La Compañía de Jesús es una espada dirigida contra el progreso: su empuñadura está en Roma, y su punta, en todas partes.

Nota del transcriptor: La ortografía del original fue conservada.

TOMO PRIMERO

PROLOGO

I

No es ésta la mejor hora para hacer visitas. En este colegio se guardan muy bien las reglas, señor; no sé si la madre directora podrá recibirle pero a pesar de esto preguntaré.

Y el hermano Andrés, al decir estas palabras, se llevaba indolentemente una mano a su puntiagudo y mugriento gorro de seda, como queriendo medir con justo patrón un saludo que no fuera descortés, pero tampoco amable; uno de esos saludos que se guardan para las personas misteriosas que no se sabe de dónde vienen ni lo que quieren. Y sonreía con la expresión de un cancerbero, abriendo aquella bocaza frailuna, oscura, maloliente, de profundidad interminable y adornada en su entrada con tres dientes gastados, retorcidos y amarillentos como las fichas de un dominó de café.

Aquel portero de religioso colegio, en su juventud lego de las disueltas órdenes religiosas, defensor después del Altar y el Trono a las órdenes de Cabrera, criado de los jesuitas en Francia y en España y empleado por fin de la pensión del Corazón de Jesús, miraba al recién llegado con la recelosa y hostil curiosidad propia de quien ha pasado casi toda su vida entre gente inquieta y aficionada a la sospecha, que cree la desconfianza un sentimiento natural y el espionaje un deber ineludible. Se veía en el hermano Andrés, con un poco de observación y a pesar de los estragos que la edad había hecho en su cuerpo flacucho, al antiguo lego, tosco, brutal, de puños tan férreos como su estómago y dispuesto lo mismo a barrerle la celda al padre prior como a empuñar el trabuco carlista; pero su posterior roce con los jesuitas habíale creado una nueva personalidad que se adaptaba sobre su antiguo natural como el traje sobre el cuerpo y en virtud de aquella cepilladura loyolesca sabía sonreír con mansedumbre evangélica, mirar a todas partes con los ojos fijos en el suelo y dar a su voz una entonación meliflua y humilde que hacía exclamar a más de una de las ricas devotas que visitaban el colegio: «Este hermano Andrés es un santo varón».

Y al santo no le caía muy en gracia aquel caballero, apeándose a la puerta del colegio de un carruaje con cierto misterioso recato, había entrado de sopetón en su portería. Había en él algo que alarmaba su olfato amaestrado en la sacristía y en las partidas carlistas, algo que el hermano Andrés había ya rotulado en su imaginación con el terrible título de tufillo liberal.

«Este hombre no es de los nuestros» —se decía el seráfico portero mirándole al sesgo con desconfianza—, y, efectivamente, todo en él se diferenciaba del aspecto de los asiduos visitantes del colegio. Estos eran buenas gentes que nunca hablaban alto, que decían al entrar ¡Ave María!, que preguntaban con cierta veneración por la reverenda madre superiora y de paso dirigían una sonrisa al conserje hermano en Cristo; que inclinaban la cabeza ante las innumerables estampas de santos de todas clases y tamaños que colgadas de las paredes de la portería convertían ésta en una verdadera corte celestial al cromo barato, y el recién llegado no decía una palabra sin mirar a los ojos de aquel a quien se dirigía; tenía un acento enérgico y vibrante que no se esforzaba en disimular, mostraba en sus ademanes una noble franqueza, había preguntado con desfachatez revolucionaria por la señora directora y al fijarse en los bienaventurados de vivos colorines que adornaban el cuarto, ¡horror de los horrores!, al hermano Andrés le había parecido que a los labios del incógnito apuntaba una fugaz y amarga sonrisa.

Además, aquel rostro moreno de facciones pronunciadas, aquellos bigotes gruesos de un color rubio oscuro con reflejos metálicos y aquella frente surcada por una arruga vertical, signo en ciertos caracteres enérgicos lo mismo de cólera que de contrariedad, por un no sé qué misterioso afirmaban cada vez más al religioso portero en la creencia de que aquel hombre que por su aire marcial parecía un antiguo militar no tenía nada de común con el Sagrado Corazón, con las monjas ni con sus visitantes.

«¿Si será alguno de esos revolucionarios arrepentidos que ahora han subido al poder?» —y esa consideración que mentalmente se hacía el portero, era la que le impulsaba a mostrarse fríamente amable y no contestar con aquella insolente sequedad que guardaba siempre para los impíos poco temibles.

—Voy a ver si dan permiso para que usted pase, y entretanto puede usted descansar aquí.

Esto lo dijo el portero tras el largo silencio transcurrido después de las palabras con que recibió al recién llegado.

Nada contestó éste, y el hermano, que había tomado de las monjas la curiosidad femenil, no se resolvió a moverse sin practicar algún sondeo en aquel incógnito, que él calificaba de misterioso.

—¿Y qué nombre tendré que anunciar a la madre superiora?

—Es inútil; no me conoce.

—¿Creo que no vendrá usted por asuntos de ninguna señorita de las que están aquí a pensión?

—Vengo a ver a la señorita María Álvarez y Baselga, que hace tres años está en este colegio.

—Perdone usted, señor; aquí no hay ninguna señorita Álvarez.

—¡Cómo…! —exclamó con sorpresa el desconocido, mirando fijamente al portero.

—Usted se referirá sin duda —continuó éste tomando un aire de compungido servilismo—, a la señorita María Quirós de Baselga, condesa de Baselga.

Al oír estas palabras, el rostro de aquel hombre se transfiguró rápidamente, su habitual expresión noble y franca trocose en reconcentrada y feroz, y con voz temblona por la cólera, gritó:

—Eso de Quirós es mentira; la señorita Álvarez, esa niña…

Pero calló como si comprendiera lo ridículo que resultaba discutir sobre apellidos con un portero curioso, y mirando a éste con aire de superioridad, le dijo:

—Estoy perdiendo un tiempo precioso para mí. Anuncie usted inmediatamente a la señora directora que hay un caballero que desea hablarla.

El hermano Andrés obedeció saliendo de la portería no sin antes saludar a aquel hombre que tal aire de imposición sabía mostrar, y abriendo la mampara de pintados cristales se internó en el patio del colegio.

El incógnito sentóse en el conventual sillón de cuero del conserje y esperó, dejando vagar su mirada sobre los mamarrachos artísticos que recibían el homenaje del fanatismo.

Reinaba la calma propia de un edificio que, a pesar de encontrarse en la parte más céntrica de una ciudad, aunque no muy grande, bastante populosa, tenía la defensa que le proporcionaba el estar enclavado al extremo de una calleja sin salida que en su entrada de embudo recogía los ruidos propios de la vida y de la agitación para irlos disminuyendo y conducirlos amortiguados hasta las puertas del colegio donde se extinguían como temerosos de salvar los umbrales de aquella casa dedicada a las oraciones y a una educación tan religiosa como extravagante.

Cuando el distraído incógnito, saliendo momentáneamente de su ensimismamiento fijaba su mirada en la pequeña ventana de cristales algo empañados y orlada de estampitas que en la fachada se abría al lado de la gran puerta del colegio, veía a continuación de la mercenaria berlina, la callejuela en toda su extensión, solitaria, monótona y fría como la plegaria de una religiosa, y allá, a su término, el cruzar rápido de carruajes, el encuentro de transeúntes y todos los detalles propios de una vía concurrida, o más bien, de la arteria principal de una ciudad de provincia.

De vez en cuando, sobre el confuso rumor que se producía en la gran calle y que llegaba al colegio como el rugido de un mar lejano, dominaban gritos estridentes que se repetían con metódica precisión

Era el vocear de los vendedores de papeles públicos. Desde la portería no podían precisarse las palabras del oral anuncio, pero el desconocido lo había oído momentos antes y sabía lo que significaba.

Era la hoja extraordinaria que anunciaba cómo en la madrugada del día anterior el general Pavía había penetrado en el palacio de la Representación Nacional para disolver a viva fuerza las Cortes Constituyentes de la República.

El golpe de Estado tan esperado por los elementos conservadores se había realizado; la República no había caído aún de nombre, pero estaba muerta de hecho y el país buscaba ya con mirada indiferente cuál era el nuevo amo que iba a proporcionarle el soldado de fortuna, burlesco héroe del 3 de Enero.

Cada vez que sobre el popular rumor alzábase el estridente chillido de uno de los voceadores, el desconocido pestañeaba como queriendo alejar una idea dolorosa que venía a turbarle en sus meditaciones harto graves.

No tardó el portero en volver. Sus pasos tardos y acompasados sonaron al otro lado de la mampara de cristales, ésta se abrió y el hermano Andrés, asomando medio cuerpo, dijo con su eterna sonrisa:

—Cuando el caballero guste puede seguirme.

Levantose el interpelado, precedido de aquél, atravesó el patio y dejando a un lado la gran escalera, obra maestra de pasados siglos, propia de aquel viejo caserón, con su gruesa baranda de labrada piedra, sus berroqueños follajes, sus leones rampantes roídos por el tiempo, sosteniendo escudos borrosos y sus peldaños gastados y angulosos como encías viejas, subieron una escalerilla de construcción moderna y poco extensa que conducía al entresuelo, donde estaban la habitación y el despacho de la madre superiora y el salón para recibir a los visitantes.

El que ahora entraba en el colegio fue conducido al despacho, pieza que a más del indispensable crucifijo gigantesco, cromos devotos y estanterías con libros empolvados encuadernados en pergamino, ostentaba varios grandes cuadros, el uno fiel retrato del pontífice, puesto en seráfica actitud, y los otros representando imágenes de santos, bulas concediendo indulgencias y labores caligráficas de las educandas.

Cuando quedó solo el visitante, sentóse en una butaca y esperó mirando fijamente el blanco retrato del Papa. Un ligero roce consiguió muy pronto sacarle de tal contemplación, y volviendo la cabeza un poco le pareció columbrar por los resquicios que quedaban entre un pesado cortinaje y el hueco de la puerta, blancas tocas, ojos de mujeres y bocas que cuchicheaban suavemente.

La fugaz visión desapareció, el desconocido engolfóse otra vez en sus contemplaciones y por tres o cuatro veces volvió a mirar a la puerta, viendo siempre alguien en acecho, sólo que en una ocasión no fueron tocas monjiles lo que distinguió, sino una negra sotana y unos ojos de ave de rapiña que desaparecieron con la rapidez de las fantasmagorías del sueño…

El incógnito sonrió pensando en la revolución que había causado en el convento su llegada y que tal vez habría hecho más misteriosa con sus palabras el mastuerzo del portero.

De pronto la cortina se levantó y entró en el despacho la superiora: una buena moza que, a pesar de hallarse ya lejos de los cuarenta, ostentaba con cierta satisfacción femenil su carne fofa, pero blanca, tersa y sonrosada a juzgar por los abultados carrillos y llevaba con majestad, no exenta de coquetería, su blanca toca y sus gafas de oro.

Hablaba con gran corrección, pero a las cuatro palabras demostraba su origen francés, pues ciertas letras no podían pasar por su lengua sin ser graciosamente desfiguradas por aquella esposa del Señor.

—Dios guarde a usted, caballero —dijo al entrar—. Siéntese usted y diga en qué pueden servirle en esta santa casa destinada a educar a las jóvenes en el temor de Dios.

Y la buena madre, después de decir con gran calma estas palabras, sentóse majestuosamente en su poltrona, interponiendo entre ella y el visitante la mesa de trabajo cargada de papeles, de rosarios y de un sin número de baratijas religiosas, y clavó en aquél sus gafas deslumbrantes.

El caballero acercó un poco la silla a la mesa como para hablar más bajo, y con voz no muy segura, comenzó:

—Señora —(aquí la religiosa hizo un mohín de disgusto, como rechazando tan mundano tratamiento).

—Señora —volvió a decir aquel hombre como para demostrar que no retiraba la palabra—. Tengo gran prisa por terminar el asunto que aquí me arrastra, y en usted consistirá el verse pronto libre de mi presencia que de seguro la distrae de más graves ocupaciones.

—Diga usted lo que desea —contestó impasible la superiora.

—Acontecimientos imprevistos me obligan a salir de España. No sé cuándo volveré; tal vez nunca, tal vez muy pronto. Una reciente tempestad ha caído sobre mí y otros muchos, y voy lejos, aunque proponiéndome volver así que cese lo que hoy me empuja. En tal situación, señora, antes de partir a un destierro en el que tal vez pierda la vida, vengo aquí a cumplir el más santo de los deberes, el deber de padre, que es el que con más fuerza conmueve mi corazón. En fin, señora, vengo a ver a mi hija; déjeme usted que la dé un beso y me voy al momento.

Y aquel hombrón todo músculos y energía que en ciertos momentos miraba con una fiereza que no por ser noble imponía menos, al decir estas palabras hablaba con voz cada vez más temblona, y al final tiró con cierta violencia de sus grandes bigotes y se rascó en la frente como si con esto quisiera ocultar que sus ojos se ponían lacrimosos a causa de la emoción.

La superiora continuaba en tanto impasible con el aire de una persona que oye cosas que no entiende.

El desconocido tomó tal expresión por una muestra de extrañeza, y dijo, sonriendo con melancolía:

—No extrañe usted, señora, que casi me ponga a llorar. Aquí donde usted me ve, me he conmovido muy pocas veces y eso que en más de una he visto la muerte de cerca. Pero ya puede usted considerar lo que es un padre que en muchos años no ve a su hija y… además no sé si el beso que ahora la dé será el último.

Y el caballero, que luchaba por serenarse, pareció sentir nuevo enternecimiento.

Entretanto la monja despegó los labios y dijo con la solemnidad de una antigua Sibila:

—Debo manifestar a usted que no entiendo lo que dice ni a qué hija se refiere.

El interpelado se incorporó en su asiento con nervioso arranque, manifestando en su mirada la mayor extrañeza; pero después pareció reflexionar, y sonriendo, dijo:

—Es verdad; usted dispense, señora. En mi cariñoso aturdimiento he olvidado manifestar a usted a quién quiero ver y cuál de sus educandas es mi hija. Mi hija es…

—Ante todo, caballero —dijo la superiora interrumpiéndole—. Es la primera vez que veo a usted y por tanto excusado es preguntarle si ha sido usted el que ha traído a este colegio la señorita en cuestión.

—No la he traído yo.

—Ni la habrá conducido aquí alguien por encargo expreso de usted.

—No, señora.

—Pues ninguna de las educandas de la casa se encuentra en tal caso. Todas están aquí por la voluntad y disposición de sus padres o de las personas encargadas de su vigilancia.

—Señora, acabemos, y a ver si logramos entendernos. Yo vengo en busca de María Álvarez y Baselga, que es mi hija.

La monja hizo como quien repasa su memoria con gran detenimiento, y después dijo con sequedad:

—No hay aquí ninguna educando de tal nombre

—Señora —contestó el caballero con voz que iba inflamándose y tomando una entonación enérgica—, no perdamos el tiempo y vayamos rectamente al asunto. Aquí está la joven de quien hablo y necesito verla; si es que para entendemos debemos ir discutiendo apellidos le preguntaré ya que así usted lo quiere, en vez de por la señorita Álvarez por la señorita Quirós.

Y al nombrar este apellido, recalcó las letras con cierta amargura despreciativa.

—Eso es diferente —dijo la superiora—. Aquí está como educanda hace tres años, la señorita María Quirós y Baselga, condesa de Baselga, pero ignoro con qué derecho quiere usted verla.

—Soy su padre.

—Su padre murió hace mucho tiempo.

—¡Mentira! —exclamó el hombre con iracunda voz—. Aquel no era más que un miserable, un autómata que para sus fines particulares movieron los…

Pero al llegar aquí se detuvo como si el lugar en que estaba y el sexo y clase de la persona a quien se dirigía le hicieran variar de tono.

—Perdone usted, señora —continuó—, este rapto de cólera hijo de mi carácter arrebatado. Hace dos días que estoy fuera de mí y en algunos instantes me tengo por próximo a la locura. Créame usted, señora directora, créame pues le aseguro por mi conciencia de hombre honrado, de hombre que jamás ha mentido, que esa niña de quien usted habla, es mi hija. Usted tal vez me conozca, tal vez haya oído hablar de mí. Si la persona que trajo aquí a María, ¡a mi hija querida!, ha hecho ciertas revelaciones de familia de seguro que mi nombre no le será a usted desconocido.

Se detuvo un momento para estudiar el efecto que sus palabras causaban en la superiora, y al verla impasible, dijo con cierta satisfacción propia del que ostenta un nombre que no tiene por qué ocultar:

—Yo, señora, soy Esteban Álvarez, ex-comandante del ejército y uno de los pocos que huyen de su patria por no ver la deshonra consumada en la madrugada de ayer.

Y el que así se revelaba, bajó un instante la cabeza como para devorar la amargura que le causaban sus últimas palabras; momento que aprovechó la monja para fijarse rápidamente en el cortinaje que se había agitado ligeramente y dirigir una mirada a alguna persona oculta, a la que parecía decir: —¡Qué tal! ¿Me engañaba yo?

Cuando don Esteban volvió a fijar su vista en los espejuelos de la superiora, ésta con cierta desdeñosidad no exenta de evangélica lástima, dijo calmosamente:

—Efectivamente conocía su nombre, señor Álvarez. ¿Y quién lo ignora en España? Por desgracia hasta el fondo de las santas moradas en que se rinde culto a Dios, llega el infernal rumor del hervidero revolucionario y se conoce de oídas a los hombres impíos que olvidando los más preciosos sentimientos, declaran la guerra al cielo y a sus servidores, dirigen a las hordas armadas para destruir lo tradicional y venerando de nuestra patria y después en ese centro de escándalos que llaman las Cortes, tienen el satánico atrevimiento de negar la existencia del que es autor del mundo y algún día ha de juzgarnos. ¡Señor Álvarez, le conozco, le conozco bastante! Ojalá que su nombre no fuera tan popular, que con ello ganaría su alma y tendría más segura su salvación.

—No se trata de eso, señora —dijo don Esteban que había oído con impaciencia—. Deje usted a un lado todas esas apreciaciones nacidas de sus ideas políticas y religiosas y que yo respeto. No le he preguntado si usted conocía mi nombre por la fama que mis actos peores o mejores le han dado, sino por haberlo oído en sus conversaciones con la persona que aquí trajo a mi María.

—La condesita de Baselga fue traída a este colegio por su tía, la señora baronesa de Carrillo.

—Justo. ¿Y nada le ha dicho a usted de mí esa señora?

—No creo que la baronesa, persona devota y temerosa de Dios como pocas y perteneciente a una de las familias más ilustres, haya tenido nunca relación con los hombres de la República.

Estas palabras con acento melifluo causaron a don Esteban el efecto de un latigazo e incorporándose en el asiento contestó:

—Valiente jesuitaza es la tal señora, y en cuanto a que yo haya podido tener relación con ella, cosas hay que tal vez usted no ignore (aunque finja lo contrario) y que nos ligan muy de cerca. En fin, señora, terminemos. Hágame usted el inmenso favor de que pueda ver a mi hija un solo instante.

—Aquí no tiene usted ninguna hija y extraño mucho que un hombre como usted, a menos de haberse vuelto loco, venga en circunstancia tan crítica para su seguridad, cuando tal vez le buscan para castigarle por sus excesos, a perturbar la tranquilidad de esta santa casa.

—Tiene usted razón, señora —dijo don Esteban con tristeza—. Me encuentro en circunstancias muy críticas y esto es lo que más debe moverla a acceder a mis deseos. En la madrugada de ayer cuando vi mis ilusiones deshechas y que todos huían olvidando su deber creí volverme loco y mi único pensamiento fue defender lo que tanto nos había costado alcanzar: esa República que ustedes maldicen y en cuya caída pueden reclamar parte pero cuando me convencí de que la resistencia era imposible, de que estaba próximo a perder mi libertad y que lo más racional era la fuga, mi ferviente deseo consistió en ver a mi hija, al único ser que me liga a este mundo y por eso exponiéndome a la venganza de rencorosos enemigos que me odian por mis pasadas hazañas y me temen a causa de lo mucho que aún puedo hacer para que reviva la República, exponiéndome, digo, a tantos peligros, he abandonado Madrid, no para huir rectamente a Francia como aconseja la conveniencia, sino para venir antes a esta ciudad a contemplar, sin duda por última vez, al ser inocente cuyo recuerdo llena mi existencia y derrama dulce calma en mi ánimo cuando me encuentro amargado por las luchas de la vida. Mi mayor felicidad sería lograr que mi hija, ¡mi María!, me acompañase en el destierro que me aguarda, que fuese mi sostén en la vejez prematura que las circunstancias me preparan; pero sé muy bien, señora, que esto no lo lograré, pues ni usted me dará mi hija, ni yo a los ojos de la sociedad tengo derecho para reclamarla; pero ya que esto es imposible, señora, no ya como a directora de este establecimiento, como mujer de tierno corazón, como ser que aun recordará las tiernas caricias del hombre que la dio la existencia, la pido que antes de que yo parta, me deje besar a la pobre niña víctima en su nacimiento de un miserable engaño y sobre la cual un oculto poder que no quiero nombrar, porque con ello heriría la susceptibilidad de usted, parece que arroja una maldición. Señora, ¿quiere usted concederme lo que le pido?

Calló don Esteban y esperó ansiosamente la contestación de la religiosa; pero ésta no parecía apresurarse en hablar, por lo que aquel pobre padre añadió para reforzar sus anteriores palabras:

—Señora; en nombre de ese ser ideal, todo amor y bondad que continuamente tienen ustedes en los labios, en nombre de Dios, no niegue usted tan mezquino favor a un hombre que lo pide cuando más abrumado está por la desgracia.

La superiora como mostrándose ofendida de que don Esteban introdujera a Dios en la conversación, se incorporó en su asiento y con voz acompasada después de envolver a su interlocutor en una mirada de olímpico desdén, dijo por fin:

—Este colegio, caballero, tiene reglas estrictas aprobadas por la superioridad, de las que no puede salir y a las que yo no faltaré nunca.

—¿Acaso esas reglas pueden privar que un padre dé un beso a su hija?

—Ya le he dicho a usted antes que no es padre de ninguna educanda ni menos de la señorita Quirós por quien pregunta, y como tampoco le tengo a usted por pariente ni por amigo de la familia, de aquí que me vea obligada a negarle lo que pide, pues nuestras reglas prohíben que las educadas sean visitadas por personas extrañas.

—¡Yo persona extraña! —exclamó don Esteban con indignación—. ¡Yo considerado como un desconocido cuando vengo en busca de mi hija! Señora… acabemos ya, pues la paciencia me falta y me siento capaz, cegado por la indignación, hasta de faltar a las conveniencias que un caballero debe siempre a una señora, aunque ésta se muestre cruel tan sólo por obedecer los mandatos de la negra institución que la dirige y de la que es miserable ruedecilla sin conciencia ni voluntad en sus actos. Por última vez, señora; déjeme usted ver a mi hija.

Estas postreras palabras las dijo don Esteban en actitud humilde, suplicante, con los ojos casi llorosos y extendiendo sus brazos como si rogase.

Conmovía aquella hermosa figura varonil, en actitud tan tierna, pero en el rostro de la superiora no se notó la más leve emoción y contestó con su seco acento:

—También yo digo que acabemos, caballero. Se acerca la hora de comer para las educandas, tengo que presidir la mesa y mi presencia es necesaria arriba para otros asuntos. Creo que no podrá usted quejarse de la calma con que he estado oyendo sus palabras, mezcla confusa de halagos e insultos. Le perdono a usted y le ruego se marche, pues me urge quedar libre.

—¿Marcharme yo? ¿Y sin ver a mi hija? Señora, eso jamás lo haré.

Y don Esteban se afirmó en su asiento, como si pretendiera clavarse en él, y quedó en actitud provocativa, retando con la vista a la superiora a que lo arrojase del colegio.

Pronto abandonó tal actitud, para caer en una dulce abstracción. Llegaron a su oído, lejanas, amortiguadas y sueltas, algunas notas de armónium que sirvieron como de preludio a un coro de voces infantiles que estalló, a juzgar por lo lejano que sonaba, en el otro extremo del edificio.

La monástica calma que reinaba en el colegio permitía apreciar en sus detalles aquella agradable confusión de voces frescas, y aunque algo desentonadas y rebeldes a las reglas del canto, ingenuas y agradables, que evocaban en la imaginación grupos de atractivas cabecitas rubias o morenas y ramilletes de inocentes bocas entreabiertas por el indefinido anhelo propio de las soñadoras.

Don Esteban escuchaba con tal atención y arrobamiento, que su rostro había adquirido gran semejanza con el de los místicos que representa la pintura sagrada en los momentos de amoroso éxtasis.

En cada una de aquellas voces creía encontrar la de su hija, y tan pronto saltaba su imaginación de una a otra sin saber por qué, como acababa confundiéndose y dudando de su cariño de padre, que no le revelaba por el eco producido en el corazón cuál de los sonidos procedía de su adorada niña.

De pronto aquel hombre experimentó un rudo estremecimiento, una conmoción nerviosa que le sacó del rápido éxtasis, arrojándole nuevamente a la realidad.

Pensó en que su hija, aquel ser que llenaba de continuo su pensamiento, estaba allí, bajo el mismo techo que él, y que un ser sin sensibilidad, la monja que tenía enfrente, era el único obstáculo que se oponía a que él fuera a estrechar su tesoro entre sus brazos.

Esta última consideración conmovió su temperamento sanguíneo, terrible en las explosiones de ira. La sangre, agolpándose tempestuosamente en la cabeza, coloreó fuertemente su rostro, sus ojos brillaron con reconcentrado fuego, y con voz algo enronquecida dijo a la directora:

—Señora… No soy hombre que vuelvo atrás en mis propósitos. Me he propuesto ver a mi hija y la veré, por encima de todos los obstáculos que usted y las demás monjas opongan.

Y don Esteban, levantándose, dirigiose con marcial continente hacia la puerta, mientras la monja, haciendo la señal de la cruz sobre su frente, como si fuese a morir, y con un espanto teatral digno de mejor escenario, fue a cortarle el paso, interponiéndose entre él y la salida.

Ya llegaba el militar junto a la monja, ya extendía su brazo rígido y potente como un ariete para separar a la importuna de su camino, cuando la pesada cortina se levantó y entró en el despacho otra monja, o más bien dicho un hábito tieso y unas tocas mirando el suelo, bajo las cuales presentíase, aunque no con mucha certeza, que existía una cabeza y algo semejante a una inteligencia.

—Reverenda madre —dijo una voz gangosa que surgió por bajo de las tocas, tan lejana y apagada como si saliera de una caverna—, don Tomás acaba de llegar y desea verla.

—Que pase el buen padre.

La superiora dijo estas palabras después de examinar con una rápida ojeada a su enfurecido interlocutor y conocer que éste había experimentado una pasajera calma en su ira con el anuncio de la visita.

—El talento de nuestro director —pensó la superiora—, me sacará pronto de este compromiso.

II

Entró en el despacho don Tomás, arrastrando con tanta humildad sus hábitos clericales, que su tierna mirada parecía pedir perdón a la alfombra, porque la rozaba con los bajos de la sotana.

Su edad, unos cincuenta años; su estatura más que regular, su defecto físico saliente, un arqueo de espaldas que casi llegaba a ser joroba, y su rostro el de un hombre que en su juventud tuvo el pelo rojo y ahora, por causa de las canas, lo ostentaba de un color indefinido y sucio; sus mejillas chupadas, su boca contraída por una eterna sonrisa, mezcla de la mansedumbre del esclavo y de la abnegación del mártir, pero que en ciertos momentos desaparece para que pase con la rapidez del relámpago una expresión altiva, sarcástica y soberbia, que parece indicar que sobre aquellos labios está en su casa, pues representa el verdadero carácter del individuo.

En cuanto a los ojos, eran fieles imitadores de la boca, pues miraban con la dulzura de la paloma… cuando no tenían la misma expresión cruel, avarienta y cobarde del milano ladrón.

Saludó varias veces don Tomás con cierta cortedad, llevándose el mugriento sombrero de teja a la picuda nariz, hizo dos o tres genuflexiones, invocó la gracia de Dios para aquella santa casa y todos los presentes, y fue a sentarse en una silla inmediata a la que antes había ocupado don Esteban.

Este permanecía en pie en medio del despacho, mirando fijamente a don Tomás, que ponía su vista en todas partes menos en el rostro del militar.

Le conocía perfectamente don Esteban. Era el mismo cura que al entrar en el despacho había entrevisto tras el portero, atisbando en compañía de las monjas. Sin duda había seguido escuchando toda la conversación y entraba ahora como un recién llegado para auxiliar a la superiora.

—Maniobra jesuítica —se decía don Esteban—, buena para algunos imbéciles, pero que no sirve para mí. Este hombre debe ser de la célebre Compañía. Ahora veremos por dónde sale.

—Vaya, vaya —dijo en esto don Tomás, con su voz meliflua y humilde, al mismo tiempo que golpeaba acompasadamente una mano en otra bondadosamente—. He venido a interrumpir a ustedes y lo siento mucho. Ha sido una verdadera inoportunidad el llegar a estas horas. Lo único que me consuela es que el asunto no será de gran interés, ya que la buena madre me ha permitido la entrada.

—Mire usted, caballero —contestó don Esteban plantándose frente al cura con el aplomo de un soldado—. Ni cuanto esta señora y yo hemos hablado, ni el asunto que aquí me ha traído, le importan a usted nada, así es que hará muy bien en no mezclarse en ello. Por lo demás, le advierto que a mí no me gustan comedias en la vida, que las farsas las conozco inmediatamente, que usted ha oído escondido tras esa cortina, todo cuanto hemos hablado y que yo veré a mi hija a pesar de la oposición de esa señora y de la hipocresía de usted. Y den aún gracias que no me propongo llevármela, pues si en ello me empeñara, tenga por seguro que lo lograría aunque hubiera de pasar por encima de usted, de esa monja y de todas las gentes que encierra esta santa casa.

—Conozco muy bien a don Esteban Álvarez —contestó el cura con su eterna sonrisa—, para no dudar que sabe cumplir cuanto se propone, y más si es contra los respetos que se deben a las personas sagradas.

—Veo que no le es desconocido mi nombre y que no me equivocaba al creer que usted nos oía desde la puerta.

—Señor don Esteban —contestó el cura cambiando repentinamente su aspecto encogido y humilde por el aire de un hombre de mundo algo escéptico—. Con usted no valen engaños, cosa de que me alegro mucho, pues tampoco a mí me place la mentira. No he espiado tras esa cortina intencionadamente como usted cree; pero sí debo manifestarle que he oído sus últimas palabras y a lo que usted viene aquí.

—Sabe usted amoldarse a todos los caracteres —dijo don Esteban con rudeza—. Es usted un perfecto jesuita.

—¡Jesuita!, ¡jesuita! —exclamó el cura con un asombro angelical—. En España no hay jesuitas; los arrojaron ustedes el año 68.

—Eso no importa, saben disfrazarse muy bien tales parásitos, y si usted no lo es, merece serlo. Pero en fin, esto nada me importa. ¡Adelante! ¿Decía usted…?

—Que por deberes de mi ministerio hace tiempo que le conozco a usted de nombre. He sido por algún tiempo el confesor de la baronesa de Carrillo… No haga usted por eso mala cara. Mi dirección espiritual data de corta fecha; yo no conocía a la señora baronesa en la época que usted tuvo con ella y su sobrina la condesa asuntos de que no hay por qué hablar ahora. Continuando en lo que le decía, debo manifestarle que conozco sus pretensiones sobre la señorita Quirós, que se educa en este colegio por encargo de su tía la baronesa, su empeño en pasar por padre suyo y el cariño que dice profesarle, y por tanto, comprendo esta situación y me felicito de haber llegado en ocasión para servir de intermediario entre usted, víctima ciego de su arrebatado carácter y esta santa mujer que, esclava de sus deberes, no quiere faltar a las leyes del establecimiento que dirige.

La santa mujer, al oír que don Tomás en vez de apoyarla enérgicamente comenzaba por ceder, le dirigió una mirada, mezcla de sorpresa y reproche, a la que él contestó con otra rápida e intensa, que demostraba autoridad y parecía decir: —Confía en mí; de este modo lograremos más que con una ruda oposición.

—Según eso, ¿usted está dispuesto a influir para que yo vea a mi hija?

—Sí, señor; y al ruego de usted uno el mío para que la reverenda madre permita que venga aquí la señorita de Quirós. ¿Accede usted a ello, madre directora?

Esta, cada vez mas asombrada y bajo la fascinación de aquel hombre que parecía ejercer sobre ella una gran influencia, contestó haciendo con la cabeza un signo afirmativo.

—Ahora mismo —continuó el cura—, verá usted a esa señorita. Va usted a cumplir su deseo, pero antes, en interés a su bienestar y tranquilidad de corazón, le ruego que desista de su empeño y se retire.

—¿Qué quiere usted indicarme con tan extraño consejo?

—Que esa señorita le odia a usted, pues se estremece de espanto al solo nombre de don Esteban Álvarez.

—¡Imposible! ¿Temblar una hija ante el nombre de su padre? Eso es absurdo; alguna infame maniobra de los jesuitas, de ustedes, miserables, que pretenden robarme cuanto amo en el mundo. ¡A ver… pronto… venga aquí mi hija! Ahora más que nunca necesito verla.

Don Esteban dijo estas palabras con tal entonación, que la superiora temiendo volviera a repetirse la escena de momentos antes, hizo sonar el timbre de su mesa, ordenando a la hermana que se presentó en la puerta, que fuera en busca de la señorita Quirós.

Pasaron algunos minutos sin que ninguno de los tres pronunciara una palabra. Don Esteban, cruzando el despacho en paseo precipitado, la faz contraída y la vista fija en el suelo; la superiora, inmóvil, y don Tomás, pasándose de vez en cuando su repugnante pañuelo de hierbas por la cara y aprovechando tal telón para dirigir a aquella rápidas miradas de inteligencia.

Sonaron ligeros y menudos pasos al otro lado del portier; levantose éste, y entró en el despacho, con desenvoltura encantadora, una niña de ocho años, morena, de grandes ojos, de nariz un tanto gruesa, y llevando con cierta gracia ingenua el ingrato y desgarbado uniforme del colegio.

Saludó con un respetuoso mohín a la monja y al capellán y se quedó mirando fijamente a don Esteban como si quisiera adivinar quién era aquel desconocido.

Este no se pudo contener. Sonrió con el dulce entusiasmo de un iluminado que en sus desvaríos ve la gloria, y abalanzándose a la niña con los brazos abiertos dejó escapar las palabras de cariño que a borbotones acudían a sus labios.

—¡Hija mía! Cada vez eres más semejante a tu pobre madre.

La niña, al sentir el abrazo rudo y cariñoso a la vez, el cosquilleo de los bigotes y el besuqueo de aquella boca ávida, miró a su directora y al confesor del colegio como preguntándoles quién era aquel hombre.

—Señorita —dijo don Tomás poniendo por primera vez serio su rostro y dando a sus palabras cierta intención—, al señor lo conoce usted perfectamente. Es don Esteban Álvarez.

Fue algo más que emoción lo que aquella niña experimentó al oír tal nombre. Su cuerpecito tembló nerviosamente como si estuviera en presencia de un gran peligro, su rostro tornose pálido, y despojándose rápidamente de aquellos brazos que la oprimían, dio un salto de algunos pasos mirando a todas partes como si no supiera por dónde huir.

—¡Cómo! ¿Qué es esto? —exclamó con extrañeza don Esteban—. ¿Huyes de mí? ¿Huyes de tu padre?

—¡Mi padre! —dijo la niña con pasmo que la obligaba a balbucear—. ¡Qué horror! Usted no es mi padre. Usted es don Esteban Álvarez, el verdugo de mi mamá, el ángel malo de mi familia.

Don Esteban mostró en los primeros momentos un asombro cercano al de imbecilidad. Miró a su alrededor como si dudara de lo que había oído y dio algunos pasos hacia la niña; pero ésta, exhalando un grito de miedo, fue a refugiarse tras la superiora.

Este grito pareció volver a la realidad al angustiado padre. Miró con todo el furor propio de tan dramática situación al cura y a la religiosa, y rugió:

—¡Infames! Habéis hecho más aún de lo que yo creía. Auxiliados por una familia fanatizada no sólo me habéis separado de mi hija sino que la enseñáis a que se horrorice ante el nombre de su padre. ¿Qué espantosas mentiras habéis dicho a esa infeliz niña? ¿Qué tremendas calumnias habéis dejado caer sobre mi pasado? ¡Canalla vil! Hace un momento os despreciaba, pero ahora me causáis asco y temor; siento ansia de vengarme aplastándoos, y ¡por Cristo!, que no saldré de aquí, sin que sepáis quién soy, y cómo respondo a las maquinaciones del jesuitismo contra mi persona.

Y don Esteban, agitándose como un loco y hablando atropelladamente, agarró una silla, y levantándola como una pluma, se abalanzó sobre el cura y la monja.

Esta había perdido ya su presencia de ánimo y temblaba, pero el clérigo no se inmutó y fue retrocediendo hacia la pared, únicamente para ganar tiempo y poder decir antes de que descargara sobre su cabeza el primer golpe:

—Piense usted que los suyos han caído del poder, que el gobierno le persigue, y que si da usted un escándalo la servidumbre del colegio llamará a la policía, y resultarán inútiles todas sus precauciones para huir.

A las primeras palabras ya se detuvo don Esteban como si adivinara todo el resto. Aquel cura había sabido desarmar tanta indignación recordando hábilmente un peligro.

Como rendido por la realidad bajó lentamente su silla, recogió su sombrero, pasose una mano por los ojos como si despertara de un sueño cruel, y se dirigió lentamente a la puerta:

Cuando llegó a ésta volvióse pausadamente y abarcando en una mirada a la niña y a los dos seres sombríos, dijo:

—Confieso que sois muy fuertes y que se necesita gran energía para luchar con vosotros. ¡Adiós sabandijas infames! ¡Adiós jesuita! Derrama sin piedad tu saliva venenosa sobre mi historia; sigue tejiendo la negra tela de araña alrededor de esa familia cuya fortuna desea tu orden, y escarnéceme e insúltame cuanto quieras, que día llegará en que pueda devolverte golpe por golpe. Hoy el porvenir es tuyo, pues viene la reacción a hacer de la desdichada patria blanda cama para que te revuelques a su sabor. Mucha guerra os hice al triunfar la revolución, pero veo que aquella no ha causado gran mella en vosotros, y os juro que no seré tan blando el día en que nuevamente estén los sucesos de nuestra parte. ¡Adiós miserables! Seres sin piedad ni corazón, insensibles a todo sentimiento. Si tú eres la esposa de Dios y ese su representante, yo os digo que Dios es un mito, pues si existiera tendría méritos suficientes para ingresar en un presidio.

—En cuanto a ti, hija mía —continuó don Esteban con acento enternecido, algún día te acordarás con pena de este infeliz que ahora te causa espanto. Tal vez dentro de algunos años cuando te veas víctima de estas gentes que hoy te rodean, llames en tu auxilio a tu padre y éste no podrá acudir por haber muerto ya, o encontrarse lejos de la patria e imposibilitado de volver a ella.

Y el infortunado, al decir esto último, rompió a llorar y como si no quisiera dar tal prueba de flaqueza ante sus enemigos, salió corriendo de la habitación después de lanzar a su hija una postrera mirada de cariño.

Al pasar frente a la portería dio un rudo empujón al hermano José que quiso acercársele con su ademán obsequioso, y montando en el carruaje de alquiler que aguardaba a la puerta del colegio, gritó al cochero:

—¡A la fonda!

* * *

Al apearse don Esteban y atravesar el patio del hotel oyó que le llamaban y volviéndose tropezó con Benito, su antiguo asistente, después ayuda de cámara y en el momento compañero de aventuras políticas.

—Arriba en el cuarto aguardan, don Esteban. Son varios correligionarios de esta ciudad que desean saber por usted la actitud que deben tomar.

—¿Cómo han sabido que estamos aquí?

—No lo sé. ¡Qué diablos! Cree uno que no lo conocen, y donde menos lo espera… En fin, que esto nos demuestra la necesidad de marcharnos a Francia cuanto antes. Esta tarde a las cuatro sale el vapor para Marsella.

—Arréglalo todo para embarcarnos a tal hora, y alejémonos pronto de aquí. Ahora vamos a ver qué quieren esos amigos aunque yo no tengo hoy la cabeza para estas cosas.

Cuando don Esteban entró en su habitación levantáronse de sus asientos para saludarle respetuosamente tres hombres de rostro honrado y enérgico que por sus trajes demostraban pertenecer a esa clase de pequeños industriales que son el principal nervio del país y el primer elemento de toda revolución.

Venían a cambiar impresiones, a recibir órdenes, a ofrecer su vida y la de algunos centenares de amigos en defensa de la forma de gobierno que acababa de caer. Habían sabido, por un compañero que reconoció a don Esteban al bajar del tren, que el célebre agitador se hallaba en la ciudad y deseaban ponerse a sus órdenes si es que el antiguo revolucionario quería desenvainar la espada vengadora contra los pretorianos del 3 de Enero.

Aquellos honrados patriotas demostraban en su palabra defectuosa, pero firme, una completa confianza. Aun no era tarde; la reacción había triunfado en Madrid, pero todavía podía desvanecer tal victoria una protesta armada en las provincias y para ello nada mejor que iniciarla en una capital de importancia.

Don Esteban oía con agrado aquellas valientes proposiciones y por única contestación decía con triste acento:

—No puede ser: es ya muy tarde. Juzgamos por nuestro entusiasmo al país y éste se halla frío e indiferente.

Cuando los revolucionarios agotaron todos sus argumentos para convencer a don Esteban, éste les dijo:

—Es inútil que ustedes insistan. Saben hace ya mucho tiempo que estoy dispuesto a todas horas a dar mi vida por las doctrinas que profeso; pero en esta circunstancia no me arriesgaré a nada porque conozco perfectamente la situación. Nuestra República ha caído en medio de la mayor indiferencia del país; triste es confesarlo, pero entre nosotros debemos guiarnos ante todo por la verdad. Nació cuando menos lo esperábamos y más por las desavenencias de nuestros enemigos los progresistas que por nuestro propio esfuerzo; se implantó sin ser precedida de esas tremendas pero saludables convulsiones revolucionarias, y ha sido semejante a esas criaturas exiguas y débiles que al venir al mundo no producen a sus madres los dolores de un laborioso parto, pero que en cambio carecen de vida y llevan en su sangre la más espantosa anemia. Creedme, ciudadanos, no nos empeñemos en dar vida a un feto abortado. La República vino cuando la nación estaba ya cansada por las repetidas e infructuosas agitaciones de los partidos y lo que hoy desea el país es paz y por esto se irá indudablemente con aquel que se la dé. ¿Quién sabe si, guiada por tal deseo, aceptará dentro de poco la restauración monárquica? Afortunadamente, el espíritu republicano y federal existe cada vez más arraigado en el pueblo español y algún día fructificará dando resultados más firmes y duraderos. En resumen, amigos míos, guarden ustedes sus energías sin límites para el porvenir y no expongan en el presente, sin esperanza alguna, unas vidas que son preciosas y de las que necesita nuestro partido.

Los tres revolucionarios, si no convencidos, mostráronse anonadados por la certeza de tales observaciones, y se despidieron de don Esteban tristes por no poder realizar sus nobles deseos.

Algunas horas después don Esteban Álvarez y su fiel acompañante salían de la fonda en un carruaje cerrado, dirigiéndose al puerto donde se preparaba a levar anclas el vapor que semanalmente salía para Marsella.

III

—¡Qué escándalo, padre mío!

Estas fueron las primeras palabras que, elevando los ojos al cielo y poniendo las manos juntas en dulce actitud, pronunció la directora del colegio apenas don Esteban salió de su despacho y la niña fue internada nuevamente en el colegio.

—Efectivamente, reverenda madre —contestó el cura—, ese hombre es un pecador empedernido que para atacar a los representantes de Dios no vacila en insultar al rey de cielos y tierra.

—Decir que Dios… Vamos; que el cielo me libre de repetir, ni aun de recordar tanta blasfemia.

—¡Y atacar tan calumniosamente a nuestra compañía!

—A la Compañía de Jesús, reverendo padre; a esa inmortal institución del más grande de los santos: del glorioso que supo crear con su orden la más firme columna del catolicismo y del Santo Padre.

—Es abominable. Ese infeliz tiene a Satanás en el cuerpo…

—Y a Voltaire en la lengua.

El reverendo padre acogió con una amable sonrisa ese rasgo de erudición de la religiosa, y tras eso quedaron ambos silenciosos, como en un asunto importante, pero que ninguno de los dos quería ser primero en exponer.

—Ese hombre —dijo por fin la superiora, no pudiendo resistir más tiempo el silencio—, es un ser peligroso que algún día puede introducirse en la noble familia de Baselga, como ya lo hizo en otros tiempos, y matar la santa influencia que sobre ella ejerce la Compañía.

—Eso no puede ser reverenda madre; don Esteban Álvarez no volverá nunca a España.

—Padre mío, las amnistías políticas son frecuentes en este país, y aunque ahora se vea perseguido ese hereje, pronto podrá volver a España.

—Eso sólo sucedería si nuestro hombre fuera culpable sólo de delitos políticos; pero ya arreglaremos las cosas, de modo que aparezca complicado en delitos comunes para los que no haya indultos y que forzosamente conduzcan a un presidio. Esto le mantendrá alejado de España mientras viva.

—No es eso fácil, padre.

—¡Santa mujer! Para la Compañía no hay nada difícil. Don Esteban Álvarez meses antes de la caída de Don Amadeo, mandó partidas republicanas en los montes de Cataluña, y ya sabemos que en España esa guerra irregular de guerrillas siempre es causa de atropellos, de los que bien pueden sacarse responsabilidades criminales para hacerlas caer sobre quien convenga. Nosotros tenemos en todas las esferas buenos amigos que nos sirven, y además los sucesos políticos no pueden marchar mejor. Esto va, reverenda madre, y pronto quedará desvanecido el andrajo de revolución que aun nos cubre. Dentro de poco, o triunfan los carlistas, cada vez más poderosos en el Norte, o surge victoriosa la restauración borbónica en la persona de don Alfonso. Nosotros jugamos en ambas partes, ayudaremos a las dos causas, y resulte quien quiera victoriosa, los amos seremos siempre nosotros; ved, pues, si podemos lograr que ese hombre peligroso no vuelva a España.

—Admiro vuestro talento padre.

—No, hija; entusiasmaos ante la grandeza de la institución de la que formamos parte. Deseando extender la gloria de Dios, trabajamos sin descanso con el santo propósito de que el mundo entero adore su poderío tomándonos a nosotros como intermediarios. Grande es la empresa, inmensos medios se necesitan para ella y por esto no hay misión más noble ni meritoria a los ojos de la divinidad que la que ahora os toca desempeñar dando a Dios el alma tierna de una joven y al tesoro de la Compañía una respetable fortuna que nos pertenece y que hace tiempo vamos persiguiendo.

—Padre mío: humilde sierva soy del Señor, pero haré cuanto pueda por dirigir las aficiones de esa niña a la más santa de las vidas, y que su fortuna venga a aumentar el tesoro de la gran empresa… para la mayor gloria de Dios.

—Él os premiará, hija mía. Mucho tenemos que batallar para alcanzar la conquista del mundo y que en él se inaugure el verdadero reino de Dios; pero lo lograremos, reverenda madre, lo lograremos porque nuestro ejército es invencible; los años pasan sobre él sin hacer mella, los huecos que la muerte causa en sus filas se llenan inmediatamente y camina sin descanso lentamente a la sordina, siempre con el mismo derrotero y a la conquista de idéntico fin. La impiedad no supone obstáculos y los saltamos, escudados en nuestros santos fines no reparamos en los medios, nuestras armas invulnerable son el oro, cebo eterno de los mortales y la persuasión dulce y embriagadora cuyo secreto poseemos; todo cuanto el diablo inventó para halagar las pasiones de los hombres lo empleamos para la mayor gloria de Dios y seguimos adelante tranquilamente y confiados, más que en nuestro propio valor en los estatutos de la orden que la hace inmortal. ¿Qué importa que nosotros, soldados de Cristo y del Papa, pasemos rápidamente por la esfera de la vida sin darnos cuenta exacta de las conquistas que realizamos, si sobre nuestras tumbas queda siempre ese ejército invencible, esa sublime Compañía, eterno fénix que renace sobre las cenizas y que no descansará hasta el día del triunfo?

—¡Oh! Seguid, padre mío, seguid —dijo la superiora, a través de cuyas gafas se escapaba el brillo del entusiasmo—. Decidme esas palabras que me llenan de vida.

—Tened fe en el porvenir de nuestra orden y cumplid con entusiasmo la misión que ella os confíe. El mundo será nuestro. Las primeras fortunas de la tierra irán entrando poco a poco en nuestro tesoro. La confesión, el continuo consejo en el seno de las familias y la dirección espiritual realizarán tales milagros. Poco a poco nos apoderaremos en todos los países de las principales fuentes de producción; llegará un día en que el comercio y la industria de la tierra serán nuestros y entonces sonará la trompeta apocalíptica y comenzará el reinado de Dios. El Papa será el rey del mundo, la Compañía de Jesús estará como ahora encargada de dirigir al Santo Padre, y esos reyes, manada de imbéciles a quienes los revolucionarios atacan con razón, serán al frente de sus Estados simples gobernadores obedientes a la autoridad pontifical y al mandato de la Compañía. Cada nación por grande que sea, equivaldrá a una provincia del inmenso estado de la Iglesia, ideal gigantesco que un día soñó el gran Gregorio VII y que realizaremos nosotros los hijos de San Ignacio. Acabará esa escandalosa doctrina que se llama democrática; la libertad morirá porque los pueblos han de ser cual los arbolillos de jardín, que son más hermosos al crecer guiados por la férrea mano del hortelano; eso que llaman progreso desaparecerá de entre los humanos; el hombre no creerá satánicamente, cual hoy, que lleva en su cabeza una cosa que titula razón y con la que quiere explicarse todo lo existente; el pensamiento universal, será la adoración a Dios y a sus representantes los compañeros de Jesús y el mundo ofrecerá el hermoso espectáculo de una vasta congregación de devotos dirigidos espiritual y materialmente por nosotros. ¿Os agrada el cuadro? ¿Sentís renacer vuestra fe al pensar que trabajáis por tan santa causa?

La religiosa hizo con la cabeza enérgicas señales de aprobación y don Tomás añadió cambiando su anterior tono de apóstol por el insinuante y dulce que le era peculiar:

—Pues para la sublime obra, la Compañía necesita dinero, mucho dinero. Cumplid, pues, vuestro encargo. Que la condesita de Baselga tome el hábito de religiosa y que sus millones ingresen en el tesoro que hace tres siglos venimos reuniendo… ad majorem Dei gloriam

PARTE PRIMERA: EL CONDE DE BASELGA

I. UN DEFENSOR DEL ABSOLUTISMO

En la madrugada del 1.° de julio de 1822, cuatro batallones de la Guardia Real salieron a la callada de Madrid y se trasladaron al Pardo, donde, con aire omnipotente, dispusieron que su amado rey el señor don Fernando VII recobrase todos sus derechos de monarca absoluto y que cayera el régimen constitucional nacido año y medio antes con la sublevación de Riego en las Cabezas de San Juan.

Fue aquello una chiquillada valiente que costó la vida a muchos infelices y en la que se dieron a conocer don Luis Fernández de Córdova y otros futuros generales que entonces eran simples tenientes o más bien dicho, pollos militares recién salidos del cascarón.

En aquella jornada preparada en honor del absolutismo monárquico, sonó por primera vez el nombre de don Fernando Baselga, conde de Baselga, que era un rapaz recién salido de la escuela militar, vivo de genio, despierto de mollera en lo tocante a travesura, gran amigo de los placeres y con el alma un poco atravesada, según decían sus compañeros; pero a quien se le dispensaban sus faltas, que no eran pocas, en gracia al alegre carácter y a la distinción caballeresca que sabía dar hasta a sus actos más ruines.

El subteniente Baselga, de la Guardia Real, era una esperanza para

Aquella corte de Fernando que se sentía molestada bajo la influencia liberal de la situación y deseaba el restablecimiento del absolutismo, lo que significaba la vuelta de aquellos tiempos de Godoy y Carlos IV, donde cada mañana se comentaban los escándalos palaciegos ocurridos en la noche anterior, sucesos capaces de ruborizar a un cuerpo de guardia y se rendía homenaje al querido de la reina, la que por su parte cambiaba de amante cada semana.

¡Aquellos fueron los buenos tiempos!, y no los que habían sobrevenido después de 1820, en aquella inaudita época constitucional donde los mismos revolucionarios que trastornaron a la nación en las Cortes de Cádiz, aquellos plebeyos insolentes y deslenguados, enemigos de Dios y de la propiedad, como eran Arguelles Martínez de la Rosa, García Herreros, y otros no menos nombrados, pisaban las alfombras del regio palacio con el carácter de ministros e iban a deslucir con sus casacas mal cortadas aquel brillante golpe de vista que presentaban los salones del rey, repletos de dorados uniformes, faldas de vistosos colorines y sotanas rojas o moradas.

Cuando el joven subteniente se hacía estas consideraciones, sentíase acometido de un furor sin límites. Aquello no era corte; el palacio real no pasaba de ser un campamento del pueblo, la ola democrática lo invadía todo y era preciso que los buenos servidores del rey se agrupasen a su lado para barrer a todos los negros y devolver al palacio su antiguo esplendor.

El condesito de Baselga experimentaba la misma desesperación del artista convencido de que posee condiciones para hacerse inmortal y que, sin embargo, no encuentra medios para darse a conocer del mundo.

El joven subteniente tenía la firme persuasión de que él podía ser el más brillante adorno de una corte, y se desesperaba al pensar que por culpa de los liberales, allí no había bailes, saraos, ni ninguna de las grandes diversiones de los antiguos tiempos, pues el rey se pasaba la mayor parte del año en sus posesiones campestres huyendo de los motines, asonadas y manifestaciones con acompañamiento de pedradas y palos que siempre venían a terminar frente a las ventanas de Palacio.

¡Si él hubiera nacido en otros tiempos…!

Ya se lo había dicho el revoltoso y viejo conde de Montijo el mismo que el año ocho acaudillaba, vestido de chalán y con el nombre de el tío Pedro, el motín de los lacayos y trajineros contra el favorito Godoy.

—Muchacho tú hubieras hecho una gran carrera, de vivir en la corte de Carlos IV.

Él no era ambicioso, no quería medrar; únicamente deseaba divertirse, y divertirse mucho, y para ello necesitaba un escenario digno de sus facultades, una corte donde menudearan las fiestas, las damas fueran traviesas, se tuviera alguno que otro duelo, y desde el rey para abajo todos fueran galanteadores.

Para eso había entrado él en la Guardia Real, y como tenía la completa seguridad, por informes fidedignos, de que Fernando pensaba de igual modo y se veía obligado a reprimirse por culpa de los vencedores liberales, de aquí que profesara a éstos un odio más vivo e inextinguible que el que pudieran inspirarle sus tradiciones de rancia nobleza.

Por esto olvidando momentáneamente el vino, la baraja y unas relaciones nada platónicas que más por amor propio que por pasión había contraído con una duquesa casi cincuentona, dama de honor de la reina, hízose hombre serio, metióse a conspirador y entendiéndose con su compañero de armas, el inquieto Córdova que era quien se avistaba continuamente con el rey y estaba en el secreto de la gorda que se preparaba contra los liberales, encontrose a los veintiún años convertido en terrible sedicioso, aunque no dejando por esto de ser tan superficial como de costumbre.

Aquel condesito de Baselga era un hermoso ejemplar de la especie de fatuos dañinos; y honraba tanto en lo físico como en lo moral a su privilegiada clase demostrando que en la nobleza no todas las familias degeneran a pesar de los incesantes cruzamientos entre individuos de idéntica sangre.

Su familia tan cargada de blasones y pergaminos como escasa en peluconas, habíase mantenido hasta entonces pegada al terruño en lo más aislado de Castilla la Vieja, odiando a la corte y considerando únicamente como iguales a los individuos de aquella nobleza rústica, que no doblaba el espinazo ante los favoritos de los reyes, nobleza que guardaba encerradas en sus casas solariegas las tradiciones de los feudales tiempos y que se comía sus cosechas al calor de la blasonada chimenea, teniendo por única ocupación la caza y por exclusivo esparcimiento la diaria misa mayor, las vísperas y alguno que otro rosario.

La guerra de la Independencia por un lado y las Cortes de Cádiz por otro, removieron toda la nación; los franceses a cañonazos y los diputados con leyes y decretos sacaron de su marasmo a clases que permanecían tan quietas como la momia de un Faraón en lo más hondo de la Pirámide, y aquellos restos semifeudales de la nobleza castellana fueron arrojados de sus vetustos caserones por el azar de las circunstancias y entraron en plena vida para contaminarse como todas las otras clases con el ambiente social.

Entonces, como tronco que arranca y arrastra el torrente de una inundación, el joven conde de Baselga fue desgajado del riñón de Castilla donde había crecido y llegó a Madrid contando como único capital el puñado de duros que cada seis meses le enviaba el cura de su pueblo como administrador de sus reducidos bienes señoriales y especialmente aquellas prendas físicas que, según testimonio de los expertos en achaques de corte, le harían ir muy lejos.

Sus progenitores habían muerto al terminar la guerra; su padre a consecuencia de fatigas experimentadas en la lucha contra los franceses, pues había querido organizar una guerrilla y de la campaña sólo había sacado escasa gloria, muchas penalidades y bastantes golpes, y su madre a causa de los numerosos sustos que la habían producido las continuas fugas y ocultaciones para no caer en manos de los invasores.

El condesito no tenía a los dieciséis años otro arrimo y amparo que el del duque de Alagón, gran señor de la corte con el que le unía un lejano parentesco, pero en esto le favoreció la suerte, pues llegó a Madrid en 1815 o sea cuando estaba en su período álgido la reacción, cuando el pueblo era feliz gritando: ¡vivan las cadenas y la Inquisición!, y España entera adoraba una trinidad tan respetable como la católica, compuesta por Fernando el Deseado, el exaguador Chamorro, bruto con suerte que tenía el privilegio de provocar la carcajada real relatando chuscadas del Matadero y el citado duque de Alagón, personaje respetable y necesario para la felicidad del Estado, cuyas funciones consistían en llevar la cuenta de los conventos de monjas que esperaban la visita de S. M. y acompañar al monarca en sus excursiones nocturnas a casa Pepa la Naranjera o alguna otra notabilidad manolesca que tenía el privilegio de distraer el fastidio de aquel a quien los predicadores de la época ponían en parangón con Dios.

Bajo la poderosa protección de tan digno personaje hizo el joven conde sus estudios.

Cerca de cuatro años invirtió en abrir un resquicio en su mollera a un escrúpulo de matemáticas y un poquillo de táctica y estrategia, pero como en aquel entonces tener un padrino como el duque de Alagón, equivalía casi a ser pariente del Espíritu Santo, pronto ingresó en la Guardia Real con el grado de subteniente y fue presentado al rey y a las principales damas de la corte.

No fue pequeño el efecto que causó en palacio, atendida la insignificancia de su posición. El monarca, que a la sazón andaba muy preocupado con la Constitución que acababa de jurar y las crecientes pretensiones de los liberales, desarrugó, sin embargo, el entrecejo y le dispensó una sonrisa y algunas chuscadas de su repertorio, con las cuales demostraba conocer las aventuras del joven subteniente, y en cuanto a las damas de la corte, señoronas de carne hinchada, mascarilla de colorete y peinado de tres pisos, le dedicaron las más insinuantes sonrisas y recogieron sus pomposos vestidos para que se sentara a su lado aquel nuevo manjar sano y apetitoso que llevaba en su interior la energía vital de cien generaciones libres de la anemia de las capitales y fortalecidas por la vida del campo.

En verdad que Baselga merecía tan afectuoso recibimiento.

Era el más hermoso animal que en muchos años había entrado en la corte para satisfacción del capricho femenil de las grandes damas.

Su esqueleto podía figurar por su tamaño y fortaleza en un museo y sobre sus huesos de gigante llevaba un apretado tejido de músculos y nervios capaz de desarrollar la fuerza del atleta y refractario a la enfermedad y a la fatiga. Su rostro tenía una expresión ceñuda que al sonreír se convertía en maligna; llevaba con mucha gracia el recortado bigote y las patillas a la rusa en moda entre los militares de entonces y a tantos encantos físicos se unían los de una educación distinguida, pues manejaba el sable como un cosaco, bebía sin caer, como un arriero, miraba con desprecio a todo hombre que no llevaba uniforme y jugaba con privilegio de ganar siempre, ya que todas sus fullerías sabía sostenerlas después como un matachín con la punta de su espada.

Los cuartos que le enviaba el cura, su corta paga, algún que otro socorro que le dispensaba su protector el de Alagón y las trampas en el juego, le permitían vivir con más boato que muchos de sus compañeros de armas y hasta se susurraba entre éstos que la duquesa madura cuidaba de su brillante aspecto renovándole el uniforme cada tres meses, con el fin de que se presentara como el oficial más elegante y apuesto de la Guardia.

Sus calaveradas y rasgos de carácter eran uno de los temas obligados en las tertulias elegantes, y hasta absolutistas tan ceñudos y malhumorados como el duque del Infantado y el padre Cirilo Alameda, reían a carcajadas al saber que Baselga se disfrazaba de majo e iba a las Cortes para tener el gusto de arrojar a los diputados cortezas de naranja, o se emboscaba al anochecer con algunos compañeros en la Plaza de Palacio, embozado hasta los ojos y con el sable desnudo, para emprenderla a cintarazos con los mozuelos y mujeres que se colocaban bajo las ventanas del regio alcázar llamando a Fernando «feo narizotas, cara de pastel».

Todas estas hazañas las consumaba el joven subteniente como en muestra de agradecimiento al rey y al duque de Alagón y para desahogar la rabia que sentía contra aquellos liberales que, con sus costumbres puritanas, impedían que fuera la corte lo que en los buenos tiempos y que en ella pudiera lucirse un descendiente de los héroes de la reconquista que se llamaba don Fernando de Baselga.

La fama de los despropósitos que continuamente cometía el calavera subteniente fue haciéndose tan grande, que llegó a oídos de Fernando, y éste, que entonces se ocupaba en urdir la conspiración número mil y tantas contra la Constitución que voluntariamente había jurado, en uno de los conciliábulos que a altas horas de la noche celebraba en su alcoba con Alagón, Infantado y el joven Córdova, habló a éste de la necesidad de interesar en el plan a Baselga.

—Señor —contestó Córdova con el desprecio que los hombres de genio guardan para los fatuos—, ese hombre será útil para cuando demos el golpe; pero, entretanto, puede comprometernos.

—No importa; háblale de mi parte. Es un bruto que sabrá animar a la gente y te evitará descender a ciertos trabajos.

El joven subteniente a quien el soberano había agraciado con tan hermosa calificación, recibió con el mayor placer las indicaciones de su compañero de armas, y estuvo a punto de desmayarse de satisfacción al saber que S. M., había pensado en él para tan delicada empresa.

Desde aquel momento se olvidó de todo para dedicarse exclusivamente a la vida de conspirador.

¡Qué actividad la suya! ¡Con qué elocuencia sabía hablar a sus compañeros para decidirles a que desenvainaran su espada contra el gobierno! A los amigotes de riñas y francachelas pintábales con arrebatada oratoria la necesidad que había de cortar a los liberales esto, aquello y lo de más allá; a los que sentían sus mismas aficiones entusiasmábalos describiendo lo que sería la corte así que la Guardia echara abajo la maldecida Constitución, y a los que se mostraban tímidos e irresolutos intentaba atemorizarlos diciéndoles con aire de matoncillo que así que triunfase la buena causa se procuraría hacer en las horcas una buena cuelga de aquellos que en los momentos de peligro no querían defender los sagrados derechos del rey.

Pronto tuvo Baselga terminados sus trabajos de preparación, y no debió hablar mal de ellos Córdova al rey, pues éste dirigía bondadosas sonrisas al subteniente siempre que lo veía en Palacio.

Por fin, llegó el momento de dar el golpe.

Con motivo de ciertas manifestaciones de desagrado que el pueblo hizo al rey, en 30 de Junio, cuando se retiraba a Palacio, después de asistir a la clausura reglamentaria de las Cortes, hubo sablazos y culatazos entre la Guardia y la milicia nacional, con el consabido acompañamiento de corridas y cierre de puertas.

Baselga comenzaba a estar en su elemento, y varias veces propuso a sus compañeros el dar allí mismo el grito de ¡viva el rey absoluto!, y volviendo a las Cortes, fusilar a todos los diputados.

Quería acelerar el movimiento con un acto disparatado, y ya que no pudo lograrlo en aquel momento, por la tarde lo consiguió, pues a las puertas del mismo palacio real, y por consejo suyo, unos cuantos soldados hicieron fuego por la espalda sobre don Mamerto Landaburu, capitán de la compañía de Baselga y a quién éste odiaba por sus ideas liberales.

Después de un crimen de tal importancia realizado al grito de ¡viva la monarquía absoluta!, ya no cabían vacilaciones.

La milicia nacional, la guarnición de Madrid afecta al gobierno y el pueblo caerían inmediatamente sobre los agresores y la conspiración quedaría desbaratada, lo que obligó a tomar a los conspiradores una resolución definitiva.

Cuatro batallones de la Guardia Real salieron aquella misma noche de Madrid, mandados por oficiales jóvenes y de poca graduación, pues el que más era capitán.

El conde Baselga iba al frente de medio batallón, contento de la aventura y con todo el empaque de un ilustre caudillo.

II. El 7 DE JULIO

Al anochecer del día 7 de julio, entre las gentes de alta estofa reunidas en los salones del palacio real, reinaba una alegría no exenta de zozobra.

Se esperaban graves acontecimientos para dentro de muy breves horas.

El rey, bajo frívolos pretextos, mantenía a su lado a los ministros liberales; los cortesanos comenzaban a tratar a éstos más como vencidos y prisioneros que como gobernantes, y fuera de las doradas cámaras, en las antesalas, escalinatas y patios, vociferaban los soldados de la Guardia que no habían seguido a sus compañeros en la insurrección, y permanecían allí para guardar la persona del soberano.

Aquellos pretorianos, actores indispensables de la tragedia que se preparaba, eran tratados como canónigos por la servidumbre de Palacio, que se extremaba en llenar sus estómagos para que así adquirieran nuevas fuerzas y supieran batirse firmemente con los liberales.

Los platos humeantes, recién salidos de los fogones, los fiambres costosos, las frutas raras, los helados exquisitos y los vinos, que hacía ya muchos años dormían en las bodegas de Palacio bajo espesa capa de telarañas y polvo, salían a borbotones por la puerta de las cocinas en brazos de diligentes pinches, y eran distribuidos entre aquellos mocetones uniformados, tan gallardos como brutales, que con el fusil bajo el brazo recogían el regalo del rey y lo partían alegremente con sus amigas, alegres mujercillas que habían llegado de los barrios más extremos de Madrid al olor de la fiesta.

Las antecámaras estaban convertidas en comedor, y cada rincón o hueco de escalera era un burdel.

La licencia soldadesca se posesionaba a sus anchas del regio alcázar, y el rey y sus cortesanos lo veían, pero callaban.

Convenía acariciar y sufrir antes de la pelea a aquellos perros de presa que iban a ser arrojados contra la Constitución.

A intervalos aparecía en los tejados del Palacio una gran linterna roja que se movía con señales de telegrafía misteriosa, y a la que contestaba allá a lo lejos con idénticos movimientos otra del mismo color desde las alturas del Pardo, que ocupaban los batallones insurrectos.

Aquello, según las gentes enteradas de los secretos de Palacio, era la señal convenida entre el rey y sus pretorianos para que éstos cayeran sobre los liberales que defendían Madrid, y que se mostraban descuidados y muy ajenos de esperar ataque alguno.

La contestación que marcaba el farol del Pardo, produjo en los regios salones la más grata impresión.

Los cortesanos se felicitaban mutuamente, y los frailes y clérigos estrechaban las manos de los grandes de España y generales de salón, dándose plácemes por el próximo triunfo que devolvería a las clases tradicionales sus antiguos privilegios desterrando de la nación los demonios de la libertad y del progreso.

—¡Van a venir! —decía con gozo un obeso canónigo a un acartonado gentilhombre.

—Pronto tendremos absoluto a nuestro señor don Fernando.

—¡Absoluto! —exclamaba con alegría casi frenética y frotándose las manos el esférico prebendado—. ¡Absoluto! Eso es; y que podamos arrojar lejos de nosotros la polilla liberal.

Fernando, en tanto, rodeado de sus inseparables duques de Alagón y del Infantado y de otros cortesanos íntimos, celebraba con su chusca risa de canalla la mala jugada que les preparaba a los liberales.

Los cuatro batallones de la Guardia no anduvieron perezosos en cumplir lo prometido por medio de aquel extraño telégrafo óptico.

Seis días de inacción, de crueles indecisiones, y de ver que en toda España nadie se levantaba a secundar el movimiento, conforme el rey había prometido, destruyeron un tanto la disciplina militar e introdujeron el desorden en las filas.

Córdova hacía esfuerzos para que no se malograra aquella empresa de la que él era el alma.

Los liberales por una extraña apatía habían dejado a los guardias que permaneciesen tanto tiempo sublevados en los alrededores de Madrid; pero era de esperar que de un momento a otro cayeran sobre ellos, aplastándoles con el peso de su superioridad, y por esto los directores del movimiento decidieron tomar la ofensiva presentándose inesperadamente en la capital y poniendo de su parte la gran ventaja de la sorpresa.

El condesito de Baselga ayudó mucho a Córdova en la tarea de decidir a los compañeros a caer sobre Madrid.

Aquel matoncillo de corte deseaba con ansia tomar parte en una función de guerra y hacer contra la libertad algo más serio que darse de sablazos con los milicianos en la plaza de Palacio o de bofetadas con los patriotas que aplaudían en la tribuna de las Cortes.

El deseo de los más levantiscos se impuso a la cautela de los más prudentes, y los cuatro batallones emprendieron la marcha a las diez de la noche.

Baselga mandaba una compañía, y muchas veces volvió la cabeza durante la marcha para contemplar el ciento de altas gorras de pelo que en correctas líneas se movían detrás de él entre el bosque de cañones de fusil que brillaban al fulgor misterioso de un cielo sin luna, pero poblado de estrellas.

Allá abajo debía estar Madrid, el antro donde se guarecía el monstruo liberal que aquellos caballeros andantes del absolutismo iban a exterminar; y los guardias miraban ansiosamente hacia adelante como queriendo entrever los contornos de la población en la semioscuridad de la noche.

Cuando los cuatro batallones llegaron a las tapias de Madrid, apoderándose fácilmente de un portillo y entraron en la capital.

Cambió entonces el aspecto de aquellas fuerzas. Algunos de los reclutas de la Guardia, entusiasmados por el buen resultado de la sorpresa, gritaron: ¡viva el rey neto!, pero las escasas voces fueron ahogadas por los veteranos, soldadotes duchos en la guerra que llevaban sobre su pecho, en forma de cruces, el recuerdo de las más célebres campañas de la Independencia y a quienes la gente llamaba los barbones de Ballesteros por la gran afición que demostraban a dejarse crecer los pelos de la cara.

