotos de San Francisco eran famosos por su frecuencia; pero a continuación de estos cataclismos, la ciudad resurgía sobre cimientos más sólidos, más extensa, más alta, yendo desde la Puerta de Oro hasta el término de la bahía, haciendo pasar sus tentáculos urbanos bajo el lecho del mar interior, para asomar sus extremidades en la orilla de enfrente.
Sus casas, altas como torres, perforaban las nieblas que sorprendían a veces este país solar, cubriendo con sus velos el marítimo paisaje. Pero un capricho del viento rasgaba el brumoso telón, dejando visibles otra vez la verde planicie de la bahía agujereada por sus islas, el azul del cielo, y entre ambos colores la línea gris y rojiza de la orilla opuesta, con la blanca torre de la Universidad de Berkeley, igual a un faro lejano.
Como la ciudad, en su desdoblamiento incesante, había escalado las montañas inmediatas, muchas calles eran de una pendiente violenta, que obligaba a cortar sus aceras en escalones, circulando por estas cuestas tranvías y automóviles con la horizontalidad trastornada, lo mismo que los vehículos funiculares. Apenas cerrada la noche, el vacío lóbrego del cielo era poblado por los anuncios luminosos, con una muchedumbre quimerática y parpadeante: duendes de grotescos saludos, caricaturas gesticuladoras, vehículos rojos que rodaban sin cambiar de sitio, dragones verdes, aves de paradisíaco plumaje. Hasta los templos ayudaban al esplendor de este segundo día artificial que reinaba sobre las techumbres, colgando del muro enlutado de la noche cruces gigantescas formadas con gruesos diamantes eléctricos.
—Cuando yo estuve en «Frisco», como llaman los californianos por abreviación a su ciudad —siguió diciendo don Antonio—, me acordé muchas veces del coronel de los coraceros del rey, don Gaspar de Portolá, muerto en Aranjuez en 1806. Me lo imaginaba resucitando en 1906, cien años después, para contemplar cómo es ahora la bahía que él descubrió o para ver San Francisco en plena noche. Creo que, de ser posible esta resurrección, habría vuelto a morirse inmediatamente, de sorpresa y de asombro.
El recuerdo de la época española de California hizo emprender a Mascaró un nuevo relato.
—Hay una California romántica… Tú has estado allá, y debes haber oído contar la historia de Concha Argüello.
Balboa, después de quedar con los ojos en alto y la frente contraída como si esforzase su memoria, hizo un gesto afirmativo. Recordaba vagamente estos amores novelescos, que le había contado muchos años antes una señora vieja de Monterrey. Pero como Florestán y Consuelito, algo aburridos por la historia del lejano país, parecieron animarse con el anuncio de esta novela de amor, Mascaró siguió hablando.
Él había visitado «el Presidio», la parte militar de San Francisco, donde están acuarteladas las fuerzas de su guarnición, por ser tradicional este emplazamiento desde la época española. Había visto cómo en el lugar que ocupó el antiguo fuerte se conservaba la casa del gobernador español, edificio de un solo piso, con paredes de adobes y techo de tejas curvas, formando gran alero para defender de la lluvia y el sol las puertas y las rejas. Era una casa igual a todas las antiguas de Méjico y otros países hispano-americanos. La comandancia norteamericana la había reparado para que no se derrumbase, pero respetando sus líneas originales. Una placa de bronce junto a la puerta recordaba que allí habían vivido los jefes españoles del antiguo Presidio de San Francisco.
En 1806, cuando moría Portolá en España, era gobernador de este fuerte el capitán don José Darío Argüello, y un hijo suyo, igualmente oficial, le ayudaba a vigilar el Presidio de Monterrey, reemplazándose los dos en el cuidado de ambas plazas. El capitán tenía una hija de quince años, María de la Concepción Argüello, nacida en el Presidio de San Francisco y bautizada en la cercana Misión de Dolores.
—Yo me la imagino vestida con arreglo a las modas españolas de aquella época: falda hueca y corta, breve pie con zapatito de seda y cintas cruzadas sobre la media blanca, la carita de un moreno pálido, dos rizos en espiral como virutas entre las orejas pequeñas y los ojos aterciopelados, profundamente negros, y sobre el torreón de su cabellera abundante una gran peineta de concha. En días de fiesta, cuando bajaba a la iglesia de los Dolores, donde la habían bautizado, colocaría sobre la peineta el calado pabellón de una mantilla negra. Al estar sola en su casa, sus brazos redondos, con graciosos hoyuelos en los codos, se estiraban, desperezándose elegantemente, fuera de las abombadas mangas de farol, y sus manos, libres de guantes o mitones, hacían repiquetear unas castañuelas, acompañando el rítmico movimiento de sus pies.
La hija del gobernador del Presidio de San Francisco amaba el baile, pero su recato de doncella católica y bien criada le hacía buscar la soledad para entregarse a este placer. Bailaba para ella misma, haciendo sonar junto a sus oídos las castañuelas, horas y más horas, como si estas hablasen, contándole secretos de un mundo lejano. Muchos afirmaban que en la exuberancia de su alegría infantil prefería bailar ante las imágenes santas mejor que rezarles oraciones, por creer que de este modo expresaba más sinceramente su veneración.
Un día, estando el gobernador Argüello en Monterrey, llegó a la bahía de San Francisco una fragata rusa, que tenía por nombre Juno. Este buque lo mandaba un aristócrata de San Petersburgo, un chambelán del zar Alejandro I, llamado Nicolás Rezanov. Viajaba a lo largo de la costa de California con pretexto de exploraciones científicas, y por esto iba a bordo un sabio alemán llamado Langsdorff, que dejó escrito un libro sobre dicha expedición.
La llegada de un buque ruso a la bahía solitaria de San Francisco, visitada únicamente por los paquebotes de la marina de guerra española y algunos barcos de cabotaje procedentes de Méjico, era un suceso extraordinario, y el gobernador Argüello, al recibir la noticia, se apresuró a volver al fuerte de dicha bahía, llamado de San Joaquín. Inmediatamente se dio cuenta de que el gran señor ruso estaba preocupado por cosas muy ajenas a una exploración política.
—Veo desde aquí a Rezanov —dijo el catedrático—. Era indudablemente el tipo del galán romántico que existió a principios del siglo XIX, con aire melancólico y algo «fatal», un personaje como los de Lord Byron, Madame Stael y otros autores de la época, héroes sentimentales y trágicos, de piernas musculosas apretadas por el pantalón de punto, levitón con esclavina, cara pálida y el cabello alborotado, como si lo agitase un huracán invisible. Desde la primera vez que bajó a tierra sintió en su corazón el repiqueteo de aquellas castañuelas que acompañaban a todas partes a la hija del gobernador.
Durante diez días, el fuerte de San Joaquín, lugar aburrido y monótono, presenció continuas fiestas. Sonaron guitarras y cantos junto a los cañones de bronce asomados a las troneras de piedra, para reflejar sus negras gargantas en las aguas de la bahía. Las niñas de la colonia intercalaban el «barrego», danza del país, con el fandango y el bolero venidos de España. Los marinos rusos enseñaban a las californianas el vals, baile de Europa que solo tenía unos cuantos años de existencia y representaba entonces una gran novedad.
El chambelán Rezanov aprovechaba todas las ocasiones para hablar a solas con la bulliciosa Conchita, acariciándola con los ojos mientras la muchacha continuaba su charla de pájaro inquieto. Una mañana pidió al comandante del fuerte una entrevista secreta, y cuando el viejo soldado esperaba oí alguna proposición política para su gobierno, el prócer le manifestó simplemente su deseo de casarse con su hija y la conformidad de esta. Pero por ser él dignatario de una corte, necesitaba la licencia de su emperador e iba a partir cuanto antes para obtenerla.
Solo pidió que le concediesen dos años para cumplir su palabra. Volvería en dicho plazo a California, dando la vuelta al mundo.
Este marino amoroso, que tenía diez o quince años más que Conchita y estaba acostumbrado a largas navegaciones y lances de guerra, consideraba empresa ordinaria atravesar medio planeta yendo en busca de un monosílabo de su emperador y seguir luego su viaje cruzando la otra mitad de la tierra, hasta volver allí mismo. De San Petersburgo iría a Madrid como enviado extraordinario de su zar, para desvanecer todo error de comprensión entre las dos naciones, con motivo de su visita a California. Luego de vivir algunas semanas en la corte de Carlos IV, dirigida entonces por el favorito Godoy, se embarcaría con rumbo a Veracruz u otro puerto de Méjico, encaminándose desde allí a San Francisco para unirse a su prometida.
Quedó el capitán Argüello confundido y emocionado por su futuro parentesco con este personaje que era amigo del zar y pronto sería amigo de su rey. Vio tal vez a su hija viviendo en la corte de España como embajadora de Rusia, paseando por los jardines de Aranjuez en días de gran fiesta, cuando corrían sus fuentes a imitación de las de Versalles. Y él se vio también gobernador general de toda la California, o funcionario aún más poderoso en la ciudad de Méjico.
Rezanov tenía prisa, y una tarde de Mayo la Juno levó anclas, poniendo la proa al Norte, hacia la América rusa, situada frente a Siberia. La blanca fragata saludó al fuerte de San Joaquín con siete cañonazos, y este devolvió el saludo enviándole nueve.
Lloraba la gentil bailarina con el pañuelo ante sus ojos, agitándolo luego húmedo de lágrimas. El gobernador y las personas importantes del Presidio se inclinaban quitándose los sombreros para contestar a las aclamaciones de la tripulación rusa, cada vez más lejanas.
—Y Rezanov no volvió nunca… Concha Argüello esperó más de treinta años, sin recibir noticias suyas. Huyeron de ella la frescura y el regocijo de la juventud. Luego perdió completamente su belleza. Fue una mujer avejentada por el dolor, seca y dura por las privaciones de la austeridad, pero nunca olvidó al hombre blanco, rubio y grande que había pasado por su vida como un personaje novelesco. Solo había llenado con su presencia diez días de la historia de ella, pero estos días pesaban más y emitían mayor luz que todo lo que llevaba vivido… Tardó treinta y seis años en saber que su novio había muerto pocos meses después de separarse de ella. Le creyó por tanto tiempo infiel y olvidadizo, esperando vagamente su arrepentimiento y su vuelta… Y el otro no era más que un cadáver, luego un esqueleto, y finalmente un montón de huesos, que poco a poco iba disgregándose en el seno de la tierra.
El romántico personaje había desembarcado en la costa de Siberia, emprendiendo su viaje a través de la Rusia asiática. Una caída de caballo le hizo morir repentinamente en Ojotsk, pequeña ciudad perdida entre las nieves, que es ahora una estación del ferrocarril Transiberiano.
Langsdorff, el sabio alemán que iba en la Juno, visitó al año siguiente su tumba, y escribió un libro sobre la expedición, contando entre otras cosas la novelesca historia de Rezanov y Concha Argüello, hija del gobernador del Presidio de San Francisco.
Esta historia de amor fue muy leída, y el público de Europa conoció la verdad muchísimos años antes que la principal interesada. Todos sabían la muerte del chambelán Rezanov cuando iba camino de San Petersburgo para pedir a su emperador licencia de casamiento; todos menos Conchita, la californiana de las castañuelas, que seguía esperándole.
San Francisco era entonces el último rincón de la tierra. Solo algún buque explorador podía llegar a sus aguas desiertas. Ningún libro de Europa osaba emprender tan inaudito viaje.
—¡Nunca volverá! —se dijo al fin Concha.
Sus padres habían muerto. Su hermano era gobernador de San Francisco, pero nombrado por la nueva República de Méjico.
La alegre criolla ya no bailaba. Era una mujer que había perdido la juventud, dedicando ahora sus días a la educación de los niños pobres y al cuidado de los enfermos.
Como en la olvidada California no existían aún conventos de mujeres, ella vivía en libertad; unas veces con la familia de su hermano, otras en la casa de antiguos amigos de su padre; pero su existencia era ascética, y había ingresado en la Tercera Orden de San Francisco para vestir su hábito negro.
Las gentes la admiraban por sus privaciones voluntarias y la abnegación con que atendía a los desgraciados. Tal vez la antigua muchacha del fuerte de San Joaquín, al verse a solas, se entretenía en repiquetear los olvidados crótalos, evocando de este modo la imagen de aquellos diez días que habían sido su verdadera existencia, y por eso la gente la llamaba «la Santa de las Castañuelas».
Treinta y seis años después que la Juno levó anclas alejándose de San Francisco, o sea cuando Concha Argüello tenía ya cincuenta y uno de edad, llegó a California un personaje inglés, Sir Jorge Simpson, que hacía un viaje por tierra alrededor del mundo.
Esto ocurrió en 1842. Los habitantes de la antigua Misión de Santa Bárbara le dieron un banquete, pues no era suceso ordinario el paso por aquella tierra de un viajero de tal importancia. Y como no hubo en la población quien dejase de asistir a dicha fiesta, Simpson se fijó en una especie de monja que había acudido contra su voluntad, llevada por la familia en cuya casa vivía.
Algunos vecinos le contaron su historia. Era la hija del antiguo gobernador español de San Francisco, y había esperado durante toda su existencia a un novio ruso que se fue y no volvió. El inglés había leído el libro de Langsdorff al publicarse en 1814, y se maravilló viendo en la realidad a la heroína de aquella antigua historia de amor. Pero su asombro fue en aumento al darse cuenta de que esta mujer, después de transcurridos treinta y seis años, todavía ignoraba la muerte de su novio, creyéndole casado con otra o simplemente olvidado de ella.
Fue Sir Jorge quien le contó cómo Rezanov había fallecido a las pocas semanas de su partida de San Francisco, quedando para siempre bajo un bloque de piedra en un cementerio siberiano.
Diez años después, al establecerse en California el primer convento de monjas dominicas, Concha tomó el hábito, cambiando su nombre por el de María Dominga, y murió en 1857.
—Esta es la historia de la Santa de las Castañuelas, que pasó la mayor parte de su existencia mirando el mar solitario de California, sintiendo en su alma el vaivén de la confianza y el desaliento, igual al ir y venir de las olas; llorando unas veces la infidelidad y el olvido del ausente, creyendo en otros momentos que iba a llegar, cuando los centinelas del fuerte anunciaban una vela en el horizonte… ¡Y el hombre esperado durante tantos años había muerto!… ¡Y ella no lo supo hasta los últimos tiempos de su vida; una vida compuesta de diez días de amor y treinta y seis años de espera!
V - «¿Qué hace usted aquí?… El mundo es grande»
Cuando la esposa de Mascaró comparaba a Consuelito con muchas señoritas de su misma edad que ella llamaba desdeñosamente «modernistas», los méritos de su hija le inspiraban una satisfacción solo comparable al escándalo y el menosprecio que le infundían las otras.
—¡Qué niñas las de ahora! —decía—. Parecen huir de sus madres, como si las odiasen. Muchas quieren ir solas por las calles, lo mismo que gitanas. No saben más que bailar y bailar, como si fuesen del teatro; llevan el pelo cortado, igual que los antiguos pajes, y fuman en público con los muchachos que las acompañan a los tés y los dancing. ¡Si esto se hubiese visto cuando yo era soltera e iba a todas partes con mamá!… ¡Cómo gobernarán su hogar esas mujeres cuando se casen, si es que con tal educación pueden pensar en casarse!…
El catedrático sonreía con una expresión tolerante.
—La juventud es la juventud, mujer. Déjalas que bailen ahora; ya se encargará el tiempo de hacerles ver las cosas más seriamente.
Doña Amparo acogía con un silencio hostil estas afirmaciones de su esposo, tocado igualmente, según ella, de aquel «modernismo» execrable. En tales momentos era cuando Mascaró la veía de pronto como iluminada por una nueva luz cruda y acusadora de sus defectos, desvaneciéndose las envolturas engañosas con que parecían embellecerla los recuerdos del pasado.
Hacía memoria don Antonio de sus ojos de abertura prolongada y triangular, unos ojos en forma de almendra, así como de la llena esbeltez de sus miembros, en la época juvenil. Ahora sus párpados se habían achicado, dando a los bellos ojos de otros tiempos una redondez bovina. Como ocurre con frecuencia a las beldades de tez morena, el vello sutil de su labio superior se había robustecido, convirtiéndose en ligero bigote, que ella procuraba disimular bajo una pródiga aplicación de polvos de arroz, sacando con frecuencia la borla de su bolso de mano.
Hablaba con orgullo de la estrechez de su talle y se mantenía fiel a los corsés de su juventud, llevando la cintura muy ceñida para que se marcasen mejor las rotundidades del pecho y de los flancos; «un cuerpo de guitarra», como decía el marido. Otro recuerdo de su juventud era la afición a los peinados altos, abundantes en rizos superpuestos, y a los sombreros pesados y pródigos en flores, que parecían un coronamiento indispensable del soberbio edificio de sus cabellos, naturales y artificiales.
En la mirada de Mascaró al contemplarla tal como era, pasados los cuarenta años, había una mezcla contradictoria de tolerancia, tierno compañerismo e ironía. Recordando su noviazgo con esta belleza de la costa de Levante, murmuraba en su interior: «¡Y pensar que la dediqué tantos versos y quise matar por celos a un teniente que pretendía casarse con ella!».
Cuando doña Amparo no comparaba a su Consuelito con las otras jóvenes, parecía sentir menos entusiasmo por sus cualidades. Lamentábase muchas veces de su ingratitud, como lo hacen las madres que se suponen pospuestas en el cariño de sus hijas.
—Quiere a su padre más que a mí. Los dos se entienden para dejarme a un lado.
Indudablemente, Consuelito, como la mayoría de las muchachas de su edad, empezaba a conocer confusamente el sentimentalismo del sexo admirando a su padre, como si adivinase a través de su persona al hombre misterioso que le reservaba el porvenir. Aparte de esto, la señorita Mascaró mostraba por don Antonio la tierna conmiseración que inspiran los víctimas de la injusticia, y siempre que surgía alguna desavenencia entre sus progenitores, por instinto, y antes de conocer los detalles del asunto, se mostraba partidaria de su padre.
Además, esta joven, que por haber crecido entre libros mostraba cierta afición a las lecturas que ella llamaba «serias», seguía con interés los estudios de don Antonio, siendo la única en la casa que alababa y respetaba sus obscuros trabajos de profesor. Con la mimosis frecuente en los niños, deseosos de imitar lo que hacen sus mayores, Consuelito quiso dedicarse al estudio de la Historia y la Literatura. Soñó con las glorias del doctorado, y olvidando su juventud y su sexo, se veía a sí misma, imaginariamente, ocupando una cátedra y escuchada con respetuoso silencio por centenares de hombres.
Al terminar sus estudios elementales empezó a cursar el bachillerato, ayudada y protegida por su padre contra las protestas de doña Amparo. Esta no podía comprender que las mujeres se dedicasen a lo que parece privilegio de los hombres. Para ella, el estudio, lo mismo que la profesión de soldado, de navegante y otras no menos peligrosas, era función varonil.
—Yo no digo que la mujer sea una ignorante. Resulta agradable leer de vez en cuando un libro entretenido y bonito, y tampoco está de más saber escribir una carta. Pero todo eso de grandes libracos y de ciencias es para los hombres. La mujer ha nacido para cuidar la casa y los hijos. Si hace bien eso, no necesita hacer más.
Luego miraba con cierta conmiseración a su esposo, añadiendo:
—Ya tenemos bastante con un sabio. ¡Para lo que sirve la tal sabiduría!
Con lo que ganaba el profesor y lo que producían sus libros de texto no hubiera sido posible satisfacer completamente los gastos de la vida familiar, modesta, pero decorosa y sin apuros pecuniarios. Afortunadamente, los padres de ella la habían dejado, allá en la ciudad natal, unos terrenos como única herencia. Al principio no valían gran cosa; luego las reformas urbanas aumentaron considerablemente su precio, proporcionando a la familia una pequeña fortuna que había completado y afirmado su bienestar.
Terminó Consuelito los estudios del bachillerato e iba a pasar a la Universidad, cuando mostró una repentina indiferencia por sus futuras glorias científicas. Doña Amparo, algo resignada ya a estas aficiones, que establecían mayor intimidad entre el padre y la hija, alejándola a ella como si fuese de una esencia inferior, se mostró agradablemente sorprendida por el tal cambio, que al principio le pareció inexplicable. Luego, gracias a su agudeza femenil, capaz de explicarse muchas cosas que no pueden descubrirse con ayuda de los libros, fue adivinando los sentimientos de la muchacha.
La familia Mascaró vivía unida a otra familia menos completa: la del ingeniero Balboa. Este, por hallarse falto de mujer, era como ciertos seres complementarios que en la vida marítima se instalan sobre el caparazón de un animal más grande y poderoso y se mueven sin ningún esfuerzo, adheridos a su organismo, cual si formasen parte de él. Como Florestán no tenía madre, había sido atendido en su adolescencia por doña Amparo. El hijo de Balboa frecuentaba la casa de Mascaró con la misma confianza que la suya. La esposa del catedrático, al visitar el domicilio del ingeniero, hablaba familiarmente a sus dos criadas, dándoles consejos e indicaciones, que ellas aceptaban como órdenes.
Florestán tenía dos años más que Consuelito, y esto parecía establecer entre ellos una desigualdad enorme. Trataba a la niña como un superior, esforzando sus explicaciones, cual si la otra no pudiese comprender nada de lo que él decía. Este tono desdeñoso de su compañero de niñez había influido decisivamente en los entusiasmos científicos de la hija de Mascaró. Si quiso estudiar, fue para hacer ver a Florestán que el estudio no es privilegio de los hombres. Y al poco tiempo se dio cuenta de que el joven se mostraba menos desdeñoso con ella, disimulando cierta irritación al ver cómo osaba intervenir en los diálogos de las personas mayores, recibiendo alabanzas del ingeniero Balboa por sus razones discretas y su erudición libresca.
Una rivalidad sorda y tenaz se fue creando entre los dos antiguos camaradas de infancia. Se querían como antes. Florestán la hubiese defendido lo mismo que cuando jugaban en los paseos públicos y Consuelito imploraba su protección. Pero su afecto estaba ahora mezclado con una agresividad celosa, y cada uno procuraba sobrepujar al otro, gozándose en su humillación, sin dejar por ello de buscarse.
Por ser de genio más vivo y palabra más fácil, la hija de Mascaró hacía patentes con mayor franqueza sus sentimientos. Hablaba de Florestán como de un tirano al que era preciso derribar. Si el joven anunciaba con orgullo su próximo ingreso en la Escuela de Ingenieros, ella le hacía saber que al año siguiente entraría en la Universidad. Él iba a poseer un título para agujerear la corteza terrestre en busca de metales; figuraría como un ingeniero más entre muchísimos otros, mientras que ella tal vez llegase a ser una profesora célebre, una mujer excepcional, lo mismo que ciertas damas españolas de otros siglos, recordadas por su padre al fomentar sus aficiones, que habían ocupado cátedras en las universidades.
Influenciado Florestán por esta envidiosa emulación, no se dio cuenta de las modificaciones que iba realizando la pubertad en su hostil amiga. Dejó de ser una niña angulosa y algo amuchachada. Toda ella pareció adquirir una suavidad de terciopelo, dulcificándose el brillo de sus ojos, el timbre de su voz, la naciente redondez de sus miembros, el contacto de su piel.
Doña Amparo, que durante su infancia la había juzgado muy parecida al padre, reconociendo con cierto orgullo esta falta de hermosura como un testimonio de fidelidad conyugal, empezó a creer que Consuelito sería lo mismo que ella en los tiempos que conoció a su esposo, cuando su belleza no había sufrido aún las maduras exageraciones de un estío violento. Tenía la misma brevedad, aristocrática y española, de pies y manos. La madre lamentaba que los corsés actuales, o la ausencia de corsé, que también era de moda, no permitiesen a su hija lucir el estrecho talle heredado de ella, que había sido la gloria de su juventud.
Al inquietarse Mascaró por la melancolía de Consuelito y su repentina indiferencia ante los problemas históricos, doña Amparo sonrió con orgullo. Ella estaba mejor enterada de ciertas cosas que su marido el sabio.
—Yo sé lo que tiene… Lo sé tal vez mejor que ella misma.
Como ya no hablaba de sus estudios y parecía haberlos abandonado, cesaron sus querellas con Florestán. La joven acogía ahora en silencio sus petulancias de estudiante, y si hablaba, era para admirar todo lo que él dijese. Vencido el hijo de Balboa por esta mansedumbre melancólica, empezó también a mostrarse menos locuaz. Se miraban silenciosos al sentarse juntos, cuando los Mascaró iban de visita por la noche a la casa del ingeniero.
Florestán inventó pretextos para frecuentar más que antes la vivienda del catedrático. Doña Amparo, con maternal complacencia, delegaba algunas veces sus funciones en el joven, rogándole que acompañase a Consuelito cuando ella no podía salir a la calle.
—Tú eres como de la familia. Os queréis desde pequeños, y nadie puede hablar si os encuentra juntos.
Al verse a solas con su hija, la esposa de Mascaró iba diciendo con la gravedad del que cree repetir las mayores enseñanzas de la experiencia:
—Es ahora cuando sigues tu verdadera vocación. Para una mujer, lo más importante consiste en encontrar al hombre que merezca ser su compañero por todo el resto de su vida. Nuestra única carrera es casarse. Lo demás son «modernismos» y cosas raras, buenas para las extranjeras.
Sintiéronse empujados los dos jóvenes por la complicidad tácita y sonriente de sus familias. El ingeniero Balboa los miraba durante las veladas con sus ojos dulces de enfermo, y esta contemplación parecía disipar su tristeza. Mascaró, que era franco en sus afectos y no gustaba, como su esposa, de precauciones y pequeñas astucias, dejó escapar un día su pensamiento en forma de palabras.
—Vosotros acabaréis por casaros —dijo a los dos jóvenes—. Indudablemente ya sois novios.
Y como ambos se ruborizasen, añadió bondadosamente:
—Por mí no tengáis miedo. Me parece muy bien. La juventud está para eso en el mundo.
Fue don Antonio el que dio forma concreta y clara a sus sentimientos. Hasta entonces se habían buscado sin darse cuenta del verdadero carácter de esta fuerza atractiva. El catedrático se encargó de dar forma a una declaración que cada uno adivinaba en el otro, sin creer necesario hacerla de viva voz, por haberla aceptado en silencio de antemano. Después de esto se consideraron en noviazgo formal, sintiéndose aprobados y protegidos por las sonrisas y las palabras de sus mayores.
Doña Amparo, con su pragmatismo doméstico, hizo largos cálculos sobre la vida del futuro matrimonio. Florestán aún podía ser rico si su padre no se mezclaba en más negocios de los que habían devorado gran parte de su fortuna. Las minas que guardaba en Méjico podían dar buenos rendimientos solo con que una calma de varios años cortase las revoluciones frecuentes de aquel país. Además, el joven iba a tener una profesión lucrativa, pues ella consideraba todas las carreras de mayor rendimiento que la de su esposo.
La única contrariedad capaz de turbar esta aprobación amplia y bondadosa dada por doña Amparo al futuro matrimonio, era que Florestán tendría que marcharse tal vez a América por sus negocios, llevándose a su mujer. ¡Separarse de su hija única!… Luego se consolaba pensando que esta ausencia no sería para siempre y otras jóvenes se habían casado en iguales condiciones, volviendo años después, considerablemente enriquecidas, al lado de sus madres. Además, con el optimismo del enfermo que ve en lontananza una operación necesaria y procura no pensar en ella, teniéndola por algo incierto que puede ir demorando, la señora de Mascaró dudaba de este viaje.
—Tal vez no necesite ir allá. ¿Quién sabe las cosas que pueden ocurrir antes?… Lo que importa es que se casen.
Y el noviazgo de los jóvenes fue tranquilo, plácido, sin sobresaltos pasionales, exento de celos.
Consuelito era la que sentía a veces cierta inquietud al oír cómo algunas amigas suyas alababan la hermosura de Florestán. Se consideraba inferior a su novio físicamente, y temía por lo mismo que se lo quitasen. Él seguía sus estudios, prestaba una atención de devoto a los inventos algo quimeráticos de su padre, y las horas libres de ocupación las dedicaba a los deportes, gozando una enérgica voluptuosidad con el cultivo atlético de sus músculos. Su amor por Consuelito era una pasión tranquila, mesurada, regular, semejante a la del marido que está seguro de su mujer.
Se casarían cuando él terminase su carrera. Todo estaba previsto. Nunca se le ocurrió que su novia pudiera sentir predilección por otro hombre. Tampoco conoció los caprichos de la concupiscencia, ni arrebatados deseos de infidelidad. Sobre su vida secreta de muchacho sanote y de lentas pasiones solo pesaba el pueril remordimiento de unos cuantos actos de curiosidad para conocer directamente el misterio del encuentro sexual, volviendo de ellos con tal indiferencia, que solo muy de tarde en tarde sentía el deseo de buscar la repetición.
Contaba veinte años e iba a terminar en el curso siguiente su carrera, cuando vio una mañana en la sala de trabajo de su padre aquellas dos señoras extranjeras, una de las cuales era apodada por Mascaró la «reina Calafia». Al otro día de esta visita fue por la mañana al Palace Hotel, para entregar a la señora Douglas el legajo de documentos referente a las minas de Méjico.
Era poco más de mediodía, y tuvo que esperar en el hall. Cerca de la una llegaron la señora Douglas y Rina. Acababan de bajar de su automóvil ante la puerta del hotel, teniendo que abrirse paso entre los curiosos, atraídos por la novedad de ver a una dama guiando su carruaje mecánico.
La presencia de Florestán pareció alegrar a las dos. La viuda, después de haber confiado a su acompañante los papeles del joven, se despojó de su gabán de automovilista, encargando a Rina que subiese ambas cosas a sus habitaciones. No quiso separarse por unos minutos de aquel mocetón que parecía inquieto ante ella y bajaba los ojos, balbuceando, sin atreverse a mirarla otra vez. Temió que aprovechase su ausencia para huir, después de haber cumplido el encargo de su padre.
—Usted se queda a almorzar con nosotras… No diga que no. Le debo este obsequio… No es más que una compensación insignificante por lo que se ha molestado trayéndonos esos papeles.
Intentó resistirse Florestán con balbuceos y fugitivas sonrisas; pero al fin, no queriendo parecer tímido, aceptó resueltamente. Avisaría por teléfono, para que en su casa no extrañasen esta ausencia.
Durante el almuerzo, la «reina Calafia» fue dándole explicaciones sobre su instalación en Madrid y su modo de vivir. Algunos de sus compatriotas estaban alojados al otro lado del Paseo del Prado, en el Hotel Ritz. Ella iba todas las noches a comer en el Ritz, pues de este modo podía encontrar a muchos amigos suyos, de paso en Madrid, que había conocido en diversos hoteles de Europa. Pero las habitaciones del Palace Hotel eran de mayor amplitud y comodidad. Además, desde las ventanas de este hotel moderno y enorme se disfrutaba la vista más interesante de Madrid.
—Del Ritz solo se ven las masas de edificios de la ciudad en la otra orilla del Prado. Desde aquí veo la arboleda de los jardines del Retiro: ese pequeño museo que llaman ustedes «el Casón»; a mis pies la fuente de Neptuno, con sus caballos marinos de mármol hundidos en el agua, y lo que más me interesa: encuentro a todas horas, al abrir mis ventanas, el Museo del Prado…
Reconocía que esta última vista siempre era igual y no resultaba extraordinaria: paredes de ladrillo color de rosa y columnas blancas. Pero el tal edificio tenía para ella el interés del muro detrás del cual sabemos que está ocurriendo algo importante. Sentía la satisfacción del que tiene por vecinos a personajes ilustres, aunque los vea de tarde en tarde. Se encontraba mejor en este hotel, porque, al levantarse todas las mañanas, lo primero que veía era el palacio rosado y blanco donde esperaban su visita antiguos y venerados amigos: Velázquez, Goya, Ticiano, Rubens.
—Vale la pena de instalarse aquí, cerca de unas gentes tan distinguidas y agradables.
Florestán fue perdiendo su timidez en el resto del almuerzo. Aquella señora, de la que había oído hablar a su padre con inquietud, lo mismo que si representase la llegada de un peligro, le parecía ahora bonachona, familiar, comunicativa, y acabó por conversar con ella sin temor alguno, como si la conociese largo tiempo.
Rina, a pesar de su posición secundaria, le inspiraba menos confianza. Huía sus ojos de los ojos de ella, que le contemplaban con canina devoción. Más que la mudez admirativa de la solterona, le gustaba la afabilidad de la viuda Douglas, una afabilidad de soberana que desea achicarse para evitar inquietudes al que la escucha, inspirándole confianza.
La hermosa californiana pareció interesarse por la vida del joven. Indudablemente tendría novia. Los españoles son de una gran precocidad sentimental. Ella recordaba todas las novelas y romanzas que tienen por base amoríos en España, con gran prodigalidad de claveles, rejas y guitarras. Y Florestán, ruborizándose como si confesase una falta, declaró que tenía novia, pero se abstuvo de dar nuevos detalles.
No preguntaron las dos señoras si era joven y bonita, por parecerles esto axiomático tratándose de un buen mozo, y dieron inmediatamente de lado a la tal novia para seguir ocupándose del joven. Concha Ceballos se fue enterando con creciente interés de su vida y sus aspiraciones. Estas no parecían ir más allá de sus estudios y sus hazañas en los deportes atléticos.
Poco a poco Florestán pasó a hablar de su pasado. No había conocido a su madre. Solo guardaba de ella un retrato, tan pequeño y borroso, que no le permitía formarse una imagen exacta de cómo fue.
La viuda Douglas le miró con nuevo interés al escuchar los recuerdos de su infancia, falta de cariño maternal, pasada entre parientes lejanos, con un padre que le amaba mucho, pero siempre estaba ausente, persiguiendo la realización de sus quimeras de inventor. Todo su cariño lo había concentrado en este padre, admirándolo por su talento y compadeciéndole por su falta de éxito en la vida.