Había que caer por sorpresa sobre los liberales, era preciso no avisarles con gritos ni disparos, y por esto los batallones, a la desfilada y rozando las casas, fueron deslizándose a lo largo de las calles.

Aquellos paladines de la legitimidad monárquica avanzaban con la vil cautela del asesino que va a caer sobre el enemigo descuidado.

Pronto cesó tal situación. Al volver la cabeza del primer batallón una esquina, encontrose frente a una patrulla liberal que recorría vigilante la ciudad. Sonó un tiro, después una descarga y los vivas a la Constitución y al absolutismo se confundieron con el tremendo rugido de la fusilería.

Había ya empezado el combate y Madrid despertó de su sueño.

La milicia corrió a las armas, elevose en las calles un rumor semejante al bostezo de la fiera que despierta sorprendida por el primer tiro de los cazadores, y en los puntos más céntricos de la capital fueron reuniéndose los batallones de la milicia nacional y los patriotas armados que deseaban luchar por la libertad.

La plaza Mayor era el punto cuya posesión más interesaba a los insurrectos realistas y allí se dirigió la Guardia Real en varias columnas y siguiendo distintas rutas.

Baselga, sin separarse de Córdova, al que profesaba tanto respeto como admiración, púsose al frente de los quinientos hombres que iban a atacar la plaza por el callejón llamado del Infierno y denodadamente comenzó a avanzar.

Aquel truhán palaciego era valiente y tenía la audacia del bandido cuando se ve en peligro.

El tiroteo que se inició en la calle de la Luna había puesto en guardia a los defensores de la plaza Mayor, y al extremo de aquella angosta y oscura callejuela, bajo el amplio arco que daba acceso a la plaza, destacábanse, al rápido resplandor de los fogonazos, los enormes chacós de los milicianos terminados en orondos pompones y las figuras bizarras, aunque poco militares, de aquellos tenderos, abogados y oficinistas, que en días tranquilos jugaban a soldados con infantil complacencia y que en aquella noche, por uno de esos fenómenos raros que surgen en la historia cuando menos se les espera, se disponían a morir como héroes.

La espesa granizada de balas de fusil rugía en la estrecha garganta de la callejuela, salpicando las paredes, acribillando puertas y ventanas y derribando a los acometedores de los cuales muchos avanzaban apoyados a los muros y amparándose en sus huecos y salientes, mientras que otros, situados en el centro de la angosta vía, hacían fuego a pecho descubierto o desafiaban a la muerte, siguiendo adelante sin otra defensa ante su pecho que la punta de la bayoneta.

Baselga atacó con el ardor de un granadero. En el primer empuje se vio próximo a la sombría arcada, cuyas negras fauces se iluminaban con el instantáneo relampagueo de la fusilería; casi llegó a tocar con la punta de su espada aquellos grupos de azules capotes, charreteras encarnadas y gigantescos morriones que cubrían, como animada barricada, la entrada de la plaza; pero inmediatamente tuvo que retroceder, pues se encontró solo. Ninguno de aquellos guardias de tan reconocida bravura había conseguido avanzar tanto.

Los audaces estaban tendidos en el suelo y los demás se replegaban al fondo de la callejuela hostigados por las incesantes descargas de fusilería.

El condesito volvió a donde estaban los suyos y allí encontró a Córdova que, con el rostro contraído por el furor y los ojos saltando de sus órbitas, arengaba a los soldados y se disponía a cargar a la bayoneta, forzando de este modo la entrada de la plaza.

Formose la columna. Agitando sus espadas pusiéronse al frente los oficiales y aquella masa de hombres y de hierro que por bajo era monstruo de innumerables y veloces piernas y por arriba confusa aglomeración de bayonetas y colosales gorras de pelo, partió con arrolladora furia sobre el montón de milicianos que servía de inexpugnable muralla a la arcada y que esperaba el ataque con el frío y terco valor del hombre pacífico a quien el entusiasmo convierte en soldado.

La granizada de plomo no detuvo al monstruo de hierro en su precipitada carrera, el suelo de la calle tembló bajo tan uniformes y aceleradas pisadas, y sobrevino el choque, brutal, ensordecedor y furioso como el tremendo topetazo de dos bestias prehistóricas.

Las bayonetas de una y otra parte se cruzaron, buscando con rabia los enemigos pechos, los fusiles, todavía humeantes, voltearon sobre las cabezas esgrimidos como mazas de combate, y a las respiraciones jadeantes acompañaron rugidos de rabia, gemidos de dolor y vivas a la libertad y al absolutismo.

El brutal encuentro duró sólo algunos instantes. Pugnaron ambas masas por repelerse mutuamente; las filas de la milicia parecieron abrirse un tanto con los movimientos de la lucha y un gran número de guardias, aprovechando el claro, introdujéronse en la plaza con la audacia del que comienza a sentirse vencedor.

Un nuevo obstáculo vino a cerrarles el paso. Allí estaban hasta entonces inactivos los jinetes de Almansa, aquel terrible regimiento de caballería cuyos soldados y oficiales eran el núcleo de todas las sociedades secretas, y el principal elemento de las algaradas revolucionarias y que ostentaban el lema de Libertad o Muerte.

Cayó el tropel de caballos con arrolladora furia sobre la manga de guardias que iba introduciéndose en la plaza y éstos viéronse arrollados y obligados a retroceder.

Aquellos terribles liberales sabían pegar recio con sus sables, y cuantos intentaron oponerse a la carga cayeron acuchillados por los centauros de la revolución.

Deslizábanse los viejos soldados por entre los grupos de caballos pugnando por llegar al centro de la plaza; pero por todas partes encontraban cerrado el paso y tenían que retroceder esquivando con el fusil un diluvio de tajos y estocadas.

Baselga había sido de los primeros en penetrar en la plaza y quiso resistir antes que ser empujado por la caballería nuevamente al callejón.

A los sablazos de los jinetes contestó con toda su habilidad de consumado espadachín; pero en una de las ocasiones que levantó su espada, un sable resbalando a lo largo de ésta cayó sobre su hombro derecho arrancándole media charretera y rompiéndole la clavícula.

Cayó inútil el brazo a lo largo del cuerpo, su mano abandonó la espada y se consideró próximo a perecer entre aquel torbellino de hombres, caballos y sables que vertiginosamente le envolvía.

Afortunadamente para él la fuga de los guardias lo arrastró y con toda la vaguedad de un sueño vino a recordar cuando volvió a encontrarse en el fondo de la callejuela, lo que le había ocurrido en la plaza y cómo salió de ella entre empujones, golpes y bayonetazos esquivados, por aquella arcada tan valientemente defendida por los milicianos.

Baselga, al verse con los suyos que habían vuelto a rehacerse, recobró su habitual energía y para demostrar con cierta pueril complacencia que no hacía gran caso de la herida, creyó muy propio proferir algunas interjecciones contra aquella gentecilla de la milicia que tan dura era de pelar y con tanta tenacidad defendía su alabada Constitución.

Para ser unos tenderillos —como decía Baselga despreciativamente—, se batían muy bravamente aquellos milicianos que juzgaban la Constitución del 12 como el arca santa en cuyo interior se encerraba el tesoro de todas las verdades y la suprema felicidad.

Ni por un instante decaía el entusiasmo de los defensores de la plaza Mayor y nadie se hubiera imaginado horas antes que aquellos batallones de la milicia a los que daban cierto aspecto ridículo los honrados burguesillos de rostro bonachón y abdomen prominente haciendo esfuerzos por tomar dentro de su uniforme un aire marcial, pudieran llegar a tal grado de heroísmo.

Mezclados entre los milicianos que vivaqueaban desde el anochecer en la plaza, figuraban los principales personajes de la revolución, los que gozaban de más grande popularidad.

Riego, vestido de paisano y presentándose como un simple diputado, animaba a los milicianos con marcial elocuencia e interrumpía su peroración para coger el fusil de un herido y dispararlo contra los asaltantes.

El general Morillo, el héroe de las guerras de América, con aquel gesto avinagrado que le era característico, dirigía la defensa sin bajar de su caballo presentando fácil blanco a los tiros de los asaltantes.

El jefe de la milicia era el brigadier Palarca, aquel médico toledano que en la guerra de la Independencia abandonó la curación de enfermos para matar franceses y que a fuerza de seguir la original táctica de las guerrillas llegó a convertirse en un completo y popular caudillo y poco después en ardiente liberal.

Estos tres personajes mezclados con un sinnúmero de generales, diputados, periodistas y oradores de club, que eran la representación más genuina de aquella época revolucionaria, constituían el núcleo de la defensa, siendo como el alma de aquel gigante de hierro y fuego que alargaba sus brazos relampagueantes y estremecedores por todas las avenidas de la plaza.

La defensa en vez de decrecer con el tiempo, iba en aumento conforme transcurrían las horas, pues los liberales recibían nuevos refuerzos de los extremos de la capital.

Las columnas de la Guardia Real, lejos de manifestar debilidad al ver aumentado el peligro, redoblaban su empuje semejante al toro que se enfurece pugnando por derribar con la testa un resistente obstáculo.

Pronto tuvieron los sediciosos que luchar con un nuevo y terrible enemigo.

Los guardias desde el fondo de las tres calles por donde dirigían sus ataques, vieron rodar bajo las arcadas bultos informes e inanimados que arrastraban los defensores de la plaza produciendo sordo ruido.

Al poco rato ya no fue la fusilería únicamente la que barrió las calles. Un fogonazo más intenso que los anteriores enrojeció las sombras, sonaron detonaciones ensordecedoras y la metralla rasgó rugiendo el espacio para ir a incrustarse en aquellas masas de carne que se amontonaban, preparándose a un nuevo ataque.

Los cañones daban una terrible superioridad a los liberales y los guardias reconocían que era preciso apoderarse de ellos o resignarse a morir despedazados por aquella lluvia de hierro.

Preparáronse a hacer el último esfuerzo y ser a morir si necesario era antes que retroceder y ser barridos por aquel vendaval de plomo. Había que hacer callar a las bocas de bronce aunque tuvieran que obstruirlas con sus propios cuerpos.

Sin otro guía que la desesperación, rugiendo de rabia, en completo desorden y viendo abiertos a cada instante nuevos claros en sus filas, partieron veloces las columnas como si quisieran aplastar aquellas barricadas de hombres y cañones.

Estos redoblaron sus rugidos y pronto tuvieron junto a sus fauces de bronce el tropel de desesperados que buscaban la muerte aclamando al rey que a aquellas horas estaba en su palacio si no tranquilo bastante descansado.

Aquella lucha furiosa hasta llegar a la demencia tomó un carácter tan grandioso como el de los combates homéricos.

Los continuos fogonazos raspaban en lívidas fajas la densa oscuridad y a su instantáneo resplandor destacábanse los movedizos contornos de aquel gigantesco montón de hombres tenaces en su idea de permanecer firmes o de avanzar.

Con la fantástica y atropellada rapidez de las visiones del delirio, vislumbrándose en los instantáneos focos de luz que producía la pólvora, las casacas azules de los guardias con sus rojas franjas sobre el pecho a modo de alamares, las amplias levitas de los milicianos, las rojas charreteras en desorden, los rostros contraídos por el furor o ennegrecidos por la pólvora con la horripilante expresión de una imagen dantesca, las gorras granaderas y los morriones pugnado y entremezclándose y más encima un bosque centelleante de espadas y bayonetas, machetes y escobillones de artillería que se agitaban buscando la presa sobre quien caer.

Los cañones hacían fuego a quemarropa. Cada vez que rugían trazábase en la apretada masa de hombres un surco rojizo, retrocedía aquella con instintivo movimiento y en el claro que existía por un momento, tendidos en el suelo o pugnando por sostenerse, como espectros de una pesadilla, veíanse seres mutilados y horribles que se retorcían con las contorsiones de infernal dolor.

Aquello ya no era el combate de soldados civilizados, era la apoteosis de la guerra, desprovista de toda conveniencia y mostrándose en su salvaje desnudez. La pasión política y la desesperación convertía a los combatientes en fieras. Un poeta al describir la nocturna batalla la hubiera comparado en tal momento a un canto con estrofas de hierro y fuego entonado en loor de la brutalidad de los hombres.

No podía durar por mucho tiempo aquella hecatombe tan espantosa.

La Guardia más por irreflexivo espíritu de conservación que por miedo, retrocedió recibiendo por la espalda el fuego de sus enemigos; pero como avergonzada de su fuga apenas se reconcentró al extremo de las calles, volvió otra vez al ataque con furia todavía creciente.

Aquellos jóvenes oficiales, calaverillas de la guerra que habían efectuado la insurrección de la Guardia con la misma ligereza que una aventura amorosa, comprendían ya la terrible situación en que voluntariamente se habían colocado, veían claramente el compromiso terrible contraído con sus soldados a quienes llevaban a la muerte y con su rey que aguardaba al triunfo, y se arrojaban decididos sobre el enemigo pensando más en la muerte que en la victoria.

Hay que hacer justicia a aquellos jóvenes fanáticos del realismo absoluto, que acometieron la loca aventura del 7 de julio y ensalzar el valor heroico que desplegaron por tan despreciable causa.

El condesito de Baselga estaba fuera de sí.

Sentíase avergonzado y loco de rabia al pensar lo que dirían al día siguiente las duquesas de la corte sabiendo que los tenderos de la milicia, habían derrotado a los valientes y dorados mozalbetes de la Guardia; y esta idea horripilante le arrastraba al suicidio.

Ya no pensaba en penetrar en la plaza; tan sólo quería morir abrazado a uno de aquellos cañones que tanto daño causaban y que vinieran después las hermosuras cortesanas y hasta el mismo rey a contemplar el cadáver de tan glorioso mártir del absolutismo.

Guiado por tal idea, mostrábase bravo entre los bravos, marchando el primero en la columna a pesar de que sólo con gran dificultad podía mover su brazo derecho.

La metralla pasaba rozándole y hacía caer a los que más cerca estaban; pero ni una sola vez se desviaba para tocar a aquel insensato que le llamaba a gritos. Los rugidos de las cañones parecían a Baselga sarcásticas carcajadas de la muerte que se burlaba de un amante tan porfiado.

Varias veces llegó a tocar con su brazo casi inútil el bronce de aquellos cañones, y otras tantas retrocedió arrastrado por el reflujo de los asaltantes, que sólo por algunos instantes podían permanecer batiéndose cuerpo a cuerpo y recibiendo las descargas a quemarropa.

En más de una ocasión la bayoneta de un miliciano pudo atravesar su pecho con solo un ligero empuje; pero los defensores de la portalada le respetaron, admirando su valor y tal vez compadecidos de su juventud.

Iba ya acercándose el amanecer, las sombras eran cada vez menos densas y la Guardia, extenuada por tan gigantescos esfuerzos y cada vez más combatida por sus enemigos, convencióse de que era inútil su empeño.

Apenas esta convicción se extendió por las filas, aquellos bravos batallones, en los que figuraban los más aguerridos veteranos del ejército español, declaráronse en fuga.

Comenzaba el cielo a empaparse con la claridad de los rápidos crepúsculos del verano; esa luz azulada y vaga propia del amanecer, coloreaba los objetos, y los guardias, como horrorizados del desolador aspecto del campo de batalla, y aun del que ellos mismos presentaban, desordenáronse y apelaron a la fuga con dirección al palacio real en busca de asilo, como los facinerosos de las épocas de fanatismo que, huyendo de la justicia, se acogían al sagrado de las iglesias.

Los oficiales intentaron detenerlos; pero se vieron desobedecidos, arrollados, arrastrados por aquella vertiginosa corriente de hombres, y pronto los batallones, pocas horas antes de tan brillante aspecto, corrieron azorados, revueltos y en espantoso desorden, perseguidos de cerca por los defensores de la plaza Mayor.

Al entrar en la calle del Arenal, aguardábales una tremenda sorpresa.

Las fuerzas liberales que ocupaban la Puerta del Sol, acababan de recibir tres cañones del Parque y enviaron un certero golpe de metralla a aquel tropel de fugitivos.

Baselga marchaba de los últimos, avergonzado de tal huida y corría tan sólo para detener a sus soldados, que eran sordos a las voces de mando.

Cuando sonaron los metrallazos desde la Puerta del Sol, vio caer a dos soldados que iban delante, y al mismo tiempo sintió en una pierna un golpe semejante al de un tremendo garrotazo.

Miró… y estaba lleno de sangre. Algo entre angustia y asfixia subió de su estómago a la cabeza, parecióle que el suelo tiraba de él, y tambaleándose como un borracho, fue a tenderse con dolorosa voluptuosidad en el umbral de una gran puerta.

A través de la nube sangrienta que empañaba sus ojos, vio Baselga pasar por el centro de la calle con la rapidez de una tromba a los batallones de la Milicia y del ejército liberal, que, con la bayoneta calada, iban en persecución del enemigo.

Después, todo quedó a su alrededor desierto y silencioso.

Un rápido y creciente entumecimiento invadía el cuerpo de Baselga, y sus facultades se amortiguaban gradualmente.

Cuando estaba ya próxima a extinguirse en él la noción del ser, le pareció que alguien tiraba de sus hombros y lo arrastraba.

«¿Será esto la muerte que llega?» —pensó el destrozado realista.

E inmediatamente su cerebro quedó inmóvil, sumergiéndose en la sombra.

III. LA CASA MISTERIOSA

Desde principios del siglo, que llamaba la atención de los vecinos de la calle del Arenal y aun de los que no siéndolo pasaban a menudo por dicha calle, un gran caserón situado frente al antiguo convento de San Felipe Neri que tenía ese aspecto enigmático y terrible de los edificios sobre los que pesa una leyenda terminada en su correspondiente maldición.

Ancha puerta eternamente cerrada y casi revestida con las pellas de barro que sobre ella iban arrojando sucesivas generaciones de muchachos; largos y panzudos balcones aprisionando entre el labrado hierro de sus balaustradas espesas capas de polvo y telarañas que se extendían hasta cubrir las rotas vidrieras; paredes pintadas al fresco con escenas mitológicas y atrevidos aleros con canalones terminados en boca de dragón que en los días de lluvia arrojaban un verdadero diluvio sobre los transeúntes: éstos eran los detalles más llamativos y principales de aquella fachada que bajo la máscara de su decrepitud inspiraba horror a todos los vecinos.

En las rendijas de la gran puerta crecían bosques en miniatura que movían mansamente sus verdes cabelleras al pasar un transeúnte por cerca de aquella, y las ninfas y dioses olímpicos pintados en el muro, estaban descoloridos por la lluvia y los vientos y ostentaban con ademán triste unas carnes enfermizas y amarillentas que habían surgido muchos años antes sobradamente rosadas del pincel de un artista italiano.

Allí se encerraba un misterio; algo sobrenatural, algo gordo; que haría sin duda, estremecer de horror hasta erizar el cabello; pero aunque resulte triste el confesarlo, no andaban muy conformes las tradiciones del barrio acerca del terrible suceso ocurrido en aquella enigmática escena.

En tal caserón, lo mismo podía haber vivido algún maldito hereje que vendiendo su alma al demonio fue arrastrado por éste a la hora de la muerte con rayos, truenos y nubes de azufre a estilo de comedia de magia, que algún marido que terminara las adúlteras relaciones de su esposa dando de puñaladas a la amorosa pareja, y marchando después a un convento, no sin antes dejar bien cerrada la casa para que nadie pisara más el lugar del espantoso crimen.

Todas las leyendas de aquellos tiempos de fanatismo, credulidad y afición a lo absurdo, podían haber ocurrido en el caserón, incluso la de haber servido de fábrica a monederos falsos, que era lo que opinaba un barbero de la vecindad, hombre de cierta despreocupación y de eterno sentido práctico, que en punto a sus suposiciones se adelantaba algunos años a sus contemporáneos.

Sea cual fuere la historia de aquel caserón por todos desconocida y que a causa de esto cada cuál lo relataba a su modo, lo cierto es que en el barrio y en las gradas del fronterizo convento de San Felipe, lugar del célebre mentidero, era objeto de muchas conversaciones y de cierta preocupación respetuosa. Las viejas al pasar junto a él, hacían la señal de la cruz, los muchachos sólo en un arranque de audacia se atrevían a ensuciar su frontera arrojándola pellas de barro, y al cerrar la noche, más de un transeúnte al acercarse al tétrico edificio lo contemplaba con recelo y apresurado paso.

Por desgracia para los espíritus inquietos y amigos de novelería, pronto cesó aquel misterio, pues una mañana aparecieron abiertos los antiguos balcones mientras que por el ya franqueable portón entraban y salían a cada momento para arreglar las diligencias propias de una instalación laboriosa, unos cuantos criados entre los que se distinguían dos enormes negros y un vejete de aspecto tan ruin como repulsivo que miraba a todos con airecillo de superioridad.

Ocurrió esto a mediados de 1819, cuando la primera reacción anticonstitucional estaba ya próxima a terminar y los absolutistas se iban alarmando en vista de las muchas conspiraciones liberales que se descubrían y las inequívocas muestras de revolución que se notaban en las provincias.

Estaba entonces la curiosidad de las gentes más excitada que nunca, así es que a los pocos días ya sabían los vecinos de la calle del Arenal, quién era la persona atrevida que iba a habitar una casa de tan malos antecedentes.

Era la baronesa de Carillo, joven señora americana, viuda de un alto funcionario, muerto en Méjico por los insurrectos, y que venía a España para salvar su vida y la de muchas peluconas que constituían su fortuna, de los riesgos que pudieran correr entre el torbellino de la revolución.

Esto lo supieron los vecinos de boca de uno de aquellos negrazos a costa de pagar algunos vasos de vino en la taberna más cercana, y también lograron tener la certeza de que la tal señora era muy buena católica, y temerosa de Dios, pues en su viaje la había acompañado un sacerdote y eran muchos los curas que la visitaron en todas las poblaciones de importancia que atravesó en su viaje desde Cádiz a Madrid.

Esta última circunstancia tranquilizó a los curiosos vecinos y desterró de su ánimo toda sospecha de complicidad diabólica.

Una señora que estaba en tal intimidad con las gentes de la Iglesia, no podía tener ninguna relación con los malos espíritus que hasta poco antes, habían habitado aquella misteriosa casa.

Los sucesos públicos que a poco sobrevivieron, el ruidoso triunfo de la revolución y las agitaciones propias de un pueblo que al verse en posesión de su libertad experimentaba idéntica impresión que con un muchacho con zapatos nuevos, borraron muy pronto en los vecinos de la calle del Arenal la curiosidad que les producía todo lo que se relacionaba con el célebre caserón y sus habitantes.

Las algaradas continuas, los motines a diario, los frecuentes paseos nocturnos del retrato de Riego a la luz de las antorchas y las agitadas sesiones de los clubs patrióticos, eran motivo de pública preocupación y más que suficientes para que la gente se olvidara de los chismes y enredos de vecindad que poco antes constituían su delicia y eran el tema obligado de conversación.

Poco a poco en el transcurso de año y medio, el misterioso caserón de la calle del Arenal, a pesar de que su puerta sólo se abría varias veces cada día y de que la señora que la habitaba tenía cierto empeño en dejarse ver poco, se convirtió en una casa vulgar incapaz de llamar la atención de nadie

Si los compadres del barrio no hubiesen estado tan ocupados en los asuntos políticos y en vez de asistir por las noches a las tumultuosas sesiones de La Fontana de Oro, a oír los revolucionarios discursos de Alcalá Galiano, o a las Juntas organizadoras de la Milicia Nacional, hubiesen permanecido, como antaño, tomando el fresco a las puertas de sus casas, de seguro que hubiesen visto algo digno de ser comentado y discutido.

Casi todas las noches el postigo de la gran puerta se abría lenta y silenciosamente, casi al mismo tiempo que por la parte de Palacio aparecían en la calle dos hombres altos y recios que, a pesar de estar ya bien entrada la primavera de 1822, iban embozados en largas capas, semejantes a las usadas por los majos del Matadero.

Los dos embozados caminaban con afectada naturalidad hasta llegar a la casa, pues así que estaban junto al entreabierto portón, miraban a todos lados rápidamente y con alarma, acabando por desaparecer en la negra abertura que inmediatamente quedaba cerrada.

Aquellos dos hombres y alguno que otro cura, de aire humilde y sonrisa seráfica, eran los únicos visitantes de la señora de la casa.

Aunque en el calle no dominara, por causa de las circunstancias, el mismo espionaje que antes, no por esto faltaban comadres curiosas que se hicieran pronto cargo de tales visitas.

Una vez conocidas éstas, la curiosidad se interesó en averiguar más, y pronto hizo un gran descubrimiento.

En una corta temporada que la familia real residió en los jardines de Aranjuez, las nocturnas visitas quedaron interrumpidas.

La consecuencia que la curiosidad sacó de tal hecho, fue inmediata. Los dos embozados pertenecían a la corte y eran, sin duda, condes o duques que se rozaban con las personas reales.

Dos años antes, cuando el grito nacional era ¡vivan las caenas!, y la aspiración de todo buen español ser un gran servil tal descubrimiento hubiera bastado a aplacar la curiosidad de las vecinas, pues el deseo de saber lo que no las importaba, podía hacerlas dar con sus huesos en la Galera; pero no en balde se estaba en pleno período revolucionario y dominaba el deseo de conocer todos los secretos de los de arriba para hacerlos públicos y que el pueblo supiera qué clase de gentes eran aquellos nobles que se tenían por seres privilegiados.

Noches enteras pasaron las buenas vecinas tras las ventanas y rejas, espiando a los dos embozados, por si lograban distinguir sus rostros.

Pero fue inútil su intento, y no consiguieron distinguir la más pequeña parte de sus caras, cubiertas por las alas del sombrero, el embozo de la capa y la sombra de la noche.

La casualidad vino a satisfacer, por fin, los deseos de las curiosas.

Una noche (pocos días antes de la sublevación de la Guardia Real), el postigo se abrió como siempre y los embozados aparecieron al extremo de la calle, justamente cuando por la parte de la Puerta del Sol llegaba un mozalbete, a quien la sobra de alcohol hacía andar en zig-zag y que daba rienda suelta a su buen humor cantando con largos intervalos y algún relincho la copla liberal de 1813:

Un realista en un mesón,
llamaba porque le abrieran,
y tanto y tanto llamó
que le abrieron… la cabeza,

Los dos embozados, al ver aquel inoportuno transeúnte, procuraron evitar su encuentro marchando por el centro de la calle; pero el borracho con la tenacidad imprudente propia de los que están en tal estado, puso especial empeño en manejar sus poco obedientes pies, de modo que fuera a tropezar con aquéllos.

Yendo de un lado a otro de la calle, los unos por evitar el encuentro y el otro buscándolo, vinieron por fin a chocar.

El mozalbete dio con su barriga un fuerte golpe al más alto, y elevó su aguardentosa cara a la altura de su embozo, pugnando por deshacer éste, al mismo tiempo que exclamaba con ronca voz:

—¿Quién eres tú? Si tienes mucho frío, ven a echar unas copas.

El importuno se vio pronto sacudido por los dos embozados, que, sin preocuparse de que dejaban sus rostros al descubierto, le agarraron con sus manos, y después de moverlo en todas direcciones, le arrojaron al suelo.

El borracho cayó sentado, conmoviendo el suelo con sus posaderas, y en tan cómica actitud permaneció mucho rato, siguiendo con vista asombrada a los dos embozados, el más alto de los cuales reía estrepitosamente, procurando ahogar las carcajadas con el embozo.

Cuando ambos hubieron penetrado en el viejo caserón, el borracho, sin abandonar su acritud, rascose la frente, como quien duda, y al fin murmuró, con la satisfacción del que se despoja del peso de un secreto:

—Que me maten si esos no son Narizotas y su alcahuete.

Las vecinas que habían presenciado en sus escondites la anterior escena, oyeron estas palabras, que fueron para ellas una completa revelación.

Efectivamente; de los dos personajes, el más bajo tenía todo el aire del duque de Alagón, favorito de Su Majestad y autor de servicios semejantes a los que el jefe de los eunucos presta al Gran Sultán, y en cuanto al más alto, era sin duda, el ser privilegiado cuyo retrato, por la gracia de Dios, figuraba en todas las monedas.

En la puerta de dicha casa fue donde cayó herido el conde de Baselga.

IV. EL SEÑOR ANTONIO

De ser poeta el gallardo subteniente de la Guardia Real, el tiempo que permaneció sin volver a la vida le hubiera proporcionado tema suficiente para componer un poema describiendo las vaporosas fantasías de la nada.

Hubo un instante en que, perdió la noción de ser; pero este estado negativo desapareció, y del mismo modo que se sale de un sueño, no para despertar, sino para entrar en el ensueño, Baselga comenzó a sentir y a pensar, sin volver por esto a la vida real, pues entró de lleno en las nerviosas fantasías del delirio.

Sus oídos zumbaban como si fueran cañones conmovidos por ensordecedores disparos; le parecía que su cuerpo se hundía en un lecho de espuma de jabón, cuya profundidad no tenía término, y por encima de sus ojos que veían estando cerrados, destilaba una interminable procesión de Seres vaporosos de color azulado y formas grotescas, a fuerza de ser extravagantes, que en la confusa memoria del subteniente despertaban el recuerdo de los célebres cartones dibujados por Goya, inagotable almacén de raras imaginaciones.

Algunas veces entre aquel extravagante desfile de visiones, contorneábanse rostros conocidos, aunque desfigurados por diabólicas sonrisas y ¡cosa rara!, siempre eran aquellas fantásticas caras las de seres que tenían motivos más que suficientes para odiar a Baselga. Dos o tres muchachos de la Guardia, a quienes el subteniente había señalado con su sable por quejarse de sus fullerías en el juego, desfilaron haciendo visajes de alegría por encima de sus cerrados ojos, y tras ellos, pálido, ensangrentado y llevando en los labios el nombre de su mujer y de sus hijos, pasó el desgraciado Landaburu, aquel mismo capitán a quien por sus ideas liberales había echo asesinar Baselga el día en que los batallones iniciaron su sublevación en la plaza de Palacio.

Aquellos fantasmas despertaban en el ánimo del atolondrado subteniente algo semejante a un remordimiento y los contemplaba con miedo como temiendo su venganza ahora que él se encontraba débil e incapaz de defensa.

Pronto experimentó algo que le hizo estremecer y dar gritos de miedo y de dolor. Los terribles fantasmas le rodearon, con sus invisibles manos comenzaron a arañar en sus heridas, excavando hondo como si buscasen algo, y cuando se cansaron de ver correr la sangre, las oprimieron con sus pesados brazos, causando al infeliz un dolor que le estremecía de pies a cabeza.

Un calor insufrible se apoderó de todo su cuerpo; a Baselga le pareció que el cerebro hervía dentro del cráneo y que éste iba a estallar de un momento a otro, y tornó a abismarse en la sombra del no ser.

Cuando volvió a recobrar cierta noción de existencia, no fue para delirar, pues abrió los ojos y se convenció de que estaba en el uso de sus facultades, aunque éstas estuviesen amortiguadas de un modo alarmante.

Lo primero que vieron sus ojos fueron otros, grandes, saltones y de un blanco amarillento, que le miraban muy de cerca y que correspondían a un rostro negro como el carbón, adornado con una boca de labios hinchados y coronado por una cabellera crespa y enmarañada.

Baselga, como buen realista y católico, era supersticioso, y lo primero que a su debilitado cerebro se le ocurrió pensar fue que había muerto y que aquella cara negra y horrible que casi rozaba la suya era la del diablo en persona.

Pronto se tranquilizó, reparando, a continuación de tal rostro, el cuello de una casaca galoneada propia de un servidor de casa grande, pues repasando rápidamente en su memoria las leyendas piadosas y los cuentos de cuartel en que el diablo aparece bajo las mas distintas formas, recordó que éste en sus raptos de buen humor sólo, había descendido a disfrazarse de fraile, pero nunca se le había ocurrido vestirse de lacayo.

No tardó en salir de dudas, pues la cara negra habló, y arrastrando las sílabas con ese acento meloso de los americanos, preguntó al subteniente:

—¿Cómo se siente el niño?

A Baselga no se le ocurrió hablar y por toda contestación se sonrió de modo lúgubre.

—Hace bien el niño en no hablar —continuó el negrazo con acento cariñoso—. Los hombres malos le han hecho mucho daño y en casa todos temíamos que iba a morir. Yo y el negro Juan fuimos los que bajamos a por el niño esta mañana cuando estaba casi muerto en la puerta.

El subteniente, impulsado por el reconocimiento, quiso incorporarse para dar la mano al negro; pero inmediatamente sintió agudas y estremecedoras punzadas en el hombro y la pierna, donde tenía las heridas.

Fijó su atención en estas partes de su cuerpo y notó que las tenía oprimidas con fuertes vendajes que le causaban cierta angustia.

—No se mueva el niño; —dijo el negro con su acento indolente—. No se mueva, y si quiere algo pídalo que yo se lo traeré.

Separose el negro al decir esto de la cama y entonces notó Baselga que junto a ésta y sobre una mesita ardía un quinqué con una pantalla verde, objeto que entonces era de reciente novedad y que sólo se permitían usar las gentes acomodadas.

Aquella luz acabó de traer al herido a la realidad.

—¿Qué hora es? —preguntó con voz desfallecida después de hacer un gran esfuerzo.

—El reloj de San Felipe ha dado las nueve hace muy poco.

—¿Desde cuándo estoy aquí?

—Desde esta mañana, señor. La niña, desde el balcón, vio caer a su merced junto a la puerta y nos mandó bajar para que le entráramos en casa y no lo remataran los hombres malos. Toda esta noche pasada hemos estado oyendo los tiros, la niña no ha dormido, y el negro Pablo, que soy yo, quería ir, como en Méjico, a disparar contra los enemigos del rey.

Estas palabras acabaron de despertar los recuerdos en la memoria de Baselga, hasta entonces embotada. Aquello de enemigos del rey hizo hervir en el subteniente la pasión de conspirador absolutista y rápidamente acudieron a su mente los recuerdos de todo lo ocurrido en la noche anterior y al amanecer de aquel mismo día.

Baselga experimentó ansiosamente el deseo de saber cuál había sido la suerte de sus compañeros de armas, y preguntó con voz angustiada:

—¿Qué ha ocurrido en Madrid desde que caí herido?

—No sé, ciertamente, cuál ha sido la suerte de la Guardia. Negro Pablo no ha salido de casa en todo el día, porque la señora no ha querido que fuera yo en busca de un médico. El señor Antonio ha sido el encargado de traer al cirujano esta mañana y al volver le he oído hablar con la niña de graves sucesos que han ocurrido en la Plaza de Palacio. Lo único que sé de cierto, es que los hombres malos pasan a grandes grupos por la calle, cantando y dando vivas a eso que llaman libertad.

—No hay duda —murmuró Baselga, dejando caer la cabeza con desaliento—, esos tenderillos nos han vencido.

En aquel momento, amortiguados y como si provinieran de larga distancia, llegaron hasta la alcoba centenares de voces que con bastante discordancia cantaban el himno de Riego y daban vivas a la Constitución.

Era el pueblo liberal que todavía celebraba con alegres manifestaciones el triunfo de la mañana.

Baselga, a pesar de su debilidad y postración, se agitó como para huir de aquellas voces que llegaban hasta él con sonido debilitado por muros y cortinajes, y cerró los ojos.

—Señor —dijo el negro—. La niña y el señor Antonio me han encargado les avisara apenas recobrara usted los sentidos.

—¿Quién es la niña? —preguntó Baselga con extrañeza.

—Es mi ama, niña Pepita, la señora baronesa de Carrillo, viuda del gobernador de Acapulco.

—¿Y ese señor Antonio?, ¿quién es?

—Es el señor; pero digo mal… no es el señor, pero poco le falta. Es como si dijéramos el amo de todos los que aquí vivimos menos de la señorita.

—Será el administrador.

—Administrador, no, señor; pero sí una cosa parecida. Algunas veces —continuó el negro, sonriéndose con cierta malignidad—; da consejos terminantes a la niña, que ésta sigue aún contra su gusto.

—¿Es joven tu ama?

—Casi como usted, y crea que si aquí se dejara ver tanto como en Méjico, había de encontrar a cientos los adoradores.

—Es guapa, ¿eh? —dijo Baselga, que a pesar de su triste estado comenzaba a preocuparse de niña Pepita, llevado de sus eternas aficiones galantes.

—Pronto la verá usted y podrá juzgar. Muchas señoras miro cuando salgo por Madrid; pero pocas he encontrado que puedan comparársele.

—Bueno; la veré y daré con justicia mi opinión.

Baselga, después de decir esto con displicencia, cerró los ojos como para indicar al negro su cansancio y ladeó un poco la cabeza, huyendo del reflejo de la luz.

El negro Pablo quedóse un rato mirándolo con estúpida fijeza y únicamente se movió cuando le pareció oír pisadas que lentamente se acercaban.

Fuese el negro a la puerta de la alcoba, y sacando la cabeza por entre los cortinajes, reconoció al recién llegado.

—Señor Antonio —dijo con voz queda—, el niño se ha despertado ya. He hablado con él y ahora mismo acaba de cerrar los ojos.

Apartose el negro y entró en la alcoba el señor Antonio.

Su figura era extraña, y atendida la época resultaba un espantoso anacronismo.

Ocurría aquella escena a mediados de 1822. Las modas igualitarias y democráticas inventadas por la Revolución Francesa hacía ya bastantes años que imperaban en España, y sin embargo, aquel hombre vestía como en los tiempos de Carlos III, que, sin duda, fueron los de sus mocedades.

Llevaba el pelo largo, recogido con una cinta sobre la nuca y trenzado en coleta, y su traje componíase de casaca chupa y calzones de paño negro, raído, manchado y polvoriento; camisa con guirindola, medias de color indefinible y zapatos con hebillas, holgados como pantuflas.

Tenía el rostro apergaminado y surcado por innumerables arrugas que al menor gesto titilaban y se ponían en movimiento semejantes al oleaje de un mar alborotado, y sus ojos hundidos y pequeños apenas si marcaban la pupila verde, inmóvil y gatuna, tras el empañado cristal de unas enormes gafas con pesado armazón de plata.

En el porte de aquella persona original, percibíanse detalles que a primera vista conocíase eran característicos, y de éstos los más notables eran el gran pañuelo de hierbas asomando siempre sus mugrientas puntas por entre los faldones de la casaca; el rosario, de cuentas gastadas por el uso, escapando su extremo por uno de los bolsillos de la chupa, mientras que del otro colgaba, sirviendo de cadena del reloj, una rastra de medallitas terminada en esa cifra cabalística que designan los devotos con el título de Nombre de María.

El señor Antonio, tal vez por ser pequeño de estatura y falto de carnes, no andaba encorvado humildemente como muchos de su clase; pero a falta de tal rasgo de servil amabilidad, disponía de una sonrisa, que aunque afeaba más aquel rostro chato, propio de una momia, le daba cierto tinte de seráfica inocencia.

Baselga, que al notar la presencia del recién llegado había abierto los ojos, contempló con atención a aquel personaje de exterior tan raro, mientras que éste le miraba dulcemente con sus ojos claruchos de un modo que parecía pedirle perdón por la molestia que le causaba.

El señor Antonio, después de vacilar, se decidió a ser el primero en hacer uso de la palabra, y buscando en los registros de su voz el tono más melifluo y humilde, preguntó:

—¿Cómo se siente usted, caballero?

—Mal, muy mal —contestó Baselga, a quien causaban gran incomodidad los apretados vendajes.

—No lo extraño. Ha perdido usted esta mañana mucha sangre y además, las heridas son de consideración. A pesar de esto, tengo la satisfacción de manifestarle que su vida no corre peligro.

—¿Ha visto bien mis heridas el cirujano?

—Perfectamente. Es un hombre tan cristiano como inteligente, amigo de la casa e interesado en salvar la vida de todo buen defensor del rey y nuestra sacratísima religión. Cuando le extraía las balas esta mañana, murmuraba oraciones para que Dios librara pronto a usted de aquel espantoso delirio, en el cual creía ver fantasmas que le arañaban las heridas.

Baselga recordó entonces sus atroces pesadillas de las cuales aun quedaba rastro en su memoria. Las manipulaciones del cirujano le habían parecido en estado tan anormal, crueles tormentos de seres fantásticos.

—Hay que reconocer —continuó el señor Antonio—, que Dios ha querido poner hoy a prueba la paciencia de los suyos destruyendo la obra de los buenos.

—¿Es usted de los nuestros? —preguntó Baselga mirando ya con cierta simpatía a aquel hombre que por su aspecto extraño le había sido antipático a primera vista.

—¿Y quién no lo es, caballero oficial? —contestó el vejete con enfática solemnidad—. Todo buen español debe ser enemigo de esos hombres desaforados, sin conciencia ni respeto a las leyes divinas y humanas, que no tienen más santos ni santas que Riego y la Constitución, que quieren la perdición de la Iglesia y de sus sagrados e inviolables derechos, que han arrojado a los buenos padres jesuitas que nuestro señor don Fernando VII había vuelto a España para que labrasen nuestra felicidad, y que si Dios no lo remedia acabarán igualmente con el rey, pues a nombre de esa libertad que siempre tienen en los labios, aspiran a que desaparezca todo lo antiguo y más digno de veneración. ¡Locos! ¡Infelices! ¡Mentecatos! ¿Pues no hay entre ellos quienes hablan de eso que llaman democracia y hasta quieren poner en práctica aquí las infernales doctrinas de aquellos bandidos que hicieron el noventa y tres de Francia? ¡Imbéciles! Como si las naciones pudieran existir sin reyes que las gobiernen y frailes que las eduquen.

Y el vejete que hablando al principio en tono natural había ido exaltándose poco a poco, paseaba nerviosamente al decir las últimas palabras y cada uno de los epítetos que dirigía a los liberales lo marcaba con iracundas patadas que daba contra el suelo como si bajo de sus pesados zapatos tuviera a la Fontana de Oro, y a todos los clubs revolucionarios que funcionaban en Madrid.

Baselga comenzaba a mirar con admiración a aquel hombre.

El subteniente, a pesar de todo su entusiasmo monárquico, era incapaz de hilvanar un párrafo realista de elocuencia tan conmovedor como aquel, y confesaba su pequeñez intelectual ante el vejete que poco antes le parecía despreciable.

El señor Antonio era, sin duda, un sabio tan eminente como el canónigo Ostólaza u otro de los frailes de la camarilla de Fernando, y el condesillo de Baselga comprendía que podía recibir de sus labios enseñanzas con que deslumbrar, el día en que se encontrara restablecido, a sus compañeros de batallón.

Estuvo el subteniente mucho rato silencioso por si el viejo quería seguir hablando sin tener él la imprudencia de interrumpirle el curso de la peroración, y en vista de que no decía nada más contra la situación política, se abrevió a preguntarle con la cortedad de un discípulo al dirigirse a su maestro:

—Diga usted, ¿qué ha ocurrido esta mañana al llegar los batallones de la Guardia a la plaza de Palacio?

—Un cosa inaudita. Los campeones de la Fe han sido derrotados y acuchillados por esos herejes. Dios, como antes he dicho, ha querido probarnos. Los batallones llegaron a la plaza, y allí se detuvieron. Sus perseguidores, los liberales, llegaron poco después y también descansaron las armas impuestos por ese respeto que inspira la mansión de los reyes. Entraron en tratos Morillo y los demás generales del gobierno con el rey nuestro señor para ajustar las condiciones con arreglo a las cuales habían de rendirse los guardias, pero éstos, no queriendo pasar por tal deshonra, volvieron a tomar las armas y bajando al Campo del Moro huyeron de enemigos tan superiores en número.

—Y entonces ¿qué sucedió? —preguntó Baselga con ansiedad.

—La caballería liberal y sobre todo el maldito regimiento de Almansa, cuyos individuos son todos francmasones o comuneros, aprovechándose del terreno llano, cargó a los cuatro batallones, y antes de que pudieran éstos formar el cuadro los acuchilló a su gusto, dejando el campo sembrado de cadáveres.

—¿Y el rey? —volvió a decir el subteniente con impaciencia—. ¿Qué hacía el rey?

—El señor don Fernando asomado a un balcón de su palacio azuzaba a los liberales contra los guardias, gritando: —¡A ellos, hijos míos! ¡Qué se escapan! ¡No dejéis uno con vida!

—Eso es una gran canallada —dijo Baselga irreflexivamente dejándose llevar de su indignación.

El señor Antonio quedóse mirándolo fijamente por algún tiempo, y al fin, dijo con frialdad y calma:

—Caballero: el rey no se equivoca nunca, ni obra jamás como un canalla. Es un representante de Dios en la tierra, y sus actos son indiscutibles. Hay que analizar bien los hechos para atreverse a calificarlos. ¿Quién le asegura a usted que don Fernando no veía en lontananza amenazada su existencia por los vencedores liberales y únicamente para congraciarse con ellos, dio aquellos gritos? ¿Valen unas palabras sin importancia, la existencia de un rey? Nuestro monarca tiene el deber de vivir para que sea feliz su pueblo, e hizo muy bien en asegurar su existencia con unas palabras que esos liberales podrán interpretar como gusten, pero que no tienen importancia.

El ínclito Baselga quedó aplastado por aquella lección de realismo, y miró al vejete aún con más admiración.

—Además, caballero —continuó el señor Antonio—, en todos los asuntos hay que guiarse por los consejos de la sabiduría ¿Cree usted que los padres jesuitas son los hombres más sabios del mundo?

Baselga no tenía motivos para contestar; pues en su corta vida nunca había tratado a ningún discípulo de Loyola; pero recordando elogios que muchas veces había oído, y guiándose por sus aficiones reaccionarias, creyó muy del caso hacer un gesto como extrañándose de que hubiera quien pusiera en duda tan terminante verdad.

—Celebro que usted lo reconozca —dijo el vejete—. Pues bien, los jesuitas enseñan que para lograr un fin no hay que reparar en los medios, y el señor don Fernando no ha hecho más que seguir tan sabia máxima al obrar esta mañana del modo que ya he dicho.

El herido asintió a tales razonamientos, y como aunque le gustaban mucho las palabras del vejete, sentía cada vez más imperiosamente la necesidad de descansar, deseó que acabara pronto aquella conferencia para él fatigosa, y cerró los ojos.

—Comprendo que usted necesita mucho descanso, pues su estado, aunque no peligroso, es bastante grave. Me retiro, pues, y le advierto que apenas necesite el más leve auxilio, aquí tiene a Pablo que está por completo a su servicio y que dormirá a la puerta de su alcoba.

El negro afirmó las palabras del señor Antonio con una estúpida sonrisa. Baselga, que comenzaba a sentir invadido su cuerpo por una atroz calentura, preguntó con interés:

—¿Ha dicho el cirujano cuánto tiempo tendré que permanecer de este modo?

—¿Tiene usted mucha prisa en abandonar esta casa?

—Siento impaciencia por ir a participar de la misma suerte que aquellos de mis compañeros que no hayan muerto.

—Pues siento decir a usted que tendrá que resignarse a permanecer mucho tiempo aquí, aun cuando se encuentre bueno, a menos que quiera morir en un cadalso.

—¡Un cadalso…! ¿Tan cruelmente piensan los liberales castigar nuestra sublevación?

—Es que usted no es sólo reo de insurrección, sino de haber ocasionado la muerte de su capitán, a las mismas puertas del palacio real.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Señor conde de Baselga —dijo el vejete, irguiéndose con cierta majestad—, cuando se forma parte de instituciones poderosísimas, aunque sólo sea como humilde átomo, se sabe mucho y se tiene conocimiento de todos los hechos de importancia y de quiénes son sus autores. Yo sé quién es usted, conozco su vida hace algún tiempo y además los grandes servicios que ha prestado a la buena causa de Dios y el Rey.

El desmesurado amor propio de Baselga sintióse halagado por aquellas palabras de tan entusiasta realista, y, a pesar de su calentura, vio con dolor que el buen viejo se alejaba.

—¡Buenas noches! —le dijo, haciendo un ceremonioso saludo—; que usted descanse. Y en cuanto a ti, Pablo, ya sabes que estás aquí para obedecer las órdenes de este caballero.

Estaba ya el señor Antonio en la puerta de la alcoba, cuando Baselga, incorporándose cuanto pudo, le dijo, procurando reproducir el tono galante que había aprendido en los salones del regio palacio:

—Salude usted en mi nombre a la señora de la casa, y hágala patente mi profundo agradecimiento por su auxilio.

Volvióse el señor Antonio y dijo con expresión respetuosa:

—La señora baronesa de Carrillo, a pesar de su juventud y hermosura, es tan católica como juiciosa, y está aún más interesada que nosotros en defender los sagrados privilegios del rey.

V. NIÑA PEPITA

Era ya el octavo día que Baselga estaba en aquella cama, que a pesar de ser mullida, monumental y de interminable anchura, resultaba para el joven potro inquisitorial que le producía las mayores desazones.

Nunca había permanecido él tanto tiempo acostado, y su sangre juvenil, a pesar de estar debilitada, enardecíase con aquella larga inercia, impulsando al subteniente a adoptar locas resoluciones. Varias veces estuvo tentado de abandonar la cama, a pesar de las heridas.

El cirujano que le asistía estaba maravillado. Nunca había visto una encarnadura tan privilegiada como la de aquel hermoso animal, para quien las heridas graves eran insignificantes rasguños, a juzgar por la facilidad con que se cicatrizaban y la poca molestia que le producían.

A los ocho días Baselga estaba ya poco menos que bueno, y su único mal consistía en la gran debilidad que experimentaba a causa de la mucha sangre que perdió.

La herida del hombro estaba casi cicatrizada, y la de la pierna, aunque no tan adelantada, la tenía ya próxima a curarse.

Baselga, obligado a permanecer inmóvil, distraía su fastidio dejando vagar su imaginación por el espacio de las ilusiones, y como la política sólo ocupaba en las aficiones del subteniente un lugar secundario, claro está que su pensamiento había de reconcentrarse en el objeto de todos sus apetitos; la mujer, y que esta mujer había de ser la baronesa de Carrillo, aquella niña Pepita, de que hablaba el negro tantas veces como se acercaba a la cama y de cuya hermosura hacía los más hiperbólicos elogios.

El joven, a excepción de los ratos que hablaba de política y de los sucesos del día con el señor Antonio, pasaba todo el tiempo conversando con el negro Pablo, sondeándole y excitando su afición a charlar para ir recogiendo entre la hojarasca de una palabrería bárbara e insustancial, detalles interesantes sobre la vida y el modo de ser de aquella beldad desconocida que ocupaba su pensamiento.

Conocía ya el subteniente hasta en sus menores detalles la historia de la baronesa y la clase de belleza que poseía.

Guiándose por las revelaciones del negro sabía que niña Pepita era morena, que sus ojos negros tenían un mirar tan pronto grave como picaresco, y que su cuerpo poseía toda la majestad de una reina de teatro.

Su vida era vulgar, aunque salpicada de alguno que otro lance novelesco.

Su padre fue el barón de Carrillo, criollo descendiente de uno de los compañeros de Hernán Cortés y que gozaba en Méjico de una fortuna sin limites consistente en tierras que se encargaban de hacer productivas, animados por las caricias del látigo, innumerables cuadrillas de esclavos.

Solterón huraño e incorruptible, aquel noble americano parecía nacido únicamente para las intrigas y las luchas que creaban el fanatismo religioso y el deseo de cimentar el poder universal de la Iglesia. Los jesuitas disponían a capricho de su persona y bienes, pues el barón de Carrillo cifraba todo su anhelo en aparecer como el soldado de la intolerancia más decidido y audaz de cuantos seguían el estandarte de Loyola.

Al expulsar Carlos III de España y sus dominios la negra polilla jesuítica, el de Carrillo por inspiración propia o siguiendo los consejos de los dueños de su conciencia, protestó con las armas en mano contra la pragmática del rey e inició una revolución de fanáticos en la que le siguieron los ignorantes indios de tres rancherías. Pero el movimiento no tomó cuerpo y los jesuitas viéronse arrojados de Méjico, mientras que el barón, vencido por las tropas del gobierno, fue encerrado en una fortaleza y contempló confiscada por la justicia, toda su enorme fortuna.

Aunque el tribunal encargado de juzgarlo le consideró como traidor al rey, por ciertas consideraciones le perdonó la vida y como premio a su afección por los jesuitas fue condenado a eterna prisión, así como a la pérdida de todos sus bienes.

La calma de la cárcel y el fastidio que produce la soledad, arraigaron en aquel hombre adusto, fanático y casi autómata, un afecto hasta entonces desconocido; pues el barón con la salud profundamente quebrantada y casi próximo a la muerte, se enamoró como un loco de la hija del comandante de la fortaleza donde vivía encerrado. La muchacha correspondió a su pasión y el resultado de tales relaciones fueron un casamiento y la venida al mundo de niña Pepita, que no conoció a sus padres, pues éstos murieron cuando tenía poco mas de dos años.

La hija única del barón de Carrillo quedaba pobre y casi desamparada, pues la inmensa fortuna de su padre al ser confiscada por el Estado, se había deshecho en manos de éste; pero a pesar de ello nada faltó a la niña cuyo progenitor era considerado por muchos como un mártir de la causa de Dios.

Un poder superior parecía velar por el bienestar de aquella niña de cuya educación se encargó un señor Antonio García, comerciante de Veracruz, hombre cristiano y honrado —según decían sus amigos—, y que manejaba en su tráfico enormes capitales que nadie sabía de dónde procedían, así como tampoco persona alguna podía averiguar dónde iban a depositarse las pingües ganancias que le producía su incesante comercio.

El ocuparse tal persona y algunas más de idéntica clase y profesión de la suerte de la criatura, hizo pensar y aun decir a ciertos incrédulos, que el jesuitismo no había desaparecido de Méjico, pues aunque los Padres con sotana habían sido barridos por la pragmática de Carlos III, aún quedaban allí los jesuitas de hábito corto valiéndose del inmenso poder de su tétrica asociación para monopolizar el comercio y toda clase de industrias; pero tales palabras no pasaron de insignificantes murmuraciones y la baronesa de Carrillo creció siempre amparada por oculta protección, hasta que a los dieciséis años se casó o la casaron con el nuevo gobernador de Acapulco, noble español, algo ya entrado en años, tan licencioso y calavera en la juventud como devoto en la madurez, y a quien el gobierno envió a Méjico para que robando con su alto cargo a indígenas y europeos pudiera tapar las brechas que en su fortuna habían hecho el vicio y la disipación.

Acapulco era entonces puerto de gran importancia, del que partían los convoyes marítimos a Filipinas, y el gobernador, su joven esposa, y aquellos comerciantes misteriosos que habían amparado a ésta en su infancia, supieron exprimir bien el jugo de tal feudo que derramaba por los abiertos poros, de tributos, derechos de aduana y gabelas, chorros interminables de peluconas.

Por desgracia para niña Pepita llegaron los tiempos en que a los indígenas les pareció muy pesado vivir unidos a una nación que les explotaba dispensándoles el gran favor de tenerlos en perpetua barbarie y comenzó la insurrección a levantar cabeza obligando al gobernador de Acapulco a ejercer de guerrero saliendo a campaña en busca de los rebeldes.

Algunos años permaneció indeciso el éxito de la lucha; pero por fin la fortuna púsose de parte de los insurrectos, y como el esposo de la baronesa había demostrado su religiosidad y buen celo realista fusilando a cuantos revolucionarios caían en sus manos, le tocó a su vez desempeñar el papel de víctima, y al caer prisionero de sus enemigos fue macheteado de suerte que su cadáver, al ser encontrado, sólo pudo identificarse por algunos indicios.

Quedó la bella Pepita viuda a los veintiséis años, sin familia libre, y como no era prudente permanecer más tiempo en aquel país, donde la revolución ganaba por instantes y se corría peligro de que se cumpliera el refrán de lo mal ganado se lo lleva el diablo, la baronesa púsose en camino para España, llevando en su compañía la fortuna adquirida en Acapulco y aquel señor Antonio, su eterno protector, que abandonó los negocios por la misma razón que su protegida.

Esta historia fue conociéndola Baselga a trozos, por boca de aquel negro que la relataba de un modo incoherente y teniendo el joven necesidad de llenar con su imaginación algunos claros que resultaban en lo narrado.

El romántico nacimiento de niña Pepita —como llamaba el negro a su ama siguiendo la costumbre de los de su raza—, el país de donde procedía y el afán de lo desconocido, excitaban en el condesito el deseo de ver de cerca a aquella hermosura de un género para él completamente nuevo, pues toda su crónica amorosa reducíase a las duquesas y marquesas de Palacio, señoras elegantes y distinguidas, pero de edad ya algo madura, gastadas como meretrices apenas se mostraban con intimidad y afligidas por dolencias que dejaban en sus cuerpos indelebles rastros.

Aquella mujer, en cuya casa estaba, había de ser algo muy diverso a las ya por él tratadas; en su amor encontraría algo nuevo y original que hasta entonces ignoraba, y esto le hacía desear con ansia el conocerla.

Baselga amaba ya a una mujer sin haberla visto; si es que amor puede llamarse la brutal pasión con mezcla de curiosidad que dominaba a aquel atleta a pesar de su postración física.

Había además en aquella mujer un nuevo atractivo y era algo de misterioso en su vida, pues el condesito que tenía en su memoria el catálogo de todas las mujeres jóvenes, hermosas y elegantes que residían en Madrid y que sabía al dedillo sus nombres y aun las familias a que pertenecían, no recordaba haber visto nunca en el paseo del Prado, en el teatro del Príncipe ni en ningún otro punto de reunión de la sociedad distinguida, aquella baronesa de Carrillo que por otra parte no debía tener gran deseo de ocultarse del mundo, pues habitaba una casa con honores de palacio en una de las calles más céntricas de la capital.

Cavilando Baselga continuamente sobre la incógnita hermosura pasose los días de su curación y tan preocupado llegó a estar, que en sus diarias conversaciones con el señor Antonio ya no se cuidaba de hablar de política ni de preguntar por la situación del rey y la suerte de Córdova y demás compañeros de la Guardia, pues hábilmente quería hacer recaer siempre la plática sobre la señora de la casa; pero el astuto vejete, que miraba al subteniente desde una altura inmensa, sabía desbaratar con una sola palabra todas las artimañas preparadas por aquél para hacerle hablar.

El señor Antonio tenía buen cuidado en decir al joven todos los días que la señora baronesa se interesaba por su salud, que deseaba su pronto restablecimiento y que ya tendría el gusto de saludarlo tan pronto como se lo permitieran las conveniencias sociales; pero en el resto de la plática no nombraba más a su señora, y además, adivinando los pensamientos del joven, procuraba que éste tampoco trajera su recuerdo a la conversación.

Llegó por fin el día en que el cirujano, después de examinar minuciosamente las heridas, viéndolas perfectamente cerradas y limpio de calentura al paciente, le permitió que se levantase de aquel lecho que tanto le atormentaba.

Baselga no tardó en aprovechar el permiso, y calándose una bata del señor Antonio que le presentó el negro, salió de la cama para dar algunos pasos vacilantes por la habitación e ir, por fin, rendido por tal esfuerzo y la falta de costumbre, a sentarse en un sillón colocado junto a la única ventana de aquella estancia.

A través de los verdosos cristales veíase un patio de paredes negruzcas, cuyo extremo superior estaba bañado por el sol refulgente propio de una mañana de verano.

El subteniente, obligado por el cansancio a permanecer en aquel sillón, distinguía, mirando arriba, un pedazo de cielo azul impregnado de esa luz viva y deslumbradora que embellece hasta los lugares más tristes y la hermosura de la naturaleza penetraba hasta el fondo de su pecho, produciéndole gran alegría y despertando en su cerebro un mundo de risueñas ideas.

Baselga se sentía feliz. Experimentaba la misma impresión que el náufrago que, después de luchar con las impetuosas olas y sentir bajo sus pies el abismo, pisa el firme suelo de la playa y se considera a salvo.

Sus heridas, la proximidad de la muerte y la terrible tragedia del 7 de Julio, le parecían terribles ensueños de la noche anterior; su debilidad de convaleciente era lo único que le recordaba tales sucesos; pero en cambio sentía su pecho repleto de la satisfacción que le causaba la vida, encontraba el mundo más hermoso que nunca, mostrábase orgulloso de su juventud y de su fuerza, y en su imaginación revolvía mil planes de futura felicidad.

Parecía que uno de los rayos de aquel sol que brillaba allá arriba se había deslizado en el interior del cráneo de Baselga, para dar a todas sus ideas un color de rosa.

No pudiendo resistir el joven su satisfacción, y deseoso de demostrarse a sí mismo que la debilidad de la convalecencia no había de causarle tan gran cansancio, se levantó del sillón, irguióse con arrogancia como si estuviera en una formación de la Guardia frente a Palacio, y con paso que quiso hacer marcial, encaminóse a un gran espejo que ocupaba casi un lienzo de pared y se miró en él de pies a cabeza.

¡Vamos! Había que reconocer que la cara no estaba del todo mal. La tez la tenía descolorida y el pelo estaba enmarañado; pero esto le daba cierto aire interesante y romántico muy propio para causar impresión en una mujer de carácter novelesco.

Baselga satisfecho de su rostro, bajó su vista para examinar su cuerpo y… ¡gran Dios!, no pudo contener un grito de sorpresa y de furor al verse en tan ridícula catadura.

La bata del señor Antonio ya le había parecido, al ponérsela tan desteñida, sucia y mugrienta como todos los trajes del vejete; pero ahora contemplaba en el espejo lo mal que caía sobre su cuerpo y sentía impulsos de romperla en menudos pedazos.

Aquella pieza confeccionada para un cuerpo poco robusto, resultaba estrecha y corta puesta sobre las carnes del gigantesco condesito, y éste no podía ver sin sentir escalofríos de rabia; sus piernas robustas y vellosas que asomaban por bajo de la bata para ocultar sus extremos en unas pantuflas viejas tan grandes que a cada momento se escapaban de sus pies.

¡Dios de Dios! ¡Cuán ridículo estaba! Ahora lo único que le faltaba es que a la linda baronesa de Carrillo, se le ocurriera entrar a visitarlo para burlarse gentilmente viéndole en tal facha.

Solamente la idea de que esto pudiera ocurrir, le helaba la sangre al fatuo subteniente, que sólo temía en el mundo al ridículo ante las mujeres; pero aun vino a hacer más grande su terror el oír de repente cierto roce de cortinas y el sonido de una carcajada femenil a duras penas contenida.

El condesito quedó como petrificado, y durante algunos momentos no se atrevió a moverse ni a volver su vista hacia la puerta; pero no tardó en revivir en él su instinto de conquistador, y rápido cual un relámpago lanzose a la entrada de la alcoba, tras cuyo tapiz le observaban indudablemente.

Cuando llegó a tal punto y levantó la cortina, no encontró a nadie, pero pudo oír el rumor de unos pasos ligeros que se alejaban y aun le pareció distinguir en la puerta fronteriza a la que él ocupaba, el extremo de una flotante falda azul que desapareció con la rapidez de momentánea visión.

Baselga no dudó ya. La hermosa baronesa era quien le había observado tras aquel cortinaje y esto le puso de un humor infernal.

Nunca, ni aun en los días de mayor desesperación, había llegado él a imaginarse que una mujer hermosa debía contemplar al más guapo de la Guardia en el mismo traje de un avaro de saínete, envuelto en viejos trapos manchados de grasa y con las piernas al aire.

Después de tal suceso, ¿cómo iba él a enamorar a una mujer que había tenido que reírse al verle en tan grotesca catadura?

Baselga, enterrado en su monumental sillón, pasó junto a aquella ventana un día de perros, y cuando el negro Pablo entró con su pucherete de enfermo, sintió la necesidad de desahogar su rabia y casi estuvo tentado de tirarle los platos a la cabeza.

Para colmo de tristezas, el joven, al dar algunos pasos por la estancia, notó que su pierna derecha, aquella en que había recibido el casco de metralla, no funcionaba con regularidad y al andar le obligaba a balancearse sin gracia alguna.

Estaba cojo y el descubrimiento hay que decir que espantó a aquel valiente.

El que no había temblado durante el terrible combate de la plaza Mayor, se horrorizó de pensar que su hermoso físico acababa de ser afeado por un defecto visible.

No era muy de notar aquella cojera. Algún descuido de la curación, algún tendón interesado por la herida; pero lo cierto es que el subteniente ya no podría andar con aquella gallardía que tanto le distinguía en la corte.

Otro detalle para que se malograra la conquista de aquella Pepita que era su continua preocupación.

Acabó esto por poner a Baselga de un humor endiablado, y después de rasgar de dos manotazos la mugrienta bata del viejo se metió en cama al anochecer, echando maldiciones a la Constitución de 1812, a Riego y a todo liberal, como si en ellos residiera la culpa de lo ocurrido en aquel aciago día.

Soñando en faldas azules que se escapaban ligeras, en carcajadas burlonas, en batas sucias que le oprimían como corazas de hierro y en batallones de guerreros cojos, pasó el joven toda la noche presa de nerviosa inquietud, y cuando un rayo de sol le despertó traspasando los vidrios de la ventana y posándose en sus ojos, lo primero que éstos vieron en una silla cercana, fue algunas prendas de ropa interior de fino hilo y un uniforme nuevo y vistoso de oficial de la Guardia Real.

Baselga para convencerse de que no soñaba, saltó inmediatamente de la cama, y cuando tocando aquellas prendas flamantes y ricas se convenció de que estaba despierto, sintióse dominado por infantil alegría y comenzó a ponérselas con la satisfacción del muchacho que viste por primera vez su traje de hombre.

Cuando el condesito acabó de abrocharse su casaca azul, fue a mirarse en el gran espejo y experimentó una alegría sólo comparable por lo grande, al disgusto del día anterior.

Sin salir de la habitación encontró todo lo necesario para lavarse y acicalarse y con fruición deleitante usó de aquellos artículos de perfumería puestos sobre una consola dorada y que eran reconocidos por el joven como procedentes de un tocador femenil.

En Baselga, el estómago era el órgano que más parte tomaba en todas las impresiones; así es, que cuando el negro entró con un enorme canjilón de chocolate y una pirámide de bollos de Jesús, devoró el contenido de los dos platos en un santiamén, y después con aire satisfecho encendió un cigarrillo y se preparó a preguntar al criado algo sobre su señorita.

Pero el negro Pablo le ahorró tal trabajo; pues con aire confidencial, dijo casi al oído del subteniente:

—Hoy va a tener usted una visita. Niña Pepita vendrá a verle.

—¿Cómo lo sabes?

He oído cómo se lo decía al señor Antonio preguntándole si estaba ya aquí el uniforme que hace unos días encomendó. El otro uniforme tuvimos que tirarlo, pues estaba roto y sucio de sangre.

—¿Y sabes si tardará mucho la visita?

—No puedo asegurarlo. Niña Pepita tiene mucho que hacer por las mañanas. Ahora está en misa y después tendrá que hablar con los padres que vienen a verla casi todos los días.

—¿Qué padres son esos?

—Niña Pepita conoce muchos curas; ellos y dos señores que vienen algunas noches, son las únicas visitas de la casa.

El subteniente iba a preguntarle más; pero en esto se oyó un lejano campanillazo y el negro recogió apresuradamente los platos y salió diciendo:

—La señora vuelve de misa. Ya está ahí.

Baselga quedó paladeando la alegría que le causaba saber que de un momento a otro iba a presentarse allí aquella mujer que, aunque desconocida, era la señora de sus pensamientos.

Algunas veces acudió a su memoria el recuerdo de lo ocurrido en la mañana anterior, y esto le hizo experimentar cierta turbación, pero inmediatamente renacía su antigua osadía de conquistador y ansiaba la llegada de la incógnita beldad.

La impaciencia devoraba al condesito. Habían dado ya las nueve en el reloj de San Felipe y la baronesa no venía; y no fue esto lo peor, sino que la campana fue marcando las diez y las once sin que la deseada beldad diera señales de vida.

El subteniente estaba con el oído atento, y cada ruido de pasos lejanos que llegaba a su habitación, le parecía ser la baronesa que se acercaba; pero al sufrir nuevas decepciones aumentaba su impaciencia.

Levantose del sillón repetidas veces, entretúvose en golpear con los nudillos los vidrios de la ventana tarareando cuantas marchas militares conocía y acabó por plantarse ante el espejo y abismarse en su propia contemplación que era lo que más le distraía.

No estaba mal. El nuevo uniforme le caía a las mil maravillas y únicamente se notaba en él la falta de charreteras. Pero… ¡al fin! ¡Para ostentar el distintivo de simple subteniente…!

Hacíase estas reflexiones por centésima vez ante el espejo, cuando oyó aquellos mismos pasos ligeros del día anterior que rápidamente se aproximaban.

Ahora sí que era ella.

Baselga estiró su casaca, agitó sus piernas para limpiar el blanco pantalón de arrugas y se apoyó en la dorada consola, tomando una actitud estudiada y escogida entre todas las posturas que puede tomar un hombre interesante.

Levantose la cortina y entró la baronesa de Carrillo haciendo un gracioso saludo.

Baselga, no se sintió cegado por tanta hermosura como sucede a los héroes de las novelas, ni cayó de rodillas a los pies de la dama. Limitóse a examinar rápidamente a la baronesa con ojos de experto conocedor, la encontró soberbia y contestó al saludo con una respetuosa reverencia.

Niña Pepita no era hermosa sino guapa. Era alta y maciza de carnes, sin carecer por esto de esbeltez. Su tipo de belleza no había que buscarlo en los perfiles ideales de una Venus griega, sino en aquellas figuras bizarras, carnosas y excitantes que llenas de vida y de fuego salieron del pincel de Rubens.

Su rostro moreno y con tendencia a la graciosa redondez, tenía el tinte ligeramente moreno de la perla, y sus dos principales adornos eran unos ojos grandes, negros, tan pronto soñadores como interrogantes, y una boca fresca, sonrosada y de labios algo gruesos, siempre entreabierta para ostentar la dentadura admirable. Una nariz que en su extremo se levantaba con cierta audacia, y algunos graciosos hoyuelos que aún se marcaban más al sonreír, completaban aquel rostro que a poco de ser observado ofrecía una mezcla extraña de aficiones a la alegría y a la devoción.

Baselga, aunque inclinado, miraba con el rabillo del ojo la mujer que tenía delante, y hacía de toda ella un detenido inventario desde la negra cabellera agolpado sobre ambas sienes en escalonados rizos según la moda de la época, hasta los pequeños, pero robustos pies que asomaban sus zapatitos de tafilete bajo la falda que era de las llamadas de medio paso.

El vestido de seda color de rosa, estrecho, escurrido, rígido con el talle bajo el pecho, conforme a la moda entonces dominante, dejaba adivinar un tesoro de embriagadoras formas, y Baselga, que sentía renacer en su interior la bestia carnal, miraba con ojos casi saltones la deliciosa y atrevida curva de un pecho espléndido, y las magnificencias que parecían vibrar a cada paso bajo aquella falda semejante a una tela mojada según la fidelidad con que se amoldaba a los contornos.

Aquella buena moza parecía no saber lo que era cortedad, ni haber experimentado rubor más que cuando a ella le conviniera; así es, que miraba con cierta lástima al subteniente que, a pesar de toda su fama de calavera, estaba turbado y balbuciente como un colegial al hacer su primera declaración.

La baronesa tomó asiento en el sillón ocupado hasta poco antes por Baselga, y le indicó que se sentara a su lado.

El condesito vaciló. Iba a descubrir su cojera si no andaba con tiento, y por esto movióse con embarazo aun conociendo que haría una figura muy ridícula.

—Ande usted con franqueza —dijo la baronesa riendo como una loca—. Ya sé que ha tenido usted la desgracia de quedarse cojo y no es caso de que sufra por ocultarme un defecto.

El escopetazo era tremendo y Baselga quedó como dudando si había oído tales palabras.

¿Qué mujer era aquella que con tal frescura se expresaba?

El condesito reconoció que ante aquella beldad que pretendía conquistar, él quedaba muy pequeño y que para nada le valdrían sus experimentadas artes de calavera.

VI. GALANTERÍA Y DEVOCIÓN

Cuando Baselga hubo tomado asiento frente a la dama y tan cerca de ella que sin esfuerzo alguno podía pisar uno de aquellos pies que con algo más importante asomaban bajo la falda demasiado recogida, quedó silencioso un buen rato, no sabiendo cómo expresarse con una mujer tan excesivamente despreocupada.

La baronesa, por su parte, seguía contemplando con aire burlón al gallardo subteniente y esperaba con calma sus palabras.

—¡Cuánto tengo que agradecer a usted, bella dama! —dijo por fin el joven rompiendo aquel abrumador silencio—. A usted debo la vida, pues sin su auxilio es probable que a estas horas no existiría ni tendría la dicha de haberla conocido.

—No he hecho más que cumplir con mi deber, galante conde. Yo soy tan realista y entusiasta por la buena causa como usted y puede creerme que siento que la sociedad no permita a las mujeres ciertos desahogos; pues de lo contrario, sería capaz de salir espada en mano a batirme con esa canalla liberal.

—Estaría usted graciosísima en atavío militar —dijo Baselga, sonriéndose y recobrando su peculiar aplomo.

—No tanto como usted, que siempre que entra en Palacio se lleva prendidos muchos corazones de los botones de su uniforme. Pero… ¿qué hace usted? Despacio, conde; no me pise el pie, que eso es costumbre de muy mal gusto, indigna de un seductor de tanto renombre.

Baselga quedó nuevamente desconcertado por aquella franqueza, y ruborizándose como una niña, permaneció callado algunos minutos, mientras que Pepita le contemplaba con la superioridad de la mujer que tiene un frío imperio sobre sus pasiones y que sabe jugar con fuego sin quemarse.

—Baronesa —dijo por fin el subteniente buscando palabras para salir del paso—. A juzgar por sus palabras usted me conoce hace algún tiempo.

—¿Quién no conoce en Madrid al conde de Baselga, la más gallarda figura de la Guardia Real, el hombre adorado por las damas más encopetadas de la corte?

—Parece, baronesa, que se burla usted de mi al hablar en ese tonillo.

—Todo pudiera ser, señor Matamoros. ¡Eh! ¿Va usted acaso a desafiarme?

—Hermosa baronesa. Usted está autorizada para burlarse cuanto quiera de mí, para tratarme como un perro, para hacerme pedazos si quiere, porque yo le debo la vida y aunque no…

—Usted nada me debe —interrumpió la baronesa—. Lo que por usted he hecho, es un servicio propio entre correligionarios y… nada más. Pero, continúe usted. Estábamos en el preludio de la declaración. Continúe usted y procure no turbarse como sucede a los cómicos sin experiencia.

—Búrlese usted cuanto quiera, pero óigame. Decía yo que aunque no le debiera la vida, podría usted disponer de mi persona como de la de un esclavo, porque yo ya no soy dueño de mis acciones, porque yo…

—¡Yo… la amo! —dijo Pepita riendo como una loca y levantándose del sillón para remedar la actitud de Baselga, que era la de un actor amanerado.

—No está mal, señor conde —continuó, mirando burlonamente al joven—. Para ser un militar poco versado en literatura, según creo, sabe usted decir cosas muy bonitas; ahora sólo le falta comparar su amor al trino de un pájaro, al murmullo de una fuente o al susurro de un bosque, y que me maten si no parece usted el galán de una comedia de D. Pedro Calderón.

Baselga volvió a quedar anonadado por la sempiterna ironía de aquella mujer, y únicamente supo decir con voz balbuciente:

—¿Se burla usted?

—¡Qué me he de burlar! Lo que estoy es admirada de la facilidad con que usted se enamora y de la manera original y distinguida con que sabe expresar su pasión. ¡Ah, gran calavera! Por eso tiene usted tanto partido entre las mujeres; con tan dulces palabras y algún pisotón que haga ver las estrellas, no hay beldad que se le resista. ¿Es así como usted conquista a las duquesas de la corte?

Y la baronesa al decir esto se paseaba por la estancia lanzando carcajadas sonoras y deteniéndose algunas veces frente al espejo para echar sobre su persona una furtiva mirada.

Baselga estaba asombrado. Nunca había llegado a imaginarse una mujer como aquella y se sentía humillado ante el genio burlesco de la baronesa que le dejaba cortado y balbuciente.

Las continuas heridas que Pepita abría en su amor propio, excitaban aún más su naciente pasión; pero esto no evitaba que se sintiera avergonzado por su derrota y que permaneciera en su asiento encogido y tal vez deseando que se abriera la tierra y lo tragara para no servir más de diversión a la burlona baronesa.

Cuando ésta se cansó de reír, acercóse algo sofocada al cabizbajo subteniente y con acento cariñoso le dijo tocándole en un hombro.

—¿Se ha enfadado usted acaso? Reconozco que he sido cruel; pero… ¿qué quiere usted? Este carácter maldito me obliga muchas veces a indisponerme aun con las personas que más estimo. Vaya, todo acabó; perdóneme usted, y en prueba de reconciliación y perpetua amistad, permito que bese usted mi mano.

Y la baronesa avanzó una mano de piel satinada, tibia y con graciosos hoyuelos, de la que se apoderó rápidamente el condesito llevándola con avidez a su boca.

No fueron uno ni dos los besos que le dio Baselga, y poco a poco los labios se deslizaron al antebrazo, y aun hubieran llegado más arriba a no soltarse Pepita merced a un fuerte tirón, quedándose en guardia con la diestra levantada y en actitud graciosamente amenazante.

—Cuidadito, Baselga —dijo la hermosa con tono entre irritado y dulce—. Mire usted que puedo enfadarme y entonces soy terrible.

Y Pepita, como para demostrar que era verdad lo que decía, dio al joven una cariñosa bofetada que le supo a gloria.

—Ahora, siéntese usted —dijo la joven volviendo a ocupar el sillón—, y hablemos como buenos y tranquilos amigos. ¿De dónde le ha venido esa rápida pasión que parece haberse creado con solo mi presencia?

—Baronesa; yo la amo hace ya muchos días.

—¿Sin haberme visto hasta ahora? Mire, eso sólo puede pasar en las novelas; y si sigue usted por ese camino, volveré a reírme. ¿Sabe usted acaso quién soy yo?

—Sí; una mujer enloquecedora a quien amo y debo la vida.

—La vida se la deberá usted al cirujano; pues yo, como antes he dicho, no he hecho más que socorrer a un héroe de mi mismo partido. Porque yo, sépalo usted bien, aunque parezca una mujer superficial, mordaz y casquivana, soy muy realista, muy católica, y muy enemiga de esa canalla liberal. Para mí, después de Dios y de su representante en la tierra el Papa, sólo hay una persona sagrada que es el rey.

—Y para mí también —se apresuró a decir Baselga para estar en consonancia con su adorada, que hablando de tales cosas se ponía tan seria como un diplomático.

—Ya sé que es usted un decidido defensor del absolutismo y de ello ha dado buenas pruebas. ¡Lástima grande que tan buen muchacho tenga el feo vicio de hacer el amor a la primera mujer que encuentra!

—Eso no es verdad. Yo la hago el amor a usted porque la adoro.

—¡Hombre! No diga usted disparates. Usted me ha visto por primera vez hace poco rato, e inmediatamente sin tomarse ni tiempo a respirar, me ha espetado su declaración que tiene aprendida de memoria y que suelta a todas cuantas ve.

—No es cierto. Yo no he amado nunca; yo, es el primer día que me siento dominado por la pasión.

—Cuénteselo usted a su abuela. ¿Conque no ha amado usted nunca? ¿Y dónde se deja a cierta airosa manola de la ribera de Curtidores?

—Eso ha sido un entretenimiento sin consecuencias y del cual apenas si me acuerdo.

—Pero no olvidará a usted a la duquesa de León, dama de la reina y que tanto cuidado se toma porque sea usted el oficial más rumboso y bien vestido de la Guardia.

—Está usted tan enterada de mi vida —dijo Baselga sonriéndose—, como yo mismo. ¿Es que hace tiempo me espía usted? Esto casi me haría creer que mi humilde persona es objeto de interés y que usted…

El condesito se detuvo indeciso como si no se atreviera a terminar su pensamiento; pero la baronesa lanzando nuevamente su sonora carcajada, exclamó:

—¡Habrase visto mayor mamarracho! Sin duda ha llegado a imaginarse, lo que menos, que yo le amo hace mucho tiempo en secreto y que procuro enterarme de su vida. Pues hijo, está usted en el mayor engaño y ahora me he convencido de que es verdad lo que las gentes dicen de usted…

—¿Y qué dicen de mí? —preguntó Baselga con acento de susceptibilidad herida.

—Pues que el condesito de Baselga es un buen muchacho aunque muy ignorante y muy fatuo.

El subteniente se ruborizó hasta las orejas, e hizo un gesto con el que parecía decir: —Eso no lo dirá ningún hombre delante de mí.

En aquel momento sonaron las doce en el reloj de San Felipe, y cada una de las campanadas parecía que iba borrando del rostro de Pepita aquella expresión burlona y mundanal que la caracterizaba.

Púsose seria, alzó los ojos al Santísimo sacramento del altar, y a continuación rezó tres padres nuestros que fueron contestados por Baselga aunque no con tanta devoción.

El joven estaba admirado y no sabía cómo calificar aquella mujer que tan pronto se colocaba en actitudes provocativas marcando sus espléndidas formas, como rezaba padrenuestros; y que entre dos carcajadas hablaba del monarca con tanta seriedad que daba a entender un fanatismo realista a toda prueba.

Comenzaba el subteniente a experimentar cierto respeto ante aquella hermosura que tenía el ambiente misterioso de las diabólicas apariciones de las leyendas.

Pero no duró mucho tiempo la actitud estática de la baronesa, pues su rostro volvió a adquirir la habitual expresión y mirando burlonamente al joven, dijo:

—Quedamos en que usted decía…

—Baronesa: yo no decía nada; usted es la que de un modo gracioso me llamaba ignorante y fatuo.

—Y lo es usted; pues sus actos se encargan de demostrarlo. Sólo a un ente superficial se le ocurre hacer el amor a una mujer a quien no conoce. Bien andaría el mundo si todas las mujeres que recogen por compasión o por deber a un herido, hubieran de enamorarse de él. Vamos a ver, ¿quién soy yo? ¿Sabe usted algo de mi vida?

—Baronesa: creo conocer la historia de usted.

—Indudablemente, el negro Pablo le habrá distraído durante su curación relatándole un cúmulo de majaderías. Es un charlatán a cuya lengua impondré correctivo. Pero aunque usted crea conocer mi vida, eso no impide que sea una chiquillada el hacerme el amor a primera vista. Además, usted no se ha fijado en que hay desigualdad de edades, porque yo tengo cuatro o cinco años más que usted.

—El amor no reconoce edades.

—Ya lo sé —repuso la baronesa riendo con crueldad—; y por eso ama usted a la duquesa de León que ya pasa de los cuarenta.

El recuerdo de la duquesa trajo sin duda a la memoria de Pepita, los uniformes que aquella regalaba a Baselga y fijándose en el que ahora llevaba éste, preguntó:

—¿Qué le parece a usted ese uniforme?

—¡Ah!, baronesa. Es una atención más que tengo que agradecer a la hermosa protectora que ha salvado mi vida.

Nada de agradecimiento, pues el tal regalo ha sido por puro egoísmo, estimable conde. Para recibir la visita de una dama, había de encontrarse usted presentable y ayer, permítame que le diga, que estaba espantosamente ridículo con aquella bata sucia y estrecha.

El joven ruborizose al recordar la grotesca aventura, y Pepita, como para consolarle, añadió:

—Hoy está usted muy guapo. De seguro que la duquesa se extasiaría contemplando a su lindo adorador. Pero ¡calle! Falta una prenda que de seguro ese imbécil de Pablo ha olvidado. Voy por ella.

Y la baronesa, antes de que Baselga pudiera oponerse, salió corriendo de la habitación exhibiendo una vez más con el menudo y acelerado paso, sus excitantes formas.

El condesito estaba tan anonadado por las continuas zurras que a su amor propio había dado aquella mujer con su inagotable ironía, que al quedarse solo no pensó en nada, pues parecía que la más absoluta estupidez se había apoderado de su cerebro.

No tardó en oírse el paso ligero de Pepita, que entró en la habitación agitando sobre su cabeza dos magnificas charreteras de oro.

Baselga, apenas las miró, dijo con la seriedad propia del militar que teme cometer una grave falta:

—Baronesa, eso no me sirve. Yo no soy más que subteniente y esas charreteras son de capitán.

—Póngaselas usted y calle.

—Pero, baronesa, eso sería faltar a mis deberes, exponiéndome a un castigo, y yo no quiero hacerme reo usurpando una categoría que no tengo.

—Es usted muy tenaz, y si tan testarudo se muestra en hacerme el amor, casi acabará por rendirme. Vamos a ver; si yo le hubiera dejado hablar al hacerme su declaración, ¿no habría acabado por llamarme reina de belleza, como siempre dicen los adoradores ramplones en tales casos? Pues bien: yo, la reina, tengo a bien hacer a usted capitán.

—Baronesa —dijo Baselga poniéndose serio—; las cosas del Ejército son demasiado graves para jugar con ellas.

—Y usted es un fatuo testarudo con el que no se puede hablar. ¿Cree usted que yo hago las cosas a ciegas? ¿O es que acaso ha llegado usted a imaginarse que sólo conocen al rey los oficiales de la Guardia Real?

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Quiero decir que nuestro señor, el rey Don Fernando VII, en premio a su heroico comportamiento en la jornada del día 7 le nombra a usted capitán; gracia que le será reconocida el día en que los buenos servidores de S. M. barran de España eso que llaman Constitución. Yo, en representación de la augusta persona, confiero a usted tal empleo.

El condesito fue a protestar de aquello que le parecía de mal gusto, o una de las muchas bromas a que tan aficionada se mostraba la baronesa: pero vio en el rostro de ésta tal expresión de seriedad, que se tranquilizó, y más cuando Pepita dijo para acabar de disipar sus dudas:

—Póngase usted las charreteras, señor capitán, que yo seré responsable de cuantos perjuicios puedan sobrevenirle por eso que usted cree usurpación de empleo.

Y luego añadió con expresión de orgullo y altivez.

—Obedeciéndome a mí obedece usted al rey.

Baselga, subyugado por aquella mujer original que tan pronto reía y bromeaba con gran descoco como hablaba de política y tomaba aires de soberana, obedeció sus órdenes y colocó las charreteras sobre sus hombros ayudado por Pepita que más de una vez rozó sus robustos pechos con el brazo del joven.

No debió ser éste manco ni corto de genio, por cuanto la hermosa, tomando aquella actitud de ofendida sonriente que tan bien la cuadraba, exclamó levantando su manecilla:

—Cuidado, don Fernando. Mire usted que si me enfado de veras, va usted a acordarse por mucho tiempo.

—Baronesa, es usted irresistible y aunque me amenazara con los mayores castigos me sería imposible permanecer quieto.

—Yo encontraré un remedio para su impresionabilidad. Me voy y hasta mañana en que podrá salir de esta habitación y comer con nosotros, no me verá usted.

—¿Y será usted capaz de dejarme solo tanto tiempo?

—Hijo mío, aunque usted me crea una mujer superficial y casquivana, tengo muchas ocupaciones y no puedo disponer a mi antojo del tiempo. La comida me espera y después tengo que recibir algunas visitas.

—¿Y se va usted así? ¿Sin dejarme la más leve esperanza?

—¿Qué es lo que usted quiere, hermoso condesito?

—Linda baronesa: oír de su boca que no le soy indiferente; saber que me ama.

—Mire usted, Baselga; es usted muy niño y aunque yo no sea una abuela, allá va un consejo. Para conquistar el corazón de una mujer, lo de menos es amar; lo importante, es hacer méritos para ser amado.

—¿Y podré yo conseguir el realizar esos méritos que me realcen a sus ojos?

—Veremos… tal vez. Lo mismo puede usted conseguirlo mañana que nunca.

Y Pepita, después de hacer al condesito uno de sus saludos irónicos, salió de la estancia riendo como una loca.

VII. SIGUE LA CONQUISTA

Nunca había estado Baselga en un estado moral tan raro.

Si aquello no era amor, sería que tal pasión no existe en el mundo.

El gentil militar no pensaba ya ni en el rey, ni en la Guardia, ni en los liberales; su única y constante idea era Pepita, aquel encantador diablazo con faldas, y tan enamorado estaba, que… ¡caso asombroso!, hasta perdía las ganas de comer, pues su estómago no podía ya, como en pasados tiempos, engullirse un pollo grandecito de una sentada y absorber tres cuartillos de vino de otros tantos tragos.

El condesito languidecía, se encontraba más abatido que cuando huía perseguido por los defensores de la plaza Mayor, y hasta llegó, en el colmo de su desesperación amorosa, a intentar el escribir unos versos describiendo la inmensidad de su pasión.

Al bravo defensor del absolutismo le causaba algún rubor el pensar que en un rapto de locura había estado a punto de escribir versos lo mismo que uno de aquellos pobres diablos periodistas u oradores del partido liberal, a los que él, como buen realista, que apenas si sabía leer y escribir, profesaba un odio sin límites; ni arrancándole la carne con tenazas le hubieran hecho confesar delante de personas tamaña debilidad, y lo único que le consolaba es que, después de borronear muchos pliegos de papel no encontrando un consonante a baronesa, ni sabiendo a ciencia cierta si los versos habían de medirse a palmos o a dedos, acabó por hacer trizas su engendro poético, arrojando los menudos pedazos de papel al vaso de noche.

Y la verdad era que Baselga no tenía motivo para mostrarse desesperado, pues sus asuntos amorosos, si no marchaban tan bien como deseaba su voluntad, tampoco iban del todo mal.

Por de pronto, el cirujano le había permitido que saliera de aquella alcoba, en la que tan malos ratos había pasado, y se paseaba por la casa pudiendo distraer su imaginación tirando del rabo o haciendo otras diabluras a los hermosos loros parlanchines, que sobre artísticas perchas estaban en el saloncito, donde Pepita pasaba la mayor parte del día.

Además, comía en compañía de su adorada y del señor Antonio, y tenía la inmensa satisfacción de comprender cada vez mejor el genio raro de aquella baronesa original que se burlaba de él, se complacía en martirizarle y apenas le veía un poco amoscado, sabía desvanecer el enfado con alguna palabrita dulce o algún bofetón cariñoso.

Cada una de aquellas comidas era para Baselga motivo de alegrías y de pesares; pero estas diversas impresiones iban tan seguidas y mezcladas, que cuando el joven quedaba solo, no sabía si sonreír de felicidad o entristecerse.

En la mesa, que era grande y semejante a las de conventual refectorio, tenía la dicha de sentarse a un extremo frente a Pepita y en amable vecindad con sus lindos pies, mientras que el señor Antonio, siempre grave y ensimismado, ocupaba el otro extremo como para demostrar que pertenecía a una clase inferior y que no osaba faltar a la sagrada ley de castas, digna de respeto entre buenas gentes realistas.

Venía a mediodía algún convidado con sotana, que era el que merecía todos los honores, y que con su presencia quitaba a la reunión de los dos jóvenes el alegre carácter que solía tener.

En los primeros días de su restablecimiento, notó Baselga que el número de clérigos convidados eran grande, siendo aquéllos cada vez diferentes, y tampoco le cayó en saco roto la afición que tales señores tenían a mirarlo como un bicho raro y la maña con que sabían sondearlo, haciendo que expusiera sus opiniones políticas, sin que él se diera inmediata cuenta de ello.

Afortunadamente el desfile de negras sotanas y caras austeras o astutas, cesó muy pronto y sólo de tarde en tarde aparecía a la hora de comer alguno de aquellos pájaros, que eran de mal agüero para el amor de Baselga.

¡Cuán feliz era éste cuando a la hora de comer sólo se reunían torno de la mesa Pepita y el sombrío administrador!

La baronesa era un encantador diablillo que mortificaba al joven, haciéndole al mismo tiempo concebir risueñas esperanzas.

Se burlaba lindamente cuando con palabras alambicadas pretendía expresarla su amor; a cada uno de sus floreos estúpidos aprendidos en los salones de Palacio, respondía arrojándole a las narices bolitas de pan; contestaba a los continuos pisotones por bajo de la mesa con alguna graciosa coz; le recordaba su cojera, defecto que hacía salir de quicio al condesito, y cuando ya había puesto bien a prueba su voluntad y estaba una vez más convencida de su amorosa paciencia, le llamaba ¡hijo mío!, con aquel tono zalamero que producía en el pecho de Baselga extrañas vibraciones, le tiraba cariñosamente de las patillas, y hasta algunas veces le permitía que le besara la mano.

Cuando Pepita no estaba de mal humor permitíale estar en su saloncito mientras ella hacía alguna labor, rezaba oraciones o tocaba el piano, y allí se pasaba el joven las horas muertas recorriendo con la vista una y otra vez todos los detalles de aquel hechicero cuerpo desde los pies a la cabeza o quedándose como hipnotizado al escuchar a la baronesa que con su voz pastosa y sonora de contralto cantaba danzas mejicanas o sentimentales romanzas italianas en que el poeta hablaba siempre de amor, de besos y de morir.

Aquella habitación que parecía impregnada por el perfume de Pepita, era para Baselga como un oasis delicioso en el desierto de su vida. Las paredes rameadas por el pincel de pintor churrigueresco, los cuadros de santos y santas, el retrato oscuro en el que el difunto gobernador de Acapulco ostentaba su rostro avinagrado y los dos loros chillones y aleteadores, eran testigos cada día, de fogosas declaraciones repetidas por centésima vez siempre con idénticas palabras, de irónicas carcajadas que parecían no tener fin, de audaces tentativas del condesito que quería prevalerse de la fuerza de sus músculos y de soberbias bofetadas con acompañamiento de sonrisas que terminaban siempre el conflicto.

Baselga estaba cada vez más desesperado.

Pensando a todas horas en Pepita y su rara conducta, el menguado cerebro del condesito acabó por sacar la consecuencia de que la baronesa le amaba. Y si no… vamos a ver. Si a Pepita le era antipática su persona, ¿por qué sufría aquella pasión tenaz y viéndole ya curado no le plantaba con muy buenas palabras en la puerta? ¿Por qué quería tenerle en su casa y no le permitía salir ni aun de noche, diciéndole que le buscaban con gran empeño por Madrid los revolucionarios, con los cuales había ido a palos tantas veces antes de la sublevación de la Guardia? ¿Por qué, en fin, tras las crueles burlas y los golpes, que aunque dados con acompañamiento de sonrisas no eran por esto menos pesados se cuidaba tanto de desenojarlo con palabras cariñosas o con alguna que otra concesión?

El joven haciéndose tales reflexiones se convenció de que la baronesa le amaba y que debía esperar a que ésta modificase su conducta extravagante.

Pronto tuvo ocasión Baselga de convencerse que, al menos una vez, su cerebro había pensado con cierta cordura y que nada perdía en esperar.

El verano hacía sentir sus rigores con ese encono que guarda siempre para la coronada villa, población privilegiada por la naturaleza, pues el invierno la dedica sus más crueles y mortíferos fríos, y el estío sus más abrasantes e irresistibles calores.

En el interior de aquel caserón se respiraba una atmósfera pesada y sofocante y era preciso buscar el viento de la calle que tenía un poco más de frescura y pureza.

Aquella noche Pepita observó con su adorador una magnanimidad sin precedentes, pues en vez de despedirse de él al poco rato de terminada la cena y rezado el rosario, como ocurría siempre, enviándolo a su cuarto a que charlase con el señor Antonio hasta la hora de acostarse, le invitó a pasar al saloncito, en el que sólo entraba de día, y puesta ya en el camino de las concesiones, le permitió asomarse al balcón.

Eran ya más de las nueve, la luna alumbraba el otro lado de la calle, dejando envuelta en la oscuridad la fachada de la casa y transitaba poca gente, pues era noche en que por ciertas agitaciones políticas del momento la gente bullanguera estaba aplaudiendo en los clubs patrióticos a los oradores más fogosos. No había, pues, peligro de que Baselga fuera reconocido por algún transeúnte.

Pepita estaba adorable puesta de pechos al balcón y contemplando con soñolienta mirada aquel trozo de cielo azul que parecía un toldo tendido entre los tejados de ambos lados.

Desde aquel balcón no se veía la luna, pero su luz daba un tinte blanquecino al azulado éter, sobre el cual los titilantes astros destacaban sus cuerpos de inquieto brillo, semejantes a las pupilas de un niño martirizadas por extraordinario resplandor.

Era una de esas noches en que se siente con más fuerza que nunca el deseo de vivir y en las que debe ser mas dolorosa y desesperante la llegada de la muerte; noches en que la inspiración, despertada por el tibio aliento de la naturaleza, sale de la mansión de lo desconocido y desciende sobre el cerebro humano, o en que el amor se infiltra en la sangre para conmover los cuerpos jóvenes y exuberantes de vida con agudos pinchazos de pasión que hacen desesperarse hambrienta la bestia carnívora que todos llevamos dentro de nuestro ser.

Baselga se encontraba a sí propio desconocido. Sentía una dulce embriaguez y un abandono voluptuoso y hasta le parecía que iba a caer nuevamente en el feo vicio de hacer versos.

Aquel viento caliente que cada vez que abría la boca se colaba hasta el fondo de su pecho, le enardecía la sangre y le producía igual efecto que si estuviera en una de las alegres francachelas con sus compañeros de batallón apurando a docenas las botellas.

En la agradable oscuridad que envolvía al balcón, percibía el opaco perfil de aquel rostro encantador y sentía impulsos de morder sus labios frescos y sensuales y la barbilla partida por delicioso hoyuelo.

Su olfato aspiraba con delicia el perfume embriagador que exhalaba aquel cuerpo robusto, incitante y de artística exuberancia cubierto por un vestido de verano de traidora sutilidad, pues al más ligero roce dejaba adivinar la tersa finura de aquellos miembros ocultos como misterioso tesoro.

Baselga se apoyaba cada vez con más fuerza sobre el hermoso busto y una de sus manos, deslizándose por la barandilla, fue a buscar otra de las de Pepita, oprimiéndola con fuerza así que la encontró.

La baronesa faltando a su costumbre no protestó, dejó hacer a su adorador y hasta le pareció a éste que aquella mano tibia y satinada correspondía a sus amorosos apretones, sin que por esto la dueña dejara de mirar al cielo.

—¡Si supieras cuánto te amo! —murmuró Baselga con voz tenue al mismo tiempo que doblaba su cabeza descansándola sobre el hombro de Pepita.

Esta salió entonces de su celeste contemplación y volviendo los lindos ojos miró al condesito de soslayo con expresión de cariño.

—¡Oh! ¿Me amas? ¿Me amas? —preguntó el joven con entusiasmo creyendo adivinar la expresión de aquella mirada.

Pepita parecía poseída por la misma embriaguez que su adorador, y éste, siguiendo su instinto o como queriendo aprovecharse de aquella excitación que la contemplación de la naturaleza producía en la hermosa, rodeó con su brazo la gentil cintura atrayendo a la baronesa sobre su pecho.

Pero aquella caricia produjo en Pepita un efecto semejante a una descarga eléctrica.

Conmovióse todo su cuerpo con rápido estremecimiento, agitó su cabeza como si despertara de un pesado sueño y se separó del joven con rudo empuje, yendo a colocarse al otro extremo del balcón, en la actitud sombría propia de una mujer ofendida.

—Fernando —dijo con voz vibrante por la cólera después de contemplar con cierto ceño al condesito—. Eres un hombre enfadoso por lo tenaz y acabaré por aborrecerte si persistes en tu conducta.

—Señora, yo…

—Háblame de tú, como antes lo has hecho. ¿No te satisface esta concesión? Tuteémonos ya que nos amamos.

—¡Por fin!… ¡Oh, felicidad! ¿Tú me amas?

—Sí, te amo; ¿para qué seguir ocultando tanto tiempo mi pasión? Te amo; pero no te acerques tanto, no pretendas arrancarme por la fuerza una sola caricia porque te aborreceré.

—¿Por qué tan esquiva?

—Respeta los caprichos de mi carácter. Soy una loca, pero conviene que sepas que aquel hombre que por mí quiera ser amado, tendrá que considerarse siempre inferior a mi persona y obedecerme en todo. Si yo me diera por vencida y cayera trémula, pasiva y sin voluntad en tus brazos, yo tendría que ser tu esclava en vez de tu señora.

—Yo seré a tu lado todo cuanto quieras: tu esclavo, tu servidor en cuerpo y alma; dispón de mí como gustes, pero no huyas, no me arrojes lejos de ti, me abraso… ten compasión de mi amor.

Y Fernando adelantó algunos pasos; pero Pepita fue retrocediendo hasta llegar a un extremo del largo balcón y levantando su diestra, dijo con voz que tenía algo de rugido:

—¡Si avanzas más te abofeteo como a un esclavo! ¿Crees tú que a mí se me conquista por el sistema aprendido en el cuerpo de guardia? ¿Te figuras que a una mujer como yo se la domina con cuatro suspiros y oprimiéndola la cintura? Soy dueña absoluta de mis pasiones y me avergonzaría de que estas me dominaran alguna vez. Yo mando en mi voluntad sin que ésta logre dominarme nunca, y aunque te amo, me creería deshonrada si cayera en tus brazos sin darme exacta cuenta de ello. Yo seré tuya cuando me plazca y no cuando lo quiera el amor.

—¿Qué debo hacer pues?

—Esperar.

—Es imposible, me devora la impaciencia. Además, tú eres muy loca, y ¿quién me garantiza que mañana me querrás lo mismo que hoy?

—¡Imbécil! Una mujer como yo sólo ama una vez, y el hombre que logra interesarla, puede estar seguro de su fidelidad.

—¿Y tú me amas así?

—Mucho antes de que tú cayeras herido a la puerta de esta casa y de que lograras conocerme, ya tu nombre había llegado a mis oídos, y mi curiosidad me había arrastrado a conocerte personalmente. Te conozco muy bien, y el amor no realza a mis ojos tu persona. Sé que eres un inocente lleno de fatuidad, que te crees irresistible por tu fama de espadachín y algunas fáciles conquistas, pero a pesar de todo hay en ti algo que para mi te distingue de los demás hombres y te amo, no tengo inconveniente en manifestártelo, te amo.

—Ángel mío! —exclamó Baselga, halagado por aquel te amo tan encantador y avanzando nuevamente.

—¡No te acerques o te golpeo! Si quieres que te aborrezca, no tienes más que desobedecer mis mandatos. Esta situación es insostenible para ti, que eres impaciente, y para mí, que la encuentro ridícula. Retírate, que en tu habitación te aguardará Antonio. Habla con él de política, intenta distraerte y espera, procurando no ser importuno.

—¿Y cuándo seré feliz? ¿Cuándo podré llamar mía a la mujer que me ama?

—No tengas prisa y consuélate con la esperanza de que he de ser tuya antes que de otro. El día en que me encuentres más fría, más desapasionada, más dueña de mi voluntad, entonces será cuando me arrojaré en tus brazos. La hora de mi caída no la habéis de determinar ni tú ni el amor; he de señalarla yo misma; yo, a quien de hoy en adelante, obedecerás con la fidelidad pasiva de un ser sin voluntad.

VIII. UNA SORPRESA

Llegó por fin para el impaciente Baselga la hora de su felicidad, que fue aquella en que se contempló dueño de la mujer ansiada.

Después de la nocturna escena en el balcón, transcurrieron muchos días sin que la baronesa se mostrara dispuesta a acceder a los deseos del condesito; pero por fin, éste se consideró dichoso viendo, cuando menos lo esperaba, caer en sus brazos el ansiado tesoro de belleza.

Sentada al piano e interrumpiendo el canto de una de aquellas romanzas italianas, fue como Pepita declaró a Baselga con una mirada llena de voluptuosidad y hechiceras promesas, que estaba dispuesta a ser suya.

Aquella fue la primera vez que el audaz joven logró acercarse a Pepita sin miedo a sus bofetadas, y desde entonces pudo considerarse dueño absoluto de la mujer, cuya imagen tantas noches le había robado el sueño.

Los dos amantes se entregaban a su pasión sin recelos ni preocupaciones, y casi puede decirse que hacían una vida marital.

Los criados y especialmente los dos negros nada parecían comprender, y en cuanto al señor Antonio, como miraba siempre al suelo, le era fácil dejar de ver las muestras continuas de cariño que se daban los arrulladores pichones.

Baselga estaba en sus glorias. Jamás en sus ensueños de libertino había soñado una mujer como aquella, y a veces en los instantes de mayor placer llegaba a dudar si estaba despierto, o era víctima de fantástica ilusión.

Aquel Hércules del absolutismo, en materia de amores había estado reducido hasta entonces a conquistas sin importancia, y ahora que su buena estrella le deparaba tanta felicidad, experimentaba la misma impresión que el ebrio de baja estofa que al verse dueño de abundante depósito de fino néctar, quisiera tener cien bocas para beber más aprisa.

El amor de aquel calavera novel y de aquella mujer casquivana conocedora del mundo, no tenía nada de la dulce placidez de las pasiones sublimes, pues estaba reducido a un delirio carnal, pero tan fuerte y arrollador que casi llegaba a la locura.

Baselga mostrábase cada vez más confuso en lo tocante a su querida. Antes de realizar la conquista (que de tal, sólo tenía el nombre), creía que lograría conocer el verdadero carácter de Pepita; pero conforme iba ganando su confianza y penetraba en los secretos, materia de cariñosas confidencias, encontrábase más desorientado no sabiendo al fin en qué concepto tener a su amada.

A todas horas mostrábase dominante y celosa de que su voluntad imperara sobre las de todos cuantos la rodeaban.

Si Baselga en sus raptos de entusiasmo amoroso había prometido ser su esclavo, ahora veía realizado su ofrecimiento, pues Pepita procedía con él, así que se veía desobedecía, casi del mismo modo que con los dos negros.

Pero fuera de este rasgo dominante, todos los demás de su carácter eran tan ligeros, variables e indecisos, que acusaban un desarreglo cerebral.

Entregábase al placer con el instinto carnívoro propio de una fiera insaciable, y cuando más dominada parecía por la locura apasionada, cambiábase rápidamente la expresión de su rostro, sus ojos arrojaban lágrimas y con voz quejumbrosa comenzaba a condolerse de sus grandes pecados y a pedir a la Virgen y a todos los santos que la perdonasen.

Unas veces llamaba a Fernando, gritando como una loca, su ángel bueno, su Dios y le besaba en la boca y en los ojos acabando por morderle la nariz; y otras le arrojaba de su lado con varonil empuje, le amenazaba iracunda y le decía que en su cuerpo se encerraba el diablo que quería tentarla y hacerla suya para arrastrarla al infierno.

Dos o tres veces que Baselga valiéndose de su intimidad con Pepita intercaló en su conversación soeces juramentos de cuartel en que las cosas de la religión no salían muy bien libradas, la joven tornose pálida mostrando una indignación sin límites, y en cambio, cuando por la falta más pequeña daba de puñetazos a los infelices negros, blasfemaba como una furia sin que al parecer le importara un ardite, lo que pudieran pensar de ella en el cielo.

El condesito estaba asombrado por aquel carácter original que cada vez se hacía más raro; pero como al fin su voluntad no era de las que podían sostener grandes resistencias ni su cerebro de los que se entregaran a largas observaciones, optó pronto por la pasividad y se entregó por completo a aquella mujer que hacía de él cuanto quería.

¡Cuán feliz se consideraba el ínclito don Fernando! Los celos era lo único que de vez en cuando como tétrica sombra turbaba su dicha, pero como no tenía ningún fundamento para dudar de la fidelidad de aquella mujer, tales pensamientos se desvanecían rápidamente y apenas si conseguían tener fruncido su entrecejo breves minutos.

Pepita salía poco de casa y todo el día y gran parte de la noche lo pasaba a su lado, procurando endulzar aquella reclusión forzosa a que lo obligaba la vigilancia de los liberales.

Por miedo a las murmuraciones de los criados y por no hacer demasiado ridícula la posición del señor Antonio en la casa, Baselga se retiraba todas las noches a su cuarto antes de las doce, pero durante las horas que seguían a la de la cena y después de bien rezado el rosario, los dos amantes agitados por todos los caprichos de una concupiscencia nunca harta, daban abundante pasto a la bestia carnal que se agitaba furiosa dentro de sus cuerpos.

Algunas veces, la nocturna entrevista no se verificaba, con gran disgusto del joven.

Pepita alegaba para ello indisposiciones momentáneas o actos de devoción que había de hacer en determinados días, y el condesito tenía que darse por satisfecho con tales explicaciones e ir a pasar la velada con el señor Antonio que siempre con cierta superioridad se ocupaba de cuestiones tan atractivas, como hablar contra Carlos III o su ministro el conde de Aranda y sobre los graves males que producía a la patria el general descreimiento sostenido por la masonería.

Una noche de aquellas en que Pepita se encerró a las nueve en sus habitaciones, Baselga encontrose al poco rato cansado por la monótona charla del vejete, y deseando salir de su habitación y dar un paseo por la casa, pretextó una apremiante necesidad física para abandonar al señor Antonio, quien pareció mostrar alguna contrariedad por la salida del joven.

Las habitaciones principales estaban ya a oscuras, pero el joven habituado a pasar por ellas, avanzó con resolución aunque tropezando de vez en cuando con algún mueble.

Baselga sintióse acometido de pronto por una curiosidad digna de un amante. ¿Qué haría Pepita en aquellos instantes? ¿Pensaría en él? ¿Estaría rezando a sus santos favoritos cuyo catálogo era interminable?

Apenas se hizo tales preguntas tomó una resolución algo indigna de su caballerosidad, pero propia de un amante apasionado.

Con el intento de espiar a su amada, dirigiose a tientas hacia el célebre saloncito inmediato al cual se encontraba el dormitorio de la hermosa; pero al llegar al corredor que conducía a aquél, encontró cerrada la puerta.

Miró por la cerraja y a lo lejos vio amortiguada por la densa sombra interpuesta, una gran faja de luz que marcaban los entreabiertos cortinajes del saloncillo.

El corazón del condesito latió con violencia; no por considerar que allá dentro envuelta en aquella luz estaba la mujer amada, sino porque le pareció escuchar el amortiguado eco de una voz que no era la suya, pues tenía el timbre hombruno y aun cierta gangosidad que no le era desconocida.

Algún tiempo pasó escuchando, con una oreja aplicada al ojo de la cerraja y haciendo los mayores esfuerzos por percibir aquella conversación muchas veces interrumpida y que llegaba hasta él como el susurro de una lejana fuente.

¡Oh desesperación! Aquellos sonidos confusos perdían al llegar a él su contorno de palabras y no podía adivinar su significado. La voz hombruna le ponía fuera de sí. No cabía duda: Pepita se libraba de él algunas noches para encerrarse con un hombre.

Esta idea hizo renacer en su pecho todos los celos infundados y sin objeto que tantas veces le habían atormentado, y por primera vez sintió, con la vehemencia propia de su carácter algo salvaje, la pasión que ha sido autora muchas veces de las más célebres venganzas.

Siguiendo los impulsos de su voluntad, hubiera derribado a patadas aquella puerta penetrando como un torbellino destructor en el cuarto de Pepita; pero aunque parezca extraño, hay que decir que aquel gigantazo tenía cierto respeto y no poco miedo a su amada; de tal modo había conseguido esclavizarlo.

Esto le hizo revestirse de paciencia, y siguió escuchando a pesar de que con ello experimentaba en su parte moral horribles tormentos.

Fuese realidad o fantasía de su imaginación acalorada por los celos, lo cierto es que de pronto llegaron a sus oídos alborozadas carcajadas, y hasta le pareció que con ellas iba mezclado su nombre. Entonces ya no quiso escuchar más.

La puerta tembló, conmovida por tremenda patada que hizo cesar el murmullo de aquellas voces.

Baselga, por la fuerza de la costumbre, se llevó la mano al costado buscando la espada, y al notar que no la tenía, pensó en sus robustos puños; capaces de echar abajo una pared.

—Abre, Pepita —mugió con su vozarrón, enronquecido por la ira—. ¡Abre, o echo la puerta abajo!

Durante algunos instantes la más profunda calma contestó a tales palabras; pero por fin oyéronse pasos varoniles en el largo corredor, y la puerta se abrió, delineándose en la oscuridad la figura de un hombre de aventajada estatura.

Apenas se presentó éste, Baselga se arrojó sobre él, y agarrándole por los hombros con sus férreas manos, de dos soberbios empujones y chocando a cada paso con las paredes del pasadizo lo arrastró al saloncillo.

Cuando el apretado grupo que formaban aquellos dos hombres, agitándose, tropezando con los muebles y llevándose tras de sí los cortinajes, llegó semejante a veloz proyectil al centro del saloncillo, Baselga prorrumpió en un juramento, y manifestando una sorpresa sin límites soltó a su contrincante, que de seguro guardaba indelebles señales de sus manos.

A la luz del rojo fanal que pendía del florón del techo, acababa de reconocer a su pariente y protector el duque de Alagón.

Pero la anterior sorpresa no valió nada en comparación con la que experimentó al volver la vista y ver sentado frente a Pepita, que le miraba sonriendo irónicamente, un personaje de gran nariz, ojos maliciosos y chuscos, cabeza poco poblada y labios abultados y colgantes, que reía con cierto aire canallesco al ver la original entrada de los dos hombres.

—¡Señor! —murmuró Baselga con la mayor confusión haciendo una gran reverencia.

Entretanto, el duque de Alagón se rascaba los hombros en actitud compungida, como para borrar las huellas que en ellos habían dejado los dedos de Baselga, y su amo, sin cesar de reírse, le dijo con voz algo gangosa:

—Duque, ¡vaya un pedazo de bruto que tienes por pariente! Este jayán te paga los beneficios a coscorrones.

—Señor —dijo el joven con humildad—, perdóneme S. M. este arrebato.

—Necesitado estás de perdón, pues tal manera de presentarse es impropia de un oficial de mi Guardia, y más en casa de una señora. ¿Es así como corresponde a la hospitalidad de la baronesa de Carrillo? Baselga hubiera querido desaparecer como por ensalmo, pues estaba pasando uno de los ratos más malos de su vida. Verse amonestado duramente por su rey y puesto en ridículo ante la mujer querida, constituía una situación demasiado fuerte para aquel realista y enamorado.

—Di, incorregible calavera —continuó el soberano—. ¿Te parece bien venir a estorbar los negocios de tu rey con tales escándalos?

—Señor —contestó Baselga que buscaba una ocasión de lucir su realismo a toda prueba—. Si yo hubiera sabido que aquí se encontraba mi rey y señor, me hubiera guardado de entrar sin ser llamado.

—Así lo creo, y terminemos esta cuestión que tanto disgusto me causa.

Te veo con charreteras de capitán, lo que demuestra que no has andado tardo en gozar el premio que te concedí a instancias de esta linda señora por tu heroísmo en el 7 de Julio.

—Señor, vuestra majestad es muy magnánima conmigo.

—Ahora sólo te falta justificar ese ascenso con nuevas hazañas. Con vuestra desgraciada sublevación me habéis puesto en tremendo compromiso; los liberales me martirizan más que nunca y necesito de buenos servidores como tú, que vayan a ponerse al frente de los fieles vasallos que en varias provincias se baten, formando las bandas de la Fe.

—Su majestad —dijo el conde con cierta fiereza—, me tiene a sus órdenes como firme servidor. Mi sangre y mi espada están a su disposición.

—Bueno; retírate y mañana recibirás órdenes mías. Procura en adelante tener la cabeza menos ligera, y no comprometer con irreflexivos ímpetus el honor de una respetable dama.

El rey, en señal de despedida, tendió su mano al capitán, que con cara compungida, después de hincar una rodilla en tierra, la besó contritamente. ¡Pícara imaginación! ¿Pues no le pareció poco rato después al loco Baselga, que aquella mano tenía algo del perfume del gentil cuerpo de Pepita?

El conde salió de la estancia acompañado del de Alagón, y entonces Fernando inclinándose con cierto garbo manolesco sobre la baronesa que durante la anterior escena no había cesado de reír, exclamó:

—¡Chica! No has tenido mal gusto. Ese condesito es un animal, propio para tu carácter. Vais a formar una adorable pareja de locos; cada uno de género distinto.

—Le tengo alguna voluntad; tal vez por lo fácilmente que se amolda a todos mis caprichos. Es un matachín tan valeroso como inocente, lo que no impide que se tenga por un calavera consumado.

—Sin embargo, creo que después de esta escena, no va a tener gran fe en ti y que te será difícil hacerle tu marido.

—Ya se encargarán de esto los buenos Padres.

—Buenos ayudantes tienes. ¿Qué no se logrará con su apoyo? A ellos debo la dicha de conocerte.

—Nuestra majestad está esta noche muy galante.

—Mi majestad lo que está es muy aburrido de ver que para que me des un beso es necesario pedírtelo.

Sonó un beso tan fuerte, prolongado y escandaloso, que casi lo hubiera oído Baselga.

Cuando los dos nobles llegaron al extremo del corredor que poco antes habían pasado furiosamente agarrados y topando con las paredes, el capitán se paró para decir con ansiedad a su ilustre pariente:

—Pero tío, ¿qué es esto?

—Sobrino, cosas en las que harás muy bien en no mezclarte, si es que quieres ser fiel cortesano y buen realista. Y ahora que estamos sólos, te advierto que si no fuera porque la violenta escena de antes no ha tenido más testigos que el rey y esa señora, a pesar de ser mi pariente y de toda tu fama de espadachín, te batirías mañana conmigo.

—Algo imprudente he estado, lo confieso; pero sepa usted que esa mujer me pertenece.

—Lo sé perfectamente, y también lo sabe el rey.

—¿El rey…? Pues entonces ¿a qué viene aquí?

—Sobrino —dijo Alagón dando a su voz un tono misterioso—. A ti se te puede decir, pues eres de casa. La señora baronesa de Carrillo tiene un talento político de primer orden, y el rey viene aquí muchas noches a que le dé consejos sobre los actuales conflictos.

Aquella noche el conde no pudo dormir tranquilo. Tanta satisfacción le causaba ser amado por una mujer a quien el rey pedía consejo y que era casi un ministro universal con faldas…

IX. LA CONFESIÓN

Al anochecer del día siguiente, Baselga supo por boca de su amada, que en el salón de visitas le esperaba el padre Claudio, deseoso de hablar con él de asuntos muy graves.

—¿Quién era el padre Claudio?

Entre la inmensa banda de tétricas sotanas que por turno iban pasando por los salones del vetusto caserón o se sentaban a la mesa de Pepita Carrillo, el padre Claudio constituía una brillante excepción y tal vez por esto era recibido con más grandes honores.

Rodeado de tantos rostros huraños o forzadamente amables, pero siempre con el sello especial de la idiotez disimulada o de la astucia encubierta, el de aquel cura destacábase luminoso, atrayente y como esparciendo efluvios de una dulzura evangélica.

Era el padre Claudio muy joven para tener tan gran imperio sobre los que le rodeaban, pero sin duda este ascendiente se lo proporcionaban su hermosura física, su exterior simpático y el encanto dulce y persuasivo de su conversación.

Su cabeza de fino cutis y cabello corto, ensortijado y aplastado sobre la frente, recordaba la de aquellos elegantes romanos del tiempo del Imperio; su figura era de proporciones artísticas y los pies y manos por su pequeñez y delicadeza, casi hacían creer que la flamante y bien cortada sotana ocultaba el cuerpo de una fina damisela.

Hablaba con voz dulce y reposada y todas sus palabras tenían un carácter tan vaporoso, que las hacían casi semejantes a los perfumes agradables que exhalaban las vestiduras del elegante sacerdote.

Había devotas que oyendo las palabras del padre Claudio, quedaba extasiadas en la contemplación de su tez fresca y transparente y de sus cabellos de un rubio apagado, pero brillante, comparándolo mentalmente con el ángel Miguel y demás elegantes de la corte celestial.

Sólo un detalle venía a afear aquel rostro, completo modelo de bondad y hermosura angélica. Los que le trataban con cierta confianza sabían que su frente se contraía en ciertos momentos con coléricas arrugas y que sus ojazos azules, cándidos y casi inmóviles, en muchas ocasiones dejaban pasar por su fondo rápidos chispazos de una ira tan intensa que asombraba y permitían adivinar en sus pupilas, en los instantes de alegría, una ambición que por lo inmensa causaba miedo.

Semejantes a esos mares tranquilos y risueños, cuna de belleza y de poesía que cuando se alteran con el viento de la tempestad son más terribles que el Océano, aquellos ojos imponían cuando despojándose de su falsa expresión transparentaban las pasiones que se agitaban en el cercano cerebro.

El padre Claudio, era un hombre terrible que unía con pasmosa habilidad la bondad con el odio, la sencillez con la astucia y la humildad con una ambición sin límites.

Aquel dandy de sotana, era semejante a las pequeñas víboras de las selvas índicas que escogen siempre por nido la corola de una flor.

Para él nada había imposible, ni retrocedía ante obstáculo alguno. Todo cuando le era útil lo tenía inmediatamente por moral y de aquí que reparara poco en los fines de sus empresas fijando únicamente su atención en los medios, pues tenía cierta preocupación de artista en su modo de obrar.

Aborrecía el ruido, el escándalo y los procedimientos brutales tanto como era partidario de la cautela, la sagacidad y los golpes rápidos y silenciosos.

Para el padre Claudio, el rey de la naturaleza no era el león sino la serpiente y le inspiraba más admiración el avance traidor, rastrero y espeluznante de ésta que el ataque brutal, pero franco e instintivo de aquél.

Pertenecía a la misma categoría que Nerón y demás delincuentes artistas que encubrieron sus más tremendos crímenes bajo un manto de belleza.

El padre Claudio era capaz de asesinar con tal que la hoja del puñal estuviera cubierta de rosas.

Esta quinta esencia de maldad, le hacía ser más respetado y temido por sus compañeros y subordinados, y por otra parte sus prendas físicas y aquel carácter de apóstol que tan a la perfección le disfrazaba, valíanle una admiración sin límites entre sus amigos devotos que ponían sus conciencias bajo la absoluta dirección del hermoso padre.

En casa de Pepita, don Claudio imperaba como un soberano; el señor Antonio mostraba ante él una servil humillación que ni al más adulador lacayo podía tener a su alcance, y hasta la casquivana baronesa no osaba en su presencia dejar la menor libertad a su estrafalario carácter, y acogía con aspecto contrito las dulces reprimendas que el padre tenía a bien dirigirla.

También en Baselga causaba gran impresión aquel cura elegante que apenas si tendría seis años más que él.

El condesito admiraba la finura de sus ademanes, su carácter simpático y su gran ilustración; pero aun había en su persona una cosa que le subyugaba más y era que en ciertos momentos tenía el empaque de un caudillo, y el oficial de la Guardia profesaba admiración y respeto a todos esos hombres especiales que son enérgicos sin manifestarlo y parecen nacidos para mandar.

Tres o cuatro veces había comido con el padre Claudio en casa de Pepita, y casi sintió tanto como ésta el que no fuesen más frecuentes las visitas del cura, pues le era tan simpática su conversación sencilla, pero amena, como enojosa la presencia de los otros clerigotes por lo regular groseros y bruscos en sus palabras y modales.

Cuando Baselga entró en el salón de visitas, el padre Claudio se levantó del sillón que ocupaba en un rincón oculto bajo la sombra.

El quinqué colocado sobre un ligero velador tenía puesta de tal modo la pantalla que bañaba con viva y rojiza luz medio salón dejando la otra parte envuelta en la más densa oscuridad.

Besó el capitán aquella mano blanca, fina y casi femenil que le tendió el cura con graciosa amabilidad, y se sentó obedeciendo su indicación junto a la lámpara que hacía resaltar todos los detalles salientes de su rostro enérgico.

Sacó el padre Claudio de una petaca de oro cubierta de filigranas dos cigarrillos casi microscópicos, que olían a perfumes de tocador más que a tabaco, y después que vio arrojar al militar las primeras bocanadas de humo, dio principio a la conversación.

—Señor conde, vengo de parte del rey, que según creo, se dignó hace poco tiempo anunciaros que os comunicaría pronto sus órdenes.

—Así es, padre Claudio. S. M. me honra distinguiéndome entre sus más fieles vasallos.

—El señor don Fernando (que Dios guarde) —y al decir esto el cura, a pesar de encontrarse casi invisible en la sombra, se inclinó por la fuerza de la costumbre—, desea auxiliar por cuantos medios pueda a los buenos españoles que en Navarra, en Aragón y en Cataluña luchan por los santos derechos del Altar y el Trono, y para esto necesita del apoyo de todos sus leales servidores.

—Dispuesto estoy a obedecer sus órdenes. Mi vida es suya por completo.

—El rey tiene la certeza de ello, y por esto le designa a usted para que sea portador de varios encargos que envía a los defensores de la Fe, y al mismo tiempo ordena que se una usted a esas legiones de esforzados defensores de la legitimidad, con la seguridad de que allí será más útil su espada que en otro cualquier lugar.

—Dispuesto estoy a obedecer. ¿Cuándo tengo que partir?

—Mañana al romper el día. Debe usted agradecer al soberano esta determinación respecto a su persona. Aquí peligra su vida, y la policía por un lado y los patriotas por otro buscan a usted, tanto en Madrid como fuera de él, ganosos de castigarle como a uno de los principales promovedores de la jornada del 7 de Julio. ¿Se acuerda usted del teniente Goiffeaux?

—Sí; un buen muchacho francés que pertenecía a mi mismo batallón. Es grande amigo mío, ¿qué ha sido de él?

—La semana pasada fue ajusticiado en la plaza de la Cebada como autor del asesinato perpetrado a las puertas de Palacio en 18 personas del capitán Landáburu. Calcule qué sería de usted si fuera descubierto por esos furiosos liberales que tienen al conde de Baselga por el principal autor del hecho.

El joven capitán, a pesar de su carácter tan enérgico como ligero, no pudo menos de sentirse impresionado por el trágico fin de su amigo y quedó durante algunos instantes silencioso y como en profunda reflexión. Por fin, rompió el silencio para preguntar:

—¿Y qué misión es la que me confiere el rey cerca de los caudillos de la Fe?

—Su majestad desea que usted sea portador de cincuenta mil duros pertenecientes a la asignación que le da el gobierno liberal, y que él, con un desprendimiento digno del mayor elogio, destina a la formación de nuevas partidas realistas en el Alto Aragón, que nos liberen pronto de la maldecida Libertad. Usted se pondrá al frente de las que se vayan creando, y de seguro que con una brillante campaña hará méritos para ser recompensado largamente por el soberano el día en que triunfe la buena causa.

Baselga, a quien el combate de la plaza Mayor, su amistad con Córdova y hasta el roce con Pepita, habían hecho bastante ambicioso, soñaba desde poco tiempo antes con la gloria guerrera, así es que recibió con el mayor gozo aquel tácito nombramiento de caudillo del absolutismo.

—Padre Claudio —dijo con arrogancia y transparentando en sus ojos el entusiasmo que le dominaba—. Si habla vuestra reverencia con el rey, dígale que podrá tener servidores que valgan más que yo; pero tan entusiastas y decididos al sacrificio, ninguno. Iré donde me mandan y volveré vencedor más pronto o más tarde, pues de lo contrario seré un mártir más entre los innumerables que han dado su vida por la buena causa.

—¡El Dios de los ejércitos irá contigo y te protegerá! —dijo don Claudio con cierto aire de inspirado, y extendiendo su mano de dama, dio la bendición al capitán.

El sacerdote, durante la anterior conversación, había estado desde el fondo de la oscuridad observando aquel rostro brutal, pero franco, en el que tan claramente se transparentaban las internas impresiones, y con exacto conocimiento de la situación creyó muy del caso la reciente invocación bíblica, que acabó de entusiasmar al inculto cruzado del fanatismo.

Baselga quedó como reflexionando bajo el peso de aquella santa bendición, y el clérigo, dijo al poco rato:

—Mañana saldrá usted de Madrid al amanecer precedido de un hombre de confianza que vendrá a buscarle y fuera de las puertas encontrará un carruaje de camino bajo cuyos asientos y en onzas de oro, estarán los cincuenta mil duros. El mismo hombre le dará cartas del rey para sus defensores en Aragón. De preparar a usted para que salga de Madrid sin ser reconocido, se encargará el respetable administrador de la señora baronesa, quien le afeitará cuidadosamente y le dará unos hábitos de sacerdote que ya tiene en su poder.

—Haré cuanto indica vuestra reverencia.

—Mucha prudencia al atravesar las calles de Madrid, y piense usted que son muchos los que le buscan, que usted es muy conocido y que un sacerdote en estos abominables tiempos revolucionarios, inspira tanta sospecha como en otras épocas veneración.

—No tema usted. Sabré fingir perfectamente, solo por darles un chasco a esos aborrecidos liberales.

Quedaron después de esto callados un largo espacio los dos hombres, y al fin, el condesito fue el primero en romper el silencio, preguntando con interés:

—¿Sabe ya la señora baronesa mi próxima partida?

La conoce perfectamente, pues ella ha sido la más interesada en proporcionarle ocasiones donde lucir su heroico valor y legítima gloria.

Baselga que hasta entonces había permanecido obsesionado por la ilusión de convertirse en un célebre caudillo, comenzaba a recordar apasionadamente a Pepita cuya imagen se le aparecía ahora más seductora que nunca.

La idea de alejarse en breve de la mujer adorada aumentaba el valor de su hermosura, y el placer de sus caricias aparecía centuplicado en la imaginación de Baselga.

¡Abandonarla cuando en su ser no se había saciado la terrible hambre amorosa, que su belleza provocaba! Aquel libertino defensor de los reyes y los curas, sentía cierta desesperación y aun se mostraba inclinado a maldecir las circunstancias que le arrancaban de las delicias del amor, y le arrojaban rápidamente del cielo al suelo.

Don Claudio siempre recatándose en la sombra, contemplaba fijamente al capitán y en la sonrisa que vagaba por sus labios comprendíase la facilidad con que iba leyendo en la frente de aquél, todos sus pensamientos.

—Señor conde —dijo el cura cambiando con gran maestría el tono de su voz que de ligera y meliflua, se trocó en grave—. Dentro de pocas horas va usted a partir para cumplir una importante misión y poner en práctica lo que, al ceñir espada, juró usted como cristiano y caballero.

Baselga, que pensando en su próxima y dolorosa separación de la mujer amada tenía la frente apoyada en una mano, levantó la cabeza como sorprendido al oír aquellas palabras dichas en tono solemne.

—Va usted a entrar —continuó don Claudio siempre con la misma entonación—, en esa vida accidentada y abundante en peligros propia del valiente que tiene que luchar contra superiores y temibles enemigos. Grandes serán las aventuras de que estará erizada su próxima existencia; aunque el Señor tiene contados los días de sus criaturas, nadie sabe en el mundo cuál será la última hora de su vida, y hay que temer a la muerte.

—¡Padre! —dijo Baselga con arrogancia—. Yo no la temo y eso que no ha mucho me vi casi en su brazos. Soldado soy y mi destino es morir en el campo de batalla: otra clase de muerte, la consideraría deshonrosa.

—Está muy bien lo que usted dice; pero considere que no todo es morir, que más allá de la tumba existe otra vida y que conforme a la doctrina que enseña la Santa Madre Iglesia hay que pensar en tener la conciencia lo más limpia de pecados que sea posible, para cuando hayamos de comparecer ante el tribunal de Dios. El buen católico antes de morir descarga su pecho del peso de sus culpas, en el regazo del confesor. Usted va a cumplir una noble misión en la que tal vez le busque la muerte. ¿Se encuentra el alma de usted limpia de culpas?

Baselga quedó asombrado por estas palabras y miró con gran confusión al sacerdote que poco a poco había ido arrastrando su sillón hacia el que ocupaba el capitán, y que ahora avanzaba su cabeza de modo que destacara su artístico perfil sobre el foco de luz del quinqué.

El condesito estaba tan aturdido, como muchacho que en la escuela es sorprendido por el maestro en flagrante delito, y no encontraba palabras para contestar.

Excitado por la mirada bondadosa y angelical del cura se decidió al fin a hablar y al principio no consiguió más que embrollarse en un sinnúmero de confusas palabras.

—Yo… padre… la verdad… ando bastante descuidado en materias de religión. Creo en Dios, en Jesucristo, en el Papa y en todo lo que manda la Iglesia; en otros tiempos me sabía todo el catecismo de memoria, pero ahora… ya ve usted… los amigos, la vida militar, las locuras de la juventud… en fin, que hace mucho tiempo no me he confesado y que, de morir en este momento, el diablo tendría mucho que hacer con mi alma.

—A tiempo está usted, hijo mío, de conjurar el peligro. En mí que soy indigno representante de Dios encontrará usted el medio de librarse del peso de tantas faltas.

—Yo quisiera confesarme, pero… ¿en este sitio?, ¿en un salón de visitas?

—Dios está en todas partes y en todas también puede su sacerdote oír la confesión de un pecador. Acérquese usted más… así está bien. Y ahora si tiene usted verdadero fervor para reconciliarse con Dios, ábrame su pecho y no tema en revelarme la verdad, sin miedo a la enormidad de los pecados, pues el Supremo Hacedor no quiere que el culpable agonice bajo el peso de sus faltas sino que viva y se arrepienta.

Estuvo Baselga por mucho rato cabizbajo, ensimismado y como contrayendo todos los pliegues de su memoria para que no quedara trasconejado el recuerdo de las más pequeñas de sus faltas, pero cuando ya se disponía a hablar, le interrumpió don Claudio para decirle:

—Supongo que no irá usted a imitar a ciertas devotas viejas que tienen como pecados nimiedades insignificantes y ridículos escrúpulos. Aquí más que confesor y penitente, somos dos hombres, y, por tanto, hemos de hablar con franqueza e ir derechamente a la verdadera importancia de las cosas. Empiece usted hermano y diga todo aquello que considere realmente como pecado.

Baselga hizo un poderoso esfuerzo para romper los lazos con que el amor propio y la vergüenza sujetaban su lengua y con el rostro teñido de rubor comenzó así:

—Padre; me acuso de haberme valido de mi habilidad en el juego para robar con malas artes el dinero de mis compañeros.

—Mala cosa es el juego; pero como culpables son igualmente todos los que se dejan dominar por vicio tan reprochable, no cayó usted en pecado mortal al explotar la simpleza de los que confían su suerte a la baraja. Adelante, hijo mío.

—Me acuso, de haber hecho uso de mi espada sin razón alguna contra personas a quienes antes había ofendido, derramando su sangre injustamente.

—Gran pecado es atentar contra la vida del prójimo, mas, sin embargo, todo aquel que lleve espada, se tenga por caballero y ostente un nombre ilustre, tiene el deber de velar por su prestigio personal y no incurrir nunca en la nota de cobardía. Además, así como la Providencia veló por la vida de usted, podía haber ocurrido todo lo contrario, en cuyo caso tanto se exponía usted como su contrincante a morir en el lance. No es, pues, muy grave este pecado. ¡Animo hijo!, ¿cuáles son los otros?

—Yo fui el que instigó a los soldados a dar muerte en la plaza de Palacio al capitán Landáburu y confieso que el recuerdo de su mujer viuda y de sus hijos huérfanos me ha quitado el sueño muchas noches.

—Digno de execración es siempre el asesinato; pero hay que convenir en que aquel hecho nada tuvo de tal. La muerte violenta de Landáburu fue uno de tantos incidentes propios de épocas de agitación, y sin duda aquel desgraciado fue destinado por Dios para servir de triste ejemplo a sus compañeros en política y hacerles ver prácticamente cuán terrible es el fin de los hombres que se separan de las buenas doctrinas. Landáburu era un impenitente revolucionario a quien usted conocía muy bien; ¿quién sabe si Dios quiso castigarle por sus malos pensamientos y lo escogió a usted como ejecutor de sus venganzas? No es, pues, tan enorme este pecado. Adelante, hijo mío, adelante.

Baselga estaba encantado por la bondad de aquel sacerdote que todo lo encontraba bien; que en vez de las reprimendas esperadas, le dirigía amables sonrisas y que demostraba un empeño paternal por desvanecer todos los remordimientos en el pecho del penitente.

Con un confesor tan de manga ancha que sabía desmenuzar los pecados de modo que perdieran su carácter horrible dejándolos reducidos a simples faltas, se podía hablar con entera tranquilidad, y por esto el condesito, cobrando cada vez más confianza, repasó por completo todo lo grave de su pasado y al fin llegó a sus amores con la baronesa.

Al pensar en tal aventura su lengua se detuvo. El capitán creía circunstancia indispensable en todo galanteador caballeresco, guardar eternamente el secreto de sus amores; así es que no se mostró propicio a revelar lo ocurrido en aquella casa entre Pepita y él; tanto más cuanto que el padre Claudio era amigo de la baronesa.

El sacerdote que con mirada atenta seguía contemplando al joven, pareció adivinar nuevamente los pensamientos que se agitaban bajo su frente, y para desvanecer todo escrúpulo dijo así:

—Hace usted mal, si es que piensa ocultarme por miras particulares algún suceso importante de su vida. Engañándome a mí engaña usted a Dios y de poco puede servir a su alma una confesión incompleta e inspirada en miras egoístas. Todas las preocupaciones mundanales deben expirar al pie del confesionario; para el representante de Dios no ha de guardarse secretos, tanto más cuando lo que usted diga aquí quedará como encerrado en una tumba. ¡Vamos!, decídase usted, hijo mío, y ya que se ha propuesto implorar la protección de Dios descargando su conciencia de culpas, no oculte ni una sola de éstas.

El condesito, impresionado por aquella voz dulce y atractiva decidióse a hablar, aun faltando a su condición de amante reservado y silencioso. Además, pensó en que Pepita se confesaba igualmente con don Claudio y que, como buena católica, le habría revelado todo lo ocurrido.

Así que Baselga se decidió a decir la verdad, dejó escapar un verdadero chaparrón de palabras, que fue la relación completa y detallada de todo lo ocurrido entre él y la baronesa desde el día en que se conocieron hasta la hora presente.

El cura escuchaba con aparente atención las palabras del penitente pero un profundo observador hubiera adivinado en él la distracción que le causaba oír por segunda vez la relación de sucesos que ya le eran conocidos.

Cuando Baselga acalorado en la descripción de su última conquista, deslizaba algún detalle de color algo subido y se detenía como avergonzado, el clérigo le animaba con un gesto de benevolencia, y el joven seguía adelante en su relación, encontrando cierto placer en revelar a un hombre (aunque éste fuese un cura) toda la felicidad que había gozado.

Cuando el condesito terminó de hablar, vio con cierto recelo que don Claudio se ponía muy serio por primera vez y aun se alarmó más al oír que con voz algo irritada, le decía:

—Después de lo que usted acaba de decirme es casi imposible que yo le de la absolución.

—¡Cómo!, ¿qué dice usted padre mío?

—Usted, llevado de sus antiguos hábitos de galanteador irreflexivo ha abusado de la generosa hospitalidad que le dispensó una mujer, que aunque a primera vista parezca algo ligera, es modelo de virtudes. La baronesa ha perdido su honor en los brazos del hombre a quien salvó la vida y éste obraría con una deslealtad nunca vista e impropia de un caballero si se negara a reparar el mal que causó.

Baselga quedó anonadado bajo aquella severa reprimenda.

—Va usted a partir —continuó el sacerdote—, dentro de breves horas, y Dios sólo sabe dónde podrán arrastrarle los azares de la guerra. El corazón de usted es ligerísimo, su facilidad amorosa grande en extremo, y caso probable que cuando termine la guerra usted haya dado su afecto a otra mujer y olvidado a la baronesa, en cuyo caso ¿cuál será la suerte de esa desgraciada señora, modelo de virtudes, pero a quien el amor ha hecho pecar?

—¡Oh!, no, padre. Yo nunca olvidaré a Pepita: la amo mucho.

—El amor cuando no está santificado por la bendición del sacerdote es fugaz pasión que el menor vaivén de la vida hace desaparecer. No basta que usted quiera a Pepita, es necesario afirmar esa pasión con algo más serio que los juramentos de amor.

—¿Y qué puedo hacer yo, padre mió? —dijo Baselga, a quien las palabras del cura habían conmovido.

—Hoy casi nada. La orden del rey le obliga a partir dentro de breves horas y no hay tiempo para que usted legitime por medio del casamiento canónico sus amores con la baronesa.

—Entonces, ¿cuál ha de ser mi conducta para que vuestra reverencia me dé la absolución?

—Ya que es imposible por el momento el borrar las anteriores faltas con el matrimonio, jure usted ante Dios que está en el cielo y en todo lugar, que dará su mano y su nombre a la mujer amada tan luego termine la comisión que ahora le encarga su majestad.

—Dispuesto estoy a jurarlo, padre mío.

Entonces Baselga por indicación del cura, púsose en pie y extendió su diestra a un antiguo cuadro que representaba a Cristo macilento y negruzco, fue repitiendo el juramento que palabra por palabra le dictó don Claudio, y al final de cuya fórmula pedía para sí todos los tormentos del infierno y los dolores de la tierra si dejaba de cumplir lo prometido.

El mastuerzo que con tanto valor sabía batirse en las calles de Madrid, sentíase ahora conmovido por las palabras que le hacía pronunciar el hábil capellán y le faltó poco para derramar lágrimas de alegría cuando le dijo don Claudio con acento melifluo:

—Hermano; de rodillas.

Oyó Baselga latinajos que no entendía y con ademán compungido recibió la bendición de aquella mano fina y aristocrática que después besó contritamente.

—Ahora —dijo don Claudio levantando del suelo al capitán—, a luchar como un héroe por la santa causa de la Iglesia y del rey.

—Lucharé hasta morir —contestó el joven con resolución que no daba lugar a dudas.

—¿No es verdad que se siente usted mejor después de la confesión?

—Me encuentro poseído de un bienestar inmenso.

—El pecador que tiene fe en Dios siempre experimenta tan grata impresión después de desahogar su pecho de culpas.

—Ya hemos terminado —continuó el cura después de un breve silencio—, retírese usted a hacer sus preparativos de viaje y avístese con el señor Antonio que ya ha recibido las instrucciones necesarias. Además autorizo a usted para que cuando vea a la señora baronesa, le revele cuanto aquí ha ocurrido. Es una santa mujer que experimentará una alegría sin límites al saber que usted ha jurado ser su esposo tan pronto como lo permitan las circunstancias.

—¡Adiós, padre! —dijo el capitán con algún enternecimiento—. Que el cielo permita nos volvamos a ver pronto.

—¡Adiós, hijo mío! Que el Señor proteja a usted.

Y aquel Pedro el Ermitaño del realismo español, estrechó con cariño la mano del cruzado que iba a defender en los montes la tiranía del monarca y el restablecimiento de la Inquisición.