—¡Está tan enfermo!… Han dicho los médicos que debemos evitarle toda emoción extraordinaria. Puede vivir muchos años y puede morir fulminantemente en un minuto. Su vida es incierta, como la de todos los enfermos del corazón. Es injusto afligir con preocupaciones e inquietudes a un hombre tan bueno…
El rostro de la reina Calafia reflejó una expresión pasajera de remordimiento. Se acordaba de su agresividad con Balboa, y procuró cambiar el curso de la conversación.
Rina parecía haber olvidado completamente sus cóleras y protestas contra el «mal hombre» de Madrid. Miraba fijamente a Florestán, admirando su juventud; escuchaba su voz como una música marcial, sin saber con certeza lo que decía. Todo el sentimentalismo inútil depositado en ella por largos años de amor insatisfecho se agitaba y hervía en presencia de este joven atleta. Lo admiraba generosamente, sabiendo que su admiración nunca sería comprendida ni agradecida. Los hombres solo tenían ojos para la viuda porque era millonaria y elegante. Pero gozaba el deleite puro y desinteresado del pobre que celebra las cosas de los otros sabiendo que no las poseerá nunca. Con su imaginación más que con sus sentidos, percibía en el joven un perfume de savia primaveral.
Cuando terminó el almuerzo y Florestán se hubo marchado, ella resumió su admiración en una frase:
—¿Te has fijado, Conchita? Huele a hierba de montaña… huele a agua corriente.
A partir de este almuerzo, el hijo de Ricardo Balboa creyó notar la influencia de una energía centrífuga que tiraba de él, sacándolo de la órbita de su vida ordinaria. Rara era la tarde que aquellas señoras no le hacían abandonar sus estudios o el paseo habitual con algunos camaradas de la Escuela de Ingenieros. Le llamaban al hotel, recibiéndolo en el salón particular que tenía alquilado la señora Douglas. El deseo de ellas era ir examinando, ayudadas por el joven, aquel paquete de documentos referentes a la mina. Pero el legajo seguía sin abrir sobre una mesa del salón. Apenas llegaba Florestán, las dos sentían una ansia violenta de aire libre, de perspectivas campestres, de arrebatadas velocidades. El automóvil estaba abajo, guardado por el mecánico de la señora Douglas. Florestán debía ser el guía de ellas, enseñándoles los alrededores de Madrid.
Ocupaban Rina y el chófer americano los asientos de atrás, destinados a los señores. La viuda agarraba el volante, y algunas veces, en pleno camino, cambiaba de sitio con el joven, cediéndole su asiento de conductora para enseñarle prácticamente el manejo y particularidades de este vehículo fabricado en los Estados Unidos.
Subieron las tortuosas carreteras que escalan en zigzag las vertientes del Guadarrama; atravesaron los puertos que durante el invierno quedan ocultos bajo los aludes de nieve; se detuvieron en bosques de vegetación alpestre para contemplar a sus pies ciertos valles con pueblos de techumbres obscuras que recuerdan en el corazón de Castilla los paisajes de Suiza; aspiraron al llegar a las cumbres el perfume de la madera resinosa recién partida en los aserraderos. A orillas de los ríos de nieve líquida que cortan las mesetas cubiertas de un moho vegetal, amarillento y fino como el terciopelo, encontraron muchas veces toros bravos de las ganaderías castellanas. Se erguían belicosos al oír el resuello del automóvil y bajaban el testuz con ganas de acometer al animalote metálico que ondeaba en el viento un rabo de humo y otro mucho más largo de polvo.
Algunas noches, a primera hora, se presentaba Florestán en casa de Mascaró, vestido de smoking, traje extraordinario para la familia del catedrático. Venía a excusarse: no le verían hasta el día siguiente. Estaba invitado a comer en el Ritz por aquellas dos señoras, que deseaban agradecerle con tales convites sus servicios de acompañante.
Consuelito mostraba en el primer momento cierta contrariedad. Iba a pasar la velada sin su novio. La casa de don Ricardo Balboa o la suya le parecían vacías estando aquel ausente. Luego aceptaba su pena con cierto orgullo. Encontraba lógico que aquellas dos extranjeras obsequiasen a Florestán, reconociendo en su persona los mismos méritos admirados por ella.
Doña Amparo sentía su vanidad ligeramente halagada al ver a su futuro yerno vestido con tanta «distinción» e imaginárselo en trato frecuente con las personas importantes que comían en el Ritz. Luego, una inquietud obscura y mal definida le hacía expresarse con tono agresivo:
—Pero esas señoras ¿cuándo se van?… Yo creía que, después de entenderse con Balboa en lo de la mina, ya no les quedaba nada que hacer aquí.
Un día Florestán tiró del catedrático para que le arrastrase igualmente aquella atracción centrífuga que le mantenía a él girando en torno a las dos americanas.
—Don Antonio, esas señoras desean conocerle. Quieren ver Toledo, pero bien visto, con una persona que sepa todo lo antiguo, y yo les he dicho que nadie para eso como usted. Además, la señora Douglas ansía mucho verle desde que supo que ha estado usted en California dando conferencias en aquella Universidad.
Y Mascaró se dejó llevar por el joven. Las amigas de Ricardo Balboa bien podían serlo suyas igualmente.
Tuvo el catedrático la certeza de que se acordaría siempre de este viaje a Toledo. En el camino se libraron por milagro de un accidente mortal. Estuvieron próximos a chocar contra un carro enorme, tirado por cuatro mulas que marchaban a su gusto, con el carretero dormido. La serenidad y la mano pronta de la señora Douglas lograron que su automóvil se deslizase junto a este vehículo semejante a un promontorio, rozándolo apenas. Todo el resto del camino representó para don Antonio una continua inquietud. Él no estaba acostumbrado a estas velocidades inoportunas en una carretera abundante en baches, donde los carromatos, con sus conductores aletargados, se colocaban de pronto ante el automóvil, obligando a cerrar sus frenos violentamente.
Pero dejando aparte estos pequeños sustos, Mascaró sentíase contento. Por primera vez en toda su existencia se veía en trato real y tangible con una de aquellas mujeres que él llamaba «extraordinarias» y solo había conocido en su imaginación.
Mientras vagaban por Toledo y daba él sus explicaciones en el claustro de la catedral, en el Zocodover o en las pendientes callejuelas que aún conservan latente la vida de otros siglos, se fue entregando a una de sus aventuras imaginativas. El perfume de aquella gran señora que iba a su lado y los rápidos encontrones con su cuerpo ágil y lleno, cada vez que tropezaba él en las desigualdades del pavimento, parecieron dar nueva fuerza a sus desvaríos fantásticos. Se vio haciendo un viaje alrededor del mundo en tierna asociación con aquella dama, igual a la reina de las amazonas. Toledo era una ciudad de la India; su catedral, una gran pagoda abandonada, y él iba dando explicaciones históricas a su compañera, que le había seguido hasta Asia, enloquecida de amor. Pero de pronto notaba que la mujer «extraordinaria», sin dejar de escucharle, volvía sus ojos con preferencia a la servidumbre que llevaban los dos en su viaje: el ayuda de cámara y la doncella.
¡Ay!… Este ayuda de cámara, al mirarlo Mascaró con atención, iba tomando el rostro y la figura de Florestán, novio de su hija, y bastaba el recuerdo de Consuelito para que se viniesen abajo todas sus fantasmagorías. Además, la reina Calafia, tan enamorada y sumisa dentro de su imaginación, solo hacía caso en la realidad de sus explicaciones eruditas, y apenas terminadas estas, iba a unirse con Florestán, apresurando el paso para hablarle más íntimamente.
Al quedarse atrás el catedrático, tenía que conversar con Rina, la cual, a falta de mejor compañero, empezaba a hablarle con un tono infantil, empleando otras coqueterías impropias de su edad y que además consideraba inútiles. Le sabía casado. Era un poco feo, de mediocre estatura, y la solterona, en sus ensueños, veía siempre mozos arrogantes y muy altos… Pero al fin era un hombre, y ella juzgaba preferible marchar con él a ir sola.
Después de esta excursión quedó don Antonio muy amigo de «la pareja yanki», como él decía, y su mujer y su hija, por una consecuencia lógica, no tardaron en relacionarse con ambas extranjeras.
La señora Douglas invitó a comer una noche a los dos Balboa, a Mascaró y su familia. Doña Amparo anduvo ocupada todo el día para presentarse «dignamente» en los salones del Ritz, así como su hija.
Por primera vez iba a comer en dicho hotel, y esto representaba una gran emoción para su vanidad. Ella sabría insinuarlo al día siguiente en sus conversaciones con las esposas de otros profesores. Además conocería de cerca a la tal reina Calafia, de la que se hablaba tanto en su casa y en la de Balboa.
Se mantuvo doña Amparo durante la comida muy seria y parca en palabras. Necesitaba ocultar sus diversas y contradictorias emociones. Le preocupaban la oportunidad y el éxito de los arreglos que había hecho en su vestido, un poco anticuado, comparándolo con los vestidos de las otras señoras que estaban en las mesas inmediatas. Le impresionaba, además, verse en aquel comedor, el más nombrado de Madrid.
Lo único que le proporcionaba cierto aplomo era la presencia de su hija. Iba vestida con sencillez, pero su frescura juvenil le daba un atractivo distinto a la elegancia majestuosa de la millonaria. Doña Amparo pensó en el perfume y los colores de una flor junto al brillo deslumbrante de una alhaja magnífica.
Se supo con certeza qué opinión definitiva debía tener de la reina Calafia. Le inspiraba respeto esta señora, presintiendo en su existencia los esplendores de un mundo que ella no conocería nunca. Admiró la elegancia de su traje, su doble collar de perlas, el brillo de un diamante azul, cuadrado y enorme, en uno de sus dedos. Era indudablemente una mujer de otra especie que la suya, y por esto la veneró y la aborreció: todo a la vez.
De Rina había prescindido desde el primer momento, adivinando la humildad de su posición. Sintió extrañeza y molestia ante el misterio de aquella cara con la piel exageradamente tersa y juvenil, mientras sus ojos parecían viejos. La comparó con un chino vestido de mujer. Además, «olía a pobre» y miraba a todos los hombres con una simpatía ansiosa; hasta a su propio marido.
Toda la atención de doña Amparo era para la antigua «Embajadora». Al mismo tiempo que la admiraba, sentía una necesidad de protestar interiormente contra ella. Debía tener en su existencia los mismos hábitos y libertades que la habían indignado en las otras mujeres llamadas por ella «modernistas». Su hija, en cambio, no disimulaba la atracción que le hacían sentir el lujo y las costumbres elegantes de aquella extranjera.
Al final de la comida, Concha y Rina fumaron. En las otras mesas eran muchas las señoras que fumaban; pero doña Amparo solo quiso ver a la reina Calafia y su acompañante.
Consuelito, que se mostraba extraordinariamente alegre, aceptó un cigarrillo emboquillado con pétalo de rosa que le ofrecía su nueva amiga, y lo encendió sin pedir permiso a su madre. Se sentía animada por la risa aprobadora del catedrático, que estaba viviendo en aquel comedor un episodio más de sus aventuras mentales. Y la austera señora guardó su cólera para cuando volviese a casa quedando a solas con su marido.
Después de esta comida, se habló de la reina Calafia en el domicilio de Mascaró como de una amiga antigua. Consuelito la nombraba con frecuencia, encontrando a su gusto todo lo que había oído a la otra, aceptando sus ideas, imitando un poco sus ademanes y hasta el modo de llevar los vestidos.
Doña Amparo era la única que se resistía a la seductora influencia de la extranjera.
—Yo no me quedo con su convite. Necesito devolvérselo —decía frunciendo el ceño, como si hubiese recibido una ofensa—. Es preciso invitarla, para que no nos crea unos pobres. Si ella tiene sus millones, yo tengo mi dignidad.
—¡Bueno, mujer! —contestó don Antonio, bondadosamente—. La daremos un almuerzo de platos españoles.
Comía Florestán varias noches por semana en el Ritz. Le era imposible librarse de las invitaciones de aquella señora. Además, ella mostraba un interés sincero por su porvenir, y esto hizo que toda la familia Mascaró tolerase sin inquietud las ausencias del joven.
Debía pensar en su carrera. Consuelito se veía ya, gracias al apoyo de la reina Calafia, viviendo con su marido en los Estados Unidos, tierra de maravillas de la que hablaba su padre con entusiasmo. Doña Amparo olvidó por un momento las contradictorias apreciaciones que le inspiraba aquella señora, para pensar únicamente con arreglo a su buen sentido de dueña de casa. Tal vez esta millonaria, viuda y sin hijos, proporcionase al joven matrimonio los medios de enriquecerse.
En realidad, la californiana hablaba muchas veces con el joven de su existencia futura, haciéndole preguntas sobre sus proyectos para después de terminada su carrera.
Ella solo comprendía al hombre con un ideal de positiva realización y trabajando para conseguirlo. Le causaba asombro ir conociendo la existencia de limitados horizontes que había llevado hasta entonces Florestán. Después de nacer y vivir sus primeros años fuera de España, había quedado para siempre en este país, sin pasar nunca sus fronteras.
—¿Y no ha estado usted ni siquiera en París?…
No, Florestán no había vuelto al extranjero. Aprendió el francés y el inglés con su padre, complaciéndose en escuchar durante las veladas, como si fuesen cuentos mágicos, las descripciones de los países donde había vivido el inventor y que él visitaría más adelante.
—Pero no sé cuándo iré, señora. Pienso en mi padre, que puede morir repentinamente, cuando menos lo temamos, y esto dificulta mis viajes.
Entonces, ella, con el mismo gesto resuelto de la señorita pobre de Monterrey, cuando pensaba en su porvenir, al lado de un padre arruinado, dio consejos al estudiante:
—Hay que ser enérgico; hay que trabajar y enriquecerse. Solo es libre el que tiene dinero.
Una noche Rina dejó de asistir a la comida del Ritz. Se había quedado encerrada en su cuarto del Palace Hotel, pretextando una fuerte jaqueca. Concha y Florestán rieron, suponiendo algún desarreglo facial que la obligaba a mantenerse oculta por unas horas.
En el comedor del Ritz encontró la californiana a una familia de compatriotas suyos que estaban de paso en Madrid para visitar Sevilla y Granada. Florestán fue presentado a esta familia, y todas las mujeres de ella, viendo en el joven un bailarín disponible, se lo pasaron de una a otra durante la noche.
La reina Calafia casi siempre olvidaba el baile, prefiriendo hablar con Florestán; pero esta noche se mostró irritada por la facilidad con que sus amigas disponían de un hombre presentado por ella. Y para evitar tal abuso, quiso aprovechar todas las danzas. Ella misma invitaba a Florestán con el gesto o con un movimiento de sus ojos.
Bailaron hasta las tres de la madrugada y bebieron mucho. El jefe de la familia, para celebrar el encuentro con mistress Douglas, belleza famosa de su país, dejó que el encargado del comedor renovase las botellas de champaña con la pasmosa celeridad de las suertes de prestidigitación, descorchando una cuando la otra aún no estaba mediada. Siempre aparecían llenas las copas, a pesar de que la agitación del baile y el calor del salón obligaban a las parejas a buscarlas ávidamente en cada descanso.
Salieron juntos del hotel «la Embajadora» y Florestán. Ella quiso ir a pie. No había más que atravesar el Paseo del Prado. El Palace Hotel alzaba su masa sobre el otro borde de la obscura arboleda.
La dama sentía calor. Llevaba abierto su abrigo sobre el escote. Se apoyó, al andar con cierta pesadez, en el robusto brazo del joven. Confesaba riendo haber bebido y bailado exageradamente. ¿Qué dirían de ella si la viesen con este aspecto allá en su país?… ¡Una dama que era protectora de tantas sociedades respetables para combatir el alcohol, los excesos de la danza y otros abusos y pecados!… ¡Ah, Europa vieja y tentadora!… Pero al mismo tiempo, encontraba en esta situación algo anormal un nuevo sabor a la existencia y descubría en la vida ignoradas atracciones, llegando a preguntarse si no habría estado equivocada hasta entonces…
Dejaron a sus espaldas los automóviles y los grupos de chóferes estacionados frente al hotel, viéndose de pronto como caídos en la absoluta soledad del paseo.
El nocturno silencio era cortado por el canto monótono de los chorros de la fuente de Neptuno. Como ya eran llegadas las horas vecinas al amanecer, estaba apagado en gran parte el alumbrado público. Solo algunos faroles, macilentos y largamente espaciados, marcaban sus pinceladas rojas bajo la bóveda de ébano de los árboles.
Parecía este paseo urbano, en su profunda lobreguez, un bosque desierto a enorme distancia de toda aglomeración humana. Las masas de edificación a ambos lados de la obscura avenida-jardín eran a modo de colinas cortadas, de acantilados verticales. Sobre sus aristas se tendía una amplia faja de cielo, con temblores de estrellas, perdiéndose longitudinalmente en el infinito.
Se detuvo la reina Calafia en mitad del corto trayecto entre hotel y hotel, cerca del carro de mármol de Neptuno. La hizo estremecerse la fresca caricia del vapor acuático exhalado por el susurrante tazón.
Esta lóbrega y misteriosa quietud le sugirió la posibilidad de que apareciesen varios ladrones, atraídos por el brillo de sus alhajas. La idea le hizo temblar levemente sobre el musculoso brazo en que se apoyaba. ¡Qué interesante un ladrón!…
Se acordó de sus habilidades de luchadora, de sus secretos para tumbar instantáneamente a un adversario. Se imaginó también, con cierta vanidad, el esfuerzo agresivo que podía hacer para defenderla aquel muchacho atlético y propenso a avergonzarse que iba a su lado. Luego se arrepintió de sus malos deseos.
«¡Has bebido, Conchita! —se dijo, empleando el mismo diminutivo que le daba su padre cuando era niña, y ella recordaba siempre al hacerse recriminaciones—. ¡Has bebido demasiado, hija mía!».
Al contemplar la inerte ciudad, lo pareció que la noche iba a durar siempre, que no despertaría más aquella aglomeración humana dormida bajo los techos… Y si llegaba a despertar, su vida sería obscura, perezosa, aislada del resto del mundo, casi igual a su sueño.
Sintió una repentina lástima por aquel mocetón simple y hermoso que le servía de apoyo. Inclinó la cabeza hacia él, buscando sus pupilas.
Este gesto afectivo tuvo al mismo tiempo una avidez hostil. Su boca, en aquel momento, lo mismo podía morder que besar.
«¡Has bebido, Conchita! —seguía diciéndose mentalmente—. ¡Has bebido demasiado!».
Su voz exterior preguntó al mismo tiempo con violencia, como si formulase una recriminación:
—¿Y un hombre como usted va a quedarse aquí para siempre? ¿Y se casará, y tendrá hijos, y no conocerá otro horizonte que el de su casa, ni acariciará mayor ideal en su existencia que el de mantener a su familia?…
Florestán quedó sorprendido por el tono violento de estas preguntas y no supo qué contestar. También él estaba perturbado por lo que había bebido y por el contacto de aquel cuerpo que se apoyaba en el suyo con familiar abandono.
La dama reanudó su marcha, tirando de él, y dijo con brusquedad, como si le diese una orden:
—¿Qué hace usted aquí?… El mundo es grande.
VI - Donde van presentándose los enamorados de la reina y se habla un poco de la famosa Ciudad-Camaleón
Al atravesar la viuda, una semana después, el hall de su hotel a la hora del almuerzo, tuvo un encuentro inesperado.
Un hombre hundido en un sillón, con el rostro envuelto en la nube olorosa de su habano, dejó este, al verla, sobre una mesilla inmediata y se puso de pie, sonriendo.
—¡Oh, mistress Douglas! ¡Qué agradable sorpresa!… No sabía que estaba usted en Madrid.
La dama sonrió igualmente, pero con malicia.
—Tampoco yo le creía aquí, Arbuckle. Siempre se arreglan las cosas de modo que nos encontramos.
Y el llamado Arbuckle, que era casi un gigante por su estatura y su volumen, bajó los ojos como si no pudiera resistir la mirada burlona de la señora. Mostraba la confusión de un niño grande que ha dicho una mentira y se ve descubierto.
Este hombre, que parecía estar más allá de los treinta años, sin llegar a los treinta y cinco, era de fuerte osamenta y exuberantes músculos. Tenía la cabeza y el cuello de un gladiador antiguo; la hermosura vigorosa y reposada del toro. En su rostro completamente rasurado cada sonrisa iba acompañada del brillo marfileño de sus dientes y el relampagueo del oro con que estaban chapados algunos de ellos. A pesar de su atletismo, sus ojos y su boca tenían algo de pueril, y toda su persona parecía esparcir un halo de credulidad y confianza.
Era indudablemente de limitado radio mental, con muy contadas ideas, pero estas nacían robustas y bien definidas, quedando clavadas para siempre en su voluntad. Tenía la mandíbula fuerte y el entrecejo partido en ciertos momentos por una arruga profunda, que modificaba su rostro plácido. Esto era muy de tarde en tarde, cuando las contrariedades, en fuerza de repetirse, despertaban en él una cólera terca, dura y fría como el hielo, alterando la unidad de su carácter, predispuesto al optimismo.
La señora Douglas le había conocido años antes, al quedar viuda y tener que ocuparse de la administración de su fortuna. Este Haroldo Arbuckle era también de California, y los hombres de negocios le consideraban mozo de mérito por haber hecho en poco tiempo la primera parte de su carrera, creyéndolo destinado a mayores triunfos si continuaba trabajando. Como muchos californianos, unía la enérgica voluntad del emigrante venido del Norte al espíritu andariego y predispuesto a las aventuras de los hombres morenos, primeros colonizadores de dicho país.
Siguiendo la tradición de su tierra natal, comenzó por ser minero, buscador de oro; mas había nacido demasiado tarde, cuando los veneros auríferos de California ya no podían ofrecer sorpresas, y tuvo que trabajar primeramente en el Transvaal y luego en las soledades glaciales de Alaska. Aún no era verdaderamente rico. Él mismo confesaba no «valer» más allá de un millón de dólares, pero contaba con una gran energía, para el trabajo y una mirada exacta para la apreciación de cosas y personas, condiciones que podían hacer de él un multimillonario, un director de negocios gigantescos, como los que viven en Nueva York.
Había conocido a «la Embajadora» Douglas en San Francisco, al comprarle unas acciones de minas de oro en Alaska que ella no deseaba conservar. Sus entrevistas para la terminación de dicho negocio influyeron en la existencia de Arbuckle, cambiando momentáneamente su curso.
Este trabajador infatigable sintió repentinamente una necesidad imperiosa de reposo. No tenía familia, estaba solo en el mundo, ¿para qué esforzarse por adquirir más dinero? Era un engaño cruel desconocer los verdaderos placeres de la vida, concentrando toda la existencia en la conquista de una riqueza inútil… Y dejando en suspenso sus especulaciones, se dedicó a viajar por Europa, organizando de tal modo itinerarios y descansos, que siempre venía a instalarse en las mismas ciudades donde residía la viuda Douglas.
A los pocos encuentros resultaron inútiles sus pretextos y excusas, inventados con una malicia cándida. La viuda había adivinado sus intenciones. Unas veces reía de ellas bondadosamente; otras, según su humor, las desviaba con un cambio violento de conversación.
Aprovechando un diálogo de dos horas seguidas en el hall de un hotel de Venecia para combatir el aburrimiento de cierta noche de lluvia, Arbuckle habló a la dama de su soledad. Necesitaba una compañera; debía constituir una familia. Él era capaz de realizar grandes cosas, como cualquier potentado de los que dirigen los negocios del mundo desde el Wall Street de Nueva York; pero reclamaba para ello el apoyo de una esposa que le inspirase nuevas ambiciones. Debía ser esta compañera una mujer superior, e intentó describirla…
Mas «la Embajadora», adelantándose maliciosamente a tal descripción, emprendió su pintura física y moral, atribuyéndola un sinnúmero de condiciones que la hacían diferente en todo a ella. Y el californiano movió la cabeza negativamente al verla tan desorientada, aunque sin atreverse a protestar.
Algunas veces, cuando la viuda estaba de buen humor, volvía a describirle su futura esposa, mas valiéndose de tales detalles, que Arbuckle acababa por reconocer, aterrado, una semejanza absoluta con Rina. La hermosa dama, gozándose en su confusión, se atrevía a insinuarle que su felicidad sería casarse con esta solterona sentimental.
—¡Oh, mistress Douglas! —exclamaba Haroldo, escandalizado—. Es otra mujer la que yo deseo. ¡Si usted quisiera!…
Ella cortaba la balbuciente declaración con sus risas, fingiendo tomarla a broma, y no era necesario más para que al otro se le enronqueciese la voz, quedando en desesperado silencio.
Su voluntad solo era ruda e invencible para inquirir el paradero de la viuda y salirle al encuentro. Cuando esta emprendía un viaje repentino sin dar aviso a sus amigos, decía a Rina en las primeras horas:
—Esta vez no conseguirá descubrirnos míster Arbuckle.
Pero transcurridos algunos días, creía husmear en el aire su próxima aparición.
—Verás cómo se presenta de pronto. Debe saber ya nuestro paradero. ¡Qué hombre!
Y efectivamente, el buscador de oro, acostumbrado a orientarse en las soledades africanas o en las pistas abiertas sobre la nieve de las llanuras árticas, parecía aplicar sus facultades de orientación a la complicada red circulatoria de Europa, acabando por dar siempre con las fugitivas.
La viuda, que le había olvidado desde que llegó a Madrid, mostró cierta contrariedad al recordar las persecuciones respetuosas y tenaces de este enamorado. En el primer momento hasta consideró irritante su presencia. Luego, la imagen de otro de sus solicitantes le hizo más tolerable el encuentro presente.
«A lo menos, este me obedece —pensó—. No se atreve a hablar y solo me importuna siguiéndome a todas partes. ¡Si fuese el otro!…».
Y acabó por recibir con una sonrisa bonachona las confusas explicaciones de su compatriota.
—¡Qué casualidad! No sabía que estuviese usted aquí. Voy a Sevilla; me aburría mucho en París. Mi propósito era salir esta noche; pero ya que la he encontrado, me quedaré unos días.
Ella le miró con ojos incrédulos. Sabía de antemano todo lo que podía hacer Arbuckle. Permanecería en Madrid hasta que le diese a entender con rudas insinuaciones, en un día de nervios trastornados, que estaba harta de su presencia. También podía ocurrir que ella se marchase de pronto con Rina sin avisárselo.
Agradeció interiormente la respetuosa discreción de este hombre fuerte y tímido. Se había instalado aquella mañana en el Hotel Palace, creyendo que mistress Douglas vivía en el Ritz. Al enterarse luego de su error, se apresuró a cambiar de alojamiento, trasladándose al segundo hotel. Un gentleman debe desaparecer oportunamente cuando se cansan de verle. No es discreto vivir bajo el mismo techo que la mujer deseada.
Después de tal encuentro creyó inútil la viuda demorar la presentación de Arbuckle a las personas que la rodeaban. Este enamorado silencioso y tenaz acababa por vencer todos los alejamientos, y era necesario resignarse a introducirlo en el círculo de su vida normal. Ya que había descubierto su paradero, debía agregarlo a su séquito.
En la misma noche, Arbuckle habló con Florestán en el comedor del Ritz, y al día siguiente, por estar invitado Mascaró a almorzar con las dos señoras, se conocieron igualmente el profesor y el californiano.
—¡Un mozo simpático! —dijo don Antonio al salir del hotel con el hijo de Balboa—. Conozco el tipo; así son muchos de los que trabajan en aquella tierra. Actividad ilimitada; dureza con ellos mismos y con los demás en el momento del negocio; pero una vez terminado este, muestran una alegría simple, cultivan su cuerpo hasta la vejez con los mismos juegos de cuando eran niños y consideran la vida con un optimismo inalterable.
Se equivocaban las gentes en Europa al imaginarse el hombre de negocios de América con arreglo a la existencia que llevan los manipuladores del dinero en el mundo viejo. Los negocios están más esquilmados en las naciones del continente antiguo, la riqueza es tradicional y monopolizada, algo misterioso que solo poseen unos cuantos centenares de hombres, transmitiéndoselo de generación en generación. Es preciso que ocurra una guerra continental, un cataclismo histórico, para que surjan nuevos ricos. Las clases sociales viven cada una en su molde, y son muy raros los saltos por encima de los límites divisorios.
En América todos los días surgen nuevos ricos, y el pobre cuenta a lo menos con la ilusión. El capital no es allá algo misterioso e invisible que solo se deja conocer de unos cuantos. Abunda el dinero, corre como el agua bajo el sol, a la vista de todos, en incesante circulación, con un esparcimiento que Mascaró llamaba «democrático». Todo servicio obtiene un pago; todo hombre «vale» algo. Nadie considera cerrado su camino definitivamente, ni se cree nacido, con una fatalidad irremediable, para ser pobre hasta la muerte. Viven en la dulce compañía de la esperanza, que es la más consoladora de las ilusiones. Tienen abierta una ventana en su existencia para que entre por ella la Suerte. El mozo de hotel cree en la posibilidad de ser pocos meses después tan rico como los ricos a quienes sirve.
—Hay allá hombres malos, de carácter duro y cruel, como en todas partes —terminó diciendo Mascaró—; pero la inmensa mayoría es optimista, tiene confianza en la vida, cree que el bien es en ella más poderoso que el mal, no conoce los pesimismos del europeo. Tal vez se debe esto a que abunda el oro. El que tiene dinero ve la vida de otro modo que el que no lo tiene. Ya sabes el refrán: «Donde no hay harina…». Por eso se experimenta una sorpresa enorme al llegar a aquella tierra y ver de cerca sus hombres de negocios. Como todo lo de allá debe ser forzosamente cincuenta o cien veces más grande que lo de Europa, nos los imaginamos unos monstruos terribles, nunca vistos. El negociante de Europa es sombrío, amargado, escéptico, capaz de quitarte la piel con su mirada. «¡Cómo será el de allá!…», nos decimos. Y nos encontramos con una especie de niños grandes, muy fuertes en las horas de trabajo, y que cuando terminan estas se van al club a jugar a la pelota. Si caen, son capaces de todo para levantarse; si se ven en un apuro, te echarán por la borda; pero cuando ganan dinero, lo primero que piensan es que todos deben recibir su parte. Marchando bien sus asuntos, ríen bondadosamente, se alegran con cualquier historia, miran la vida a través de su optimismo y creen necesario tener un ideal generoso y desinteresado, un ideal un poco «romántico», como compensación a la vulgaridad de sus negocios.
Adivinando la simpatía del catedrático, lo buscaba Arbuckle durante las horas numerosas y lentas en que se veía privado de hablar con la señora Douglas.
Mascaró admiraba la pulcritud en el vestir de su nuevo amigo. Sus camisas y corbatas parecían siempre recién estrenadas; sus trajes eran eternamente flamantes, cual si acabasen de recibir el planchazo del sastre; una elegancia a la americana, como decía don Antonio, «teniendo por base el traje de calle», con gran variedad de tintes y formas. En una solapa ostentaba a guisa de condecoración un pequeño redondel azul de esmalte con una cifra: la insignia de su club de San Francisco.
Otro motivo de admiración para Mascaró fue la prodigalidad y la potencia de este hombre como fumador. Nunca pudo sorprenderle sin un cigarro en la boca: un cigarro enorme, ventrudo en su parte media, con un perfume mareador de hoja intensamente madura. Hablaba sin apartarlo de sus labios, manteniéndolo sujeto en una de las comisuras de su boca. Lo mordía, consumiendo con sus dientes una parte casi igual a la devorada por el fuego. En momentos de silencio le hacía dar continuas vueltas con una rotación imperceptible de sus labios.
Iba todas las tardes a sentarse en el hall del Palace Hotel con la esperanza de ver a «la Embajadora» Douglas, y si el catedrático se asomaba a dicha rotonda, su primer saludo era presentarle un estuche de piel con media docena de cigarros, largos, panzudos, esparciendo un perfume que hacía pensar al imaginativo Mascaró en las vegas cubanas.
Su trato con este nuevo amigo hizo temer al catedrático por la salud de su garganta. Él no podría consumir impunemente a todas horas aquellos cigarros suculentos, de olorosa braveza, que no causaban daño alguno al americano.
—¡Qué tío para fumar! —decía con veneración.
Algunas veces llegó a creer que llevaba un estuche repleto de cigarros en cada uno de sus bolsillos. Allí donde metía la mano en su traje sacaba habanos para él y para los demás.
Cuando Mascaró salía a dar un paseo en las primeras horas de la tarde, sus pies experimentaban inmediatamente la atracción del Palace Hotel.
—Vamos a ver si el amigo Arbuckle está en el hall.
Y lo encontraba siempre, viéndose recibido por él como un emisario que enviaba la Suerte para librarle del aburrimiento de una espera a solas.
No sentía interés por ver Madrid. Lo había conocido en viajes anteriores, y él venía ahora para otra cosa. Su conveniencia era permanecer en el hall esperando que la viuda bajase de sus habitaciones o entrase de la calle, para hacerse el encontradizo (¡siempre por casualidad!), entablando una conversación con ella, aunque fuese rápida.
Algunas veces se contentaba con ver a Rina, pero esta parecía menospreciarle por su ceguera o su ignorancia. ¡Un hombre que pasaba junto a su felicidad sin fijarse en ella, empeñándose en perseguir cosas imposibles!…
La presencia de Mascaró representaba para Arbuckle unas cuantas horas de conversación, durante las cuales raro sería que su mala suerte le privase de un tránsito fugaz de la viuda. Y para no quedarse solo, vigilaba la combustión del cigarro enorme ofrecido a su nuevo amigo, y apenas veía llegar el fuego más allá de su parte media sacaba el estuche, brindándole con otro.
—No diga que no —rogaba, empleando un español de California, matizado de palabras inglesas o italianas en momentos de duda—; son muy saludables y no hacen daño. Yo suelo fumar hasta veinte por día.
Otro motivo de satisfacción para Arbuckle era el entusiasmo con que el catedrático iba recordando la visita que había hecho a su tierra natal. La verbosidad exuberante de Mascaró hacía revivir ante sus ojos el panorama de San Francisco, el idolatrado «Frisco» de su infancia, cuyo desarrollo y belleza seguía admirando después de haber viajado por casi toda la tierra.
Para el español, era la Universidad de Berkeley, al otro lado de la hermosa bahía, uno de los mejores recuerdos de su existencia. Hablaba del campanil de esta Universidad, igual a una torre de faro, que los habitantes de San Francisco veían desde la orilla opuesta; de sus diez mil estudiantes, de su teatro griego, donado por la munificencia de un multimillonario, con arboledas en cuyo ramaje cantaban los pájaros como el coro antiguo de las tragedias.
—Aquí en Europa saben muy pocos lo que es una universidad americana —dijo una tarde a Florestán, que se había sentado con ellos en el hall—. Los más se limitan a imaginarse un edificio monstruosamente grande. «La mejor universidad de mi país —se dicen— tiene cincuenta o cien metros de fachada. Entonces una universidad de América debe tener medio kilómetro cuando menos sobre la calle…». No señor; una universidad es allá un parque, un enorme parque, con fuentes, canales y algunas veces con lagos para regatas. Un palacio blanco es la biblioteca; otro palacio pertenece a las Letras; otro a las Ciencias; y además, los grupos de pabellones para los estudiantes, que forman un pueblo libre, y el club para los profesores, todo separado, con árboles, con pájaros, con una alegría que hace amable el estudio y placentero y suave el trabajo. El mejor recuerdo que guardan allá muchos hombres es el de los años pasados en la universidad-jardín.
Luego, el catedrático se expresaba con más energía, como si le irritase la consideración de una injusticia.
—Allá no hay presupuesto de Instrucción pública ni ministro tampoco. Las universidades son asociaciones libres, mantenidas por el dinero que dan los particulares. Se juntan los ricos para fundar una universidad, como aquí para fundar un casino en el que se juega… Todo multimillonario procura que le perdonen sus riquezas destinando la mayor parte a una universidad, a un museo, a una biblioteca. ¿Cuántos millonarios hemos visto en Europa que dejen sus fortunas a los centros de enseñanza? Algunos, si no tienen hijos, legan su dinero a un hospital o un asilo. Los más erigen un convento o una iglesia… Nunca una escuela una biblioteca. ¡Y todavía hay bodoques que se imaginan a los Estados Unidos como un país simplemente de comerciantes, de gentes materialistas, sin ninguna idealidad, sin amor a las letras y las artes!…
Otro recuerdo predilecto era su viaje por el Sur de California, donde habían existido las Misiones españolas, y su visita a la famosa ciudad de Los Ángeles.
Este levantino del mar Mediterráneo se había imaginado revivir su infancia viendo junto al océano Pacifico los naranjales de la California meridional y sus otras arboledas de frutos variados. Eran planicies semejantes a las vegas de Valencia y de Murcia, pero todo en mayor escala, más enorme y vasto, mejor cuidado, alcanzando los árboles proporciones extraordinarias, revelando sus frutos el milagro de la voluntad del cultivador aplicada al estudio y selección de los dones del suelo. En torno a las estaciones de ferrocarril surgía de muelles y almacenes un perfume intenso de frutas maduras y tablas recién cortadas para fabricar cajas.
Los árboles se perdían a lo lejos en filas regulares, con sus troncos pintados de blanco para defensa de los parásitos, lo que les daba el aspecto de fustes de una columnata interminable. Todas las casas se mostraban embellecidas exteriormente por plantas trepadoras cubiertas de flores. Los caminos estaban orlados con eucaliptos de crecimiento tan enorme, que parecían contar siglos de existencia.
Casi todos los frutos del planeta se desarrollaban prodigiosamente sobre este suelo feliz. Mascaró recordaba entusiasmado la naranja californiana, luminosa como un pequeño farol japonés, guardando bajo su cápsula color de oro rojo un jugo denso, ávido de expansionarse, sin el menor vestigio de pepitas, por haberlas suprimido el cultivador con una incesante selección.
La gran curiosidad de este jardín infinito a la vista eran las antiguas Misiones de los frailes españoles. Todo californiano veía en ellas la gloria histórica de su país. Los más de los conventos estaban en ruinas, manteniéndose con milagroso equilibrio las arcadas de sus claustros, hechos de adobes, y parte de sus bóvedas. Algunos de estos monumentos humildes eran reconstruidos por el entusiasmo patriótico, invirtiéndose en ellos cantidades enormes que hubiesen asombrado a los compañeros de Junípero Serra. Para darles estabilidad, eran introducidos armazones de acero en el interior de sus muros de tierra seca. Se empleaban los procedimientos más recientes y americanos de la edificación para perpetuar estas construcciones hechas por el indio y el fraile con simples rectángulos de barro cocidos al sol.
En los conventos que aún se mantenían de pie se agolpaban los viajeros de las ciudades para contemplar con histórica emoción las pobres custodias, las imágenes pintarrajeadas, todos los objetos humildes de culto que había logrado improvisar la miseria de unas Misiones perdidas en lo que era entonces para España el rincón más obscuro y lejano de sus colonias.
Recordaban estas iglesias a Mascaró, a pesar de la mediocridad y primitivez de sus adornos, muchos de los templos coloniales que había visto en sus viajes por la América del Sur. Fuesen pobres o suntuosos, en todos ellos la principal riqueza estaba en el techo. Los frailes habían podido mostrarse pródigos al labrar el artesonado por vivir en países abundantes en madera. Sobre los muros de adobe cubiertos de cal se apoyaba la techumbre de atrevida curva, sustentada por maderos flexibles, que, en fuerza de inmersiones y continua presión, habían acabado por arquearse como las duelas de un tonel gigantesco. Otras veces estos techos tenían la forma de una artesa puesta al revés, de una barca con las puntas cortadas vuelta hacia abajo. Y las vigas, tendidas de muro a muro, parecían los bancos de esta embarcación invertida.
Las campanas de los conventos muertos eran guardadas como símbolos de la vieja California. Muchos hoteles enormes que la iniciativa americana iba construyendo en este país invernal buscaban su emplazamiento cerca de las ruinas de alguna Misión. Y si las ruinas no existían, el arquitecto procuraba inventarlas. Lo importante era que al entrar en el hotel pudiese admirar el cliente, entre los esplendores de un jardín moderno, una campana verdosa y rajada: la de los antiguos franciscanos españoles. La campana misionera era el remate del escudo de armas de California, figurando en todos los anuncios y marcas comerciales del país.
Junto al pequeño convento de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles se había ido formando la moderna ciudad de Los Ángeles, la más elegante y atractiva de todas las urbes de los Estados Unidos.
—Es la Niza de allá —continuó don Antonio—; pero una Niza que tiene en invierno cerca de un millón de habitantes, cuatro o cinco veces más grande que la de Europa, con todos los adelantos y comodidades de la vida americana y cerca del lugar donde la costa del Pacífico resulta más interesante por sus islas montañosas y su vegetación submarina. La ilusión de todo americano es ir en invierno a Los Ángeles, y si es muy rico instalarse en Pasadena, lugar inmediato de hoteles caros y lujosos… En Mónaco, en Cannes y otros puertos de la Costa Azul se ven anclados los yates de los millonarios que han venido a pasar el invierno. Al llegar a Los Ángeles encontré en la estación muchos vagones azules que permanecían apartados fuera de las vías en movimiento. Eran los yates terrestres de los millonarios de allá. Cada uno tiene su vagón especial arreglado a su gusto, y mientras pasa los meses de invierno en Los Ángeles, el costoso vehículo espera en la estación, con su cocinero y sus ayudas de cámara inactivos, lo mismo que la marinería de un yate anclado. Cuando uno de estos personajes se cansa de comer en su hotel de Pasadena, entre jardines floridos, da a sus amistades un banquete «a bordo» de su vagón especial. Luego, al terminar el invierno, se vuelve a Nueva York en este cochecasa, o a cualquiera otra de las ciudades de la costa del Atlántico. Seis días y seis noches de tren. Hay que retrasar o adelantar el reloj varias veces, lo mismo que cuando atraviesa uno el mar para ir a América o vuelve de allá. ¡Aquella nación es todo un mundo!…
Mascaró recordaba los túneles de Los Ángeles. Al ensancharse la ciudad había tropezado con el obstáculo de varias colinas, que obligaron a su caserío a remontarse por las pendientes. Pero las grandes calles habían acabado por vencer las gibas del suelo, perforándolas con túneles.
Estas avenidas subterráneas tenían sus paredes y sus bóvedas revestidas con ladrillos blancos de porcelana biselada. Noche y día brillaban en su seno focos de electricidad ocultos en el muro, y estos chorros luminosos de origen invisible se extendían por la curva del techo, descomponiéndose en las facetas de la porcelana con el irisamiento del nácar. Los focos de los autos, deslizándose como las cuentas de un rosario de fuego, cortaban con sus chorros móviles de luz roja este brillo lácteo, semejante al reflejo de la luna sobre un mar dormido.
—Cree uno que marcha por el interior de una ostra perlífera; parece que el automóvil se haya extraviado en las nacaradas revueltas de una caracola marina gigantesca.
Luego hablaba de la abundancia de los automóviles californianos como signo de la riqueza del país. Había un vehículo de esta clase por cada cuatro habitantes.
—De modo —continuó diciendo— que una mañana puede montar en auto la población entera de California, niños y viejos, y marcharse a toda velocidad, dejándola desierta… Pero no hay miedo de que lo haga. Es un suelo el suyo como no hay otro en el mundo.
Tan grande era la fama de este país, que su nombre, invención de un obscuro novelista de Castilla, había acabado por ser sinónimo de tierra hermosa. En Niza y Cannes, los barrios mejores por la fertilidad de sus jardines eran llamados La California. El título de la ínsula de la reina Calafia evocaba en todo el mundo una visión paradisíaca.
El oro que la había hecho célebre solo representó una opulencia transitoria. Su riqueza permanente estaba en los campos cultivados. En su parte septentrional, antes de llegar a San Francisco, había selvas convertidas por la previsión del gobierno en parques nacionales, con árboles prodigiosos, las famosas «sequoias», bajo cuyas raíces formando arcos podían pasar a la vez varios hombres a caballo.
El subsuelo, rico en vetas auríferas, guardaba filones de los más diversos metales, y a esta riqueza sólida había venido a unirse en los últimos años el oro líquido, obscuro y maloliente necesario a la industria moderna. Por las entrañas de esta tierra, madre del naranjo y otras frutas de crecimiento maravilloso, circulaba el petróleo. Sobre las arboledas cultivadas asomaban su vértice los andamiajes de madera que marcan la existencia del pozo petrolífero. Dentro de la misma ciudad de Los Ángeles había visto Mascaró terrenos rodeados de cercas, como si fuesen solares en construcción, mostrándose por encima de dichas barreras idénticos maderos en forma de pirámide. Eran fuentes de petróleo surgidas en el interior de la ciudad, pero cuya explotación había sido suspendida, por resultar incompatible con el funcionamiento y la hermosura de la vida urbana.
—Y la última riqueza de California es el cinematógrafo —siguió diciendo Mascaró—; una de las más importantes de los Estados Unidos, uno de sus primeros artículos de exportación.
No era en realidad la ciudad de Los Ángeles el lugar santo donde se creaba la vida sin voz; se llamaba Hollywood, nombre de un pueblo inmediato.
Había nacido en los últimos años, desarrollándose con la rapidez biológica de un órgano reclamado imperiosamente por la función.
—En toda la tierra es conocido Hollywood; pocos son los que no han visto alguna vez sus calles —dijo el profesor a Florestán—. Esas avenidas orladas de pequeñas palmeras, con jardines sin valla, formando pendientes de musgo y de flores, por donde se persiguen los héroes de las historias cómicas y pasan automóviles que aplastan a las gentes o marchan en vertiginoso zigzag, como si estuviesen ebrios, eso es Hollywood.
Su primera visita a dicha población había sido a mediodía, cuando los actores interrumpen su trabajo para tomar el lunch. Tenía unos quince mil habitantes, casi todos artistas. Los llamados «estudios», donde se producen las obras cinematográficas, eran la verdadera industria de esta villa. Como viven en ella miles de mujeres solas y ganando mucho dinero, habían surgido otras industrias menores: sombrererías, modistas y demás establecimientos de lujo. Los más de los habitantes tenían automóvil, guiándolo ellos mismos. Hasta los carpinteros y los maquinistas constructores de las decoraciones para las obras llegaban al trabajo guiando su vehículo mecánico. En las extensas avenidas, abiertas sin miedo a despilfarros de espacio, se adivinaba la existencia de los «estudios» al ver un centenar de automóviles en doble o triple fila, todos con el dueño ausente.
Mascaró, al entrar en Hollywood, fue pasando entre numerosos grupos de odaliscas, unas envueltas púdicamente en sus velos, otras dejándolos flotar sobre sus espaldas, mientras corrían veloces, con una alegría de colegialas en libertad. En uno de los «estudios» se estaba filmando aquel día un cuento oriental. Las figurantas con familia acudían a sus casas para tomar el lunch y regresar cuanto antes al fabuloso Bagdad del califa Harum Al-Rachid.
Enumeraba el catedrático las maravillas de este pueblo, que por sus incesantes transformaciones era llamado la Ciudad-Camaleón.
Cada «estudio» ocupaba vastos terrenos guardados por vallas, y en esta planicie cerrada, arquitectos y hábiles manipuladores del cemento armado construían y destruían en el curso del año toda clase de poblaciones. Un día, sobre las cercas se iban elevando, en hábil y engañosa perspectiva, la torre Eiffel, el puente Alejandro, la bóveda de los Inválidos, todo lo más conocido del panorama de París. Y las empresas cinematográficas aprovechaban tal reconstitución, que había costado meses y meses de trabajo, para filmar de una vez y en unos cuantos días todas las historias que tenían por escenario la capital francesa.
Otras veces se podía ver en Hollywood el puente de los Suspiros, el Rialto y la plaza de San Marcos de Venecia; o un zoco árabe, de tiendecitas lóbregas, al que afluían varias calles abovedadas como túneles, agitándose en su ámbito abigarrada muchedumbre de mercaderes, camelleros, hembras veladas y santones.
—Y todo construido de verdad, todo sólido y duradero, como si no hubiera de ser echado abajo apenas el operador da la última vuelta de manivela a su aparato. ¡Los chascos que se lleva uno en la Ciudad-Camaleón!…
Recordaba haber paseado por calles idénticas a las que habitan los obreros en los suburbios de las grandes ciudades industriales. Eran casas de ladrillo ahumado, fachadas monótonas, con vidrios polvorientos en sus ventanas. Las comadres de brazos arremangados hablaban apoyadas en los quiciales de las puertas o remendaban sus ropas sentadas en el umbral. Un tranvía viejo pasaba por el centro de la calle, haciendo apartarse a los grupos de chicuelos astrosos, hijos de emigrantes italianos o irlandeses.
El catedrático había creído que este barrio de trabajadores sobre terrenos dedicados a la cinematografía era una prolongación olvidada de la vida industrial de algún grupo de fábricas próximas. Pero de pronto, cuando sus acompañantes abrieron la puerta de una de las casas y le invitaron a pasar adelante, no pudo contener una exclamación de asombro. La casa no continuaba. La calle estaba hecha simplemente de fachadas, y lo mismo ella que las gentes que se agrupaban junto a las puertas, las tiendecitas sucias de los pisos bajos, el tranvía viejo, los carretones circulantes cargados de cajas y toneles, todo era fingido, todo preparado para representar cinematográficamente una novela de la vida obrera en los Estados Unidos.
Todos los pueblos de la tierra, atraídos por el nuevo arte, enviaban sus gentes y sus idiomas a la Ciudad-Camaleón.
Mascaró había visto en las diversas secciones de un mismo «estudio», que filmaba varias historias a la vez, bailarinas de Málaga y bailarinas de Bombay, jinetes mejicanos o de Australia, gauchos de las Pampas y esquimales venidos de Alaska. En las inmediaciones de Hollywood volaba a veces un aeroplano, cuyo tripulante hacía dar al aparato las vueltas más audaces, arrojándose luego en el vacío, para agarrarse a un árbol o un tejado.
Resultaba visible la riqueza de la Ciudad-Camaleón en los edificios y las personas. Las casas de los artistas, rodeadas de floridos jardines, eran de madera en su mayor parte, elegantes bungalows, adornados interiormente con ricas alfombras y muebles ostentosos. Se adivinaba la aburrida suntuosidad de las gentes que ganan mucho dinero y se ven obligadas por su trabajo a permanecer siempre en el mismo sitio. Era una opulencia igual a la de los mineros aglomerados en un rincón solitario de la tierra, que no saben qué inventar para aligerarse del oro que llevan ceñido al talle.
Casi todas las mujeres iban elegantemente vestidas, con una elegancia pesada y costosa. Algunas, en las primeras horas matinales, llevaban trajes de rica seda bordados de oro.
La dulzura del cielo, la persistencia del sol de California, que rara vez deja de mostrarse, habían impulsado las grandes industrias cinematográficas a establecer sus «estudios» en este pueblo junto a Los Ángeles. Hasta el pasado salvaje del país ayudaba al mayor esplendor del arte mudo. Cerca de Hollywood existía una de las llamadas «reducciones» de indios, porción de terreno que el gobierno deja a las antiguas tribus para que sigan vivaqueando como antes de la conquista realizada por los blancos.
—Estos pieles rojas —continuó don Antonio— han acabado por sentir, como cualquiera señorita, la tentación demoníaca del cinematógrafo, y buscan el figurar en los films cuando alguna historia exige la presencia de indios. En la Ciudad-Camaleón, los reclutadores de figurantes son personajes que merecen tanto interés como los que construyen poblaciones de quita y pon. Basta decirles: «Necesito quinientas personas de esta o de la otra clase», y al día siguiente, a las siete de la mañana, se presenta en el «estudio» la muchedumbre amaestrada que ha pedido usted. Si la fábula exige la presencia de una tribu india, el agente echa mano al teléfono y llama al cacique del campamento próximo, pues en las tolderías de los Estados Unidos hay teléfonos, máquinas de coser, máquinas de contar el dinero y plumas estilográficas, lo que no impide que las gentes lleven aún plumas en la cabeza, mantas rayadas y pantalones de cuero acampanados, con cabelleras colgantes. «Para mañana —dice el reclutador— quiero cien guerreros con sus familias y sus tiendas». Y al día siguiente, a primera hora, acampan en los terrenos del «estudio» los pieles rojas con traje de guerra, armados de lanza y flechas, y fuman acurrucados en el suelo sus largas pipas de piedra, mientras las mujeres, chatas y de ojos oblicuos, plantan las tiendas cónicas de cuero pintarrajeado, y los chiquillos cobrizos juguetean con los perros de la tribu.
Se entusiasmaba el catedrático al hablar de las ventajas de la cooperación y del capital abundante. En unas cuantas horas podía uno improvisarse cinematografista en la Ciudad-Camaleón, alquilando un «estudio» donde todo estaba preparado: el personal, las fuerzas eléctricas, los reflectores, enormes como los de un navío de guerra. En Europa había que hacer las cosas partiendo de lo más elemental, como el que se ve obligado para construir un mueble a empezar por la siembra de la semilla del árbol, esperando a que este crezca y pueda proporcionar finalmente tablas para la deseada fabricación.
Cada artista trabajaba según la calidad de su rostro.
—El figurante novel, al ofrecer sus servicios, queda clasificado por los conocedores. «Cabeza de juez», apunta en su libro de notas el agente. Y cuando un «estudio» necesita un juez, lo llaman… En Europa no trabajaría una semana en todo el año. En Hollywood, donde se crean a la vez quince o veinte historias cinematográficas, no hay día en que el «juez» deje de trabajar.
Y así continuaba enumerando las particularidades de la Ciudad-Camaleón; pueblo que no tenía más allá de una docena de años de verdadera existencia y llenaba el mundo con sus obras, dando alimento imaginativo a todas las razas de la tierra, venciendo los obstáculos que oponen los idiomas y los colores diversos de las gentes, haciendo penetrar muchas veces la poesía o los adelantos del pensamiento en lugares inaccesibles por la tradición o la barbarie, donde jamás consigue entrar el libro.
Para Arbuckle, representaba un placer reposado y dulce escuchar al catedrático envolviéndose en las nubes de su habano, hundido en las blanduras de un sillón de la rotonda, atisbando al mismo tiempo, disimuladamente, todas las personas que veía entrar en el hotel y dirigirse a los ascensores. Como Mascaró sabía evocar con una realidad casi tangible el recuerdo de la amada California, esto le hacía imaginarse que la señora Douglas estaba allí, entre ellos, aunque transcurriesen las horas sin que se mostrase.
En espera de tiempos mejores, Haroldo encontraba aceptable su actual situación. Algunas tardes la viuda se quedaba en el hall, después del almuerzo, hablando con sus amigos, pues aquel sabio, que decía cosas tan hermosas y agradables, parecía atraerla con el encanto de su palabra. El californiano se explicaba esta fuerza atractiva. Florestán le era simpático por su juventud, pero apenas si fijaba en él su atención. Después de la viuda solo tenía ojos para el gran Mascaró.
Esta espera plácida de hombre que cuenta con el tiempo para la realización de sus deseos, y considera inútiles audacias y prisas, se vio turbada de pronto por un suceso inesperado. Una tarde, cuando Arbuckle aguardaba la llegada de su amigo el catedrático, vio avanzar bajo la cúpula del hall a otra persona conocida, pero que él se imaginaba muy lejos de Madrid: el marqués de Casa Botero.
Lo había encontrado en París, durante varios meses, casi todos los días, por ser un amigo de la señora Douglas, tan persistente y tenaz como él. La mayor preocupación del californiano al salir para Madrid había sido que el otro no averiguase el paradero de la viuda.
Este encuentro era lo peor que podía ocurrirle; pero a pesar de ello apretó la mano del marqués con forzuda efusión, sonriendo al mismo tiempo sin hipocresía. Estaba enterado desde su juventud de la cortés lealtad con que debe tratarse a un adversario. Había estrechado la diestra, siendo muchacho, de muchos camaradas con los que se batía luego a puñetazos. Terminado el boxeo, era también de regla darse una mano, mientras la otra estaba ocupada en rascarse los chichones y limpiar el rostro de sangre. Hay que demoler al enemigo si se puede, pero sin faltar nunca a la consideración que merece por ser hombre.
—¿Usted aquí? ¡Qué sorpresa!…
Y el otro contestó con una petulancia en la que se adivinaba su deseo de aplastar al hombre de negocios:
—Sentí de pronto el deseo irresistible de contemplar una vez más los Velázquez. Yo soy muy artista y tengo necesidades espirituales que ignoran otros.
Aunque no existiese entre los dos la seductora personalidad de la viuda Douglas, que los separaba y los hacía buscarse al mismo tiempo, no por ello Arbuckle habría sentido simpatía alguna por este personaje. Se levantaba entre ambos un antagonismo tradicional e irreductible. Era como si perteneciesen a dos especies distintas de hombres que venían chocando y devorándose desde el principio de la existencia humana.
El marqués de Casa Botero, de la misma edad que Arbuckle, parecía más viejo que él por el rostro y más joven por la esbeltez de su figura. Era extremadamente enjuto de carnes, con la delgadez del deportista que vigila celosamente su peso y no permite sobre el andamiaje de su osamenta otra carne que el músculo productor de fuerza, pero comprimido y correoso, sin los abultamientos del atletismo profesional. Bajo la piel de su rostro se marcaban las oquedades y aristas del hueso. Esta epidermis estaba algo quebrada por la pátina de los ejercicios al aire libre, por las inmovilidades en la playa bajo el sol después de la natación, por los deportes de invierno en las estaciones elegantes de Suiza. No eran arrugas de vejez; era el agrietamiento de la flacura buscada con extremados ejercicios. Llevaba el rubio bigote corto, y su cabellera peinada atrás con tal violencia, que parecía tirar de ella una mano invisible. Tenía en sus movimientos la ligereza del jinete, y en sus gestos y su mirada fría la insolente seguridad del hombre de armas que cuenta con sus ventajas de esgrimidor.
Avezado Arbuckle en sus negocios internacionales a la lucha con la mentira, le era fácil husmear la presencia o la ausencia del dinero, y basándose en tal adivinación consideraba pobre al marqués, no creyendo ninguna de las manifestaciones de opulencia que hacía frecuentemente con gestos de multimillonario hastiado de su prosperidad.
Llevaba, sin embargo, una vida tan costosa como la de los ricos, mostrándose en todos los lugares de Europa frecuentados por gentes acaudaladas. La señora Douglas le había conocido, una primavera, en un hotel de Florencia. Rina lo veneró desde el primer momento como si fuese la personificación material de muchos personajes interesantes adorados por ella en novelas que llamaba «aristocráticas». La viuda le miró con cierta simpatía al oír que era un marqués español.
Esta nacionalidad de Casa Botero no resultaba clara. Unas veces se decía español, afirmando que su título nobiliario había sido dado por los reyes de España. Otras, para explicar sus defectos de pronunciación, se declaraba nacido en Sicilia, pero sus abuelos habían ido a Madrid con Carlos III, al renunciar este la corona de Nápoles por la de España.
Dudaba Arbuckle de sus dos nacionalidades, creyéndole más bien nacido en alguno de los puertos cosmopolitas del Mediterráneo oriental, donde los judíos que fueron expulsados de la Península hablan aún el castellano antiguo. ¿Quién podía saber con certeza lo que era este hombre y la legitimidad de su título?… Su única ocupación visible era coleccionar cuadros y antigüedades, ponderando las enormes sumas que le costaba satisfacer sus refinados gustos de artista. Pero el californiano tenía la sospecha de que se dedicaba al corretaje y venta de estos objetos, muchas veces de dudosa autenticidad, abusando de las manías seudo-artísticas de ciertas personas ricas e ignorantes a las que había conocido en salones u hoteles célebres, siendo esta industria cuidadosamente disimulada su mejor renta.
Vivía con lujo, y si tenía apuros monetarios los ocultaba con habilidad. En opinión de Arbuckle, el negocio que ocupaba enteramente su pensamiento era casarse, fuese como fuese, con la millonaria Douglas… Pero la consideración de que era su adversario le hacía callar tales sospechas, para que su compatriota no le creyese falto de lealtad y de justicia.
Después de haberle conocido en Florencia volvió «la Embajadora» a encontrarlo en París, y desde entonces fue tropezándose con Casa Botero en todos sus viajes por Europa.
Era menos hábil y rápido que el antiguo buscador de oro para descubrir su paradero; mas de todas suertes acababa por surgir ante su paso pocos días después de haberse mostrado Arbuckle. Resultaba de trato menos seguro y plácido que el otro solicitante; siempre hallaba el medio de exponer sus pretensiones amorosas, a pesar de las interrupciones burlonas de la viuda y su habilidad para librarse de palabreos importunos. Además, había sabido atraerse la simpatía de Rina, y esta le ayudaba con sus elogios y sus frases de admiración al quedar a solas con la viuda.
Dos sentimientos contradictorios agitaban a la señora Douglas al pensar en él. «Tal vez será conveniente cortar esta amistad», se decía muchas veces.
Casa Botero estaba bien relacionado socialmente; entraba en todas partes; era muy conocido en París desde los hoteles inmediatos al Arco de Triunfo hasta los establecimientos y clubs vecinos a la Magdalena; pero algunas personas de situación respetable sonreían irónicamente o hacían un gesto de inquietud al oír su nombre. Otros afirmaban que en la Embajada de España nadie conocía a este personaje, ni estaban enterados de la existencia del marquesado de Casa Botero. Tal vez eran murmuraciones de sus enemigos. También podía ser que su título fuese de los que concede el Papa. Pero aunque no resultase menospreciable por un pasado turbio, siempre era para ella un amigo poco tranquilizador, que la obligaba a vivir recelosa y pronta a defenderse.
Al mismo tiempo le inspiraba cierta gratitud por el interés con que atendía a sus diversiones, proporcionándola invitación para asistir a las fiestas más famosas, guiándola con su experiencia y sus amistades en el círculo de la vida cosmopolita comprendido bajo el título de «todo París». Era para ella lo que para ciertas damas antiguas el llamado «caballero sirviente». Gracias a su auxilio había conocido en pocos meses un París que muchas de sus compatriotas tardaban años en conquistar.
Sentía a veces remordimiento al darse cuenta del inexplicable contraste entre la simpatía que le inspiraba este hombre y las noticias de su vida anterior. Era una vergüenza igual a la que se sufre con el descubrimiento de un pecado; vergüenza que no nos impide persistir en él. Conocía varias «historias malas» del tal Casa Botero, historias de amor con mujeres a las que había hecho perder su prestigio y su posición social; historias con damas que a última hora no quisieron casarse con él; mas todo ello era muy vago; nadie podía afirmarlo con un testimonio directo, y el marqués continuaba siendo bien recibido en salones respetables frecuentados por ella.
La estima simpática de este hombre inquietante era su único pecado mental, lo que hacía que le apreciase todavía más, con ese interés curioso que inspiran los libertinos alegres y serviciales a muchas personas honestas. Era para ella a modo de una ventana que le permitía asomarse sobre un mundo prohibido. Todo lo malo que le contaban acerca de su pasado parecía añadir nuevas seducciones a su persona. Según iban aumentando los informes en perversidad, se agrandaba su atracción: la terrible atracción que ejerce lo desconocido.
Ella, además, era una mujer fuerte, predispuesta por instinto a buscar todo lo arriesgado. Bastaba que muchas señoras evitasen con miedo el trato de este hombre, para que «la Embajadora» le concediese mayor familiaridad. Sonreía cuando algunas amigas tímidas le insinuaban que este individuo iba indudablemente en busca de sus millones y era capaz de comprometerla en un escándalo social, para obligarla de tal modo a casarse con él. Le gustaba juguetear con el peligro, desorientar con sus coqueterías y sus severidades a este temido sujeto, sin permitirle que avanzase un paso más en su intimidad. Era como si domesticase una bestia feroz y astuta, divirtiéndose en hacer de ella un gozquecillo, seguidor humilde de sus pasos.
La mujer que Mascaró apodaba «la reina Calafia» podía arriesgarse en estos ejercicios de amazona, sin miedo alguno. Sus opiniones austeras, la ordenada serenidad de su vida física, le permitían considerarse fuerte, ignorando o despreciando la embriaguez de la tentación. Su existencia tenía la regularidad isócrona y vencedora de una máquina.
El adulterio, con los tapujos y mentiras que forman su acompañamiento, le había parecido siempre una cobardía, indigna de su carácter franco y valeroso.
«Si yo me hubiese enamorado alguna vez —se decía interiormente—, si un hombre me hubiese hecho su esclava, antes que engañar a mi marido le habría revelado la verdad, separándome de él. Todo es preferible a la mentira… Eso que llaman amor y obliga a las vilezas del adulterio es indudablemente igual a una enfermedad, y la mujer que sufre tal desgracia debe sobrellevarla valientemente y no mentir».
Tampoco admitía el amor sin la vida común. ¿Esconderse?… ¿Mostrar rubor en público por una pasión a la que se dedican luego en secreto tan hermosas palabras?… No; ella solo habría aceptado amar a un hombre a la luz del sol.
Por eso le atraían y divertían como espectáculos raros las aventuras del adulterio, los incidentes de la pasión oculta y vergonzosa, que sirven de base a tantas historias de amor. Le parecían actos de una humanidad secundaria, malsana, y merecedora al mismo tiempo de interés. Su salud siempre equilibrada, su sensualidad adormecida, le permitían vivir rozándose con todas estas historias sin miedo al contagio, como un operador de laboratorio, defendido por guantes aisladores, maneja tranquilamente venenos mortales o fuerzas fulminantes.
Había también mucho de coquetería femenil en la predilección que mostraba por este amigo inquietante. Como no había conocido otra pasión que el reposado y dulce compañerismo de su esposo, le placía secretamente verse deseada con violencia, al modo «latino», con cierta falta de respeto.
Se ofendía cuando Casa Botero intentaba ir lejos en sus palabras. Una vez que, aprovechando una conversación a solas, quiso besarla, Concha Ceballos lo inmovilizó dolorosamente con uno de aquellos golpes del pugilato japonés aprendido en su juventud. Con ella era peligroso intentar algo que no hubiese autorizado previamente.
Luego la amazona sonreía con una vanidad de colegiala al escuchar las amenazas de celoso añadidas por el marqués a sus declaraciones de amor.
—Si usted ama a otro, lo mataré. ¡Juro que lo mataré!
Nunca había oído esto a sus pretendientes, cuando era soltera.
—Entonces, mate usted a Arbuckle —dijo riendo.
Casa Botero quedó indeciso, y al fin añadió con desdeñosa magnanimidad:
—A ese lo desprecio. Sé bien que nunca será un rival temible para mí.
Fluctuando entre la desconfianza por sus antecedentes, el agradecimiento por sus servicios y el deseo de coquetear con él para convencerse de su propia fuerza y hacer ver a sus amigas que este hombre tan temible para otras mujeres no podía inspirarle miedo, continuaba la viuda admitiendo sus visitas, hasta que de pronto sentía la necesidad de alejarlo. Era prudente guarecerse detrás de los obstáculos del tiempo y la distancia. Resultaba demasiado pegajoso en sus deseos de hacerla marquesa de Casa Botero… Y en uno de tales momentos había dispuesto su viaje a España para ayudar a Rina.
Al presentarse en Madrid este solicitante, ella acogió con risas la noticia de su llegada.
—Me lo temía —dijo a su compañera—. Ya está la familia completa.
Hubo sin embargo en su risa una expresión de contrariedad. «La Embajadora» no se sentía aquí con el mismo buen humor para tolerar a sus dos enamorados que en París y otras ciudades.
Por fortuna, el bondadoso Arbuckle la libró de su presencia. Nunca llegaba a presentir con exactitud los deseos de la viuda, pero algunas veces, por obra del azar, sabía servirla y complacerla mejor que el otro. Pensó que, estando ahora en Madrid aquel adversario, simpático a las mujeres, pero enigmático y sospechoso para muchos hombres, nada podría adelantar él en sus pretensiones. Era mejor irse a Sevilla por unos días, justificando de tal modo lo que había dicho a la viuda.