Cuando los pasos de Baselga hubieron dejado de sonar en la habitación vecina, el cura sonrióse con aire satisfecho, y dirigiéndose a la puerta del salón contraria a aquella por la que había salido el joven, levantó el pesado cortinaje, preguntando con voz meliflua:

—¿Está usted contenta, Pepita?

—Mucho, padre mío. ¡Cuánto tengo que agradecer a usted!

Y la baronesa, diciendo estas palabras, entró en el salón. Sus mejillas estaban coloreadas por la alegría y en toda ella conocíase el vivo placer que le había causado la anterior escena.

—Esto es un servicio más que usted tendrá que agradecer a la poderosa Compañía que la protege desde la cuna.

—Lo agradezco con toda mi alma, padre Claudio, y crea vuestra reverencia que siento no corresponder con más fuerza a tan grandes y continuos favores.

—Con que tenga usted al rey mucho tiempo hechizado con sus gracias y disponga un poco de su voluntad, nosotros nos damos por satisfechos.

—Eso hago y eso haré tan bien como me sea posible. Mis ilusiones se realizan y desde la cumbre a que me elevan los favores de la orden, podré servir mejor a los intereses de la Compañía. Únicamente me faltaba un marido y éste ya lo tengo gracias a la sabiduría de vuestra reverencia que tan acertadamente sabe dirigir las conciencias. Querida predilecta del rey, pero teniendo que vivir oculta por no poder presentarme en sociedad como una viuda forastera, problemática y sin amistades, me es imposible servir tan bien a la orden como lo haré el día en que figure en la corte como la esposa de un hombre que ha prestado grandes servicios a la causa del rey. Baselga es un necio, pero tiene algo de héroe y si no lo matan conseguirá abrirse paso y llegar a los más altos puestos. Yo necesitaba un marido de tal clase y vuestra reverencia me lo asegura valiéndose de su profundo talento que a todos convence. ¡Cuán agradecida debo estar a la orden que me protege!

—Baronesa: el que trabaja para la mayor gloria de Dios se ve colmado siempre por el Altísimo de inmensas felicidades.

X. 1823

En 1823 cambió por completo la decoración para liberales y serviles que con tanta saña venían combatiéndose hacía tres años.

Al rey que decía a sus súbditos «marchemos todos francamente y yo el primero por la senda constitucional», mientras ocultamente favorecía con dinero y con hombres las sublevaciones absolutistas en los montes de Cataluña y Navarra, le parecía todavía insuficiente el armar tropeles de fanáticos, que combatieran en favor del Altar y el Trono, y solicitó el auxilio de la Francia que envió a España al duque de Angulema con sus cien mil hijos de San Luis.

Fue aquella una época de desbordamiento y de impudor. Nunca se ha visto un pueblo más propenso a la mudanza, a la traición y a la desvergüenza.

Largos años de tiranía habían corrompido el sentido moral de nuestro pueblo; la revolución sólo había servido para hacerlo más bullanguero, y ni una sola de las ideas democráticas que los oradores predicaban en los clubs, conseguía penetrar en aquella juventud que todavía era hija legítima y directa de la generación de Pan y Toros.

Los que antes iban con gran fervor a las procesiones o eran cofrades del Rosario de la Aurora, asistían ahora a los clubs, cantaban a grito pelado en las calles los himnos en moda u organizaban las manifestaciones cívicas. He aquí toda la reforma que la revolución consiguió hacer en el pueblo español.

El rey, a pesar de la Constitución y de todos los esfuerzos de exaltados y comuneros, seguía siendo la personificación del país; lo que el monarca hacía los súbditos lo imitaban y como Fernando VII era canallesco, desvergonzado y traidor, el pueblo no conocía ni aun de oídas el pudor político y cuando aún repetía el eco sus gritos de ¡viva la Constitución!, volvía la hoja rápidamente para pedir a gritos el triunfo del rey neto y la vuelta de los felices tiempos en que funcionaba la Inquisición, los jesuitas dirigían el gobierno y el amo de España mostraba el sobrehumano talento que le había dado Dios para presidir corridas de toros.

La política en los últimos tiempos de aquella época constitucional, estaba reducida a una serie de vergonzosos engaños. La agonía del trienio liberal puede definirse diciendo que fue una espantosa traición.

Fernando engañaba a los liberales y mientras firmaba cuantos manifiestos le ponían delante y en los cuales se entonaban himnos laudatorios a la Constitución, solicitaba con gran urgencia el auxilio de las bayonetas francesas; Morillo hacía traición a sus compañeros los generales La Bisbal y Ballesteros; La Bisbal le imitaba y Ballesteros por no ser menos, uníase a los invasores para derribar al gobierno que confiaba en el apoyo de sus espadas.

La Constitución era una enferma atacada de rápida tisis y los hombres, dueños del poder, semejaban embrollada consulta de médicos pedantes, ocupados en discutir el nombre y etimología de los medicamentos que pensaban emplear, mientras la paciente se moría a toda prisa.

No faltaban liberales entusiastas dispuestos a dar su sangre por aquella Constitución que tantas veces habían jurado sostener, pero estaban en minoría y sus esfuerzos se perdían entre la indiferencia y el envilecimiento del pueblo.

El heroico Mina resucitaba en Cataluña la epopeya de la Independencia luchando con escasas fuerzas contra las hordas realistas y las legiones invasoras, pero su sublime tenacidad tenía el pálido reflejo de un rayo de sol en el fondo de putrefacta laguna.

Aquella revolución moría como mueren todas las formas de gobierno que no llegan a ser populares. Sólo la clase media había abierto sus ojos a la luz de la libertad.

El pueblo, llevando todavía en su mente el recuerdo de los privilegios señoriales y de las rapiñas de la Iglesia, estaba tan ciego, que tomaba sus armas para defender la causa de los nobles y de los curas.

Pudo muy bien el gobierno constitucional organizar una tenaz defensa que hiciera más lenta la marcha del tropel de alguaciles que Francia nos enviaba para reponer el absolutismo en su primitivo ser y estado.

Con esto no se habría salvado la libertad, pero habría caído con más honra y los Borbones de la nación vecina no se hubieran engreído y puesto al nivel de Bonaparte por una guerra en la que los reclutas de la restauración no dispararon dos veces sus fusiles.

Pero los liberales adoptaron sus resoluciones con demasiada lentitud, confiaron su defensa a militares de dudosa fe política y cuando vinieron a apercibirse de sus desaciertos, vieron sus órdenes desobedecidas y que la traición de sus generales dejaba libre el paso al chaparrón de la venganza absolutista que iba a caer sobre ellos con furor terrible.

El final del período liberal tuvo algo de la rapidez del vértigo y mucho de la vaguedad del sueño.

El avance de las bayonetas francesas hizo salir de Madrid a toda prisa a ministros y periodistas, diputados y milicianos formando inmensa caravana que semejante al vagabundo pueblo de Israel, llevaba como arca santa la chusca persona de Fernando VII. Éste se reía interiormente de la candidez de aquellos revolucionarios tan respetuosos siempre con el mismo hombre que les daba la muerte. Todos ellos sabían que el mismo monarca era quien movía el ejército invasor que venía pisándoles los talones y ni a uno solo de los fugitivos se le ocurrió encargar a su fusil la misión de librar a España del monstruo que pocos meses después había de ensangrentarla con horribles venganzas.

El más vergonzoso relajamiento se había apoderado de nuestro pueblo, y, como si quisiera poner su adoración al nivel de su vileza, tributaba homenajes a los seres más abyectos.

El país que doce años antes había admirado a Mina y al Empecinado, se entusiasmaba ahora con las proezas de cuatro bandidos que vestían el sayal frailuno, y con la cruz en una mano y el trabuco en otra, iban sembrando el incendio y la muerte, queriendo exterminar a los negros hasta la cuarta generación. Los mismos que habían aplaudido a Argüelles y Muñoz Torrero, miraban ahora como dechados de sabiduría a los pedantes y covachuelistas que componían la Regencia de Urgel.

El Trapense, una fiera con hábito, era el héroe de la situación. Creíase que su trabuco tenía el poder de hacer milagros, y cuando el fraile guerrillero, llevando a la grupa a la hermosa aventurera Josefina Comeford, penetró en Madrid, el mismo pueblo que tres años antes había tirado de la carretela en que iba Riego, se arrojó bajo las herraduras del caballo con la misma entusiástica indiferencia del indio que desea ser aplastado por el carro del ídolo y ganar el cielo.

Una bendición de aquella mano era una dicha que muchos solicitaban. La mano del Trapense estaba, sin duda, santificada por Dios, pues nunca la abatía el cansancio. Prueba de ello, era la rapidez y limpieza con que degolló uno tras otro, sin interrupción, setenta y seis soldados constitucionales que fueron hechos prisioneros en la toma de la Seo de Urgel.

Barrido de Madrid y de Sevilla, el gobierno liberal, siempre fugitivo y vagando, con rumbos inciertos, fue a refugiarse en Cádiz. La Constitución de 1812, semejante al hijo pródigo, después de correr grandes aventuras, volvía decaída y derrotada a morir en el mismo punto donde nació.

Allí fueron a buscarla sus implacables enemigos, y el ejército de Angulema, en unión de algunas de las hordas realistas que le precedían, a guisa de avanzadas, estableció el sitio de Cádiz.

Los muros de la inmortal ciudad volvieron a conmoverse con el estampido de los cañones franceses; pero entre el sitio de 1810 y el de 1823, hubo tanta diferencia como la que existe desde el drama a la comedia.

Ni Angulema era Soult, ni aquellos liberales, fugitivos, desilusionados, y que se batían por «el qué dirán» y por dar a su bandera cierta gloria antes de plegarla, podían compararse con los gaditanos de 1810 que, después de asistir a las sesiones de las célebres Cortes, empuñaban el fusil con la mente llena de sublimes pensamientos e iban a morir en las trincheras.

En el último sitio de Cádiz se luchaba sin ánimo de triunfar y únicamente por cumplir con el deber. Todos los personajes que estaban encerrados en Cádiz, sabían cuál iba a ser su suerte y la aguardaban pacientemente. Argüelles pensaba en la próxima emigración; el canónigo Villanueva se entretenía escribiendo sonetos y letrillas contra Angulema y los absolutistas; el marino Valdés se convencía de que era inútil pensar en revivir la célebre defensa por él organizada en 1810, y entretanto, Fernando distraía sus ocios remontando cometas de varias formas y colores en el tejado de la Aduana, sistema de telegrafía óptica que enteraba a los sitiadores de cuanto en la plaza ocurría.

La toma del Trocadero fue la única operación que honró militarmente a los invasores; pero aquel simple acto de guerra, que resultaba una bagatela para las legiones de Napoleón, fue pregonado por la Fama del realismo como una hazaña al lado de la cual las proezas de Aníbal y de Alejandro quedaban oscurecidas.

La restauración borbónica, tan mezquina en Francia como en España, necesitaba aumentar la importancia de los hechos para adquirir ese prestigio que tan necesario es a los tiranos.

Por desgracia para la causa realista, la gloria le volvió la espalda, y para que el mundo no se apercibiera de tal desdén, se veía obligada a falsificar los hechos. Ni más ni menos que esos amantes desdeñados en cuya boca los más insignificantes favores de la mujer ansiada se convierten en comprometedoras y decisivas concesiones.

XI. CÓMO TERMINA UN CALAVERA

Entre el tropel de esbirros de la tiranía, que como un cinturón de hierro y bocas de fuego rodeaba los muros de Cádiz, figuraba el conde de Baselga, realista decidido y hombre de gran porvenir, del cual se ocupaban periódicos tales como La Atalaya de la Alancha, El Regenerador y otros papeluchos redactados por furibundos frailes, citando al capitán de la Guardia como un modelo de fieles defensores del despotismo.

¡Quién podía saber con certeza el número de barbaridades que el ilustre Baselga había cometido desde Agosto de 1822 hasta aquel momento, defendiendo en los montes con más aire de bandido que militar la causa de Rey y de la Religión!

Al frente de las guerrillas compuestas de fanáticos y de gente perdida había pasado más de un año en los montes de Aragón, operando unas veces con entera independencia y otras a los órdenes de Bessieres, el aventurero francés que en 1822 era sentenciado a muerte por conspirador republicano y en 1823 se distinguía mandando a los feroces feotas, nombre que los liberales daban a los defensores del absolutismo por llamarse con énfasis soldados de la Fe.

Con gran disgusto de Baselga, las necesidades de la guerra le habían llevado de Aragón a Valencia, y de este último punto tuvo que salir para Andalucía, no pudiendo dirigirse a Madrid, donde ya funcionaba con el carácter de gobierno la reaccionaria regencia formada en Urgel.

El conde ansiaba ardientemente ver a Pepita, cuyo recuerdo no se apartaba de su memoria, y ya que le era imposible cumplir su deseo, consolábase escribiéndole largas cartas siempre que le era posible, y en las cuales, con toda la corrección de que era susceptible su rudeza y pasando por alto los homicidios ortográficos, describía una vez más la constante grandeza de su pasión.

Cuando a principios de Julio llegó aquel paladín del absolutismo a las inmediaciones de Cádiz con sus feroces hordas, más para entorpecer que para ayudar las operaciones de bloqueo que ejecutaban los franceses, el administrador de Correos de Puerto de Santa María le entregó una carta, cuya procedencia adivinó antes de abrirla.

El corazón le latió agitadamente, pues en las letras desiguales y arrebatadas de la cubierta, le pareció ver la nerviosa mano de Pepita manejando la pluma con loca precipitación.

Era la primera carta que recibía de la mujer querida desde que se separó de ella.

Al principio, Baselga sólo se fijó en las palabras cariñosas y apasionadas, en las promesas de eterno amor, en aquellos requiebros melosos y aniñados propios de la imaginación de una criolla; pero después sus ojos, que saltaban apresuradamente de renglón en renglón con el ansia de leer de un golpe toda la carta, paráronse sorprendidos en unas palabras misteriosas, cuyo significado no lograba comprender.

Pepita hablaba de circunstancias que hacían visible su deshonra, de sucesos acaecidos después de su partida que echaban un borrón sobre su buen nombre; aludía con cierto misterio al último mes de Abril, y terminaba anunciando que el buen padre Claudio enviaba al campamento sitiador de Cádiz un hombre de confianza para que tratase con él de un asunto grave. «De tu resolución —decía Pepita—, del acuerdo que tú tomes, depende que yo viva o muera. La pérdida definitiva de mi honor acabará mi existencia».

Baselga leyó una y otra vez la carta, deletreó todas sus palabras, y al fin se quedó tan ignorante y confuso como al principio.

¿Qué peligros para el honor de Pepita serían aquellos? El fogoso militar, pensando que la mujer amada pudiera encontrarse en apurada situación, soñaba ya en villanos enemigos y acariciaba la espada en su cinto, y en el cerebro la descabellada idea de partir inmediatamente con dirección a Madrid, para emprenderla a estocadas contra todos cuantos turbasen la tranquilidad de la hermosa baronesa.

El ver incluido en la carta el nombre del padre Claudio, excitaba aun más la curiosidad del condesito, pues éste reconocía que el afable sacerdote no se iba a mezclar en asuntos de poca monta ni a tomarse por éstos la molestia de enviar emisarios a Cádiz.

Dos días pasó Baselga dominado por una constante preocupación y a tal punto llegó ésta, que por las noches los oficiales franceses y algunos guerrilleros que habían organizado una timba en el campamento, en la cual tallaba el conde por derecho propio, le ganaron cuanto dinero puso en la banca, sin que el antiguo fullero se le ocurriera sacar a plaza sus indiscutibles habilidades.

En la tercera noche, Baselga, que arruinado ya, había pasado de banquero a la simple calidad de mirón, fue avisado por su asistente de que fuera de la tienda le esperaba un caballero que decía acababa de llegar de Madrid.

Júzguese con qué rapidez acudiría el joven al llamamiento y cuál sería su sorpresa al conocer que el enviado del padre Claudio no era otro que el señor Antonio, el vejete realista que completaba su antiguo traje con un gran sombrero de los que se llevaban a principios de siglo, llamados de medio queso.

El conde experimentó la mayor alegría al ver al eterno acompañante de su amada. Hasta le pareció que en él había algo que evocaba la seductora imagen de Pepita y que su mugrienta casaca exhalaba el mismo perfume de su hechicero cuerpo. Quien haya estado enamorado comprenderá inmediatamente tan extraña aberración.

No fueron pocas las preguntas que apresuradamente disparó Baselga sobre el vejete, pero éste con gran calma le agarró suavemente por uno de sus brazos y le fue alejando de la tienda.

—Si le parece a usted, señor conde —dijo el señor Antonio—, pasearemos por sitio donde no nos puedan oír, pues tengo que comunicarle cosas graves.

Dirigiéronse los dos hombres a los límites del campamento y comenzaron a pasear a lo largo de una de las trincheras, cuidando de no acercarse demasiado a un centinela que contemplaba curiosamente las idas y venidas de aquella pareja cuyas sombras dilataba fantásticamente la luna sobre el suelo.

—Comenzaré por indicarle —dijo el viejo—, que yo no vengo enviado aquí por mi señora sino por el reverendo padre Claudio.

—Lo sabía desde anteayer.

—¿Le ha escrito a usted mi señora? —preguntó con sorpresa el vejete—. Lo ignoraba; pero ya nos lo recelábamos el bueno del padre y yo. La pobre baronesa… ¡le quiere a usted tanto!

Y el señor Antonio quedóse cabizbajo al decir estas palabras como si lamentara en el fondo de su pecho que su ama se hubiese enamorado de semejante perillán.

—Yo —continuó el viejo con acento triste—, conozco a la señora baronesa casi desde que nació, y aunque cometa una censurable irreverencia, digo que la amo como si fuese hija mía. Juzgue usted cuál será mi dolor hoy que la veo deshonrada.

—¡Deshonrada…! ¿Por quién?

—Usted lo sabe mejor que nadie. La señora, corazón sencillo e ingenuo, se dejó engañar por un hombre audaz que cayó moribundo a la puerta de su casa y el premio de su cristiana caridad ha sido la deshonra.

—¡Señor Antonio! Mida sus palabras que ya sabe usted quién soy yo y qué genio gasto. La señora baronesa me ama tanto como yo a ella, pero esto no autoriza a nadie para que hable de deshonra ni ponga mi honor en duda.

—Es ya inútil todo fingimiento. Lo sé todo, y así como yo, cuantos entran en nuestra casa de Madrid. La pasión carnal que usted encendió en el pecho de la señora la hizo caer; y hoy el fruto del pecado atestigua su deshonra.

—¡Fruto de deshonra! —exclamó el joven con tanta extrañeza como miedo—. ¿Qué quiere usted decir, señor Antonio? ¡Por Dios!, explíquese usted.

—La señora baronesa ha tenido una niña hace tres meses. Usted es su padre.

Ante esta lacónica respuesta Baselga no supo lo que le pasaba. De un golpe penetró en el misterio que envolvían las palabras de la carta de Pepita y quedó asombrado, pues todo lo esperaba menos aquella noticia.

—¡Ya ve usted —continuó el viejo—, cuan dolorosa es la situación de mi señora! ¡Una dama modelo de virtudes y de recato, una señora considerada hasta por el mismo rey a causa de su profundo talento, caer de repente de tan envidiable altura para ponerse al nivel de una mujer perdida! Señor conde; la infeliz nada dice contra usted, le ama tanto que no se queja; pero si usted es cristiano, si en su corazón ya que no el amor, la compasión ocupa algún vacío, ya sabe usted cuál es el deber que tiene que cumplir. Usted es caballero y a su consideración de honrado dejo el asunto.

Baselga estaba demasiado impresionado por la noticia para fijarse en tales palabras que llegaban a sus oídos como un murmullo sin sentido.

Aquella solución de sus amores le tenía anonadado. Por una extraña analogía, pensando en la deshonra de Pepita surgió en su memoria el recuerdo de la última noche que pasó en su casa, de la confesión con el padre Claudio y del terrible juramento que éste había hecho prestar ante la imagen del Crucificado.

La idea de faltar a lo jurado cruzó rápidamente como soplo diabólico por su cerebro, pero inmediatamente la sola posibilidad del perjurio produjo un escalofrío al caudillo de la Fe.

El señor Antonio contemplaba con atención al joven y comprendiendo las impresiones que le agitaban, continuó:

—Yo vengo aquí enviado por el respetable padre Claudio con el solo objeto de recordarle un juramento sagrado que usted hizo en cierta noche y saber si está dispuesto a cumplirlo. Nada sabe la baronesa de este paso que damos, pero el respetable sacerdote como su director espiritual y yo como su más antiguo servidor y amigo de su padre, tenemos el deber de explorar el ánimo del que es causa de su deshonra para obrar en consecuencia, manifestando antes a usted que si no está dispuesto a cumplir sus promesas jamás volverá a ver a mi señora, pues ésta se encerrará en un convento a llorar sus culpas.

No queremos tanto el padre Claudio como yo, que continúen esas relaciones escandalosas e inmorales que arrojan negra mancha sobre el blasón de una casa digna de toda clase de respetos.

La terrible amenaza de no ver más a Pepita fue lo que más impresión causó en el ánimo de Baselga.

Hay que confesar que éste, durante su año de campaña, no se había olvidado de Pepita, sin dejar por esto de hacer de las suyas en cuantos pueblos entraba y veía la hermosura femenil con digna representación; pero a pesar de tales recuerdos hacía tiempo que del cerebro del militar se había borrado la idea de casarse. De sus amores guardaba constantemente el recuerdo de la hermosura de Pepita y el grato sabor de los placeres, pero la confesión y el juramento con el padre Claudio, se había perdido en su memoria, hasta aquel momento en que surgían con nueva e imponente fuerza.

El conde tenía que decidir entre su libertad de célibe y su amor, y estaba demasiado impresionado para no inclinarse por este extremo.

—Señor Antonio —dijo después de reflexionar largo rato—. Los caballeros nunca dudan en reparar el mal que hayan hecho y más si el amor va unido a sus generosos sentimientos. Diga usted al padre Claudio que tan pronto como nos apoderemos de Cádiz y yo presente mis respetos al rey, iré a Madrid para casarme inmediatamente con la baronesa.

El viejo al escuchar estas palabras hizo las más grandes demostraciones de alegría y exclamó enternecido:

—¡Oh!, ¡gracias señor conde! No esperaba yo menos de usted. Le pido con toda mi alma que me perdone las palabras que hace poco le dirigí. Reconozco que estuve sobradamente fuerte y que me deje arrastrar por una ira injustificada; pero… la baronesa es el ser en quien he depositado todo mi cariño de anciano, y cuanto a ella atañe produce en mí más impresión que mis propios negocios.

Una vez convenida entre los dos hombres la resolución del grave asunto, Baselga sintió gran curiosidad por conocer detalladamente la existencia de su amada durante el largo año de separación, y el señor Antonio se vio bastante apurado para contestar por completo el diluvio de preguntas que Baselga dejó caer sobre su persona.

La baronesa había procurado ocultar su estado durante el tiempo que le fue posible, y las frecuentes dolencias que experimentaba su organismo atribuíalas al disgusto que le causaba la escasez de noticias de su Fernando y el no saber tampoco a dónde dirigirle una carta. Pero por fin llegó un día en que le fue imposible ocultar por más tiempo su estado disimulándolo Con dolorosos artificios y confesó entre lágrimas y rubores su triste deshonra, ante el padre Claudio y el administrador, que eran las únicas personas de su confianza.

El parto se había verificado en el mes de Abril, y la niña, que en honor al padre había sido bautizada con el nombre de Fernanda, gozaba de buena salud.

Baselga escuchaba con embeleso la relación del vejete.

En sus sentimientos, después de pasada la primera impresión y los efectos de la lucha entre el amor y la libertad celibataria, causaba honda sensación la idea de ser padre.

¡A quién no produce alegría la paternidad!

El condesito sentíase orgulloso de haber dado al mundo un nuevo ser, y lleno de satisfacción pensaba que aquella obra era suya y muy suya.

Para apoyar tal certeza buscaba en los rincones de su memoria el recuerdo de la época en que Pepita cayó en sus brazos, y con ayuda de los dedos iba contando los meses desde Julio a Abril, y al encontrar que eran nueve justos, se convencía de que su paternidad era cierta.

Aquella última aventura de su vida de calavera, le causaba un placer nunca experimentado, a pesar de su desenlace de comedia vulgar que nada tenía de novelesco y original.

En cuanto al silencio que Pepita había guardado desde Abril hasta el presente mes de Julio, el señor Antonio se encargaba de justificarlo explicando la carencia de noticias acerca del paradero del conde.

Éste no encontraba ni un solo motivo capaz de turbar su felicidad y estaba dispuesto a cumplir su juramento. Tan pronto como terminasen sus compromisos de guerrillero realista, iría en busca de su hija y se casaba, sí señor, se casaba con una viuda, pero joven y hermosa, aunque esta resolución arrancara una carcajada burlona a todos sus antiguos compañeros de libertinaje.

PARTE SEGUNDA: EL PADRE CLAUDIO

I. LOS NEGOCIOS DE LA ORDEN

Fue bastante cruel en la capital de España el invierno de 1825. Los temporales sucedíanse con alarmante frecuencia; cuando no llovía, nevaba y un viento frío y huracanado limpiaba las calles de transeúntes, encargándose al mismo tiempo de llenar los cementerios esparciendo pulmonías a granel.

Parecía que la naturaleza deseaba imitar con sus furores los actos de la triunfante reacción.

A las cuatro de la tarde de uno de aquellos días, o sea cuando las sombras nocturnas comenzaban ya a invadir las calles cubiertas por espesa capa de nieve, un hombre con sotana, de pie tras los vidrios de un balcón perteneciente a una casa vieja con honores de palacio, contemplaba un grupo de voluntarios realistas que parados en el centro de la calle entonaban la Pitita bonita con el piopom… canción insustancial y ridícula que había venido a sustituir al marcial himno de Riego y que era el canto de guerra de los defensores del absolutismo.

Aquellos bravos voluntarios de la reacción no hacían mucho caso del frío, sin duda a causa de la gran cantidad de vino que calentaba su estómago y con sus ademanes grotescos, sus discusiones incoherentes, su canto monótono y sus movimientos inseguros, parecían causar gran placer al cura, que sonriente les atisbaba tras el balcón.

Era joven el curioso ensotanado, y sin embargo al primer golpe de vista tenía el aspecto de un hombre que ha llegado a la decrepitud. Su cabeza enorme que aun parecía más grande sosteniéndose al extremo de un cuello flaco y prolongado, tenía grandes manchas de calvicie, pues sólo a trechos ostentaba manojos de cabello, áspero e hirsuto, iguales a punzantes brochas de rojo esparto; su rostro estaba surcado de arrugas que por lo inmóviles y petrificadas semejaban las huellas que las continuas lluvias dejan en las cariátides de una fachada, y sus ojillos verdosos, hundidos y chispeantes, así como su boca de delgados labios, tenían una expresión que causaba miedo por lo mismo que era eternamente sonriente.

Adivinábase en aquel cuerpo flacucho, largo y un tanto encorvado, un cúmulo de malos instintos y una gran propensión a encontrar el placer en la contemplación del dolor.

Se veía en él inmediatamente el ser nacido para el mal, que de niño se divierte en atormentar a cuantos le rodean, que de hombre prepara con la fruición de un artista el ataque contra sus semejantes y que al llegar a la vejez muere poseído de desesperación por no haber tenido mano suficiente para estrujar el mundo entre los dedos.

Era uno de esos ambiciosos insaciables que sienten la nostalgia de la gloria. Pero su gloria es el triste y fatídico prestigio de los grandes criminales.

Ante la imagen de Nerón, era capaz de sentir el mismo desconsuelo que César delante de la estatua de Alejandro cuando se lamentaba de ser desconocido a la misma edad que el caudillo macedónico era ya célebre.

Gozaba con la degradación humana: le gustaba en extremo que el hombre apareciera al nivel del irracional y de aquí se sintiera idénticas impresiones que un filarmónico en un concierto, contemplando a los realistas ebrios que en medio de la calle gesticulaban grotescamente como monos.

Era malvado, y por eso aspiraba a la destrucción de todo cuanto de grande y noble había en el mundo; pero era cobarde y por esto había ingresado en la Compañía de Jesús.

Formando parte de la inmensa y misteriosa falange creada para combatir al progreso y a la dignidad humana, podía hacer uso de todas sus infames cualidades sin miedo al castigo. La solidaridad jesuítica le ponía a salvo y si le atacaban, miles de sotanas negras saldrían inmediatamente en su defensa. Además en ninguna otra parte como en el mundo creado por Loyola, podían apreciar sus brillantes facultades de bandido.

Detrás del jesuita, que seguía derecho tras las vidrieras, existía un espacioso salón que apenas si lograban alumbrar la mezquina claridad del crepúsculo que penetraba por el balcón y la luz da una gran lámpara con pantalla verde que estaba en lo más hondo de la habitación, colocada sobre una gran mesa de caoba groseramente tallada y de patas macizas, igual a las que aún hoy se ven en el atrio de las iglesias sirviendo de despacho a las juntas de cofradías.

A lo largo de las paredes y alzándose hasta tocar el techo, estaban puestos en fila grandes armarios repletos de libros encuadernados en pergamino y de ventrudas carpetas, todo clasificado y rotulado escrupulosamente a juzgar por las pequeñas tarjetas pendientes de libros y legajos con números y letras que formaban jeroglíficos enrevesados solamente comprensibles para su autor.

Tal era la abundancia de escritos en aquella estancia que parecía que por ella había pasado una inundación de papeles dejando su rastro en todas partes.

En el suelo y sobre las sillas veíanse montones de pliegos y cuadernos cubiertos de renglones apretados y alrededor de la mesa la avalancha de papeles aún era mayor, pues se erguían formando gruesas columnas que amenazaban desplomarse sobre la escribanía cubierta de capas de seca tinta y rematada por un busto de San Ignacio.

El lienzo de pared que se extendía detrás de la mesa era el único desnudo de armarios y legajos, pero estaba ocupado por un gran mapa de España hecho a mano y una gran parte del cual quedaba envuelto en la sombra.

El jesuita siempre de espaldas a la habitación con las manos metidas en los bolsillos de la sotana y chupando el residuo de un cigarrillo de papel, seguía contemplando la calle sin que lograran hacerle volver la cabeza las diabluras de un gatazo blanco, gordo y lustroso como un canónigo, que saltaba sobre un ancho brasero cuando no se entretenía en arañar estridentemente los hilos de la alambrera.

De pronto un hermoso coche que por su forma moderna y elegante parecía impropio de aquel tiempo en que todavía imperaba la pesada y antigua carroza, penetró en la calle con ligereza ahogándose el ruido de sus ruedas en la espesa alfombra de nieve.

El jesuita lo reconoció inmediatamente.

—¡Su reverencia que llega! —murmuró, e inmediatamente se retiró del balcón para ir a ocupar su asiento junto a la mesa, no sin antes dar una patada al gato por puro gusto de hacer daño.

Púsose inmediatamente a escribir en un papel colocado en el centro de la gran cartera de badana y así estuvo mucho tiempo sin levantar la cabeza, hasta que por fin oyó rumor de pasos cerca de la puerta.

Entonces levantó el rostro fingiendo admirablemente una expresión de sorpresa.

Quien entró fue el padre Claudio. Arrojó su sombrero y manteo sobre una silla, dirigió como saludo al escribiente una sonrisa protectora propia de un superior distinguido pero amable, y fue a sentarse al lado del brasero con aire mujeril, subiéndose un poco la sotana y mostrando sus ajustados zapatos con hebillas de oro y sus medias de seda negra que comprimían las pantorrillas de líneas correctas y artísticas como las de una dama.

Después de remover las brasas y de acariciar al gato que fue a frotarse cariñosamente contra sus piernas, fijó su vista en el otro jesuita que desde la llegada de su reverencia se había quedado inmóvil y con la cabeza baja como si esperara para seguir trabajando la orden de su superior.

—¿Has trabajado mucho?

—Así, así, reverendo padre. Mi voluntad es más grande que mis fuerzas—

—¿Despachaste ya el correo?

—En ello estoy, reverendo padre. Tengo ya escritas las contestaciones a las cartas recibidas ayer. No son tantas como en otros días.

—¿Llegó ya el correo de hoy?

—El hermano portero del Seminario lo trajo hace una hora. He examinado todas las cartas y aguardo vuestras órdenes para contestar.

—Bien; procedamos con orden. Primero las contestaciones a las cartas de ayer.

—Aquí están escritas y sólo esperan vuestra firma. Las copias están puestas ya en cifra en el libro de memorias.

—¿Qué le dices al superior de nuestra casa en Zaragoza?

—Lo que vuestra reverencia me indicó. Que es imposible enviarle un ochavo y que él es quien debe procurarse lo necesario para que la Orden sea rica y poderosa en Aragón y enviar además aquí cuanto pueda.

—Esa es la verdad. Los jesuitas cuando se establecen en un punto, es para sacar de los buenos devotos los medios para proseguir su campaña en bien de Dios y de la Religión y no para gastar en provecho del pueblo el dinero que la Orden atesora después con tan grandes esfuerzos. Nosotros solo somos esponjas que chupamos el zumo del país en que nos establecemos para exprimirlo después sobre nuestra caja de Roma. ¡Medrada estaría nuestra Orden si en vez de atesorar derramara su dinero en los países donde está establecida! El que piensa lo contario no es buen hijo de nuestro santo padre Ignacio.

—Lo mismo creo yo, reverendo padre —apuntó servilmente el amanuense.

—Creo, hermano Antonio, que habrás escrito en tono fuerte al superior de Aragón.

—Así es, reverendo padre.

—Muy bien. Ya pensaremos en reemplazar a ese padre por otro que sea más activo e inteligente y que no nos venga pidiendo auxilios a pretexto de los grandes daños que en nuestras antiguas posesiones causaron los revolucionarios durante su gobierno, y de la pobreza de los devotos para contribuir a su reparación. Adelante, a ¿quién más has escrito?

—Conforme a la lista que vuestra reverencia me entregó y a sus indicaciones, he contestado al alcalde corregidor de Murcia.

—Es un caballero honrado, ferviente, defensor de Dios y del rey y digno de nuestra estimación, por el afecto que siempre ha demostrado a la Orden. ¿No nos felicitaba porque el señor don Fernando había decretado nuestro restablecimiento, poniendo las cosas de la Orden, tal como se encontraban antes de la maldita revolución del 20?

—Sí, reverencia. Yo le he contestado, dándole gracias por el afecto que demuestra y rogándole cuide de favorecer y dar protección en todas ocasiones a los padres que hemos enviado a dicha provincia.

—Está bien. ¿Cuáles son las otras contestaciones?

—A James Clark, en Gibraltar, excitándole a que vigile cada vez más a los emigrados liberales y que vea el modo de impulsarlos a que intenten un desembarco en las costas de España.

—Sí; eso sería de muy buen efecto. El rey fusilaría unos cuantos de esos miserables que tanto daño nos han hecho, y los que aún piensan ocultamente en el restablecimiento de la libertad, acabarían de desengañarse y se arrojarían en nuestros brazos.

—Clark, pide dinero para seguir sus trabajos.

—Di mañana al padre Echarri que le remita diez onzas.

—Al librero Suárez, de Barcelona, le he dicho que puede enviar los dos mil ejemplares de Triunfos recíprocos de Dios y de Fernando VII.

—Es una buena obra, escrita por un fraile, que aunque no de nuestra Orden nos es muy adicto. Conviene hacerle circular, pues de este modo el pueblo odiará cada vez más a los liberales y estará por completo sumiso a la paternal autoridad de Fernando y a nuestra santa dirección. Avisa al padre Echarri para que envíe el importe de los libros y los reparta en las escuelas y entre los voluntarios realistas que sepan leer… Afortunadamente, éstos no son muchos.

—Al superior de Jaén le he excitado para que no deje de la mano el negocio de la condesa de la Fuente y que procure que el testamento se haga cuanto antes.

—Muy bien. Esa buena condesa es vieja y achacosa; su fortuna asciende a cuatro millones y justo es que nosotros seamos sus herederos, ya que durante muchos años hemos estado encargados de la administración de su casa.

—A D. José López, el secretario del obispo de Oviedo, le he escrito recomendándole que vigile bien al deán. Al deán le he encargado que no pierda de vista a D. José López.

—Muy bien. ¿Y qué más?

—A D. Nazario Erzilla, canónigo de la catedral de Oviedo, le he dicho que siga observando atentamente al deán y al secretario del obispo.

—Perfectamente. Con tres agentes distintos no es posible el engaño ni los informes falsos.

—He incitado a nuestro comisionado en Sevilla a que siga en los cafés y tabernas hablando pestes del gobierno y haciendo la apología de Riego y la Constitución.

—Eso es lo que conviene, y harás bien en escribir mañana mismo de un modo idéntico a todos nuestros agentes asalariados en las principales capitales. Conviene que, hablando como furibundos revolucionarios, echen el anzuelo, pues tal vez algunos de los que aún son admiradores de la muerta Constitución, en el calor del entusiasmo se delaten sin conocerlo. Es útil en la actual situación dar trabajo a las comisiones militares permanentes que no saben ya a quién enviar a la horca.

—Al marqués del Pino, de Córdoba, le he contestado diciendo que vuestra reverencia no olvida su pretensión y que interpondrá en Roma su influencia para que Su Santidad le conceda los honores de camarero secreto de capa y espada.

—Has hecho bien. Nada me cuesta halagar con tales nimiedades la frivolidad de ciertos seres. Además, el marqués es gran amigo nuestro y hace poco decidió a una prima suya a que hiciese testamento en nuestro favor.

—Al Patilludo le he escrito al cortijo de Sierra Morena, que ya conoce vuestra reverencia, amenazándole con nuestro desagrado si no es más puntual en enviar la mitad del producto de sus operaciones. Diez coches de posta han sido robados en el pasado mes; en ellos iba gente rica, la mayor parte indianos que habían desembarcado en Cádiz, y sin embargo, ha tenido la desvergüenza de enviarnos solamente cien peluconas.

—¿Le has escrito en tono fuerte?

—No he ido corto en amenazas.

—Así debe hacerse. Ese canalla debe saber que nuestra protección no se vende barata y que, si no envía más dinero, cualquier día haremos que el Superintendente de Policía del reino le envíe a sus guaridas de Sierra Morena una partida de caballería, y entonces no le valdrá el haberse batido contra los liberales a las órdenes del conde de Baselga… ¿Qué más hay?

—He escrito al comandante de los realistas de Haro manifestándole nuestra satisfacción por el acierto con que sabe castigar a los emigrados liberales paseando por las calles a sus esposas emplumadas, montadas en un borrico y con un cencerro al cuello, entre la rechifla y las pedradas de los buenos cristianos: igualmente doy las gracias, en nombre de Dios, al prior de los capuchinos de Castellón por el acierto con que ha sabido conquistar el alma de la esposa de un exdiputado que está en Londres, haciendo que olvide a este maldito, que deje de escribirle y que entre en una casa de religiosas, y he dicho a Antonio Ullastres, zapatero de Barcelona, que ha hecho muy bien en dar informes desfavorables en el expediente de depuración del general Castaños, pues aunque éste en el año 17 fusiló por orden del rey a un general hereje como Lacy, después no se ha mostrado muy obediente a la causa del altar y el trono y transigió, aunque encubiertamente, con el gobierno de la revolución.

—¿No hay nada más?

—Nada, reverencia. Aquí tengo apartadas todas las contestaciones que sólo esperan vuestra firma o vuestro nombre de guerra. No son tantas como en otros días.

—Ya habrás hecho en el resumen diario de trabajos el extracto de la correspondencia.

—Sí, reverendo padre. He procurado corregirme de los defectos que en mí habéis notado y el resumen va tan conciso como claro, sin confusiones ni ambigüedades.

—Haces bien, pues en tal trabajo consiste tu porvenir. Dicho resumen va dirigido a nuestro general en Roma y queda sepultado en nuestros archivos, donde existen las biografías secretas y retratos morales de cuantas personas de alguna significación existen en el mundo. Es un arma invencible que ningún rey ni potestad de la tierra posee, y juzga tú si con su ayuda podemos tener por segura nuestra victoria sobre el universo. Conviene, pues, que el diario informe vaya redactado con claridad y exactitud notables, tanto más cuanto que la mayor parte de las personas que nos escriben envían también a Roma copia de sus documentos y allí unos y otros sufren el consiguiente cotejo. Si logras hacerte notar por tu veracidad y exactitud, tu suerte está ya hecha; pero si en los informes faltas a la verdad, ya sabes cual será tu castigo. Nunca podrás figurar como un verdadero hijo de Loyola ni pronunciarás el juramento en cadáver viviente me convierto.

El hermano Antonio pareció conmoverse un tanto por esta amenaza, y como si quisiera cambiar la conversación, cogió de un extremo de la mesa algunas cartas abiertas.

—Estas son, reverendo padre, las cartas llegadas esta tarde. ¿Quiere su reverencia que le indique el contenido?

—Habla y después me dirás los informes de nuestros agentes en Madrid.

—Esta carta es del superior del colegio de Vitoria. En la ciudad se habla mucho contra un hermano coadjutor que, según dicen, intentó forzar a la hija de un militar desterrado y pendiente de depuración. La familia dice pestes contra el coadjutor y nuestra Orden, y el superior pregunta qué es lo que debe hacerse… ¿Qué contestamos?

Reflexionó un breve espacio el padre Claudio y después dijo a su secretario, que se preparaba a tomar notas de las respuestas:

—Ese escándalo es demasiado importante para dejarlo sin remedio. El prestigio de nuestra Orden exige una inmediata reparación. Al hermano coadjutor que lo envíen al colegio de Sevilla, y allí que esté durante quince días arrodillado a la hora de comer frente a todos sus compañeros, con un cartel al cuello que diga Lascivo. En cuanto a la familia de la muchacha, recomienda a la Comisión Militar permanente de Vitoria, que la vigile de cerca, y a la primera ocasión oportuna, envíe el padre a presidio o lo ahorque si le parece mejor. Así aprenderán esos impíos a no llevar en lenguas a la Compañía de Jesús.

—El agente de Salamanca, escribe que a nuestro amigo, el boticario don Leandro, lo han metido en la cárcel como autor de la muerte de tres domésticas que en diversas épocas han desaparecido de su casa. El boticario solicita la protección de la Orden y jura que es inocente.

—Nada tendría de particular que fuese verdadero el asesinato de esas muchachas. El tal don Leandro es un tuno redomado, pero hay que confesar que nadie le va a la mano en la confección de venenos. ¡Con qué lentitud y disimulo matan! ¿No es verdad, hermano Antonio?

Y el hermoso jesuita al decir estas palabras, sonreía tan malignamente, que su rostro tenía la misma expresión de esos diablos berroqueños que horripilantes y sarcásticos surgieron en los frisos de las catedrales bajo el cincel de los escultores de la Edad Media. El amanuense le imitó con una de sus más fúnebres sonrisas, y así permanecieron largo rato, como recreándose en el recuerdo de hechos pasados.

—Favoreceremos a don Leandro —dijo al fin el padre Claudio—, pues no es racional que nos privemos de tan hábil y sumiso proveedor. Mañana recuérdame, cuando vaya a Palacio, que debo hablar con D. Tadeo Calomarde, para que como ministro de Gracia y Justicia, mande al corregidor de Salamanca que ponga en libertad al boticario.

—La casa Gómez de Cádiz, anuncia que ha vendido a buen precio la partida de café que nos enviaron de Puerto Rico.

—Envía la carta al padre Echarri, nuestro administrador.

—El agente de Jabea, dice que el alijo de tabaco se ha llevado a cabo sin otra novedad que la de tender de un trabucazo a un guardia de la costa. La ganancia de esta operación pasará en su concepto de seiscientas onzas.

—Avisa también al padre Echarri, que siempre experimenta un santo gozo cuando ve aumentar el tesoro de la Orden.

—El superior del colegio de Granada, se queja de la propaganda que unos frailes dominicos hacen en aquella ciudad contra nuestra Orden. La semana pasada predicaron un sermón en el que pintaban a los jesuitas como intrigantes, sin conciencia, más amigos de los negocios que de la religión, y deseosos de avasallar al mundo.

El padre Claudio al oír esto perdió la calma. Su sonrisa desapareció y un relámpago de ira pasó por sus ojos.

—Esos frailuchos —dijo con voz algo temblorosa por la cólera—, son una canalla soez y grosera que nos hace cruda guerra, y a los que necesitamos amordazar. ¿Por qué nos combaten? ¿No los dejamos tranquilos? Durante largos siglos han estado todos ellos, y especialmente los dominicos, monopolizando un instrumento tan valioso como la Inquisición, y explotando toda Europa. Ya que han tragado bastante, que nos dejen ahora hacer nuestro agosto a los hijos de Loyola, pues lo contrario es ser soberbios, y Dios no quiere, más que servidores humildes y pobres como nosotros.

—Esa es la verdad, reverendo padre —dijo el secretario que no perdía ocasión de adular a su superior—. Vuestra reverencia habla con la elocuencia de un Bossuet.

—Yo sabré poner remedio a la osadía frailuna haciendo que toda Esparta odie a esos seres que uno de los malditos escritores de la Revolución definió graciosamente, diciendo que eran «groseros animales que asomaban la cabeza por una ventana de paño pardo».

Quedóse el jesuita pensativo como combinando un plan contra aquellos competidores que disputaban a la Orden la explotación del fanatismo, y después dijo al secretario con resolución:

—Antonio, mañana llamarás al gacetista Martínez.

—Reverendo padre, ese sujeto es un borracho del que no puede sacarse partido. Aún no ha hecho las letrillas satíricas que le encargamos contra los absolutistas templados que aconsejan al rey la clemencia con los liberales. Y eso que el padre tesorero se las pagó por adelantado.

—Cállate y no repliques —dijo el superior dirigiendo una altanera mirada al amanuense—. Llamarás a Martínez, y le encargarás que sin perder tiempo escriba un folleto, diciendo que la Compañía de Jesús ha tenido más sabios, oradores y publicistas, que todas las órdenes religiosas juntas, y que los frailes (especialmente los dominicos) son gentecilla borracha, disoluta, avarienta, mujeriega y todo cuanto de malo existe. Martínez es un exclaustrado que abandonó el hábito por su mala conducta, así es, que estará bien enterado de las hazañas de sus antiguos colegas.

—Está bien, reverendo padre. Pero ruego a vuestra reverencia que se acuerde de lo que nos ocurrió hace dos años en tiempos de la revolución, cuando le encargamos aquel folleto en el que a nombre de la libertad se pedía la santa guillotina, el amor libre y la comunión de bienes; todo para desacreditar a los liberales. Cobró el folleto por adelantado, se lo bebió en unas cuantas borracheras y esta es la hora que aún no lo ha escrito.

—En vez de llamarlo a él, avístate con su querida, la Pepa, y dale el importe del escrito. Ella es mujer capaz de acelerar la redacción del libro, dando al autor una paliza diaria hasta que lo acabe. Toma nota del asunto, despáchelo mañana mismo, y a ver si la semana que viene está ya el manuscrito en la imprenta. ¡Lástima que ese perdido tenga una pluma sangrienta de la que tanto necesitamos! Vamos a otro asunto.

—No queda más que esta carta, que es del arzobispo de Valencia.

—¿Qué quiere su ilustrísima?

—Pregunta qué es lo que debe hacerse con Ripoll, el maestro de escuela de Ruzafa.

—Grande hereje es ese maestro, y no parece sino que el diablo hable dentro de su cuerpo. Figúrate, hermano Antonio, que en todos los tonos y con la firmeza del que asegura una verdad indiscutible, afirma que la Santísima Trinidad es una farsa que la misa es un sainete, que todas las religiones son falsas y malas, sin exceptuar la católica; que el hombre no debe creer en otra cosa que en su propia razón y no sé cuántos disparates más, que apoya siempre con testimonios sacados de las endiabladas obras de Voltaire, Rousseau y demás filosofastros que formaron la endiablada Enciclopedia. ¡Bien marcharía la religión y medrados estaríamos nosotros si el pueblo creyera lo mismo que ese maestro hereje!

—El arzobispo se muestra admirado por el valor y la fuerza de voluntad del preso.

—¿Qué es lo que hace?

—Los presos, en la cárcel de Valencia, están subyugados por la humildad y los buenos sentimientos que demuestra el hereje. A sus perseguidores, los hijos de la Fe, les devuelve palabras cariñosas por insultos; con discursos halagadores anima a los presos a que sepan sobrellevar su suerte y a no encenagarse en el vicio, y varias veces se ha despojado de sus ropas en el rigor del invierno para cubrir las desnudeces de empedernidos criminales.

—En muchas ocasiones he visto, con sorpresa, cómo alguno de esos herejes, enemigos del rey y de la Religión, procedían tan santamente. Misterio es éste que me llama mucho la atención, y aún me hace creer que quien tan meritorias obras hace, es el diablo que se alberga en su cuerpo, y que con tales demostraciones quiere atraerse a los incautos y a los asombrados.

—Así será, reverendo padre. Vuestra sabiduría descubre siempre la verdad.

—¿Y pregunta algo su ilustrísima?

—Sí. Consulta a vuestra reverencia de qué modo ha de proceder para castigar a ese impío. Los buenos católicos de Valencia quieren aprovechar tan buena coyuntura para restablecer la Inquisición, quemando vivo al maestro en medio de la plaza del Mercado, y el arzobispo desea saber si puede hacerse tal fiesta en honor de Dios, sin peligro de que se queje el gobierno de su majestad.

—Difícil es eso. Nuestra aliada Francia, a quien debemos la caída de la Constitución, no quiere consentir, a pesar de todo su realismo, que vuelvan los felices tiempos de la Inquisición. Un auto de fe, en una capital tan importante como Valencia, motivaría grandes protestas de las potencias de la Santa Alianza.

—¿Qué es, pues, lo que debo contestar?

—Dile al arzobispo que se contente con ahorcar al impío Ripoll. Lo importante es librar a la sociedad de un monstruo que tan descaradamente blasfema de la religión y atenta contra los derechos de la Iglesia; lo de menos es que muera achicharrado o pendiente de una cuerda. ¿No tiene el arzobispo constituida una especie de Inquisición con el título de Junta de Fe? Pues que esa Junta se convierta en tribunal y que juzgue al maestro condenándolo a muerte. Di a su ilustrísima que no tema las reclamaciones del gobierno y que cuente con nuestra valiosa protección. Si los embajadores se quejan ya sabremos arreglar el asunto. Organizaremos otra conspiración como la de aquel Bessieres (que santa gloria haya) y diremos a las potencias extranjeras que es necesario dejar al pueblo amante del rey y de la religión que desahogue sus instintos contra los liberales y los impíos, pues de lo contrario se corre el peligro de que se subleven a cada momento los voluntarios realistas.

—Reverendo padre, vuestro inmenso talento se manifiesta en todos los asuntos.

Aquella nueva muestra de adulación rastrera, causó grata impresión al padre Claudio que permaneció durante algunos minutos silencioso, como gozándose en sus ideas.

—Además —dijo al amanuense cual si le acometiera súbita inspiración—, los buenos católicos de Valencia pueden cumplir sus deseos. La horca puede compaginarse con la hoguera. Di al arzobispo de Valencia que ahorque a Ripoll primeramente y después que arroje su cadáver en un tonel pintado de llamas. Será quemado aparentemente, pues el tal tonel vale tanto como la hoguera del Santo Oficio. Por algo se ha dicho que con la intención basta… Pasemos ahora a los informes de nuestros agentes en Madrid.

II. LA POLICÍA JESUÍTICA

Qué agentes son los que han venido hoy? —preguntó el padre Claudio a su alter ego o más bien a su socius como se dice en el lenguaje usado entre los hijos de Loyola.

—Esta tarde sólo he recibido la visita de tres: el camarero de Palacio, el oficial del ministerio de Gracia y Justicia y el empleado de la embajada de Francia.

—Empieza por el último. ¿Cuáles son sus informes?

El amanuense consultó las abiertas páginas de un grueso cuaderno en el cual anotaba las delaciones de los espías de la Compañía, y después de consultar las últimas notas con una rápida ojeada, contestó:

—El embajador piensa pedir mañana una audiencia al rey para quejarse en nombre de su gobierno del carácter brutal que reviste la restauración absolutista. Hoy a la hora del almuerzo ha dicho a algunos amigos que le acompañaban, que está harto de las barbaridades de los realistas españoles y que Mr. Chateaubriand le ha escrito autorizándole para que manifieste al rey, que Francia se cree ya deshonrada por haber favorecido con su ejército una reacción que pone a España en cultura y humanidad, más abajo que el imperio de Marruecos.

—Eso es una exageración propia de un poeta como el ministro francés —dijo el jesuita sonriendo con expresión de desprecio.

—El embajador ha dicho, además —continuó el hermano Antonio consultando de vez en cuando las notas—, que aunque su gobierno no le ordenara tal comisión, él la haría por propia voluntad muy gustoso; pues se conduele de la brutalidad de los victoriosos realistas. Además, ha dicho que de todo cuanto sucede es culpable la Compañía de Jesús y que no ha de parar hasta que acabe con el prestigio y la influencia que hoy ejerce la Orden.

—¡Eso ha dicho el botarate francés! —exclamó el padre Claudio sonriendo de un modo que causaba miedo—. Ya voy cansándome de sus continuas fanfarronadas y comprendo que es preciso librarnos de él. A ver Antonio, cómo buscas inmediatamente en el archivo la nota del embajador.

Levantose el secretario de su asiento y colocándose casi en el centro de la habitación, paseó su mirada rápidamente por los grandes estantes, agobiados bajo el inmenso peso de papeles y libros.

Después con la seguridad del can que ha olfateado el rastro, dirigiose a uno de los estantes, y sin consultar las colgantes etiquetas, sacó una abultada carpeta. ¡Ya estaba seguro aquel ratón de archivo de no equivocarse!

Descargó el pesado paquete sobre la mesa, hojeó los diversos cuadernos que contenía, y separó uno, cuya cubierta tenía este lema: Nota relativa al barón de La Tour-Royal, embajador de Francia.

—Aquí está —dijo el hermano Antonio, enseñando el legajo a su superior.

—Busca la página referente al carácter, y lee.

Pasó el secretario algunas hojas, y encontrando al fin lo que buscaba, comenzó a leer.

—Carácter del anotado. Enérgico, pundonoroso y susceptible. Como en su mocedad se batió en la Vendeé contra la Revolución, guarda ciertas costumbres militares y es incapaz de tolerar ninguna ofensa. Se ha batido muchas veces. Es hombre temible. Cree mucho en el rey y poco en Dios. Antes de la Revolución fue de los nobles que aplaudían las impiedades de Voltaire.

—No dice más, reverendo padre —añadió el lector.

—Dice bastante —contestó el padre Claudio—. Ahora mira en la sección de documentos útiles, tal vez encontrarás en ella dos cartas adheridas que nos serán de gran provecho en esta ocasión.

El hermano Antonio volvió a buscar, y al poco rato tenía en la diestra dos pequeños pliegos.

—Aquí están, reverendo padre.

—Mira la firma, y verás si son de la señora baronesa de La Tour-Royal.

—Efectivamente, reverendo padre. A lo que veo son dos cartas de amor.

—Así es. La esposa del embajador hace más de un año que tiene por amante a un gallardo oficial de la Guardia, y a él van dirigidas las tales cartas. El oficial es antiguo penitente de un padre de la Orden, y éste logró arrancárselas. Mañana las enviarás con persona de confianza y en sobre cerrado, a ese embajador tan lenguaraz, para que se convenza de su deshonra.

El secretario miró a su superior con la expresión de un discípulo ante el maestro. Con ser él un malvado sin escrúpulos ni preocupaciones, reconocíase pequeño ante el padre Claudio.

—Ahora veremos —continuó éste—, si el embajador de Francia sigue haciéndonos daño. Nuestros informes nunca mienten. Ese hombre tiene un carácter belicoso e incapaz de sufrir la más leve mancha en su honor. Se ha batido en varias ocasiones, y ahora se batirá otra vez con ese militar elegante que posee a su mujer. Si le mata el oficial, nos libramos para siempre de tan enojoso enemigo, y si él mata al amante de su esposa, el suceso causará el suficiente escándalo para que el gobierno francés le releve del cargo y lo llame a París. De un modo o de otro nos libramos de ese enemigo de los defensores de Dios.

El secretario había quedado como embelesado por la diabólica astucia del superior, pero éste no podía permanecer inactivo mucho tiempo.

—¿No tienes más noticias de la embajada? Pues a otro asunto. A ver lo que dijo el empleado de Gracia y Justicia.

—No son gran cosa sus revelaciones en comparación con las de otros días.

—¿Qué hace Calomarde?

—Nada entre dos aguas, y quiere estar bien con tirios y troyanos para hacer mejor su santa voluntad.

—Obra mal el bueno de don Tadeo siguiendo esa conducta. Eso de halagar al mismo tiempo a unos y a otros para explotarlos mejor a todos, sólo lo podemos hacer los jesuitas, y el que quiera imitarnos corre peligro de que le declaremos la guerra.

—Calomarde se permite ya tener voluntad propia y olvida que fue vuestra reverencia quien lo elevó al ministerio.

—Es un hijo ingrato. Nos sirve de buena voluntad, pero algunas veces olvida su deber. Habrá que echarle una buena reprimenda.

—Hoy mismo ha dado dos excelentes canonicatos a unos paisanos suyos, dejando para otra vacante que se presente a un recomendado de vuestra reverencia. Además en la confiscación de los bienes de los emigrados liberales se queda la mayor parte de los productos de las ventas y sólo nos envía a nosotros miserables cantidades, y esto a regañadientes. A pesar de portarse mal, se ha hecho tan desvergonzado, que en su despacho ha tenido el atrevimiento de decir que estando bien con el rey, le importa muy poco quedar mal con los jesuitas.

—¿Eso ha dicho? —exclamó con sorpresa el padre Claudio.

—Así lo ha asegurado nuestro agente, que es hombre incapaz de mentir.

—Ya arreglaremos las cuentas al ministro favorito de S. M. Saca del archivo la nota referente a la vida y actos de don Tadeo, y en la sección de documentos útiles encontrarás la carta dirigida al obispo de Sigüenza acusándole recibo de los tres mil duros a cambio de la mitra. Bien es verdad que don Tadeo destinó de dicha cantidad treinta mil reales para nuestra Orden por gastos de comisión; pero esto no consta en la carta, y ademas, el bueno del ministro se guardará mucho de decirlo. ¡Bonita sera la cara que haga S. M. mañana al enseñarle yo el documento en que el ministro favorito se delata tan claramente! Cuando el rey le eche una filípica que le ponga las orejas coloradas, don Tadeo adivinará de dónde procede el golpe, y en adelante será mas cauto y tratará con más respeto a nuestra Orden.

—¿Busco ahora la carta, reverendo padre?

—No; mañana me la darás cuando vaya a Palacio a la hora de misa. ¿Qué más hay en el ministerio?

—Nada que nos interese.

—Pasemos, pues, a las revelaciones del camarero de Palacio. Es buena persona, muy temeroso de Dios y de sus representantes, y estoy por decir que es el mejor de nuestros agentes.

—Soy de la misma opinión.

Y el hermano Antonio, después de halagar otra vez con tales palabras la vanidad de su superior, consultó las notas y comenzó a decir:

—Las noticias de Palacio son como de costumbre abundantes, aunque no de gran importancia. ¿Por dónde le parece a vuestra reverencia que comencemos?

—Di primero todo lo referente al rey.

S. M. se muestra algo preocupado por la actitud de Francia y demás potencias de la Santa Alianza, las cuales no le dejan respirar ni obrar con libertad, pues como de costumbre da una ley contra los liberales, llueven sobre él amenazadoras notas diplomáticas, en las que los soberanos le aseguran que van a dejarlo solo si se obstina en extremar la reacción. Aún se preocupa más de la falta de buenos espadas desde que Pedro Romero se retiró del arte a causa de sus achaques y de la decadencia que viene notándose en el ganado que se presenta en la plaza de Madrid.

El hermano Antonio miró de reojo al padre Claudio, y viendo que se sonreía despreciativamente, creyó muy del caso el imitarle.

—Anoche —continuó el amanuense— habló en su tertulia de la necesidad de remediar prontamente esa decadencia que deshonra a la nación, y apuntó la idea de establecer en Sevilla una escuela de tauromaquia. Calomarde se atrevió a hacerle algunas objeciones, y el rey consintió en dejar la realización de tal proyecto para más adelante.

—¿No hay nada referente a la vida secreta?

—Sí, reverendo padre. El rey muestra ahora gran afición por una manola que vive cerca de la puerta de Toledo y es hija del tío Quitapellejos, honrado dependiente del Matadero. El duque de Álagón le acompaña muchas noches a la casa de esa rústica beldad. Esta nueva conquista es en Palacio desconocida para todos menos para nuestro agente, que ha logrado descubrirla a fuerza de paciencia y astucia.

—Desconocida es tal aventura, pues ni aún yo tenía noticias de ella ¿Y qué hace el rey con la condesa de Baselga?

—La baronesa de Carrillo pasa en la corte todavía, para los que se precian de conocer los regios secretos, como la querida predilecta de S. M.; pero lo cierto es que don Fernando (q. D. g.); parece hastiado de ella, pues sólo acude a sus citas de tarde en tarde, y más por la fuerza de la costumbre que la del amor.

—Mala noticia es ésta —dijo el padre Claudio, poniendo la cara seria—. Pepita, gracias a sus relaciones con el rey, nos presta grandes servicios. Nosotros tenemos gran influencia en el ánimo de S. M.; pero aquello que éste no nos concede, lo alcanza la baronesa cuando tiene a su regio amante ebrio de lujuria entre sus brazos ¿Qué haremos si el rey abandona definitivamente a la hermosa señora de Baselga y va en busca de las manolas del Matadero?

—La noticia es tanto más grave cuanto que nuestro agente asegura que don Fernando está cada vez más enloquecido por la hermosa hija del matarife, y muchos días espera con impaciencia la noche para dirigirse a su casa.

—Lo comprendo; es la pasión senil. El último amor de un viejo, o sea la lujuria más terca y persistente. Será necesario poner en juego toda la linda locura de Pepita, y que invente nuevas gracias para atraerse al rey.

—Será inútil, reverendo padre; pues Pepita, según los informes, está también cansada del soberano y busca distracción a su tedio llamando a su casa, siempre que su marido está de servicio en Palacio, a un guapo mozo que figura como agregado a la embajada inglesa y que se llama el baronet sir Walace.

El padre Claudio, a pesar del imperio que tenía sobre sus sensaciones, mostró algún asombro ante aquella revelación que no esperaba, y murmuró con enfado:

—Ya hace tiempo que creo con razón que con mujeres nada puede hacerse. Esa Pepita es una…

Y el hermoso jesuita largó una palabra tan castellana y clásica como poco culta. Después dijo con voz más fuerte:

—Hace mucha falta en aquella casa el señor Antonio. Cuando el general de nuestro instituto me envió desde Roma la orden para que el viejo volviera a América, donde podría servir mejor nuestros intereses, presentí que pronto nos sería muy necesaria su presencia. Si él estuviera en casa de la baronesa, ni entraría ese inglés ni Pepita hubiera dejado escapar al veleidoso rey: pero está casi sola, su marido es un imbécil que no ve y oye más que cuanto su mujer quiere, y ya dice el refrán que la cabra apenas se ve suelta siempre tira al monte. Lo vuelvo a repetir, esa Pepita es una perdida digna de que la abandonemos y aun de que digamos a su marido todo cuanto hace, para que éste, que es un barbarote, la estrangule sin misericordia.

Y al decir esto el padre Claudio, brillaba en sus ojos aquella chispa maligna que transfiguraba su rostro de un modo horrible, poniéndolo en armonía con su oculto pensamiento.

—Nada se pierde —añadió el jesuita cuando pasó el primer ímpetu de su rabia—, en echar un buen sermón a Pepita que la lleve nuevamente a la buena senda. Es una loca tan inclinada a la devoción como a prostituirse, y tal vez tocando sus aficiones religiosas la arrastremos nuevamente a sufrir pacientemente las caricias del rey que en verdad no deben ser muy gratas para una mujer joven y hermosa.

—Difícil lo veo, reverendo padre. La baronesa está tan entusiasmada con el inglés, que según las revelaciones de nuestro agente, en el baile que hubo anteanoche en Palacio, iban los dos ocultándose tras los cortinajes de los balcones, buscando siempre huecos oscuros y solitarios.

—La baronesa es una mujer caprichosa nacida para cometer estupendas locuras, pero con una gran dosis de ambición. Mientras fue en Madrid una desconocida, nos obedeció fielmente, cifrando todo su empeño en agradar al rey; pero desde que conoció al conde Baselga y se casó con él, viéndose al poco tiempo dama de Palacio y uno de los más lindos adornos de la corte, ha dado por satisfecha su ambición y hoy únicamente piensa en satisfacer sus pasiones sin trabas de ninguna especie y a gusto de su variable voluntad. Mañana hablaré con ella y le haré entender que, si por creerse satisfecha no quiere servirnos, nosotros tenemos medios para deshacer lo que ella considera hoy como felicidad arrojándola en la desgracia.

—En estas notas, reverendo padre, hay algo muy interesante respecto al marido de la baronesa o sea el conde Baselga.

—Habla hermano, Antonio.

—Nuestro agente sorprendió el otro día algunas palabras de la conversación que en la antecámara de la reina sostenía la duquesa de León con otra dama de honor.

—¿Qué tiene que ver en el anterior asunto la duquesa de León?

—Vuestra reverencia olvida, sin duda, que la tal duquesa, antes que el de Baselga conociera a doña Pepita, era su querida y hasta se cree que corría con todos los gastos del gallardo militar e incluyendo la confección de sus uniformes.

—Es verdad; no recordaba tal antecedente que de seguro figura en nuestra nota acerca de la duquesa de León. ¿Y cuáles eran las palabras de ésta?

—Aunque nuestro agente no escuchó toda la conversación comprendió inmediatamente que las dos damas trataban del conde de Baselga. La duquesa hablaba de un antiguo amante que ahora se mostraba frío e indiferente por culpa de su esposa que le tenía sujeto con sus embelesos y que, en cambio, le hacía traición no con un amante, ni con dos. Cuando nuestro agente se acercó más, la duquesa hablaba misteriosamente de venganza, de abrir los ojos al mentecato y de terribles pruebas de que podía disponer.

—Eso es muy grave —dijo el padre Claudio—. Pepita puede oír nuestros consejos y volver a atrapar al rey, en cuyo caso sería un tremendo inconveniente el que su marido conociera los deslices de la baronesa, pues el tal Baselga es un gañán algo idiota que no conoce eso que en el mundo llaman honor, pero que por amor propio es capaz de no consentir como amante de su esposa ni aun al mismo rey.

Quedóse reflexionando un buen rato el padre Claudio, y al fin añadió:

—La duquesa de León es un gran peligro. La conozco bien y sé que es una mujer terca capaz de cumplir cuanto diga. Además, esas viejas libidinosas, cuando se enamoran de un hombre, no se retroceden ante ningún obstáculo. Si ella ha hablado de pruebas, es porque las tiene o piensa adquirirlas, pronto… Afortunadamente, la duquesa es penitente mía y podré dentro de pocos días su conciencia desde el confesonario.

Calló el jesuita por algún tiempo, y al fin añadió con aire de hombre preocupado:

—Sin embargo, no dejan de interesarme esas pruebas de que habla la duquesa. ¿Adivinas tú cuáles pueden ser, hermano Antonio?

—No, reverendo padre. Doña Pepita no es mujer capaz de haber escrito cartas a sir Walace ni al lindo frailecito de la Merced, que es el amante que tuvo antes del inglés y cuyas relaciones tan hábilmente supo estorbar vuestra reverencia. No existiendo cartas, no sé qué pruebas pueda tener la duquesa de León.

—Hay otra prueba más terrible y concluyente que una persona astuta como lo es la duquesa podía aprovechar si nosotros no estuviéramos alerta.

—¿Cuál es, reverendo padre?

—El testimonio de la mujer que asistió a Pepita en su parto, la cual puede citar la fecha cierta en que éste se verificó.

—Reverendo padre: esa mujer ya sabéis que es mi madre. Ella hace cuanto yo quiero y nunca traicionará los intereses de la Compañía.

—En ello confío. Ya sabes que buscamos a tu madre para tan delicada misión confiando en tu palabra, y tampoco debes olvidar que a mí me debes cuanto eres y que así como puedo encumbrarte más alto de lo que te imaginas, puedo arrojarte al suelo y aniquilarte como un insecto si es que haces traición a la Orden.

—Lo sé, padre mío, lo sé perfectamente —dijo el secretario sonriendo con afectada humildad.

Reflexionó el padre Claudio y añadió con tono imperativo:

—Dirás mañana a nuestro agente en Palacio que vigile de cerca a la duquesa de León, procurando penetrar en sus propósitos. Yo buscaré el medio de que me revele su pensamiento, y al mismo tiempo procuraré extinguir en el conde Baselga toda sospecha, si es que esa alegre vieja ha intentado ya excitar sus celos y su instinto receloso. Pasemos a otros asuntos. ¿Qué más se dice en Palacio?

—En el cuarto del Infante don Carlos se conspira y tanto su esposa doña Francisca como el obispo de León, preparan una sublevación en Cataluña, en la que entrarán todos los realistas descontentos de la política que actualmente sigue don Fernando.

—Me voy convenciendo de que estos realistas son gente más levantisca e ingobernable que los mismos liberales… Pero más vale así, pues hay que reconocer que don Carlos, príncipe piadoso amante de Dios y obediente en todas ocasiones al clero y a la Compañía de Jesús, sería más buen rey que don Fernando que, aunque adicto a la religión y sumiso a nuestros consejos, se ve tentado de continuo por el demonio de la carne y deja plantados a lo mejor a los representantes del Altísimo para irse tras la primera falda bien contorneada que encuentra al paso.

—Don Carlos haría la felicidad de España.

—Prohíbo, hermano Antonio, que te permitas tener opiniones políticas. Eso es indigno de un hombre que ha prometido dejar a sus superiores que discurran por él. Sin embargo, en esta ocasión te digo que estás en lo cierto. Don Carlos rey, sería para nosotros tan ventajoso como tener un individuo de nuestra Orden en el trono; pero su corona es hoy por hoy problemática y no es caso de que vayamos a exponer lo cierto por lo dudoso. ¿Manda actualmente don Fernando? Pues permanezcamos a su lado y dejemos conspirar a esos furibundos realistas; que si algún día llega su triunfo, tiempo tendremos para ponernos al lado de don Carlos y ser los primeros en recoger mercedes. Hermano Antonio no olvides nunca esta política, que es la que debe seguir todo buen jesuita.

El secretario acogió la lección con aire de gratitud y creyó del caso dar a su rostro una expresión de asombro, que interpretaba la admiración producida por las palabras de su maestro.

—Las noticias de Palacio han terminado ya, reverendo padre, y a los trabajos del día sólo hay que añadir la plática que he tenido esta tarde con el brigadier Chapetón, presidente de la comisión militar permanente de Madrid.

—¿Ha venido aquí ese bárbaro?

—Sí. Quería visitar a vuestra reverencia y saber de propios labios si estabais satisfecho de su conducta, y me ha dicho con aire de satisfacción propio del que cumple con su deber, que si en el mes pasado ahorcó siete liberales en la plaza de la Cebada en el presente piensa que lleguen a una docena, además de que tiene en lista unos doscientos individuos parientes hasta de sexto grado y amigos de vista de los emigrados revolucionarios, los cuales a la mayor brevedad serán enviados a los presidios de África.

—Chapetón es un partidario tan decidido de la causa de Dios y del rey, que el gobierno debía citarlo como modelo digno de imitación a esas comisiones de las provincias que sólo envían cada mes un liberal a la horca. ¡Lástima que tan perfecto campeón de la Fe sea un poco imbécil y no se le pueda confiar otro trabajo que el exterminio de los revolucionarios!

—El brigadier desea que vuestra reverencia le recomiende al rey y que éste en vista de sus nobles servicios a la causa del absolutismo le conceda un ascenso, una gran cruz o cualquiera otra distinción.

—Puede contar con ello. Hoy somos nosotros los dueños de la situación y cuanto indicamos se realiza inmediatamente.

El jesuita al decir esto inclinó la cabeza sobre el respaldo del sillón y con los ojos cerrados permaneció algunos instantes sonriendo, como el que paladea risueñas y halagadoras ideas.

—Hermano Antonio —dijo de pronto el jesuita esterneciéndose para sacudir el dulce sopor que le había acometido—. A ti te lo digo todo porque tengo confianza en tu discreción y me siento inclinado a tratarte con franqueza. Los asuntos de nuestra Orden en España no pueden ir mejor. Después de la caída de la Constitución, el rey se ha arrojado por completo en nuestros brazos y esta tarde misma al volver de su diario paseo, y en uno de los salones de Palacio, ha dicho ante la turba cortesana, en la que figuraban generales de los dominicos, de los franciscanos y de otros institutos religiosos, que sólo tiene confianza en los jesuitas, que sólo fía en nuestra fidelidad y que si antes de 1820 hubiéramos sido nosotros sus consejeros de gobierno, seguramente que no hubiera triunfado la revolución. ¿No es eso suficiente motivo para mostrarse satisfecho? ¿No te sientes orgulloso de pertenecer a una Orden que tanta admiración inspira a su rey?

—¡Oh!, seguramente, reverendo padre.

Y el secretario al decir esto no mentía, pues sus mejillas cadavéricas coloreadas por un fugaz rubor, demostraban que estaba su soberbia por tales palabras.

—Comienza ya —continuó el padre Claudio—, a brillar para nuestra Orden aquellos felices días del reinado de Carlos II en que éramos dueños de la nación y movíamos a nuestro gusto los resortes del Estado. Ya no nos veremos obligados a asustar a los reyes como lo hicimos con el impío Carlos III, enemigo de nuestra preponderancia, organizando el motín de Esquilache y enviándole anónimos en que le amenazábamos de muerte. Nadie nos arrojará de aquí; somos los amos y ya no tendremos que esgrimir pistolas ni puñales como lo hicimos en Portugal con el rey José y en Francia con Enrique III y Enrique IV. ¿Para qué…? Hoy los reyes en vez de nuestros mortales enemigos son nuestros lacayos, viven la vida que nosotros les damos y están sujetos a nuestra voluntad. En el régimen absolutista el rey es un sol cuyos rayos llegan hasta el antro más oscuro de la nación, y sin embargo, la luz de ese sol nosotros la mantenemos… nosotros que trabajamos en la densa sombra.

Y el padre Claudio al decir esto reía sarcásticamente. Su secretario le imitaba; pero esta vez no era por adulación sino porque le producía inmenso placer la completa victoria del aborto de Loyola.

—Nada puede oponerse a nuestro sobrehumano poder —continuó el jesuita levantándose de su asiento impulsado por la fiebre del entusiasmo y repeliendo al gatazo que hasta entonces había estado enroscado sobre sus piernas—. ¿Ves a don Tadeo Calomarde que se cree omnipotente sólo porque el rey le aprecia a causa de su actividad de ardilla? Pues que procure que yo no levante mi omnipotente mano, pues de un revés lo arrojaré del ministerio cuando quiera y se verá pobre y desgraciado si es que no va a morir en la horca como otros favoritos regios. ¡Y qué digo Calomarde! El mismo don Fernando caería, si alguna vez se mostrara rebelde a nuestros mandatos y no quisiera adoptar las dulces insinuaciones de la Orden. En las arcas de la Compañía hay dinero suficiente para comprar un reino y para armar un ejército ante el cual el de Jerjes parecería miserable pelotón: y en cuanto a gente que nos defendiera, demasiado sabes que en España tenemos hoy más de la que podamos desear. Mira, Antonio; mira una vez más y podrás convencerte de que España es nuestra.

Al padre Claudio, el entusiasmo y la contemplación de la grandeza que su persona representaba, poníanle nervioso y le hacían pasearse por la habitación con la impetuosidad de una fiera que encuentra pequeña su jaula.

Al decir sus últimas palabras, cogió el gran quinqué que estaba sobre la mesa y levantándolo al nivel de su cráneo, bañó en luz el colosal mapa de España que ocupaba la pared libre de armarios.

—Pasea bien tus ojos por ese mapa —continuó diciendo a su secretario—, y verás cómo España semeja un pedazo de firmamento en el que las cruces negras brillan tan compactas e innumerables como las estrellas del cielo.

Efectivamente, sobre aquel mapa destacábanse un sinnúmero de crucecillas negras de varios tamaños, que parecían esparcidas a la ventura, pero que ocupaban los mismos sitios que las ciudades, los pueblos y los lugares sin importancia, en los mapas ordinarios. Bajaban serpenteando a lo largo de las costas, saltaban a las cercanas islas, extendíanse sobre las tortuosas cordilleras, enseñoreábanse de las provincias del centro y hasta ocupaban las Canarias y las Antillas que en cuadro aparte figuraban a un extremo del mapa.

Estaban tan inmediatas las cruces, que sus aspas casi se tocaban unas con otras y formaban como una negra red que envolvía el territorio español, dándole el aspecto de un insecto enredado en fúnebre telaraña.

El padre Claudio con la cabeza erguida y la soberbia expresión de un general ante su ejército, abarcó de una mirada la colosal obra de su Orden, y sonriendo después con aire satisfecho, continuó:

—Ya sabes tú lo que representan todas estas cruces. Cada una de ellas equivale a un miembro que desde aquí puedo yo mover a mi voluntad, así como a mí y a todos los vicarios que están al frente de una nación nos maneja el general desde Roma, y como a éste lo impulsa Dios. Las cruces más grandes, representan ciudades de importancia donde hay colegios y casas profesas que hacen una continua propaganda en favor de la Orden; las medianas son poblaciones de menor importancia donde tenemos misiones permanentes; y las más pequeñas equivalen a lugares y villorrios en los que no nos faltan amigos fieles y obedientes a nuestros mandatos. España entera tiene su centro y su eje en esta habitación. Para moverla y que se alce en este u otro sentido el mismo día y a la misma hora, sólo es necesario que tú tomes la pluma y yo te dicte. ¿Hay alguien que posea tan inmenso poder? Quién es más dueño de España, ¿don Fernando VII o nosotros? ¡Ah! Si todos los reyes comprendieran de lo que la Orden es capaz y lo sujetos que los tiene, no nos concederían tanta estimación ni nos protegerían. ¿Ves cuánto se afana el infante don Carlos por quitarle la corona a su hermano? Pues todo cuanto haga será inútil si nosotros permanecemos impasibles, y en cambio dentro de un mes ocuparía el trono si así conviniera a los intereses de la Orden: para esto bastaría que yo hiciese un llamamiento a nuestros innumerables agentes.

La contemplación de su propio poder pareció calmar al padre Claudio, que recobrando su aspecto habitual, frío y sonriente, volvió a dejar el quinqué sobre la mesa, y fue a sentarse junto al brasero, mientras su secretario le miraba con admiración.

—Reverendo padre —dijo tras una larga pausa el hermano Antonio—. Cada vez me siento más orgulloso de pertenecer a la Orden de nuestro santo padre San Ignacio, y cuando os oigo hablar con acento tan inspirado, me miro con asombro, pues me parece que yo, miserable gusanillo, crezco al compás de vuestras palabras hasta convertirme en un gigante.

El padre Claudio se sonrió por aquella lisonja, y dijo a su secretario con tono protector.

—Crecerás, no lo dudes, crecerás, hermano Antonio, pero es preciso, como antes te dije, que permanezcas fiel a nuestra Orden y que jamás me hagas traición a mí, que soy tu superior. Tienes condiciones para brillar en nuestra sociedad. Eres astuto, conoces a los hombres, sabes aprovecharte de sus debilidades no reparas en los medios, y sobre todo, el bien y el mal son indiferentes a tus ojos, pues uno y otro valen lo mismo y deben emplearse en una empresa siempre que así convenga. Con tales condiciones se puede formar un excelente jesuita, y tú lo serás. Sólo te falta despojarte de ciertas preocupaciones mundanas. Todavía eres hombre y te falta algo para convertirte en un completo hijo de Loyola, que debe ser máquina inconsciente para los mandatos de los superiores, e inteligencia despierta para cuantos se encuentran a un nivel más bajo.

—Reverendo padre —dijo con humildad el jesuita—. Yo hago cuanto puedo y siento no tener más voluntad para aprovechamiento, de vuestras notables lecciones.

—Si me sigues e imitas en todos mis actos, puedes llegar a ser como mi sombra, y algún día cuando la Orden me llame a más altos destinos, ocupar tú la dirección de España que hoy desempeño. Yo siento simpatía por ti, ¿por qué he de ocultarlo?, en tus actos veo mi propia personalidad como en un fiel espejo, y reconozco que tus facultades son iguales a las mías para ayudar a la conquista del mundo en nombre de Dios, que es el fin que persigue nuestra Orden. Únicamente hay en ti defectos que afean tu mérito y que yo corregiré.

—Decid, padre mío; os escucho ansioso.

—Eres desordenado hasta el punto de que parezca que has declarado una cruda guerra al método. En esta misma habitación tienes una clara muestra de tu defecto culminante. Los papeles más importantes están archivados con el orden más caprichoso y extravagante y documentos preciosos ruedan a cada momento sobre sillas y mesas, sin método alguno. Tú te entiendes y sabes guiarte en tal dédalo, pero esto no impide que te agites en un caos incomprensible para los demás, por lo mismo que tú eres su único creador. Te parecerá nimia tal vez esta observación, pero has de saber que en un jesuita lo más esencial es un orden rígido e inmutable, al cual debe sujetar su persona y sus actos. Su vida debe ser semejante al reloj de la alta torre, que lo mismo en los días serenos que en medio de la tempestad, deja oír sus horas impasible y con igual indiferencia. El desorden es indicio de carácter propio, y el jesuita debe perder todo lo que le sea personal y le emancipe de las reglas de la Orden. Mírame, estudia mis actos, y verás cómo la pulcritud y el orden que siempre acompañan a la verdadera astucia, facilitan mucho el éxito de las empresas.

El hermano Antonio escuchaba atentamente la lección de su superior, quien continuó con su acostumbrado aire de protección:

—Además, tu terrible defecto al par que te hace desmerecer como buen secretario, te pierde como campeón de nuestra Orden. Como eres desordenado, gustas de los golpes ruidosos y de efecto, y muchas veces atacas antes de hora, lo que facilita la defensa del enemigo. Tu odio es terrible, pero tiene el tremendo inconveniente de que puede ser leído en tu rostro mucho antes de que estalle. Imítame a mí que me encubro ante el contrario bajo la forma más agradable. Si cuantos me rodean me conocieran bien, temblarían en el instante que yo sonriera más placenteramente.

Quedó unos instantes silencioso el lindo padre acariciando con aire distraído al gato que había vuelto a colocarse sobre sus piernas, y de repente agarró una de las patas delanteras del felino y extendiéndola, dijo al secretario:

—Aquí tienes la verdadera imagen del perfecto jesuita. Este animal acaricia con su fina mano, toma un aire humilde que atrae y cuando menos se espera hace valer sus afiladas uñas que oculta cuidadosamente. Nosotros somos los gatos que nos tendemos humildemente a los pies de la sociedad, pidiéndola su calor y su protección; el que se deje acariciar por nosotros que tenga por seguro el arañazo.

El secretario púsose a reflexionar sobre la metáfora de su maestro, pero cuando estaba en lo mejor de sus reflexiones fue llamado a la realidad por tres rudos golpes de timbre que sonaron dentro de la casa, aunque algo lejanos.

—¡Tres toques! —dijo el padre Claudio—. Una carta es. Antonio marcha a recogerla inmediatamente, pues traída a estas horas, debe tratar de asuntos interesantes.

III. EL LOBO DE PARÍS AL LOBO DE MADRID

Carta es, reverendo padre —dijo el secretario al volver a entrar en el salón.

—Acaba de traerla el portero de nuestro colegio y dice que aún no hace un cuarto de hora se la ha entregado el correo de Burgos, el cual ha llegado con retraso a causa de las nieves que obstruyen el paso del Guadarrama.

—¿De dónde viene la carta?

—A juzgar por el sobre, procede de París.

—Ya hacía tiempo que no teníamos noticias de nuestros hermanos de Francia. A ver, hermano Antonio, rompe el sobre, y dame su contenido.

El padre Claudio acercó su sillón a la luz y recibiendo el pliego que su secretario le tendía respetuosamente, paseó rápidamente su vista por él.

Estaba escrito en latín con caracteres menudos y erizados de caprichosos rasgos.

Decía así:

A. M. D. G.

El vicario General de Francia al Vicario General de España; Salud y la bendición de Cristo.

Respetable hermano: Conviene a los intereses de nuestra Orden que a la mayor brevedad enviéis informes completos acerca de la vida de don Ricardo Avellaneda y una relación detallada de todos los bienes que posee en España en concepto de legítimo administrador de su hija María, único fruto de su difunta esposa.

El señor Avellaneda fue de los españoles que en 1808 se unieron a Napoleón y su hermano José Bonaparte y a quienes el pueblo llamaba afrancesados. Desempeñó altos cargos en la corte del rey intruso y cuando éste tuvo que huir a Francia, él siguió a su soberano y desde entonces vive en París no queriendo volver a España a pesar de las amnistías, por miedo a los insultos de liberales y reaccionarios. Su mujer fue patriota y se separó de él por no seguirle en la traición. Como los cuantiosos bienes eran de esta señora que hizo bastantes donativos para el sostenimiento de las tropas españolas, las llamadas Cortes de Cádiz respetaron su fortuna y no la confiscaron como hicieron con otras familias afrancesadas.

Dichos bienes ascienden a unos quince millones de francos según nuestros informes.

Enteraos vos ahí para ver si estamos engañados y decidnos el resultado de vuestras gestiones.

El asunto es de gran interés para nuestra Orden, pues se trata de que los quince millones ingresen en nuestro tesoro. Tan gran fortuna sólo tiene derecho a percibirla una niña que en la actualidad cuenta ocho años de edad y que nació aquí cuando la esposa del señor Avellaneda se decidió a hacer paces con su marido y vivir con él en París.

La señora de Avellaneda murió hace un par de años, su esposo esta algo resentido en su parte moral, y al paso que va pronto caerá en completa imbecilidad. En cuanto a la niña, tiene aficiones a la vida monástica, que nosotros nos encargaremos de fomentar. Hemos conseguido introducir en la casa a uno de nuestros hermanos, que es español, el cual ejerce gran influencia sobre la hija, y es probable que también logre conquistar al señor Avellaneda.

El día en que la joven sea mayor de edad y pueda disponer, con arreglo a las leyes, de su colosal fortuna, estará ya en un convento, y entonces la Compañía será su heredera, pues María, al abrazar la vida monástica, renunciará antes sus bienes terrenales a favor nuestro. Vuelvo a recomendaros la urgencia en los informes que os pedimos, pues ya veis que el asunto es de importancia. Que el corazón de Jesús sea con vos y os conceda largos años de vida.

Fabian Renard (S.J.)

Cuando el padre Claudio hubo terminado la lectura de la carta, quedóse pensativo y murmuró:

—No es mal golpe el que preparan nuestros hermanos de París. Quince millones de pesetas son un bocado que aquí en España sólo muy de tarde en tarde se ofrece a nuestra voracidad.

El jesuita dio después la carta a su secretario para que a su vez la leyera, y cuando hubo terminado, le dijo:

—Buscarás mañana mismo esos informes que se nos piden de París.

—No es tarea fácil, reverendo padre. En nuestro archivo sólo hay notas muy incompletas sobre el señor Avellaneda, pues éste figuró en España cuando nuestra Orden estaba expulsada, y marchó al extranjero antes de nuestra restauración.

—Irás mañana, en nombre mío, al ministerio de Hacienda y el señor López Ballesteros nos proporcionará los datos que deseamos acerca del valor y calidad de los bienes de Avellaneda. En cuanto a la carta del vicario de Francia debes unirla a la nota del señor Avellaneda, pues tal vez algún día tengamos los jesuitas de España relaciones íntimas con dicho señor. Si los sesenta millones de reales llegan a escaparse en Francia de nuestras garras, aquí los buscaremos hasta apoderarnos de ellos.

El secretario se levantó para buscar en el archivo; pero en el mismo instante volvió a sonar la campanilla de antes, sólo que ahora dio cinco toques con diferentes intervalos. Aquello era una especie de telegrafía acústica que comprendieron perfectamente los dos jesuitas.

—Es una visita —murmuró el padre Claudio—. ¿Quién podrá ser a estas horas? Hermano Antonio, sal a recibir al que llega. Debe ser un amigo, ya que lo deja pasar nuestro portero.

IV. LOS PESARES DE BASELGA

—El señor conde de Baselga —dijo Antonio, volviendo a entrar en el despacho.

Más allá de la puerta sonaban pasos ruidosos y desiguales que se acercaban rápidamente acompañados del metálico retintín de unas espuelas. Al fin, don Fernando Baselga entró cojeando en la habitación.

El campeón del 7 de julio estaba algo desfigurado. Tres años habían sido suficientes para robarle mucha de su antigua gallardía, y tanto la cojera como una prematura obesidad, encubrían con cierto aire de pesadez su antiguo aspecto marcial.

Atento siempre a presentar un continente interesante, el gallardo soldado del absolutismo, que tanto se distinguía en paradas, ejercicios y guardias, marchando con varonil contoneo al frente de su compañía, no podía ahora conformarse con la necesidad de marchar cojeando a la vista de las damas palaciegas y de sus mismos subordinados, así es, que cuando Fernando VII, restablecido en su trono de monarca absoluto, quiso premiar los servicios de tan excelente partidario dándole las charreteras de comandante, Baselga solicitó la merced de pasar a servir en la caballería de la Guardia, con la esperanza de que, puesto su airoso cuerpo sobre un inquieto corcel, nadie notaría aquel tremendo defecto físico, que aún le hacía odiar más encarnizadamente a los liberales.

Cuando el comandante, después de besar reverentemente la mano del padre Claudio y accediendo a las indicaciones de éste, se sentó frente a él al amor del brasero, paseó sus ojos con curiosidad por toda la habitación, demostrando a la vista de tan gran cantidad de papeles el asombro propio del que tiene la lectura y escritura por necesidades de último orden y sólo muy de tarde en tarde hace uso de ellas.

—Ante todo —dijo Baselga, después de satisfacer un poco su curiosidad—, debo pedir a usted, padre mío, mil perdones por la libertad que me tomo al venir a buscarle a este sitio sin su permiso.

—Querido hijo; usted ya sabe el cariño que, tanto yo como toda la Orden le profesamos, y que puede buscarme en todas partes así como necesite de mi humilde persona.

—He estado en la casa profesa a preguntar por usted, manifestando que tenía alguna urgencia en verle, y el padre Echarri me ha encaminado a esta casa, en la que sólo admite usted las visitas de muy contadas personas; distinción que, en el caso presente, me honra sobremanera.

—Los negocios son muchos, querido conde; el tiempo muy limitado, y hay que aislarse un poco para huir de las estorbosas visitas de los importunos. Por esto ocupo esta casa, antigua mansión de los marqueses de Orduña, personas devotísimas que en el siglo pasado la cedieron a nuestra Orden. Cuando don Carlos III (a quien Dios perdone) nos expulsó de España, esta casa quedó cerrada, guardando el archivo que ahora ve usted y que no lograron descubrir los alcaldes del rey, pues eran pocas las personas que conocían su existencia, así como tampoco que fueran jesuitas los que vivían en el viejo palacio. Aquí han vivido y trabajado mis antecesores en la dirección de la Orden, y aquí estoy yo, que rodeado de tan preciosos documentos y evocando los pasados recuerdos, trabajo con más fe y me siento más fuerte y hasta con mayor confianza en las bondades de Dios.

Permanecieron silenciosos los dos interlocutores después de tales palabras; Baselga mirando con atención la parte de los armarios a donde llegaba la luz de la lámpara, y el jesuita contemplando con aire interrogador al comandante, como esperando que éste manifestase el objeto de la visita.

Por fin, el padre Claudio notó que Baselga miraba con cierto recelo al hermano Antonio, el cual había vuelto a sentarse junto a la mesa y escribía con la indiferencia de un autómata.

El jesuita comprendió que la presencia del secretario estorbaba al conde, y dijo con acento de superioridad benévola:

—Hermano Antonio, retiraos que ya habéis trabajado hoy bastante. Salió el secretario después de saludar con dos reverentes cortesías, y apenas se hubieron perdido sus pasos a lo lejos, Baselga dio un suspiro, que tenía algo de mugido, y con expresión infantil exclamó, inclinando su gigantesco cuerpo sobre el jesuita:

—¡Padre mío! Soy muy desgraciado.

—¡Desgraciado usted! —dijo el jesuita con extrañeza—. Señor conde, eso es insultar a Dios, que le concedió a usted toda clase de felicidades. Es usted esposo de una mujer modelo de virtudes, tiene una hija encantadora que es su propio retrato, la paz del cielo reina en su casa, goza en Palacio de una envidiable posición, ¿qué más puede usted desear?

—No me quejo de mi suerte —contestó Baselga con aire contrito—. Dios me ha dado mucho más de lo que yo merezco. Mi infelicidad no consiste en mi mayor o menor fortuna sino en mi esposa, que parece empeñada en hacerme desgraciado.

—¿Falta acaso a sus deberes la señora condesa? —preguntó el jesuita con cierta alarma.

—No, padre mío. Pepita es honrada y aunque alguien quiera hacerme sospechar de su fidelidad, no tengo el menor dato para dudar de ella.

—¿Cuál es, pues, la causa de su pena?

—Pepita no me ama.

—¿No le ama su esposa? ¡Ella que tantas veces ha asegurado que sentía una loca pasión por usted! ¿Cómo puede ser eso?

—Hace usted bien en extrañarse. También experimento yo igual impresión cuando considerando el pasado, contemplo ese cambio radical que hoy me entristece. Es verdad que Pepita me amaba mucho antes y que correspondía con agrado a mi cariño, pero hoy me acoge en todas ocasiones con el más terrible desvío, y comprendo que ya no soy para ella el mismo que en otros tiempos. Su antiguo amor ha desaparecido.

—Permítame usted, conde, que le indique que muchas veces un exceso de amor puede hacer ver desvío en donde no existe. El amor es pasión desigual que aunque no se desvanece se amortigua con el roce, y además la esposa cristiana debe profesar a su marido una pasión tranquila y cercana a la pureza, pues el amor tempestuoso e insaciable sólo es propio de impúdicas cortesanas. Debe usted pensar además que la señora condesa tiene una pequeña hija, la linda Fernanda, y que forzosamente el lugar que ésta ocupa en el corazón de la madre priva al esposo de una parte de cariño.

—¡Ay, padre mío! ¡Cuán satisfecho estaría yo con que el desvío que noto en Pepita fuera motivado por su cariño a nuestra hija! Pero desgraciadamente la pequeñuela es víctima igualmente del desvío de mi esposa y apenas si de vez en cuando logra recibir de ella una mirada. La infeliz niña no tiene otro amor que el mío y yo soy quien con más asiduidad cuida de ella. Pepita hace más de un año que está preocupada a todas horas por un pensamiento desconocido. No sé cuál pueda ser la causa de tal preocupación, pero de seguro que no somos ni mi hija ni yo.

—Eso es grave —murmuró el padre Claudio involuntariamente, mostrándose después como arrepentido de que se le hubieran escapado tales palabras.

—¡Y tan grave, padre mío! —respondió inmediatamente Baselga—. En mi ánimo nunca había arraigado la sospecha, pero hoy casi me siento inclinado a dudar de la que lleva mi nombre.

—¿No se ha quejado usted nunca a su esposa por tal desvío?

—Más de una vez; pero ella se vale de la superioridad que ejerce sobre mí y a todas mis palabras responde burlas que me enardecen la sangre.

—¿Tan escaso dominio ejerce usted sobre la condesa?

—Padre Claudio, es deshonroso para un hombre de mi clase confesar tan vergonzosa debilidad, pero debo manifestarle que Pepita ejerce sobre mí tan completa dominación, que en punto a libre voluntad estoy yo al lado de ella a más bajo nivel que el último de sus criados. Cuando la declaré mi amor me impuso por condición el que abdicara mi voluntad poniéndome por completo a merced de la suya, y desde entonces soy un infeliz esclavo de sus caprichos y carezco de libertad aun para quejarme. No sé cómo es, pero yo que como usted sabe muy bien, no tengo miedo de nada, y no me atemorizo ante el más grande peligro, en presencia de Pepita enojada tiemblo como un niño y sólo sé hablar para formular excusas y pedir perdón.

El padre Claudio oyendo las expresiones de aquel infantil gigante, pensaba interiormente en que Pepita era una buena discípula que honraba a sus maestros y muy digna de vestir la sotana jesuítica por la habilidad con que sabía dominar ajenas voluntades.

Pero otro sentimiento era el que en aquel instante agitaba al discípulo de Loyola.

Consideraba la debilidad de aquel gigantazo, rendido ridículamente cual otro Hércules por el amor, y a la vista de aquella pusilanimidad sonreía soberbiamente apreciando mejor su propia voluntad férrea e inquebrantable que le hacía vivir independiente de las seducciones mujeriles.

El padre Claudio era incapaz de caer nunca víctima de un amor apasionado. Tenía una castidad casi salvaje, pues en aquel cerebro ocupado por completo por una ambición sin límites, no quedaba el más pequeño rincón para ningún tierno afecto.

Podría el hermoso padre, agitado por el aguijón de la carne, ceder ante las seducciones de elegantes devotas, pero enamorarse hasta abdicar la propia voluntad, era imposible.

Un hombre como él necesitaba para sus fines de una completa independencia. Para sostenerse en las alturas a que le empujaba su soberbia, era preciso estar libre de pasiones que con su peso le arrastrasen al abismo del descrédito. Una mujer era un bagaje pesado que podía causar su perdición.

No amaba el jesuita porque con esto tendría que pasar a ser esclavo el que ansiaba llegar a dueño del mundo. De aquí que el padre Claudio considerase con el desprecio que se guarda para los seres ínfimos a los que acudían a él en demanda de consejos, dominados por despótica pasión.

Pero el jesuita después de recrearse en la superioridad que le daba su falta de afectos, goce que se transparentó rápidamente en sus ojos con una llamarada de satánica soberbia, creyó del caso acudir a sus intereses y con acento meloso dijo a aquel campeón del fanatismo cuya conciencia tenía bajo sus órdenes:

—¡Vamos, hijo mío! Veo que todas sus sospechas carecen de fundamento. Algo hay de cierto en cuanto usted manifiesta, y es que la condesa, a juzgar por las anteriores revelaciones, le trata con algún desvío; pero la mujer es ser caprichoso y variable que muchas veces sin motivo alguno cambia inesperadamente de conducta y aborrece las cosas por un momento para quererlas después con más grande pasión. Pepita es algo voluble; la conozco hace mucho tiempo, sé apreciar sus excesos de imaginación que la arrastran a locos caprichos; pero fundándome en esto mismo, puedo asegurarle que su amor apasionado de otros tiempos renacerá cuando menos lo espere, y entonces usted podrá considerarse nuevamente como un ser feliz. No hay, pues, motivo para que usted sospeche de su fidelidad, de lo que yo me congratulo mucho.

Calló el jesuita y estudió atentamente el rostro de Baselga para apreciar el efecto que le causaban sus palabras, pero quedóse intranquilo al ver que el conde seguía con el semblante fosco y como preocupado por una dolorosa idea que no se atrevía a exponer:

—¡Cómo, hijo mío! —dijo entonces el jesuita con acento dulce y atrayente—. ¿No está usted convencido de la inocencia de la condesa? ¿No la cree usted fiel a sus deberes de esposa?

El comandante permaneció silencioso algunos instantes como si dudase en expresar su pensamiento, pero al fin se decidió.

—Padre mío —dijo con voz lenta y como haciendo grandes esfuerzos de voluntad para hablar—. Mucho me cuesta decirle lo que realmente pienso de mi esposa, pero al fin para ello he venido aquí y debo hablar aunque esto me produzca gran dolor, pues por primera vez me atrevo a tener voluntad y a hablar contra la que lleva mi nombre.

—Hable usted, hijo mío, sin ningún reparo. Para quitarle todo escrúpulo le oiré en confesión como en otro tiempo hice.

—Sí así será mejor. Dirigiéndome al sacerdote me será menos difícil el hablar que si lo hiciera al amigo.

Y Baselga, con voz algo temblorosa, y poseído del respeto que le inspiraba el joven jesuita, comenzó a relatar sus relaciones con la duquesa de León desde la época en que comenzaron hasta el mes de julio de 1822 en que los sucesos políticos le hicieron conocer a la que ahora era su esposa.

El padre Claudio le escuchaba con atención a pesar de que cuanto decía lo tenía por muy sabido, y únicamente de vez en cuando mostraba alguna impaciencia al notar que el conde se separaba de lo importante del relato para hacer digresiones con el solo objeto de justificar sus deslices amorosos a los ojos del sacerdote.

—No veo, señor conde —dijo el jesuita cuando el comandante hubo terminado de referir sus amores con la duquesa—, qué relación hay entre esa pasión pecadora y la fidelidad de su esposa. Hasta ahora sólo encuentro que ésta es la más indicada para sospechar de la fidelidad de usted.

Bajó Baselga la cabeza como abrumado por el peso de la encubierta recriminación y dijo humildemente:

—Es verdad, padre mío; mi esposa, si se fija en mi vida pasada, tiene motivos para sospechar y no estar segura de mi fidelidad conyugal; pero también yo, si atiendo a las palabras de personas que dicen quererme bien, puedo convencerme de que Pepita falta a sus deberes.

—¿Quiénes son esas personas? ¿Acaso la citada duquesa?

—La misma, padre mío. Hace pocas horas he hablado con ella en Palacio, y con sus palabras ha logrado encender en mi alma un verdadero infierno.

—¿Le ha dado a usted pruebas de la infidelidad de su esposa?

—¡Ah!, ¡ojalá! Así al menos saldría pronto de dudas y no sufriría esta cruel zozobra que me consume.

—¿Qué es, pues lo que la duquesa ha dicho?

—Hace muchos días que se goza en atormentarme cada vez que me encuentra en las antecámaras de Palacio. La primera vez que nos vimos después de mi casamiento, creí que iba a ser víctima de una escandalosa explosión de celos, pues la duquesa es una mujer rara y despreocupada cuyo carácter varonil creo que usted conocerá, pero muy al contrario de lo que yo esperaba, me acogió con vulgar amabilidad y hasta con un aire de fría indiferencia que… ¡por qué no he de confesarlo!, produjo cierta impresión en mi dignidad de antiguo amante.

Sonrió el padre Claudio al escuchar estas palabras dichas con ingenuidad, le imitó Baselga con risa algo estúpida, y siguió adelante en su revelación:

—Me habló de mi mujer con indiferencia y me aseguró que su deseo era verme feliz, pues ya se había curado de los antiguos amores dándome expertos consejos para que fuera feliz en mi nuevo estado. Esta bondad me impulsó en adelante a no rehuir su trato, y la duquesa y yo siempre que nos encontrábamos, hablábamos con el amigable cariño de dos viejos que, fríos y desapasionados, recuerdan las calaveradas de sus buenos tiempos. Poco a poco y casi sin que yo lo notara, la duquesa fue cambiando de táctica en sus conversaciones. Yo no recuerdo cómo fue, pero lo cierto es que comenzó a introducir en mi ánimo la sospecha y a hacerme pensar que mi esposa podía muy bien engañarme siendo, como era, joven, hermosa y de carácter alegre. Me habló de la vida un tanto misteriosa que llevaba antes de casarse conmigo, de sus entrevistas políticas con el rey, de cierto fraile que hace algunos meses venía con frecuencia a nuestra casa, y hasta de mi hija ¡de la pobre niña!, y tal entonación diabólica supo dar a sus palabras, al parecer inocentes, que la sospecha penetró en mi alma, y tan fuertemente se arraigó en ella, que por más que lucho y me esfuerzo no la puedo arrancar.

—Señor conde. Me parece que es usted víctima de una excitación nerviosa o más claramente dicho de una loca preocupación, pues en todo cuanto me manifiesta no hay nada de particular ni que autorice a poner en duda la virtud de Pepita.

—No he terminado aún. Hace dos días, la duquesa se atrevió a decirme claramente que mi esposa me engañaba y que ella tenía razones para creerlo. Calcule usted el efecto que esto causaría en mí que cada vez estoy más enamorado de mi esposa. Hubiera dado cualquier cosa porque la duquesa se hubiera convertido en hombre para poder arrojarla por una ventana. Tal fue la rabia que experimenté. Pero debo estar en las garras del diablo ya que después del odio la curiosidad se apoderó de mi alma, y en vez de enfurecerme con mi antigua amante, descendí hasta suplicarle encarecidamente que me diera pruebas para creer en sus palabras.

—¿Y las ha dado? —preguntó con alarma el padre Claudio.

—No, padre mío. Pero hace poco acaba de prometerme que encontrará el medio de que vea yo por mis propios ojos como soy un marido infeliz. Dice que tiene en su poder las pruebas y que sólo espera una ocasión propicia para mostrármelas. Esa mujer conoce sin duda esta impaciencia que me devora y se propone atormentarme haciendo que se prolongue por mucho tiempo. Crea usted, padre mío, que daría parte de mi vida por saber ciertamente esta misma noche si son ciertas las palabras de la duquesa, pues la zozobra me agita hasta el punto de privarme del sueño y tenerme en un estado semejante a la locura. ¿Será cierto lo que dice la duquesa? ¿Qué le parece a usted, padre Claudio? Yo estoy sumido en una confusión que me abruma. En ciertos momentos me siento inclinado a creer en la inocencia de Pepita; pero en otros el recuerdo de su frialdad y del despego con que nos trata a mí y a mi hija, me acomete rápidamente y entonces adquiero el convencimiento de que tiene un amante y lo busco por todas partes. Mire usted si los celos y las dudas me tienen loco, que he llegado a sospechar del mismo rey.

Y el furibundo realista, como si se sintiera súbitamente avergonzado por esta confesión, calló, al mismo tiempo que el jesuita le decía adoptando un aire paternal:

—No hace usted bien en dudar tan a tontas y a locas de su esposa, pues ésta merece más consideración de parte de su marido que no tiene ningún motivo para creerla infiel. Y si no vamos a cuentas, señor conde. ¿Qué dato medianamente serio tiene usted para dudar de Pepita? Todas sus sospechas, se basan en las pérfidas insinuaciones de una mujer que desea vengarse de pasados desdenes y que para ello agota su ingenio dándose maña en infundir sospechas; empresa fácil, tratándose de un hombre tan crédulo y susceptible como lo es usted.

Y a este tenor siguió hablando el jesuita, aguzando su ingenio para probar a Baselga cuán desacertadamente obraba al creer en las palabras de su antigua amante.

Todo cuanto iba encaminado a desfavorecer las sospechas en el ánimo del conde no parecía causar a éste gran efecto, así es que el padre Claudio prefirió halagar la tendencia a creer en su desgracia que mostraba aquél, y le pareció salir mejor del asunto terminando su discurso de este modo:

—En fin, señor conde, usted ha venido a buscarme y a consultarme sus penas y esto basta para que yo me interese en ellas y procure con toda mi alma que usted salga cuanto antes de ese estado anormal en que se encuentra. ¿Qué es lo que usted desea? ¿Saber con certeza si su mujer le es fiel? Pues solamente le ruego que en adelante no dé más oídos a las pérfidas insinuaciones de la duquesa, que yo me encargo de averiguar lo que haya de verdad en el asunto, y demasiado sabe usted que a mí me sobran medios para esta clase de negocios. Restablecer la paz en los hogares de las buenas familias cristianas es mi deber y si me ayuda la bondad de Dios, es muy posible que dentro de poco pueda decirle con entera franqueza lo que haya de verdad en el asunto, aunque confío que de todas las pesquisas, la virtud de la condesa, groseramente calumniada, saldrá pura y sin mancha.

—¡Gracias!, ¡muchas gracias! —dijo Baselga estrechando una mano al jesuita—. Eso es lo que yo deseaba de usted y ahora me siento más tranquilo; pues confío en que pronto podré saber la verdad.

Permanecieron los dos hombres por algún tiempo hablando de cosas indiferentes, tales como de la salud del rey, de la persecución de los liberales y de las disposiciones de Calomarde, y al fin Baselga se levantó comprendiendo que con su presencia estorbaba al padre Claudio en sus importantes trabajos.

—¡Qué Dios sea con usted, señor conde! —dijo el jesuita levantándose y dando su mano a besar—. Confíe en que muy pronto cumpliré sus deseos y le pagaré esta visita yendo a su propia casa a revelarle cuanto sepa.

El padre Claudio tiró del viejo cordón de una campanilla y a su cascado timbre que sonó en lejana habitación, acudió el hermano Antonio, el cual apareció en la puerta, no sin antes anunciar su llegada con fuertes pasos, como para borrar toda sospecha en el ánimo de su superior de que hubiera podido estar oyendo la conversación.

—Hermano, acompañad al señor conde.

Salieron de la estancia el militar y el lego, y volvió a sentarse el padre Claudio, quedando profundamente pensativo.

Algunos minutos después, los pasos del secretario que volvía le sacaron de su meditación.

—¿Quiere algo su reverencia? —preguntó con humildad el jesuita desde la puerta.

—Antonio —dijo el padre Claudio con voz algo fosca—. No sé por qué me temo que en el asunto que lleva entre manos la duquesa de León, nos va a traicionar tu madre.

—¿Por qué dice eso vuestra reverencia?

—La duquesa asegura que ya tiene pruebas para advertir a Baselga de su deshonra, y como ya sabes, tu madre es en este asunto el testigo de mayor fuerza.

—Esto no prueba que mi madre vaya a hacernos traición.

—¡Bah! Tú conoces perfectamente el afecto y la adhesión sin límites que ella profesa a la duquesa. Fue doncella de ésta y la tercera en todas las escandalosas aventuras que la dicha dama corrió en su juventud, y además debe estarle agradecida por la protección que tanto a ti como a ella os dispensó. Recuerda que aun no hace diez años tu madre era casi una ramera vagabunda que arrastraba por las calles de Madrid a un pillete repugnante y sarnoso hijo de padre desconocido, que eras tú, y que la señora duquesa, en un arranque de su carácter caprichoso que tan pronto la arrastra al bien como al mal, dio a tu madre los medios para que pudiera ejercer de partera y a ti te hizo ingresar en nuestra santa casa, no parando hasta lograr que yo fijara en tu persona la atención. Tu madre está profundamente agradecida, y de seguro que la menor indicación de la duquesa la recibirá como una orden. Cree que estoy grandemente arrepentido de que el secreto del parto de Pepita lo confiásemos a una mujer como tu madre.

—Reverendo padre, mi madre no hablará. Me quiere demasiado para comprometer con tal imprudencia mi porvenir dentro de la Orden.

—Que así sea es lo que yo deseo. De todos modos nada perderás en verla mañana mismo y aconsejarla que haga por creerse ella misma que la hija de los condes de Baselga nació en el mes de Abril de 1823 y no en el de Junio. Si revelara la verdad, el conde de Baselga sabría que esa niña que considera como a hija no tiene nada de su sangre.

—Mañana mismo veré a mi madre y lograré que ésta sea muda hasta para la duquesa. Entre ésta y el hijo, a mí es a quien prefiere.

—Yo veré también a primera hora a Pepita. Tiempo es ya que vuelva a sentar la cabeza y se convenza de que yo no consiento por mucho tiempo que se emancipe de la Orden. El que entra en nuestra familia y goza de los beneficios del jesuitismo, nunca puede ya recobrar su libertad. Acuérdate siempre de esto, hermano Antonio. Los lazos con que el hijo de San Ignacio se une a la Orden, sólo pueden desligarse con la pérdida de la vida.

V. LA VÍBORA Y EL LOBO

Estaba Pepita Carrillo en las primeras horas de la mañana siguiente, leyendo en aquel gabinete donde se habían desarrollado las primeras escenas de sus amores con Baselga, cuando uno de los dos negros que la servían de criados entró a anunciarle la visita del padre Claudio.

Como en aquella época la chimenea francesa era un mueble desconocido y hasta en el real Palacio se empleaban los más vulgares medios de calefacción, la condesa de Baselga se calentaba junto a un gran brasero, leyendo al mismo tiempo la vida del santo del día en un tomo del Flos Sanctoram, mientras que de vez en cuando con aire distraído, mojaba un bizcocho en una jícara de chocolate puesta sobre la inmediata mesilla y lentamente lo llevaba a su boca.

Cuando el criado iba a retirarse después de anunciar la visita, la condesa cesó de leer y con el rostro contraído por furibunda expresión, preguntó al negro:

—¿Todavía no ha vuelto?

—No, ama mía. Desde ayer por la mañana, en que desapareció, nada hemos podido averiguar sobre su paradero.

—¿Habéis avisado a la policía?

—Hace un momento he llevado la carta de la señora condesa a la comisaría, y me han dicho que harán cuanto puedan por atrapar al negro Juan.

—Ese bergante debe haberse emborrachado en alguna taberna y allí estará durmiendo la mona. Flojos serán los latigazos que va a llevarse apenas lo encuentren. Los de ayer le parecerán delicias comparados con los que le dé apenas lo traigan. Sois todos unos canallas dignos de la horca.

Y la baronesa después de desahogar de tal modo su malhumor contra el negro Pablo y el fugitivo, dio orden para que pasara adelante el jesuita e instintivamente fue a mirarse en un espejo arreglando rápidamente su peinado bastante descuidado a aquellas horas.

Puesta aún frente al espejo, vio entrar al padre Claudio que dejó su sombrero sobre una silla, y sonriente como de costumbre, fue a sentarse junto al brasero.

—¡Gracias a Dios! —dijo Pepita riendo graciosamente—, que vuestra reverencia se digna visitar esta casa.

—Mis negocios son muchos, hija mía, para que yo pueda dedicar ni una sola hora a visitar las personas a quienes quiero bien. Y por cierto que me conduelo mucho de no poder ser más asiduo en venir a esta casa, pues de lo contrario evitaría algunos males.

—¿Qué quiere decir vuestra reverencia?

El jesuita en vez de contestar miró a la puerta con cierta zozobra, y después dijo en voz baja:

—¿Está el conde en casa?

—Salió hace más de una hora. Según me han dicho los criados vinieron a buscarlo muy temprano. Sin duda le ocupan mucho los asuntos de la Guardia. Puede vuestra reverencia hablar con entera confianza.

Pepita interesada por el aspecto un tanto misterioso del jesuita, experimentaba grandes deseos de que hablara y había ido a sentarse frente a él.

—Puesto que estamos solos —dijo el padre Claudio—, hablemos con entera franqueza. Hace tiempo que nos conocemos Pepita, y por tanto, inútil es todo fingimiento.

La condesa asintió a estas palabras con movimientos afirmativos de cabeza y el padre Claudio continuó hablando:

—Vamos a ver, ¿cuánto tiempo hace que el rey no ha venido a visitarla? La hermosa quedóse algo pensativa y después dijo con un gracioso acento de indiferencia.

—Pues… la verdad: no lo recuerdo ciertamente. Creo que hace más de un mes que el señor don Fernando no se acuerda de mí, y yo, por mi parte, si he de hablar con franqueza, debo decir que me place mucho tal ausencia, pues el rey, a pesar de toda su majestad, es un hombre que cada vez me resulta más antipático.

Y Pepita al decir las últimas palabras reía como una loca sin parar mientes en la seriedad del jesuita.

Este lanzó una severa mirada a la alegre condesa y dijo con voz lenta como para que ésta le entendiera mejor:

—No son ésas las instrucciones que yo tuve a bien el dar a usted atendiendo a los intereses de la Orden. Usted debía tener al rey sujeto a su voluntad y no dejar que fuera a ponerse a los pies de otras mujeres.

—¿Pero qué he de hacer yo, reverendo padre? ¿He de ir acaso como una ramera a mendigar sus caricias y a decirle, ámame porque así le conviene al padre Claudio? No, reverendo padre; han pasado ya aquellos tiempos en que podía hacer sin deshonra cuanto la Orden me exigía; pues hoy la dignidad me impide obrar como en pasadas épocas cuando no tenía una hija, ni llevaba un nombre tan limpio y honroso cual es el de Baselga.

Pepita, al decir esto, miraba descaradamente al jesuita como retándole a que arguyera algo contra sus palabras, pero éste se limitó a mirarla con desprecio y decir en voz baja:

—¡Siempre farsante! ¡Siempre amiga de mentir!

Quedó un tanto desconcertada la condesa con estas palabras, pero rápidamente recobró su aplomo y dijo con tono compungido como de niña a quien regañan injustamente:

—¿Por qué dice usted eso, padre mío? ¿Cree usted acaso que no debo velar por el buen nombre de mi esposo? Imposible parece que sea usted quien me aconseje lo contrario.

—Lo que parece imposible —dijo el jesuita con voz algo temblona por la ira—, es que sea usted embustera hasta el punto de venir alardeando de virtud con una persona que ha tanto tiempo la conoce. ¿A qué hablarme de su hija? ¿Acaso no sé yo tan bien como usted que su padre no es Baselga, sino el señor don Fernando? ¿Y a qué decirme que no puede seguir faltando al hombre que le ha dado su mano, si yo sé perfectamente que después del rey han sido ya varios los que han sostenido con usted adúlteras relaciones? Tales excusas son inútiles, para librarse de los santos compromisos que con nosotros tiene usted contraídos.

La condesa pareció quedar anonadada por estas palabras y sólo supo disculparse con voz temblorosa:

—No es verdad padre mío. A usted le han informado mal. Mi único amante ha sido el rey.

—¡Embustera como de costumbre! ¿No recuerda usted al lindo frailecillo que yo alejé de esta casa y que compartía con usted locos placeres mezclados con actos de devoción? ¿Cree usted acaso que yo no conozco a un baronet agregado a la embajada inglesa que se llama sir Walace?

El jesuita vio que estas últimas palabras producían en la condesa un tremendo efecto y continuó diciendo con acento cada vez más severo.

—Nuestra Orden lo sabe todo y desde mi despacho tengo yo noticia exacta de cuanto hace la señora de Baselga, mujer ingrata que paga los beneficios con desaires, olvidando sin duda que los mismos que la encumbraron tienen poder para arrojarla al precipicio. Tiene usted amantes, falta a cada momento a sus deberes de esposa ¿y aún se atreve usted a hablarme de honor para eludir el cumplimiento de las dulces obligaciones que le han impuesto la Orden? ¿Dónde están aquellas promesas de eterna adhesión que usted nos hacia en otro tiempo? ¿Qué se ha hecho del agradecimiento que demostraba, cuando gracias a nuestros esfuerzos la baronesa aventurera Pepita Carrillo, se convirtió primero en poderosa manceba del rey y después en esposa del conde de Baselga?

Cada una de las palabras del jesuita, dichas lento e intencionadamente, causaban tal impresión en el ánimo de la hermosa, que ésta quedó mucho tiempo cabizbaja y pensativa, no atreviéndose a mirar de frente al airado acusador. Por fin pareció adoptar una resolución y levantando el rostro, fijó sus ojos en los del padre Claudio, diciéndole con aspereza:

—¿Qué es lo que usted desea de mí?

—Así la quiero ver a usted: franca y resuelta sin apelar a escandalosas mentiras. La Orden necesita que usted vuelva a atraer al rey para que no perdamos nuestra antigua influencia. A usted le sobran medios para ello; estoy convencido de que el rey la ama y que si la abandona momentáneamente, es sólo porque nota desvío y frialdad. Hoy don Fernando, en busca de una mujer sumisa a sus caprichos, desciende hasta los barrios más bajos y de seguro que volverá al lado de usted en cuanto sepa que no encontrará una mujer fría e indiferente que se entrega por deber y no sabe fingir pasión. ¿Está usted dispuesta a obedecer a la Orden siendo para el rey lo que era en otros tiempos?

—No —contestó resueltamente la condesa.

En el rostro del jesuita pintose una mezcla de asombro y de rabia, pero esto sólo fue momentáneamente, pues sus labios volvieron a mostrar la acostumbrada sonrisa.

—¿Dice usted que no…? ¿Y por qué?

—Porque yo amo a un hombre y he jurado con toda mi alma serle fiel y no mentir con otro la pasión que por él siento.

—De seguro que ese hombre no será su esposo.

—Es verdad. Pero el que no sea mi esposo, no impide que yo esté loca por él.

—¿Ese afortunado mortal será sin duda sir Walace?

—El mismo. Le amo hasta el punto de que yo misma me asusto ante la inmensidad de mi pasión.

—¡Hermosa frase! —dijo irónicamente el jesuita—. Sin duda usted decía lo mismo hace pocos meses y también se asustaba ante la inmensidad del amor que profesaba al frailecito.

Pepita acogió estas palabras con una graciosa sonrisa, y en tono de broma contestó:

—Tal vez. Debo confesar que al hombre que nombra vuestra reverencia, también lo amé mucho.

—Lo mismo dirá usted dentro de poco de ese inglés a quien tanto cariño profesa y que no tardará en ser sustituido.

—Todo puede ser. Conozco bien mi carácter, y sé que mis pensamientos son tan mudables, que ni yo misma mando en ellos.

El padre Claudio, a pesar de su sangre fría, mostróse un tanto asombrado ante la cínica franqueza de Pepita.

—Acabemos pronto, hija mía —dijo adoptando aquel tonillo dulce, insinuante y familiar que guardaba para las grandes ocasiones—. ¿Cuándo le digo al rey que lo espera impaciente y que piensa en él a todas horas? ¿Cuándo quiere recibirle?

—Nunca —contestó Pepita haciendo un mohín de desprecio—. El tal don Fernando es un ente repugnante, y por añadidura algo viejo. Yo estoy ya en los treinta, y a mi edad sólo se siente simpatía por la juventud hermosa y robusta.

—¡Franca confesión de prostituta! —murmuró el padre Claudio.

El jesuita quedóse perplejo como buscando el medio mejor para vencer a la terca condesa, que contestaba a todas sus indicaciones con cinismos, y sonriendo cada vez más placenteramente, la preguntó:

—¿Cree usted que su marido cuando se enfada es terrible?

—Ya lo creo, mi marido…

—Dígalo usted con franqueza. El señor conde es un bruto.

—Eso es. Le conoce usted muy bien.

—Él la ama a usted cada vez con pasión más fogosa.

—Así es, y debo confesar a vuestra reverencia que me incomoda con sus caricias. Es un infeliz digno de que se le quiera, yo soy la primera en reconocerlo, pero tiene la desgracia de estar unido a una mujer loca como yo lo soy y a quien gustan todos los hombres menos el legítimo. Sus caricias me causan náuseas, y hay momentos en que me aburre, hasta el punto en que me dan tentaciones de revelárselo todo y gritarle: «¡Márchate animal! En otro tiempo creí que te amaba, pero hoy estoy convencida de que puedo querer a todos, menos a ti… y al rey». Cada vez que le veo acariciar mi hija, me escarabajea en la lengua el deseo de decirle que es tan hija suya como del Gran Turco, sólo por el placer de ver la cara de idiota que pondría.

—Muy bien, hija mía. ¿Y qué le parece a usted que haría el conde si se convenciera de que su mujer le engaña? ¿Hasta dónde llegaría su cólera cuando supiera que sus compañeros se burlan a sus espaldas y le tienen por un marido digno de lástima?

La condesa se estremeció, y por su rostro extendióse momentáneamente palidez, mientras que el jesuita cada vez más sonriente, decía con acento melifluo:

—¿Cómo le parece a la señora condesa que su marido procederá cuando lo sepa todo? ¿Dando de puñaladas como los protagonistas de las comedias, o estrangulando como un gañán?

Pepita era cobarde y además impresionable a causa de su temperamento nervioso. Las palabras del padre Claudio, dichas con una calma que aterraba, lograba desvanecer su afectada serenidad, y su imaginación reproducía con exactitud las amenazas que el jesuita apenas si indicaba. La condesa se vio ya lívida y estrangulada, con el rostro golpeado y la amoratada lengua asomando en los dientes, o tendida sobre un charco de sangre y destrozado el pecho a puñaladas, teniendo al lado como imagen de la venganza al iracundo Baselga, poseído de un furor gigantesco.

Estos fantasmas que pasaron rápidamente por su imaginación le produjeron un terror que el jesuita adivinaba mientras permanecía silencioso y lento, deseando prolongar la agitación de la rebelde adepta.

Esta no tardó en ir recobrando su serenidad, y deseosa de tranquilizarse a sí misma, dijo al jesuita con tono triunfante:

—Afortunadamente. No hay pruebas que demuestren a mi esposo cual es mi conducta.

—Las hay, Pepita, y la persona que las posee tiene interés en mostrárselas al conde.

—¿No será usted esta persona?

—No; pero algún ascendiente tengo sobre ella y puedo hacer o evitar que el conde sepa toda la verdad.

Sonrió la condesa al oír estas palabras, y el jesuita adivinó que aquella mujer experta dudaba de la veracidad de sus amenazas.

—¿Cree usted que lo que digo es una mentira inventada por mi para lograr mi objeto?

—Todo pudiera ser; ya sabe vuestra reverencia que nos conocemos hace tiempo.

—Pues bien, hagamos la prueba, si a usted le parece bien. Niéguese usted a obedecer mis indicaciones, que yo permaneceré inactivo, dejando que la persona que posee las pruebas las entregue al conde, y antes de veinticuatro horas tal vez éste se convencerá de hasta dónde llega su deshonra.

Dijo esto el padre Claudio con tanta firmeza, que Pepita se persuadió de que sus amenazas eran ciertas, y reflexionó largo rato sobre la resolución que le convenía adoptar.

Estaba Pepita demasiado ligada a la tenebrosa Orden y había tomado gran parte en sus tramas para dudar del poder de los jesuitas. El padre Claudio era la cabeza visible de la Orden, y desobedecerle era lo mismo que ponerse en pugna con la institución más poderosa de su época, que sabría vengarse de un modo tan oculto como seguro.

La hermosa condesa tembló ante la perspectiva de crearse tan tremendos enemigos, y de tal modo perdió la serenidad, que mirando al impasible padre Claudio con aire propio de quien pide compasión, le dijo humildemente:

—Estoy dispuesta a cumplir las órdenes de vuestra reverencia.

—Así la quiero ver, hija mía. Permanezca usted siempre fiel a nuestro glorioso instituto, y no dude que Dios y nosotros nos encargaremos de darla toda clase de felicidades. ¿Está usted dispuesta a recibir al rey?

—Le recibiré cuando quiera vuestra reverencia.

—Bueno. Ya avisaré oportunamente a la señora condesa. Por de pronto anuncio a usted que he de poder poco o el conde no sabrá nada de los deslices de su esposa.

Pepita inclinó la cabeza y ocultándola entre sus manos, comenzó a llorar. El padre Claudio la contempló con la indiferencia del que esta acostumbrado a tal clase de arranques, y únicamente preguntó al poco rato por pura cortesía.

—¿Qué le ocurre a usted, Pepita?

—Soy muy desgraciada, padre mío.

—¡Desgraciada!… Todos lo somos en este mundo; pero usted es de las que menos derecho tienen a quejarse, pues las felicidades de la tierra le sonríen y alcanza honores que otras le envidian.

—¡Vaya un honor! ¡Ser la querida de un rey, gotoso, feo y de carácter antipático! ¡Ay, Jesús mío!… ¡Soy muy desgraciada!… ¡Y pensar que yo he nacido para amar a un hombre que nunca se fija en mí!…

Y al decir esto, Pepita levantó la hermosa cabeza, que bañada por las lágrimas, resultaba más interesante, y con sus ojazos empañados por el llanto, lanzó una diabólica mirada al bello jesuita.

No se necesitaba ser tan sagaz como el padre Claudio para comprender la significación de aquello. Además, no era la primera vez que la hermosa condesa pretendía inflamar con tan claras indirectas al almibarado padre.

La esclava del jesuita quería convertirse en dominante señora, y para ello pretendía encender en él una pasión. Apoderándose de la parte de hombre que encerraba aquel negro hábito, podía dominar la parte de autómata teocrático que ocultaba.

Pero el jesuita comprendía la importancia de las amorosas demostraciones, sabía que aquello no significaba más que el deseo de arrojarse en brazos de un hombre joven que era dueño de su voluntad para librarse de las caricias de un ser que le repugnaba a pesar de su condición regia, y como esto no convenía a los planes del padre Claudio, de aquí que éste para librarse de la tentación que le ofrecía aquel cuerpo hermoso, al par que exuberante de robustez y vida, se apresurase a desaparecer.

Púsose en pie, tomó el sombrero y se despidió de Pepita, diciéndole con tonillo jovial, aunque algo autoritario:

—Conque quedamos en que usted será obediente y buena hija de nuestra Orden. ¡Buenos días!, y que el Sagrado Corazón le guarde.

Salió el jesuita rápidamente de la habitación, y Pepita, secándose las lágrimas con dos rudos estregones, fijó su centelleante mirada en la puerta, y dijo con voz colérica:

—¡Imbécil! Huye como el casto José de una mujer hermosa. No quiere comprometerse por miedo a que dominen su voluntad. ¡Monstruo! Sin duda en los novicios de la Orden encontrará consuelo para sus pasiones.

VI. FIAT LUX

A las ocho de la mañana el conde de Baselga andaba con paso indeciso por las calles de la coronada villa.

Si las gentes de poca monta que a aquellas horas iban a sus quehaceres a paso apresurado y soplándose las manos para ahuyentar el frío, se hubieran fijado en el marcial comandante de caballería de la Guardia, les habría llamado indudablemente la atención el desorden con que llevaba el uniforme y la nerviosidad que se marcaba en su rostro pálido y cejijunto.

A aquellas horas otros militares se dirigían al regio Palacio o a los cuarteles para cumplir sus deberes, erguidos y sonrientes, y a su lado el conde ofrecía el aspecto de un hombre que ha pasado la noche en tormentosa orgía y que se retira a su domicilio ebrio y luchando con el alcohol y el cansancio que entorpecen todos sus miembros.

Pero Baselga, en vez de dirigirse a su casa, se alejaba de ella, y no iba ebrio, sino dominado por una indecisión que le hacia sufrir cruelmente, obligándole a vagar por las calles.

La noche anterior había salido del despacho del padre Claudio dispuesto a no ocuparse más del asunto de su esposa, dejando a cargo del jesuita el averiguar lo que hubiese de verdad en las pérfidas insinuaciones de la duquesa de León. Pero ¿quién es capaz de cortar el curso de los celos una vez se apoderan éstos del corazón del hombre?

Baselga, como de costumbre, no pudo dormir en toda la noche. La posibilidad de que su esposa le engañase y que él fuese objeto de oculta mofa entre las gentes de Palacio y sus compañeros de armas, le producía tan extremada excitación, que en algunos momentos creía volverse loco.

Toda la noche la pasó de claro en claro, y cuando poco después de amanecer un criado le entregó una carta que acababa de dejar en el patio un mandadero público, sin saber por qué se apresuró a levantarse de la cama y a leerla.

Bien recordaba Baselga el contenido del papel que ahora estrujaba furiosamente en lo más hondo de un bolsillo.

Iba sin firma; pero el conde conocía de antiguo aquellas letras enrevesadas agrupadas con arreglo a una ortografía fantástica que tenía para su uso la duquesa de León.

«Tengo ya las pruebas. Ven cuando quieras que desde este momento te aguardo. Marido infeliz, tarda cuanto quieras en convencerte».

¡Ira de Dios! Una carta así era para encender la sangre de cualquier cristiano o moro, y más si era tan ardiente y pronta a entrar en ebullición como la del enérgico Baselga.

Con la rapidez de una exhalación se vistió éste y se arrojó a la calle, marchando en línea recta hacia el caserón solariego de la duquesa que estaba en los alrededores de Palacio; pero cuando se encontraba ya muy cerca de él, retrocedió, pues como todos los que se ven próximos a la desgracia tuvo miedo de llegar y saber toda la verdad.

Ocurre siempre al que está próximo a convencerse de algo que le produce inmenso dolor, que semejante al náufrago que al hundirse para siempre en el abismo busca instintivamente algo sólido a que asirse, en el convencimiento de su desgracia apela a la duda y antes de recibir el golpe procura retardarlo, consolándose con la posibilidad de que no resulte cierto el mal que le amaga.

Esto mismo sucedía a Baselga. El día anterior y aún momentos antes de salir de su casa, sentía una impaciencia sin límites por convencerse de su deshonra y el no conocer ésta con certeza le producía inmenso desasosiego; pero ahora que podía ver y tocar su deshonra, ahora que una mujer celosa y desdeñada se ofrecía a mostrarle su desgracia y con toda claridad, sentía miedo de seguir adelante y hubiera dado diez años de su vida o su caballo favorito y hasta se hubiera hecho liberal únicamente porque el padre Claudio le saliera al paso gritándole: —No sigas, hijo mío. No es necesario que vayas a visitar a la duquesa de León. Todo lo he averiguado y tu mujer es inocente.

Él se hubiera convencido o no. Lo más regular es que al día siguiente hubiera vuelto a sus antiguos celos, a sospechar más tenazmente de su esposa y a desear las pruebas de su deshonra; pero al menos por el momento se habría librado del terrible trance de saber la verdad, experimentando un bienestar semejante al que producen ciertos medicamentos que calman momentáneamente los sufrimientos aunque inflamando más las heridas.

Esto parece absurdo; pero es perfectamente humano.

Baselga seguro ya de convencerse de la culpabilidad de su esposa, por extraña observación quería forjarse la esperanza de que ésta resultase inocente, así como el día anterior cuando aún era problemática su infidelidad se empeñaba en tenerla por culpable.

Buscaba afanosamente en su imaginación todas las probabilidades que racionalmente podían aceptarse para creer a Pepita inocente y casi se inclinaba a tenerla por un dechado de virtud y fidelidad. Porque… vamos a ver: ¿no podía ser muy bien que aquella duquesa a quien él conocía perfectamente y que era una dama alegre, poco escrupulosa y tan amiga de amoríos como de intrigas, furiosa de que su antiguo amante la abandonase, hubiese forjado una calumnia con visos de verdad para vengarse de él y perder a una mujer más hermosa y más joven que ella? Esto también podía ser y era probable que se pretendiera exagerar cualquier ligereza insignificante, propia del vivo carácter de Pepita para hacer ver lo que no existía.

Pero apenas la imaginación de Baselga formulaba tales optimismos, la duda le mordía cruelmente y tal era la fuerza con que la sospecha se apoderaba de él, que hasta le parecía que algunos transeúntes le miraban con ojos compasivos como adivinando su desgracia.

El recuerdo de la noche en que sorprendió al rey en íntima conversación con Pepita, el desvío que ésta le mostraba desde poco después de casarse y algunas palabras sin importancia que muchas veces se escapaban en su conversación, pero que ahora eran apreciadas por su instinto celoso como claros indicios de culpabilidad, pasaron rápidamente por la imaginación de Baselga y acabaron de convencerle de que su esposa había atentado contra su honor y se había burlado de él, haciéndolo su marido para ocultar mejor sus devaneos.

Pensando en esto último, la susceptibilidad de Baselga, ya de suyo irritable, se excitó hasta un límite inconcebible, y semejante al desesperado que tiene prisa en acabar su existencia, murmuró sombríamente:

—¡Lo que haya de ser, que sea pronto! ¡No tardes en convencerte de tu deshonra!

Emprendió Baselga apresuradamente la marcha hacia el palacio de la duquesa, y al atravesar el anchuroso patio, recibió un respetuoso saludo del portero, que cesó de barrer y siguió con ojos asombrados la ascensión del señor conde por la vetusta y anchurosa escalera, no pudiendo explicarse cómo el antiguo amante de su señora, de quien ésta hablaba pestes delante de los criados, volvía a la casa tan inesperadamente y a tales horas.

Cuando Baselga entró en las antesalas de la duquesa, a pesar de su preocupación, detúvose algo sorprendido al ver sentado en un banco, con rostro macilento y ojos hinchados, a un sujeto a quien él conocía mucho.

Era el negro Pablo, el mismo que Pepita hacía buscar en aquellos instantes por la policía.

Tenía todo el aspecto de un hombre que ha estado ebrio por mucho tiempo y que todavía lucha con la postrera y abrumadora influencia del alcohol.

Al otro extremo de la antecámara, y como evitando todo contacto con el embriagado negro, estaba una mujer vestida con limpia pobreza, pero en cuyo rostro demacrado leíase una larga serie de padecimientos.

La sorpresa de Baselga al encontrar el negro, fue más grande que la que éste experimentó al verse ante su antiguo amo.

Apoyándose sobre los pies vacilantes e inseguros, irguió el negro su gigantesco cuerpo, y con estropajosa lengua comenzó a murmurar algunas excusas que ni él mismo pudo entender.

Baselga, dominado como estaba por un loco furor, necesitaba descargarlo contra alguien; así es que aprovechó la ocasión que le deparaba la presencia del negro, y levantó la mano para golpearle; pero en el mismo instante y cuando la mujer se levantaba ya asustada, como buscando por dónde huir, abrióse una puerta inmediata y asomó un colosal peinado a la moda y después un rostro que en otro tiempo habría sido hermoso, pero que ahora, para presentarse, necesitaba una gruesa máscara de colorete.

—¡Ah! ¡Estás ahí! Entra, conde; tenemos mucho que hablar.

VII EL JESUITA PIERDE LA PARTIDA

Estaba el padre Claudio de vuelta de casa de los condes de Baselga, sentado a la gran mesa de su despacho y manejando un sinnúmero de papelotes con una atención posible únicamente en un hombre como él, para quien la vida sólo era un eterno y enrevesado negocio.

Cuando su reverencia papeleaba, ya se sabía en la casa que quedaba como aislado del mundo, y el portero o cualquiera de los novicios escogidos que servían en la casa en calidad de ayudantes, se guardaban muy bien de entrar a estorbarle, aunque fuera para darle un recado del Papa o del mismo general de la Compañía, que es como si dijéramos del vicepresidente del cielo.

El hermano Antonio, era el único que, por ser como el cúter ego de su reverencia, tenía el privilegio de entrar en el despacho estando el padre ocupado, aunque con la condición de no hacer ruido ni dirigirle pregunta alguna.

Justamente aquella mañana el socius del padre Claudio faltó a la consigna escandalosamente, pues entró en el despacho sin recatarse de hacer ruido y arrojando furiosamente su sombrero de tela sobre una silla, fue audazmente a colocarse junto a la mesa donde respirando jadeante comenzó a limpiarse con un sucio pañuelo de hierbas, el sudor que a pesar de la fría estación, corría por sus mejillas más arreboladas que de costumbre.

El padre Claudio al notar la sombra que sobre los papeles proyectaba el cuerpo del recién llegado, levantó rápidamente la cabeza y con las cejas fruncidas y gesto avinagrado, dijo al irreverente secretario:

—¿Qué hay? ¿Por qué entras de un modo tan irrespetuoso?

El hermano Antonio fue a hablar y tantas cosas parecía querer decir de una vez, que no sabía por dónde iniciar su discurso; pero al fin exclamó con voz trémula:

—Reverendo padre, todo se ha perdido.

—¿Qué se ha perdido?

—El asunto de la condesa de Baselga.

El jesuita irguió su cuerpo nerviosamente al oír esto. La zozobra que le era cosa casi desconocida se pintó en su rostro y dijo lanzando al secretario una mirada terrible.

—¿Has visto a tu madre como te encargué?

—De ello vengo y he podido saber que la duquesa de León nos ha ganado la mano y que el conde de Baselga lo sabe ya todo.

El padre Claudio quedóse por algunos instantes fatalmente impresionado por tal noticia, pero no tardó en recobrar su serenidad y dijo al azorado Antonio:

—Calma, hermano. Te desconozco al verte tan impresionado por una mala noticia. Recobra la calma y dime clara y brevemente el resultado de tu comisión.

—Cuando fui a casa de mi madre, ésta había salido ya hacía más de dos horas, según me dijeron unas vecinas. Por los informes de éstas comprendí que había ido a casa de la duquesa de León y allí me dirigí apresuradamente. A la misma puerta la encontré cuando ella salía y juzgue vuestra reverencia cuál sería mi sorpresa y mi irritación, al ver que comenzaba a llorar apenas le indiqué la necesidad de que no dijera una palabra de lo mucho que sabía sobre el parto de la condesa de Baselga. Entre lágrimas y suspiros me contó la escena que había ocurrido momentos antes en las habitaciones de la duquesa y yo quedé tan irritado como sorprendido de la habilidad y paciencia con que esta mujer sabe preparar sus venganzas. Figúrese vuestra paternidad que para convencer al conde de las infidelidades de su mujer, no sólo se ha valido de mi madre (de la que ahora me convenzo que puede disponer a su antojo), sino que durante mucho tiempo por medio de su mayordomo ha estado conquistando a uno de los dos negros que doña Pepita trajo de Méjico, incorregible borrachín que por dinero y por convites ha consentido en huir de su casa para ir a la de la duquesa y allí servir de testigo a las afirmaciones de ésta. El conde ha ido hace pocas horas a casa de la duquesa…

—¿El conde?… —interrumpió con extrañeza el jesuita.

—Sí, reverendo padre. El conde ha acudido obedeciendo un aviso que le envió la duquesa de buena mañana.

—¡Parece imposible! —murmuró el padre Claudio—. ¡Y yo que creía ser dueño de su voluntad!

—Los celos, reverendo padre, cambian mucho a los hombres. Él le prometió a usted anoche permanecer impasible dejando a vuestra reverencia el encargo de averiguar la conducta de su esposa; pero han sobrevenido las pérfidas insinuaciones de la duquesa y ésta ha podido más que los consejos del director espiritual.

—Continúa, hermano Antonio.