El marqués, menos discreto que él, se había instalado en el mismo Palace, buscando sin recato alguno ver con frecuencia a la señora Douglas. Pero Arbuckle creyó que podía emprender tranquilamente dicho viaje, pues dejaba a sus espaldas buenos auxiliares.
Su ilustre amigo don Antonio había manifestado una opinión francamente adversa desde la primera vez que vio a Casa Botero.
—No me gusta ese tipo. Además… ¿qué marquesado es el suyo?… Nunca he oído mentar el tal título.
Florestán mostraba igualmente repulsión por él desde la noche que le conoció en el comedor del Ritz.
Le molestaba el tono familiar de su conversación con la señora Douglas, como si existiese en su pasado una intimidad que no podía mantener oculta. Le irritó la cortesía teatral con que besaba su mano.
Se dio cuenta por primera vez de que otros hombres, además de él, podían ser amigos de dicha señora, recibiendo sus palabras, sus ojeadas y sonrisas. Creyó que le robaban algo suyo, y esto le hizo perder la serenidad de su carácter simple y rectilíneo.
Casa Botero, como si adivinase sus sentimientos, le trató con una hostilidad falsamente cortés.
Repetidas veces, en el curso de esta primera comida, miró con inquietud a la señora Douglas y luego al joven. Aprovechando un momento en que Rina conversaba con Florestán, se inclinó hacia la viuda para decirla quedamente:
—Veo que ha hecho usted, apenas llegada, muy buenas amistades en Madrid. ¿Verdaderamente, le interesa la gente tan joven?…
VII - De las discusiones que tuvo Mascaró con su esposa y de un recado que le envió Florestán
El día que conocieron en Florencia a Casa Botero, y después en las numerosas conversaciones tenidas con él en París y otras ciudades, las dos californianas le oyeron hablar siempre con orgullo de su noble abolengo español.
—Los Casa Botero somos de origen siciliano, pero mis ascendientes sirvieron con tal lealtad a Carlos III, que al renunciar este a la corona de Nápoles para ser rey de España, no quiso separarse de ellos y ordenó que le siguieran a su nuevo reino, figurando mucho en la corte de Madrid.
Esto lo decía estando en Italia y en Francia; pero al vivir en Madrid empezó a mostrarse más siciliano que español. Olvidaba a los abuelos que siguieron a Carlos III para hacer memoria únicamente de los otros que se habían quedado junto a los Borbones de Nápoles, así como de ciertas propiedades y derechos que aún poseía en Sicilia.
Como solo le visitaban en Madrid algunos amigos aficionados a los deportes y dados a los placeres conocidos por él en París, y había hecho mención tantas veces de los ilustres tíos y primos que tenía en España, creyó necesario justificar este retraimiento de su familia.
Los tales parientes —según ciertas explicaciones misteriosas que dio a Rina— eran de la aristocracia más histórica de España, pero no podían olvidar la lealtad de los Botero con la monarquía legítima, viendo en ella un remordimiento para su propia conducta.
—Mis abuelos siguieron al pretendiente don Carlos, que era el monarca verdadero, mientras los demás parientes aceptaban la rama usurpadora. Por eso el gobierno finge no conocer nuestro marquesado, indudablemente más legítimo que el de los otros, pues nos lo dio el único rey.
Y la solterona repetía estas explicaciones por encontrar en ellas cierto sabor romántico, sin fijarse en la indiferencia con que las escuchaba la viuda. ¿Qué podían importarle las historias de este hombre elegante y de incierta nacionalidad, que Arbuckle tenía por un aventurero?… Ella no iba a casarse con él. Además, empezaba a serle molesta la presencia del marqués a los pocos días de haberlo encontrado en Madrid.
Resultaba menos maleable y simpático que en París. Se creía tal vez, al vivir en este nuevo ambiente, con nuevos derechos sobre ella. Consideraba que por antigüedad debía ser el más asiduo y atendido de todos sus amigos, mostrando una disposición hostil contra Florestán, como si viese en él a un intruso.
Ya no podía gozar la viuda tranquilamente el honesto placer de ser acompañada a todas partes por este muchacho respetuoso y tímido, que parecía esparcir en torno de su persona una energía fluida, inconsciente y reposada, algo semejante a las misteriosas fuerzas telúricas que surgen de las entrañas de la tierra. «La Embajadora» se sentía más joven, más optimista y de ánimo más firme al lado de este acompañante, que muchas veces permanecía en silencio, mirándola con unos ojos que eran acariciadores, sin que él se diese cuenta de tal audacia.
La presencia del marqués había trastornado esta vida de creciente intimidad, casi igual a la de sus tiempos de soltera en Monterrey, cuando galopaba al lado de algún jinete mudo por la timidez, que iba preparando mentalmente su declaración de amor. Le era imposible organizar una excursión en automóvil a cualquiera de las ciudades históricas de Castilla, sin que a última hora dejase de surgir Casa Botero, agregándose al viaje. Era Rina, sin duda, la que, por imprudencia o exceso de admiración, revelaba a este hombre los proyectos de la viuda para el día siguiente, lo que le permitía presentarse con una oportunidad molesta.
Florestán se mostraba aún más contrariado que la señora Douglas por la asiduidad de Casa Botero. Al vivir este en el mismo hotel, no necesitaba pasar largas horas en el hall, como Arbuckle, atisbando las llegadas o salidas de la viuda para entablar conversación con ella. Se mostraba también menos respetuoso y obediente que el californiano, siendo a veces tal su terquedad en no despegarse del grupo de las dos señoras, que la viuda se veía obligada a valerse de un descaro sonriente para hacerle saber que ya la había visto bastante por el momento.
El interés visible de ella era mantener cerca a Florestán y alejar al otro. Al principio, el joven Balboa había frecuentado el hotel como quien va a cumplir maquinalmente una obligación cortés y agradable. Luego se había ido transformando el carácter de estas visitas en el curso de un mes, que era poco más o menos el tiempo de su amistad con la señora Douglas.
Llegaba al Palace con anticipación, mucho antes de la hora convenida con la viuda para sus paseos por la ciudad, sus excursiones en automóvil o sus comidas. Algunas veces no había sido citado por ella, pues deseaba hacer compras en las tiendas de antigüedades acompañada solamente de Rina. Otros días gustaba de salir sola, por el interés mezclado de inquietud que le inspiraba la muchedumbre en las calles de Madrid. También estaban de paso algunos viajeros de su nación y le era preciso aceptar sus invitaciones, viviendo con ellos unas horas, sin su joven acompañante.
Durante estas ausencias, Florestán empezó a considerarse igual a Arbuckle. Fue, como él, a ocupar un sillón en el hall del hotel, y para justificar dicho acto ante su propio juicio, se dijo que lo hacía por costumbre, porque le había tomado afición a sentarse bajo la cúpula de cristales, viendo la gente cosmopolita que pasaba entre las columnas del salón circular.
En realidad permanecía agazapado en su asiento, lo mismo que un espía que se finge distraído y lo vigila todo por el rabillo de un ojo. Seguía atentamente las entradas y salidas de los huéspedes, con la esperanza de que apareciese de pronto Concha Ceballos, proporcionándole este encuentro una entrevista más.
Le atormentaban o le enfurecían ahora preocupaciones o inquietudes ignoradas semanas antes. Al acompañar a la señora Douglas por la ciudad, la cólera hacía pasar algunas veces por sus pupilas un resplandor agresivo, aconsejándole al mismo tiempo caer a bastonazos sobre la gente.
No podía la viuda pasar inadvertida en las calles inmediatas a la Puerta del Sol, donde las aceras están siempre ocupadas y hay que marchar con lento paso. Como en España no abundan las mujeres de gran estatura y el vulgo siente una admiración instintiva por las hembras altas, bien llenas, de porte gimnástico y andar ágil, el tránsito de la californiana parecía ir inflamando un reguero de avideces genésicas. Los más no la encontraban suficientemente gruesa para su talla aventajada; mas aun así, sentían en su imaginación el estallido de un cúmulo de fantasías salaces e inverosímiles, expresando sus deseos con el inevitable requiebro, que cuando más brutal les parece más de hombre.
—¡Eso es una hembra!… ¡Vaya una tía!
Adivinando por su aspecto que era extranjera, recargaban sin escrúpulo el color de sus admiraciones y anhelos, y creyendo no ser entendidos, se delectaban con sus propias desvergüenzas. La señora nacida en Monterrey parpadeaba ligeramente, estiraba el labio superior, palidecía un poco y seguía adelante, fingiendo no haber comprendido. Algunas veces, en realidad, no llegaba a entender, a pesar de su conocimiento del idioma; tan extraordinariamente soeces y de origen inconfesable eran las palabras con que algunos expresaban su entusiasmo.
Todo esto hacía sufrir a Florestán un suplicio nuevo. Él había transitado por las mismas calles acompañando a doña Amparo y Consuelito, sin oír nada semejante. Pero ahora iba con una extranjera, con una mujer que por su aspecto físico, su manera de vestir y sus movimientos se diferenciaba de las del país, y la excepción parecía inflamar la avidez carnal de los transeúntes.
—¡Gente grosera! ¡Pueblo sin educación! —protestaba en voz baja el joven.
Y no se atrevía a decir más, porque la señora Douglas continuaba su marcha fingiendo indiferencia, como si no hubiese entendido ninguna de las palabras musitadas por muchos hombres al cruzarse con ella.
Durante sus largas esperas en el hotel, las tardes que atisbaba una ocasión para encontrarse con la viuda, no gozaba el consuelo de verse acompañado como el bueno de Arbuckle. Permanecía solo horas enteras. Alguna vez veía a Casa Botero entrar en el hall; pero después de haber mirado a todos lados, al descubrir a Balboa se apresuraba a retirarse, como si no lo hubiese conocido.
Otras tardes se aproximaban a Florestán algunos compañeros suyos de estudios. Venían para bailar a la hora del té en los salones del hotel. Uno de ellos mostró en su lenguaje un desenfado igual al de la gente de la calle.
—De seguro que estás esperando a esa yanki. ¡Buena hembra!… ¡Te felicito!…
Luego le volvió la espalda, sin reparar en la palidez ofendida del joven. Con gusto, de seguir su instinto, le habría echado a la cabeza la taza de té que estaba sobre el velador.
Hubiera sido de gran alivio para él tener allí a don Antonio Mascaró, como lo tenía Arbuckle casi todas las tardes. Le habría contado cosas maravillosas de aquella tierra lejana en la que había nacido la señora Douglas, y que por esta circunstancia empezaba a ser para él la más interesante de todo el planeta. Pero Mascaró permanecía invisible.
A ruegos de la viuda, que deseaba conocer la historia de la reina Calafia por haberse enterado del apodo que la daba el catedrático, le envió este un ejemplar de Las sergas de Esplandián, marcando los capítulos que describen la isla California y los actos de su valiente soberana. El volumen iba acompañado de una carta explicando su ausencia. Formaba parte de un tribunal de examen que se reunía todas las tardes, y de noche le era preciso escribir artículos para una revista. En resumen: no podía ir a tomar el té con ella, ni aceptar sus invitaciones a comer.
«Más adelante —escribía—, si usted sigue en Madrid, distinguida señora, tendré el mayor gusto en acudir a unos convites tan honrosos para mí y tan dignos de agradecimiento».
Otro motivo de soledad para Florestán fue la nueva e inexplicable conducta que la dama empezó a observar con él. Cada día le buscaba menos. Iba espaciando sus invitaciones para las correrías en automóvil que realizaba por los alrededores de Madrid. Varias veces se había negado a aceptar su compañía para ir a pie por las calles. Únicamente quería verle de noche en el Ritz.
«¡Se cansa de mí!», pensó el joven.
Y el desaliento le hacía recordar a Arbuckle, como si fuese un compañero de infortunio.
También pensaba en Casa Botero, pero rencorosamente, viéndolo como único culpable del repentino desvío de aquella señora. ¡A saber lo que este hombre habría dicho contra él!… Solo así podía explicarse el raro cambio de Concha Ceballos. Hasta le pareció que ella miraba con creciente predilección al tal marqués, sin duda para recordar al joven su simple condición de amigo e indicarle de este modo indirecto que no debía pretender ir más allá en su intimidad.
Una tarde, después de la comida meridiana, cuando Florestán salía de su casa para dirigirse, como siempre, al Palace Hotel, se tropezó en la puerta de la calle con don Antonio, al que no había visto en muchos días.
—¿Y tu padre? —fue lo primero que preguntó el catedrático.
Le inspiraba inquietud el aspecto de su amigo Balboa. Tenía en el rostro una expresión de fatiga y desaliento; su fachada facial parecía agrietarse lo mismo que un muro próximo a su derrumbe.
Hablaba poco, manteniéndose al borde de la vida exterior, sin decidirse a saltar dentro de ella, como si una fuerza obscura le retuviese en el mundo de las quimeras.
El hijo mostró menos inquietud, tranquilizado sin duda por un trato continuo con el enfermo, que no le permitía ver sus alarmantes transformaciones.
—Es la reforma del cinematógrafo lo que tiene a papá cada vez más preocupado y triste. El aparato y su lámpara son ya cosa resuelta; ahora lo que le hace sufrir es la invención de un papel bastante diáfano para la cinta. Ninguna materia llega a transparentar la luz con limpieza… Suba usted. Él se anima mucho viéndolo.
De pronto los dos hombres empezaron a hablar, sin saber cómo, de la señora Douglas. El catedrático dio excusas, lo mismo que si estuviese en presencia de dicha señora o Florestán fuese un enviado suyo. Repitió las razones expuestas en la carta que había remitido junta con la novela caballeresca. El tribunal de examen le ocupaba la mayor parte de la tarde; además sus artículos para una revista de historia y otros trabajos menos dignos de mención.
Mascaró creyó del caso añadir confidencialmente nuevas razones para justificar su alejamiento.
—Antes, cuando estaba Arbuckle, me gustaba ir por allá. Ese yanki es un excelente amigo, sano y honradote; una especie de niño grande; lo que no impide que yo lo considere todo un hombre, capaz de acometer, por amor a los dólares, las más estupendas aventuras. Me daba gusto hablar con él de las cosas que vi en su tierra. Además es mozo que sabe oír, se expresa con modestia y respeta a los que entienden más que él de ciertas cosas… Ahora, si va uno a ver a esa señora, se tropieza con el tal Pero Botero, Casa Botero o como le llamen, un pajarraco que no me hace ninguna gracia y tal vez sea un aventurero. Me carga la sonrisa del tal caballerete, su aire de superioridad, su deseo de burlarse de la gente, como si él fuese de otra casta. No sé cómo esa señora lo tiene por amigo.
Guardaba el catedrático un mal recuerdo de cierta noche, la última que había aceptado comer en el Ritz con la viuda Douglas y sus acompañantes.
—Tú te acordarás de aquella noche. Ese sujeto no tiene ninguna relación conmigo, me veía por primera vez, y a pesar de que sabe que soy un señor al que paga el gobierno para que explique la historia de España y sus antiguas colonias, se atrevió a objetarme sobre tal materia, diciendo disparates enormes. No le llamé imbécil por respeto a la señora, y es mejor que no vuelva, pues me faltaría la paciencia. Además, ¡su airecillo de matón en ciertos momentos, como si nos perdonase a todos la vida!… Te digo que no comprendo cómo la señora Douglas aguanta a ese tipo.
Florestán, animado por las palabras de Mascaró, fue haciéndole saber la animadversión que le inspiraba igualmente aquel hombre. Algunas veces representaba para él un tormento aceptar las invitaciones de la señora Douglas, por tener que sentarse a la mesa con Casa Botero. También le resultaban insufribles sus gestos de superioridad, la ironía con que le trataba a causa de su juventud.
No podía ser más que un aventurero, como decía Arbuckle. Su marquesado, si realmente existía, era indudablemente de los que da el Papa. Balboa se burló también de su fama de espadachín y de los lances a que hacía alusión en sus conversaciones entre hombres solos, como un informe preventivo para que le tratasen con miedo.
Diciendo el joven todo esto, perdió repentinamente su calma de atleta reposado. Le brillaron los ojos, como si un recuerdo despertase su cólera, y dijo arrogantemente:
—A ese tío le pego yo. Tenga la seguridad, don Antonio, de que no se irá de Madrid sin que le ponga una mano en la cara. No puede ser otra cosa.
Al notar cierta extrañeza en el catedrático por la vehemencia de tales palabras, quiso justificar su acometividad con un motivo preciso.
—Imagínese usted que la otra noche, al preguntarme doña Concha por los trabajos de mi padre, el tal individuo pretendió burlarse de él, como si fuese uno de esos inventores ridículos y medio locos que aparecen en las comedias. Le contesté con pocas palabras pero buenas, y la señora Douglas, que es muy hábil, cortó la conversación, dándola nuevo rumbo. Varias veces sorprendí la mirada que me dirigía el tal marqués, como para meterme miedo, y yo la sostuve, mirándole del mismo modo. Debió darse cuenta de que le tengo ganas… Le aseguro, don Antonio, que ese sinvergüenza ha encontrado al fin con quien hablar.
Creyó del caso Mascaró dar consejos prudentes al joven. Debía hacer lo que él: escasear sus visitas a la viuda hasta que se marchase Casa Botero.
—Su permanencia en Madrid no puede ser larga. Dice que ha venido únicamente por ver los cuadros de Velázquez… Tal vez tenga pensado robarlos y venderlos, pues, según parece, es algo chamarilero… Pero al ver que la cosa resulta difícil, se irá.
No rio Florestán esta broma del catedrático, y contestó a sus consejos con palabras de protesta, como si le propusiese algo absurdo… ¿Dejar de ver a la señora Douglas, para que esta quedase por completo sujeta al trato envolvente de aquel aventurero?… Él tenía el deber de mantenerse a su lado; de alejar de ella con su presencia el peligro que representaba la amistad con tal hombre.
—Además, si hago lo que usted dice, creerá que me voy porque le he tomado miedo. Figúrese usted, ¡miedo yo de ese sujeto!
Mientras subía la escalera de su amigo Balboa, durante la visita a este y en el resto de la tarde, al cumplir sus tareas universitarias, se acordó el catedrático de la conversación con Florestán, preguntándose interiormente, con una inquietud que era al mismo tiempo irónica y sincera:
«¡Qué diría mi doña Amparo si nos hubiese oído! ¡qué nuevos motivos de indignación contra la americana!…».
Había guardado en secreto don Antonio el motivo principal de sus pretextos para no visitar a la señora Douglas. Quería vivir tranquilamente su egoísta existencia de «modesto cavador de la Historia», como él decía. A cambio de que su esposa no alterase sus horas de lectura y sus reposos junto a la mesa del comedor con resquemores y protestas, estaba dispuesto a todas las concesiones. No visitando a dicha señora, podría evitar tal vez que su mujer le hablase continuamente de ella. Pero aun con este sacrificio, no consiguió verse libre de las quejas de doña Amparo.
En la casa de Mascaró empezaba a ser considerada la señora Douglas como una calamidad venida del otro lado del Océano para desgracia de la familia; algo extraordinario, gigantesco, más allá de los límites concebibles, como son los incendios, las catástrofes ferroviarias y todo lo malo del Nuevo Mundo.
Doña Amparo «no podía quedarse con un convite sin devolverlo», según ella declaraba, y había dado finalmente en su vivienda a las dos extranjeras aquel almuerzo ideado por su esposo, compuesto de platos españoles. Todo había marchado bien. Las invitadas prodigaron sus elogios a las producciones culinarias dirigidas por la dueña de la casa, encontrando una semejanza igual a la que existe entre abuelo y nieto al comparar estos platos con otros de la América de origen español. Sintióse halagada la esposa de Mascaró en su vanidad de organizadora doméstica, y al mismo tiempo ofendida y rencorosa por lo mucho que había tenido que trabajar en obsequio de unas mujeres que no le eran simpáticas.
Sus inquietudes de madre recelosa, predispuesta al temor por el porvenir de su hija, así como sus prematuras severidades y desconfianzas con el futuro yerno, le hicieron ser la primera en darse cuenta de la nueva conducta de Florestán. Las visitas del joven a su novia eran cada vez más breves. Antes le veían todas las noches en casa de su padre, o venía él a la de Mascaró para pasar la velada, acompañando la familia al teatro dos veces por semana.
—Ahora el señorito se viste todas las noches de smoking —protestó doña Amparo—, se asoma un momento para decir cuatro mentiras a nuestra pobre hija y se marcha a comer a su Ritz, muy contento de tratarse con esas extranjeras, como si nos considerase a nosotros gente inferior. Algunas noches ni viene siquiera, y envía una carta con un «botones» del hotel… Y tú, metido en tus librotes, que apenas si nos dan para comer, no quieres enterarte de nada; no ves a nuestra pobrecita hija que está triste, cada vez más triste…
—Pero mujer, ¡si eso carece de importancia! Es algo que pasará —contestó Mascaró—. El muchacho debe atender a esas señoras por ser amigas de su padre; y hasta una de ellas tiene negocios con Ricardo. Este ha ordenado a su hijo que las acompañe, y lo considero muy natural. Las señoras se irán un día u otro y nuestra vida seguirá como antes, pues el chico quiere de veras a nuestra hija… La misma Consuelito está más tranquila que tú. He hablado con la niña de esas americanas y no me ha dicho una palabra contra ellas.
Aquí prorrumpió doña Amparo en exclamaciones de escándalo, levantando sus manos como si pusiera por testigos a todas las potencias celestiales.
—¡Ah, ignorante! Tú crees saber mucho porque siempre estás leyendo libracos, y no conoces ni un pedacito del corazón de las mujeres, tamaño como un blanco de uña. Nuestra pobre hija calla porque quiere a su novio. El papel de nosotras cuando nos interesan los hombres es callar y sufrir. ¡Así se portan ellos de infames! Pero la procesión va por dentro, y yo sé qué dolores son los suyos mientras disimula e intenta defender a ese muchacho. Hasta conmigo hace la comedia, a pesar de que soy su madre, porque ella es algo ingrata y siempre te ha querido a ti más que a mí. Pero yo, como mujer, no necesito que me digan ciertas cosas para adivinarlas. ¡Ay, en qué mala hora nos hiciste conocer a esas amigas tuyas!… ¡Qué perdición van a traernos!…
Mascaró, a pesar de la calma irónica con que escuchaba siempre a su esposa, no pudo aceptar sin protesta una imputación tan absurda.
—¡Pero si yo no había visto nunca a esas señoras hasta hace unas semanas! ¡Si es Ricardo su amigo!… ¿Qué culpa tengo de que conociesen a Florestán en casa de su padre mucho antes de conocerme a mí?…
Aceptando doña Amparo tácitamente la injusticia de su acusación, olvidó al esposo para lamentar otra vez la tristeza disimulada de su hija:
—Ciertas amiguitas envidiosas, que se morían de rabia al verla con un novio tan guapo, me la atormentan ahora con sus noticias, dadas con un aire inocente que merece un par de bofetones. «Ayer vimos a Florestán con esa señora americana, tan guapa y elegante. Va con ella a todas partes: ¿es parienta suya?». Y la pobrecita contesta lo que se le ocurre, con una voz que parece blanca, y se traga sus lágrimas. Estoy segura de que se traga sus lágrimas. ¡Y tú no ves nada! ¡Y lo mismo que ese tontón del novio, te pones muy hueco cuando la tal señora, o lo que sea, te invita a comer en el Ritz! Te veo aún la última noche que fuiste solo. ¡Qué discusión la tuya con la criada porque el frac no estaba bien cepillado ni la pechera de la camisa bastante dura!…
Hizo una pausa como para tomar nuevas fuerzas, y añadió:
—Vas a hacer una cosa, si quieres tener mujer e hija. Vas a prometerme que romperás toda amistad con esas dos mujeres. Es indigno que tú, un catedrático que todos respetan, vayas con el novio de tu hija a hacer la corte a esa pájara, que a saber qué idea se lleva sobre el tontón de Florestán.
Consideró oportuno don Antonio protestar valerosamente de tales palabras, y doña Amparo, creyendo ver en esta audacia una infidelidad mental de su esposo, una admiración oculta de la belleza de la viuda, prorrumpió en denuestos:
—Tú también estás cogido, como el otro. Sin duda te has enamorado de esa extranjera, lo mismo que Florestán. ¡El viejo y el jovencito admirando a la tal negrota!… Y el caso es que esa Venus no es ya una chiquilla. Quisiera yo verla sin los apaños y retoques de esas mujeres que son ricas y pueden pagárselo todo… No creas que es mucho más joven que yo. Allá nos vamos las dos, más o menos, con muy poquitos años de diferencia. Pero como una es madre de familia y no puede derrochar dinero, y el poco que tiene lo guarda para la casa…
Dejó de apiadarse de ella misma, lamentando su mediocridad, para caer con nuevos bríos sobre la ausente.
—De la pájara que va con ella nada quiero decir. Es una solterona medio loca, una gallina dura que no se sabe de qué tiene cara, si no es de chino conservado en alcohol. Pero a la otra puedes defenderla: ¡una mujer que fuma!… ¡una mujer que guía automóvil, a pesar de que trae un chófer pagado desde su tierra!…
El catedrático protestó:
—En Madrid fuman muchas mujeres. Y en cuanto a guiar automóviles, no lo hacen aún por falta de habilidad, pero lo harán cualquier día. ¿Qué tiene que ver todo eso con el honor de una señora?…
Doña Amparo no le escuchaba. Siguió lanzando sus vociferaciones de madre inquieta, a las que iba unido cierto rencor personal que ella misma no podía explicarse; una rivalidad de mujer educada de distinto modo que la otra; una envidia instintiva por no poder gozar sus comodidades y abundancias.
—Sé de ella más que tú crees. Me han contado muchas cosas. No puede salir a la calle sin que su presencia provoque un motín. Los hombres son tan estúpidos, que apenas ven una mujer alta como una pértiga, que camina a estilo hombruno y va vestida con las modas más estrafalarias, se van detrás lo mismo que perros. Me han asegurado que se queja de nuestras costumbres; que protesta porque le dicen a veces palabras feas. ¿Me las dicen a mí, que soy más señora que ella?…
Vaciló, como el que ha afirmado involuntariamente una falsedad, apresurándose a añadir:
—Y si alguna vez me las han dicho, me lo calló, como debe hacer toda mujer honesta que no quiere meter en compromisos al hombre que la acompaña y teme obligarlo a andar a golpes con los insolentes. Pero como esa señora tiene tantos adoradores, bien puede darse el gusto de mezclarlos en líos y peleas… Tiene a ese desdichado Florestán, que va a matar a nuestra Consuelito; te tiene a ti, viejo sinvergüenza, que desde que viajaste por las Américas se te van los ojos detrás de toda mujer que no sea la tuya; tiene a ese yanki, grandullón y tontote, que te ponía enfermo de tanto regalarte cigarros; y ahora, según parece, ha hecho venir a un marqués de no sé dónde, que debe ser algún querido antiguo.
Seguro Mascaró de la inutilidad de protestar con razones, se llevó ambas manos a la cabeza, mirando a lo alto:
—¡Señor!… ¡¡Señor!!
Pero su esposa se había lanzado a las suposiciones injuriosas y al insulto, con la velocidad del que va cuesta abajo y no puede detenerse:
—Además, esa dama tan distinguida tiene, según parece, puños de carretero, y puede ir sola por el mundo. Si no lleva al lado un hombre a quien comprometer, ella misma arma camorra… Me han contado que, el otro día, bajando la calle de Carretas, le dio un puñetazo a un tipo, que le puso la cara negra, porque al pasar junto a ella intentó pellizcarla por detrás. Eso es el castigo de ser tan llamativa. ¿Me pellizcan a mí, que salgo todos los días?… Y si alguna vez se ha atrevido a eso algún insolente, en una iglesia o en fiestas de mucho gentío, le he contestado pinchándole con un alfiler, sin contárselo luego a nadie, sin dar puñetazos, que provocan escándalo, agrupan a la gente y hacen acudir a la policía. ¡Dios santo! ¿Por qué ese gran bendito de Ricardo nos habrá hecho conocer a la tal negrota y al chino que va con ella?…
Tuvo que dejar Mascaró que la indignación de su esposa se extinguiese poco a poco, como la hoguera falta de leña nueva, valiéndose para conseguirlo de un mutismo absoluto.
Cuando doña Amparo inició al día siguiente sus lamentaciones sobre la tristeza de Consuelito, sus quejas contra Florestán y sus imprecaciones para la reina Calafia y su acompañante —que el catedrático había apodado, de acuerdo con el libro de Montalvo, «la hermana Liota»—, frunció el ceño don Antonio, y poniendo cara fosca, como siempre que necesitaba ocultar su timidez de siervo doméstico, infundiendo a su esposa un respeto momentáneo, dijo así:
—Te prometo no ver más a esa señora. Ayer la envió un libro que me pedía, con una carta explicando mi ausencia. Pero tú vas a prometerme en cambio no hablar más de la niña ni de su novio. Esas cosas de muchachos acaban siempre por arreglarse, y yo necesito tranquilidad para poder continuar mis trabajos.
Cumplió a medias la esposa este tratado bilateral. Siempre que pensaba en la reina Calafia y subía a su boca la marea de protestas e injurias, procuraba contenerla, dejando escapar sus vapores maléficos en forma de suspiros. Pero hablaba de Consuelito (¡eso sí! Mascaró era su padre), de su resignada melancolía, de las ausencias del novio, que pasaba ya días enteros sin ir a la casa, justificando estos eclipses de su persona con el envío de breves cartas.
En tal situación fue cuando el catedrático se repitió varias veces interiormente, durante una tarde y una noche, después de su encuentro con Florestán: «¡Qué diría mi doña Amparo si nos hubiese oído!».
Al atardecer del día siguiente, cuando salía Mascaró de la Universidad, terminados sus trabajos de examinador, le cortó el paso en la puerta del edificio un joven muy cortés y respetuoso, que le hizo recordar inmediatamente al hijo de Balboa, sin que tuviese con él otro parecido que el de los pocos años.
Supo a las primeras palabras que era gran amigo de él y compañero de la Escuela de Ingenieros.
—Me ha encargado Florestán que le vea, y aquí estoy hace más de una hora.
Adivinó el catedrático que solo por un motivo grave podía esperarle tanto aquel joven, y preguntó con ansiedad:
—¿Qué le ocurre a Florestán?
La respuesta imprecisa del enviado aumentó su inquietud.
—Usted es gran amigo de su padre, y Florestán le considera como de su familia. Desea que busque usted el modo de que el señor Balboa ignore lo ocurrido. Teme que sufra alguna crisis cardíaca al recibir una emoción violenta.
Y comprendiendo que su oyente empezaba a sufrir otra emoción no menos torturante, se decidió a dar la noticia.
—Florestán está herido en la quinta de Alaminos.
No necesitaba decir más. Mascaró tuvo bastante con esto para adivinar que el joven había sido herido en un duelo.
La quinta de Alaminos era una de las curiosidades de la capital; casi merecía figurar entre los edificios célebres de Madrid. Cuando dos hombres debían batirse por un asunto llamado «de honor», sus padrinos, luego de concertar las condiciones del encuentro, decían al fijar el sitio: «Será en la quinta de Alaminos». Y los representantes de la parte contraria respondían, como si se tratase de algo lógico e inevitable: «De acuerdo». ¿En qué otro lugar podía ser?…
No había miedo de que el propietario negase la entrada en su finca. Era un personaje generoso, de trato afable, que iba gastando alegremente la herencia de sus mayores, acudiendo a todas las fiestas, estrechando todas las manos y oyéndose llamar siempre «el simpático Alaminos».
Su vida estaba reglamentada y era generalmente conocida a partir de la una de la tarde, hora en que saltaba de su lecho y salía a la calle, hasta las ocho o las nueve de la mañana siguiente, que se retiraba a descansar, después de una noche dedicada en su última parte al juego en el Club o al bailoteo y la juerga en el entresuelo de algún restorán de moda. Fuese cual fuese el momento en que se concertaba el duelo, los organizadores tenían la certeza de dar con el simpático Alaminos: «Estará en el teatro». «Esta es la hora que juega en el Club». «Lo encontraremos seguramente en casa de la Fulana». Y al ser hallado, acogía la demanda servicialmente, dando una tarjeta con varias líneas escritas para el jardinero de su quinta, siempre iguales:
«Dos caballeros, con varios amigos suyos, van a matarse por un asunto de honor. Atiéndelos como si fuese yo mismo».
Afortunadamente, las más de las veces los dos caballeros no se mataban, saliendo indemnes de la quinta después de cruzar varios tiros de pistola o haberse rasguñado ligeramente con espadas o sables. Mas no por esto dejaba de creer el dueño de la finca en la posibilidad de que cada pareja enviada por él a su jardinero fuese al encuentro de la muerte.
Alaminos, cuya propiedad, célebre en la historia del duelo, era llamada por muchos «la Quinta de los Desafíos», no se había batido nunca. Su amabilidad y su sonrisa de hombre eternamente simpático le ponían a cubierto de este trance. A pesar de su vida alegre, era hombre de convicciones religiosas y estaba seguro de que la Providencia se preocupa seriamente de los preparativos de los duelos para intervenir en ciertos casos.
—En mi casa se han visto milagros, ¡cosas estupendas!
Y hablaba de estocadas que hubieran sido mortales y no lo fueron por una desviación de menos de un milímetro; de balas que dieron vuelta, siguiendo la curva de una costilla, sin tocar el corazón o otro órgano precioso. Su quinta, habitada por sus padres en otros tiempos, y a la que él no iba más que en días de duelo entre adversarios famosos o de merienda con gente alegre, le había servido para adquirir una celebridad casi igual a la de un hombre político o un gran artista. Muchas veces el personaje que era jefe del gobierno, al encontrarle en un teatro o una fiesta, le estrechaba la mano como a un amigo de la juventud:
—¡Hola, querido Alaminos!
Se acordaba de cuando se había batido en su quinta siendo periodista o simple diputado, al principio de su carrera.
Todos habían vivido unos minutos de su vida en esta propiedad rústica, mezcla de jardín en pleno abandono y de huerta medio seca, con avenidas de álamos en torno a un caserón de paredes desconchadas, color de rosa, y grandes aleros. Cincuenta años antes había sido una hermosa quinta de las que utilizaban en verano las familias ricas de Madrid, cuando aún no era moda general marcharse en tal estación a las playas españolas del Cantábrico o Biarritz.
Mascaró conocía la «Quinta de los Desafíos». Una vez había servido de padrino a cierto camarada de la época estudiantil, dedicado posteriormente al periodismo y a la política revolucionaria. Al tener este un duelo, como término de cierta polémica de prensa, había creído decorativo designar para que le asistiese en tal lance a un catedrático de la Universidad Central. Cuatro balazos perdidos en el aire fueron el resultado del encuentro, mas sirvió para que don Antonio conociese al simpático Alaminos, por haber considerado este necesaria su presencia en la finca al ser el duelo entre «intelectuales».
Mientras recordaba Mascaró todo esto en un sector de su pensamiento, atendía con el resto de su inteligencia a las rápidas explicaciones que le iba dando aquel joven.
Había sido uno de los dos padrinos de Florestán, pero en realidad ignoraba el motivo de la cuestión. Balboa les había buscado a él y al otro para que fuesen simplemente a avistarse con los representantes del marqués de Casa Botero, aceptando todo lo que propusieran estos.
—Según nos dijo, tuvo anoche un altercado a la salida del Ritz con ese marqués que es medio italiano o medio rumano, no sé bien. Florestán, aunque parece un muchacho tranquilo, es de mano pronta cuando se enfurece, y abofeteó a dicho señor. Por eso nos pidió que no discutiésemos. Él era el ofensor y lo aceptaba todo. Además, como el tal marqués es hombre de armas, quiso demostrarle con esta aceptación completa que no le inspiraba ningún temor. Lo único que nos exigió fue el secreto. Debe haber alguna mujer de por medio, y hemos guardado todos una reserva absoluta.
Luego describió el encuentro:
—Florestán, que es de grandes fuerzas y no sabe lo que es miedo, atacó con impetuosidad, sin pensar en cubrirse, deseoso únicamente de herir. No sé si sabrá usted lo que es la espada. Yo la creo un arma de reservones: muy ventajosa para el que se preocupa especialmente de su defensa, fatal para los agresivos, a quienes ciega la cólera. Desde el primer momento adivinamos lo que iba a pasar. Su adversario, que es hombre de espada, se limitó a defenderse, con una sonrisita burlona que daba grima, echando un paso atrás repetidas veces, hasta que Florestán, cada vez más imprudente y acometivo, vino a clavarse él mismo en el arma del otro.
Adivinó el joven la ansiosa interrogación de los ojos del catedrático, que le miraban redondeándose por encima de sus quevedos.
—Su herida no es de las que quitan toda esperanza, pero los médicos la consideran de cuidado. No permitieron que nos lo llevásemos; temen una complicación. Esas heridas de espada, tan sutiles o insignificantes a la vista, resultan las más peligrosas. El encuentro fue a las dos de la tarde. Yo me marchó de la quinta después de las cuatro. Los médicos creen que esta noche tendrá mucha fiebre. El pobre se ha quedado allá con gusto, porque le parece preferible esto a que lo hubiésemos llevado a su casa. Su única preocupación es que su padre no sepa nada. Lo primero que hizo después que lo curaron y acostaron fue llamarme: «Ve a ver a don Antonio Mascaró. Lo encontrarás a estas horas en la Universidad. Él puede arreglarlo todo». Y como usted estaba en exámenes, me puse a esperarle aquí, en la puerta, dispuesto a no moverme hasta que le viese salir.
Adivinando otra vez en los ojos del catedrático una curiosidad tarda a formularse en palabras por causa de su emoción, el padrino añadió:
—La estocada es en el pecho.
Empezó Mascaró a andar, haciendo un movimiento con la cabeza para que le siguiese el otro.
—No; don Antonio, suba usted aquí.
Y señaló un automóvil de alquiler que estaba esperando junto a la acera desde una hora antes.
VIII - Lo que pasó en la «Quinta de los Desafíos» y en el Palace Hotel
Cuando entró el catedrático en el Palace Hotel latía en su pensamiento una protesta, o más exactamente dicho, una lamentación indignada, que le hizo recordar otras muchas emitidas por la voz iracunda de doña Amparo:
«¡Qué perturbaciones nos ha traído esta señora!».
Y en seguida, del hemisferio opuesto de su pensamiento surgía una rectificación de justicia como respuesta a dicha queja:
«Pero ella no sabe nada a estas horas, ni tiene culpa directa de lo ocurrido. ¡Qué dirá cuando se entere!».
La misma dualidad contradictoria existía en Mascaró al apreciar los hechos recientes. Él era hombre de paz y no gustaba de otros combates que los de la Historia, vistos en las páginas de los libros, y con acompañamiento de trompetería retórica. Pero al mismo tiempo, el Mascaró imaginativo, que tantas veces había creado en su interior fábulas de aventuras y amores, sentíase orgulloso de intervenir directamente en una novela desarrollada en la realidad, aunque resultase menos agradable y extraordinaria que las que inventaba él para su recreo personal. Esto último no le parecía extraño; las historias vividas ofrecen siempre el inconveniente de ser más vulgares que las imaginadas; pero de todos modos, lo ocurrido rebasaba los bordes de lo ordinario y bien merecía ser tenido por interesante.
Había encontrado a Florestán en la «Quinta de los Desafíos» tendido en una cama antigua y cuidado por dos hombres: uno de los médicos que presenciaron el encuentro y su segundo padrino. La mujer del jardinero obedecía las órdenes del doctor con una torpeza rústica y al mismo tiempo con cierta petulancia, para dar a entender que estaba acostumbrada a lances de esta especie.
El médico, al ver entrar a don Antonio, lo llevó aparte.
—Háblele poco. Cada vez tiene más fiebre. Al cerrar la noche es casi seguro que delirará. La herida no es lo que más me preocupa; temo que sobrevenga una inflamación interior. Pero si pasan dos días sin esta complicación, tenemos salvado a nuestro hombre.
Al reconocer el herido a don Antonio le saludó con una sonrisa pálida, intentando estrechar su mano. Como el catedrático adivinó en sus ojos que deseaba hablarle, se inclinó sobre él, poniendo el oído cerca de su boca, lo mismo que si fuese a recibir su confesión.
—Que no sepa nada papá.
Don Antonio levantó la voz, como si con esto pudiese animarlo.
—No sabrá nada; le contaré un cuento cualquiera para justificar tu ausencia. Además, tu herida no es de importancia… Mañana o pasado, indudablemente, podrás volver a tu casa.
Florestán hizo un gesto de indiferencia, considerando inútil desmentir esta caritativa falsedad. Necesitaba continuar hablando en voz queda a su visitante.
—Vea también de impedir que… esa señora se entere de lo ocurrido. Podría disgustarse, y yo no quiero que ella sufra contrariedades por mí.
Frunció el ceño don Antonio, mientras movía la cabeza afirmativamente.
—Así lo haré… ¿No quieres nada más?
Y como si Florestán se acordara al fin de algo cuyo olvido le inspiraba remordimiento, añadió:
—Procure también que no se enteren en la casa de usted.
Mascaró hizo un gesto para indicar al joven que no necesitaba decir más. Pero al mismo tiempo protestó en su interior por este recuerdo tardío:
«Casi me ha dejado partir sin acordarse de su novia. ¡Pobre hija mía!».
Mientras regresaba a la ciudad, violentamente agitado por los saltos del automóvil sobre los baches de un camino hondo, decidió faltar en parte a las promesas hechas al herido.
Engañaría con una historia de su cosecha a su amigo Balboa. Esto le era fácil, y además resultaba necesario. El pobre podía morir de una emoción violenta: su corazón era incapaz de resistir sin peligro los temblores de la sorpresa. Pero ¿por qué callar a aquella señora lo ocurrido?… Por su culpa —aunque esta culpa no fuese directa— dos hombres habían querido matarse y uno estaba en peligro de muerte. ¿Y ella debía ignorarlo?…
Le pareció este silencio una prudencia absurda, contraria a las reglas de construcción de aquellos edificios imaginativos con que ornaba el páramo honesto y vulgar de su vida interna. Lo natural era que la reina Calafia se enterase de que dos paladines se habían dado de estocadas por ella. El corazón de aquella amazona era más sólido que el del padre de Florestán, y no había miedo de que se alterase mortalmente al recibir tal noticia.
Existía en él igualmente un deseo malsano de ver cómo acogía aquella señora el relato del suceso, cómo era su emoción y cuáles sus palabras de remordimiento. Ya que había sido la causante del trastorno, a lo menos que llevase una parte de inquietud y dolorosa zozobra por el estado del joven. De todos modos, acabaría enterándose del duelo por alguna fanfarronada del vencedor.
«Ese Botero de los demonios —siguió pensando— no dejará de jactarse de su buena suerte, y ¡a saber de qué modo contará las cosas!… Mejor es que yo mismo le relate lo ocurrido.
Al enterarse en el Palace Hotel de que la señora Douglas estaba en sus habitaciones, pidió que la avisasen por teléfono su deseo de verla. La viuda recibía a las personas amigas en un salón del segundo piso, con el que comunicaban sus otros cuartos.
Este salón tenía un amplio mirador sobre el paseo del Prado, y lo conocía el catedrático. Estaba amueblado con una sillería dorada y roja, sus paredes eran de un blanco mate, y como adorno individual, que alegraba su vulgar decorado de pieza de alquiler, tenía varios cuadros de costumbres españolas, abanicos antiguos, mantones de Manila, retablos viejos, arquillas repujadas, todo lo que había ido adquiriendo la viuda en sus visitas a los anticuarios de Madrid y las provincias cercanas.
Cuando la señora Douglas supo que el catedrático deseaba verla, dio orden con apresuramiento para que le dejasen subir. Esta visita le pareció en relación con una vaga inquietud que sentía desde algunas horas antes.
Aquella tarde debía venir a buscarla Florestán; estaba convenido entre los dos; y la viuda, después de esperarle inútilmente, había salido al atardecer para dar una vuelta en automóvil por el Retiro y la Castellana, sin más acompañamiento que el de Rina, aburriéndose durante la lenta marcha de unos vehículos tras otros, como arcaduces de noria, a lo largo de los dos paseos. La inexplicable ausencia del joven le había hecho recordar la comida de la noche anterior en el Ritz con Florestán, Casa Botero y una familia de compatriotas que estaban de paso en Madrid para visitar los jardines de Sevilla en primavera.
Los dos hombres hablaron poco, mirándose con cierta insistencia. Así lo evocaba en su memoria, mas no estaba segura de ello. Había tenido que atender a los otros invitados, y no pudo fijarse en sus palabras ni darse cuenta de su estado de ánimo. Hasta le pareció recordar que Casa Botero había dicho algo con aquella sonrisa perversa que servía de acompañamiento a sus palabras fríamente agresivas. Pero inmediatamente desechó tal recuerdo, como si fuese una invención engañosa de su inquietud.
Al ver entrar a Mascaró, su gesto grave y el tono de su saludo hicieron renacer de golpe todas las inquietudes que la habían atormentado durante la tarde. Mas ahora estas inquietudes se trocaron de pronto en certidumbres, pues su femenil agudeza adivinó lo que pensaba el catedrático.
Le faltó poco para anticiparse a los balbuceos con que preparaba este su noticia, diciéndole: «No siga: conozco todo lo que va a decirme». Por eso no mostró ninguna emoción cuando el visitante, prescindiendo de inútiles preámbulos, anunció simplemente:
—Florestán está herido.
Lo sabía desde algunos segundos antes, y la emoción de la sorpresa ya estaba agotada para ella. También sabía, por presentimiento, quién había herido a Florestán. Solo podía ser «el otro». Y escuchó con la frente inclinada y la mirada puesta en las puntas de sus pies todo lo que le fue contando el catedrático.
Este se sintió algo desconcertado al ver que, después de terminada su relación, la señora permanecía silenciosa y mirando al suelo. Ni gritos, ni ademanes de sorpresa, ni un ligero humedecimiento de sus pupilas. Parecía no haberle entendido.
Ella, adivinando esta extrañeza, levantó los ojos y murmuró quejumbrosamente, cual si profiriese una excusa:
—Yo no soy una mujer. Ignoro cómo se llora… ¡Yo no he llorado nunca!
Volvió a mirar el suelo y hubo un largo silencio. De pronto lo cortó poniéndose de pie bruscamente y mirando a una de las varias puertas que daban al salón. Mascaró recordaba esta puerta como perteneciente al cuarto de su compañera.
—¡Y yo que he enviado a Rina hace poco en el automóvil a hacer unas compras!…
Sin explicar la aparente incoherencia entre tales palabras y el relato de su visitante, hizo a este un gesto para que esperase y abrió otra puerta, que era la de su dormitorio.
Poco después volvió a aparecer tocada con un sombrero obscuro y poniéndose los guantes precipitadamente.
—Vámonos —dijo con voz de mando—. Pida abajo un automóvil de los del hotel.
Intentó protestar el catedrático. Bien adivinaba su deseo; pero ¿cómo pretendía darle órdenes sin contar antes con su conformidad?…
La señora volvió a repetir mudamente el mismo mandato con un simple gesto de persona acostumbrada a la obediencia de todo lo que la rodea, y salió del salón sin fijarse en si don Antonio la seguía.
En la puerta del Palace, el conductor del automóvil de alquiler acogió la dirección dada brevemente por Mascaró, sin pedir explicaciones aclaratorias. «¡A la quinta de Alaminos!». No necesitaba saber más… ¿Quién no la conocía en Madrid?
Empezó el viaje bajo la luz de un ocaso lívido. Pasaron por unas calles de suburbio obrero, detrás de los talleres y depósitos de la estación del ferrocarril del Mediodía; luego un camino polvoriento entre vallas de fábricas y solares, y finalmente pedazos de campo, yermos la mayor parte del año, pero que la primavera cubría de verde con su generosidad, que alcanza a los más humildes rincones y arrugas de la tierra. También pasaron ante un pequeño cementerio con cipreses, verja herrumbrosa y muros viejos, que parecía abandonado. Todo lo que iba viendo la señora Douglas bajo la luz grisácea de la tarde moribunda le sugería presentimientos fúnebres.
Cuando se apearon dentro del jardín de la quinta, el catedrático, por consideración a su acompañante, creyó necesario adoptar una precaución.
—Espere usted aquí. Yo pasaré antes, para saber si han venido curiosos. Volveré a avisarle cuando pueda entrar.
Pero la viuda, angustiada por sus presagios, siguió adelante, como si no le entendiese. Una autoridad irresistible, que hacía recordar a Mascaró la de doña Amparo, le obligaba a marchar detrás de ella. Pero había una diferencia entre las dos mujeres: su esposa era exclamativa y ruidosa en sus cóleras y tristezas, mientras esta señora se sumía en un silencio que él llamaba «enérgico», según iba aumentando la intensidad de su emoción.
Hubo de pasar don Antonio delante de ella para servirle de guía al subir la escalera de la casa, y en un rellano del primer piso se encontró con el mismo médico que le había hablado dos horas antes.
—Está con fiebre; una fiebre altísima. Lo que yo esperaba. Es inútil verlo: no le conocerá; no entenderá lo que le diga.
Pero el joven doctor, al ver cómo iba surgiendo por detrás de Mascaró la arrogante figura de aquella señora que acababa de subir los últimos peldaños, hizo una inclinación de cabeza acompañada de un gesto de galante cortesía. «¡Un duelo, un herido y una dama que venía a visitarlo, pálida, conmovida, haciendo al mismo tiempo un gran esfuerzo interior para mantenerse serena!…». Era inútil oponerse a su paso. Debía dejarla entrar, para que de este modo se cumpliese en la realidad lo que tantas veces había admirado él en novelas y obras de teatro.
Guiada por una orientación que parecía sobrenatural, avanzó Concha la primera en aquella casa donde no había estado nunca, marchando rectamente hacia el dormitorio ocupado por el herido. Tal vez la dirigía su olfato, siguiendo el rastro oloroso de los medicamentos antisépticos; tal vez obedecía a un obscuro tirón de su vida subconsciente.
Al detenerse en la puerta del dormitorio unos segundos, Mascaró, que estaba detrás de ella, creyó verla más grande que nunca. Con una mano buscó instintivamente el marco de la puerta, como si necesitase apoyo. El catedrático se escurrió entre ella y el quicial, y pudo ver su rostro pálido, su nariz súbitamente adelgazada por la emoción, sus ojos que parecían ahora redondos. Miraban estos, empañados, mates, sin expresión alguna, la cama blanca y antigua, la cabeza hundida en las almohadas y el latido del embozo, reflejando el jadear de un pecho invisible.
—¡Pobre muchacho!… ¡Qué infamia!
Repitió muchas veces las mismas palabras, como si su emoción, rencorosa y concentrada, fuese incapaz de hallar nuevas expresiones. Pensaba en «el otro», indignándose al comparar sus habilidades de hombre de armas con el valor confiado o inexperto del joven. Aquel duelo era para ella un asesinato. Su odio a la injusticia y el abuso, que allá en su país la habían hecho mostrarse de una virtud agresiva, volvió a conmoverla ahora con deseos vengadores. ¡Ay! ¡No tener a su alcance al malvado en aquel momento!…
Se acercó a la cama casi de puntillas, cual si temiese despertar al herido; pero el médico hablaba en voz alta, seguro de que Florestán no podía oírle.
Trastornado por la repentina presencia de aquella mujer hermosa que olía a gran señora y evocaba en él imágenes de pasadas lecturas, el médico deseó inspirar interés, lanzándose para ello en largas explicaciones sobre el estado del joven y su diagnóstico.
La viuda le escuchó como el eco de una cascada lejana. No supo en realidad lo que dijo, porque le era imposible fijar su atención y no podía entender igualmente muchas de las palabras profesionales con que exornaba su relato. Solo llegó a comprender que el médico no tenía seguridad de salvar al herido, que este se hallaba en el momento más crítico y todo dependía de lo que ocurriese después de la fiebre. Podía sobrevenir una inflamación interna. Hasta pasados dos días le era imposible decir nada cierto. Y ella, que se había colocado junto a la cama, apoyando sus rodillas en el mullido borde de los colchones, siguió murmurando levemente, con los ojos fijos en el rostro afiebrado:
—¡Pobre muchacho!… ¡Qué infamia!
Así transcurrió mucho tiempo, y al fin, tanto el médico como Mascaró tuvieron que dar por agotadas el uno sus explicaciones y el otro sus preguntas sobre el estado del herido.
El silencio pareció despertar a la viuda, haciéndole ver el doloroso vacío que la rodeaba. Miró en torno, examinando con ojos autoritarios las paredes, los muebles y las personas a la luz crepuscular, cada vez más pálida, que entraba por los balcones.
Don Antonio creyó de pronto que era una mujer doble. Tenía el despotismo minucioso y rebuscador de una dueña de casa. Al mismo tiempo el brillo de sus pupilas hizo pensar al catedrático en los capitanes de industria que dirigen fábricas enormes como pueblos, organizan flotas que corren todos los mares, o despiertan a la vida los rincones más obscuros del planeta. Formuló preguntas fríamente, arrugando el entrecejo y presentándose de perfil para escuchar mejor, lo mismo que si hiciese averiguaciones sobre un nuevo negocio en el que pensaba arriesgar gran parte de su fortuna. Quiso saber cómo iba a organizarse el cuidado del enfermo; con qué se podía contar en aquella casa medio abandonada, lejos de la ciudad, y que solo veía gentes en tardes de desafío. Faltaban allí las manos suaves, la atención minuciosa, los dulces cuidados de una mujer.
—Hasta ahora me ha ayudado la esposa del jardinero —dijo el médico.
Precisamente, esta rústica, interesada por la presencia de una dama elegante, había abandonado la cocina, subiendo hasta el primer piso para examinarla de más cerca. Se mantuvo en la entrada del dormitorio, sonriendo, entre cohibida y familiar, a la visitante. Eran las dos únicas mujeres en aquella casa donde habitualmente solo entraban hombres, y esto parecía animarla con la solidaridad del sexo.
La señora Douglas la miró, afable y protectora, juzgándola buena; pero allí era necesario algo más que los cuidados de una campesina necesitada de atender a su familia al mismo tiempo que al herido.
—Uno de los padrinos de Florestán —anunció don Antonio después de haber escuchado al médico— ha ido a Madrid para traer una enfermera.
Aprobó la viuda con un movimiento de cabeza, y después de breve reflexión dijo, como si diese una orden:
—Será útil la enfermera: así podré librarme de ciertos menesteres demasiado materiales, para estar más tiempo al lado del herido.
Al decir esto se quitó maquinalmente los guantes e hizo un ademán como para levantar el borde de sus mangas, empezando en seguida su trabajo. Luego anduvo por la habitación, enterándose de la calidad y naturaleza de los diversos frascos, paquetes y vendajes que estaban en desorden sobre el mármol de dos viejas consolas con espejos azulados y algo borrosos.
El catedrático aprovechó un apartamiento del médico para acercarse a ella, hablando en voz baja:
—¡Pero eso no puede ser! ¡Piense en lo que dirán si se queda usted aquí!… No tema que esté mal cuidado. Ahora hay un poco de desorden, pero todo se arreglará esta misma noche.
Ella no oía, y tal era la decisión enérgica reflejada en su rostro, que don Antonio creyó estar viendo a la verdadera reina Calafia. De nuevo había fijado sus ojos en aquel hombre amenazado de muerte, que se mantenía insensible a cuanto le rodeaba, no dando otros signos de existencia que su jadeo doloroso. «¡Pobre muchacho!… ¡Cómo dejarlo abandonado!…». Le sería imposible vivir lejos, en interminable inquietud por las suposiciones de olvidos, descuidos y peligros que irían amontonándose en su pensamiento.
Miró después al catedrático con una expresión dolorosa de reproche:
—¿Cree usted que no sirvo para cuidar un herido porque soy rica y vivo en el lujo?
Sus ojos parecieron compadecer la ignorancia de su oyente, pero este protestó. Le eran bien conocidos el aplomo y la independencia con que las mujeres de su país avanzan en la vida, su deseo de bastarse a sí mismas, adaptándose con maravillosa ductilidad a todos los cambios y sacudimientos que traen consigo los altibajos de la existencia. Él sabía que para las más de las multimillonarias norteamericanas no es asunto de vida o muerte ocuparse de la cocina, vestidas de ceremonia, con un collar de perlas de un millón sobre el pecho, cuando a última hora el cocinero se declara en huelga. Todas procuraban poseer la habilidad manual, la conformidad ante el destino, la energía paciente, que durante miles de años habían sido privilegio de los hombres, dándoles la supremacía sobre el otro sexo.
Mascaró estaba seguro de que no iba a ser para la señora Douglas empresa extraordinaria pasar en aquel caserón días y días cuidando a un enfermo. Allá en Monterrey, durante su primera juventud, cuando aún no era rica, habría conocido situaciones iguales o peores.
—Pero no es eso lo que me preocupa. Piense, señora, lo que dirán si usted se instala aquí…
Le fue imposible al catedrático continuar sus advertencias.
—Procure que su padre no sepa nada —interrumpió ella—. Dígale que me lo he llevado de viaje varios días; que hemos ido… ¡adonde usted quiera! Lo importante es que el pobre Balboa no sufra una emoción violenta. De mí no se preocupe. He vivido bastante para saber hasta qué punto debemos hacer caso de la opinión ajena.
Quedó silenciosa largo rato, mientras organizaba mentalmente, con todas sus previsiones de mujer ordenada, el mejor servicio para cuidar al herido.
—Como tal vez me quede aquí mucho tiempo —continuó—, es preferible que vuelva yo misma al hotel y traiga lo más indispensable para mi vida. Además, necesito ver a Rina, darle mis órdenes. ¡Quién sabe cuándo volveré a salir de esta casa!… Usted, don Antonio, no sabría cumplir mis encargos por más explicaciones que le diese. Las mujeres nos entendemos mejor y más pronto.
Rogó al médico que no se apartase del herido hasta su vuelta. Sus ojos acariciaron una vez más, desde lejos, el rostro de Florestán, engañosamente enrojecido por la fiebre, y cuya boca se contraía con murmullos de sílabas cortadas que solo de tarde en tarde llegaban a formar una palabra entera.
—¡Pobre muchacho!… ¡Qué infamia!
Y se arrancó a esta contemplación, saliendo del dormitorio después de hacer un gesto a su acompañante para que la siguiese.
Mientras rodaba el automóvil hacia Madrid, habló al catedrático con el tono de un superior que da órdenes. Le dejaría cerca de su hotel para que fuese inmediatamente a casa de Ricardo Balboa, antes de que este se inquietase por la ausencia de su hijo.
—Dígale que la señora Douglas, que, como él sabe muy bien, es una caprichosa, medio loca, ha sentido de pronto el deseo de ir a una ciudad muy lejana… ¡muy lejana! y obligó a Florestán a que la acompañase, sin darle tiempo para escribir una carta… Como usted estaba presente, fue Florestán quien le encargó que avisase a su padre. Este viaje durará unas semanas, y bien podría ser que durase un mes o dos. ¡Es tan fácil que la señora Douglas cambie de ideas, prolongando su excursión!… En fin, usted es un sabio, y dirá lo más conveniente para que el pobre no sospeche la verdad. ¿Estamos de acuerdo?…
Cerca de su hotel bajó la viuda del automóvil, mientras Mascaró seguía hacia el barrio donde estaba su casa y la de Balboa.
Aquella dama no se había acordado un solo momento de su hija y su esposa. ¡Como si Florestán no existiese para ellas!… Afortunadamente, don Antonio disponía de tiempo para pensar de qué modo la historia mentirosa dedicada al padre podría hacerla extensiva a su propia familia.
Cuando la señora Douglas entró en su salón, Rina se puso de pie, dejando sobre una mesa, junto a la lámpara eléctrica, el libro con cuya lectura había entretenido su espera impaciente.
—Debemos comer en seguida. Tal vez no te acuerdas de que esta noche vamos al teatro.
—Come tú; yo no tengo apetito; y así que termines, sube. Voy esta noche a otro lugar menos divertido; luego te lo diré. Debes prepararme una maleta con las cosas más necesarias. Voy a vivir unos días fuera. Tú vendrás a verme y volverás a Madrid para mis encargos o a recoger mis cartas… Ni una palabra a nadie. Come y vuelve pronto.
Al quedar sola, entró en su dormitorio y pasó a otras piezas contiguas, abriendo armarios para reunir ropas interiores y objetos de tocador.
Mientras realizaba esta busca, su pensamiento, que estaba lejos, le hizo repetir maquinalmente, con voz sombría, las mismas palabras que habían concretado desde el primer instante su compasión y su cólera:
—¡Pobre muchacho!… ¡Qué infamia!
Era la hora más silenciosa del hotel. Se oía como un trueno lejano el rodar incesante de los vehículos en las calles próximas, a través de muros y ventanas cerradas. Los corredores anchurosos y de techo relativamente bajo, iguales a los de un trasatlántico, permanecían desiertos. Toda la vida del edificio estaba concentrada cerca del suelo, en los comedores y el bar. Los domésticos de los pisos altos, aprovechando la ausencia de los huéspedes que habían salido para comer, pasaban igualmente a otras dependencias del hotel.
La señora Douglas abandonó su rebusca al oír cómo llamaban con los nudillos en la puerta común de sus habitaciones que comunicaba con el corredor. Era un llamamiento insistente, tenaz, y al mismo tiempo con cierta discreción, como si el que llamase temiera ser oído de las habitaciones inmediatas.
Creyendo que Rina le enviaba un recado con algún doméstico, fue hasta la puerta y tiró del pestillo interior.
A pesar de que las emociones sufridas una hora antes la habían hecho insensible a toda sorpresa, lanzó una ligera exclamación reconociendo al hombre que ocupaba el rectángulo de la puerta. Era Casa Botero.
En vez de retroceder para que entrase o de permanecer inmóvil cerrándole el paso, avanzó de tal modo, que el otro tuvo que hacerse atrás, quedando los dos en el pasillo. Fue un movimiento de repulsión instintiva, como si la entrada de aquel hombre en sus habitaciones representase un peligro de contagio.
Quedaron ambos bajo uno de los hemisferios de cristal mate que esparcían su luz velada desde el techo. Sonrió el marqués con expresión amable que a ella le parecía odiosa, explicando al mismo tiempo su audacia al venir hasta esta puerta sin su permiso.
Repetidas veces había preguntado aquella tarde por la señora Douglas al portero del hotel, recibiendo siempre la respuesta de que aún no estaba de vuelta. Luego, cerca del anochecer, le dijeron que acababa de salir con un señor. Ahora había visto abajo a Rina, y temiendo que la viuda estuviese enfadada con él, hasta el punto de rehuir su presencia, consideró oportuno subir para darle ciertas explicaciones.
La californiana le escuchaba inmóvil, cada vez más rígida, estirando los brazos a lo largo de su cuerpo, los hombros caídos, el cuello avanzado, la barbilla saliente y los ojos puestos en él con una fijeza agresiva. Su silencio y esta mirada turbaron un poco a Casa Botero, pero inmediatamente recobró su aplomo de buen mozo satisfecho de sí mismo:
—Adivino que ya sabe usted lo que pasó esta tarde. Como le dije en muchas ocasiones, el hombre que se atreva a ser mi rival está sentenciado a muerte. Yo la amo a usted como ninguno podrá amarla, y si alguien se cruza en mi camino tiene contados sus días.
Concha Ceballos, siempre silenciosa, avanzó unos pasos más; y el otro, instintivamente, fue retrocediendo por la mitad del pasillo, sin dejar de hablar:
—Yo no tengo la culpa. Ese niño inexperto ha querido medirse conmigo… ¡conmigo! y le he dado una lección abriéndole un ojal en el pecho que tal vez…
No pudo seguir. Aquella mujer, que al principio parecía haber crecido con el estiramiento de la sorpresa, se contrajo de pronto y dejó escapar uno de sus brazos, pegados hasta entonces a su cuerpo. La mano se separó del muslo, chocando con una violencia instantánea y ruidosa en la cara del marqués.
Vaciló este bajo el ímpetu del golpe. Además, la sorpresa entró por mucho en su aturdimiento. Era una bofetada hombruna, un manotazo atlético… ¿Una mujer podía pegar así?
Su desorientación y el dolor físico le hicieron olvidar el sexo del adversario que acababa de surgir enfrente de él. Además tuvo miedo de que el golpe se repitiese. El instinto de conservación le hizo defenderse y levantó una mano.
La viuda Douglas cortó entonces su mutismo con una risa estridente, igual al frotamiento de dos pedernales. Veía cumplidos sus deseos: aquel hombre la trataba como un igual… Ahora su mano diestra se cerró, dura como una maza. La izquierda vino a situarse ante su rostro, con el codo en ángulo, como si colocase todo su cuerpo bajo la protección de un escudo invisible.
Avanzó, partiendo el aire por dos veces con su brazo derecho. El puño cayó como una clava sobre el rostro de aquel hombre, magullando su nariz, enrojeciendo instantáneamente su boca. Una de las sortijas de la luchadora había cortado con su piedra los labios del enemigo. La mandíbula de este pareció crujir bajo un tercer golpe y todo él se vino abajo, intentando al derrumbarse tocar a su ágil adversaria con una agitación inútil de brazos y piernas.
Quedó de espaldas en el suelo, quiso levantarse y no pudo. La reina Calafia, con el cuerpo arqueado, los brazos en alto y los puños vigorosamente apretados, fijaba en él unos ojos de fría crueldad, dispuesta a repetir sus golpes tan pronto como le viese de pie otra vez… Pero acabó por desplomar su cabeza en la mullida tira de alfombra que cortaba el centro del pavimento, y lanzando una especie de ronquido, quedó inmóvil.
Entonces, la amazona, con el implacable orgullo de la venganza, sin darse cuenta tal vez de lo que hacía, fijó su pensamiento en otro hombre, levantó un pie y puso su tacón alto y agudo sobre la boca del caído.
IX - Cómo la reina Calafia alabó la invención del automóvil
Una semana había transcurrido solamente desde su instalación en la quinta de Alaminos, y ella se imaginó más de una vez, al rememorar el pasado, que llevaba varios meses viviendo en dicho lugar. En ciertos momentos hasta creía haber estado allí siempre, olvidando el suceso inicial que la impulsó a realizar tal cambio.
Otras veces recordaba la inquietud de las dos primeras noches pasadas en esta quinta, sus largas horas de angustia, durante las cuales miraba con avidez los cristales de los balcones, deseando que blanqueasen bajo la claridad lívida del alba, como si la luz de un nuevo día pudiese traer para ella la certeza de la salvación de Florestán. Manteníase insensible en estas noches al sueño y al cansancio, leyendo en un sillón, sin saber ciertamente lo que leía, interrumpiendo su lectura para pasar una mano por la frente del herido, contestando con palabras de maternal arrullo a las incoherencias que la fiebre hacía surgir de su boca.
Abría el joven sus ojos con momentánea lucidez en las altas horas nocturnas, mirando extrañado a la persona que se inclinaba sobre su lecho.
—Soy yo —decía en voz queda la señora Douglas—. ¡Soy yo!
Mas el enfermo volvía a juntar los párpados, avisado tal vez por un obscuro instinto de que aquella mujer era una figura de visión, una imagen de pesadilla, y lo mismo podría continuar viéndola con los ojos cerrados.
Durante las horas meridianas, que eran las mejores para el herido, Rina y una enfermera venida de un sanatorio de Madrid se encargaban de su cuidado, y ella, vencida por el cansancio, intentaba dormir. Pero de pronto sentía la zozobra del que ve cortado su reposo por la sospecha de que sus asuntos están abandonados, o inmediatamente se levantaba para sustituir a sus dos reemplazantes, creyendo encontrar, al volver de tales ausencias, descuido y torpeza en torno al lecho del enfermo.
En muchos años no había experimentado un contento de vivir igual al que sintió cuando dijo el médico que ya había pasado el peligro y no era probable aquella inflamación interna que tanto le inquietaba. La robustez y la juventud del paciente acelerarían su restablecimiento.