—La duquesa con gran abundancia de detalles ha relatado a Baselga todas las aventuras de su esposa, y para evitar toda duda ha empleado como testigos a mi madre y al negro. El conde ha sabido que doña Pepita era la querida del rey antes de casarse y que después ha seguido siéndolo, y la duquesa no ha querido tampoco que ignorara las relaciones con el frailecito y con el baronet de la embajada inglesa. La paternidad de la niña tampoco ha quedado en el misterio y ésta es la más cruel puñalada que ha sufrido el conde, pues hay que confesar que amaba a la niña con delirio. Para demostrar que ésta es hija del rey y que nació dos meses después de lo que Baselga creía, la duquesa se valió de mi madre que declaró el día y la hora en que asistió a doña Pepita en el parto, diciendo que si la partida de bautismo aparecía escrita en abril o sea dos meses antes, era por obra de la influencia de la condesa que compró al cura de la parroquia. Ha sido una suerte que ni mi madre ni la duquesa, que son dos imprudentes, hayan mezclado para nada el nombre de nuestra Orden en las revelaciones, ni hayan dicho que fue vuestra reverencia quien arregló todo lo referente al bautizo. En cuanto a las actuales relaciones con sir Walace, el negrazo se ha encargado de decir la verdad. Primero tuvo cierto reparo de hablar ante su amo, al que teme con razón; pero esa duquesa de tal modo se ha apoderado de su ánimo, que al fin le hizo hablar, y el muy villano, deseoso de vengarse de su antigua ama que, como a todos los criados, lo trataba a latigazos, ha contado con todos sus pelos y señales, cómo siempre que el conde estaba de guardia o de servicio en Palacio, entraba en la casa el arrogante baronet y hasta le ha entregado una carta lacónica, pero comprometedora,

que la condesa le había dado para que la llevase a la embajada inglesa.

—¿Y el conde? —preguntó con encubierta ansiedad el padre Claudio—. ¿No sabes lo que hizo el conde al convencerse de su deshonra?

—Mi madre, cuando habló conmigo, estaba todavía asustada por la terrible explosión de cólera de Baselga. Cuando el conde se convenció de que su esposa le hacía traición, salió casi corriendo de casa de la duquesa murmurando maldiciones y amenazas con todo el aspecto de un loco.

—¡Esto es grave! —murmuró el padre Claudio, y presa de nerviosa agitación levantose del asiento y comenzó a pasear con aire meditabundo.

—¿Cuánto tiempo hace —preguntó al hermano Antonio—, que el conde salió de casa de la duquesa?

—No lo sé ciertamente; pero calculo que pronto hará una hora.

—No hay tiempo que perder. ¿Está enganchado el coche?

—Sí, reverendo padre. Es ya la hora en que vuestra reverencia acostumbra a ir a Palacio.

—No se trata de eso. Voy inmediatamente a casa de Pepita. El conde es un bárbaro, como ya te dije, capaz de toda clase de violencias cuando se encuentra furioso. ¿Quién sabe si a estas horas estará haciendo alguna de las suyas?

—Malos celos tiene el señor de Baselga, pero creo que no haría mal vuestra reverencia en dejar a doña Pepita completamente sola en manos de su esposo. Es una rebelde que desde que está en lo alto, desprecia a la Orden que tanto la ha favorecido y se niega a obedecerla.

—¿Quién te mete a ti a dar consejos? Pepita ha vuelto al redil y nos conviene defenderla para que siga prestándonos buenos servicios. Además en sus tormentosas explicaciones con el conde, puede ser que para sincerarse delate nuestra complicidad en sus relaciones con el rey, con lo que cesaríamos de dirigir la voluntad del conde. Es preciso que yo vaya pronto allá y el corazón de Jesús quiera que no llegue tarde.

VIII. LA CÓLERA DE BASELGA

No era operación trivial el peinado de una dama en aquella época.

En todos tiempos ha sido el tocado de las cabezas femeninas empresa dificultosa que ha necesitado mucho tiempo y no pocas meditaciones, pero en la última época del reinado de Fernando VII, la tiránica moda llevó el peinado a la más estupenda exageración en punto a complicado y gigantesco.

Pepita estaba ante el espejo de su gabinete ocupada en arreglar sus cabellos con el mayor arte posible, cuando oyó agitados pasos en la habitación vecina y poco después la puerta de la estancia, que estaba entornada, tembló al recibir un fuerte empujón, y girando rápidamente, fue a chocar contra la pared con atronadora violencia.

Volvió la bella condesa su cabeza asustada por tal estrépito y vio parado en medio de la puerta al gigantesco Baselga que tenía un aspecto poco tranquilizador.

Pepita estaba tan acostumbrada a tratar despreciativamente a su esposo y tan grande era su convencimiento del dominio que ejercía sobre su voluntad, que no se inmutó al notar la expresión horrible de aquel rostro ceñudo en el cual destacábanse horriblemente los ojos centelleantes, sanguinolentos y que parecían próximos a salirse de sus órbitas.

Hizo la hermosa un mohín que lo mismo podía expresar sorpresa que desprecio, volviendo a mirarse en el espejo, dijo con su tono meloso e indolente:

—Pero hijo mio, ¿qué te sucede para que tan descortesmente penetres en el gabinete de tu mujer? Las costumbres del cuartel te roban tu antigua buena crianza, y será preciso que tu esposa te eduque como si fueras un niño.

El conde pareció no oír estas palabras. Tal seducción ejercía aquella mujer sobre su ánimo que, a pesar de la indignación que le dominaba y de los terribles proyectos de venganza que se había forjado desde casa de la duquesa a la suya, se detuvo como asombrado cual si por primera vez viera a su esposa y quedara subyugado por el incentivo de sus gracias.

Baselga, a pesar de su carácter enérgico, por no decir brutal, carecía de una voluntad firmísima y la indecisión se apoderaba continuamente de su ánimo.

Algunos momentos antes pensaba en asombrosas venganzas y se sentía con ímpetu para exterminar no ya a Pepita, sino a todo el género humano; pero desde el momento que contempló a su esposa, sintióse de nuevo víctima de aquel predominio que esta sabía ejercer sobre su carácter y permaneció un buen rato como atontado, mientras que la hermosa mejicana seguía peinándose tranquilamente.

La calma de su esposa y el desdén que ésta manifestaba, sacaron a Baselga de su contemplación de idiota y avanzando al centro del gabinete, dejóse caer sobre un diván, diciendo con voz cavernosa:

—Pepita; tenemos mucho que hablar. Siéntate aquí y mirémonos frente a frente.

—Habla cuanto quieras —contestó la hermosa con su tonillo indolente—, habla que ya te oigo y no es necesario que deje de peinarme para escucharte.

Baselga se incorporó y con la mirada centelleante y la misma actitud que si estuviera mandando su escuadrón, gritó imperativamente a su esposa:

—¡A sentarse… y pronto! Yo lo mando.

Volvió su cabeza la mujer con aire de asombro al ver que el antiguo esclavo se rebelaba, demostrando tener voluntad; pero fue para ella tan extraña la expresión que vio en su rostro, que obedeciendo a un impulso de conservación, abandonó su peinado y fue a sentarse en el extremo del diván que le indicaba Baselga.

—Ahora —dijo éste con terrible calma—, que los dos nos encontramos frente a frente, vamos a repasar nuestra pasada vida para que yo me convenza mejor de que he sido un imbécil y usted señora una tremenda…

Y Baselga dio a su esposa un calificativo tan justo como duro cuya crudeza disculpaba su inmensa indignación.

Pepita estaba asombrada y no sabía dónde aquello iría a parar; pero como sobre su conciencia pesaban motivos suficientes para tener miedo a su esposo y como éste se mostraba por primera vez con voluntad propia y en toda la plenitud de su carácter feroz, de aquí que la alegre condesita, a pesar de su despreocupación y su descoco comenzara a perder la serenidad

—Señora: lo sé todo. No son ya un misterio para mi los deshonrosos amoríos que usted ha sostenido antes y después de nuestro casamiento y aún los que hoy tiene con cierto individuo de la embajada inglesa al que muy pronto ajustaré las cuentas.

La condesa, a pesar del imperio que tenía sobre sí misma no pudo menos de estremecerse, detalle que no pasó desapercibido para Baselga.

—Hace usted bien en temblar. A un hombre como yo no se le engaña impunemente, pues antes quiero morir o matar que ser objeto de burla para nadie.

—Te han engañado, Fernando mío —dijo Pepita con tono zalamero—. Todo eso que dices de amantes y de deshonra son tremendas mentiras, que sin duda te han imbuido personas que desean mi perdición.

—¿Me han engañado, infame? ¿Vas a llevar tu cinismo hasta el punto de negar lo que he visto casi por mis propios ojos? Bien sabes tú que mientes. Para demostrarme lo contrario, sería necesario que me convencieses de que no existe un baronet, llamado sir Walace, agregado a la embajada inglesa y de que es falsa esta carta escrita de tu letra y en la cual le das una cita para esta misma noche en que he de entrar de guardia en Palacio.

Y al decir esto, Baselga arrojó en el regazo de su esposa el papel que poco antes le había entregado el negro en casa de la duquesa.

Pepita no lo miró. ¡Para qué! Demasiado lo conocía ella, y estaba convencida desde el primer instante de aquella escena de que su esposo lo sabía todo.

—¿No contestas? Atrévete ahora, infame, a negar que no eres la querida de Walace, así como también de la persona a quien hasta hace poco respetaba tanto como Dios, y que ahora no sé si mirar con desvío o con odio. ¡Ah, mujer miserable! ¡Ah, infame ramera! ¡Cómo te habrás reído con el rey, con ese inglés, y aun con cierto joven fraile, de la mansedumbre de tu ignorante esposo! ¡Ira de Dios! ¡Qué de burlas habréis dirigido contra el imbécil marido que tan ciego estaba!

El conde, diciendo esto, se había levantado y se paseaba como una fiera enjaulada por el reducido gabinete. Sus mejillas, a fuerza de palidecer, tomaban un tinte cadavérico, y en cambio sus ojos estaban inflamados y ribeteados de rojo cual si fuesen de cristal y transparentasen dos grandes coágulos de sangre.

Recordando el infeliz Baselga su deshonra, e imaginándose el ridículo papel que por tanto tiempo había desempeñado, él, que dos años antes se batía por una mala mirada, indignóse hasta el punto de parecer un loco; sus dientes rechinaron, una oleada de densa sombra pasó rápidamente ante su vista, y sintió una necesidad tan imperiosa de desahogar su furor, que alargó instintivamente su fuerte diestra, y al pronunciar las últimas palabras, descargó un tremendo bofetón sobre Pepita.

La fresca mejilla se amorató bajo tan fuerte golpe, la huella de la mano quedó marcada en la tersa tez, y la condesa, a pesar de ser fuerte y robusta, vaciló, llegando casi a doblarse sobre el asiento.

Pepita, llevándose las manos a la parte dolorida, púsose a llorar silenciosamente, y el conde pareció que despertaba de un horrible sueño.

Nunca Baselga se hubiese creído capaz de golpear a una mujer, al contemplar su obra, sintió tal desesperación, que casi estuvo tentado de pedir mil perdones a aquella mujer que tanto le había ofendido.

En uno de sus brutales arranques, Llevose la diestra a la boca para morderla furiosamente, como en castigo a su desacato, y siguió paseando por el gabinete, mientras que la condesa lloraba con aire resignado, sin prejuicio de pensar en su interior que una bofetada era poca cosa si con ella sola lograba salir de tan tremenda situación.

Por mucho tiempo permanecieron callados los dos esposos, y paseando el conde agitadamente, fue borrándose poco a poco de su cerebro la expresión de lástima que le había producido su propio desacato, y nuevamente los celos y la indignación excitaron su carácter violento hasta el punto de que volvió a reanudar el penoso diálogo con su esposa.

—No llore usted. Las mujeres que faltan a sus deberes deben tener el suficiente valor para sufrir las consecuencias de sus crímenes, y ya que son malvadas, que lo sean de veras sosteniendo toda la responsabilidad que sobre su conciencia se han echado.

Luego añadió, riendo sarcásticamente:

—Yo la creía a usted de más valor. Hasta hace poco estaba sometido a su voluntad, teniéndola por una mujer de gran entereza; pero ahora veo que es usted un tiranuelo sin energía, que ni aun tiene la grandiosidad de sostener sus crímenes. La creía a usted de más valor y me alegraba. Quería ver si usted, defendiendo sus crímenes, mostraba gran energía, hasta el punto de fingir un ánimo varonil, para entonces hacerme yo la ilusión de que trataba con un hombre y exterminarla, que es lo único que usted merece.

Al hablar de exterminio, Baselga se acercó a su esposa, y ésta incorporose asustada, gritando con temblorosa voz:

—Fernando mío, ¡por Dios! Perdóname; piensa que tienes una hija y que yo soy su madre.

Dudó algunos instantes Baselga entre extender sus brazos contra aquella mujer o separarse de ella, y por fin, al oír que hablaba de su hija, prorrumpió en una interminable carcajada, de sonido tan raro, que crispaba los nervios.

—¿Conque yo tengo una hija? ¿Por ella te he de respetar?

—Sí, Fernando mío; piensa en tu hija y en que yo soy su madre, y así me perdonarás. Te han engañado, han mentido para perderme… esa carta es falsa… yo no conozco a ese inglés… yo no conozco a nadie… ¿Quieres que traiga aquí a tu hija?

—No la traigas —gritó con voz tonante el conde—. La pobre criatura es inocente y no debe pagar las faltas de nadie. Si la trajeras sería capaz de estrellarla contra la pared con toda tranquilidad, pues no hay en su sangre una sola gota de la mía.

—¿Que no es tu hija? —exclamó Pepita con un asombro que le hubiera envidiado la más consumada actriz.

—Mira, Pepita; no sigas mintiendo o de lo contrario no respondo de mí. Te he dicho que lo sé todo y así es la verdad. Esa criatura no es hija mía. Ahí están para atestiguarlo la mujer que te asistió en el parto, la cual confiesa que la niña nació dos meses después de la fecha que tú me anunciaste. Tú sabrás quién es su padre, pues no se habrá borrado aún de tu memoria el recuerdo del hombre a quien te entregaste después de mi partida.

Pepita al conocer que su esposo estaba tan bien enterado, experimentó mayor turbación y sólo supo decir con la inconsciencia de un autómata.

—Mentira; todo lo que te han dicho es una falsedad. Alguien me quiere perder.

—Sí; alguien te pierde, pero es tu misma desvergüenza. Mira esa carta que aún tienes sobre las rodillas, examina bien la letra y después atrévete a negar que la has escrito tú misma para un amante que hace tiempo absorbe tus sentidos hasta el punto de olvidarte de tu esposo y de tu hija.

La condesa, no sabiendo qué contestar, apeló a la suprema razón de la mujer y volvió a llorar ocultando el rostro entre las manos.

Mucho tiempo pasó Baselga paseando por la habitación con aire meditabundo y al fin se paró ante su mujer exclamando con voz cavernosa.

—Señora; es necesario que esto concluya. Sé bien que ante los ojos de Dios, que es enemigo del pecado, tengo yo derecho a exterminar a la mujer que tan vergonzosamente ha mancillado mi honor; pero un valiente no se ensucia jamás con la sangre de un ser débil. Hace poco me sentía capaz de estrangularla entre mis manos, pero ahora me felicito de no haber adoptado tan extrema resolución que vendría a añadir nueva vergüenza a mi deshonra. Otra será mi venganza y cual corresponde a un caballero que tiene derecho a llevar alta la frente.

Dijo Baselga estas últimas palabras con tanta firmeza, que Pepita levantó asustada la cabeza y preguntó con ansiedad.

—¿Qué piensas hacer?

—Hoy mismo, señora, quedaremos separados y buscaré a ese inglés, al que usted tanto ama, para cambiar algunas balas o darnos de estocadas, pero antes iré a Palacio, pues nuestro divorcio no ha de quedar en el misterio, ni un conde de Baselga ha de abandonar a su esposa, sin que todo el mundo sepa la causa. Hablaré con la reina Amalia para que sepa la conducta de su esposo y la de una dama de su servidumbre de honor, y usted, señora, no podrá ya volver a Palacio y la alta sociedad le repudiará de su seno. Sé perfectamente que entre las gentes de Palacio hay muchas señoras que sólo de tal tienen el nombre y que proceden con sus maridos tan infamemente como usted con el suyo; pero eso no aminorará la pena que yo la destino, pues en ciertas esferas el escándalo es lo que mata y las más culpables y dignas de castigo son las que más se apresuran a abrumar con su desprecio a la compañera de pecado que no ha sabido impedir que fueran conocidas sus faltas. Soy joven; hasta hace poco era un imbécil, pero el dolor y la venganza han operado en mí una transformación y hoy veo claro cuanto me rodea, y conozco que para un carácter altanero y soberbio como el de usted, el peor castigo es verse abandonada de todos y despreciada por las mismas mujeres cuyos celos y envidias provocaba hasta hace poco. Todo Madrid sabrá que la señora baronesa de Carrillo es una prostituta sin vergüenza, una mujer infame, que su marido, el conde de Baselga, la ha abandonado por conservar limpio su honor y quiere que todo el mundo lo sepa.

Efectivamente; debía ser para Pepita muy terrible el castigo que le prometía su esposo, por cuanto temblaba y mostraba más miedo que momentos antes cuando Baselga la golpeaba.

Éste miraba fijamente a su esposa, adivinando el efecto que en ella causaban sus palabras, y para hacer mayor su tormento, añadió con cierta complacencia:

—Todo Madrid sabrá quién es usted y la escupirá en el rostro. Las altas damas de Palacio le negarán la entrada en sus casas, y cuando la encuentren en la calle si se dignan fijar en usted sus ojos, será para dirigirla miradas de desprecio; los hombres si la hablan será para decirla palabras capaces de ruborizar a la pecadora más perdida; toda persona virtuosa y de honor huirá de usted, y hasta los buenos padres de la Compañía, esos santos varones que dirigían su conciencia, se negarán en adelante a ser el sostén de una ramera con título de baronesa.

—¡No! ¡Esos no!… —exclamó Pepita involuntariamente al oír el nombre de la Orden, y fue a seguir hablando, pero de pronto palideció y bajando la cabeza sumiose en el silencio.

La condesa al ver incluido entre sus castigos el desprecio de los jesuitas, experimentó la involuntaria tentación de hablar, y hasta su lengua fue a decir que ellos eran los principales causantes de su infidelidad conyugal, pero en tal instante el recuerdo del misterioso Poder de la Orden y de lo que ésta era capaz para castigo de los imprudentes, pasó rápidamente por su imaginación y creyó prudente callar, exponiéndose a un castigo problemático como era el manifestado por su esposo para librarse del castigo de la Compañía que era más cierto.

—¿Cómo que no? —preguntó Baselga apenas su esposa dijo tales palabras—. ¿Duda usted acaso de que los jesuitas abandonaran a una esposa adúltera e infame? La Compañía de Jesús es una religión de hombres virtuosos y humildes, que sienten horrible antipatía contra el crimen y la deshonestidad, y que la abandonarán a usted apenas se convenzan de sus terribles faltas. ¿Ve usted al buen padre Claudio siempre tan atento y deferente? Pues tengo la seguridad de que apenas sepa que es usted una esposa adúltera, se llenará de santo horror, y su indignación no tendrá límites cuando yo le cuente que usted ha sido la querida del rey, logrando con sus infernales tentaciones que el monarca ungido de Dios cayese en el pecado.

Si la condesa no hubiera tenido el rostro oculto entre sus manos, tal vez se la hubiera visto sonreír sarcásticamente mientras su esposo hablaba de las virtuosas indignaciones del padre Claudio.

La rabia que sentía el violento Baselga, aquel afán de venganza brutal que no podía desahogar por miramientos de sexo, producían en el gigantesco comandante una angustia terrible, que al fin le obligó a dejarse caer sobre un sillón, donde permaneció mucho tiempo con los ojos entornados y respirando jadeante como si fuera víctima de mortal congoja.

Pepita, a pesar de que hacía tiempo miraba con indiferencia a su esposo, sentía hacia él cierta atracción desde que lo vio tan magnífico e imponente durante la terrible y brutal explosión de su rabia, y además necesitaba calmar su enojo por medio de caricias. Por esto comenzó a mirar con inquietud al conde, que parecía próximo a ser víctima de una congestión que pusiera en peligro su existencia.

Mucho rato permaneció Baselga inmóvil y como abstraído, hasta que por fin dio señales de ir serenándose, y abriendo sus ojos los fijó en su esposa con extrañeza.

—¿Aún está usted aquí? ¿Quiere usted acaso continuar mintiendo por más tiempo y engañarme con sus miserables embelesos? Salga usted inmediatamente de aquí y que no la vea durante las pocas horas que permaneceré en esta casa, de lo contrario podría caer nuevamente en la tentación de tomarme la justicia por mi mano. Diga usted a mis asistentes que preparen mi equipaje para poder salir hoy mismo de esta casa.

Con tal imperio dijo Baselga estas palabras, que la condesa se vio forzada a obedecer, y a paso lento se dirigió hacia la puerta; pero al llegar a ésta se detuvo, y adoptando una actitud resuelta, volvió al centro de la habitación.

Baselga la miró con cierto asombro.

—Yo no puedo permitir, que tú te vayas —dijo, mirando a su esposo con la misma expresión incitante que horas antes había empleado con el padre Claudio.

—¡Cómo! ¿Qué quiere decir eso?

—He dicho que no te vas y no te irás.

—¿Y quién puede impedir que yo te abandone?

—¡Yo!, o más bien dicho, mi amor.

—¡Tu amor! —exclamó Baselga con extrañeza, e inmediatamente rompió a reír con lúgubres carcajadas.

—¡Conque me amas, Pepita mía! —dijo con acento sarcástico—. No es mala la treta para abusar una vez más del marido bonachón, del bestia ridículo de quien tantas veces te has reído. Sin duda, temes las consecuencias del castigo con que te he amenazado, y te propones evitarlas intentando resucitar en mi pecho el ascendiente que hasta hace poco tuviste.

—Di lo que quieras; insúltame cuanto gustes, llámame perdida, golpéame, como a un perro, que todo esto no impedirá que te ame tanto como el primer día que nos conocimos.

Aquella mujer era una actriz tan perfecta, que su marido llegó a dudar de la falsedad de sus palabras.

Tal pasión se retrataba en sus ojos y con tanta ingenuidad hablaba, que Baselga, atropellando la lógica de los hechos y lo decisivas que eran las pruebas que tenía para considerar a Pepita como a una mujer malvada y viciosa, creyó por un momento que ésta había ido al deshonor arrastrada por su carácter caprichoso y que todavía le amaba, por lo que él se sentía dispuesto a perdonarla.

Tanto adoraba a su esposa aquel hombre tan brutal como sencillo.

Pepita, como de costumbre, adivinaba el efecto que sus pérfidas palabras producían en el ánimo del conde, y no queriendo desaprovechar tan favorable ocasión, apeló a todos sus recursos escénicos, y dijo con la entonación melancólica de una mujer que ve sus ilusiones próximas a desvanecerse:

—Yo, Fernando mío, te amo y te he amado siempre. Reconozco, si así lo quieres, que he sido traidora, que he faltado a la fe jurada; pero esto no me impide el considerar como la mayor de las desgracias verme alejada de ti, que eres mi mayor ilusión. ¿Qué ganará tu honor con que nos separemos públicamente y el mundo sepa mis faltas y tu deshonra? Quedaremos los dos solos, abandonados, como si estuviéramos en el centro de un desierto; yo seré muy desgraciada porque te amo y tú sufrirás gran pena porque me adoras, Fernando; yo así lo reconozco, a pesar de que tú haces cuanto puedes por ocultar tu pasión. El tiempo es un buen remedio para borrar de la memoria los recuerdos penosos, y no pasarán muchos meses, sin que dando al olvido el pasado, volvamos a amarnos como en más felices tiempos. ¿Qué ganas con huir de esta casa?

—Lo que tú temes —dijo el conde con expresión sarcástica—, es el escándalo y el desprecio público que caerán sobre ti apenas publique yo tu deshonra.

—No, esposo mío; lo que yo temo es verme alejada de ti. Si tal sucediera, cree que la vida sería para mí terrible carga.

Dio la condesa tal acento de sencillez a estas palabras, que Baselga se sintió ya casi desarmado. Una infame y deshonrosa conformidad comenzaba a apoderarse de su ánimo.

Los primeros impulsos de su terrible furor se habían desvanecido ya, y casi se sentía inclinado a transigir con su deshonra. Amaba a Pepita como a nadie, y comenzaba ya a pensar en lo pesada y monótona que sería para él la vida así que se viera alejado de su esposa y tuviera que mirarla en la calle como una mujer extraña y de posesión imposible.

La astuta condesa, que sabía la mágica Influencia que ejercían sus gracias corporales sobre aquel gigante, que en su corpachón encerraba los insaciables apetitos de un sátiro, apeló a las seducciones de obra para reforzar sus cariñosas palabras, y reclinándose en el diván dejó que algo más que sus lindos pies asomaran por bajo la desordenada falda, al mismo tiempo que hacía ondular su incitante pecho al impulso de una respiración agitada y angustiosa.

No tardó Baselga en fijarse en tan seductores detalles, y mientras parecía reflexionar, fijos sus ojos en los encantos de Pepita, ésta le decía con el tonillo zalamero que tanto efecto causaba en sus adoradores.

—¿Qué ganarías, hijo mío, con huir de mí? Yo comprendo que he sido muy malvada y debes castigarme. Lo deseo, lo exijo, y me consideraré feliz si extremas conmigo tu venganza hasta el punto de que quedes tranquilo y vuelvas a ser el mismo de antes. Estando junto a mí podrás desahogar tu justa rabia, tratándome como un ser odioso, mirándome con completa indiferencia. Este, Fernando mío, será mi mayor castigo, porque yo te amaba antes mucho; pero ahora te quiero hasta el delirio. Eres soberbio y sublime como un león cuando te enfadas, y te aseguro que hace un instante cuando me abofeteabas sentía tentaciones de besarte. Ninguna mujer hubiera dejado de adorarte al verte amenazante y magnífico como un dios. Pégame cuanto quieras, condéname a los mayores castigos que puedas imaginar; pero ámame, pues de lo contrario, yo misma me daré muerte.

Sólo le faltaba aquello al sencillo Baselga para que inmediatamente su terrible furor viniera al suelo como un castillo de naipes.

Quería permanecer algún tiempo afectando un odio irreconciliable; pero en su interior estaba ya resuelto a perdonar, y por esto, instintivamente y sin darse exacta cuenta, avanzó algunos pasos hacia su esposa sin poder ocultar en su rostro la impresión que sentía favorable para Pepita.

Esta, que fingiéndose distraída por su apasionamiento, se fijaba en cuanto hacía su esposo, comprendió que había ya ganado su afecto, y continuó hablando para asegurarse por completo su tranquila pasividad.

—No dudes en permanecer unido a tu esposa. Tú amas la gloria, aspiras a ser un personaje en el ejército, cosa muy justa, y nada te perjudicaría tanto en tu carrera como un escándalo que redundaría en desprestigio de las personas reales. Piensa que si permanecieras como hasta hoy cumpliendo con tus deberes y no haciendo nada que pudiera desagradar al rey, llegarías a general dentro de pocos años.

Detúvose Pepita algunos momentos como para estudiar el efecto que sus palabras causaban en el conde, y creyendo que la promesa de un porvenir glorioso en su carrera le deslumbraba, acabando de desvanecer todos sus escrúpulos, continuó:

—Además, ¿por qué has de ser tú de diferente carácter que la mayor parte de los que contigo se codean en los salones del Palacio? Tú dices que conoces bien a las gentes palaciegas; pero ni con mucho tienes formado un exacto concepto de su carácter y sus costumbres. ¿Si supieras cuántos ciegos voluntarios hay entre los cortesanos? ¿Si vieras los muchos que ven más de lo que les conviene y sin embargo callan? Es porque saben vivir y comprenden que a la sombra de un trono hay que pasar por muchas cosas para poder medrar. Imítalos tú, Fernando mío, y no te empeñes en diferenciarte de los demás a título de algunas preocupaciones que sólo alcanzan crédito entre la canalla popular. Permanece al lado de tu esposa y no te opongas a los caprichos del rey, que yo me encargo de que dentro de pocos años seas general. Nada puede costarte este pequeño sacrificio. Cuando eras soltero ¿no consentías que ese vejestorio que lleva el título de duquesa de León, atendiera a todas tus necesidades a pesar de ser esto deshonroso? Pues confórmate ahora a ser un poco complaciente y algo ciego, y piensa que, a pesar de lo que diga la gente, ser querida de un rey es un honor que no todas alcanzan. Debes pensar en que podemos encumbrarnos bajo la protección del monarca y en que muchos envidiarán tu suerte, pues quisieran tener una esposa que manejase a su gusto la voluntad del amo de España.

La condesa no pudo seguir. Había avanzado demasiado haciendo a su esposo tal proposición, y no tardó en sufrir las consecuencias.

Aquellas cínicas palabras causaron a Baselga el efecto de otros tantos latigazos.

Quedóse como asombrado por la audacia de su esposa, y pareció dudar de la realidad de lo que oía.

La vergonzosa proposición penetrando hasta lo más recóndito del corazón de Baselga, removió los restos que en él quedaban de dignidad y de honor.

El pasado surgió luminoso y terrible ante la interna vista del conde, y un intenso rubor se extendió como una oleada de fuego por sus mejillas, hasta entonces pálidas.

Baselga que rara vez se acordaba de sus antepasados y que a pesar de sus preocupaciones políticas y sociales, no se cuidaba de hacer alarde de los méritos de sus ascendientes, al escuchar tan infamantes propuestas, vio desfilar por su imaginación las figuras de sus progenitores tristes, cabizbajas y llorosas, como condoliéndose de aquella tremenda ofensa que se ofería a su descendiente.

La impresión era demasiado fuerte para un hombre tan enérgico e irascible como Baselga.

Sintió que la sangre subía en ardorosa erupción al interior de su cerebro produciéndole terribles escalofríos; sus ojos se oscurecieron distinguiendo únicamente en la densa sombra que ante ellos se extendió millares de chispas azuladas que bailoteaban con la infernal y caprichosa ligereza de los duendes en el aquelarre; los brazos avanzaron con arrollador e instintivo impulso y los crispados dedos agarraron algo carnoso, suave y tibio estrujando con bárbara complacencia, la finura de su superficie.

Era la garganta de Pepita.

Cuando ésta sintió sobre su cuello aquellas férreas tenazas movidas por feroz impulso, gritó agitada por el instinto de conservación, pero la voz clara y vibrante pugnando por salir, se extinguió antes de llegar a los labios convirtiéndose en un rugido horrible que tenía mucho del estertor de la agonía.

A pesar de la robustez del cuerpo de la condesa, Baselga oprimiéndole el cuello con salvaje complacencia la levantó hasta separar sus pies del suelo y la agitó en el espacio zarandeándola como el verdugo que en la horca se apresura a poner fin a la vida del sentenciado.

Aquella escena tenía un carácter tan horrible como repugnante.

El conjunto que formaban aquellos dos cuerpos tan terriblemente unidos, agitábase furiosamente por la habitación. La condesa en el estertor de la agonía agitábase desesperadamente queriendo librarse de la argolla de hierro que la estrangulaba, y agitando furiosamente los pies en el vacío, tan pronto golpeaba los muebles, como daba furiosas patadas en las piernas de su esposo. Éste, pugnando instintivamente por librarse de tales golpes y de los arañazos que en su rostro hacían las hermosas manos de la condesa, iba de un lado a otro de la habitación con su pesada carga sin dejar de oprimirla la garganta lanzando al mismo tiempo espantosos juramentos y rugidos con los que desahogaba la salvaje ansia de destrucción, que de él se había apoderado.

Esta extraña situación sólo duró algunos momentos. De pronto el cuerpo de Pepita se estremeció de los pies a la cabeza, un suspiro horrible que semejaba un rugido salió de sus labios, y el conde sintió al mismo tiempo algo húmedo, caliente y repugnante, que chocaba contra su rostro.

La nueva sensación le trajo a la realidad, y como si sintiera un asombro sin límites ante su propia obra, soltó el cuello de la condesa, cuyo cuerpo cayó inerte y sin vida sobre la alfombra.

En la mirada de Baselga se retrató un asombro abrumador. Llevose la mano a su rostro y la contempló llena de sangre, y al alzar la mirada asustose al verse retratado en el frontero espejo de un modo horrible. Su figura tenía la expresión siniestra de un asesino, y su rostro estaba desfigurado por una máscara de negruzca sangre que hacía brillar con más intenso fulgor sus ojos, semejantes a los de un león cuando va a despedazar la bestia ya inmolada a sus furores.

Entonces fue cuando se dio exacta cuenta de lo que había ocurrido, y cuando se convenció de que acababa de dar muerte a su esposa.

Baselga no experimentó ninguna sensación al darse cuenta de su delito.

Era tan grande el hecho, que por su misma inmensidad no cabía el arrepentirse de él inmediatamente, y cayó en un estado de estúpida inercia, contemplando con la cabeza baja y estúpida fijeza, el cadáver de Pepita, cuyos labios amoratados y henchidos de sanguinolenta espuma, daban un siniestro carácter a su rostro, que aún parecía más hermoso con la palidez de la muerte.

Baselga no pudo darse cuenta de cuánto tiempo permaneció en la imbécil contemplación. De pronto oyó sonar pasos en el corredor vecino, y levantando la cabeza, vio entrar precipitadamente en el gabinete a un sacerdote.

Era el padre Claudio.

Mucho dominio tenía el hermano jesuita sobre sus impresiones, y no eran pocas las escenas terribles que había presenciado en su vida, pero a pesar de esto, al abarcar con una rápida mirada el cuadro que ante sus ojos se ofrecía, no pudo impedir el volver atrás instintivamente.

Vio a Pepita, tendida en el suelo con las ropas en desorden, impresas en el cuello las cárdenas señales de unos dedos, y junto a ella, impasible, pero amenazante, la tremenda figura de Baselga, por cuyo rostro corría la sangre, destilando gota a gota por el extremo de sus patillas.

Aquel espectáculo tan horrible como inesperado, logró conmover al sectario de Loyola, y al mismo tiempo que se desvanecía su eterna sonrisa, su rostro tornábase pálido por primera vez en su vida.

Era que sentía miedo ante el iracundo Baselga y temía que la condesa antes de morir hubiese revelado a su esposo la gran participación que la Orden tenía en muchas de sus faltas.

IX. LA MORAL JESUÍTICA

Al día siguiente entraba el padre Claudio en su despacho, donde, como de costumbre, estaba el hermano Antonio encorvado sobre la gran mesa, ocupado en la inmensa labor que producían los informes y anotaciones secretas de la terrible Compañía.

El jefe de los jesuitas al entrar en aquella vasta pieza, que era como el templo erigido en honor del poderío de la Orden, exhaló un suspiro de satisfacción semejante al del peregrino que vuelve a su hogar después de un largo viaje.

El secretario, a pesar de su habitual impasibilidad, levantó su cabeza, y con aire de ansiosa interrogación, contempló a su superior.

—Por fin —exclamó el padre Claudio—, me veo aquí tranquilo y libre ya de tremendos compromisos. ¡Ay hermano Antonio, si supieras cuánto he tenido que trabajar por culpa de la ligera condesita a quien Dios tenga en su gloria y de la duquesa de León, con la cual cargue el diablo! Supongo que ya tendrás noticia de lo ocurrido en la casa de los condes de Baselga.

—Sí, reverendo padre. Recibí vuestro recado en el que me manifestabais el triste fin que ha tenido doña Pepita.

—¿Y qué se dice por Madrid del terrible suceso?

—Nada de particular, reverendo padre. La gente cree que la condesa ha muerto de un accidente repentino, y que su esposo está desconsolado sin que haya quien pueda inspirarle la resignación suficiente para sobrellevar la pérdida.

—Veo que no lo hemos hecho del todo mal y que he logrado evitar que el escándalo haga presa del tal suceso. Bastante me ha costado, pues a pesar de los grandes medios de que dispone la Orden, he tenido que agitarme mucho para poder conseguir el arreglo de este asunto.

—¿Y qué dice el conde, reverendo padre?

—El conde es ya uno de los nuestros, la independencia de su voluntad se ha desvanecido para siempre, y en adelante será un instrumento inconsciente de nuestra Orden, y tendrá que obedecer nuestros mandatos so pena de caer en manos de la justicia humana.

—¿Se ha ligado acaso a nuestra Orden con alguno de nuestros votos?

—Ha hecho más todavía. Ha firmado un papel con el que somete su porvenir y su honra en nuestras manos. Toma, hermano Antonio, lee este papel y guárdalo cuidadosamente en la nota referente al conde de Baselga. Con tal declaración su suerte esta en nuestras manos y podemos manejarlo como un instrumento que obedecerá ciegamente cuanto la Compañía se digna mandarle.

El padre Claudio sacando del bolsillo de su sotana un pliego cuidadosamente doblado, lo entregó a su secretario, quien leyó rápidamente lo siguiente:

Yo el abajo firmante, D. Fernando de Baselga, conde de Baselga, gentilhombre de Palacio y comandante de la guardia real de caballería, declaro con espontánea voluntad y ante la presencia de Dios que nos ha de juzgar a todos y que me castigará si miento, que he dado muerte violenta a mi esposa doña Josefa Carrillo, baronesa de Carrillo, estrangulándola en un rapto de furor. No intento disculpar mi crimen y por si algún día le place a la divina Providencia el descubrirme y castigarme, escribo la presente declaración de mi puño y letra, y la firmo confiándome a la misericordia de Dios.

Fernando de Baselga.

El hermano Antonio, así que terminó la lectura del documento fijó la vista en su superior y con acento de admiración que procuraba extremar para hacerse más grato al padre Claudio, exclamó:

—¡Cuan grande es vuestra reverencia y qué sabia y expertamente sabe procurar por los intereses de la Orden! ¿Cómo ha logrado vuestra paternidad, apoderarse de la persona del conde?

—Cuando contemplé el terrible espectáculo que se había desarrollado en casa de Baselga, pensé inmediatamente en nuestra máxima, de que es preciso sacar del mal todo el bien posible, y me propuse, ya que la suerte de Pepita no tenía remedio, el hacer todo lo posible para que no lo perdiésemos todo. ¿Qué hubiéramos ganado, con dejar al conde de Baselga completamente abandonado en tal terrible situación, permitiendo que su crimen se descubriera y que la justicia humana se ensañara con él como en un vulgar asesino? ¿Hubiera resucitado por esto Pepita? ¿Y por otra parte si el conde hubiese sido juzgado por los tribunales no nos habríamos expuesto a que siendo averiguadas las causas del crimen hubiese aparecido nuestra complicidad en los devaneos de la condesa? Por esto he creído más acertado el proteger a Baselga, no descuidando de paso el hacer de él un agente de la Compañía. Sé muy bien que al presente sus servicios no nos serán de gran utilidad, pues es casi un imbécil, pero como perro de presa no tiene precio, y el día en que la revolución vuelva a levantar la cabeza y necesitemos hombres que defiendan con valor los privilegios de la Iglesia y de nuestra Orden, el conde será un excelente combatiente lo mismo que si por la fuerza de las circunstancias tuviéramos que dar nuestro apoyo a los que ya piensan en sustituir al rey don Fernando, por el infante don Carlos.

—Efectivamente, reverendo padre, el conde es un excelente solado y de seguro que algún día tendremos que recurrir a su espada y quién sabe si con el tiempo llegará a ser el campeón armado de la Compañía de Jesús. Pero cuénteme vuestra reverencia si con ello no falto al respeto que se merece, cómo fue lo que sucedió cuando visteis al conde ante el cadáver de su esposa.

El padre Claudio que había ocupado su sillón habitual, frunció el ceño ante aquella muestra de curiosidad que deba su subordinado y que tan contraria era a las reglas de la Orden; pero sentía, a pesar de su carácter gran deseo de relatar lo que le había ocurrido, pues la enormidad de aquella tragedia inesperada había trastornado por completo su carácter y modo de ser.

—Satisfaré tu indiscreta curiosidad, aunque sólo sea por una vez. El conde estaba en un estado casi rayando al idiotismo y cuando yo ante el cadáver de su esposa le increpé lleno de santa indignación llamándole asesino, pareció no entenderme ni darse exacta cuenta de la enormidad de su crimen; pero de repente, y cuando más extremaba yo mis acusaciones salió de su ensimismamiento y llorando como un niño, el infeliz se arrojó a mis plantas pidiendo a gritos que le salvara de aquella situación terrible en que le ponía el resultado de su furor. Las consideraciones que antes he expuesto, pasaron rápidamente por mi imaginación y determiné salvarle, pero antes le exigí que para ponerse bien con Dios y pedirle perdón por su crimen escribiera este documento que te acabo de entregar.

—¿Y qué hicisteis para salvarle cuando el importante documento estuvo en vuestro poder?

—Lo primero era evitar que se supiera cómo la condesa había muerto a manos de su esposo, y yo mismo fui a buscar a uno de nuestros hermanos de hábito corto, el famoso doctor Rodríguez, a quien como tú sabes, hemos convertido merced a nuestra influencia y poder, en una eminencia científica, a pesar de su ignorancia y de que yo antes me dejaría morir que permitirle me tomara el pulso.

—¿Y qué hizo el doctor Rodríguez?

—Me obedeció como un buen hermano apenas me presenté en su casa y me siguió a la de la condesa, donde a pesar del gran imperio que sobre sus impresiones tiene y de su reconocida dureza de corazón, no pudo menos de conmoverse. Te digo que el espectáculo que ofrecía el cuerpo de la condesa tendido en medio de su gabinete, era para aterrorizar al hombre más feroz.

A pesar de esta afirmación, el padre Claudio hablaba con completa tranquilidad, y su voz meliflua no se alteraba con el recuerdo de aquella sangrienta escena.

Realmente el jesuita no tenía de qué condolerse. El negocio no había sido del todo malo. Bien era verdad que la Compañía con la muerte de Pepita había perdido uno de sus más útiles auxiliares, pero este accidente había servido para ligar más a la Orden a un Hércules que podía prestar en adelante muy buenos servicios.

El hermano Antonio tampoco se conmovía gran cosa. Aquella relación de un suceso espantoso estaba en armonía con sus malvadas aficiones, y parecía oírla con deleite y hasta con gustosa impaciencia, pues fijaba sus ojos en el rostro de su superior para adivinar las palabras. En algunos pasajes del relato revolvíase nerviosamente en su asiento y agitaba su cabeza como olfateando el espacio. Había en él mucho de la fiera que dilata su hocico al husmear en El viento las emanaciones de sangre.

El socius estaba horrible escuchando con tanto placer la descripción del repugnante aspecto que ofrecía el cadáver de la condesa y el padre Claudio contemplaba con agrado el espíritu infernal que se trasparentaba tras los ojuelos del mastín ensotanado que le servía de secretario.

—Era necesario como antes te he dicho —continuó el lindo jesuita—, hacer ver que Pepita había muerto naturalmente, y el doctor Rodríguez, una vez repuesto de su primera impresión determinó que la muerte de la condesa fuese a causa de una congestión cerebral. El tinte violáceo que la estrangulación había dejado en el hermoso rostro, daba algún fundamento a la suposición de tal enfermedad.

—¿Y el conde? ¿Qué hacía entre tanto, reverendo padre?

—Lloraba como un niño y se mostraba tan débil que casi no podía andar sin descansar a cada instante su cabeza sobre mi pecho. Cuando volví yo con el doctor Rodríguez, tuvimos que separarlo a viva fuerza del cadáver de su esposa, al que estaba abrazado como un loco dándole furiosos besos.

—¿Y de qué modo acabó vuestra paternidad por dar un carácter natural al suceso?

—Sabes que a mí, aunque humilde siervo del Señor, me sobran los medios para salir triunfante de todos los conflictos, y en el de ayer he tenido pericia suficiente para no dejar un solo cabo suelto ni despreciar el menor detalle que delatase la verdad de todo lo ocurrido. Lo primero y más urgente era el dar un aspecto de fallecimiento natural al cadáver de Pepita e inmediatamente pusimos manos a la obra el doctor y yo. Baselga nos dejaba hacer mirándonos con estúpida indiferencia y todo su empeño consistía en acercarse al cadáver, lo que nosotros procurábamos evitar.

—¿Y los criados? ¿Dónde estaban? ¿Qué decían?

El hermano Antonio hizo estas preguntas con el acento de un genio postergado que pilla a un colega en grave falta de distracción.

—Hermano secretario —dijo el superior con aire de ofendido—, eres un ignorante tan presuntuoso, que algunas veces te olvidas de tu posición miserable hasta el punto de querer elevarte al mismo nivel de tus superiores. La culpa la tengo yo que te concedo libertades que no mereces y te relato por pura condescendencia cosas que no debías saber. Porque te he dicho algunas veces que siguiendo como hasta el presente podrías algún día ocupar altos puestos en la Orden, te has engreído y abusas de mi confianza; pero ten presente que así como puedo elevarte puedo convertirte en polvo, y casi me dan tentaciones de abandonar al que se muestra como un soberbio e incorregible charlatán.

Bajó la cabeza el socius anonadado por tal reprimenda y apresuró a desvanecer con un nuevo rasgo de rastrera adulación el mal efecto que en su superior habían causado sus palabras.

—Reverendo padre, perdón, en nombre del dulcísimo Jesús, de cuanto haya podido decir en ofensa de vuestra reverencia. No soy yo quien he hablado, sino el demonio que muchas veces me impulsa a ser soberbio y olvidar mi humilde posición. Perdón padre mío, perdón que yo con toda mi alma me arrepiento de mí soberbia.

Y el secretario se puso de rodillas ante su superior, imitando la actitud de un niño que tiembla ante el castigo.

Aquello podía resultar degradante, rastrero y vergonzoso para la dignidad de un hombre, pero debía gustar mucho al padre Claudio, por cuanto de su rostro se borró la ceñuda expresión de desagrado y se dignó extender su blanca y cuidada diestra sobre la mugrienta cabeza del socius, diciéndole con su dulce voz al mismo tiempo que le bendecía:

—Levántate, hermano; yo te perdono en nombre de Dios, a quien has ofendido dudando de mi pericia. Porque por centésima vez te repito que los actos que nuestra Orden realiza responden a la inspiración del Eterno, y por lo tanto, peca el que pone en duda su eficacia, pues así como Dios no se equivoca nunca, jamás pueden equivocarse los directores de la Compañía que es la gloriosa milicia de Cristo. Tú dices que eres creyente y por esto siempre debes creer en nuestra santa institución. Así confío que será per ommia secula seculorum.

Amén —contestó el secretario con acento contrito, y levantándose del suelo, volvió a ocupar su asiento.

El padre Claudio, como si estuviera conmovido por tan edificante escena y no quisiera perder tan buena ocasión para estar algún rato en comunicación con Dios, cruzó ambas manos con expresión seráfica, y llevándolas a su boca de femenil contorno al mismo tiempo que entornaba graciosamente los ojos, quedóse en perfecto recogimiento y como abstraído en la contemplación de celestiales visiones.

El hermano Antonio no era hombre capaz de dejarse engañar por tales éxtasis y conocía que lo que se proponía el padre Claudio era desesperar con la larga oración, su impaciencia por saber todo lo ocurrido en casa la condesa.

Habituado el socius a la obediencia, esperó pacientemente que su superior terminase la oración, y cuando ésta acabó, no hizo la menor demostración de curiosidad, seguro de que de este modo el padre Claudio continuaría su relato.

El secretario conocía perfectamente a su superior, pues éste siguió diciendo:

—Lo primero que hicimos fue colocar a la condesa en su lecho. El doctor Rodríguez tiene gran práctica en el manejo de los cadáveres y aprovechando que el de la condesita estaba todavía caliente, y manejándolo sin ninguna contemplación y sin fijarse en el crujido de los huesos, cada uno de los cuales hacía palidecer a Baselga, consiguió darle el aspecto de un cuerpo que no está contraído por los horrorosos espasmos de una muerte violenta. El rostro de Pepita tornábase por instantes de un color espantoso. El color cárdeno habíase convertido en negruzco, los ojos parecían próximos a saltar de las órbitas, y la lengua asomaba rígida por entre los labios; pero Rodríguez no es manco para esta clase de trabajos, a los que más de una vez lo hemos dedicado, y con todo el cuidado de un artista fue transformando y retocando aquella espantosa fisonomía. Los ingredientes del tocador de la condesa, hábilmente usados, nos prestaron un gran servicio. La blanca pasta que en los saraos había embellecido el rostro de Pepita, sirvió en tal ocasión para cubrir las repugnantes manchas de sus mejillas; otros afeites lograron dar una palidez dulce a sus amoratados y sanguinolentos labios; cerramos sus ojos, arreglamos sus espeluznados cabellos, y cuando subimos el embozo de la cama hasta no dejar al descubierto más que una parte de la cabeza, quedamos satisfechos contemplando nuestra obra. La condesa no tenía a la vista la más leve señal de haber muerto violentamente.

El hermano Antonio creyó del caso hacer un gesto de admiración para adular a su superior, y éste siguió diciendo con expresión de hombre satisfecho:

—Entonces fue cuando llamé a los criados. Estos se hallaban en la antesala confusos y alarmados, pues ya momentos antes había yo salido para manifestarles que su señora estaba muy grave y enviar a uno de ellos a la botica con una receta que a toda prisa escribió Rodríguez y en la cual pedía los primeros medicamentos que se le ocurrieron. Cuando manifesté a toda aquella chusma que su dueña acababa de morir y les mostré su cuerpo en la cama, hubo los llantos y lamentaciones propios del caso; pero yo no les dejé mucho tiempo entregados a los arranques de mercenario dolor, pues fui enviando a cada uno a cumplir las comisiones necesarias en aquella situación. Al poco rato las campanas de la parroquia tocaban a muerto, en Palacio se sabía ya por orden mía el inesperado fallecimiento de la condesa de Baselga víctima de una congestión cerebral y teníamos ya en la casa un lujoso ataúd, un hábito y todo lo necesario para el tocado fúnebre de la difunta. Mientras todo esto se hacía por mis disposiciones, Rodríguez lavaba al conde la sangre que aún tenía en el rostro, hacía desaparecer de éste los arañazos que le había hecho Pepita y extendía la partida de defunción con todos los requisitos de legalidad.

—¿Y quién amortajó a la condesa?

—El doctor y yo. Llegaron al poco rato a la casa, gentes encargadas del fúnebre servicio, pero yo tanto a ellas como a los criados los despedí diciendo que la condesa momentos antes de espirar se habían confesado conmigo manifestándome con gran empeño que no quería que su cuerpo fuese profanado por manos mercenarias, por lo que rogaba al doctor y a mí que la vistiéramos el hábito de religiosa de la Virgen de la Merced, y la colocásemos en el ataúd.

—Admiro el talento de vuestra paternidad.

—Vestimos al cadáver el tal hábito, cubrimos su cabeza con la blanca toca y cuando la colocamos en el ataúd presentaba un aspecto tal, que el más hábil observador no hubiera adivinado la terrible tragedia que se ocultaba bajo aquella fúnebre estampa. El cuello de la toca ocultaba las manchas amoratadas que la estrangulación había dejado en la garganta, y la parte superior de la blanca Caperuza sombreando los ojos impedía fijarse en lo abultados que éstos parecían bajo los párpados. Al anochecer nuestra obra estaba concluida, y habíamos borrado en aquella casa todo vestigio del crimen.

—Y aunque os parezca demasiado audaz mi curiosidad, ¿qué hicisteis después, padre mío? ¿No había ya terminado vuestra misión?

—¡Oh, alma ignorante! ¿Y eres tú el que en ciertos momentos te atreves a darme lecciones? Imposible parece que a una penetración tan exquisita como quiere ser la tuya, se le escapen ciertos detalles. Los vestigios del crimen se habían borrado ya en la casa como te he dicho antes, pero estaban permanentes y acusadores sobre el cuerpo de la condesa. Figúrate que durante la noche se le hubiera ocurrido a cualquiera de los encargados de velar el cadáver, levantar un poco la toca, o examinar el cuerpo de la difunta. Inmediatamente se habría descubierto la terrible verdad y aunque nuestra Orden tiene medios para librarse de peligros aun más grandes, no por esto se hubiera evitado el escándalo. Reconoce pues que yo obré sabiamente al permanecer toda la noche velando el cadáver y sin perder de vista a los que me acompañaban en tan santa operación. Así se ha podido lograr que prevaleciera el benéfico engaño y que nadie se acercara al cadáver de Pepita. De seguro que tú, soberbio fatuo, hubieras olvidado tan saludable precaución.

El hermano Antonio hizo con la cabeza una señal afirmativa aunque en su interior no considerara al padre Claudio, tan listo como él mismo se creía.

Entretanto el hermoso jesuita sacando un bordado pañuelo de batista se frotaba la cara con fruición como si la frescura del trapo desvaneciese el ardor de su epidermis, y decía con voz lastimera:

—¡Si supieras cuán cansado estoy! Las agitaciones del día anterior y la contemplación del cadáver de Pepita a quien ayer mañana vi rebosando salud y vida, no me han permitido cerrar los ojos en toda la noche, y a pesar de que soy fuerte como el hierro como tú mil veces has podido apreciar, me siento quebrantado y necesito descansar inmediatamente.

—Esta madrugada —continuó el jesuita Después de una larga pausa, mi primera ocupación ha sido avistarme con el conde de Baselga. El dolor le había rendido y estaba inerte sobre un sofá de su cuarto, respirando angustiosamente. El conde debe haber pasado una noche más dolorosa aún que la mía. Como comprenderás convenía a los intereses de la Orden el que explorase nuevamente la voluntad de ese fiero, uniéndolo aún más estrechamente a nuestra santa Compañía. Te confieso que más que los peligros que pudiera proporcionarnos la inesperada muerte de Pepita, me preocupaba lo que diría ese león furioso al despertar de su delirio del día anterior, y darse cuenta de su exacta situación examinando las cosas con frialdad.

—La conversación sería larga.

—Muy larga, hermano Antonio, y te aseguro que en los primeros momentos, el conde me causó miedo. Las terribles impresiones y la dolorosa crisis que acababa de sufrir habían cambiado su carácter y sus facultades hasta el punto de que yo quedé asombrado al oírle expresarse con una energía tan culta y un acento de tan dramática indignación, que me recordó a algunos de aquellos oradores liberales que alborotaban en las Cortes durante el maldecido período constitucional.

—Eso es un milagro de Dios tratándose de un hombre tan rudo y poco ilustrado como lo es el señor conde.

—El dolor y los terribles desengaños operan algunas veces en el hombre asombrosas transformaciones.

—Realmente en el ánimo del conde debe haberse efectuado una verdadera revolución.

—Cuando yo comencé a dirigirle las primeras palabras de consuelo, Baselga pareció despertar. Cada una de mis expresiones fue desvaneciendo una parte de las nieblas que envolvían su cerebro y al fin, como el ciego que de repente ve la luz, se pintó en su rostro una expresión de asombro y de sorpresa y dio un suspiro que tenía mucho de rugido. Acababa de darse cuenta exacta de su situación. Su figura nada tuvo de tranquilizadora cuando los recuerdos fueron agolpándose en su memoria. Paseábase furiosamente por la habitación y con voz entrecortada fue dando salida a los pensamientos que en tropel acudían a su memoria. ¡Cómo recordar yo ahora lo que allí dijo aquel infeliz para desahogar su furor! Habló hasta contra el mismo Dios; y al rey a pesar de todas sus aficiones realistas, lo puso como un trapo, apurando todos los adjetivos mal sonantes que había podido recoger en las cuadras de los cuarteles. Te digo que parecía un tribuno de aquella Fontana de Oro de triste memoria.

—La verdad es que el señor conde tiene motivos sobrados para hablar mal de S. M.

—Así es; pero si hubiera podido oírle Chaperón o cualquier otro director del moderno Santo Oficio, te aseguro que Baselga, a pesar de todos sus servicios a la causa del absolutismo estaría a estas horas en la cárcel y mañana patalearía en la horca de la Plaza de la Cebada. Mira con qué calor hablaría, que hasta yo mismo me conmoví un poco. ¡Con qué acento tan lastimero declamaba contra el rey en cuya defensa había derramado su sangre y que correspondía a tan grandes servicios arrojando la deshonra sobre su cabeza! Dijo que los reyes eran todos iguales; bestias insaciables que no reparaban en deshonrar a sus más fieles vasallos turbando la paz de sus hogares, y acabó en su furor hasta por decir que ya se iba convenciendo de que los revolucionarios tenían razón, y que los franceses del 93 habían obrado muy cuerdamente cortando las cabezas de los monarcas.

—¡Eso dijo! —exclamó el secretario con afectado asombro—. No cabe duda de que el conde deliraba a impulsos del dolor. Esas palabras sólo se comprenden en un loco.

—Has acertado: el conde estaba loco y aún me afirmo más en ello cuando recuerdo que habló de lo dispuesto que estaba a dar una puñalada al rey apenas lo viese o al menos a darle de latigazos así que encontrara ocasión.

—Eso es horrible, padre Claudio.

—Vamos, hermano Antonio. Finge un asombro menos vivo y con menos afectación. A ti que estás enterado de los secretos de la Orden y sabes los medios de que ésta se vale a veces, no te cuadra el mostrarte escandalizado del mismo modo que un imbécil realista. Piensa que si algunas veces el rey don Fernando no quisiera obedecer nuestras indicaciones y se opusiera a nuestro desarrollo y esplendor, no nos vendría mal un conde de Baselga que con su acero y su furor nos librara de tan temible enemigo. Acuérdate de Juan Chatel y de Jacobo Clemente.

Esta lección dicha en tono severo, quitó al socius el deseo de seguir fingiendo dramáticos asombros y el padre Claudio continuó hablando.

—Por fin el conde pareció calmarse, aunque sin abandonar por esto sus propósitos de venganza. Yo le hablé entonces con bastante acierto de lo necesario que era la resignación y la caridad cristiana en tales casos, y él no pareció conmoverse mucho con mis palabras.

—Difícil situación, reverendo padre.

—No desespero yo por tan poco. Tenía en mi bolsillo lo necesario para hacer que el conde desistiera de su hostilidad contra el rey, así como de su propósito de desafiar a sir Walace y darle muerte.

—¿Se refiere vuestra reverencia al papel denunciador firmado por el conde?

—Eso mismo. No necesité más que apuntar el recuerdo de que yo poseía pruebas comprometedoras, para que Baselga se mostrase dispuesto a obedecerme. Además, yo ejerzo gran ascendiente sobre su ánimo, y él está profundamente agradecido por el gran interés que me he tomado en ocultar su crimen. Le pinté el peligro que corría su persona tan sólo con que fuera a desafiar al baronet de la embajada inglesa, y le convencí inmediatamente, haciéndole ver que todo el mundo se preocuparía de tal duelo, que el escándalo se encargaría de propagar que había sido motivado por las infidelidades de la condesa y que esto podría ser causa de que muchos curiosos, con sucesivas averiguaciones, llegasen a adivinar todo lo ocurrido haciendo pública la muerte violenta de la condesa.

—¿Y qué dijo el conde?

Se convenció, aunque tardando mucho; pero al fin prometió que nada intentaría contra el rey y contra el baronet.

—Según eso, seguirá formando parte de la alta servidumbre de Palacio como hasta el día.

—No. Para un carácter violento como el de Baselga, es una prueba demasiado ruda ver a todas horas al hombre a quien odia y cuya muerte desea, teniendo que doblar en su presencia la cabeza.

—¿Pues qué piensa hacer?

—Pedirá licencia a SS. MM. por conducto mío, y se retirará a su casa solariega. Allí piensa vivir entre los recuerdos de una familia a la que apenas conoció, y espera que por este medio su dolor se disipe algún tanto.

—Entonces perderemos tan apreciable instrumento.

—¿Por qué le hemos de perder? Ese brazo de hierro lo tendremos como en reserva en un rincón de Castilla, pero el día en que le necesitemos para dar un golpe en secreto o que la Iglesia se vea precisada a hacer la guerra a la maldecida libertad, bastará un simple aviso en mi nombre para que inmediatamente venga a ponerse a las órdenes de la Compañía, a la que adora. El infeliz está tan abatido por las desgracias y tan desilusionado de la vida, que considera a la Orden como una segunda madre.

—¿Y la niña? ¿Y la hija de doña Pepita y del rey?

—El conde no ha querido verla. Cuando una camarera al conducirla al salón para que contemplara por última vez el cuerpo de su madre, la pasó por frente al conde, éste volvió la cabeza, tanto por no mirarla como por ocultar en su rostro una expresión poco tranquilizadora. Me temo que Baselga sería capaz de cometer otra barbaridad si quedara alguna vez a solas con la niña. Es demasiado vivo su deseo de vengarse del rey.

—Entonces, ¿qué es lo que va a ser de la criatura?

—Por encargo de su padre la encerraré en un convento de confianza y adicto a nuestra Orden, donde se encargarán de su educación.

—Y ¿cuándo es el entierro de la condesa?

—Dentro de pocas horas. El cadáver va a ser conducido ahora mismo a la iglesia parroquial, donde se le dirá una misa con toda la solemnidad propia de una persona de tan elevada posición. No tardará mucho la tierra en ocultar para siempre en su misterioso seno el crimen de Baselga. Todo está en regla. El cura de la parroquia ha extendido el acta de defunción sin hacer preguntas impertinentes. Le ha bastado saber que el confesor de la finada y encargado de su entierro era el vicario general de la Compañía de Jesús en España, para que inmediatamente llenara todas las formalidades necesarias sin hacer la menor pregunta ni la más leve objeción. Mucho he trabajado, pero me ha servido de consuelo apreciar de cerca la gran influencia que ejerce nuestra Orden.

El padre Claudio quedó algunos momentos silencioso, en la actitud de quien piensa en lo que todavía le queda por hacer, y dijo después con acento imperioso a su secretario:

—Prepárate a tomar unas notas. Voy a ir inmediatamente a Palacio para hablar con el rey, y quiero que a la vuelta estén ya extendidas las comunicaciones que te indicaré, para poder firmarlas.

—Reverendo padre, necesitáis descanso. ¿Por qué no dejáis la visita al rey para otro día? Perdonadme la libertad que me tomo al haceros esta indicación, pero es hija del interés que siento por vuestra preciosa salud.

—Es muy urgente lo que tengo que decir al rey. Nadie se burla impunemente de nuestra Orden, y es preciso que caiga un castigo terrible sobre los miserables que han osado desobedecernos.

—Haces muy bien, reverendo padre. Castigad con mano fuerte a los que no nos sirvan; es el único medio de sostener el poderío de la Orden.

—Voy a aconsejar al rey que castigue con destierro de la corte a la intrigante duquesa de León. Esa vieja lasciva tiene la culpa de todo cuanto ha sucedido. Le diré al rey que Pepita murió de una congestión cerebral a causa de la pesadumbre que le produjo el saber que la duquesa había revelado a Baselga todas sus relaciones con el monarca.

—Reverendo padre, os felicito por la idea. La gente de Palacio adivinará de dónde viene el golpe, y así respetará más a nuestra Orden.

—Ahora, hermano Antonio, toma notas, y a ver si cuando vuelvo están ya extendidas dos comunicaciones dirigidas al brigadier Chapetón, como presidente de la comisión militar ejecutiva encargada del exterminio de revolucionarios y conspiradores.

Preparose el secretario a anotar, y el padre Claudio, con la seguridad del que dicta una cosa bien pensada, comenzó a decir:

—La primera es pidiendo a Chaperón prenda inmediatamente a un negro llamado Juan, criado de la difunta condesa de Baselga, y lo someta a proceso como complicado en una conspiración contra los sagrados derechos del rey y a favor de la Constitución de Cádiz. Encargadle que si no halla méritos para enviarlo a la horca, lo meta al menos en presidio para toda la vida. Si necesita testigos falsos que depongan contra él, que avise, que ya le enviaré yo tres criados de nuestra casa profesa.

El hermano Antonio tomó rápidamente algunas notas.

—Ya sabes quién es ese negro —le dijo el padre Claudio—. Es el que suministró a Baselga, por orden de la duquesa, la prueba más concluyente de su deshonra.

—Conviene castigarle, y además sabe demasiado sobre las interioridades de la vida de la condesa y con sus revelaciones podría dar algún indicio que con el tiempo descubriera al conde. Y ya que estamos puestos a trabajar, incluye igualmente en esa delación al otro negro que está todavía en casa de los condes. Con la próxima marcha de Baselga quedará él completamente libre, y sabe también mucho de nuestras entradas y salidas en la casa y de las relaciones que la condesa tenía con los jesuitas. Que Chaperón se encargue de los dos morenos convertidos de repente en terribles conspiradores y los envíe a la horca o a presidio.

El socius anotó aquella nueva orden de detención, sin que en su rostro se notara la menor impresión producida por tan estupendas arbitrariedades.

—Ya está, reverendo padre —dijo a su superior.

—Bueno ahora toma nota de otra comunicación que enviarás al mismo tribunal, pidiendo el procesamiento y el envío a la galera por unos cuantos años, de una partera de esta capital llamada Manuela Gómez.

Entonces el secretario no permaneció impasible, pues su rostro palideció hasta tomar un tinte amarillento y miró con asombro y con alarma a su superior.

—Escribe —dijo éste con tono imperioso—, ¿qué es lo que te detiene?

—¡Padre mío! —exclamó el socius con trémula voz—: Esa mujer es mi madre.

—Un jesuita no tiene más madre que la Orden.

—Es el ser que más ha hecho por mí en el mundo. ¡Perdón para ella, padre mío! ¡Perdón para mi madre!

—Tú lo has dicho no hace mucho rato. Hay que ser inexorable y castigar con mano ruda a todo el que estorbe y desbarate los planes de la Compañía. Esa mujer con sus revelaciones ha producido la tragedia de ayer y es preciso castigarla. Sé, pues, consecuente, y obedece.

El miserable socius causaba lástima.

Aquel canalla de sotana mugrienta, por lo regular tan repugnante y antipático, estaba transfigurado por el cariño filial. Nunca había amado gran cosa a su madre y ésta había sufrido continuos desdenes del ser criado a costa de tantos sacrificios; pero en aquel momento al verla en peligro, el instinto filial se sublevaba momentáneamente en su conciencia, borrando, aunque sólo por un instante, las criminales aficiones que le dominaban.

Con el rostro pálido, la vista extraviada y el ademán suplicante, el hermano Antonio parecía implorar la compasión de su superior que le contemplaba sonriente afectando no comprender la causa de tal situación.

Hubo un instante en que el socius pareció dispuesto a arrodillarse ante el padre Claudio, pero se detuvo al ver que éste le dirigía una mirada fría y desdeñosa.

—Hermano Antonio —dijo el jesuita con altivez y lentitud—, sois mi secretario y tenéis el deber de hacer cuanto yo os diga. Si es que no estáis dispuesto a obedecerme, libre encontraréis la puerta. Ni la Orden ni yo necesitamos de hombres ligados al mundo por fútiles preocupaciones. Veo que me he engañado y que no sois lo que yo creía.

El espíritu de maldad que encerraba el cuerpo del socius, se agitó furiosamente al contacto de tal latigazo y todo el afecto filial se desvaneció rápidamente.

La diabólica ambición resucitó en el hermano Antonio, sus ojos brillaron y agitando la cabeza como para arrojar muy lejos tristes y abrumadores pensamientos, púsose a escribir.

El padre Claudio miró por encima de los hombros de su secretario lo que éste escribía, y al ver que anotaba la orden para enviar a su madre a la cárcel, sonrió con expresión mefistofélica y dijo al mismo tiempo que golpeaba amistosamente su espalda:

—Estoy satisfecho. Tú irás muy lejos, pues eres de la pasta de los grandes hombres. Dentro de poco harás el cuarto voto y la Compañía reconocerá en ti un modelo de jesuitas.

PARTE TERCERA: EL SEÑOR AVELLANEDA

I. EL HOMBRE DE LA RUE FEROU

Todos los vecinos del barrio de San Sulpicio, el distrito levítico de París, conocían en 1842 al extranjero que habitaba en la rue Ferou, casi desde tiempo inmemorial.

Largos años de residencia en la misma calle le habían dado en el barrio el carácter de una institución, y lo mismo las porteras y las vendedoras de esquina que los cocheros de punto en la plaza de San Sulpicio y los traficantes en imágenes y objetos de culto, conocían perfectamente a monsieur l'espagnol y podían dar cuenta de todo lo que hacía de día, pues su existencia, a través del tiempo, se desarrollaba con la impasible y mecánica exactitud de un reloj.

A pesar de esto, en los primeros años, nadie sabía en el barrio a ciencia cierta el por qué de la estancia de aquel extranjero en París; pero todos presentían que aquella residencia en extraño suelo era forzosa y que algo había en su patria que se oponía a su paso y le cerraba las puertas de la frontera.

Como dice Víctor Hugo: «los volcanes arrojan piedras y las revoluciones hombres».

Aquel hombre era una piedra que las convulsiones de España habían arrojado de su seno, y que errante por el espacio fue a caer en París.

Nada más metódico que su vida.

A la una de la tarde remontaba con paso tardo, el cuerpo algo encorvado, las manos a la espalda y el aspecto meditabundo, la estrecha calle Ferou no parando hasta el jardín del Luxemburgo, en una de cuyas alamedas más solitarias tomaba asiento en un banco, y allí, arrullado por el susurro del ramaje, el piar de los pájaros, los gritos de los niños que en las inmediatas plazoletas se entregaban a sus juegos, el monótono redoble del tambor de los teatrillos mecánicos y el rumor de la gran ciudad que semejaba al cansado resuello de un lejano monstruo, se dedicaba a la lectura de periódicos o permanecía horas enteras abstraído y meditabundo siguiendo con vaga mirada los caprichosos arabescos que el sol, filtrándose a través del movible follaje, trazaba sobre el suelo.

La tarde entera permanecía el viejo en el Luxemburgo, y al llegar la noche, volvía siguiendo el mismo camino a su vivienda de la rue Ferou, enorme caserón perteneciente en otros tiempos a un cortesano de la antigua nobleza, pero que en tiempos de la Revolución había venido a ser propiedad de un especiero.

En el último piso de dicha casa tenía el extranjero su habitación, compuesta de dos pequeñas piezas que tres veces por semana limpiaba la portera, vieja auvernesa medio imbécil a fuerza de ser crédula y devota.

La única señal que daba a entender a los demás habitantes de la casa la existencia de aquel hombre metódico y misterioso después de la vuelta del paseo, era la rojiza luz que bañaba los vidrios de las dos ventanas de su cuarto, en las cuales marcábase algunas veces la sombra angulosa del inquilino, moviéndose acompasadamente de un lado a otro.

Había en aquel hombre algo de misterioso, capaz de excitar el olfato de la policía francesa, siempre en busca de conspiradores y revolucionarios y de mover la curiosidad de las gentes del barrio; pero el extranjero tenía en su favor un aspecto de honradez y de noble humildad que desarmaba a los más tenaces en averiguar vidas ajenas.

A pesar de esto, en el barrio sabíase punto por punto todo cuanto hacía, así como ciertos detalles de su pasada existencia.

Una de las porteras, más hábiles en llevar de memoria el registro de los sucesos ocurridos en el barrio de San Sulpicio, recordaba que el día de San Juan, de 1814, fue el primero que el español durmió en la casa que ocupaba, y que en aquella época, durante el imperio llamado de los Cien Días, una mañana salió a la calle, vistiendo un uniforme extraño, adornado con muchas condecoraciones extranjeras, y tomando en la cercana plaza un coche de punto, se dirigió a las Tullerías, donde Bonaparte recibía a sus amigos y defensores en conmemoración de su vuelta victoriosa de la isla de Elba.

Este suceso fue muy comentado en el barrio, y agrandado convenientemente por la imaginación de sus habitantes, que eran furibundos realistas y enemigos del Emperador.

Pero a pesar de esto, no dejó de darle cierto prestigio a los ojos de las porteras de calle, que por espíritu de compañerismo y por el honor de la vecindad, se empeñaban en considerarlo como a un elevado personaje caído en la desgracia.

Al quedar definitivamente restaurada la dinastía borbónica, la policía vigiló cuidadosamente a aquel extranjero que había tenido relaciones con el emperador y que algunas veces escribía a José Bonaparte, ex-rey de España; pero pronto se convenció de que poco se podía conspirar contra la legitimidad monárquica pasándose las tardes en el Luxemburgo completamente solo, y las noches encerrado en la habitación, paseando o discutiendo, con la portera la compra del día siguiente.

Algunas veces el hombre se decidía a romper la monótona uniformidad de su existencia, y en vez de ir al Luxemburgo, se encaminaba al Palais-Royal después de almorzar, en cuyo jardín encontraba a otro extranjero, a otro español como él, cuyo traje estaba tan raído y era llevado con idéntica noble altivez.

Aquel amigo del desterrado, tenía algunos años más; pero se mantenía robusto y con cierta frescura. En el Palais-Royal era tan conocido de vista por las niñeras y los muchachos, como el hombre de la rue Ferou en el Luxemburgo.

Algunas de las mujeres que se sentaban en los bancos inmediatos a hacer calceta y a hablar de los tiempos de la Revolución, que habían presenciado siendo niñas, le llamaban monsieur Enmanuel, y siempre miraban con cierta curiosidad una sortija de oro y brillantes que ostentaba, formando rudo contraste con su humilde traje.

Era, sin duda, un resto de pasada opulencia que tenía la virtud de disipar las tristezas que a su dueño acometían en la miseria.

¿Quién era monsieur Enmanuel? Sin duda otro hombre como el de la rue Ferou, arrojado de su patria por las convulsiones revolucionarias.

Las buenas comadres que diariamente concurrían al Palais-Royal no recordaban, ciertamente, quién había creído descubrir el incógnito que rodeaba a aquel hombre misterioso; dudaban si fue un veterano que había sido ayudante en Madrid del mariscal Murat, o un emigrado español que había tenido que huir de Navarra con el ilustre Mina después de una tentativa en favor de la libertad; pero lo cierto es que, a mediados de 1818, circuló entre ellas las noticias de que aquel monsieur Enmanuel era el mismo Manuel Godoy, príncipe de la Paz, generalísimo de los ejércitos españoles, ministro universal, amigo inseparable de Carlos IV y amante consecuente de la reina María Luisa, el cual desde la cumbre de la mayor grandeza, había sido arrojado a la más absoluta miseria, viéndose obligado a vivir en París de una pensión mezquina que le daba el rey de Francia, y a remendarse por su propia mano los pantalones para poder presentarse públicamente con aspecto decente.

Las viejas, claro está que no creyeron tal patraña. No porque el aspecto mísero de aquel hombre fuera impropio de un príncipe en la desgracia, sino porque era imposible adivinar a un ser en otros tiempos omnipotente, en aquel viejo alegre, simpático y con aire de rentista arruinado que se pasaba las tardes viendo jugar a los niños y sufriendo tranquilo y sonriente sus inocentes impertinencias.

Aquellas buenas gentes ignoraban que la desgracia convierte en humildes a los orgullosos potentados y hace aparecer la sonrisa benévola en rostros antes contraídos solamente por el gesto del orgullo.

Cuando el hombre de la rue Ferou visitaba a su compatriota, los dos extranjeros parecían felices hablando de su patria, y al separarse, después de algunas horas de conversación, llevaban en el rostro esa expresión bondadosa que produce una necesidad satisfecha.

Aquél era el único amigo que hasta 1818 se le conoció en París al español del barrio de San Sulpicio.

Otro detalle de su existencia era que una vez al mes la portera le subía una carta que por las marcas exteriores demostraba proceder de España.

Aquella tarde la pasaba el hombre en el Luxemburgo leyendo innumerables veces dicha carta, y quedándose horas enteras con aire meditabundo; y por lo regular, dos días después llevaba a la administración de correos del barrio un abultado pliego en contestación a la misiva.

Por la cita mensual sabían los vecinos que el señor español se llamaba don Ricardo Avellaneda, y sacaban la consecuencia de que no estaba solo en el mundo, pues en España había quien se interesaba por él y sin duda le remitía dinero. En la época ya citada, el señor Avellaneda se mantenía en un estado físico aceptable.

Tenía cuarenta años, pero estaba algo envejecido por los disgustos, y su espalda encorvada y su ademanes desalentados le daban cierto aspecto de decrepitud.

Era de mediana estatura, enjuto de carnes y moreno hasta tener cierto tinte cobrizo. Llevaba el rostro totalmente afeitado conforme la moda de su juventud, y sus cabellos, ahora canos, pero a trechos de un negro brillante con reflejos azulados, se escapaban en rizada madeja por bajo las alas de su sombrero.

Tenía el rostro algo arrugado, pero sus ojos grandes y negros cuando no miraban distraídamente brillaban con todo el fuego de la juventud.

El señor Avellaneda, tipo legítimo del rastro que en la población española dejó el paso de la raza musulmana, podía pasar en París por un hombre de hermosura original.

Si algunas veces, al salir del Luxemburgo, atravesaba el inquieto Barrio Latino y se mezclaba en la inquieta población de estudiantes, ocurríanle lances que arrojaban una vivaz chispa en la sombra de su monótona existencia.

Un día en el paseo, una griseta del barrio con aficiones literarias a fuerza de rozarse con estudiantes poetas, dijo, mirándole descaradamente, al mismo tiempo que tocaba en el brazo a su compañera:

—Ese hombre es viejo, pero tiene la cabeza artística. Mírale bien, parece Otello; te digo que no tendría inconveniente en ser su Desdémona.

Estas cosas tenían la rara virtud de hacer sonreír un poco al melancólico señor Avellaneda.

II. LA FAMILIA DEL SEÑOR AVELLANEDA

En el mismo año ya citado, el caballero español alquiló el piso principal del caserón que habitaba y bajó a él los escasos muebles de su cuarto con honores de buhardilla uniéndolos a otros más nuevos y elegantes que un almacenista del otro lado del Sena trajo en varios carromatos.

Aquello fue motivo de admiración y causa de interminables comentarios para la portera de la casa y sus congéneres de la calle que reunidas en el patio veían pasar con ojos codiciosos las flamantes sillerías, las relucientes baterías de cocina, los espejos deslumbrantes y esas valiosas e inútiles chucherías de adorno que produce la industria parisién; entreteniéndose al estilo de buenas y entremetentes comadres en poner precio a cada uno de aquellos objetos.

Durante una semana entera, fue motivo de todas las conversaciones en la rue Ferou y las inmediatas, aquel cambio radical en las costumbres del señor Avellaneda así como también la transformación física que éste había experimentado.

El emigrado parecía rejuvenecido, pues caminaba erguido, con la mirada brillante y sonriendo con expresión de hombre satisfecho.

Aquel aspecto desalentado, indolente y melancólico que le caracterizaba había desaparecido completamente.

Debilitábase ya la curiosidad, cesaban los comentarios y las aventuradas suposiciones, cuando una mañana, con gran acompañamiento de campanillas y cascabeles, chasquidos de látigo y chocar de ruedas, entró en la calle una empolvada silla de posta que fue a detenerse frente a la casa número 6, que era la habitada por el señor de Avellaneda.

Cuando el zagal del coche fue a abrir la portezuela ya había ocupado su puesto el inquilino de la casa que en traje bastante descuidado, salió corriendo del patio y profiriendo algunas exclamaciones de sorpresa y alegría tiró del dorado picaporte asiendo inmediatamente una mano blanca y femenil.

Las numerosas caras que asomaban a las puertas ansiosas de conocer quién iba en aquel coche que tan inesperadamente venía a turbar la tranquilidad de la calle, vieron saltar al suelo, con toda la pesadez de un cuerpo alto y robusto, a una mujer vestida con traje de viaje y que inmediatamente se arrojó en brazos del señor de Avellaneda.

Hubo besos y abrazos, pero los curiosos no pudieron contarlos con gran pesar suyo, pues les llamó inmediatamente la atención una moza de aspecto bravío y de rostro atezado que vestía un traje tan pintoresco como desconocido en París y que bajó torpemente del carruaje mirando a todas partes con azoramiento y asombro:

Las dos mujeres eran señora y criada. Formando un grupo la recién llegada y el señor de Avellaneda y llevando como apéndice a la asombrada sirvienta que miraba a todas partes con alarma y parecía querer confundirse con las faldas de su ama, entraron en la casa mientras la vieja auvernesa sonriendo y haciendo señas de inteligencia a los curiosos iba amontonando en el patio los paquetes que el postillón sacaba de la cubierta y del interior del carruaje.

Aquella misma tarde sabían los vecinos de la calle que la recién llegada era la esposa del señor Avellaneda que había estado separada de él por muchos años por ciertas divergencias de carácter, pero que ahora iba a buscarle en la desgracia dispuesta a vivir siempre con él.

Con el cambio de habitación y la llegada de su esposa el señor de Avellaneda mudó por completo de carácter.

En adelante las gentes del barrio le vieron salir solo muy pocas veces, pues iba a todas partes llevando del brazo a su esposa y no paseaba ya melancólicamente por el Luxemburgo.

Madame Avellaneda era de carácter muy distinto al de su esposo, y a los pocos meses consiguió trabar más relaciones en el barrio que su esposo en algunos años.

Hablando un francés detestable, pero procediendo con una franqueza distinguida que le valía grandes simpatías, trabó amistad con los vecinos e hizo salir a su esposo de aquella existencia de hurón en la cual su carácter melancólico le había sumido hasta poco antes.

Las costumbres de aquella señora gustaban mucho a los devotos habitantes del barrio de San Sulpicio y ratificaban sus ideas sobre España, país altamente católico.

Todas las mañanas ostentando una airosa mantilla de blonda, prenda entonces más desconocida en París que en el presente, iba a oír misa en la cercana iglesia de San Sulpicio, y dos veces al mes se confesaba con un cura español emigrado, que en 1808 se había afrancesado reconociendo el gobierno de José Bonaparte.

Esta religiosidad no impedía que el señor Avellaneda siguiera manifestándose tan impío como antes, y que a pesar de que mostraba empeño en no separarse un instante de su mujer la dejara ir sola a la iglesia.

Madame Avellaneda no era hermosa a los cuarenta años, ni en la primavera de su vida había sido gran cosa, pero tenía una agradable presencia y cierta majestad realzada por el gracioso andar propio de una española.

Su esposo parecía amarla mucho, y en su presencia guardaba cierto aire de inferioridad propio de un adorador.

Tomasa, la criada que trajo de Madrid madame Avellaneda, una tosca aragonesa que no lograba aclimatarse en extranjero suelo, y aun cuando mostraba una asombrosa facilidad para aprender un idioma extraño, tenía la cualidad de destrozarlo de un modo inverosímil, produciendo la risa de todas las sirvientas del barrio con su lenguaje híbrido, mezcla confusa de locuciones españolas y palabras francesas equívocamente pronunciadas.

Por tan dificultoso conducto las gentes del barrio fueron enterándose de que el señor Avellaneda era uno de los españoles llamados afrancesados, que por amor a las ideas de la gran Revolución se habían unido a la causa de Napoleón y que en la corte de su hermano José había desempeñado altos cargos, llegando a ser su principal confidente y consejero.

Su esposa, en cambio, había sido defensora apasionada de la causa de la Independencia, y esto había motivado el rompimiento de relaciones entre los dos esposos y la consiguiente separación.

Cuando los franceses y sus partidarios tuvieron que evacuar la península ibérica, la señora de Avellaneda dejó que su esposo fuera completamente solo a sufrir las tristezas de la proscripción; pero le amaba tanto que, al poco tiempo, sabiendo que se hallaba en la miseria, no pudo menos de escribirle prometiéndole el envío de una cantidad mensual para atender a sus cortas necesidades.

Aquella mujer, a pesar de sus preocupaciones de patriota intransigente y de su odio a los afrancesados, «gente perdida que quería la ruina de la religión», no podía olvidar su amor, aquel amor que quince años antes le había hecho contraer matrimonio a ella, que era la única heredera de una de las casas más ricas de Andalucía, con un pobre estudiante que salía de las aulas salamanquinas con el título de doctor en leyes y la cabeza atestada de las más originales ideas, pero que no tenía otro medio de vivir que un mísero sueldo en la Oficina de interpretación de idiomas que dirigía el célebre Moratín.

La Correspondencia mensual que sostenían ambos esposos, fue poco a poco formalizándose.

Primero fue fría, indiferente, como de dos personas agitadas por antiguos resentimientos y que se tratan más por deber que por cariño; pero poco a poco la antigua pasión fue renaciendo, frases inocentes sirvieron para recordar pasadas felicidades, y si el señor Avellaneda pasó muchas noches en vela atenazado por el recuerdo de su esposa y deseando una reconciliación, su esposa, completamente sola en Madrid y casi divorciada del trato social, no sintió con menos fuerza la necesidad de reunirse con su marido.

Poco a poco las antiguas diferencias fueron desapareciendo; la cantidad enviada mensualmente creció rápidamente, y por fin un día doña María se decidió a escribir a su esposo que hiciese todos los preparativos necesarios para una decente instalación en París, pues ella iba a ponerse en marcha inmediatamente.

De este modo, después de diez años de separación, volvían a unirse aquellos dos seres que se amaban, pero a quienes habían divorciado las desdichas de la patria y sus caracteres independientes.

Transcurrió más de un año sin que nada viniera a turbar la felicidad de Avellaneda.

El infeliz había sufrido tanto en su época de soledad y abandono, que ahora, al verse acompañado del único ser a quien armaba y rodeado de todas las comodidades que proporciona la riqueza, creía, soñar.

Si alguna vez iba al Palais-Royal a hacer un rato de compañía a su amigo Godoy, aunque siempre solo, pues su esposa odiaba ferozmente al arruinado príncipe de la Paz, contemplaba con lástima al desgraciado personaje, y en su aspecto miserable y desalentado se contemplaba a sí mismo tal como era algún tiempo antes.

Parecía que la fortuna tenía empeño en resarcir a Avellaneda de lo mucho que había sufrido.

Un hijo era su eterno deseo. Cuando se veía pobre y solo y pasaba las horas reflexionando melancólicamente en lo más desierto del paseo, se imaginaba la gran felicidad que le proporcionaría tener a su lado un pequeño ser inocente y alegre que disipara las tristezas del padre con infantiles carcajadas, y muchas noches se había dormido contemplando con los ojos de la imaginación una cabecita sonrosada, mofletuda y picaresca, coronada de blonda cabellera.

Ahora el desterrado iba a ver realizado su sueño. Ya no estaba solo; tenía a su lado a aquella esposa algo dominante, pero en extremo cariñosa y a aquella ruda sirvienta que asustada de verse a tantas leguas de su patria concentraba su cariño en sus señores; no se hallaba ya como su amigo Godoy, solitario y abandonado, pero no por esto llegaba en mal hora el fruto de amor, ni resultaba extemporáneo el embarazo de doña María, pues el señor de Avellaneda había sufrido demasiado y sentía tanta sed de cariño, que podía amar a dos seres a un mismo tiempo.

El embarazo de madame Avellaneda fue un suceso de importancia para el sacristán de San Sulpicio y el cura español que la confesaba, pues la opulenta señora que por primera vez se veía en tan apurado trance, no vaciló en mostrarse rumbosa con la corte celestial, y pocos fueron los santos del almanaque que quedaron sin misas ni novenas pagadas a buen precio.

Cuando llegó la hora del parto, don Ricardo encontrose padre de una niña que, aunque raquítica y débil, parecióle digna de ser tomada como modelo de belleza.

Aquel suceso produjo en la casa una verdadera revolución. Como si la familia hubiese experimentado un considerable aumento, entraron en la casa dos criadas francesas y Tomasa, la rústica aragonesa, tomó posesión de la niña y de tal modo la retenía que sólo cuando lloraba pidiendo el pecho decidíase a soltarla.

La infeliz muchacha por una absurda serie de ideas que se formaba en su imaginación, creía tener entre sus brazos a la lejana patria cuando agarraba a la niña; y hasta comenzaba a mirar con más simpatía a sus conocidas, las criadas del barrio, porque de vez en cuando, cuando ella sacaba a paseo a la pequeña Marujita, hacían alguna caricia a mademoiselle bebé.

En cuanto a don Ricardo, inútil es decir que se consideraba un hombre feliz, puede ser que por primera vez en su vida.

III. ¡TÚ SERÁS SU MADRE!

Creció la pequeña María del mismo modo que las demás criaturas y si al tener cinco años se distinguió en algo de las otras niñas que con ella jugaban en el Luxemburgo, fue en lo pálida y enfermiza.

Atendiendo a su cualidad de hija única y a que sus padres estaban ya en edad madura, fácil es imaginarse los cuidados y atenciones de que éstos la rodearían. Tenía la pequeñuela en sus padres dos ayos insoportables a fuerza de ser cariñosos y solícitos y una esclava en la ruda Tomasa a quien bastaba oír a la niña toser dos veces para pasar toda una noche en vela.

Apenas la pequeña pudo correr y sintió la necesidad de movimiento y agitación propia de todos los niños, el padre la llevó al Luxemburgo con lo que fue cayendo poco a poco en sus antiguas costumbres.

A las dos de la tarde cuando mayor era la agitación en el paseo, gigantesco pulmón del barrio Latino, compuesto entonces de callejuelas angostas y malsanas, atravesaba su verja el señor Avellaneda, erguido, con el rostro plácido y el paso lento, llevando de una mano a la pequeña María y detrás, como indispensable apéndice atento y solícito, a la bonachona Tomasa que ya comenzaba a encontrarse bien entre los franchutes quien se decía (no sabemos con qué fundamento) que perfeccionaba sus conocimientos del francés, echando largos párrafos al ir al mercado por la mañana, con cierto gendarme bigotudo que siempre salía a su encuentro.

Don Ricardo gozaba ahora de un Luxemburgo que en su pasada época de soledad le fue totalmente desconocido.

No iba ya a sentarse en las sombrías y desiertas alamedas que antes le eran tan conocidas, sino que se mezclaba entre la gente que se agolpaba alrededor del kiosko donde una banda militar conmovía el espacio con armoniosos acordes de sonora trompetería o se colocaba en las inmediaciones del estanque donde con una alegría tan infantil como la de su hija, seguía con la vista la accidentada navegación de los veleros barquichuelos que arrojaban desde la orilla las turbas de bulliciosos muchachos.

El papá sentábase en una silla confundido entre varias respetables señoras que con el cestillo de costura sobre su regazo hacían labores acariciadas por los rayos del benéfico sol de invierno mientras que sus niños jugaban, e inmediatamente Tomasa se alejaba con Marujita ayudándola a voltear un gruesa pelota, a rodar un aro o a tirar de un carretoncito lleno de tierra que la niña arrancaba con su pala.

Doña María acompañaba pocas veces a su esposo y a su hija al paseo. Como si al haber dado a luz a la niña hubiese cumplido en la tierra toda su misión, la buena señora mostrábase quebrantada y aun algo huraña, habiendo desaparecido aquel carácter franco y resuelto que tan simpática la hacía.

Mientras la niña estaba en casa no se preocupaba más que de ella, pero apenas salía con su padre, doña María dirigíase a la cercana iglesia de San Sulpicio donde pasaba las horas muertas arrodillada en un reclinatorio que el cura párroco la había concedido para su exclusivo y privilegiado uso. Había que tener contenta a tan rumbosa parroquiana del buen Dios.

En aquella señora habían renacido con más fuerza que nunca las aficiones, y a pesar de la tranquilidad que reinaba en su hogar y del cariño con que la trataba su esposo se consideraba infeliz y creía que tenía sobrados motivos para estar a todas horas solicitando la protección de Dios.

Doña María era una de las mujeres que necesitan para vivir de una continua preocupación, y a falta de desgracias inventarse una para poder condolerse de ella a todas horas. A guisa de buena católica creía que a Dios le era repulsiva la felicidad de sus criaturas, y que una época de bienestar en la tierra era signo de próximos castigos; así es, que temblaba, no por ella, sino por su esposo que era un impío, que en más de veinte años no había entrado en una iglesia más que el día de su casamiento y el del bautizo de su hija, y solicitaba de Dios un milagro tan grande como era que abriese los ojos de don Ricardo a la luz de la fe.

Las aficiones religiosas de la madre pugnaban muchas veces con la indiferencia del padre en cuanto a la educación de la niña.

Tenía ésta poco más de tres años, y ya doña María le arrebataba muchas veces de manos de su esposo, que se disponía a llevarla al Luxemburgo, y la conducía a San Sulpicio, y algunas veces a la iglesia de Nuestra Señora siempre que había gran fiesta religiosa. Allí pasaba la raquítica niña algunas horas fastidiada y nerviosa de permanecer siempre inmóvil y en actitud encogida, tosiendo por el humo de los cirios y del incienso.

La pequeña María, hay que confesar a pesar de las piadosas ilusiones que se hacía su madre, que se avenía muy mal a aquellas duras prácticas religiosas y que si bien le distraían un poco las doradas casullas y las imágenes sonrientes y brillantes, propias de la seductora industria francesa, una vez pasada la primera impresión le resultaba molesto permanecer en aquel inmenso local húmedo y oscuro, y pensaba con placer que al día siguiente iría con su padre a jugar en el lindo paseo henchido de pájaros y flores.

La asiduidad con que doña María frecuentaba los templos le hizo contraer relaciones de amistad con varios de sus empleados, y allá a principios de 1823 comenzó a hablar mucho en casa y ante su esposo que la oía con aire indiferente, de un señor García, santo varón que había huido de España por no presenciar los desmanes de los liberales y que gozaba de cierta influencia sobre el clero de San Sulpicio, cuya iglesia visitaba todos los días.

Don Ricardo se mostraba por entonces demasiado preocupado por lo que haría el gabinete francés en los asuntos de España, y si se decidiría a invadir la península, y por esto no fijó mucho la atención en cuanto decía su esposa, ni dio muestras de extrañeza que en otras ocasiones hubiera hecho cuando aquella le anunció que el santo varón iría uno de aquellos días a visitarlos.

El señor García, de quien más adelante hablaremos, se presentó por fin en la casa, y a pesar de toda su santurronería no resultó antipático a Avellaneda por la razón de que aparentaba ser un tipo vulgar e insignificante, incapaz de causar agrado ni repulsión.

Aquel santo de levitón raído era tan humilde, obsequioso y sufrido, que poco a poco fue haciéndose necesario en la casa y ni aun el mismo dueño pudo prescindir de él.

Las aficiones de todos encontraban en él un buen compañero. Con doña María iba a la iglesia; al señor Avellaneda lo acompañaba al Luxemburgo y hasta algunas veces corría por divertir a la niña, cosa que producía en el agradecido padre profunda emoción, y a la Tomasa le hablaba de las rondallas de su tierra, de la virgen del Pilar y de las fiestas de Zaragoza, recuerdos que muchas veces hacían llorar a la sencilla criada.

Un año después de haber terminado la revolución española comenzó a hablarse en la casa de la rue Ferou, de la posibilidad de volver a la patria.

El constitucionalismo había muerto, Fernando VII imperaba otra vez como rey absoluto, los obispos y los frailes eran los verdaderos dueños de la nación y los afrancesados no eran ya mirados con tanto odio por lo que bien podía volver a su patria el señor Avellaneda.

Además, doña María por pertenecer a una familia emparentada con la más rancia nobleza, tenía bastante influencia en la nueva situación política de España y ya la iba cansando el permanecer en un país a cuyas costumbres no lograba amoldarse.

El que menos deseos mostraba de volver a España era el señor Avellaneda. Sentía la nostalgia de la patria y especialmente en lo más crudo del invierno, en esos días parisienses tristes y monótonos que pasan veloces entre un cielo amasado con nieblas y un suelo cubierto de nieve, recordaba el sol de España y los verdes y risueños campos, pero volver a un país después de muchos años de ausencia para encontrarlo más bárbaro y atrasado que cuando lo dejó, es un tormento que no puede sufrir con calma un hombre que cree en el progreso y que odia la tiranía.

A pesar de esto, el señor Avellaneda no se oponía al regreso a España.

Su esposa se disponía a sacudir su calma religiosa y aquella inercia hija de la devoción, para hacer todos los preparativos del viaje, cuando una tarde de invierno al salir de San Sulpicio una ráfaga de viento helado se coló hasta el fondo de sus pulmones congestionándolos mortalmente.

La enfermedad fue tan corta como terrible.

Cuando algún tiempo después evocaba el señor Avellaneda aquel terrible suceso, apenas si se acordaba de él, pues en su memoria aparecía con la vaguedad de un sueño.

En menos de dos días la vida de doña María fue desvaneciéndose y cada médico que era llamado a la cabecera de su cama parecía marcar un nuevo avance de la enfermedad.

Don Ricardo estaba desesperado y como loco, y de seguro que a no estar allí Tomasa y el imprescindible señor García, la enferma no hubiera muerto rodeada de tan prontos y solícitos cuidados.

Ellos fueron los que la sostuvieron erguida para que no respirara con tanta angustia en la larga y horripilante agonía, y ellos los que la cerraron los ojos cuando la vida quedó extinguida en tan robusto cuerpo.

Mientras el señor García llevaba a cabo todos los preparativos para el entierro, don Ricardo, en un rincón de la sala, en cuyo extremo estaba el cadáver de su esposa, lloraba como un niño, recordando lo mucho que le había amado aquella mujer a pesar de las diferencias de carácter y aficiones.

Cuando Tomasa, tan desconsolada como su amo aunque mostrando una entereza más varonil, entró en la habitación llevando la niña de la mano para que viera por última vez a su madre, el señor Avellaneda se arrojó sobre su hija y comenzó a besarla desesperadamente como si temiera que la muerte fuese a arrebatársela.

Pasado aquel primer ímpetu del cariño, el infeliz esposo miró a la atolondrada criada que lloraba silenciosamente, y le dijo con acento de fraternal ternura:

—De hoy en adelante los dos estaremos sólos para criarla. ¡Tú serás su madre!

IV. CRISÁLIDA

La vida de María fue transcurriendo sin tropezar con ningún incidente notable. La muerte de su madre apenas si había causado mella en su ánimo.

Es la muerte un fenómeno fatal que apenas si tiene algún valor para los seres que acaban de pasar las puertas de la vida.

Sin poseer el cariño de su madre ni conservar de ésta otro recuerdo que la imagen confusa de una señora solícita y dulce que la tenía en la iglesia por espacio de muchas horas, María iba creciendo al lado de aquella criada que no podía hablar de su difunta ama sin derramar lágrimas que se apresuraba a enjugar reemplazándolas con una sonrisa para que no turbasen la apacible calma de la niña.

En aquella casa don Ricardo era quien había experimentado mayor impresión con la muerte de doña María.

Hasta el terrible momento en que el cuerpo de su esposa, salió para siempre de la casa, el infeliz no comprendió lo mucho que amaba a aquella mujer que de vez en cuando le abrumaba con impertinentes consejos y sostenía empeñadas discusiones por el motivo más baladí.

Don Ricardo era un hombre de carácter débil. Las creencias que se había formado con el estudio las mantenía firmes e indestructibles en el interior de su cerebro, pero en la vida social era flojo y dúctil hasta el punto de que su voluntad se doblaba a impulsos del primero que le hablaba.

Por esto, aquel proscrito que había pasado en su patria por hombre perverso y de ideas diabólicas, al morir su esposa, sintió profundo desconsuelo, pues necesitaba el genio enérgico e indomable que esclavizaba continuamente su voluntad.

Además don Ricardo había sido durante algunos años más feliz que nunca al lado de su esposa y acostumbrado a tal dicha no podía avenirse a vivir sin otro amor que el de su hija.

Mientras vivió su esposa, la parte mayor de su cariño la dedicó a aquel pequeño ser, cuyas sonrisas le producían inmensa felicidad; pero como es condición del hombre adorar todo aquello que resulta imposible de conseguir, así que murió doña María comenzó a adorar su memoria con verdadero fanatismo, y en su corazón ocupó la difunta esposa un lugar más preferente que la niña.

El señor Avellaneda al quedar viudo cayó en un ensimismamiento que daba cierto tinte tétrico y sombrío a su carácter.

La melancolía de los tiempos de soledad volvió a reaparecer, pero esta vez revestía un carácter fúnebre.

El recuerdo de la esposa le dominó tan completamente que comenzó a entregarse a ciertas demostraciones de dolor algo extravagantes y las cuales hasta hicieron que dudasen de su razón las pocas personas que le trataban.

Apenas cerraba la noche metíase en su antigua habitación matrimonial, donde pasaba muchas horas contemplando una miniatura de su esposa que la representaba tal como era a los veintidós años o leyendo las cartas que ella le escribió durante el noviazgo y que él guardaba con escrupuloso cuidado; y todas las mañanas encaminábase al cementerio del Padre Lachaise donde permanecía hasta mediodía sentado en el zócalo del pequeño panteón y contemplando con expresión estúpida la inscripción dorada que campeaba en la pirámide que le servía de remate.

Algunas veces la niña y la criada le acompañaban en esta excursión y era un espectáculo extraño ver cómo María corría por las fúnebres alamedas de cipreses, persiguiendo una pelota o para cargar su carrito removía con la pala aquella tierra impregnada del zumo de un mundo de cadáveres.

Sin embargo, eran muy contadas las veces que la niña asistía a este extraño paseo, pues prefería ir al Luxemburgo donde se divertía bajo la vigilancia de Tomasa y del señor García que formaban una pareja inseparable.

Desde la muerte de doña María aquel hombre humilde y bondadoso había aumentado su intimidad en la casa. La desgracia había estrechado los lazos que le unían con aquella familia de compatriotas.

El señor Avellaneda le miraba con simpatía apreciando sus continuas muestras de dolor por la muerte de su esposa y le juzgaba indispensable a causa de la atención con que cuidaba de la pequeña María y la paciencia con que sufría sus impertinencias infantiles.

A cambio de esto, don Ricardo transigía con que el santo varón continuara en su casa la tradición devota y llevara todos los días a María a las iglesias donde había fiesta importante y a ciertos eventos de monjas.

¡Qué humildad tan simpática la del señor García! ¡Con qué sencillez sabía hacer los mayores favores!

Su cara rubicunda y de belleza frailuna, su cabecita sonrosada y blanca y su cuerpo encogido que se movía al compás de un paso vergonzoso y leve como si temiera causar daño a la tierra con sus pies, le daban el aspecto de un ser inocente y virgen de todo mal pensamiento, justificando el epíteto de santo varón que siempre le había aplicado la difunta doña María.

Tanta era la humilde solicitud que mostraba con el señor Avellaneda, y, sobre todo, con la hija, que no parecía sino que había nacido exclusivamente para servirles.

Su complacencia con la pequeña llegaba al último límite. Con la sonriente impasibilidad de un esclavo sufría todas sus impertinencias; al par que su maestro era su juguete, y muchas veces, a pesar de toda su dignidad propia de un hombre que era íntimo amigo del cura de San Sulpicio, visitante del arzobispo de París y asiduo concurrente a un caserón de la rue Vaugirard, donde se murmuraba que vivía el jefe de los jesuitas en Francia, no tenía inconveniente en montar sobre sus lomos a la pequeñuela y recorrer a gatas las diferentes piezas de la casa de don Ricardo, espoleado por la niña que le golpeaba las caderas con sus pies.

Estas bondadosas condescendencias valíanle al señor García el afirmar más su prestigio en la casa y adquirir en ella una dulce autoridad de la que apenas sí se daban cuenta sus amigos, pero que no por esto resultaba menos eficaz.

La educación de la niña estaba confiada al vejete, que por su método suave iba instruyendo a aquel ser enfermizo y de carácter caprichoso que tan pronto se mostraba salvajemente huraño como cariñoso con exageración.

Hacía prodigios el señor García para ir iniciando dulcemente en aquella inteligencia, lo mismo atenta que distraída, los principios de una instrucción que más que a enriquecer el cerebro con gran caudal de conocimientos, se dirigía a despertar el sentimiento místico e idealista y a crear una exagerada devoción religiosa que degenerara en fanatismo.

La niña aprendía a leer en lindos libros de cantos dorados y encuadernados en tafilete, donde con estilo melifluo y empalagoso se relataban estupendos milagros y se hablaba del amor a Dios empleando mundanas comparaciones que hubieran hecho ruborizar a María, de tener más años y menos inocencia.

Aquella continua lectura y las entretenidas relaciones del señor García que sabía mezclar en la conversación vidas de santos santas narradas en forma novelesca y en las que el diablo desempeñaba siempre el papel de traidor de melodrama, trastornaban el cerebro de la niña que a los diez años soñaba en hermosas princesas que morían en el martirio antes que abjurar de su fe, y en bellísimos ángeles con armaduras de oro y rodeados de deslumbrantes resplandores que aprovechando el silencio de la noche descendían del cielo para depositar un casto beso sobre la frente de las vírgenes cristianas.

Conforme transcurría el tiempo y crecía la niña, don Ricardo sumíase en su melancolía y descuidaba la educación de su hija confiando en la fidelidad de Tomasa y la amistad del señor García, y éste, aprovechándose de aquella apatía y del cariño que le profesaba María, procedía como un verdadero padre, disponiendo de su voluntad a su antojo.

La adversión que la pequeña mostró en otro tiempo a permanecer mucho tiempo en la iglesia, habíase trocado, merced a las sugestiones del cariñoso protector, en cotidiano y celestial placer siendo los momentos más felices para María, aquellos en que, arrodillada con todo el aire de una señora mayor, estaba en la iglesia arrullada por las melodías del órgano y contemplando aquellas imágenes que con sus ojos de vidrio la miraban fría e indiferentemente.

Mayor placer la causaban todavía las visitas a los conventos.

Tenía el señor García grandes amistades con las superioras de algunos de ellos y allá iba una vez por mes acompañado de la niña que ansiaba penetrar en aquellas destartaladas habitaciones impregnadas de ese olor sui generis mezcla de humedad y de incienso, propio de las casas de religión.

Su viejo preceptor quedábase en el locutorio, pero para ella se abrían las puertas del claustro y pasaba de los brazos de una a otra monja siendo acariciada por todas, y volviendo a casa con los bolsillos atestados de escapularios y golosinas.

La imagen del convento iba grabándose fuertemente en su cerebro.

Los trajes extraños de aquellas mujeres, su género de vida, el ambiente poético de su vivienda, y sobre todo la egoísta consideración de que encerrándose allí se ganaba el cariño de Dios y se conquistaba el cielo, causaban gran impresión en el ánimo de la niña y aún venían a aumentar la fuerza de tales sentimientos las palabras del señor García que estaba elocuente al describir las delicias del claustro y lo bien vistas que eran en el cielo cuantas personas renunciaban al mundo encerrándose en aquél.

Hay que advertir que el santo varón después de estas insinuaciones se apresuraba a decir que tal género de vida no era para señoritas que como ella, tenían un padre a quien obedecer y cuidar y una gran fortuna de que disponer; pero tratándose de un carácter impresionable y terco como era el de la niña, tales cortapisas sólo servían para exagerar sus propósitos y afirmar más en ella las primitivas ideas.

A los doce años María ya tenía adoptada su resolución.

Sabía, porque así se lo había dicho su preceptor, que el mundo era muy malo y estaba decidida a huir de él para encerrarse en uno de aquellos conventos donde podían vestirse trajes teatrales que no se usaban en las calles y comer golosinas deliciosas que no se encontraban en ninguna confitería de París.

Era aquella una vocación ridícula propia de una cabeza infantil en la que predominaba la imaginación, pero el señor García debía tenerla por muy verdadera ya que manifestaba cierta satisfacción y sólo hacía a la niña muy débiles objeciones.

El viejo devoto a fuerza de bondadosas humillaciones y de serviles complacencias había acabado por hacerse omnipotente en aquella casa.

A la hija la dominaba por la educación y el sentimiento y al padre por la actividad.

La melancolía que se había apoderado de don Ricardo debilitaba su voluntad hasta el punto de impedirle el ocuparse de sus negocios.

Poseedor de una colosal fortuna cuyos bienes radicaban en España y que tenía el deber de cuidar, pues pertenecía a su hija, causábale inmensas molestias el tener que ocuparse de la administración de las fincas, de los cobros y de las correspondencias con los arrendatarios y creyó muy natural el confiar esta misión a su amigo el señor García, quien se encargó de ella después de varias excusas, negativas y salvedades propias de una conciencia escrupulosa.

Después de este encargo el poder del viejo en la casa fue ya inmenso.

Vivía fuera, en un pequeño cuarto amueblado de la calle de los Santos Padres, pero exceptuando las horas de dormir, pasaba el resto del día al lado de aquella familia que se había acostumbrado a considerarlo como un ser al que estaba ligado por lazos naturales e indestructibles.

Ponía el viejo devoto el mayor cuidado en la administración de los bienes de su amigo y éste tenía tal confianza en él, que apenas si dirigía una mirada indiferente a los extractos de cuentas que mensualmente le entregaba.

Aquel hombre era la personificación de la modestia y el desinterés. Era pobre; vivía tan modestamente que casi estaba en la indigencia, no contaba con otro medio de subsistir que los auxilios pecuniarios que le deban los amigos y protectores que tenía en el clero, y a pesar de esto no quiso admitir la espléndida retribución que por sus servicios le daba el señor Avellaneda, conformándose al fin en aceptar un mezquino sueldo que él mismo se señaló.

Don Ricardo, admirando a aquel ser modelo de virtud, sentía decrecer en su ánimo la animadversión que de antiguo experimentaba contra las gentes devotas y por no dar un disgusto al santo varón que tan noblemente se portaba, guardábase de oponerse a aquella educación exageradamente religiosa que daba a su hija.

Ésta encontrábase ya en el momento crítico que la savia de la vida rompe el capullo de la infancia y la niña se convierte en mujer.

Era la crisálida próxima a transformarse en mariposa y revolotear en la risueña primavera de la vida.

Todo sonreía a aquel pequeño y delicado ser que no conocía las amarguras de la vida más que por las rutinarias arengas de su preceptor. Era rica, estaba mimada hasta la exageración y acariciaba una dulce esperanza que alegraba su porvenir.

María sonreía de felicidad al pensar que algún día iría a aquel país para ella misterioso que se llamaba España, que Tomasa le describía con tanto entusiasmo y cuya lengua hablaba en el seno de la familia causándole sus palabras el efecto de una armonía arrulladora.

V. MARIPOSA

El período hermoso de su vida empezó para María el día en que su juventud fue declarada oficialmente o sea aquel en que tomó la primera comunión.

Don Ricardo admiró su traje blanco y su velo de desposada, derramó copiosas lágrimas producidas tanto por la alegría como por el recuerdo de su esposa y lo mucho que ésta habría gozado viendo a su hija de tal modo, y no se le ocurrió acompañarla a San Sulpicio, dejando como siempre que cumplieran este encargo su fiel amigo y la criada.

¡Con qué profunda unción recibió María confundida entre un tropel de niñas con blancas vestiduras aquel nuevo sacramento de la Iglesia!

Recordó lo que le había dicho él señor García sobre tan importante acto, y pensando que era nada menos que Dios quien iba a alojarse en su cuerpo, procuró engullirse con la mayor delicadeza el pegajoso cuerpo de Cristo, que envuelto en saliva bajó con solemne parsimonia al fondo de su estómago.

Aquel acto resultó conmovedor para los fieles amigos de María.

Su segunda madre, la cariñosa Tomasa, lloraba ruidosamente el rubicundo rostro con el blanco delantal, y en cuanto al señor García, creía que a falta de lágrimas era muy propio del caso suspirar angustiosamente frotándose los ojos con las puntas de su pañuelo.

Desde aquel día todo varió en la vida de María.

Vistiéronla de largo y ya no le fue permitido el correr ni jugar en las alamedas del Luxemburgo, teniendo que resignarse a pasear con aire grave y los ojos bajos al lado de su padre o de su preceptor.

Se acabó para siempre el correr mezclada entre niños con la negra cabellera suelta y ondeante bajo el mal seguro sombrerillo, pues en adelante tuvo que peinarse horriblemente e ir adquiriendo por indicación de su preceptor todo el aspecto rígido y antipático de una doncella que odia las pompas mundanas y sólo piensa en entrar en el cielo.

El señor García tenía sus planes acerca de su discípula. Era el buen hombre tan modesto que se juzgaba incapaz de continuar la educación de la niña y aconsejaba a su padre la pusiera a pensión en un convento de confianza que ya se encargaría él de designar; pero Avellaneda siempre tan complaciente con su amigo y administrador sacudió su indiferencia al escuchar tal proposición y se negó enérgicamente a separarse de María y menos a consentir que entrara en un convento aun en calidad de educanda.

Aquello molestó mucho al virtuoso administrador, pero como su cualidad distintiva era la humildad, sufrió con paciencia el fiero arranque de su amigo y se conformó con que María no fuese al convento. La niña no experimentó menor contrariedad con la negativa de su padre.

Le halagaba la idea de permanecer algunos años en el convento, llevando la misma vida espiritual y contemplativa de las religiosas, mas no por esto detestaba el mundo con la misma energía que algunos años antes.

María llevaba la misma vida que en un convento y en verdad que con ella no resultaba muy simpática y alegre la existencia.

Para la niña los teatros, las soireés y las innumerables diversiones de la juventud, eran cosas desconocidas; pero con la edad había adquirido gran instinto de observación, y en cuanto la rodeaba adivinaba que en el mundo existía una vida llena de placeres y de inesperadas impresiones muy distinta a la monótona y triste que ella arrastraba.

Muchas veces, cuando cerrada ya la noche regresaba a su casa seguida de sus inseparables amigos, tenía que detenerse para dejar paso a veloces carruajes en cuyo interior se distinguían hermosas damas espléndidamente vestidas, que se dirigían al teatro o al baile, aquellas dos diversiones desconocidas por la niña, pero que en su cerebro producían un cúmulo de aventuradas y fantásticas suposiciones.

Aquel vago deseo que en el corazón de la joven producían las pompas mundanas, ocupaba su imaginación durante noches enteras dejando tras sí amargos rastros, pues María juzgaba tales pensamientos obra del demonio, que quería apartarla de la senda del bien, y para conjurar al infernal enemigo, saltaba de la cama y ponía sus rodillas desnudas sobre el frío suelo pidiendo a Dios que no la desamparase y que le diese fuerzas para desechar tan horribles seducciones.

Mas por desgracia para la joven devota, el mundo que es muy pícaro parecía complacerse en hacer desfilar ante sus ojos, cada vez con mayor magnificencia, todas sus seductoras grandezas y su espíritu mujeril se conmovía profundamente con las hermosuras del arte, del lujo y de la vida elegante.

En el interior de María, formábanse dos distintas personalidades que reñían empeñadas batallas. Los sentimientos de mujer vulgar y de devota iluminada, desarrollábanse en ella con continua lucha.

Durante el día la grandeza mundana ejercía sobre ella seductora influencia y contemplando en el paseo las elegantes damas que paseaban del brazo de sus maridos, sentía algo semejante a la envidia, pensaba con placer el que algún día podía llegar a ser una de ellas y se proponía no encerrarse en un convento donde la vida resultaba aún más monótona que la que en la actualidad hacía; pero así que por la noche se encerraba en su cuarto y quedaba completamente sola, el silencio nocturno le causaba inmenso pavor, parecíale que el diablo iba a salir por debajo de la cama gritando entre dos estridentes carcajadas ¡eres mía!, y miraba avergonzada, como solicitando auxilio, las estampas de vírgenes y santos que adornaban las paredes, acabando por llorar desesperadamente y pedir perdón por pecados tan horrendos como eran haber deseado un vestido elegante y un marido guapo iguales a los que ostentaban las majestuosas señoras que paseaban por el Luxemburgo.

Aquella interminable lucha que libraban los naturales instintos y los temores pueriles y ridículos engendrados por una educación fanática, causaban gran quebranto a la naturaleza física de María que vivía febril y sobreexcitada con gran alarma de cuantos la rodeaban, los cuales no podían explicarse sus ratos de meditabunda melancolía y sus arranques de exagerada devoción.

Tomasa casi llegó a creer en algunos instantes que la hija se había contaminado del mal del padre y que aquella meditación tenaz y dolorosa a que de vez en cuanto se entregaba, la conducía en línea recta a la locura.

El único remedio que la joven encontraba para librarse momentáneamente de lo que ella llamaba pérfidas seducciones del diablo, era la lectura, y con el ansia del náufrago que encuentra un punto sólido al que asirse, leía aquellas obras devotas de las que tenía gran provisión, gracias al cuidado del señor García.

Pero ¡ay!, que aquellos libros al poco tiempo no produjeron el efecto apetecido por María, pues en vez de afirmar sus aficiones, la empujaban al mundo y a sus seducciones.

A fuerza de leer, comprendió que todas aquellas apasionadas declamaciones resultaban huecas por lo indefinido de su objeto y porque no lograban interesar a su corazón y en los capítulos que se hablaba del amor a Dios y se dirigían a éste frases como ¡dulce esposo mío!, ¡señor de mi alma y de mi cuerpo!, la joven sentía que en su interior se despertaba algo nuevo y extraño y repetía distraída y automáticamente las apasionadas palabras con el pensamiento puesto no en el hombre desnudo de miembros negruzcos, pecho sangriento y cabeza greñuda que pendía de la infamante cruz, sino en cualquiera de aquellos mozalbetes rizados, vestidos a la última moda, con el cigarrillo en la boca y el lente bailando sobre el chaleco que todas las tardes veía en el Luxemburgo.

Gustábanle mucho aquellas frases amorosas de los libros devotos, pero el demonio la tenía tan aprisionada entre sus garras a los catorce años, que la parecían más hermosas si iban dirigidas a un hombre de vil materia que a una de aquellas imágenes de leño santificado.

El diablo hace caer a las débiles criaturas de la tierra en tan tremendos absurdos.

La afición a la lectura fue creciendo de tal modo en María, que llegó a alarmar al bueno del señor García.

Parecíanle ya fríos y monótonos los libros de devoción a aquella imaginación despierta, y un día, cansada de la insípida lectura, se decidió a tomar en sus manos una de las obras que su preceptor llamaba profanas.

Las dos criadas francesas que estaban en la casa bajo la dirección de Tomasa, eran el perfecto tipo de la doméstica en la nación vecina; sentimentales, fantásticas y grandes aficionadas a enterarse de las dramáticas aventuras de Alfredos y Arturos y a derramar lágrimas de ternura en vista de las grandes peripecias que éstos habían de sufrir en el curso de la novela.

Para dar pasto abundante a sus aficiones de impertérritas lectoras, tenían siempre sobre la mesa de la cocina abundante provisión de novelas económicas y folletines poéticos cuyos fragmentos más interesantes declamaban en alta voz acompañadas del hervor de los pucheros y del estrépito de la loza en el fregadero.

A aquella biblioteca acudió María, y excusado es decir el efecto que en su imaginación romancesca causarían tales obras que eran brillantes apologías del amor y en las cuales se pintaban con colorido exagerado las innumerables pasiones que encrespan tempestuosas el océano de la vida.

Ocurría esto en 1832, justamente cuando la revolución de Julio, derribando la estúpida tiranía de los Borbones y creando una monarquía ciudadana sobre las ensangrentadas barricadas, quitaba toda traba al pensamiento humano que corría con el atolondramiento y el ciego impulso del niño a quien abren las puertas de un triste colegio.

El gusto romántico vencía al frío clasicismo, y la imaginación se enseñoreaba del mundo dominando en el cerebro humano a las demás facultades.

Dos jóvenes que entonces hacían gran ruido y que habían de pasar a ser inmortales, eran los dueños de la situación, y Francia entera se entusiasmaba leyendo las «Orientales» y las «Odas Baladas» del hijo de un antiguo general bonapartista llamado Víctor Hugo, o se conmovía repitiendo las melodiosas «contemplaciones» de un provinciano llamado Lamartine.

Chateaubriand, el cantor del realismo y de las glorias de los hijos de San Luis, veía pateadas con desprecio sus obras por la triunfante Revolución, que levantaba con sus robustos brazos para exponerlos a la pública adoración, a aquellos jóvenes bardos amamantados en la férrea leche de sus pechos.

Los primeros libros que cayeron en manos de María, fueron las obras de aquellos dos poetas.

¡Cómo describir la grandiosa impresión, la tremenda revuelta que causaron en ella tan seductoras obras!

Anhelos hasta entonces no explicados adquirieron forma completa en su imaginación; comprendió por fin lo que era el amor y lo que esto significa, y experimentó idéntica impresión que el pájaro que al fin puede volar y abandonando por primera vez el nido se lanza a los campos embellecidos y caldeados por la vivificante primavera.

Leía y releía con una avidez sin límites los inmortales cantos de aquellos genios, hasta que las estrofas quedaban grabadas en su memoria y por la noche dormíase repitiéndolas con entonación melancólica, mezclando muchas veces los versos con los suspiros.

Los crepusculares cantos de Lamartine conmovían su alma y le producían idéntica impresión que si una mano poderosa la levantara del suelo para mecerla entre los dorados celajes de la caída de la tarde, y muchas veces tenía que suspender la lectura para llorar sin motivo alguno y únicamente por dar salida a la dulce melancolía que se acumulaba en su pecho.

Víctor Hugo producía en su ánimo un efecto aún más radical y abría ante su imaginación nuevos e infinitos horizontes. Aquellas odas apasionadas le hablaban del amor como de una cosa santificada a la que se debía la existencia del mundo y la suprema felicidad de la vida y Dios no aparecía en ellas como un ser irascible, vengativo y envidioso a quien le producen accesos de rabia la dicha de sus criaturas, sino como un viejo filósofo, bondadoso y dulcemente jovial, que sonríe plácidamente al contemplar las inocentes travesuras de la apasionada juventud.

Aquella manera de representar al autor del Universo, agradaba a María, que no podía menos de estremecerse al recordar el Dios descrito a cada momento por su preceptor, ser omnipotente que sólo admitía en su presencia a las criaturas que renegaban de la naturaleza humana, que despreciaban los puros goces de la vida, que momificaban sus sentimientos y que aceleraban la llegada de la muerte encerrándose en la tumba del claustro, cuando más exuberantes estaban de salud y fuerza.

Las poesías orientales despertaban en María otra clase de pensamientos, y sin darse cuenta de ello iba convirtiéndose en una joven romántica y de pasiones fantásticas como la mayor parte de las de aquella época.

El poeta le hablaba de España, de aquella patria querida que adoraba sin conocer; y con atención mezclada de asombro iba leyendo aquellas musicales estrofas que describían a los nobles abencerrajes y a las españolas sultanas; las serenatas entonadas en voz queda frente a los afiligranados ventanales de la Alhambra, los vistosos y dramáticos torneos, las citas en frondosos jardines y a la luz de la luna y las empresas heroicas que horripilaban, pero que llevaban a cabo los paladines con el nombre de su amada en los labios.

Ante aquel mundo nuevo que surgía de los armoniosos versos, María experimentaba idéntica impresión que el niño que ve por primera vez en la noche oscura una quema de fuegos de artificio.

Su único pensamiento, la idea que con más fuerza se fijaba en su cerebro, era que ella quería ser una de aquellas heroínas, e inspirar una loca pasión a un héroe que por su amada fuera capaz de los mayores sacrificios.

Quería ser la amada de un paladín moderno y hasta morir por él si fuera preciso.

La idea del convento no por esto se apartaba de su memoria, pero se había modificado mucho con la continua lectura.

Ella no iría inmediatamente a un monasterio a llorar faltas que no había cometido ni a odiar a un mundo que no conocía. Antes de renunciar a la vida quería saber por sí misma lo que ésta era, gozar sus dichas y sufrir sus desengaños y aspirar el inmenso perfume de un amor novelesco. Después entraría en un Convento, pero sería para llorar paseando por los claustros desiertos y con todo el aspecto de una heroína de poema, el recuerdo del amante muerto en el campo de batalla o a manos de una venganza inspirada por los celos.

En aquella linda cabecita se encerraba una imaginación propiamente española que una vez se echaba a galopar por el dilatado campo de lo desconocido no respetaba obstáculo ni traba y recorría con complacencia el terreno de lo absurdo.

Un amante, un héroe, agonizante de amor, que sobreviviera después de la terrible catástrofe como en el último acto de una tragedia y al final el convento con toda su monotonía y esa calma sepulcral que sirve de dulce bálsamo a las almas despedazadas.

Esto era en todas sus partes el deseo constante de María, aspiración en la que tropezaba el señor García siempre que apuntaba a su discípula la antigua idea de la clausura religiosa.

El preceptor veía con tranquilidad que María no se manifestaba contraria a tomar el velo, pero no dejaba de producirle cierta alarma el notar que la joven no mostraba tan fogoso entusiasmo como algún tiempo antes y tenía cierto empeño en reducir las pláticas de devoción dejando siempre para más adelante el hablar a su padre seriamente de su vocación religiosa.

La transfiguración moral de aquella joven pasaba desapercibida para cuantos la rodeaban.

El señor García con ser tan listo no llegaba ni aun a sospechar lo que ocurría en el ánimo de su discípula, y en cuanto a Tomasa como no sabía leer ni creía que en el mundo hubiesen otros libros que los dedicados a la devoción, al ver a su señorita entregada a todas horas a la lectura con una extrema avidez, sentíase conmovida por aquello que ella creía amor a las doctrinas religiosas.

La juvenil mariposa al llegar a los diez y ocho años estaba totalmente transfigurada.

Por la noche cuando el cansancio comenzaba a cerrar sus ojos ya no soñaba en ángeles deslumbrantes ni en demonios horribles. Otras eran las imágenes creadas por su fantasía.

Muchas veces extendía sus brazos, pues le parecía ver a la cabecera de su cama a un apuesto paladín de ojos melancólicos y de negra cabellera que, cubierto de limpia armadura como aquellos héroes de las leyendas, estaba en actitud de velar su sueño.

VI. MENTOR Y TELÉMACO

En el mes de enero de 1840, el invierno, por no perder su anual costumbre y ser tenido como inconsecuente y caprichoso por los buenos vecinos de París, hacía que éstos andaran por las calles soplándose las manos o frotándose la nariz so pena de sufrir graves deterioros en partes tan integrantes de la belleza física.

Hacía un frío de dos mil demonios según la elocuente expresión de la criada del señor Avellaneda.

Cuando no soplaba un viento huracanado y punzante caía una lluvia torrencial con estrépito escandaloso; y si ambas explosiones de la ira de la naturaleza cesaban de azotar la gran ciudad y parecía restablecerse la calma en el espacio, comenzaba a descender desde los plomizos celajes del cielo, una inmensa sábana de nieve que se enseñoreaba de todo; lo mismo de los tejados y sus aleros que del pavimento de las calles, llegando a filtrarse al fondo de las cuevas por los angostos respiraderos.

Los copos de nieve parecían un infinito enjambre de blancas moscas deseosas de devorar la gran metrópoli y los transeúntes mostrábanse molestados por la picadura fría, pegajosa y espeluznante de aquellos insectos de invierno.

Los parisienses sabían que cruzaba diariamente el espacio una cosa llamada sol, pero hacía ya algunos meses que no aparecía sobre los tejados de la gran ciudad, pues pasaba de largo embozado en la densa capa de nubes y se hablaba de él con el mismo acento de incertidumbre que si se tratara de un ser mitológico engendrado por la imaginación.

En una de aquellas mañanas que París despertaba al contacto de las sábanas de nieve que cubrían su lecho y cuando el reloj de San Germán de los Prados daba las siete, el señor García que parecía inalterable por los años y que conservaba su eterno aspecto humilde, bondadoso y sonriente, desperezose en su pobre cama allá arriba en el último piso de una casucha de la calle de los Santos Padres y después de algunas vacilaciones se decidió a abandonar el camastro.

Se vistió y lavó con gran detenimiento después de haberse persignado devotamente tomando agua bendita de una pililla que tenía a la cabecera, le rezó tres padrenuestros a una estampa de Jesús que adornaba su cuarto y que era una obra maestra del arte religioso, pues representaba al Hijo de Dios, acicalado y rizado como si saliese de una peluquería y en actitud como de desabrocharse el chaleco para mostrar un corazón flameante de color de hígado fresco, y así que terminó la oración sacó de un armario un panecillo y una pastilla de chocolate que comió junto a la ventana estremeciéndose de frío, pues por las rendijas de la vieja vidriera se filtraba el helado resuello del invierno.

Cuando el anciano terminó de masticar el desayuno y se hubo convencido de que no quedaba sobre su raído traje la más leve migaja, púsose una larga hopalanda, que tenía mucho de sotana, y el viejo sombrero, cuya figura se confundía en la memoria de María con los primeros recuerdos de la niñez. Después salió a la calle, llevando bajo el brazo un paraguas rojo.

El señor García, a pesar de sus años, andaba con cierta viveza juvenil, y evitaba que sus gruesos zapatos claveteados resbalasen sobre la nieve de las aceras próxima a solidificarse.

Atravesó el barrio de San Germán y el de San Sulpicio, pasó por la desembocadura de la rue Ferou, dirigiendo una mirada distraída a la casa del señor Avellaneda, y llegó a la larga calle Vaugirard, deteniéndose a poco menos de su mitad junto a la puerta de una negruzca y larga tapia, sobre la cual y a alguna profundidad, veíase el cuerpo superior de un pequeño palacio construido con arreglo a la arquitectura frívola y seductora del pasado siglo; pero al cual la furia destructora del tiempo había dado un aspecto vetusto. Los apuntalados tejados de pizarra habían perdido su primitiva brillantez; los moldeados tragaluces de las buhardillas estaban algo destrozados por la lluvia y la nieve, y en los huecos de las molduras que adornaban los muros, así como en las hornacinas que en otro tiempo debieron contener estatuas, crecían verdes cabelleras de plantas silvestres, que el viento agitaba acompasadamente.

Aquel edificio, aunque viejo, de perfiles seductores, asomando su faz sobre una tapia negruzca, y que por tener sobre su puerta una gran cruz de madera, parecía la cerca de un cementerio del campo, causaba el mismo efecto que un puñado de rosas marchitas puestas en las vacías cuencas de una calavera.

El señor García tiró rudamente de una cadenilla que pendía junto a la puerta, y allá dentro sonó un repiqueteo de campana. Le abrió un viejo de aspecto igual al suyo, y el señor García, contestando con una inclinación de cabeza al saludo en latín que le dirigió el fámulo, atravesó el vasto patio existente entre la tapia y el edificio, y en el cual crecían algunas plantas raquíticas alrededor de una fuentecilla que tenía en el centro una imagen de la Virgen, cubierta de moho verde así como la parte exterior de la taza de mármol.

El vejete, subiendo algunos peldaños penetró en el piso bajo, atravesó algunas antesalas, contestando con genuflexiones a los saludos que le dirigieron varios curas que estaban sentados esperando; entreabrió una mampara negra, y por el resquicio pasó parte de su cabeza, preguntando con humildad si se podía pasar.

—¡Entrad! Adelante, querido hermano, —contestó una voz varonil.

El señor García entró en aquella pieza, que era un vasto despacho casi igual al del padre Claudio en Madrid, sin que faltasen los colosales estantes repletos de legajos y carpetas rotuladas.

Sentado en un gran sillón, junto al hueco de una ventana, estaba el padre Fabián Renard, superior de los jesuitas de Francia, o más bien dicho, vicario en dicha nación del general de la Compañía que residía en Roma.

El estar el buen padre encogido en su asiento, no impedía que fuese apreciada su estatura y robustez de granadero, completadas por una cabezota rubicunda, de rostro granujiento, hinchado y velloso en demasía. Unos ojillos vivos, audaces y escudriñadores, que brillaban con cierto reflejo metálico bajo la espesa almohadilla de grasa que formaba la frente, completaban el retrato físico de aquel hombre, que había prestado grandes servicios a la Compañía; pero que en el registro secreto que para su uso especial llevaba el general de la Orden, estaba anotado del modo siguiente:

«Fabián Renard. Perfecto instrumento de la Orden. Ha hecho buenos negocios. Buen jefe de pelea, mal director. Vivo y arrebatado de sobra. Falta de constancia, de paciencia y de cautela. Prefiere el valor y la audacia a la astucia. Ha sido soldado. Quisiera arreglar las cosas más difíciles en media hora. ¡Es un verdadero francés!».

El padre Renard era uno de tantos aventureros, que sin otra guía que la audacia, ruedan de un punto a otro, agitados por la ambición, sin ninguna idea fija, y dispuestos a venderse lo mismo a Dios que al diablo.

En su juventud había pertenecido al ejército de Napoleón, y fue soldado porque entonces estaba en moda serlo, y las armas eran el único medio para hacer carrera.

Se batió con valor y ascendió lentamente hasta capitán, pero llegó la restauración de los Borbones con todas sus inevitables consecuencias. La Iglesia volvió a dominar, los curas fueron los héroes de la situación y el joven capitán entró en la Compañía de Jesús, donde se hizo más justicia a sus facultades de hombre audaz y de ancha conciencia, llegando después de realizar varios negocios de importancia a ser encargado de la Orden en su patria.

Su carácter estaba descrito con tanta concisión como verdad en las anotaciones del general, pues en la Compañía se estudiaba imparcialmente la naturaleza moral de cada individuo y se archivaban después los apuntes sin temor a equivocaciones.

No estaba solo el padre Fabián cuando entró en su despacho el señor García.

Frente a él y ocupando otro sillón se encontraba un caballero vestido con cierta marcial elegancia y cuyo rostro bronceado y varonil le delataba como perteneciente a una raza meridional.

Este desconocido al entrar el viejo se levantó para saludarle, pero el padre Fabián le empujó cariñosamente para que volviera a sentarse y le dijo en español dificultosamente pronunciado:

—Sentaos, señor conde. Este señor es un amigo, un hermano de gran confianza. Es D. José García, hombre virtuoso y de gran religiosidad que en 1820 se vio obligado a huir de España por no sufrir las persecuciones de los malditos revolucionarios. Después ha querido volver a su patria; especialmente cuando en el 24 quedó restablecido el orden y el respeto a la religión; pero asuntos muy graves y de gran interés para la Compañía le retienen aquí y el buen hermano se sacrifica. ¿No es así señor García?

—Así es, reverendo padre —contestó el vejete muy satisfecho del tono amable y jovial con que le hablaba tan elevado personaje.

—Sentaos, señor García, sentaos. Justamente hace un momento os recordaba y hablaba de vos al señor conde. A propósito; sabed que este señor es un compatriota vuestro, el conde de Baselga, coronel de un regimiento de caballería carlista que no ha imitado a esos traidores que con Maroto se entregaron en Vergar, y que a vivir en la opulencia reconociendo a la ilegitima Isabel II, ha preferido seguir al verdadero y desgraciado soberano Carlos V pasando la frontera y viniendo a París a sufrir las tristezas de la emigración. Es un héroe de la buena causa.

El señor García saludó con una sonrisa al héroe y con una respetuosa reverencia al conde y después se sentó modestamente y a alguna distancia de los dos personajes como si quisiera demostrar que no era de los que deseaban la supresión de castas.

—Yo —continuó diciendo el jesuita francés que entre sus defectos tenía el de ser excesivamente charlatán cuando estaba entre los suyos—, me encuentro perfectamente cuando hablo con españoles. Conservo muy buenos recuerdos de aquel país donde el cielo es eternamente azul y tan hermosas son las mujeres. ¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Torcéis el gesto señor García? Comprendo que a un santo como vos lo sois, os causan mal efecto estas palabras, pero… ¡qué queréis!, antes que sacerdote he sido soldado y la sotana no borra nunca las huellas que dejan las costuras del uniforme. Aquí está un bravo militar que por el mero hecho de serlo sabrá dispensarme mejor mis faltas y comprenderá más bien mi carácter.

Baselga sonreía encantado por la franqueza de aquel jesuita, y comparándolo con el simpático, pero misterioso padre Claudio, le encontraba muy superior a éste.

—¡Qué tiempos aquellos! —continuaba diciendo el padre Fabián—. Aún veo como si ocurriera en este instante cuando yo era sargento en la columna del general Hugo, el padre de ese coplero impío y revolucionario que tanto ruido mete ahora, y perseguíamos a aquel diabólico Empecinado que tan pronto se nos desvanecía entre las manos, como nos atacaba inesperadamente. Reconozco que los españoles no tienen rival en esas guerras de montaña, y tanta es la simpatía que me inspiran que desde aquí he ido siguiendo con interés todos los incidentes de esa contienda civil en la que tanto os habéis lucido, señor conde, al frente de vuestro regimiento de lanceros.

Baselga saludó con aire satisfecho, y el señor García creyó del caso agradecer con una amable sonrisa, aquellas lisonjas dirigidas a sus compatriotas.

—Vuestra llegada, señor García —continuó el jesuita—, no puede ser más oportuna. El señor conde visita París por primera vez, apenas si conoce el idioma y necesita un hombre de confianza, un buen amigo que le acompañe a todas partes, y le sirva de guía en esta Babel. Nadie mejor que vos puede hacer este favor y yo os estaba nombrando momentos antes de que entraseis.

—Reverendo padre —contestó el viejo—, estoy muy agradecido por la bondad que me dispensáis, y en cuanto al señor conde, prometo servirle tan bien como pueda.

Baselga tendió su mano al vejete en muestra de agradecimiento.

—¿Dónde vive usted, señor conde? —preguntó García con solícita curiosidad.

—Estoy alojado en la fonda de El León de Oro, en la rue Saint-Honoré. Vivimos allí algunos jefes emigrados en amistosa comunidad pero deseo mudar de domicilio e instalarme en una habitación que, aunque decente, no me cueste tan cara.

—A usted le convendría vivir en un barrio retirado y serio como de San Germán, o el de San Sulpicio. En aquella parte de París donde usted habita el escándalo y la corrupción tienen su asiento, y ninguna persona católica puede vivir con tranquilidad. Si usted me lo permite le buscaré nueva habitación.

—Apreciaré mucho este favor.

—Vivirá usted en la misma casa que yo. Soy pobre y no tengo otro remedio que vivir en una buhardilla que basta para mis necesidades; pero en el piso primero hay desalquilada una habitación de soltero bastante aceptable, en la que el señor conde podrá vivir con comodidad. Es en la calle de los Santos Padres. ¿Le conviene a usted mi proposición?

—Aceptada. Además viviendo cerca de usted, tendré la ventaja de poder utilizar a todas horas sus amables servicios.

—Todo está corriente —dijo el padre Fabián—. Telémaco y Mentor vivirán unidos, y así se completarán mejor. Y ahora que ya están convencidos, les suplico que me dejen solo. Crean que tengo un verdadero placer en conversar con ustedes, pero mis obligaciones son muchas y tengo la seguridad de que en la antesala me esperan un buen número de amigos y solicitantes. ¿Eran muchos cuando habéis entrado, señor García?

—Reverendo padre: pasaban de diez los sacerdotes que estaban en la antesala.

—Ya lo veis, señor conde. Esto es insufrible. No tengo un momento mío, pero esto no impedirá indudablemente que me honréis a menudo con vuestra visita. Siempre encontraremos tiempo suficiente para conversar como buenos amigos; vos recordando vuestras antiguas glorias, y yo pensando en los tiempos que arrastraba sable. Un recomendado del padre Claudio, es para mí una persona digna de las mayores atenciones.

El conde agradeció con respetuosas inclinaciones de cabeza los ofrecimientos del jesuita, y después de besar su mano se dispuso a salir acompañado del señor García.

Este procuró quedarse algo rezagado y cuando Baselga estaba ya en la puerta, volvióse rápidamente a donde se hallaba el padre Fabián que le miraba fijamente como adivinando que tenía algo que decirle.

—En aquella casa todo sigue lo mismo, reverendo padre.

—¿Y la niña?

—No se niega a ser monja, pero tiene cierto empeño en retardar la entrada en el convento.

—¿Hay acaso amoríos de por medio?

—No, reverendo padre. Si tal hubiese lo sabría yo.

—Mirad que los viejos no tenemos buen ojo para apercibirnos pronto de estas cosas.

—Tengo absoluta certeza de que María no piensa en amores.

—Pues ved de emplear todos los medios para que la niña se decida en favor de la religión.

—Así lo haré, reverendo padre.

—¿Y el señor Avellaneda?

—Sigue tan loco y meditabundo como siempre.

—Eso es menester —dijo sonriendo el jesuita.

El señor García besó devotamente la velluda mano que le tendía el padre Fabián y se reunió en la antesala con el conde de Baselga, cuya postura marcial y tez bronceada llamaba la atención de los clérigos franceses que aguardaban la audiencia.

Los nuevos amigos marcharon directamente a la calle de los Santos Padres, y la portera del señor García, vieja devota muy agradecida a éste no por las propinas sino por continuos regalos de estampas, medallas y escapularios milagrosos, les enseñó la habitación del primer piso que estaba desalquilada.

Baselga manifestó que le agradaba la pieza y sus muebles, y aquella misma noche durmió en ella.

Cuando el señor García, que se había encargado de traer el equipaje del conde desde la fonda El León de Oro, fue a retirarse a su cuarto, después de desear felices noches a su nuevo amigo, se detuvo junto a la puerta, y tras algunas vacilaciones, preguntó al conde con marcada curiosidad:

—Perdone usted mi impertinencia. Pero ¿tiene usted muy íntimas relaciones con los jesuitas de España?

—El padre Claudio es mi mejor amigo, mi protector, casi mi padre.

—Celebro que así sea, pues de este modo podrá ser más íntima nuestra amistad. Yo creo que nosotros, salvo la debida distinción de clases y el respeto que yo profeso siempre a mis superiores en la sociedad, somos algo más que amigos, pues bien podía ser que resultásemos hermanos.

—Creo que sí.

El vejete sonrió, y desabrochando su raído chaleco, entreabrió la camisa, mostrando sobre una sucia almilla de franela un escapulario, en el que estaba bordado en vivos colores un corazón sangriento y flameante rodeado de una corona de espinas.

El conde le imitó, y desabrochando sus ropas, enseñó un escapulario igual.

—Perfectamente —exclamó el viejo sonriendo con alegría—. Los dos somos hermanos, y aunque sin votos, pertenecemos a la gloriosa Compañía de Jesús. De hoy en adelante nos trataremos con la confianza que debe existir entre dos buenos hermanos, entre dos soldados de Cristo, a los que la sociedad impía y revolucionaria llama jesuitas de hábito corto.

VII LO QUE HABÍA SIDO DE BASELGA

¿Qué había sido del conde de Baselga después del día en que su matrimonio terminó de modo tan inesperado y trágico?

Por consejo del padre Claudio, diose de baja en la Guardia Real y fue a vivir en un rincón de Castilla, en aquel caserón señorial dónde se habían deslizado los primeros años de su infancia y del cual apenas si se acordaba.

El complaciente superior del jesuitismo en España era para Baselga una especie de ángel bueno que velaba por él, y de aquí que éste atendiera todas sus indicaciones para cumplirlas con la sumisión inconsciente de un autómata.

Enterrado en aquel lugarejo, donde había nacido, Baselga vivía alejado del mundo, y si alguna vez sabía algo de lo que ocurría en la corte, era por conducto del padre Claudio que le escribía todos los meses dándole muy buenos consejos y excitándole a la oración, exhortaciones que no hacían gran mella en su animo.

Su hija estaba en un convento de Madrid, y el buen jesuita velaba por ella con tanto interés como administraba la mediana fortuna de la difunta Pepita Carrillo, cuyas rentas dividía anualmente en dos mitades. La más insignificante se dedicaba al mantenimiento de Baselga que mensualmente recibía una cantidad que, unida al sueldo de comandante de cuartel que percibía, permitíale llevar una existencia de potentado en aquel mísero lugarejo, y la parte mayor y más cuantiosa se la embolsaba el padre Claudio por los gastos de administración y educación de la niña, verdadera dueña de aquellos bienes.