Vio a Florestán más pálido y decaído que antes, sin la engañosa animación de la fiebre, pero esta debilidad le permitía apreciar mejor lo que le rodeaba. Sus ojos indecisos y velados, ojos de persona que despierta, se fijaron otra vez en la mujer que se movía junto a su lecho. Primeramente contemplaron aquellas manos bien cuidadas y fuertes, de acariciante suavidad, que arreglaban y alisaban el embozo. Creyó reconocerlas el herido por el óvalo elegante y sonrosado de las uñas, en forma de almendra, por las sortijas, basamento brillante de sus dedos. Luego su mirada siguió el curso de los brazos y la redondez del pecho, para fijarse últimamente en las dos pupilas negras, con reflejos de oro, lacrimosas de emoción, que parecían salir al encuentro de sus ojos. Ahora no podía dudar de que era un personaje real. Y ella, adivinando su pensamiento, dijo con voz suave y lejana, como un murmullo acuático:
—Soy yo. ¡Sí, soy yo!
Después de dos noches pasadas junto al lecho de un herido en delirio, no queriendo fijarse más que en el presente para atender mejor las obligaciones que se había impuesto, negándose a pensar en el porvenir por miedo a ver ante sus pupilas la lenta palpitación de las alas de plomo de la muerte, iban a empezar para ella los goces de una convalecencia ansiada.
No hay voluptuosidad física comparable a la del enfermo que vuelve a la vida y aprecia con cálculos enteramente nuevos el valor de la salud. Solo pueden sentir esta misma alegría los que le defendieron con sus cuidados, los que lo disputaron a la muerte, y al acompañarle en sus primeros pasos a través de una segunda vida, saborean el orgullo del artista ante la obra propia gloriosamente realizada.
La señora Douglas se sintió vivir en aquel caserón viejo, donde faltaban muchas de las comodidades elementales de la existencia moderna, con mayor placer que en los «Palaces» más famosos de Europa, que la tenían por clienta todos los años.
Nadie podía venir a turbar su gozoso aislamiento con inesperadas intrusiones.
El médico, viendo pasado el peligro, había tenido que atender a sus deberes en la ciudad y solo hacía una visita diaria a la quinta.
Mascaró no había vuelto. Se limitaba a buscar a este médico en Madrid para pedirle noticias del herido. No quería aprobar con su presencia la instalación de la señora Douglas en aquella casa, al lado de Florestán. El amigo de este que había sido su padrino, sirviéndole además de emisario, se presentaba una vez al día para ofrecerse a cumplir en la ciudad todos los encargos que se le hiciesen.
Cuando el simpático Alaminos supo que en su quinta había un herido, consideró necesario visitarle. Era «un deber entre caballeros y hombres de armas», como él decía. Pero, al encontrar instalada en su casa a aquella dama fue discreto, limitándose a saludarla desde lejos, y desapareció sin dar a entender quién era.
Luego los jardineros repitieron las palabras de su amo, haciendo saber a la señora Douglas que «podía disponer de la quinta entera como si fuese suya». El señor les había dado orden de obedecerla en todo. Después de este acto caballeresco, Alaminos, siempre simpático y amigo de sus amigos, fue contando en secreto a todos los que hablaban con él —exigiéndoles antes palabra de honor de que guardarían silencio—, cómo «aquella señora extranjera que guiaba su automóvil, aquella norteamericana buena moza, pero ya un poquito jamona, que lucía por las noches en las comidas del Ritz unos brillantes que quitaban la vista», se había instalado en su casa para cuidar a un herido.
Era esto como un honor para su quinta, y no podía callarlo. Resultaba más fuerte que su discreción. En su propiedad habían sido curados muchos heridos; por dos veces habían sacado cadáveres del jardín en un carruaje, como si estuvieran desmayados, para que muriesen luego por segunda vez en sus viviendas propias; pero nunca se había quedado un herido a vivir en ella, cual si fuese un hotel o un sanatorio, ni una gran señora le había asistido día y noche.
Para el simpático Alaminos hubiese sido otro motivo de orgullo conocer el estado de ánimo de aquella extranjera. Encontraba diariamente nuevos encantos a este caserón, que era viejo sin ser antiguo, monótono, triste, sin más particularidad extraordinaria que las frías y exageradas dimensiones de sus piezas.
Le parecía a la señora Douglas muy interesante aquella en que la habían instalado: un salón que era a la vez dormitorio, con muebles de caoba del estilo predilecto de los burgueses de París en tiempos del rey Luis Felipe y cama de igual madera, a la que afortunadamente le habían quitado los cortinajes de reps, polvorientos y abundosos en polillas. Este salón, como todas las habitaciones largamente deshabitadas y de tardío aireamiento, tenía un perfume de humedad, de atmósfera cerrada, un olor «de años». Las butacas vacilaban sobre sus patas inseguras. Durante la noche crujían las maderas y resonaba, agrandado por el silencio, el trabajo roedor de las carcomas abriendo túneles en las fibras leñosas. Los espejos lanzaban gemidos por su cara interna, como si fueran a abrirse círculos en el agua vertical de su luna, resurgiendo de este lago rectangular, duro y muerto, todas las imágenes reflejadas durante un siglo.
En las paredes había retratos pálidos que databan del principio de la fotografía, y cuya tinta, negra en otro tiempo, tenía ahora un color rojizo de chocolate desleído. Eran damas de amplia falda a festones, ahuecada por el miriñaque, igual al casquete de un globo inflado, con una rosa en la diestra y una pequeña capota de bridas sujetas bajo la barbilla; caballeros de corto levitín, pantalón amplio en las perneras y muy ceñido al pie, de tela a grandes cuadros, el rostro con bigote y patillas, y al lado de ellos, sobre una columna, un sombrero de copa enorme. Debían ser los padres, los abuelos y otros parientes del dueño de la finca. Habían muerto sin duda muchos años antes, pero la señora Douglas consideraba muy atractiva la sociedad muda de tales fantasmas.
Todos estos caballeros debían haber amado a las señoras con miriñaque. Y ellas, aspirando eternamente el perfume de la rosa que guardaban en una mano, les sonreían como mujeres satisfechas de la vida; porque en la vida encuentran todos una pequeña cosa frágil, que se renueva incesantemente, y se llama amor. ¡Qué gentes tan simpáticas!…
Además, aquel jardín abandonado, que era a la vez huerta y terreno baldío, le parecía todas las mañanas más hermoso. Al bajar a él salían a su encuentro nuevos motivos de admiración. En invierno, esta tierra dura, áspera y blancuzca sería repelente bajo el pie. Ahora, la primavera, que da para todos, caldeaba sus anémicas entrañas, haciendo surgir flores comunes y vistosas de los bancales arañados por el jardinero, cubriendo además con una vegetación gratuita y espontánea el suelo abandonado.
Iba ella por los senderos, o bajo los vetustos árboles de las alamedas, con la misma alegría de su juventud en Monterrey, cuando despertaba en el «rancho», varias veces hipotecado, último vestigio de la riqueza de los Ceballos. Con la habilidad de una mujer que ha nacido en el campo, combinaba las hierbas y las flores del jardín de Alaminos hasta formar un gran ramo, y subía con él a la habitación del convaleciente para ofrecérselo como un saludo matinal. Lo aspiraba el joven con delicia, mirando al mismo tiempo a su portadora. Abarcaban sus manos el haz florido, pero al hacer esto iban en busca de las manos que lo sostenían, prolongando el contacto en un largo silencio.
Ella, deseosa también de prolongar este contacto, tenía que hacer esfuerzos para no gemir de dolor. Disimulado por la manga de su brazo derecho, un fuerte vendaje oprimía su muñeca. Todo movimiento rápido, todo roce violento, la hacían recordar inmediatamente ciertos puñetazos que habían quebrantado su antebrazo y sus dedos. Pero sobreponiéndose a esta tortura pasajera, procuraba olvidarla, mostrándose alegre por el restablecimiento del herido. Sentía además la voluptuosidad del sacrificio al pensar que este dolor lo sufría por Florestán.
Al recobrar el joven la completa percepción de cuanto le rodeaba, había entretenido el tedio de sus largas permanencias en el lecho esforzándose por evocar y coordinar muchas imágenes entrevistas en su delirio, apartando los disparates de la pesadilla de lo que bien pudieran ser cosas reales, turbiamente contempladas a través de la fiebre.
No había sentido una sorpresa extraordinaria al darse cuenta de que la señora Douglas existía junto a su lecho bajo las formas tangibles de un ser real. Estaba seguro de haberla visto antes, en algunos claros de su delirio, cuidándole con maternales caricias. Una sensación resbaladiza de agua fresca y murmurante pasaba por su cuerpo ardoroso de afiebrado al sentir el contacto de sus manos suaves y escuchar lejana, muy lejana, la música de su voz. Había visto su rostro y sentido sus manos. Esto le parecía indiscutible; pero vacilaba al evocar otros recuerdos más indecisos de su delirio.
Creía haber sido besado en la frente repetidas veces durante este delirio: besos de unos labios arqueados hacia abajo por el desaliento y el dolor; besos de una boca llorosa que no se parecía en nada a la boca de las horas felices. Esta, al reír, elevaba siempre sus comisuras como si fuesen alas rosadas, formando un arco de puntas salientes y temblonas… Mas como no tenía certeza de la realidad de tales caricias, sus ojos preguntaban a su cuidadora con muda interrogación el secreto de este recuerdo confuso, y ella, como si adivinase su pregunta, volvía el rostro, procurando no verlos.
En ciertos momentos sentía la señora Douglas un deseo de estar sola para paladear mejor aquella especie de embriaguez interna que la animaba, infundiéndola nuevas energías, haciéndola ver con distintas formas y colores los seres y las cosas. Y dejando confiado el convaleciente a Rina o a la otra mujer, bajaba al mediocre jardín, que era ahora para ella como un lugar de seductores encantamientos. Su vegetación descuidada, sus islotes de álamos, en los que se refugiaban los pájaros huyendo de los yermos próximos, ofrecían un ambiente favorable a sus ideas y deseos.
Había descubierto un nuevo sabor a la existencia. Hasta pocas semanas antes la vida le parecía sin objeto, con una finalidad material, estrecha y monótona, que no valía la pena de ser tenida en gran consideración. Le avergonzaba hacer memoria de cómo había vivido hasta entonces. Viajar, comer, ponerse vestidos nuevos; sentir halagado su orgullo por la envidia o la admiración de otras mujeres; asistir a fiestas que las más de las veces eran aburridas y no interesaban su curiosidad, como al principio de su instalación en Europa; gozar las voluptuosidades materiales de la riqueza, la certidumbre de poder cumplir sus deseos, la vanidad de la potencia, la tranquilidad de un porvenir a cubierto de las humillaciones de la pobreza, de las inquietudes del futuro, de los caprichos de la desgracia: esto era todo. ¿Y ella había podido vivir así, contenta?…
Ahora tenía algo que no le habían proporcionado nunca el lujo y la riqueza.
«Sé para lo que vivo —pensaba—. Conozco por primera vez qué es lo que quiero».
Siempre le había parecido el amor algo vulgar y engañoso, útil solamente para entretener a los pobres y a los débiles, consolándolos de su posición inferior, haciéndoles llevadera su desgracia. También servía de pretexto a otros para disfrazar sus corrupciones con una falsa poesía. Mas los fuertes, los que forman la verdadera aristocracia humana, estaban enterados de todos estos engaños y los evitaban, menospreciando el llamado amor.
Ella deseaba ser fuerte, y sentía el orgullo de pertenecer a este grupo selecto de gentes superiores. Lo distinguido en la existencia era mostrarse inmune para el amor; calamidad igual a la guerra y a las grandes epidemias; desgracia que se ceba en el pobre rebaño humano; sentimiento útil únicamente para los seres faltos de personalidad, que no pueden seguir el camino de la vida solos, por sus propios pies, y necesitan apoyarse en otro ser o en varios para llegar al término de su jornada; delicia de la que todos hablan y que se pierde a los pocos momentos de haberla conocido; dulzona emoción que pone melancólicas y hace llorar a las mujeres con alma de modista…
Pero ahora, viviendo en una quinta medio abandonada, junto a un suburbio de los más feos de Madrid, creía haber nacido a una vida nueva y superior, encontrando egoístas y perversos los pensamientos que la habían acompañado durante la mayor parte de su existencia, avergonzándose de ellos como si fuesen amigos desenmascarados a última hora como temibles criminales.
Juzgaba estúpido haber pretendido librarse del amor porque es una pasión general, y todos en la tierra, poderosos y humildes, buscan conocerla, aunque sea una sola vez en su historia. Las grandes pasiones que ennoblecen nuestra vida son simples, elementales y comunes, saltando por encima de clases y privilegios. Ciertamente, el amor resulta las más de las veces vulgar y risible visto desde lejos, porque vulgares y risibles son igualmente la mayor parte de los humanos; pero los seres escogidos que forman la aristocracia de la vida, al penetrar en el amor, lo ennoblecen y continúan siendo dentro de él una brillante excepción. Además, ¿por qué debía creerse ella diferente a los otros mortales?… De seguir manteniéndose en su antiguo y orgulloso aislamiento, habría acabado por convertir este aislamiento en un privilegio triste, igual al de los monstruos que se sienten orgullosos del terror y el vacío que siembran alrededor de ellos. La pobre Rina, en su pobreza mental, había visto más claramente la verdadera finalidad de la existencia, y por eso buscaba con empeño aquel amor que se escabullía ante sus pasos.
Recordaba la antigua novela enviada por Mascaró, que ella había leído pocos días antes. La reina Calafia, satisfecha de su fuerza y su castidad guerrera, aborrecía a los hombres, riñendo con ellos en los combates o matándolos cuando penetraban en sus dominios. Pero un día, al conocer la reposada hermosura del héroe primaveral, del Caballero de la Gran Serpiente, pedía socorro a sus dioses, sintiendo cómo se deslizaban sobre su alma las piezas rotas de la armadura de su austeridad.
La soberana de California se había mostrado dispuesta a olvidar su patria y renegar sus creencias por no perder al hombre amado. Ella estaba allí olvidada de su historia, de todas las preocupaciones y respetos sociales, ocultándose como si cometiera una mala acción, para cuidar a un herido… ¿Qué no haría ella por Florestán?
Cantaba la primavera en su alma; una primavera más hermosa que la que hacía florecer la tierra ante sus pasos. Su amor iba a ser doble, un amor más grande que el de las otras mujeres. La diferencia de edad, en vez de inspirarle inquietud, la animaba y enorgullecía con repentino optimismo. Podría ser para él, a un mismo tiempo, una amante y casi una madre. Su amor se compondría a la vez de cariño y de protección. Pero inmediatamente su coquetería de mujer la impulsaba a modificar este privilegio un poco melancólico que le confería el paso del tiempo.
Ella era joven porque nunca había conocido el amor y llegaba a la primera pasión de su vida con la simplicidad del catecúmeno que pisa temblando el umbral del templo, repleto de misterio. Su alma era de virgen. Otras, orgullosas de su carne intacta, tenían el espíritu manoseado y aviejado por el trato astuto con el amor. Ella amaba por primera vez. Su esposo había sido un amigo, de más años y mayor conocimiento de la vida; un compañero de marcha que la guio y la protegió. Guardaba de él un buen recuerdo; en su trato mutuo hubo siempre estima y ternura, pero no amor.
Si alguna vez el amor cruzó su existencia —y este recuerdo la hacía sonreír—, había sido en los albores de su pubertad, cuando el ingeniero Balboa estuvo en California. El padre había pasado por la mañana de su vida como un precursor silencioso. Aquel interés fugaz despertado en la muchachita de Monterrey era la anunciación inconsciente de otro más grande y duradero que había de inspirar una copia física de su propia persona.
A Concha Ceballos no se le ocurrió poner en duda una sola vez que su amor era aceptado por aquel hombre que estaba herido en su lecho, cerca de un balcón que ella miraba instintivamente mientras continuaba sus paseos.
Había adivinado este amor en los ojos de Florestán mucho antes de que ella estuviese convencida de la existencia del suyo: cuando la acompañaba el joven en las calles de Madrid o iba a su lado en el automóvil por las carreteras polvorientas, para visitar catedrales vetustas y monasterios abandonados.
Inquieta por la importancia que iba adquiriendo en su vida y la necesidad creciente de encontrarse con él, había intentado disminuir las ocasiones de verlo. Luego se arrepintió de su resolución al darse cuenta de la tristeza desorientada de Florestán, de su desaliento de niño abandonado. No existía entre los dos una sola palabra de amor; pero el joven, al ver que ella evitaba su presencia, había mostrado la misma desesperación que si fuese víctima de una infidelidad. Además, su odio a Casa Botero y aquel desafío inesperado valían por una declaración amorosa.
Segura de la conformidad de Florestán, edificaba su vida futura con las facilidades del que se mueve en un mundo imaginario y siente enérgicamente sus deseos, menospreciando de antemano todo lo que pueda oponerse a su realización. Ella era libre y Florestán también. Recordaba ahora cómo al darse cuenta por primera vez del afecto que le inspiraba este hombre, se lo había hecho saber en la obscuridad nocturna de un paseo, yendo de un hotel a otro. La alegría del champaña le había impedido disimular, soltando su palabra de las ligaduras de la prudencia.
«¿Qué hace usted aquí? El mundo es grande».
Se marcharían los dos por ese mundo inmenso, convirtiendo la tierra entera en jardín de su felicidad. Dejarían a Rina en cualquier parte, como un equipaje molesto, para seguir con mayor desembarazo sus peregrinaciones caprichosas. Florestán trabajaría o no trabajaría, según fuese su deseo. Si le atormentaba la necesidad de acción que sienten los hombres fuertes, irían a California, para que la emplease en los negocios de su mujer. Ella era rica para los dos… Y al ir armando de este modo el edificio de su vida futura, el egoísmo del amor solo le dejaba ver en todo el universo a una pareja de seres: ella y Florestán. Los demás eran fantasmas.
De pronto se acordó de cierto padre que estaba enfermo… ¡Pobre Balboa! Ella cuidaría de su porvenir; y organizó mentalmente su existencia con la misma prontitud que había resuelto el destino de Rina. Vio luego, más lejos, muchísimo más lejos, a don Antonio Mascaró y a las mujeres de su familia. Pero esta visión remota e incierta se esfumó inmediatamente bajo un manotazo egoísta de su voluntad. Ella tenía derecho a ser feliz, como cualquiera otra mujer. ¿Iba a sacrificarse siempre por los otros?…
Toda su atención era para el personaje único a través del cual veía lo existente. Había crecido tanto, ¡tanto! dentro de ella, que ocupaba todo su horizonte mental. Las ciudades más enormes, las montañas más altas, los océanos, le parecían sin realidad comparados con Florestán. Como lo tenía junto a sus ojos, lo llenaba todo, eclipsando al universo entero, humillado e invisible a sus espaldas.
La consideración de esta grandeza le hizo sentir de pronto el deseo de ver a su dios, y con la precipitada inquietud del que teme una burla del destino, subió al dormitorio. ¡Quién sabe lo que puede ocurrirle a un enfermo mientras se vive lejos de él!…
Al llegar a la puerta de dicha habitación sonrió tranquilizada, viendo el aspecto alegre del joven. Él también había estado pensando durante su ausencia en el porvenir de los dos.
Cuando Florestán pudo, una mañana, abandonar el lecho y sentarse por algunas horas en un sillón, creyó la señora Douglas que iba a terminar su ocultamiento en aquella quinta, empezando inmediatamente el viaje de amor por el mundo entero. Al arreglar una almohada en el respaldo del asiento para mayor comodidad del joven, este le tomó ambas manos.
No osaba manifestar sus deseos valiéndose de palabras, pero después del duelo y de su herida sentíase con mayores audacias para la acción. Esta torpeza verbal le hacía abominar de su timidez, y al mismo tiempo gustaba de prolongar dicho silencio contemplando su propia imagen en el espejo convexo y obscuro de las pupilas de ella, mientras oprimía dulcemente sus manos. Así permanecieron largo rato… Y al fin murmuró, como si formulase una oración repleta de súplicas:
—¡Si usted quisiera!… Lo mismo que cuando yo estaba tan enfermo… Aunque sea en la frente.
Ella le comprendió, y considerando impropias en tal momento preguntas y explicaciones, fue avanzando con lentitud su boca hasta posarla en la frente del joven. Luego, obedeciendo a un tirón instintivo de este o dejándose llevar por la inconsciencia del propio deseo, la boca fue bajando para unirse con la de Florestán, que subía ávida a su encuentro.
Tenía esta boca varonil un perfume químico de medicamentos recién absorbidos, pero Concha dejó inmóviles sus labios sobre ella, como si al aspirar con deleite el olor de drogas gozase la voluptuosidad del sacrificio… Su prudencia la sacó con violento tirón de esta embriaguez naciente.
—Ahora no… Piense en su estado. No seamos locos.
Guardaban los dos al separarse un sentimiento de mutua gratitud, y cuando otras personas entraron en la habitación, este agradecimiento siguió manifestándose con largas miradas y palabras insignificantes en apariencia, que expresaban para ambos el mejor recuerdo de su vida.
Después de pasadas las horas meridianas el enfermo volvió a acostarse por consejo del médico, que había venido a hacerle su visita diaria. No debía cometer imprudencias. En los días sucesivos podría estar levantado más tiempo. Antes de una semana bajaría al jardín, y tal vez transcurridos quince días abandonaría para siempre aquella casa.
Cuando se fue el médico, y Florestán quedó confiado a la enfermera, pudo la señora Douglas sentarse a la mesa con Rina, en el comedor de la quinta.
Las dos ocupaban un extremo de esta mesa, en la que comían en otros tiempos más de veinte convidados. Nunca había visto Rina a su amiga de tan buen humor como en el momento presente. Reía todas las palabras de ella y de la jardinera, ocupada en servir la mesa. Admiraba con un fervor entre bondadoso y burlesco los cuadros representando frutas y otros comestibles que adornaban aquella habitación: lienzos ya resquebrajados, sobre los cuales un pintor de «bodegones» había ido fijando ingenuamente sus fantasías gastronómicas.
Hasta se sirvió la viuda un vaso de cierto vinillo claro de la Mancha que la hortelana ponía sobre la mesa por ornamento tradicional, pues en ninguno de los días anteriores había llegado a ser destapada la botella. Canturreaba entre plato y plato, mirando maliciosamente a Rina.
—Pronto nos iremos de aquí. Nuestra vida va a transformarse. Ya estoy cansada de que vaguemos de un lado a otro de la tierra como dos gitanas, teniendo que defendernos de los que nos toman por lo que no somos. Creo que me voy a casar… No parpadees; no pongas esa cara de hipócrita. Demasiado sabes con quién… Y tú te casarás lo mismo que yo. No sé cuál será el dichoso mortal a quien le toque esa suerte; pero te casarás, te lo prometo. Si es preciso te compraré un marido; y si no te parece bien el primero, te compraré un segundo…
La entrada de la jardinera trayendo un gran plato contuvo a la dama, que, enardecida por sus propias palabras, sentía un deseo pueril de lanzar expresiones atrevidas.
De pronto forcejeó en un dedo de su mano izquierda, mostrando luego entre las yemas de tres dedos de su derecha una sortija con un grueso diamante.
—Tome usted; para que se acuerde de mí y de este día.
Y alargó el brazo, dejando caer dicha joya en una mano de la pobre mujer, que acababa de colocar su plato sobre la mesa.
—¡Jesús me valga!… Pero ¿qué voy a hacer yo con eso, señorita?… Semos unos pobres, y las cosas tan ricas no son pa nosotros.
Insistió la viuda, con la gozosa violencia del que desea hacer partícipe a todos de su dicha.
—Guárdela o véndala… lo que más le convenga. Así se acordará siempre de mí y del señorito Florestán.
Acabó la jardinera por introducir la sortija hasta la mitad de uno de sus dedos —no podía entrar más allá—, y contemplando las luces multicolores que lanzaba el diamante al mover ella su mano, prorrumpió en una carcajada igual a la de los seres primitivos ante las cuentas de vidrio y otros objetos brillantes y de escaso valor ofrecidos por los exploradores al desembarcar. Luego, como espoleada por su emoción, salió corriendo, y sus risas se perdieron escalera abajo. Necesitaba enseñar a todos este regalo inaudito.
Pasó la viuda las primeras horas de la tarde en agradable reposo. Era aquella comida la primera que había hecho tranquilamente desde que estaba allí. Además, iba paladeando en su pensamiento la certeza de su dicha futura. Veía el porvenir como una felicidad rectilínea que avanzaba hasta perderse en el infinito, sin altibajos, sin tener que abrir túneles ni echar puentes a través de los obstáculos del destino.
Florestán dormía, algo fatigado por el esfuerzo hecho horas antes al levantarse por primera vez, y las dos amigas conversaban en una habitación inmediata. Rina, que casi todos los días se trasladaba a Madrid para hacer compras y buscar en el hotel lo que iban necesitando de su equipaje, habló de cuanto había visto en estas rápidas visitas.
Pareció interesarse la amazona por noticias que el día anterior hubiese acogido con indiferencia. Al sentirse feliz empezaba a mostrar curiosidad por el mundo que había dejado a sus espaldas. Pensó en Casa Botero sin animadversión. Hasta sonrió un poco recordando cómo había terminado su última entrevista. ¿Qué sería de él?… Lo había dejado tendido ante su puerta, y cuando Rina vino a buscarla, media hora después, ya no vio a nadie en el pasillo.
—¿En ninguno de tus viajes has encontrado a tu amigo el italiano?…
Contestó Rina negativamente. Tal vez se habría ido de Madrid, al no poder averiguar el paradero de Concha. En el Palace Hotel todos creían que la señora Douglas estaba viviendo por unos días en Toledo.
Sintió la californiana una fuerte tentación de relatar a su compañera lo ocurrido junto a la puerta de sus habitaciones. Le impulsaba a esta confidencia su orgullo de amorosa. Era oportuno que Rina se enterase de cómo había tratado ella al hombre que hirió a Florestán. Se explicaba su desaparición. Indudablemente, al volver en sí y levantarse del suelo, no le habían quedado ganas de buscar otra vez a Concha Ceballos, la viuda millonaria. Y pensando esto, miró instintivamente por la abertura de una de sus mangas el vendaje que oprimía la muñeca de su brazo derecho.
Cuando empezó a hablar, no pudiendo reprimir la sonrisa maligna que despertaba en ella el recuerdo de tal episodio, se presentó la hortelana para anunciar en voz baja y con misterio:
—Abajo hay una señorita que quiere decirle una palabra.
Acogió la viuda esta noticia con extrañeza. Debía ser un error. ¿Qué señorita conocía ella que pudiera venir a buscarla en la quinta de Alaminos? ¿Cómo sabían que vivía aquí?… Pero la mujer siguió dando explicaciones.
—La conoce a usté y ha dicho su nombre. Es una señorita muy jovencita que no parece extranjera. Pa mí que es de Madrid. Le he pedido que me diga cómo se llama, y contestó nones. Dice que usté la ha visto otras veces, y que necesita darla una razón… La pobre da lástima. ¡Si usté hubiese oído cómo me pidió que la dejase entrar!… Debe verse en alguna necesiá.
Había llegado con otra de sus mismos años, en un automóvil de alquiler que permanecía fuera del jardín.
—Su compañera está en el auto, y la única que ha entrao es la que quiere verla a usté.
Preocupada la señora Douglas por esta visita, fue a uno de los balcones, pero no vio a nadie en la vieja alameda que conducía de la verja de entrada hasta la casa. Debía estar en las cercanías del edificio y no alcanzaba a verla desde allí.
Se decidió a bajar al jardín. Por una precaución irreflexiva, creyó preferible esto a dejar subir a la visitante hasta las habitaciones del primer piso, donde estaba Florestán.
Rina se ofreció para hablar a la desconocida. Tal vez había venido por un error de dirección, y ella se encargaba de despedirla. Pero la viuda insistió en bajar. Aquella joven había dado su nombre claramente y era a ella a quien buscaba.
Avanzó por el jardín, mirando a un lado y a otro, sin ver a nadie. Luego sonaron unos pasos leves y rápidos detrás de ella, y al volver sus ojos vio cómo surgía entre dos grupos de bojes recortados en forma de muro una jovencita vestida con modestia, que a ella le pareció de excesivo rebuscamiento. Era la señorita que desea, a medias nada más, ser confundida con una doncella de servicio que ostenta sus ropas de domingo.
Inmediatamente la reconoció Concha, con una sorpresa que parecía ir más allá de los límites de su imaginación. Todo hubiera podido suponerlo menos esta visita. La hija de don Antonio Mascaró.
—¡Señora!… ¡señora!
Repetía balbuciente la misma palabra, como si no pudiese encontrar otra para seguir expresando sus pensamientos. Estaba intensamente pálida, le temblaban las manos, y de pronto se llevó estas a sus ojos, rompiendo a llorar.
La señora Douglas, atolondrada por la aparición de la joven y su llanto inexplicable, le tomó las manos para atraerla a ella. Consuelito hizo un movimiento de repulsión, pero luego se dejó vencer por las manos acariciantes de la señora.
—No puedo hablar —dijo al fin con voz gimiente—. Al venir he pensado muchas cosas… ¡muchas! para decírselas a usted, y al verla no sé qué pasó por mí que lo he olvidado todo… ¡todo!
Mantuvo un momento sus ojos lacrimosos fijos en los de ella, con expresión implorante, y añadió:
—¡Hacerme tanto daño, cuando la he querido siempre!… Ahora mismo me ha bastado verla para reconocer otra vez que no puedo odiarla.
Al hablar iba recobrando su memoria. Acudían en tropel los pensamientos que la habían empujado y acompañado hasta poco antes.
—No diga a nadie que he venido, señora. Mi madre nunca hubiese hecho esto; pero yo soy otra cosa: pertenezco a otra generación; soy una «modernista», como ella dice, y he creído mejor hablar con usted francamente, en vez de aborrecerla y maldecirla desde lejos… Usted es buena, y tengo la esperanza de que me escuchará…
Pero otra vez pareció caer la noche en su pensamiento, y volvió a llorar, como arrepentida de la decisión que le había impelido hasta allí.
Concha Ceballos la llevó cariñosamente a un banco próximo, y en él tomaron asiento las dos. Estaba tan pálida como aquella visitante inesperada. Había en sus ojos una expresión de zozobra y de miedo. Incitaba a la joven a que hablase, y al mismo tiempo temía sus palabras.
Fue explicando Consuelito con alguna incoherencia y largas pausas cómo había nacido en ella el deseo de realizar esta visita. Desde el primer momento le parecieron inadmisibles las vagas noticias de su padre sobre aquel viaje hecho por Florestán en compañía de la señora Douglas. Luego, algunas amigas envidiosas, para gozarse en su dolor, le habían hecho conocer la verdad a medida que iban adquiriendo nuevos datos por los hombres de sus familias.
En Madrid circulaban las nuevas con la misma rapidez fácil que en un villorrio. Eran muchos los que sabían lo del duelo y la herida grave de Florestán. Además, el simpático Alaminos había contado en secreto a más de doscientas personas la instalación en su finca de aquella extranjera rica y elegante, para curar al herido. Una escena de novela, como solo de tarde en tarde puede verse en la realidad.
Hacía varios días que la joven estaba enterada de todo esto. En vano, hablando aparte con su padre, apeló a diversas insinuaciones para que este le dijese la verdad. Don Antonio mantuvo con firmeza lo del viaje, intentando desbaratar las sospechas de Consuelito. La madre, afortunadamente, estaba menos informada que la hija, limitándose a murmurar contra las señoras «modernistas» que se llevan de viaje a mozos solteros y con novia. Y la señorita Mascaró solo podía dejar de fingir, dando expansión unas veces a su cólera y otras a su desaliento, en compañía de una amiga fiel que había sido su camarada de clase cuando ella estudiaba el bachillerato. Esta amiga, que seguía sus cursos en la Universidad y consideraba todas las cosas con una energía varonil, le había sugerido la idea de ir a la quinta de Alaminos para hablar a la señora Douglas.
—Esta tarde, como el que toma una resolución desesperada, nos hemos metido las dos en un automóvil… ¡y aquí estoy! Confieso que la he odiado mucho. Le he dicho cosas muy duras de noche, cuando, estando en mi cama, hablaba con usted… Pero ahora que la veo ya no sé qué decir.
Quedaron las dos en silencio. Tampoco la viuda mostraba deseos de hablar. La hija de Mascaró hizo un gesto como si hubiese encontrado al fin la palabra deseada, y dijo humildemente:
—Señora, ¡déjemelo!
A partir de este momento, fue ella la que tuvo mayor serenidad, animándose con el sonido de su palabra, cada vez más fácil, expresando sus deseos con una facundia creciente, igual a la de su padre.
Comprendía y hasta disculpaba el afecto que aquella señora podía sentir por Florestán. Como ella le amaba, le parecía por lo mismo ordinario que todas las mujeres, absolutamente todas, mostrasen interés por él. Pero Florestán no era un hombre para la señora Douglas.
Sus palabras revelaron sinceramente la admiración que había inspirado a la joven esta gran señora, procedente de un mundo de privilegiados que tal vez ella no conocería nunca. Todo lo que Consuelito podía imaginar de esplendores y refinamientos de vida lo concretaba en su persona. Era la única millonaria de existencia cosmopolita, la única mujer de novela —como decía su padre— que ella había visto de cerca.
Otros hombres debían interesar a esta dama poderosa. El pobre Florestán solo tenía su juventud, y era ella, la camarada de su infancia, la admiradora desde la época en que jugaban juntos en los paseos, la que mejor podía acompañarlo en la existencia modesta y dulce para la que habían nacido los dos.
—Yo no podré querer a ningún otro, estoy segura de ello. Mi vida es tan pequeña, tan poca cosa, que únicamente tiene cabida para un solo hombre, y si me quita usted a Florestán, esta humilde vida mía habrá terminado… antes de empezar. Usted corre el mundo, señora; usted es rica; los hombres la admiran, ¡y encontrará seguramente tantos otros!… ¡Para qué tomarle a una pobrecita como yo lo poco que posee!…
Luego, bajando la voz y los ojos, como si se avergonzase de sus palabras, volvió a hablar con voz balbuceante. Titubeaba lo mismo que el que teme dar pasos en falso y hace cálculos antes de avanzar un pie.
—Sé bien la diferencia que existe entre nosotras. Usted es hermosa y elegante; yo soy una cosita de nada, a su lado. Un hombre no vacilaría entre las dos, estoy segura de ello. También tengo la certeza de que nunca llegaré a ser como usted… ¡Pero Florestán es tan joven!… Además, el tiempo pasa aprisa, y nunca seremos mañana como somos hoy.
Fue la señora Douglas la que se apresuró a hablar ahora, cortando el nuevo curso de las palabras de su visitante. Acarició con cierta melancolía sus manos, luego su rostro, y por unos momentos puso la cabecita de la joven sobre uno de sus hombros.
—¡Pobrecita mía!… ¡pobrecita mía!
Conmovida por esta caricia, derramó Consuelo nuevas lágrimas.
—¡Pobrecita mía! —murmuró otra vez la viuda—. ¡No llore usted!
De pronto apartó de ella a la joven, mirándola con ojos menos afectuosos. No había hostilidad para la otra en esta mirada. Sus pupilas reflejaron únicamente la tristeza del que acaba de tropezar inesperadamente con un obstáculo, obra de las potencias ciegas y fatales que cambian bruscamente el curso de nuestra existencia.
—Váyase, niña —dijo con voz severa—. Ya me ha dicho usted todo lo que necesitaba decirme… Ya sé todo lo que debo saber.
Obedeció Consuelito, poniéndose de pie. Luego quedó indecisa, mirándola con ojos interrogantes.
—Vayase —repitió la señora—. Piense que el otro está arriba. Puede asomarse y verla.
Esta posibilidad, en la que no podía creer la viuda, sirvió para que la joven sintiese otra vez el miedo a que se enterasen los demás de su visita. Pero todavía antes de marcharse repitió su mirada interrogante.
—Vayase. Pronto tendrá noticias mías. No sé… tal vez mañana. Pero ¡ay! déjeme sola.
Y sin ocuparse de lo que pudiera hacer la hija de don Antonio, sin mirar si permanecía en el jardín o se marchaba, Concha Ceballos quedó en el banco, con la cabeza baja apoyada en ambas manos.
Las horas, tornadizas y elásticas en sus dimensiones según el estado de nuestro ánimo, pasaron para ella con una rapidez cinemática, como si se atropellasen las unas a las otras en vertiginosa sucesión. De todo lo que había hablado aquella joven solo quedaba esto en su memoria:
«Usted es hermosa y elegante. Entre las dos un hombre no puede vacilar. Pero el tiempo pasa y… ¡él es tan joven!».
La juventud la irritaba ahora, como esos privilegios injustos que dan mayor brillantez a la existencia de unos para que resulte, por la rudeza del contraste, más obscura y desesperada la situación de los demás. ¿Por qué no era el tiempo idéntico para todos, haciendo crecer a la vez las diversas vidas y segándolas igualmente, como las mieses que surgen y mueren en masa sobre los surcos?… ¿Por qué habían de vivir los humanos la existencia desordenada y desigual de las selvas, donde unos árboles elevan su fanfarrona verdura juvenil junto a los troncos roídos, próximos a desplomarse, de los gigantes leñosos que conocieron siglos enteros de primaveras?…
Con la incertidumbre del navegante que al echar la sonda teme encontrar demasiado pronto el fondo, intentó profundizar en el tiempo que llevaba vivido. ¿Cuántos años tenía ella y cuántos aquel hombre que estaba arriba, herido, en una cama? Tal vez el tiempo interpuesto entre los dos no pasaba de diez años; tal vez doce…
Era la diferencia, más o menos, que la separaba a ella de aquel ingeniero Balboa que había sido su primer amor en Monterrey. Se encontraba actualmente como a mitad de camino, entre el padre y el hijo. ¿Qué son diez o doce años de diferencia para dos seres que poseen la fuerza y la salud de una vida bien cultivada?… Aquella joven había dicho simplemente la verdad, sin halago alguno. Entre las dos mujeres un hombre no podía vacilar.
Poseía la otra el encanto de una juventud aún primaveral. Pero ella también podía considerarse joven. Su hermosura no tenía la acidez blanca de la aurora; era esplendorosa como las horas meridianas, suave y dorada como las de la media tarde. Además, la seguían como obedientes pajes para sostener la cola de su majestuosa belleza, el dinero, el lujo, los refrescamientos juvenciales de la higiene, todo lo que la vida moderna ha inventado para prolongar las gracias de la mujer.
«Sí; eso aún es hoy… ¿pero mañana?».
Persiguiendo a la voz burlona que repetía estas palabras en su interior, Concha Ceballos fue asomándose valerosamente sobre la cumbre de ese «mañana», y después de contemplar la lobreguez del barranco que se abría al otro lado, se indignó contra ella misma por sus enternecimientos de los días anteriores, por la ilusión que la había hecho cantar y reír horas antes. ¿Dónde tenía su cabeza ella, que era considerada por muchos como una mujer de pensamiento seguro y preciso, igual al de los hombres que realizan las grandes empresas?…
Una diferencia de diez años de edad no era para aterrarla en el presente. Además, la juventud de los hombres siente muchas veces una curiosa atracción hacia la hermosura femenil próxima a su ocaso. Pero al transcurrir diez años más, él continuaría siendo joven, mientras ella intentaría en vano mantenerse inmóvil ante la horrible puerta de la vejez, resistiéndose a pasar su umbral, volviendo el rostro al negro e invitador vacío que dejaban visible sus hojas abiertas y que acabaría por tirar de ella con la reptilina succión de una boca desdentada.
Los esfuerzos que habría de hacer para defenderse le inspiraban mayor miedo que su propia decadencia. ¡Qué tormento ver a todas horas la juventud desesperadamente inmutable de su esposo y contemplar en secreto la muerte lenta y continua de su hermosura! ¡No poder vivir tranquila y descuidada; tener que vigilarse en todo momento, saltar del lecho con la presteza del que necesita ganar su pan, para realizar en el tocador, durante horas y horas, un sinnúmero de operaciones químicas y pictóricas antes de ver al compañero de su existencia!… Y tantos esfuerzos y trabajos para un resultado incierto. Los aliños y afeites dejarían escapar al fin el triste secreto de su disfraz. Sorprendería muchas sonrisas irónicas en las gentes, que pueden respetar a una mujer cuando envejece sola, pero ven en su miseria física un motivo de burla si intenta prolongar la juventud para que no huya de ella el amor…
Se aterró al imaginarse esta existencia de mentiras y zozobras. Además pensó en la otra, en la que había estado sentada a su lado en aquel mismo banco, llorosa, suplicante, admirándola ingenuamente, pero sintiendo al mismo tiempo el orgullo de sus pocos años, el privilegio fugitivo de su virginidad.
Tenía razón. ¿Cómo ella, que había sido en la vida una afortunada, poseyendo finalmente todo lo que la hace grata y envidiable, podía arrebatar a esta pobrecita la única ilusión de su mediocre porvenir, la sola alegría de su existencia?… ¿Con qué derecho iba a partir la órbita de estos dos seres destinados a moverse en un espacio limitado?… Esta pareja empezaba su marcha, viendo su sendero todavía obscurecido por el misterio de las incertidumbres y las aventuras que guarda el porvenir. Ella estaba ya en el término de una carrera triunfal, y solo le restaba gozar lo conquistado en la primera parte de su historia.
Había dejado perder su turno para aproximarse al amor. No lo buscó o le volvió la espalda cuando era el momento de contestar a sus invitaciones… ¿Por qué intentaba ahora dar un salto atrás, deseosa de reparar su olvido, para ocupar el lugar de la otra, llegada al mundo mucho después de ella y que exigía su porción correspondiente en la mesa de la vida, su parte de ilusión y de amor reservada a toda juventud?…
Imaginó por un momento la posibilidad de que estando en Monterrey, cuando tenía los años de la hija de Mascaró, hubiese amado a un compañero de su niñez, tan pobre como ella, concretando su porvenir entero en la esperanza de casarse con este hombre, tener hijos de él, una casa modesta y cómoda… nada más para el resto de su existencia. Y de pronto llegaba una gran señora que lo poseía todo, a quien la suerte no había negado un solo medio de satisfacer sus deseos, y esta privilegiada sentía el capricho de arrebatarle precisamente su mediocre felicidad. ¡Qué infamia!…
Su carácter enérgico se sublevó agresivamente ante tal injusticia hipotética. ¡Y ella, que pretendía ser equitativa en todos sus actos, iba a hacer lo mismo!… No; había que suprimir esta posibilidad deshonrosa, con la rapidez y la dureza de los seres prontos a la acción.
La voz de Rina le hizo salir de sus meditaciones, y al levantar la cabeza creyó que una nube estaba pasando ante el sol. La luz vespertina, dorada y cálida cuando ella había entornado los ojos sumiéndose en su vida interior, era ahora grisácea y casi crepuscular. En el cielo, de un azul cristalino, iba desliéndose el oro de la tarde, cada vez más pálido. Una faja de púrpura a ras del horizonte delataba el rastro sangriento de la huida del sol.
Rina, después de gritar inútilmente a través del jardín, acabó por descubrirla medio caída en el banco.
—Florestán desea hablarte.
El primer movimiento de Concha fue ponerse de pie e ir hacia la quinta. Luego volvió a quedar inmóvil.
Entrar en aquel edificio, subir la escalera, verle otra vez… ¡ah, no! Adivinaba que iba a ser cobarde. Estaba segura de que al volver al dormitorio del convaleciente perdería la fuerza de aquella voluntad extraordinaria que le facilitaba la ejecución de las más duras resoluciones.
Obedecer a su llamamiento, hablarle otra vez, aunque fuese la última, equivalía a una mala acción. Era buscar una excusa para su debilidad, ir al encuentro de un pretexto que explicase luego su conducta, como hacen los débiles o los malvados cuando pretenden justificar sus actos.
Habló a Rina con una voz monótona, imperiosa, seca, que esta había oído en determinados momentos de su vida común. Conocía bien esta voz, y su experiencia le aconsejaba no hacer ninguna objeción a Concha Ceballos cuando se servía de ella para dar órdenes.
Pidió a su compañera que le trajese allí mismo un gabán, su sombrero, sus guantes.
—Tengo frío —murmuró; y su voz fue blanda y triste, pero un instante nada más.
Luego siguió mandando con el mismo tono autoritario. Rina tomaría arriba lo más preciso, lo puramente personal que ella no podía abandonar. Lo restante debía dejarlo a la mujer del hortelano. ¡Un recuerdo más!
—Nos marchamos inmediatamente al hotel. Tú vas a encargarte de hacer las maletas, recogiendo todo lo que tenemos allá. Luego vendrás a unirte conmigo en San Sebastián. No; mejor será en Biarritz: ¡fuera de España! ¡lo más lejos posible!… En el hotel te daré una carta para el señor Mascaró. Se la llevas esta misma noche. Que venga a encargarse de… esto con los suyos. A ellos les corresponde.
Rina, silenciosa, con un rostro que disimulaba mal su inquietud, se dirigió a la casa para cumplir estos mandatos. Adivinaba la cólera de su compañera. En tales momentos era cuando decía con varonil orgullo:
—¡Yo no sé cómo se llora!… ¡Yo no he llorado nunca!
La señora Douglas la hizo retroceder para darle una nueva orden. Debía ir inmediatamente a la antigua cuadra de la quinta, donde estaba su automóvil desde algunos días antes. El chófer americano entretenía sus horas de espera hablando con los jardineros y los vecinos en un español recién aprendido, o leyendo algunos magazines ingleses, de páginas mugrientas por el continuo manoseo, que guardaba bajo un asiento del vehículo.
—¡Bendito automóvil! —siguió diciendo la dama—. Él nos da la verdadera libertad. Gracias a su invención podemos escapar a todas horas de los lugares que odiamos.
Le parecía en este instante el más extraordinario y benéfico de todos los descubrimientos que han hecho dulce y fácil la vida humana. Había librado a las gentes de la tiranía del espacio y de las monotonías del tiempo. El que puede disponer a todas horas de un automóvil acaba por ver y apreciar la vida de distinto modo que los que van siempre a pie. Esta facilidad de traslación da a los pensamientos más vulgares mayor amplitud y soltura. Hasta los entendimientos limitados ven abrirse nuevos horizontes…
Luego olvidó estas divagaciones para dar a Rina su última orden.
—Dile al chófer que antes de media noche vamos a salir de viaje… pero viaje largo. Que no se olvide de preparar el faro grande. Quiero que cuando mañana salga el sol me vea lejos, ¡muy lejos! de Madrid.
X - La mentira
Languidecía la tarde al salir ella del Casino. Su automóvil marchó a gran velocidad por el tortuoso camino de la costa. La luz solar, antes de extinguirse, tomaba los colores del limón y la rosa, reflejándose sobre las cumbres amarillas o bermejas de los Alpes.
La señora Douglas deseaba no llegar con retraso a su hotel de Niza. Distraída por el juego en los salones privados del Casino de Monte-Carlo, había olvidado que aquella noche era de gran comida en el Hotel Negresco, donde ella estaba instalada, con exhibición a los postres de bailarinas célebres. Como había dejado a Rina en Niza ocupada en cumplir ciertos encargos suyos, iba sola en su carruaje. Entornando los ojos para no ver al conductor, se hacía la ilusión de que aquel marchaba solo, como un animal inteligente y amaestrado que obedecía su voluntad sin que ella necesitase valerse de palabras.
Todos los días veía a la ida y a la vuelta este paisaje maravilloso de la Costa Azul, acostumbrándose a él como si fuese un espectáculo ordinario; pero ahora creía encontrar en su contemplación una inexplicable novedad, un atractivo misterioso. Era sin duda el hálito de la primavera anunciando desde lejos su llegada; los juveniles efluvios de esa pubertad del año, que parece cambiar el aspecto de las cosas y el carácter de las personas.
Iba a empezar el mes de Marzo y habían terminado las fiestas del famoso Carnaval de Niza. La mayor parte de Europa vivía aún en el invierno, mientras aquí, jardines, montañas, cielo y mar habían repelido la tristeza de los días fríos, saludando con su envoltura luminosa y sus perfumes la presencia de una juventud más.
El Mediterráneo de color turquesa, aclarado por la luz del ocaso, tenía la diafanidad engañadora de un mar irreal. En sus orillas se reproducían invertidos los pueblos de color de rosa, las «villas» de blancas columnatas, los grupos de árboles, lo mismo que en las riberas de un lago. Las montañas, al repetirse con la cumbre abajo en este mar de reflejos, lo festoneaban de triángulos de sombra azul. Las barcas parecían flotar en plena atmósfera, y cada una de ellas llevaba otra debajo, con la vela triangular apuntando al abismo, pegados sus dos cascos, fondo con fondo, como gemelos nacidos de la luminosidad fantasmagórica de la tarde.
«Muy hermoso, demasiado hermoso», pensaba ella.
Y como deseamos con preferencia lo que está lejos de nosotros, evocó el recuerdo de las olas bravas del Atlántico y las ondulaciones tempestuosas del Pacífico. Un capricho imaginativo le hizo ver de pronto una pianola y una orquesta ruidosa, pretendiendo acoplar la diversidad de los mares a estos dos términos de comparación. Luego se arrepintió de su injusticia con el dulce Mediterráneo. La hermosura ordenada y tranquila es un gran don de nuestra existencia, pero solo la sabemos apreciar al encontrarla de nuevo, después de largo eclipse.
Empezaba a anochecer cuando el automóvil de la señora Douglas entró en Niza por el lado del puerto, siguiendo la sección más desierta del paseo de los Ingleses. Vio a continuación extenderse frente al mar una larga fila de hoteles lujosos y alzarse en último término la cúpula roja del Negresco. Los grupos de transeúntes eran cada vez más compactos, mejorando su aspecto y su vestimenta según avanzaba el automóvil. La viuda miró distraídamente a los paseantes que se cruzaban con su vehículo de vuelta hacia el interior de la ciudad, como si huyesen del crepúsculo. Este empezaba a extender sobre la bahía de los Ángeles sus gasas color violeta, en cuyos pliegues brillaban perdidas las primeras estrellas.
De pronto se agitó en su asiento, movida por la sorpresa. Había creído reconocer a alguien cuya presencia no podía esperar en aquel sitio. Pero no obstante la rapidez con que se incorporó, como su automóvil marchaba aprisa, no pudo ver lo que deseaba. Además, aquel transeúnte que había originado su movimiento iba con los ojos puestos en otra dirección y no se fijó en ella, continuando su camino entre los grupos, que le ocultaron inmediatamente.
—¡Quién no diría que es él!… ¡Qué parecido!…
Después de repetir esto mentalmente, Concha Ceballos hizo un gesto de duda y se retrepó en su asiento, con la vista puesta en su hotel, al extremo del paseo.
Varias veces había experimentado la misma sorpresa en diferentes ciudades. Jugarretas de la imaginación; caprichos del recuerdo, que parece vengarse con estos mirajes engañosos cuando le mantienen alejado y menospreciado. Además, todos los hombres tienen en su primera juventud un aspecto exterior que parece común, cierta uniformidad, semejante a la de los que visten un mismo traje profesional, militares o sacerdotes; y aunque se diferencien por su estatura y su fisonomía, evocan la imagen unos de otros.
Dicho encuentro sirvió para que recordase, con una visión casi instantánea, los últimos meses de su vida, después que se hubo marchado de Madrid.
Pronto haría un año, y al examinar este balance parcial de su existencia no encontraba nada extraordinario. Su vida podía resumirla en tres funciones: movimiento incesante, afán de distraerse, voluntad de olvidar. Había viajado por ciertos países de Europa escapados a su curiosidad en anteriores expediciones. Además, había venido dos veces a la Costa Azul, atraída por el placer del juego. Necesitaba aturdirse, olvidar; y de todos los vicios que divierten a los humanos, el más «virtuoso», según ella, el que mejor conviene a una dama que vive sola y desea mantener su prestigio social, era el juego.
Jugaba por distraerse, por emplear en algo su carácter luchador, propenso a la acción. Y como no buscaba la ganancia y disponía de ilimitados capitales, el azar, que vuelve su espalda a los necesitados, la favorecía con irritante injusticia. Ganaba dinero, por lo mismo que no le era necesario. Otras veces lo perdía; pero compensándose ganancias y pérdidas, el resultado era que la millonaria Douglas, después de semanas y semanas de un juego audaz, no había sufrido ninguna merma considerable en su fortuna.
Iba vestida con gran elegancia, como siempre, pero sus preocupaciones y apasionamientos de jugadora habían modificado algo su aspecto. Tenía en el rostro una expresión dura y distraída, reflejo de las combinaciones estratégicas que ideaba a todas horas para batirse con la Suerte. Además, llevaba a Monte-Carlo, fuese cual fuese su vestido, un bolso de mano grande, casi igual al que usaba en sus viajes, guardando en su interior varios fajos de billetes de mil francos, que unas veces regresaban a Niza multiplicados y otras tardes se quedaban allá, para volver a reunirse con ella pocos días después. El precioso bolso no la obligaba a grandes precauciones ni le hacía sufrir inquietudes. Esta tarde regresaba algo repleto, y sin embargo lo había abandonado sobre el asiento del automóvil, como si lo olvidase.
Para su vida sentimental, el suceso más importante en los últimos meses había sido el regalo de cierto perrillo japonés que le había hecho en París una amiga de Nueva York, después de terminar su viaje alrededor del mundo. Este animal exótico era ahora el compañero predilecto de su existencia. Rina compartía tal amor, mas no sin sentir celos al ver cómo el recién llegado disminuía su personalidad cerca de la viuda. Esta pensaba ahora en su perrillo con la vista fija en la cúpula del Hotel Negresco, cada vez más próxima, y creía escuchar ya los ladridos con que acogería la presencia de su dueña. ¡Lástima tener que separarse de él todas las tardes cuando iba al Casino de Monte-Carlo!…
También había encontrado a Arbuckle tres veces, «por casualidad», después que se alejó de ella en Madrid para ir a Sevilla. Como siempre, le iba saliendo al paso en los hoteles, y cuando la viuda empezaba a fatigarse de su presencia, tenía el acierto de inventar un nuevo viaje, no volviendo hasta meses después. Ahora debía estar en Egipto. Los diarios hablaban mucho de la tumba de un Faraón recién descubierta, y él se había creído obligado a presenciar dichas excavaciones, como buen americano que debe verlo todo y saberlo todo. Pero la viuda presentía de un momento a otro la reaparición de su discreto solicitante.
Además había sufrido la desagradable impresión de encontrar en París a Casa Botero. Este hombre la miró en el primer momento con una expresión de odio impetuoso, capaz de rebasar los límites de las conveniencias sociales. Luego, refrenando los impulsos de su rencor, inició una sonrisa y un saludo, pretendiendo hablar con ella. Pero la viuda había seguido adelante con hostil altivez. Una mujer que se decide a dar puñetazos no va luego a ofrecer su mano, lo mismo que un boxeador cuando termina su combate.
Este individuo debía hablar mal de ella en todas partes. Pensó después que tal vez callaba, avergonzado por el recuerdo de aquella escena en un hotel de Madrid. De un modo o de otro, le era indiferente el tal Casa Botero. Y fingió no reconocerle, tantas veces como volvió a encontrarlo en teatros y fiestas sociales. Hasta lo había visto de lejos, días antes, junto a una mesa de juego en el Casino de Monte-Carlo. Iba acompañando a una señora de elegancia vistosa y edad madura, con el rostro mineralizado en fuerza de coloretes y afeites. Alguna millonaria a la que pretendía conferir el enigmático título de marquesa de Casa Botero. La viuda pasó junto a él sin mirarle, pero satisfecha del encuentro. Un motivo más de tranquilidad para su porvenir, que deseaba dulcemente monótono, sin los altibajos y los conflictos que tanto gustan a las naturalezas exaltadas.
¿Y el otro?… Ella no quería pensar en el otro, porque era el que le interesaba más. Podía jurarse a sí misma que en todos los meses transcurridos desde su fuga de Madrid no había pensado en él más allá de una docena de veces. Una mujer de voluntad debe mandar imperativamente a sus sentimientos y pasiones.
No se había acordado de él, pero tenía al mismo tiempo la certidumbre de que a todas horas estaba presente en su memoria. Le sabía instalado en una revuelta de sus recuerdos. Era como esos personajes de teatro que el público no alcanza a distinguir entre los bastidores, pero adivina que están allí por haber visto cómo se ocultaban, y presiente que repentinamente pueden volver a presentarse.
De tarde en tarde, el recuerdo, insubordinándose contra la tiranía de su voluntad, se daba el malsano placer de agitarla con estremecimientos de sorpresa, haciéndola ver a Florestán en el Bosque de Bolonia o en los Campos Elíseos; otras veces en el Pincio de Roma, en la plaza de San Marcos en Venecia o patinando sobre las nieves de Saint-Moritz. Al concentrar luego su atención, profundamente emocionada por estos encuentros, se iba dando cuenta de que el desconocido solo tenía de semejanza con el otro sus pocos años y el atletismo de una juventud amante de los deportes físicos.
Al tranquilizarse, formulaba siempre la misma protesta interior: «Y aunque fuese Florestán, ¿qué podría ocurrirme?… La locura de Madrid ya terminó. No hay que pensar en ella».
Mas al mismo tiempo que sentía el goce de su tranquilidad, mostraba cierta decepción, como si le hubiese gustado no equivocarse en algunas ocasiones, como si le resultase inexplicable esta ausencia definitiva.
«¿Qué habrá sido del pobre muchacho?», se preguntaba algunas veces.
Después de su huida de Madrid solo había tenido una noticia aislada o indirecta de aquellos amigos de unas cuantas semanas, dejados a sus espaldas para siempre; una noticia fúnebre, venida hasta ella por el camino más largo.
Rina había recibido en París una carta de aquel señor que vivía en Méjico y era su consocio en la explotación de la famosa mina. Este le hacía saber que don Ricardo Balboa había muerto en Madrid repentinamente a consecuencia de una aneurisma, y para dar más autenticidad a la noticia enviaba la esquela fúnebre suscrita por la familia. Sintió Concha Ceballos la misma conmoción que si recibiese un golpazo en el pecho al encontrar el nombre de Florestán Balboa al pie de este aviso mortuorio.
«¿Puede importarme acaso lo que haga ese joven? —pensó para infundirse tranquilidad—. Siento la muerte de su padre, pero esta muerte servirá para separarnos más aún. De seguro que va a casarse en seguida con la señorita Mascaró… Tal vez se ha casado ya a estas horas».
Aquella energía tranquila que acompañaba sus decisiones al ocuparse del manejo de su fortuna acabó por restablecer la fría paz en sus recuerdos. Una mujer que desea verse respetada debe imponer a su memoria una disciplina igual a la de sus actos exteriores. Pero ¡ay! de tarde en tarde su imaginación se permitía sorpresas engañosas, como la que acababa de sufrir en el paseo de los Ingleses.
«Una simple semejanza y nada más. Lo pasado ya está pasado y no hay que resucitarlo, ni siquiera en la imaginación».
Como ella esperaba, le salió al encuentro en sus lujosas habitaciones del Negresco aquel perrillo exótico, de pelos hirsutos color de miel y hocico chato, negro y barnizado, como el de un ídolo. Era un manguito viviente que servía de forro a una máquina incansable de ladridos.
Besó la señora este hocico grotesco, prorrumpiendo en elogios a la hermosura del gozque. Él era el mejor amigo de su vida.
La doncella francesa que la había seguido desde Nueva York esperaba sus órdenes para escoger entre varios vestidos de fiesta colocados sobre un diván. Según manifestó, Rina estaba abajo, en la oficina del director, sacando de la caja de valores el cofrecillo de joyas de la señora Douglas. Este cofrecillo guardaba una fortuna, y era prudente, al vivir en hoteles, que pasase la noche en la oficina de la dirección mejor que en el dormitorio de ella.
Concha Ceballos llevaba habitualmente un collar de perlas famoso, pero había querido sustituirlo, para la comida de gala de aquella noche, con otro de brillantes que únicamente salía de su encierro en días extraordinarios.
Entró Rina llevando con aire de cautela y expresión respetuosa el cofrecillo bajo un brazo. Pero a pesar de la veneración con que manejaba este pequeño tesoro, pareció olvidarlo al ver a la viuda, y lo dejó sobre una mesa para hablar más desahogadamente.
—¡Si supieras a quién he encontrado hace una hora!… ¡Qué sorpresa! No podrás acertarlo nunca.
Y sonrió como si se gozase de antemano en las angustias de la curiosidad de la otra. Pero Concha permaneció impasible, habiendo adivinado desde las primeras sílabas de su compañera cuál era la persona a que se refería.
—Sé quién es —dijo fríamente—. Lo he visto desde el automóvil… Florestán Balboa.
Rina, decepcionada por esta adivinación, continuó hablando, sin embargo, con gran interés de dicho encuentro.
En los últimos meses su existencia había sido «vulgarísima» —como ella decía—, sin sentir la proximidad del amor ni para su persona ni para los demás; como si el tal amor hubiese huido para siempre de la tierra. La presencia de Florestán Balboa representaba para Rina una atracción semejante a la que siente el lector cuando descubre un nuevo volumen de la novela inconclusa que tuvo que abandonar con pena meses antes. Aparte de esto, era un hombre joven.
—Está más buen mozo que nunca. Parece más «hecho», más hombre, y con una tristeza que le sienta muy bien. Va vestido de riguroso luto por la pérdida de su padre. Hace como medio año que murió el pobre don Ricardo… Hemos hablado un poco de la mina. Las cosas de Méjico van mejor, y tal vez seré rica pronto; pero no quise insistir sobre nuestro asunto porque adiviné que le preocupaban otras cosas. Viene de París. Alguien le dijo allá dónde estábamos. Llegó esta mañana, y se ha alojado en otro hotel. Estuvo aquí a la hora del té, con la esperanza de encontrarte. ¡Como toda Niza se junta en el hall para bailar!… Le he contado que esta noche hay comida de gala; pero no puede venir. Su luto es muy reciente… De seguro lo verás mañana. Le he dicho que todas las tardes vas a Monte-Carlo y la mejor hora para encontrarte es a mediodía, cuando bajas a dar una vuelta por el paseo de los Ingleses.
—¿Se ha casado? —preguntó con indiferencia la viuda mientras revolvía las joyas de su cofrecillo, oreando palpitaciones de luz, oleadas de colores ardientes, con cada movimiento de su mano.
—También hemos hablado de eso. No se ha casado aún, mas he creído adivinar que se casará con la hija del señor Mascaró, aquella niña a la que vimos en Madrid con la antipática de su madre… No parece que tenga muchas ganas de hacer ese matrimonio. ¡Pobre muchacho! La niña es bonitilla y agradable, pero un buen mozo como él merece algo mejor. Ha nacido para casarse con una mujer de otra clase.
Sonrió mirando a su amiga, mas esta sonrisa dejaba en la duda de si era la viuda o ella misma la que correspondía por sus méritos a Florestán.
La señora Douglas comió y bebió sin poder apreciar los méritos de este banquete de gala tan anunciado por el hotel. Lo mismo hubiese admitido otros platos y otras bebidas. Contempló con fingida atención el trabajo de los bailarines profesionales y las hermosas figurantas que se exhibían sobre el espacio encerado, entre un triple óvalo de mesas. Permaneció insensible igualmente a las adulaciones que le dirigía por lo bajo su acompañante.
—Las de la mesa próxima están asombradas de tu collar. Dicen que no han visto nada igual.
¡Qué podían importarle a ella tales alabanzas! Habló con varias compatriotas suyas que asistían a la comida, y no supo luego con certeza sobre qué habían conversado. Mientras su vida exterior se desarrollaba automáticamente, comiendo sin saber lo que comía y diciendo de un modo maquinal palabras de las que no se daba cuenta, su voluntad iba repitiendo interiormente, lo mismo que una máquina de vapor lanza mugidos de igual tono, pero cada vez más fuertes, según aumenta la potencia de su energía:
«Él está aquí… Hay que terminar de una vez… Debo impedir que vuelva».
Hasta le pareció que Florestán se hallaba en aquel comedor. Sentía su presencia invisible, el roce misterioso de sus ojos fijos en ella. Tal vez la miraba desde el atrio o del otro lado de los ventanales, oculto entre la gente curiosa que seguía de lejos el curso de la fiesta. Y solo la sospecha de esta presencia real la hizo estremecerse, como uno de esos peligros que aterran y dan al mismo tiempo la voluptuosa angustia de lo desconocido.
Podía soportar ella fríamente las persecuciones de Arbuckle. La seguía a todas partes, pero se apresuraba a desaparecer, como un niño vergonzoso, apenas notaba en la viuda Douglas señales de contrariedad. No corría riesgo alguno en tal deporte. Hasta lo encontraba a veces divertido. Mas el otro no era Arbuckle, y ella se tenía miedo a sí misma al verse tan débil, tan desarmada, en presencia de aquel joven que por suerte no se había percatado de su gran poder… Pero ¡ay! si menudeaban tales encuentros, acabaría por ocurrir lo que ella no quería que fuese. Lo más penoso ya lo había realizado en Madrid. ¿Para qué convertir en sacrificio estéril la tortura moral que se impuso entonces, desandando ahora el penoso camino que ya llevaba hecho?… Era preciso continuar hacia adelante.
Pasó gran parte de la noche sin dormir, pensando en lo que ocurriría al día siguiente cuando encontrase a Florestán.
«Hay que terminar —seguía aconsejando su voluntad—. Hay que verle por última vez».
Una Concha Ceballos completamente nueva, cuya existencia no había sospechado nunca, despertó de pronto en su interior, hablando con cínica energía. Se sintió avergonzada al escuchar los consejos de este otro «yo», ignorado hasta entonces.
«¡La influencia de la Costa Azul! —se dijo la viuda para explicarse la conducta de esta mitad insospechada de su alma—. ¡La vida de amor y de costumbres libres que me rodea en este rincón dichoso del mundo!».
Mas la «otra», sin prestar atención a sus excusas, continuaba hablando imperiosamente:
«Ahí le tienes. Ya que viene en tu busca, sin que lo hayas llamado, aprovecha tu buena suerte. El destino lo quiere. Haz lo que otras; no sufras más; da un hartazgo a tu pasión en secreto. Nadie sabrá nada… Una aventura… unos días de placer… y luego lo dejas. ¡Tantas han hecho lo mismo!».
Mas la juiciosa señora Douglas, la de siempre, se revolvía contra estos consejos, considerándolos absurdos. Florestán la seguiría en su segunda fuga, como ahora venía a buscarla después de la primera. El que ama no se satisface con una aventura única; al contrario, este corto episodio excita sus deseos. La seguiría por todo el mundo, con la autoridad de los derechos irrecusables adquiridos sobre ella; y ella, después de su caída voluntaria, no podría defenderse… Paladear un placer que dura un momento… ¿y luego? ¿Tendría la dureza precisa para abandonarlo, tras la mutua posesión, como le aconsejaba aquella personalidad demoníaca surgida inopinadamente de ella misma?… No; después de una breve entrega, terminada por una fuga, la situación de los dos aún resultaría peor.
De pronto, como el refuerzo decisivo que inclina con su presencia el resultado de un combate, asomó en su recuerdo una carita de joven llorosa: la novia de Florestán. Aquella muchacha estaba lejos; no podía defenderse… Además, ella le había hecho una promesa. ¡Qué infamia abusar de su ausencia!…
«Es preciso romper para siempre. No verle otra vez; impedir que vuelva».
Pero al adoptar la amazona esta resolución sintió ablandarse su fiereza y se dijo interiormente, como si lanzase un lamento:
«Ahora que ya me había acostumbrado a vivir sin su recuerdo… ¡verle otra vez! ¡resucitar lo que tanto me costó de dar muerte!… Pero es preciso… ¡es preciso!».
Bajó en la mañana siguiente al paseo de los Ingleses, poco después de las once, cuando era más numerosa la concurrencia de los que toman el sol junto al mar, esperando que el cañonazo de mediodía disuelva a los grupos y los envíe en todas direcciones, hacia sus hoteles y casas, en busca del almuerzo.
Iba escoltada por Rina, que mantenía pegado a sus faldas el perrillo japonés, llevando corta la trenza de cuero sujeta a su collar. En vez de ir paseo abajo, hacia su principio, donde se aglomeran los invernantes, ocupando bancos y sillas frente a restoranes y cafés para oír sus orquestas, siguieron en dirección contraria, aproximándose al barrio llamado de la California. Según iban avanzando, los paseantes eran más escasos y el malecón tomaba un aspecto de ribera marítima. Había, en esta playa falta de arena varias barcas de pesca puestas en seco sobre los guijarros redondos, iguales a galletas azuladas o grises. La luz del sol, blanca en fuerza de ser intensa, se reflejaba sobre el índigo del mar como una lluvia de plata voladora.
La señora Douglas estiró su labio superior con el gesto hostil y sombrío que apoyaba sus resoluciones decisivas. Había que terminar, y era preciso que fuese cuanto antes…
En la playa, un grupo de curiosos admiraba tendidos a sus pies dos pescados enormes e inánimes. Tenían dientes de sierra, lomo obscuro espolvoreado de blanco y ojos muertos, que aún parecían guardar en su fijeza una expresión de ferocidad. Un marinero canoso, barbudo y melenudo, de mirada dulce, que tenía gran semejanza —como muchos nicenses viejos del puerto— con su compatriota el caudillo Garibaldi, explicaba a los curiosos la captura de estos dos tiburones del Mediterráneo, que habían destrozado gran parte de sus redes. Formaban pareja: macho y hembra. El pescador no sabía distinguir el sexo de cada uno, pero estaba seguro de que eran así.
—Y entonces, el macho, que aún podía escapar —dijo con su musical acento italiano—, viendo prisionera a su hembra, prefirió lanzarse en las redes para librarla o morir con ella… Yo lo he visto con mis ojos, señores míos.
Al oír Concha Ceballos tal relato desde lo alto del paseo, sintió cierta emoción, no obstante estar segura de su falsedad. Aquel navegante romántico daba a las bestias egoístas y feroces del abismo las mismas pasiones que alegran y entristecen a los humanos. Hacía descender el amor a las profundas obscuridades marítimas, donde el sol toma al perderse en las aguas un color de sangre, y no hay otra vida que devorar o ser devorado. ¡Ah poeta «camisa roja»! ¡Rapsoda mediterráneo!…
En un restorán barato, al otro lado del paseo, banqueteaba el cortejo de una boda nicense, gente popular que aclamaba a los novios, expresando sus alegrías de un modo ruidoso.
Unos cuantos músicos disfrazados de pescadores napolitanos acompañaban con guitarras y mandolinas las canciones de un tenor. Tenía la voz engolada y dulzona del cantante popular; voz que hace sonreír de lástima bajo un techo y humedece los ojos al ser oída de noche en un canal veneciano, o bajo la lluvia áurea del sol entre los promontorios rojos del golfo de Napóles.
Vieni al mare
Vieni al maaare…
Así gemía el tenor invisible, acompañado por un dulce temblor de cuerdas, y la señora Douglas se sintió ablandada, como si la invitación del cantante fuese para ella.
El mar era la libertad, el olvido, una nueva existencia filtrada por la pureza de los inmensos horizontes; de las azules soledades; de las auroras sobre el océano desierto, que nadie puede ver y si extienden los nácares de su cándida diafanidad es para admirarse a sí mismas; de los regios ocasos de púrpura y oro, que afirman la promesa de un nuevo día y tienen como la llanura oceánica la majestad melancólica de lo eterno.
«Ven al mar…». Ella aceptaba esta invitación al viaje y al olvido… Y contempló imaginariamente, como lugares de refugio y paz, todos los puertos visitados en su vida anterior, con bosques de mástiles, cuerdas y velas puestas a secar; con muelles de piedra verdosa y viejas anillas de hierro oxidado, de los que se despega lentamente la pared de acero del trasatlántico, abriendo una distancia de medio metro, que va a crecer y a prolongarse en el infinito durante miles de leguas. Unos puertos olían, bajo el sol incendiario, a bananas recalentadas, a frutos picantes, a especiería y maderas preciosas; otros eran de cielo gris con un perfume de té, de ginebra, de tabaco con opio; y en los muelles de todos ellos multitudes abigarradas, confusión de idiomas, cruzamientos grotescos de civilización y barbarie, colosales máquinas de acero y carretas de búfalos con discos de madera por ruedas, gentes cobrizas, negras, pálidas, rojas.
¡Viajar!… ¡Olvidar!… Concha Ceballos se acordó repentinamente de cierto profesor viejo de Los Ángeles que citaba en latín unos versos de Horacio, excusando con ellos la falta de curiosidad que le había retenido en el mismo rincón del mundo, sin conocer otras tierras.
«La negra preocupación monta detrás del jinete. No nos abandona por más que cambiemos de sitio».
Así es. Cuando saltamos al buque, otro más ágil ha pasado antes que nosotros: el eterno compañero de viaje, duende testarudo que no admite engaños y nos sigue por más que intentemos desorientarle y librarnos de su presencia con astutas jugarretas.
Mas aunque nos siga, como la sombra sigue al cuerpo, el tiempo y el espacio acaban por influir en él. No nos libran de su compañía, pero consiguen modificarla. La señora Douglas seguía creyendo en el poder del mar, y comparaba la «negra preocupación» que nos acompaña a todas partes con esos vinos del viejo mundo que, al cruzar el Océano, cambian de cuerpo y de perfume, suavizándose.
De pronto sintió extrañeza al verse en aquel paseo sin otra compañía que la de su amiga. Solo habían transcurrido unos segundos, mas a ella le parecieron largos y repletos de melancólicas reflexiones, como si fuesen horas tristes. Miró a un lado y a otro sin encontrar al que esperaba. Debía estar oculto, observándola de lejos. Adivinó en el espacio la presencia real del mismo ser que llenaba su recuerdo. ¿Es que no vendría, por una malicia inconsciente, dejando que su voluntad se ablandase en dolorosa espera?…
Sintió a su espalda una voz que la hizo estremecerse, a pesar de que esperaba oírla desde que salió del hotel.
—Señora Douglas… Doña Concha…
Con este saludo ceremonioso anunció su presencia. Y ella le vio surgir ante sus ojos más grande, más fuerte, que al conocerlo en el salón de trabajo de su padre.
Era el héroe Esplandián, el caballero San Jorge, rubio, de membruda esbeltez, sereno y fuerte; pero ahora tenía una luz melancólica en su mirada, un velo de tristeza ante su rostro, una expresión de desaliento en toda su persona. Era el paladín todavía fatigado y convaleciente después de su pelea con el dragón.
La viuda sintió un pinchazo material en sus entrañas, algo que le hizo sospechar si habría quedado olvidado entre sus ropas interiores algún alfiler que la hería traidoramente. Tuvo que realizar un esfuerzo de voluntad para no llevarse la diestra al vientre dolorido.
El perro japonés, escandalizado por la confianza con que aquel hombre se aproximaba a su dueña o advertido por obscuro instinto de la presencia de un rival, empezó a ladrar, furioso y grotesco, intentando morder sus pantalones.
—¡Llévate a esa bestia odiosa! —ordenó con voz colérica la señora.
En aquel momento lo encontraba feo, no pudiendo explicarse los elogios que le había dedicado tantas veces.
Bina conocía bien sus obligaciones de confidenta, lo que debe hacer una perfecta compañera cuando nota que el amor aún existe en el mundo y se aproxima benevolente para alguien. Tomó al perrillo en brazos y se alejó, hablándole en voz alta mientras le mostraba el mar y las velas triangulares que se deslizaban por la línea del horizonte. Dejó a sus espaldas un espacio de más de veinte metros, para que los dos conversasen con toda libertad sin preocuparse de ella.
Florestán, como si temiera un retroceso de Rina y desease aprovechar cuanto antes la ocasión de hallarse a solas con la señora Douglas, empezó a hablar precipitadamente. Mostraba el ansia del que quiere decir de un tirón todo lo que lleva en su pensamiento, después de haberlo preparado en largas horas de labor reflexiva. Era la verbosidad del tímido, que habla aprisa queriendo evitar con esto las objeciones del que le escucha y que no corten el desarrollo de su discurso. Parecía subirse sobre sus propias palabras para saltar con nuevo ímpetu, diciendo todo lo que necesitaba decir.
Primeramente justificó su presencia en Niza con una mezcla de pretextos, verdaderos y falsos. Había ido a París para el arreglo de ciertos asuntos que dejó inconclusos su padre: antiguas empresas industriales, invenciones susceptibles de explotación… Encontró allá a Haroldo Arbuckle, que acababa de llegar de Egipto, y este le había hecho saber dónde vivía la señora Douglas en aquel momento.
Tal vez vio la expresión irónica o incrédula con que los ojos de aquella mujer acogían sus excusas; tal vez sintió un espontáneo deseo de volver al camino de la verdad, por juzgarlo más corto y amplio.
—¿Para qué mentir? —dijo enérgicamente—. Fui a París solo para buscarla, y hube de hacer muchas averiguaciones, hasta que por suerte encontré a ese amigo, que me dijo dónde estaba usted. Necesitaba verla. Allá en Madrid he pasado días muy tristes, sin poder explicarme mi desgracia, sin poder ir en busca suya, porque me era imposible abandonar a mi padre. Le he escrito muchas cartas, ¡muchas!… Las he enviado a todos los lugares mencionados por usted en aquellas conversaciones que tuvimos en España, y de las que me acuerdo casi palabra por palabra. Hasta le escribí al rancho de «Laguna Brava», allá en California, la propiedad de que me habló muchas veces. Si no ha recibido aún esas cartas, algún día llegarán a sus manos. Las enviaba al otro hemisferio de la tierra con la dolorosa certeza de que usted vivía más cerca de mí. Pero ¿dónde?… ¿cómo averiguarlo?…
Calló, entristecido por el recuerdo de aquella época de forzada inmovilidad en la casa paterna, lanzando sus desesperados llamamientos sobre la curva de medio globo terráqueo.
—Al morir mi padre —siguió diciendo—, mi tristeza fue grande. Nada tiene de extraordinario que un hijo llore a su padre… Pero al mismo tiempo pensaba: «Ya eres libre; ya tienes dinero para lanzarte por el mundo. Puedes ir a buscarla, y sabrás al fin por qué te dejó de un modo tan inexplicable, cortando con su fuga la mejor época de tu vida…».
Y como si diciendo esto hubiese llegado al punto más importante para él, cambió de voz, preguntando con un tono de lamentoso reproche:
—¿Por qué me abandonó usted apenas estuve fuera de peligro?… ¿Qué le hice para ofenderla de tal modo?
En sus largas reflexiones, Florestán había llegado a la conclusión de que algo había hecho de malo y ofensivo para la señora Douglas: algo que su inexperiencia no podía atinar, pero que impulsó a la otra a marcharse. Y sus ojos humildes imploraron perdón por esta falta suya que él no llegaba a descubrir, aunque indudablemente había existido.
Concha Ceballos le miró un momento, conmovida por tal candidez. ¡Ofenderla a ella!… Pero en seguida se arrepintió de su emoción. Una blandura peligrosa empezaba a diluir la firmeza de su voluntad. No; ella no debía prolongar ni repetir estas entrevistas. Era entregarse a sabiendas al vencimiento. Debía levantar un obstáculo entre los dos; algo inmenso que llegase hasta el cielo, siendo tan abrupto y cortado en sus laderas que no permitiese sendero alguno; algo igual a las ásperas cordilleras que durante siglos y siglos mantienen a los grupos humanos instalados en sus dos vertientes opuestas, sin conocerse, sin poder comunicarse, ignorándose, como si los del otro lado no hubiesen venido al mundo.
Este obstáculo ella tenía el medio de crearlo. Lo había imaginado la noche antes, en ese momento indefinible que sigue a las horas de larga vigilia, cuando el monstruo del insomnio, cansado de roernos, abre sus mandíbulas y nos deja caer, rotos e inánimes, con un pensamiento confuso que no sabe si aún está en el mundo real o ha entrado en los dominios del sueño; pensamiento que funciona irregularmente, creando a la vez ideas de extraordinaria originalidad o incoherencias y disparates.
Tal vez este obstáculo no era una creación verdaderamente suya, inspirada por el peligro; bien podría resultar que fuese un recuerdo inconsciente de olvidadas lecturas, como tantos actos de nuestra vida que consideramos originales. Ella se había resistido en el primer momento a su adopción, juzgándolo extraordinario, paradojal en demasía… mas ¿acaso en nuestra existencia todo es plano, mediocre, monótono? Hasta las vidas groseramente vulgares tienen un año, un día o una hora en que toma su curso la viveza dramática, el sentimentalismo o el magnífico dolor de los personajes imaginarios del teatro y del libro.
Había que hacer surgir la montaña entre los dos. Y si esto no era bastante, si él con su ardor juvenil intentaba cortar escalones en la roca, abrir senderos para volver hacia ella, entonces que la encontrase en brazos de otro hombre, protegida por un esposo capaz de defenderla con su presencia de las cobardías de la tentación.
Lo primero era alejar a este hombre, hacer que siguiese la órbita natural de su existencia; suprimir la fuerza desviadora que lo había sacado del curso ordinario de su destino. Luego, ella se casaría; lo había decidido la noche anterior. Era un modo de vivir a cubierto de las sorpresas dramáticas que puede darnos la vida cuando hemos prescindido de pagar a la juventud lo que le corresponde y queremos satisfacer luego la deuda fuera de tiempo. Un marido la permitiría vivir igualmente a cubierto de tantos Casa Botero que vagan por las grandes ciudades, queriendo convertir el matrimonio en herramienta de trabajo. Pensaba casarse con Arbuckle. Sería una asociación amistosa y tranquila para pasar el resto de la existencia en honorable paz. Ella necesitaba un hombre a quien mandar, y nadie mejor que este compatriota.
De pronto se sorprendió escuchando su voz, que preguntaba con un tono de irónico reproche:
—¿Y usted no se ha casado todavía con la hija de aquel catedrático que conocí en Madrid?…
Hizo Florestán ante esta pregunta inesperada un gesto que casi fue de regocijo. Creyó haber encontrado el misterio de aquella fuga inexplicable. La californiana había huido por celos de la otra. Y convencido de esto se expresó con la vehemencia del que dice la verdad.
La hija de Mascaró era la compañera de su infancia; se querían con la ternura del cariño; ¿pero amor?… No; él se había imaginado amarla antes de conocer a cierta persona…
—Luego me he convencido de que solo puedo amarla a usted… Mi padre murió creyendo que yo voy a casarme con esa muchacha. Los de su familia creen igualmente, como algo indiscutible, que seré su marido apenas haya terminado este viaje que ellos se imaginan motivado por negocios de mi herencia… Usted sabe la verdad. Yo vengo para decirle que mi verdadera vida solo puede existir al lado de usted. La otra no es más que una amiga, una compañera, y si usted quiere…
Concha Ceballos hizo un ademán para imponerle silencio. Estaba pálida; su mirada era dura; tenía en su boca el estiramiento agresivo de las horas difíciles.
—No siga hablando —ordenó enérgicamente—; eso que usted dice resulta monstruoso. Yo deseaba callar, pero ya no es posible. No añada una palabra: se avergonzaría usted luego.
Y hubo en su voz grave tal expresión de escándalo, de protesta, que el joven quedó vacilante y desorientado, como si acabase de decir algo inaudito, de cuya magnitud no se daba cuenta. Viendo la expresión interrogante de sus ojos, la otra continuó:
—Tuve que abandonarle en Madrid porque era necesario. Me atraía usted con la fuerza de un sentimiento que yo necesitaba mantener indefinido. Pero llegó una hora en que me di cuenta de que interpretaba usted mal ese sentimiento, y tuve miedo, el miedo que inspira lo monstruoso… Acuérdese de lo que ocurrió entre nosotros el mismo día que le abandoné al cerrar la noche. Confieso que yo le había besado antes, algunas veces, durante su delirio. Aquel día volvimos a besarnos a sabiendas, por mutuo consentimiento; mas al recibir su beso adiviné el terrible error que existía entre los dos; vi un peligro en el que solo puede pensarse con temblores de vergüenza… Y usted, ¡pobrecito mío! no tenía la culpa. ¿Cómo podía tenerla? Usted no sabía, y no era extraordinario que se equivocase… Pero yo sabía, yo sé, y por eso huí entonces, por eso he evitado después su presencia. Usted ha tomado por amor, tal como lo entienden las gentes, por una atracción natural entre hombre y mujer, lo que solo es…
Quedó indecisa y en silencio, como si no se atreviese a completar su revelación con nuevas palabras.
Durante unos momentos se interesó Florestán por este misterio que la otra dudaba en revelar. Luego su curiosidad pareció extinguirse. Como todos los que sienten la obsesión de una idea tenaz, volvió a la suya, por creer que era lo más importante en aquella entrevista.
—He venido a buscarla después de reflexionar largamente sobre mi vida futura. Lo que he dejado detrás de mí quedará suprimido, si usted quiere. No volveré a España. Olvidaré las promesas que haya podido hacer allá a causa de mi inexperiencia. Lléveme con usted para siempre…
Su voz se caldeaba con un ardor pasional. Había perdido su timidez de los primeros momentos. Concha adivinó una explosión inmediata de ruegos amorosos, de juramentos entusiásticos, de peticiones ansiosas, y con una voluntaria frialdad le interrumpió, preguntando:
—¿Se acuerda usted de su madre?…
Quedó el joven desconcertado por la incoherencia de esta pregunta en mitad de su declaración de amor. ¿Por qué se acordaba ella de su pobre madre, figura remota e indecisa que apenas si emergía visible en su pasado, como una silueta pálida?…
La señora Douglas continuó hablando, con los ojos bajos y una arruga vertical entre las cejas. Parecía avergonzada de sus palabras, y las iba murmurando con voz monótona, sin matices, lo mismo que si rezase una oración.
Recordó lo que le había contado el joven muchas veces en sus conversaciones de Madrid. No había visto nunca a su madre. Ni siquiera tuvo, cual otros huérfanos, el amor de una criada vieja que se encarga de cuidarlos en sus primeros años y les habla de la desaparecida, creando en su memoria una segunda personalidad inmaterial de la madre, como si la hubiesen visto realmente al principio de su existencia, cuando aún no podían discernir la forma y el valor de lo que pasaba ante sus ojos. Florestán, desorientado por lo que decía aquella mujer, iba asintiendo, sin embargo, con movimientos de cabeza.
—Sí; solo encontré en mi casa una fotografía antigua de mi madre, tan borrosa, que me era preciso verla con la imaginación más que con los ojos… Porque no conocí a mi madre, amé a mi padre mejor tal vez que la mayoría de los hombres quieren al suyo… Pero ¿por qué me habla usted de todo eso?…
Al fin se decidió ella a hacer emerger el inmenso obstáculo, lo mismo que los antiguos taumaturgos podían levantar masas inmensas con la sola energía de sus palabras.
—Hablo, de eso —dijo sombríamente— por dar contestación a lo que me pregunta, por justificar una huida que le parece incomprensible. ¿No ha pensado usted alguna vez en la posibilidad de que su nacimiento fuese otro que el que le contó con tanta brevedad su padre?… ¿No cree que puede haber existido más de un misterio amoroso en la historia juvenil del ingeniero Balboa, hombre apuesto e interesante, que viajó mucho por América y pudo conocer numerosas mujeres?…
Quedó mirándola Florestán, con los párpados dilatados por el asombro y la duda. No alcanzaba a entender por entero lo que pretendía decirle aquella señora. Y esta, deseosa de dar ayuda a su comprensión, volvió a hablar:
—Por eso me alejé de usted al ver que se equivocaba en la apreciación de mi afecto. Yo soy la única mujer en el mundo que no puede amarle como las otras mujeres… Suponer lo contrario sería horrible…
Florestán la interrumpió sonriendo con una expresión de duda, como si fuese a enunciar algo disparatado, pero al mismo tiempo con cierta inquietud en su voz:
—No pretenderá usted hacerme creer que es mi madre…
Ella levantó los ojos, le miró fijamente, y con voz lenta y fría, que parecía dejar caer las palabras, repuso:
—¿Por qué no puedo serlo?…
Hubo un largo silencio. El joven quiso repetir su sonrisa, pero esta se extinguió en sus labios apenas nacida. El gesto grave y doloroso de aquella mujer parecía aplastar su incredulidad. Se quitó el sombrero maquinalmente, a pesar de que estaba bajo los rayos del sol, y se rascó un lado de su cabeza, como si pretendiese restablecer con este frotamiento el orden de las ideas, alborotadas y revueltas, en el interior de su cráneo.
Los músicos de la boda coreaban una nueva romanza marineresca del tenor. Los grupos de paseantes iban del asfalto del malecón hasta la acera del restorán, agolpándose ante su verja. Ninguno de los dos oyó esta serenata napolitana, en pleno día, que iba atrayendo a todos los que transitaban por un extremo del paseo de los Ingleses.
—¡Veamos!… ¡Esto resulta absurdo! —dijo él con voz irritada—. Usted es todavía joven. Usted no tiene años para ser… eso que pretende ser…
Le miró ella con una conmiseración afectuosa y protectora.
—¿Cómo sabe usted mis años?… Las mujeres de ahora no tenemos edad. Somos eternamente jóvenes, hasta que una mañana, al despertar, dejamos de serlo para siempre. Yo soy más vieja, muchísimo más vieja que usted cree.
Siguió martirizándose el joven una de sus sienes con nervioso frotamiento, como si esto le sirviera para extraer nuevas dudas.
—Pero usted y mi padre no eran amigos. Hasta creo que se llevaban mal, y usted le envió cartas que le causaron grandes disgustos.
—Consecuencias del pasado —dijo ella—. Esa misma falta de amistad entre los dos prueba las buenas relaciones de otros tiempos. Tal vez no pudo aceptar nunca que yo me casase con otro hombre, después de habernos conocido allá en California. Bien pudo ser también que yo le odiase porque no quiso casarse conmigo.
—Tengo en mi casa documentos que desmienten todo eso… Mi partida de bautismo menciona el nombre de mi madre… Yo nací en Méjico. Es verdad que mi nacimiento fue cerca de la frontera de los Estados Unidos… pero en Méjico; y usted creo que no ha estado allí nunca.
Ella tuvo fuerzas para sonreír con una expresión maliciosa.
—En aquella tierra de revoluciones, y en una provincia lejana donde cambian con frecuencia las autoridades, no es difícil inventar cuantos documentos se necesitan… Su padre era un caballero, y procuró librar mi pasado de sospechas.
—¡Júremelo! —dijo Florestán con voz ruda.
—¿Para qué?… La prueba mejor es que una mujer de vida honesta y cierto rango social se decida a hacer una confesión tan dolorosa. ¡Qué esfuerzo, qué sacrificio interior, para revelar secretos de tal especie!…
Florestán parecía anonadado por estas explicaciones. Adivinó ella que empezaban a disgregarse sus dudas, y queriendo abatirlas completamente, fue añadiendo:
—A una mujer hay que creerla cuando se resuelve a decir cosas de tanta importancia. Es muy doloroso comunicar las verdades ocultas que entenebrecen nuestro pasado… Recuerde cómo en Madrid preferí huir, antes que hacerle saber una verdad tan cruel. Por mi gusto, nunca me hubiese acordado de ella. Pero ahora es preciso que usted la conozca. No quiero que interprete mal aquellas caricias mías cuando le vi en peligro de muerte. Es necesario que sepa lo que debemos ser el uno para el otro, y luego nos separemos guardando los dos un secreto que hasta hace un momento solo era mío.
Sonó a lo lejos, sobre la colina del antiguo castillo de Niza, el cañonazo anunciador de mediodía. Los dos estaban tan preocupados, que no oyeron la detonación. Él surgió de su ensimismamiento con la repentina energía del que se da cuenta de un peligro inmediato.
—¡Pero yo no quiero que nos separemos!… Yo necesito vivir junto a usted; necesito seguirla a todas partes… como lo que yo quería ser o como lo que usted afirma ahora que soy.
Dijo esto con tal fuerza, que el rostro de Concha perdió aquella máscara helada y dura a través de la cual iban pasando sus palabras.
—Y a pesar de lo que acabo de decirle, ¿quiere usted vivir siempre a mi lado?…
—Siempre… Tal vez no la deseo ya como antes: sería monstruoso. Pero necesito verla a todas horas, hablarla, seguirla a todas partes. No me atrevo a decir que la quiero como a una… como a eso que dice usted que es mía; pero la quiero siempre, ¡siempre! y necesito no dejar de verla.
Hizo ella un esfuerzo para que su rostro no reflejase la conmoción interior causada por este «¡siempre!» dicho con fosca energía. La felicidad y el amor se colocaban por última vez a su alcance. No tenía más que decir una palabra, lanzar una carcajada, fingiendo que todo había sido una broma, una estratagema, para poner a prueba su amor… Pero en seguida vio en su imaginación un banco de jardín, y ella en el banco, teniendo sobre su pecho una cabecita de joven que gemía ingenuamente para que le devolviese su novio… «¡Acuérdate que prometiste…!», gritó una voz imperiosa dentro de ella, voz que se extinguió al momento convencida de que no necesitaba decir más.
—Vuelva a su país, Florestán; viva en su tierra con los que le aman verdaderamente y están preparados para llevar una existencia tranquila, igual a la de usted. No se ocupe más de mí. Yo soy una aventurera, una caprichosa, que le sacará siempre de la órbita regular de su existencia para causarle daños. Funde usted una familia más completa y numerosa que la que formó su padre… Conozco a la niña que debe ser su esposa. Es la compañera que le conviene. Le admira, le adora; usted encontrará en ella respeto y supeditación, al mismo tiempo que amor.
Florestán, oyendo esto, sintió la necesidad de protestar, y esta protesta le hizo volver a sus antiguas dudas.
—¡Pero todo esto es absurdo! —murmuró—. Parece una pesadilla… ¡No puede ser! Hay algo que me avisa que no puede ser.
—Es la sorpresa, que aún le tiene desorientado y no le permite contemplar la verdad… Usted se acostumbrará a la verdad. Aún dura en su memoria la monstruosa imagen de mi persona, que le inspiró un amor material. Poco a poco conseguirá verme como lo que debo ser para usted.
El joven tomó una actitud resuelta.
—Si es usted mi madre, no me abandone. He pasado toda mi vida sin otra madre que una pálida imagen sobre un pedazo de cartón, y ahora que se me revela de pronto con una presencia real, ¿quiere usted abandonarme?… Sería injusto.
Ella le miró con ojos de lástima.
—Tuvo usted más suerte con su padre que con su madre. Mejor hubiera sido no decirle nunca la verdad; más preferible haberle conservado la otra madre a la que no vio jamás… Usted no me conoce. Soy una de esas aventureras que no han llegado nunca a tener casa fija ni familia, porque solo habitaron durante su vida la pasión. Soy una egoísta, incapaz de sacrificarme por nadie. Además, ¿qué sabe usted de mi pasado? ¿Por qué no puede guardar otras historias iguales a las de su padre?… Si permaneciese al lado de usted me vería obligada a envejecer, a vivir como debe hacerlo una madre… Prefiero vagar por el mundo sola, conservando mi juventud o la falsa ilusión de que aún la poseo.
Quedó como anonadada por este amontonamiento de perversidades que iba esparciendo sobre su pasado y su presente para ennegrecerlos. Luego sintió la necesidad de animar a Florestán, que permanecía con la cabeza baja y el sombrero en la mano, recibiendo sobre su nuca el cosquilleo cáustico del sol.
—¿Quién puede saber el porvenir?… Alguna vez volveremos a vernos. Iré a España cuando usted tenga hijos. Llegaré de pronto, como esas abuelas locas que aún se creen jóvenes y se presentan en el hogar de sus nietos, lo mismo que una golondrina aventurera que tiene hambre, que tiene frío, y luego de calentarse y descansar levanta otra vez el vuelo… Pero no confíe mucho en mí, no se enorgullezca de haber encontrado una madre. ¡Soy muy mala! Reconozco que no me sacrificaré nunca por nadie. Solo para abrirle los ojos y evitar un sentimiento desorientado he dicho la verdad.
Florestán seguía mirando al suelo y moviendo los labios:
—¡Pero esto no puede ser!… ¡Esto resulta absurdo!…
Volvió a fijar la mirada en ella, mas ahora resueltamente, como si acabase de adoptar una importante resolución.
—Hablaremos con más calma y más tiempo de nuestro porvenir. Ahora confieso que no puedo conversar tranquilamente. ¡Esa noticia tan inesperada!… ¡Qué confusión en mi cerebro!…
Asintió ella con voz lenta:
—Sí, será mejor separarnos.
Inmediatamente habló el joven de la necesidad de verse aquella misma tarde. Ahora la entrevista no podía durar más. Rina parecía impacientarse a causa de su largo aislamiento y hablaba a gritos al perrillo para recordar su presencia. El gozque japonés, incitado por su acompañante, lanzaba escandalosos ladridos.
Concha Ceballos hizo por instinto un ademán repelente al notar la insistencia con que el joven pedía que se viesen aquella misma tarde. ¡Repetir un sacrificio tan doloroso! ¡Mentir y mentir otra vez, cuando ella creía terminado para siempre su tormento!… Pero se dio cuenta de la necesidad de añadir una falsedad más.
—Iré a Monte-Carlo esta tarde, como los otros días. Nos encontraremos en el Casino. Podremos hablar a solas, sin miedo a que nos oiga mi amiga.
La seguridad de verla horas después tranquilizó al joven. Podría reflexionar sobre todo aquello tan inaudito que había escuchado; dispondría de tiempo para aportar nuevas dudas a su conversación. ¡Quién sabe!… Confiaba vagamente en esta segunda entrevista y otras que vendrían después; pero en realidad ya no sabía lo que deseaba. Sentíase atraído, lo mismo que antes, por aquella mujer, mas sin llegar a definir con certeza la calidad de sus sentimientos. Indudablemente era amor; pero ¿qué amor?…
—Separémonos aquí —dijo Concha—. Deseo que no me acompañe hasta el hotel…
—¿Quiere que vaya yo en su automóvil esta tarde a Monte-Carlo?
—Será mejor que me espere usted allá.
Él dudaba, como si presintiese un peligro, y repitió sus preguntas. Ella fue contestando con voz sombría, lo mismo que un eco.
—¿Me permitirá usted que tomemos el té juntos?…
—Tomaremos el té juntos.
—¿Nos veremos a las cinco?…
—Nos veremos a las cinco.
Dio su diestra al joven, y este la llevó a sus labios. Al sentir sobre su epidermis el contacto de aquella boca, retiró la mano con presteza, como si hubiese recibido una impresión candente.
Se alejó Florestán, después de saludar por última vez a las dos damas.
—Hasta la tarde.
Concha fue siguiéndolo con sus ojos, mientras se alejaba por la ancha avenida junto al mar, cada vez más pequeño, ¡más pequeño!… «¡Adiós!… ¡adiós!».
—Esta misma tarde nos vamos a París —dijo de pronto a Rina con un tono que no admitía réplica—; y antes de diez días habremos embarcado para Nueva York.
Pensaba en el bueno de Arbuckle, en sus propiedades de California, en aquel mundo nuevo que ofrecía para ella el atractivo de una renovada juventud. El otro ya no volvería a buscarla con el mismo ardor tenaz que después de su primera huida. Se llevaba atravesado el corazón. Sobre su pecho temblaba la saeta de la Duda, cimbreando su remate de plumas negras.
La montaña infranqueable se había levantado entre los dos. Dudaría frecuentemente de la veracidad de estas revelaciones. Dudamos hasta de las cosas más ciertas cuando se oponen a nuestros deseos; pero la semilla había caído en el surco, y la mentira solo necesita, las más de las veces, tiempo y alejamiento para convertirse a ciertas horas en verdad… Y si el destino colocaba de nuevo a este hombre ante sus pasos, el encuentro ya no resultaría peligroso. Como un escudo para defenderse de las locuras que embellecen y complican nuestra existencia, ella llevaría a su lado un compañero tranquilo, «de todo reposo», como el que había escoltado el principio de su vida independiente.
El tenor había vuelto a cantar su primera romanza, y ella contempló lo mismo que antes, con misteriosa visión subconsciente, océanos y puertos, auroras y puestas de sol.
Vieni al mare
Vieni al maaare…
Al mismo tiempo seguía con sus ojos a Florestán, ¡tan pequeño!… ¡tan lejano!… Iba a perderse entre los grupos que marchaban hacia la ciudad; entre aquellas gentes espoleadas por el apetito, atraídas por la imagen de la mesa puesta que estaba esperándoles.
—¡Y no le veré más!
Estas cinco palabras adquirieron para ella una importancia repentina, enorme. «¡Y no le veré más!…».
Sintió que sus duras y ágiles piernas de amazona se ablandaban, como si fueran a desprenderse en pedazos. Avanzó vacilante hasta un banco cercano y se dejó caer en su madera verde, con el desaliento del que teme no levantarse nunca por saber que están rotos los resortes de su voluntad.
¡Ay, la romanza dulzona de aquel cantor del mar!… ¡Qué estilete en mitad de su pecho!…
Varios transeúntes retardados, al pasar junto al banco, miraban con extrañeza a esta señora elegante. Se llevaba un pañuelo a los ojos, tosía, para disimular de tal modo los estertores de angustia que agitaban su majestuoso cuello de Juno morena.
¡Pobre reina Calafia! Su voz sonó dolorosa, suplicante, lejanísima.
—Rina, ¡niña mía!… Ponte un poquito delante de mí. ¡Que no me vean!… Necesito llorar.
Appendix A
FIN
Villa Fontana Rosa
Mentón (Alpes Marítimos)
Febrero-Mayo 1923
- Rechtsinhaber*in
- José Calvo Tello
- Zitationsvorschlag für dieses Objekt
- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. La reina Calafia. La reina Calafia. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-22FC-0