Baselga era casi feliz en su nueva situación. Cazaba la mayor parte del día, por las noches echaba largos párrafos con el cura del lugar, más ignorante que él, pues le reconocía gran superioridad intelectual y trataba a palos a los labriegos siempre que estaba de mal humor, ni más ni menos que si se encontrase en plena Edad Media y todavía fuesen un derecho los abusos feudales.

Algunas veces aquella tranquilidad que le proporcionaba la vida campestre desaparecía, pues los recuerdos del pasado venían a remover los vestigios de ambición que todavía quedaban adormecidos en su pensamiento.

El conde recordaba su feliz mocedad cuando soñaba en llegar a general y adquirir gran renombre y cuando se creía próximo a realizar sus ilusiones y al verse ahora postergado, solo sin otro apoyo que el de los jesuitas y en lo mejor de su edad casi en la misma situación de un veterano inservible, sentíase dominado por tremenda melancolía, y maldecía la memoria de la mujer que de tal modo había truncado su porvenir.

En aquella continua soledad y rompiendo el obstáculo de una tenaz monotonía, el recuerdo de tres seres surgía en su memoria causándole diversos y encontrados sentimientos.

Pepita aparecía algunas veces en su imaginación, hermosa, atrayente y seductora, y su recuerdo producía en Baselga el despertar de adormecidos deseos, y el que resucitase aquella pasión que por tanto tiempo le había dominado.

El conde amaba todavía a su esposa, y si en algunas ocasiones maldecía su memoria, eran más las que se abismaba con placer en los recuerdos del pasado, y saboreaba su perdida felicidad.

La niña, aquel pequeño ser inocente que a los ojos de la sociedad pasaba por su hija, excitaba también algunas veces sus recuerdos; pero hay que confesar en favor de los sentimientos de Baselga, que la pequeñuela, a pesar de su odioso nacimiento, no lograba inspirar al vengativo conde, otra impresión que una tranquila indiferencia. No así el otro ser que continuamente ocupaba su pensamiento y que era el mismo rey don Fernando, tipo odioso para el conde y que merecía toda la furia de su rencor.

Cada vez que Baselga pensaba en su soberano sentía que la sangre se agolpaba en su cerebro y crispaba las manos como disponiéndose a estrangularlo, cual si lo tuviese en su presencia.

Pensando en el rey se arrepentía de haber obedecido a su estimado padre Claudio, absteniéndose de dar un escándalo y tomar tremenda venganza; pero ya que en el momento le era imposible dar rienda suelta a su furor, proponíase tomar la revancha así que se le presentara ocasión, no sólo contra el amante de su esposa sino contra sus descendientes si es que llegaba a tenerlos.

Así transcurrieron algunos años sin que el olvido que lleva consigo el tiempo lograra borrar de la memoria de Baselga, tan tristes y tenaces recuerdos.

El primer día de cada año y el de su santo recibía el conde dos cartas de felicitación escritas por su hija con un estilo dulzón y afectado que delataba la carencia de espontaneidad, y daban a entender que la educanda copiaba lo dictado por la superiora del convento.

Aquellas cartas no proporcionaban a Baselga ningún consuelo, y después de leerlas las arrojaba con indiferencia dedicándose de nuevo a su vida monótona y despojada de todo sentimiento que no fuese el de venganza.

Aquella vida uniforme en un hombre nacido para la agitación y la lucha, en vez de debilitar el recuerdo de sus desgracias, sólo servía para excitar más en él las memorias del pasado y sumirle en una feroz melancolía.

Cuando llegó a aquel lugarejo de Castilla la noticia de la muerte de Fernando VII, Baselga sintió una impresión semejante a la de aquel a quien roban una cosa que considera próxima a adquirir.

Acariciaba la esperanza de que algún día la casualidad le pondría en camino de vengarse por su propia mano del hombre que le había deshonrado. Él no sabía cómo podría realizarse tal milagro, pero tenía la certeza de éste y por ello experimentó una tremenda decepción cuando supo que la muerte acababa de robarle su presa.

No tardaron en sobrevenir con gran rapidez nuevos acontecimientos.

Pocos días después de la muerte del rey recibió una abultada carta del padre Claudio, en la cual hacía éste un llamamiento a su amistad.

Los partidarios del infante don Carlos defendían con las armas en la mano en las provincias del Norte la causa de la Iglesia.

La esposa y la hija de Fernando VII parecían decidirse a favor de la libertad y usurpaban los sagrados derechos de Carlos V. Era preciso que todos los soldados de Cristo, todos los militares que fuesen fieles guardadores de su honor y amantes de la legitimidad monárquica, acudiesen en auxilio del desgraciado infante que andaba errante y proscrito por países extranjeros.

Además la Orden (esto lo repetía varias veces en su carta el padre Claudio) exigía a todos sus amigos que tomasen parte en aquella campaña que era en favor de Dios y de la religión.

No necesitaba de tantas excitaciones el conde de Baselga.

Bastaba que el padre Claudio le mandase una cosa sin explicación de ninguna clase para que él la cumpliese inmediatamente, y además, la nueva guerra le proporcionaba ocasión para hacer daño a los descendientes del hombre que tanto había aborrecido.

Baselga transformose repentinamente y volvió a ser el soldado audaz y ambicioso de otros tiempos.

La gloria militar apareció otra vez radiante y magnífica en su imaginación, y corrió a donde le empujaban sus pasiones y el mandato de aquella institución a la que estaba íntimamente unido.

El padre Claudio había recomendado bien a su protegido y éste mereció en las filas carlistas un agradable recibimiento.

Zumalacárregui le dio el mando del primer escuadrón de caballería que pudo organizar, y Baselga, procediendo unas veces como buen soldado y otras como un loco de fortuna, fue adquiriendo renombre entre los suyos y llegó a ser considerado como el coronel más valiente del ejército carlista.

Eterno adorador de la monarquía absoluta y de los reyes de derecho divino, profesó tanta veneración a don Carlos como odio había sentido contra su hermano, y al ajustarse el convenio de Vergara, fue de los que no quisieron ceder y aconsejaron al Pretendiente la resistencia a todo trance; pero en vista de que éste no quiso acceder a sus belicosos deseos, se conformó a pasar por vencido, y transmontando la frontera, entró en Francia en compañía de su desalentado soberano.

Seis años de continuo guerrear no le habían proporcionado otra cosa que las efímeras satisfacciones producidas por algunas hazañas; pero a falta de la gloria soñada, aquella campaña había servido para amortiguar la melancolía de otros tiempos y devolverle gran parte del buen humor, la osadía y la satisfacción de sí mismo que tanto le distinguían cuando era subteniente de la Guardia Real.

Al establecerse en París y trabar amistosa relación con el señor García en la forma que hemos visto, era el conde de Baselga un hombre, aunque maduro, de agradable presencia.

La guerra había fortalecido su cuerpo de atleta, y al broncear sus facciones, parecía haber petrificado, haciéndola inmodificable por el tiempo, aquella hermosura varonil.

Su cojera (recuerdo eterno del 7 de Julio), en vez de afear su figura, contribuía a darle un aspecto más militar.

Baselga resultaba el tipo del soldado español y con su marcial apostura recordaba a los guerreros del siglo XVII, aquellos arcabuceros ceñudos, atezados y fieros que formaban al frente de los tercios de Figueroa y Requessens.

VIII. REALIZACIÓN DE UN SUEÑO

Pasaron muchos días antes de que María, reponiéndose de la impresión experimentada, pudiera darse exacta cuenta de lo que la ocurría.

Fue en una tarde hermosa, risueña y de cielo despejado cuando vio por primera vez a aquel hombre.

En el Luxemburgo se realizó el encuentro y fue tan rara aquella impresión, que a la joven le pareció que el paseo estaba transformado por arte repentina y mágica.

Aquella tarde le acompañaba su padre en el paseo. Por una inesperada rareza, el señor Avellaneda, que pasaba semanas enteras metido en su casa y que si salía era tan sólo para visitar la tumba de su esposa en el cementerio del padre Lachaise, se empeñó en visitar su antiguo y favorito paseo y acompañó a su hija en la unión del señor García.

Aquellos tres seres, al entrar en el Luxemburgo, ofrecían el aspecto de un extraño triángulo. El vértice era la juventud, la vida y la frescura representadas por María que, a pesar de sus trajes oscuros, monjiles y de horrible forma, estaba radiante de belleza, y detrás de ella, con acompasado y tardío paso, marchaban las dos fases de la vejez; la senectud risueña, sana y ágil del señor García y la quebrantada, enfermiza y macilenta de D. Ricardo Avellaneda que, a pesar de tener menos edad, parecía mucho más viejo que su devoto amigo.

El encuentro se verificó en las inmediaciones del estanque.

María, que caminaba distraída embebida en aquellos pensamientos románticos que tenían su imaginación en perpetua ebullición, se fijó de pronto en un hombre que estaba a la misma orilla del estanque, siguiendo con mirada distraída el incesante rizado con que el vientecillo agitaba la superficie del agua.

Nada tenía de extraño aquel hombre para llamar la atención, y sin embargo, María, desde que puso en él sus ojos, no logró apartarlos, sin que pudiera explicarse el porqué de tal carencia de voluntad.

La joven, con el paso lento que le obligaban a guardar sus ancianos acompañantes, iba acercándose al punto ocupado por aquel hombre que, por estar casi de espaldas, no dejaba ver su rostro.

María seguía mirando con atención aquella figura gallarda y colosal que, a no ser por su melena a la moda y su levita verde botella, hubiera podido confundirse con la de una estatua clásica, y sin poder explicarse el porqué, deseaba ardientemente que volviera el rostro para poder apreciar si estaba en armonía con el cuerpo.

Ninguno de los dandys ni de los estudiantes melenudos que diariamente concurrían al paseo tenían el aire especial de aquel hombre a quien ella veía por primera vez en el Luxemburgo.

Pocos instantes faltaban para llegar a la orilla del estanque y, sin embargo, María, se impacientaba por el paso tardo de sus acompañantes que de vez en cuando se detenían para dar más firmeza a sus palabras con expresivos braceos. Un interés tan repentino por conocer a aquel hombre, era propio de una joven nerviosa, caprichosa y muy dada a curiosear, sin duda por la vida casi monástica que observaba forzosamente.

Estaba ya la joven como a cincuenta pasos del desconocido, cuando cruzó el espacio que se extendía entre ambos, un muchachuelo elegantemente vestido y de piernas vacilantes que sonriendo como un pillete que hace una de las suyas, huía de la niñera que venía corriendo algo lejos queriendo remediar con una exagerada solicitud un anterior descuido.

De pronto el niño vaciló en su impetuosa carrera y… ¡cataplum!, cayó como una pelota, siendo acompañado en su caída por los gritos que lanzaron algunas personas sentadas en los inmediatos bancos.

María, por involuntario impulso, corrió a levantar del suelo a aquel audaz pequeñuelo que, con la cara sobre la arena, vociferando y pataleaba desaforadamente: pero cuando ya se inclinaba para ir al niño, unos brazos robustos agarraron a éste levantándolo suelo y elevándolo con la misma facilidad que un elefante levantaría una nuez.

Cuando María volvió a erguirse vio frente a sí al hombre que tanto le había interesado y que, con el niño en brazos, se entretenía en limpiarle con su pañuelo las lágrimas y el polvo dándole de vez en cuando un beso para que callara.

La joven no se ocupó del niño y fijó su atención en el hombre, que en cambio parecía preocuparse más del muchacho que de la señorita que tenía delante.

Creyó María del caso decir algunas palabras de consuelo al niño, y preguntó al hombre si le conocía, pero vio con sorpresa que éste hacía esfuerzos como para entenderla y al fin en un francés ininteligible y haciendo inauditos esfuerzos contestó negativamente, diciendo que era extranjero y que le veía por primera vez.

En esto, nuevos individuos se unieron al grupo. Eran la niñera que por una parte llegaba jadeante y sofocada y que tomó apresuradamente el niño en sus brazos, y por otra los dos viejos acompañantes de María.

Aquel hombre, al ver al señor García, sonrió placenteramente y se llevó la mano al sombrero para saludar a don Ricardo.

—¿Usted por aquí, señor conde? —exclamó el viejo devoto—. No creía encontrarle en el paseo. Me imaginaba que usted estaría al otro lado del Sena, en el café donde acuden sus compañeros de armas.

María, al oír llamar señor conde al desconocido, que le hablaba en español y que le conocía su preceptor, pensó en las novelas que continuamente leía, y tuvo cierta satisfacción en ver que muchas veces pasa en la vida lo mismo que en los libros.

—Señores —continuó el vejete con aire oficioso—. Celebro haber encontrado una ocasión para que ustedes se conozcan mutuamente. Don Ricardo: este señor, es el mismo de quien he hablado a usted varias veces; el señor conde de Baselga, coronel del ejército carlista, héroe de la pasada guerra, que ha tenido que emigrar. Vive en mi misma casa.

Avellaneda saludó con toda la amabilidad que le permitía su extraño carácter, y el señor García continuó:

—Señor conde, aquí se encuentra usted entre compatriotas y frente a un emigrado de diversa clase. Este señor es D. Ricardo Avellaneda, ex-secretario español del rey José, y esta señorita su hija María.

La presentación estaba hecha en toda regla y Baselga contestó a ella con un marcial saludo que produjo en María una simpática sonrisa.

¿Con que aquél era el español emigrado que habitaba en la misma casa que el señor García? Nunca se lo había imaginado así la joven.

Su preceptor hacía más de un mes que le hablaba del conde de Baselga, pero como decía que su edad pasaba de cuarenta años, que cojeaba, que estaba muy desfigurado por las fatigas de la campaña, que tenía una hija en España que casi era casadera y que a pesar de ser militar se mostraba muy temeroso de Dios y aficionado a las prácticas del culto, María se imaginaba que el tal conde era una especie de señor García, aunque acostumbrado a llevar uniforme y tan fanático, rancio y empalagoso como éste.

¡Cuán grande era ahora su sorpresa al encontrarse con aquel hombre que aunque no era un jovencito, atraía por su varonil hermosura, su mirada franca y algo fiera y su tipo caballeresco!

María, fijándose con infantil atención especialmente en el bigote a la borgoñona y la perilla romántica de Baselga, recordaba a los héroes de capa y espada de las novelas de Dumas entonces tan en boga y comprendía que a una joven hermosa y apasionada (ella por ejemplo) no le viniera mal ser cortejada por un hombre que parecía el símbolo de la fuerza y de la hidalguía.

La presentación sólo interrumpió el paseo breves instantes y el primitivo triángulo se deshizo marchando ahora en fila los cuatro; María silenciosa y los tres hombres hablando con cierto calor.

Al señor Avellaneda no le hacía mucha gracia tratar con un emigrado carlista, pero ya había transigido con ser amigo de un devoto santurrón como el señor García y más simpatía le inspiraba aquel conde que procedía y hablaba con esa noble y natural franqueza propia del militar español.

Además aquella tarde don Ricardo se mostraba más expansivo y hablador que de costumbre, y cuando tal sucedía se agarraba con ansia al primero que encontraba más cerca para molerlo a preguntas, que se repetían sin aguardar contestación y exponer sus peregrinas teorías que algunas veces hacían dudar de la solidez de su cerebro.

El tema de su conversación siempre que se encontraba locuaz, era regularmente los asuntos políticos de España.

Baselga que era también algo hablador especialmente desde que se encontraba en París, donde pasaba muchas horas sin más compañía que las paredes de su cuarto, entró de lleno en la conversación y obedeciendo las indicaciones de su compatriota, expuso lo mejor que pudo su criterio sobre la política española.

Avellaneda no estaba conforme con él. ¡Qué había de estar! Él era muy liberal, sí, señor, y por lo mismo que lo era se había ido en 1808 con los franceses que llevaban a España el espíritu democrático y regenerador de la Revolución; pero ahora estaba ya desengañado y creía que la libertad era buena para todos los pueblos menos para el suyo.

—¡Ahí, los españoles! —exclamaba mirando a Baselga con aire de superioridad—. Créame usted a mí, somos mala gente, ralea de perdidos y de vagos incapaces de ser hombres y que sólo estamos bien cuando tenemos un amo, que después de robarnos nos sacude buenos garrotazos. Aquel país está perdido y por eso no quiero volver a él. Allí sólo tiene razón de ser el gobierno de las coronas, allí sólo se cree la gente feliz cuando obedece a un canalla que lleva corona de oro o cuando aprende a ser imbécil oyendo los sermones de un granuja que ostenta corona eclesiástica en el cogote. España está dada a todos los diablos. Los españoles somos una horda de hijos de fraile y aunque Dios se empeñara, nunca llegaríamos a ser un pueblo. ¡Si al menos la degollina de frailes de 1834 se repitiera cada año!

El conde absolutista oía con extrañeza tan terribles palabras dichas con una sencillez abrumadora, y el señor García subrayaba la mayor parte de aquellas frases con su risita de conejo y alguno que otro guiño que hacía a su amigo como indicándole que no hiciera gran caso de las expresiones de Avellaneda.

María se aburría lindamente oyendo por centésima vez aquellas teorías de su padre que no entendía ni le importaban gran cosa.

Lo que a ella no le parecía muy bien, es que Baselga se mostrara preocupado por la conversación hasta el punto de olvidarse de que junto a él iba una señorita joven y no mal parecida y que cumpliendo su deber de caballero bien educado había de dirigirla alguna galantería y desvanecer con amable conversación el fastidio de aquel monótono paseo.

Por desgracia, el conde no parecía hacerla gran caso y la conducta que observaba con ella no pasaba de una respetuosa galantería.

La joven no causaba gran mella en el ánimo de Baselga.

La única impresión que la presencia de María despertó en su ánimo, fue que dentro de poco tiempo tendría casi su mismo aspecto la hija de Pepita, aquella niña que a los ojos de la sociedad pasaba por suya y que estaba acabando su educación en un convento de Madrid.

Aquella tarde fue tan corta como todas las del invierno. Al debilitarse la luz del sol, comenzó el vientecillo a ser helado en demasía, y la gente, cubriéndose con los abrigos que llevaba al brazo, comenzó a abandonar el paseo al mismo tiempo que el tambor de la guardia del Luxemburgo con marciales redobles anunciaba en las frondosas alamedas que las verjas del paseo iban a cerrarse.

Aquel grupo que conversaba con esa fraternal intimidad de los compatriotas que se encuentran en extraño suelo, se dirigió a una de las salidas del paseo y entró en la rue Vaugirard con dirección a la de Ferou donde habitaba Avellaneda.

La acera era estrecha, no permitiendo el paso de frente más que a dos personas y era peligroso andar por el arroyo, pues los faroles no estaban aún encendidos y había gran movimiento de coches.

Avellaneda se agarró de su viejo y devoto amigo, y Baselga, con aquella galantería caballeresca que en su juventud tan buena acogida le había valido en los salones de Palacio, ofreció su brazo a María que marchaba delante.

¡Qué sensación tan profunda la que experimentó la joven! ¡Con qué arrollador impulso afluyó un torrente de sangre a su corazón! ¡Cómo se colorearon después sus mejillas!

Era la primera vez que se apoyaba en un brazo varonil, que no era el de su padre, y en los primeros instantes tembló nerviosamente como si estuviera cometiendo una grave falta.

La tranquilidad de don Ricardo, que iba detrás hablando de su eterno tema y echando pestes sobre España y los españoles, le devolvió la calma e hizo que fijara toda su atención en lo que le decía Baselga con cierto tonillo paternal propio de un hombre maduro que se dirige a una niña.

El conde la preguntaba cosas indiferentes, sin duda para no caminar silencioso y con gravedad ridícula. No le importaba gran cosa lo que María pudiera hacer, ni si le gustaba mucho París, ni menos si deseaba volver a España; pero Baselga, para pasar el tiempo, juzgaba indispensable hacerla tales preguntas a las que la joven contestaba con palabras entrecortadas y con voz temblorosa.

Aquellas timideces de la niña hicieron que el conde fijara más en ella la atención. Es difícil que un hombre se muestre indiferente sintiendo sobre su brazo el contacto de otro mórbido y femenil y teniendo a poca distancia de sus ojos una cabeza de perfil artístico e interesante, y esto fue lo que sucedió a Baselga, quien, contemplando fijamente a María a la dudosa luz del crepúsculo, la encontró muy hermosa y digna de que… él no, sino un Tenorio de veinte años hiciera por ella toda clase de locuras.

María, a pesar de su inexperiencia, guiada por ese instinto natural en toda mujer, adivinaba lo que pensaba su acompañante contemplándola y se ruborizaba sintiendo al mismo tiempo que el corazón le saltaba en el pecho con la febril agitación de un pájaro en la jaula.

Baselga para ocultar su naciente curiosidad, hacía las preguntas en un tono jocoso y cada vez se mostraba más interesado en conocer los secretos de la niña.

María se alarmaba con aquel cariñoso interrogatorio. Había deseado hablar con aquel hombre, y ahora tenía miedo de continuar la conversación, aunque este temor no estaba exento de placer.

El pudor de María, aquellas preocupaciones de niña algo gazmoña y apegada a las prácticas monjiles se sublevaban ante las galanterías mundanas del antiguo palaciego. ¡Ay, Dios mío!, ¿qué era aquello que le preguntaba?, ¿qué si tenía novio?

—No, señor conde, no. Yo no pienso en esas cosas. Soy muy joven, y además…

Aquí se detuvo María. Tenía reparo en decir a Baselga que el Señor García, contando con su seguro consentimiento, pensaba hacerla monja. Esta era la verdad; pero ella… ¡vamos!, no lo decía, aunque la mataran. No era caso de que aquel hombre tan simpático, tan hermoso, que cojeaba tan graciosamente y que tenía el aspecto romántico de un héroe de leyenda, creyéndola dominada por el puro amor a Dios y las aficiones a la vida monástica, fuera a dejar de cortejarla, considerándola en adelante como una santurrona, amiga de tratar únicamente con gentes de sotana. Ella sería monja, porque así se lo había prometido a la Virgen y al señor García; pero antes, no le venía mal saber cómo era aquello que llamaban amor y qué placer causaba escuchar los juramentos de eterno cariño de un hombre acostumbrado a las furiosas cargas de caballería y a andar a cuchilladas a cada momento.

Baselga sólo supo que la niña no tenía novio, pero ignoró el además que María dejó en suspenso.

Cuando iba a preguntarla nuevamente el porqué de aquella causa para no amar, llegaron a la puerta de la casa que habitaba Avellaneda, y la pareja tuvo que deshacerse, entrando entonces entre don Ricardo y el conde, la parte de ofrecimientos de habitación, apretones de mano e invitaciones de subir a descansar, cortésmente rehusadas.

—Ya lo sabe usted, señor conde. Aquí es su casa, y crea que este ofrecimiento es sincero. El señor García me conoce bien y sabe la franqueza con que procedo, además de que, entre compatriotas, debe existir verdadera fraternidad. Apreciaré que usted venga a menudo a visitarnos y que sea para nosotros tan íntimo como su viejo amigo. Venga usted cuando quiera; especialmente por la noche y al calor de la estufa, echaremos algún parrafillo sobre las cosas de España. A mí, si no me da el maldito dolor de gota, suelo ser muy tratable, y cuando estoy enfermo, siempre quedan en el comedor la niña, el señor García y Tomasa, que se están hasta muy tarde en conversación. Ya conocerá usted a Tomasa, una aragonesa bestia y fiel como la primera. Vaya, señor conde; buenas noches. Ya sabe usted dónde encontrará siempre amigos, una taza de café y un rato de conversación.

Baselga contestó a la charla de Avellaneda, prometiendo que al día siguiente, por la noche, iría a visitar a sus nuevos amigos, y después de oprimir con alguna expresión la temblorosa mano de María, saludó a don Ricardo y al señor García, que, como de costumbre, se quedaba allí a comer, y fue a hacer lo mismo en su restaurante de la plaza Saint-Michel.

Aquella noche durmió María con una dulce tranquilidad.

Algo tuvo que luchar para que el sueño se posara sobre sus ojos, pues la imaginación andaba como gato suelto por el interior de su cabecita trastornándolo todo y despertando a zarpadas los más absurdos pensamientos.

La joven gozó largamente en pasar revista a todos los sucesos de la tarde. Pensó detenidamente en aquella perilla romántica, en los bucles de la negra caballera, en el pantalón gris perla y la levita verde, y experimentó un regular disgusto al no poder recordar cuantos botones tenía ésta sobre el pecho.

Cuando el sueño comenzó a entornar sus ojos, apareció en pie junto a la cabecera de la cama, aquella fantástica figura de paladín novelesco, creada por su imaginación al calor de poéticas lecturas.

Pero aquella figura no tenía vagos contornos ni facciones indeterminadas como antes, pues su rostro era, en aquella noche el mismo de Baselga, el cual, procediendo como un redomado pícaro se había introducido sin más preámbulos en el corazón de la niña, tomando posesión de él como dueño y señor.

IX. LA PASIÓN Y EL SENTIDO COMÚN

Muy bien le pareció a Tomasa aquel nuevo amigo de la casa.

Y pareciéndole bien a Tomasa acabó de parecerle inmejorable a todo el mundo, pues la rústica doméstica que con la edad y el dominio que la daba la exclusiva dirección de la casa se había hecho algo arisca y dominante, era la verdadera autoridad en aquel recinto dentro del cual el dueño o sea el señor Avellaneda, no tenía más valor que el de una sombra.

La aragonesa sentía irresistible simpatía por aquel señor, no se sabe si por esa tendencia inconsciente que las domésticas sienten hacia todo hombre de espada o porque encontraba cierta similitud en su porte marcial y autoritario con el de aquel gendarme bigotudo que le hizo el amor cuando María lactaba todavía de los pechos de su madre.

—Vaya un señorón —decía Tomasa cada vez que visitaba la casa el conde Baselga—. Basta mirarle la cara para conocer que es todo un personaje acostumbrado al trato de las gentes finas. ¡Con qué distinción hablan esos que son títulos! Tiene el mismo aspecto del marqués del Melci, un señorón de mi tierra que iba vestido de general en la procesión del Corpus y que llamaba la atención de todos por su seriedad y empaque majestuoso. ¿No te gusta a ti, María? ¿No encuentras que es muy simpático don Fernando? Ahora nuestra tertulia de por la noche está más alegre, pues antes sólo hablábamos con el señor García, que es casi un santo, pero que resulta muy empalagoso con sus historias viejas y su miedo a las bromas un poco alegres.

Excusado es decir que María asentía a todas las afirmaciones de su antigua criada y que no tenía inconveniente en manifestar que Baselga era hombre muy simpático, por lo cual aguardaba siempre su llegada con gran impaciencia.

Alrededor de la gran mesa del comedor y junto a la estufa ventruda que ocupaba un ángulo de la pieza formábase todas las noches la tertulia que evitaba a Baselga largas horas de aburrimiento en su casa o en el café y constituía ya para él una cotidiana necesidad.

A las ocho entraba en la casa el emigrado carlista e invariablemente el comedor ofrecía a sus ojos todas las noches el mismo espectáculo.

Sobre la gran mesa que acababa de ser despojada del mantel y los restos de la comida, Tomasa colocaba en correcta formación las tazas de café, la azucarera y una botella de ron, junto a la estufa, María se entretenía en hacer labor, levantando de vez en cuando la cabeza en la que se veía una expresión de impaciencia mal disimulada; el señor García arreglaba mentalmente las cuentas de su administración o se entretenía en canturrear golpeando una taza con la cucharilla y don Ricardo se paseaba en el reducido espacio que quedaba entre la mesa y la pared con las manos en los bolsillos tropezando a cada paso con las sillas. Aquello era, según la gráfica expresión de Avellaneda, para que la comida se bajara a los talones.

La entrada de Baselga producía una verdadera revolución en aquella pieza, sobre la que parecía pesar una atmósfera de monotonía y fastidio.

María se ruborizaba y con una prontitud que en vano pretendía ocultar corría su silla hasta la mesa procurando colocarse cerca del recién llegado como si temiera perder una sola de sus palabras; el señor Avellaneda rompía su forzado mutismo y como si se tratara de un parisién enterado de todos los chismes de la gran ciudad, entraba en conversación preguntándole con el rostro animado qué se decía por París, y Tomasa acababa de reñir en la cocina con las dos criadas francesas y después de servir el café ocupaba su puesto en el comedor, preparándose a saludar con tremendas risotadas el más insignificante chiste de aquel hombre tan simpático.

Baselga no podía explicarse la atracción que para él tenía aquella casa pero lo cierto es que eran muy pocas las noches que faltaba a ella.

Sus compañeros de emigración, nobles como él e incapaces de mezclarse con gentes que no fuesen de su clase, le habían presentado en varias casas del barrio de Saint-Germain cuyos habitantes, descendientes en línea recta de los cruzados, daban una vez por semana recepciones a las que asistía lo más florido de la antigua nobleza y del partido legitimista.

En dichas reuniones su título de conde y el valor con que se había batido a favor del absolutismo, le valían grandes consideraciones y el contraer importantes amistades; pero esto no evitaba que se aburriera en aquellos salones vetustos, cuyo artesonado contaba siglos y que prefiriese la sencilla tertulia de Avellaneda con toda su tranquila monotonía y las audaces franquezas de la criada, que se mostraba más impertinente cuanto más cariñosa.

El conde estaba transformado y las necesidades de la guerra, el continuo roce con las gentes de la montaña que formaban su hueste, habían modificado completamente su carácter acostumbrándole a tratar con marcial fraternidad y superioridad bondadosa a las gentes sencillas.

Él, que en su juventud negaba el saludo en Palacio a los ministros de la época constitucional por ser plebeyos sin otro blasón que el del talento y que creía que los criados eran gente inferior digna únicamente de ser tratada a palos, sufría ahora todas las impertinencias de la francota Tomasa y hasta algunas veces se dignaba decir algo para ella con el solo propósito de que abriera su bocaza y diese salida a una de aquellas carcajadas que hacían temblar el techo.

¡Se encontraba tan bien el conde en aquel comedor! ¡Se respiraba en él tal ambiente de paz y de sosiego!

Baselga no podía explicarse el porqué, pero siempre que se sentaba junto a aquella mesa acudían a su memoria los recuerdos más felices de su vida, y con los ojos de la imaginación se contemplaba tal como era poco después de casarse con Pepita, cuando pasaba las noches en el gabinete de su esposa bailoteando sobre las rodillas la pequeñuela que creía suya.

Él había nacido para la vida de familia. Le gustaban la guerra, la agitación, los accidentes inesperados, pero esto era tan sólo por una temporada más o menos larga; pero terminado el período de lucha consideraba como una gran felicidad, tener una familia y seres a quienes amar y que le correspondiesen.

¡Ah! ¡Si Pepita no le hubiese engañado! ¡Si aquella mujer no hubiese procedido tan villanamente, y si él no tuviese el genio tan feroz y arrebatado! ¡Qué feliz hubiese sido!

Además (seguía pensando el emigrado), ya se iba haciendo viejo, cualquier día perdería aquel aspecto todavía juvenil que le hacía ser mirado con interés por las mujeres, no pensaba volver a España, se quedaría para siempre en un país extraño y si no constituía una familia corría el peligro de arrastrar una vejez solitaria, triste y dolorosa, se exponía a ser un señor García aunque con menos conformidad y valor, y morir una noche en su cuarto sin tener una alma caritativa que le auxiliase.

Estos pensamientos pasaban atropelladamente por la mente de Baselga, justamente cuando hablaba con más jocosidad o entretenía a sus amigos con el relato de sus campañas.

Aquella casa tenía el privilegio de despertar en él los instintos sociales, y la afición a la familia.

Además, cuando a media noche se veía completamente solo en su habitación, sentía miedo y comprendía que era imposible vivir dentro de la sociedad, tan independiente y aislado como en un desierto.

Cuando después de su viudez vivía solo en el caserón de sus padres, tenía al menos la ventaja de estar rodeado de gentes le respetaban como a señor o que le querían por haberle visto nacer; pero allí no tenía más amparo ni más amistad que la del señor García, viejo que por su vida solitaria era en extremo egoísta o la de la portera que refunfuñaba así que transcurría una semana sin propina.

Decididamente las cosas no podían continuar así. Si fuera joven, si todavía no hubiera llegado a los treinta años como algunos de sus compañeros de emigración, se dedicaría con ellos a la vida alegre y de crápula tan hermosa en París y que tanto distrae, pero este remedio a su soledad le resultaba imposible. Era ya demasiado maduro para entregarse a las locuras de la juventud, había sufrido demasiado para distraerse todos los días con los besos de las rameras y los vapores del vino y sobre todo no podía resistir tal género de vida porque era pobre. La administración de los bienes de su hija debía ser asunto muy enrevesado y costoso pues el padre Claudio se limitaba a remitirle una cantidad mezquina que apenas si bastaba a cubrir en París, las necesidades de una vida modesta.

El recuerdo de su hija vino a iluminar repentinamente el cerebro de Baselga una noche que se revolvía en su cama impresionado por el ambiente de familia que respiraba cotidianamente en casa de Avellaneda.

Ya había encontrado la solución y se extrañaba de no haber dado antes con ella. Ya no estaría solo ni carecería del cariño y del cuidado cuya necesidad se siente con más fuerza que nunca cuando se vive alejado de la patria.

Sacaría a su hija del convento y haría que viniese a París a vivir con su padre. El bueno del padre Claudio se encargaría de esta comisión, y el asunto era cosa de poco tiempo. Dentro de un mes estaría ya la niña en aquella habitación o en otra más grande y cómoda, pues como no habría que pagar la pensión en el convento, el padre gozaría del producto integro de sus bienes.

¿Quién podía oponerse a esto? Nadie: él era el padre y podía obrar como mejor le pareciese.

Baselga saboreaba ya su dicha y se felicitaba por su buena idea cuando un pensamiento desconsolador vino a fijarse con tremenda tenacidad en su cerebro.

¿Qué cariño podría encontrar en aquella niña que no era su hija? ¿Cómo iba a amar a aquel ser producto de la liviandad de su esposa? ¿No le estaría recordando a todas horas aquella mujer que tan tristemente había influido en su porvenir y al regio amante a quien tanto aborreció?

No, era una verdadera locura traer la niña a París. Bien estaba en el convento, lejos, muy lejos del que ella creía su padre y cual nunca podía amarla.

Pero apenas Baselga adoptó esta resolución que parecía salvarle de un peligro tan grave como era volver a las melancolías que le producía el continuo recuerdo de su pasada vida, surgió nuevamente y con más fuerza el temor de seguir viviendo completamente solo en el seno de una ciudad que, aunque populosa, resultaba para él un desierto.

No; él no se resignaba a seguir por más tiempo en tan anormal situación. Necesitaba tener a su lado un ser a quien adorar y hacer partícipe de sus alegrías y sus tristezas. ¿Dónde buscarlo? He aquí el problema.

Al llegar Baselga a este punto en su nocturna meditación, una maldita idea, con la viveza de un duende, surgió del almacén de los pensamientos absurdos y se puso a danzar en su cerebro. Tanta impresión causó al conde aquel pensamiento inesperado, que no pudo menos de turbar el silencio de su alcoba lanzando una ruidosa carcajada.

¡Vaya una idea diabólica! ¿Pues no acababa de ocurrírsele el casarse? ¿Y con quién? ¡Había para reírse…!, nada menos que con una mujer que podía ser su hija, con aquella María Avellaneda que tenía más aire de futura monja que de señora de su casa.

¡Buena pareja harían! De seguro que a realizarse tal idea la fidelidad conyugal añadiría un ataque más a los muchos que continuamente sufría en el mundo.

A Baselga le parecía imposible que hubiera podido ocurrírsele tal idea y se avergonzaba de ella, lo que no impedía que siguiera acariciándola como si gozase en apreciar toda la cantidad del absurdo que encerraba.

¡Qué dirían sus compañeros de emigración y sus amigos jesuitas al saber que él pensaba semejantes barbaridades!

Tanto rumió el conde aquella loca idea, que al fin comenzó a encontrar la cierta naturalidad. Bien considerado, ¿no ocurrían todos los días casamientos tan desiguales como el que él se imaginaba?

Además, él no estaba tan viejo. Las penalidades de la guerra no le habían quebrantado mucho y tenía una salud a toda prueba. Alguna que otra cana indiscreta comenzaba a marcarse en su cabeza; pero todo lo compensaba su figura que no debía haber desmejorado a juzgar por la atención que merecía entre las francesas de vida galante.

Pensando en el asunto, Baselga comenzó a recordar detalles en que hasta entonces no había fijado la atención y pensó, aun a riesgo de resultar presuntuoso, que a María no le era indiferente. Y sino ¿por qué mostraba tal alegría por sus visitas? ¿Por qué le dirigía tímidas reconvenciones cuando dejaba de asistir una sola noche a la tertulia del señor Avellaneda?

El conde, a fuerza de deducciones, llegó a considerar que la idea de casarse con María no era del todo descabellada; pero como el sentido común presentaba fuertes objeciones a sus propósitos decidió entregarse al sueño, dejando para más adelante la resolución de aquel asunto.

Desde aquella noche Baselga no cesó de pensar en María.

Aquella que hasta entonces había sido para él una niña, a la que trataba con dulce indiferencia, fue agrandándose ante sus ojos y cobrando importancia, llegando a absorber todo su pensamiento.

El preocupado conde fue descubriendo en ella nuevas e inesperadas cualidades, y su hermosura, considerada ya a través de un prisma amoroso, le impresionó hasta el punto de proporcionarle un continuo insomnio.

Baselga comenzaba ya a sentirse enamorado, pero notaba que su pasión era muy distinta de la que en otro tiempo había sentido por su difunta esposa.

La presencia de María no le ocasionaba aquel escalofrío de excitación carnal que en pasadas épocas le arrancaba la incitante belleza de Pepita, y bien sea porque la edad había envejecido la bestia insaciable que el conde llevaba dentro de sí o porque la hermosura de la señorita Avellaneda era ideal, lo cierto es que Baselga sentía por ella una pasión dulce y tranquila menos arrebatada que la anterior, pero mucho más firme.

Al emigrado no le cabía ninguna duda de que estaba verdaderamente enamorado de María, y de que era difícil que se desvaneciera tal pasión, pero a pesar de esto, la idea de casarse le producía un sinnúmero de conflictos interiores y de continuas perplejidades.

Semejante a aquel padre de la Iglesia que decía sentir dentro de sí dos distintas y contradictorias naturalezas, Baselga sentíase agitado continuamente por dos diversas tendencias que le causaban un perpetuo malestar.

El Baselga enamorado entregábase a las más risueñas ilusiones; por más que buscaba no encontraba ningún obstáculo serio que pudiera oponerse a la felicidad soñada y se veía ya casado con María y hasta padre de hijos más legítimos que aquella niña que estaba en el convento de Madrid; pero tales pensamientos no prevalecían mucho tiempo, pues inmediatamente surgía el Baselga hombre práctico, conocedor del mundo y desengañado de él que se echaba en cara su propia tontería y para desengañarse exageraba la diferencia de edad y todo cuanto pudiera oponerse al sonado matrimonio.

¿A qué lado decidirse? Ésta era la continua preocupación del conde que a cada momento acariciaba un pensamiento distinto acabando por no adoptar resolución alguna.

Así fue transcurriendo mucho tiempo y en casa de Avellaneda nadie se apercibió de lo que ocurría en el interior de Baselga.

María, con ese instinto especial de las mujeres, comprendía que el emigrado experimentaba una continua preocupación; pero estaba muy lejos de imaginarse que era ella el objeto de tales pensamientos.

Ya no se condolía el conde de su soledad ni pensaba en casarse únicamente por tener a su lado un ser que le hiciera más llevadera la emigración.

Lo que a él le impulsaba hacia María era el amor, y como la verdadera pasión logra siempre acallar toda clase de preocupaciones, Baselga se decidió a declararse a la joven aun a riesgo de caer en ridículo y sufrir una negativa que desvaneciera todas sus ilusiones.

El amor triunfaba ante el sentido común.

X. DECLARACIÓN

¿Cómo supo María que era amada por el hombre cuya imagen no la abandonaba ni aun durante el sueño?

Fue en una tarde de primavera y en aquel paseo del Luxemburgo que había sido el mudo y cariñoso testigo de todos los juegos y alegrías de su infancia.

Hermosa decoración digna de la amorosa escena. El lindo paseo sacudía el manto de fría esterilidad con que el invierno le había aprisionado y en las entrañas de su fresca tierra despertaban de un sueño de seis meses los fructíferos gérmenes que, estallando hacia arriba, se disponían a ver la luz en forma de verde follaje o de olorosas flores.

La savia cuajada comenzaba a bullir en las venas de los árboles, y rompiendo la débil puerta de las tiernas yemas cubría el ramaje hasta entonces negro, escueto y casi fúnebre, de verdes hojas que filtraban la luz fantásticamente y que a la menor caricia del viento se conmovían como una arpa eólica cantando con interminable susurro la embriagadora canción de la primavera.

Los perfumes de las primeras flores invadían el espacio y bajaban hasta el fondo de los pulmones ávidos de aspirar las primicias de los besos de la hermosa estación, y los pájaros, cobijados hasta entonces en los aleros de los tejados, tímidos y medrosos, huyendo siempre del furioso viento o recelando de la traidora nieve, bajaban ahora al paseo y ebrios por los efluvios de la desbordada naturaleza volaban en caprichosas evoluciones, posándose tan pronto en lo más alto de la balanceante rama para saludar al sol con su balbuciente canto de niño, como descendiendo a los andenes del paseo para acompañar con graciosos saltos la lenta marcha de los paseantes.

Aquella tarde María llevaba por acompañantes a Tomasa y al señor García, pues su padre había querido aprovechar el buen tiempo para ir al cementerio del padre Lachaise y colocar una corona de flores sobre la tumba de su esposa.

Baselga marchaba al lado de la joven que, de vez en cuando, fingiendo distracción, le miraba con el rabillo del ojo.

María esperaba que en aquella tarde ocurriera algo que fuese para ella de gran importancia.

Era extraño y digno de llamar la atención, el que Baselga que no asistía mas que de noche a su casa, se hubiese presentado aquella tarde con el pretexto de buscar al señor García mostrando gran empeño en invitarla a un paseo por el Luxemburgo a pesar de que a ella le parecía mejor quedarse en su habitación.

Además, el emigrado no tenía el aspecto de costumbre.

Mostraba cierta agitación desde que la criada y el preceptor quedaron algo atrás dejándolo solo al lado de María, y hablaba con aire distraído como si le agobiaran importantes pensamientos o estuviera fraguando un plan de gran trascendencia.

¡Pobre Baselga! ¡Qué le sucediera eso a él, cuando ya contaba cuarenta años y estaba cansado de saber lo que es el mundo!

El conde se encontraba desconocido. Él, que tanto se había distinguido en los salones de palacio en Madrid; él, que había hecho el amor más por costumbre que por pasión y había intentado la conquista en su juventud de cuantas mujeres halló a su paso, sentíase ahora impresionado ante aquella chicuela ignorante y sencilla que no tenía la astucia ni la doblez de la damas palaciegas.

Varias veces fue el emigrado a abrir la boca para espetar su declaración de amor, una solicitud muy bien pensada, pues no era caso de que un hombre de su edad y categoría fuese a declararse como un cadete, y otras tantas tuvo que detenerse, pues los pensamientos se borraron de su cerebro y no encontró palabras para expresarse.

Había más aún. El conde, que no era hombre capaz de sentir cortedad en ninguna ocasión, temblaba ahora al pensar que había de hablar de amor a aquella criatura que parecía tan distante de pensar en cosas terrenales.

¿Qué significaba aquello? Miedo a ser correspondido, a contraer compromisos y a casarse, no podía ser. Él había pensado detenidamente el asunto, el matrimonio le era indispensable y una boda con la hija de Avellaneda le convenía bajo todos los aspectos, hasta tratándose de conveniencia material, pues la joven era inmensamente rica según él sabía por su amigo García y por el mismo padre.

¿De qué provenía, pues, aquel temor? El conde no podía explicárselo de un modo claro, y únicamente llegaba a comprenderlo adquiriendo la certidumbre de que estaba realmente enamorado, de que sentía una pasión de muchacho, de esas irreflexivas, melancólicas e infinitas que, aun a trueque de caer en el ridículo, se desahogan en forma de suspiros y versos.

Recordaba la pasión que en otro tiempo le había inspirado Pepita Carrillo, y comprendía que lo que experimentaba ahora era el verdadero amor. Al lado de María no sentía aquellas punzadas de brutal pasión que le acometían junto a su difunta esposa, y se abismaba en la contemplación de la serena belleza de la joven sin que la bestia carnívora le hiciera sufrir el menor estremecimiento.

Era aquello un amor romántico, una de aquellas pasiones que la literatura dominante obligaba a fingir a las gentes de moda, pero que Baselga sentía ingenuamente.

El emigrado conocía las aficiones poéticas de María, lo imbuida que estaba del espíritu romántico, y temía desagradarla con una declaración prosaica que diera a su persona un carácter vulgar.

María por su parte, con esa percepción femenil tan delicada y atenta adivinaba cuanto pensaba Baselga, y esperaba ansiosamente su declaración.

El conde se decidió al fin. ¡Qué diablo!, pecho al agua… Además aquella cortedad era indigna de un hombre de su clase.

Justamente, María estaba hablando de lo feliz que se sentía aquella tarde al ver que comenzaba a renacer la hermosa estación tan adorada por ella a causa de su afición a las flores.

—¿Y se considera usted completamente feliz señorita?

—Hoy don Fernando me siento muy contenta.

—Luego la felicidad de usted sólo es momentánea.

—¡Ay, don Fernando! Para ser yo feliz, para que mi dicha fuese perpetua, sería necesario que viviera mi madre y que mi padre gozase más salud.

—Es verdad. Está usted muy sola en el mundo. Su padre es viejo, no tiene más amigos que su criada y un anciano, pero esta misma falta de apoyo me ha hecho pensar detenidamente en usted y en su porvenir.

—¡Cómo! ¿Piensa usted en mí algunas veces?

María dijo estas palabras con alegre acento que animó a Baselga, el cual mostrando cierta extrañeza porque la joven ignorase la fuerza con que le había obsesionado, contestó con melancólica voz:

—Sí, María. Pienso mucho en usted y me preocupa su porvenir. ¿Cómo no he de pensar?… ¡Ah! ¡Si usted supiera!…

Por poco no se detiene Baselga y deja su declaración para más adelante a causa de aquella cortedad que le dominaba; pero una admirada interrogante de María mató su silencio e hizo que el conde siguiera adelante.

—Sí, María. Yo me intereso por su persona más de lo que usted cree. Es usted por sus prendas físicas y morales de las personas que inspiran interés a cuantos las conocen, y yo faltaría a mi deber de buen amigo si no procurara aliviar sus penas; y la pena más grande que usted sufre es la soledad en que vive y que mañana puede ser su peligro. ¿No puede morir pronto su padre? ¿No puede usted quedarse hasta sin el apoyo de su preceptor, ese viejo amigo de la casa? Necesita usted un sostén, un hombre que la adore y la defienda, y ese hombre…

Otra interrupción de Baselga. Aquella lengua siempre tan expedita y que aquel día estaba vacilante y estropajosa, causaba la desesperación de María que aguardaba ansiosa el trueno final.

Por fin el hombre siguió adelante, y lo que es más, habló con varonil resolución.

—María, yo no soy más que un soldado, y tal vez me explique mal, pero tengo el mérito de hablar con noble firmeza. Ese hombre de quien hablo soy yo que la amo hace ya mucho tiempo. En una palabra, ¿quiere usted casarse conmigo?

La joven bajó la cabeza con cierta confusión que no era fingida, pues la última parte de la declaración desbarataba todos sus pensamientos.

Aquello era ir demasiado lejos. Ella quería amar y ser amada; deseaba ser protagonista de una novela romántica con personajes de carne y hueso; pero lo de casarse le parecía demasiado y muy digno de pensarse.

Tanta era su preocupación poética, que no había pensado en que los amores firmes y consecuentes terminan siempre en la vicaría, y ahora se sentía confusa al pensar que Baselga no solicitaba únicamente ser su adorador, sino su marido.

Había que pensar aquello, porque si ella se casaba, ¿cómo iba a ser monja tal como se lo había prometido a la Virgen y al señor García?

María estuvo mucho rato con los ojos bajos, ruborizada y mostrando confusión, al mismo tiempo que pensaba la respuesta que había de dar a Baselga.

El amor pudo en ella más que sus compromisos religiosos.

La posibilidad de que una respuesta negativa alejase para siempre a aquel hombre de su lado, la alarmó de tal modo, que apresuradamente hizo con la cabeza una señal afirmativa y después se ruborizó aun con más fuer za como avergonzada de su audacia.

El emigrado se consideró feliz con tal alegría que le produjo ver aceptado su amor por María, que a no ser por lo próximos que iban los dos acompañantes de la joven, dejándose arrastrar por sus impulsos, hubiera estrechado sus lindas manos hasta estrujarlas.

Cuando aquella misma noche, después de la tertulia, Baselga y el señor García volvieron a su casa de la calle de los Santos Padres, el viejo notó en su amigo la agitación y unas demostraciones de alegría que le parecían extrañas.

—¡Qué! ¿Hay buenas noticias de España? ¿Ha sabido usted algo de su hija?

—No es eso, señor García; es que estoy alegre… porque sí.

El viejo devoto estaba muy lejos de imaginar la verdadera causa de la felicidad que se retrataba en el rostro de su amigo.

Los amores de María y Baselga comenzaron siendo iguales a todos los que se desarrollan en idénticas condiciones.

Miradas apasionadas, cartas de amor deslizadas cautelosamente al ir a tomar el sombrero en la antesala y apretones de mano expresivos hasta el punto de desconyuntarse los dedos.

A Baselga gustábale aquel amor inocente y misterioso que le rejuvenecía; pero en ciertas ocasiones tenía por ridículos e indignos de su carácter todos aquellos tapujos y hablaba a María de abordar directamente la cuestión pidiendo su mano al señor Avellaneda.

Pero la joven, como si todavía fuese una niña temerosa de los azotes paternales, temblaba al escuchar tal proposición y se oponía a que su padre tuviera noticia de sus amores, dejando siempre para más adelante tal revelación.

Lo único que Baselga adelantó fue participar a la omnipotente Tomasa sus relaciones con María, y desde entonces la criada fue la medianera y protectora de aquellos amores.

XI. EN EL DESPACHO DEL PADRE FABIÁN

Entrad, señor García, entrad. Tengo grandes deseos de hablaros.

—Reverendo padre, —dijo el viejo español, penetrando en el despacho después de haber anunciado su visita, sacando la cabeza por el resquicio de la entreabierta mampara—, me habéis mandado llamar y aquí estoy, como siempre, fiel a vuestras órdenes.

—Vaya, sentaos y encareced menos vuestra puntual fidelidad, pues si os dejan hablar, os tendrán por el primer servidor de la Compañía, siendo así que, aunque con mucha voluntad, pecáis de descuidado.

—¿Por qué decís eso, reverendo padre?

—Tenemos que hablar mucho sobre vuestro negocio en la casa de la rue Ferou ¿Cómo está aquello?

—Como siempre, reverendo padre. Todo marcha bien. El asunto sigue presentándose magnífico.

—¡Magnífico!, ¡magnífico! —repuso con acento irónico el padre Fabián Renard—. Parece imposible que un hombre de vuestra edad y vuestra experiencia hable con la ligereza de un muchacho atolondrado y prometa facilidades donde sólo hay dificultades ¿Cómo esta el señor Avellaneda?

—Tan supeditado como siempre a su amigo y administrador. Su voluntad es mía, o más bien dicho, es nuestra.

—¿Y su hija?

—Sigue tan aficionada, como siempre, a la vida religiosa, y es seguro que profesará en el convento que nosotros le indiquemos.

—¿Y por qué no lo ha hecho ya?

—Porque… porque… ¡francamente, reverendo padre!, esa joven experimenta lo que todas a los veinte años. Tiene aficiones monásticas; pero las pompas del mundo le atraen un poco y está dudando entre el diablo y Dios, para decidirse, al fin, por este último. Bueno es que dude, pues así el desengaño será mayor y se acogerá con más fe a la vida religiosa.

—Señor García, sois un mentecato. Yo soy quien sé por qué esa joven no entra en el convento.

—¿Por qué, reverendo padre? —contestó el vejete que correspondía al insulto de su superior con aduladoras sonrisas.

—Porque está enamorada.

—¡Enamorada! —exclamó verdaderamente sorprendido García—. ¿Y de quién?

El padre Fabián miró de pies a cabeza a su subordinado, hizo un gesto de desprecio y sin hacer caso de su sorpresa ingenua, continuó preguntando.

—¿Visita el conde de Baselga muy a menudo la casa de Avellaneda?

—Va casi todas las noches. Se encuentra solo, no sabe pasar sin mí y además en dicha casa encuentra una tertulia de buenos amigos y honesta conversación.

—¿Sois vos quién lo presentasteis en la casa?

—Sí, yo fui, reverendo padre, creo no haber faltado con ello a vuestras instrucciones.

—¡Imbécil! ¿Y quién os manda relacionar al conde con la familia Avellaneda?

—Reverendo padre. Permitidme que os diga que fue vuestra reverencia quien me encargó ser el guía del conde en París, y no creo haber faltado en vuestras instrucciones presentándolo en dicha casa tanto más cuanto que el señor Baselga deseaba tener amigos.

—Pues bien; sabedlo, hombre obcecado. María y el conde se aman y se cortejan en vuestras propias narices.

El vejete experimentó tan tremenda impresión como un devoto a quien el Papa dijera que no hay cielo.

Quedóse estupefacto por algunos instantes pero fácilmente se repuso y con sonrisita de incrédulo, contestó a su superior:

—Permítame vuestra reverencia que le diga que lo han engañado. Seré tan imbécil como vuestra reverencia quiera, pero a un hombre como yo no le pasa desapercibida una cosa de tanta importancia.

—Señor García, ¿conocéis bien los estatutos de nuestra Orden? ¿Sabéis de qué modo realizamos nuestros negocios?

—Creo que sí. No soy nuevo en la Compañía.

—Cuando a un hermano se le encarga un negocio, ¿qué es lo primero que hacemos?

—Designar a otro hermano que sea desconocido por el primero para que le vigile y dé cuenta del modo como lleva a cabo el asunto y si procede con acierto.

—Perfectamente. En esta ocasión, como en todas, el ojo de la Compañía que ve hasta en las mayores tinieblas, os ha vigilado mientras trabajabais para la mayor gloria de Dios en el seno de la familia de Avellaneda, y por este medio nos hemos convencido de vuestros desaciertos y vuestros descuidos. La vigilancia del hermano encargado de espiaros ha penetrado hasta el interior de la casa de Avellaneda, y por una de las dos domésticas de nacionalidad francesa, hemos sabido que el conde y la niña se aman, que aprovechan la menor ocasión para hablar solos y sin testigos y que diariamente y a la hora de despedir cambian una carta ante vuestros ojos de topo. Ya veis que estos datos no admiten réplica y para avergonzaros más, aun faltando al sigilo que recomienda la Orden, os digo el medio por el cual hemos adquirido tales noticias.

—Reverendo padre —dijo el viejo con desaliento aunque con el deseo de no pasar por vencido—. Eso puede ser muy bien un chisme propio de una sirvienta.

—Si esa doméstica ha mentido no puede hacer lo mismo el hermano encargado de espiaros, y éste declara que varias tardes ha visto pasear en el Luxemburgo a Baselga y a la señorita Avellaneda muy amartelados, mirándose con la empalagosa dulzura de los amantes mientras que vos, con aire de estúpido que os es el más propio ibais a pocos pasos de distancia hablando majaderías con el padre o la criada.

—Permitidme que os diga que ese hermano, a quien no conozco, puede haberse equivocado y que su deseo le habrá hecho ver cosas que sólo existen en su imaginación.

Creía el señor García que con esto lograba desbaratar todas las acusaciones de su superior, pero se quedó frío cuando éste exclamó con acento colérico:

—¡Aún encuentra vuestra imbecilidad objeciones que oponer! Pues para que os confundáis puedo enseñaros las palabras amorosas que nuestro hermano ha sorprendido paseando con aire indiferente al lado de los amantes y que tengo apuntadas en este legajo.

Y al decir esto golpeaba ruidosamente con su diestra una carpeta repleta de papeles que tenía sobre su mesa y en cuya tapa se leía este rótulo: Familia Avellaneda. Vale quince millones.

El señor García quedó anonadado y su superior, gozándose su confusión y completa derrota, continuó diciendo con colérica voz:

—¿Ya estáis satisfecho? ¿Os falta algo para convenceros de que sois un imbécil completamente inservible? En otro tiempo podréis haber sido muy bueno, pero ahora me parecéis uno de esos perros viejos que han perdido el olfato. Pensad en las consecuecias de vuestra inadvertencia, en el peligro que habéis puesto los intereses de la Orden y éste será vuestro mayor castigo.

El viejo bajó la cabeza como avergonzado por aquella justa reprimenda, y durante algún tiempo nada turbó el silencio en aquella habitación.

Reflexionó un buen rato el señor García, y arrojándose por fin a los pies del jesuita, exclamó con acento dramático:

—Castigadme, reverendo padre. Haced de mí lo que queráis. Soy un miserable que he descuidado los sagrados intereses de la orden, y merezco un severo correctivo.

El padre Fabián miró con altivez a aquel viejo que se humillaba a sus pies con el aspecto de la resignada víctima que espera el golpe, y con una brutalidad soldadesca, dijo:

—Vaya, amigo mío; levantaos del suelo y no sigáis haciendo demostraciones de un arrepentimiento que sé no sentís. Ya sabéis que no gusto de comedias.

García se levantó del suelo con aire humilde, y el superior continuó hablando:

—Afortunadamente, el asunto todavía tiene remedio. El conde es hombre de mundo que sabe bien lo que se hace; pero la hija de Avellaneda no pasa de ser una chicuela a la que os resultará fácil convencer siempre que apeléis a ciertos medios. Eso es el primer amor y su fragilidad la conozco por experiencia. Una pasioncilla que pasará como nube de verano al soplo de la primera desilusión. Quien me inspira cuidado es Baselga, que me parece un tuno redomado. Vamos a ver si en estos amores tiene su parte el interés. ¿Habéis hablado alguna vez al conde de la fortuna de Avellaneda?

—Ese señor sabe por mí que don Ricardo es rico, o más bien dicho, su hija.

—¿Pero sabe a cuánto asciende su fortuna?

—Creo que no. Baselga no se imagina, ni remotamente, que Avellaneda sea millonario.

—Acordaos bien de todos mis encargos. Ante todo, es necesario saber con absoluta certeza, si el conde sospecha lo cuantiosa que es la fortuna de María.

—Lo sabré, reverendo padre.

—Después, es preciso averiguar si Baselga está enamorado de la joven o si tal como yo me lo figuro, la quiere únicamente por atrapar sus millones. Difícil es eso, pues el conde, aunque vive conmigo con cierta intimidad, no me habla con entera confianza y sólo dice aquello que quiere. A pesar de esto, averiguaré lo que me ordena vuestra reverencia.

—Baselga es un noble español tan cargado de pergaminos como falto de dinero. No tiene para vivir otros recursos que una parte de las rentas de la hija que tiene en España, y nada tendría de extraño que quisiera enriquecerse merced al afecto que su gallarda figura haya podido causar en esa chicuela.

—Efectivamente, reverendo padre; tal vez sea lo que decís.

—Es necesario también que en un plazo breve estéis enterado de un modo cierto del estado en que se hallan las relaciones amorosas y de si esta pasión es fuerte y digna de inspirarnos cuidado. Os exijo que seáis un lince ya que hasta ahora habéis sido un bestia, que espiéis a los dos amantes que no paréis hasta penetrar en lo más recóndito de sus pensamientos. Difícil es la tarea para un hombre de tan cortos alcances, pero éste es el único medio para que la Compañía os perdone el peligro en que la habéis puesto con vuestras distracciones.

—Haré cuanto pueda, reverendo padre —contestó el vejete sonriendo con cierta malicia—, y de seguro que no quedaréis descontento en esta ocasión

—Considerad el inmenso perjuicio que causáis a la Compañía si por vuestra ineptitud María se casa, y su fortuna, esos millones que la Orden cuenta ya como suyos, pasa a manos de su marido. La religión está en peligro, la impiedad la ataca sin tregua y para sostenerse necesita dinero mucho dinero que la preste nueva vida. Si por culpa vuestra se pierde el negocio perjudicáis la causa de Dios, y éste en la hora de vuestra muerte os arrojará al infierno.

El señor García, al escuchar estas palabras, no pudo ahogar una sonrisita burlona que rápidamente contrajo sus descoloridos labios, y que no pasó desapercibida a la inquisitorial mirada del padre Fabián.

—¿No creéis en el infierno…? Bueno; pues yo tampoco. Debía castigar por vuestro excepticismo, pero me sois simpático porque tenéis sentido común. Esas farsas sólo, son buenas para la turba imbécil que nos adora

—Así es, reverendo padre.

—Pero si no creéis en el infierno —continuó el padre Fabián con el acento con que se dirigía a un camarada—, convendréis en que necesitamos mucho dinero para llevar nuestra obra adelante, y que llegue un día en que la Compañía de Jesús tome posesión del mundo, y todos cuantos formamos parte de ella seamos los reyes de la tierra.

—¡Oh! Eso sí, reverendo padre —dijo el viejecillo apresuradamente, mientras que sus ojos se iluminaban con una chispa de soberbia ambición.

—Pues bien; esos millones de Avellaneda son un nuevo grano de arena que aportamos a nuestra grandiosa obra de la dominación universal. Además, vos sois como un hijo de la Compañía; entrasteis en ella en vuestra juventud, en su seno habéis crecido, la consideráis como vuestra verdadera familia, y ninguna gloria os será tan grata como el que la Orden, en vista de que la proporcionáis quince millones, os considere como uno de sus hijos más útiles, laboriosos y dignos de eterno recuerdo.

—Sí, reverendo padre; esa es toda mi ambición.

—Excuso, pues, deciros lo mucho que habéis de trabajar para conseguir el hermoso resultado de que la fortuna de Avellaneda entre en nuestro tesoro Ya sabéis el plan. Que María no se case, que entre en un convento y que haga donación a nuestro favor de todos sus bienes. La Compañía en la actualidad es pobre. Apenas si pasa de ochocientos millones lo que en la actualidad poseemos en el mundo, y el general desde Roma sigue con mirada atenta este negocio del que depende vuestro porvenir y mi crédito. ¡Qué gloria si aumentáramos de golpe con quince millones nuestro capital!

El señor García sintió un escalofrío de felicidad al pensar en la grande honra que le proporcionaría el buen éxito de aquel negocio, y dijo con tranquilo aplomo:

—Lograremos nuestro propósito; no lo dudéis, reverendo padre.

—En esta clase de negocios ya sabéis cual debe ser siempre nuestra conducta. Separar todos los obstáculos que se opongan a la consecución del fin. Sólo los imbéciles reparan en sus empresas en la legitimidad de los medios.

—Soy de esa misma opinión.

—¿Quién nos estorba? ¿Baselga? Pues le apartaremos buenamente de nuestro camino y si no se puede por los medios pacíficos…

—Se usan otros más convincentes. Lo sé, reverendo padre.

—No olvidéis que igual conducta debe seguirse con el señor Avellaneda, con la doméstica y con toda persona que intente perjudicar nuestros sagrados intereses.

—Así debe ser, reverendo padre. Ante todo la Compañía.

—No; ante todo Dios y nosotros que somos sus verdaderos representantes.

Aquellos dos hombres al hablar de obstáculos y de medios para llegar al fin, tenían impresa en el rostro una expresión horrible.

Parecían cuervos disputándose a graznidos la posesión de su próxima víctima.

Cuando el señor García, aquel santo varón, se despidió de su superior, éste le dijo con tono de amenaza:

—Recordad que yo fui quien os encargué este negocio para que os lucierais y el que hice todo lo necesario para que el confesor de la difunta señora de Avellaneda os recomendara eficazmente, facilitándoos la amistad con la familia. La Compañía confía en vos. No la hagáis sufrir una decepción porque el castigo sería terrible.

XII. ESPIONAJE DE JESUITA

Púsose en campaña el señor García para averiguar todo lo referente a los amores de Baselga con María, y comenzó por sonsacar diestramente a todos cuantos servían en casa del señor Avellaneda.

El examen de los dos amantes lo dejó para después. Si es que éstos querían espontanearse con él, siempre tendría ocasión para enterarse de sus secretos.

Las dos criadas francesas fueron las que primeramente abordó el señor García, en la confianza de que una de ellas, que al decir del padre Fabián, estaba en relaciones con un individuo de la Orden, le proporcionaría las noticias que él necesitaba.

Nada nuevo supo el señor García, pues las revelaciones en nada se diferenciaron de lo que ya le había manifestado el superior de los jesuitas. Que la señorita y el conde se entendían, que todas las noches cambiaban una cartita en la antesala, que parecían estar muy enamorados… he aquí todo.

El señor García se convenció de que por aquella parte no podría adquirir más noticias, y adoptó la resolución de dirigirse directamente a Tomasa, pues sospechaba que ésta forzosamente había de saber mucho de lo que ocurría entre su señorita y el conde.

Al principio de su conversación con la aragonesa, la encontró muy reservada; pero sus dulces palabras hicieron mella en la tosca inteligencia, y al fin Tomasa dudó, acabando por decidirse a revelar a su viejo amigo todo cuanto sabía.

¿Por qué no había de enterarse el señor García de los amores de la señorita? ¿Aquel viejo no era una buena persona que amaba a la señorita María casi tanto como ella? No había allí nada de malo, y además, el santo varón podía prestar un buen servicio a Baselga sirviendo de intermediario a éste, ya que pensaba pedir al padre cuanto antes la mano de María.

Ella no era egoísta en aquella ocasión, ni quería atribuirse a su persona el mérito exclusivo del casamiento, así es que charló por los codos, revelando al viejo todo cuanto sabía, y rogándole que procurase hacer todo lo posible para que el señor consintiese el matrimonio de aquella pareja tan enamorada, que, según la expresión de Tomasa, se comía con los ojos.

El señor García, oyendo a la criada, se convenció de que, efectivamente, era un imbécil, tal como le decía el padre Fabián. Cuatro meses tenían ya de existencia aquellos amores, sin que él se apercibiera por sí mismo de nada, y Baselga llevaba sus asuntos tan apresuradamente, que un día de aquellos, tal vez mañana, pensaba pedir al señor Avellaneda la mano de su hija.

El viejo devoto estaba asombrado. ¡Diablo! Aquel conde a pesar de su aspecto de soldado algo rudo sabía hacer las cosas bien, y despistar aun a los más allegados. Con justicia figuraba en la Compañía de Jesús.

Propúsose García impedir el rápido desarrollo de aquellos amores y comenzó por exigir a Tomasa el más absoluto secreto de cuanto habían hablado.

—Que no sepan el conde ni la señorita —decía el viejo con la más amable de sus sonrisas—, que tú me has revelado el secreto de sus amores. Si ellos ignoran que nosotros nos entendemos las cosas marcharán mejor, y yo podré con más facilidad conseguir el consentimiento de don Ricardo. Hay que proteger a ese par de enamorados… Con que la señorita ya no quiere ser monja, y piensa en casarse… ¡Vaya! Estas niñas de hoy en día son el mismo demonio…

Y el vejete sonreía tan bondadosamente que Tomasa se sentía dominada por aquel hombre tan amable y simpático, acabando por prometerle que no diría una palabra de todo lo tratado entre los dos.

En la tertulia de aquella noche el señor García ejerció un espionaje digno de acreditarle como hombre astuto y reservado.

Afectando entregarse a ratos a absorbente meditación o sosteniendo discusiones sin objeto con el señor Avellaneda, espiaba a María y Baselga que estaban sentados junto a una ventana del comedor, logrando sorprender rápidas miradas y otros signos de amorosa inteligencia que hasta entonces le habían pasado desapercibidos.

El viejo estaba irritado por su torpeza y la rabia que le producía no haber adivinado aquella pasión que se desarrollaba en su presencia la hacía caer sobre los dos amantes que sin darse cuenta de ello se habían burlado de él ocultando tan maestramente su afecto. El señor García odiaba a aquella pareja como si se tratara de tremendos enemigos, y tenía cierto placer en pensar que desbarataría su felicidad aunque tuviera que apelar a los medios más extremos.

Cuando llegó la hora de retirarse y el conde seguido del viejo salió de la casa con dirección a la calle de los Santos Padres, ninguno de los dos hombres pronunció la menor palabra. Caminaban silenciosos como abstraídos en sus pensamientos.

De vez en cuando Baselga miraba rápidamente a su acompañante siempre cabizbajo, y en sus ojos se notaba la expresión interrogante del que duda en confiar un secreto importante.

Habían entrado ya los dos en la habitación del primer piso, y el señor García, con la palmatoria en la mano, se disponía a subir a su buhardilla después de desear al conde muy buena noche, cuando éste le detuvo con un ademán, y dijo con acento que intentaba hacer indiferente:

—Si usted no tuviera mucha prisa en subir a su cuarto hablaríamos un poco.

—Como usted guste, señor conde. Yo siempre estoy a sus órdenes. Diga usted que ya le escucho.

Y el vejete, dejando su palmatoria sobre una mesa, se sentó sonriendo amablemente.

Reinó un largo silencio. Ninguno de los dos hombres deseaba ser el primero en hablar, Baselga tenía miedo de exponer su pensamiento y el señor García no tenía prisa y aguardaba pacientemente a que el otro dijera lo que él ya sabía.

Por fin el conde rompió el silencio.

—¿No me dijo usted una vez que María pensaba ser monja?

—Sí, señor. Esa es su vocación.

—¿Y cuándo entra en el convento?

—No se ha fijado aún la fecha, pero ello será más pronto o más tarde.

—¿Y está usted seguro de que a ella le gusta la vida del convento?

—¡Oh! —exclamó el señor García por contestar algo—. Eso nadie lo puede decir mejor que la interesada.

—¿Y no podía suceder que a María le gustase más ser como todas las mujeres, casándose con un hombre a quien amase?

—Todo puede ser en este mundo —contestó el señor García, y miró a Baselga con aire interrogante como animándole a que se franqueara más.

Pero el conde parecía arrepentido del sesgo que él mismo había dado a la conversación, y se alarmó al considerar que había estado a punto de hacer público su secreto.

No; el señor García no debía saber nada. Más adelante, cuando el padre hubiera dado su consentimiento y estuviera todo arreglado para la boda, el viejo sabría lo ocurrido; pero ahora no convenía y su instinto le hacía adivinar un peligro en el señor García.

Había que cortar aquella conversación iniciada por él y que comenzaba a hacérsele pesada.

—¡Vaya, querido señor! Es ya muy tarde, usted madruga y estoy imprudentemente quitándole lo mejor de su sueño. A descansar que usted tendrá para mañana mucho trabajo. ¿Irá usted por la tarde a casa del señor Avellaneda?

El vejete no pudo menos de hacer un guiño instintivo al oír aquella pregunta. Ya comprendía él lo que aquello quería decir. El Conde pensaba sin duda ir al día siguiente a pedir a don Ricardo a mano de su hija.

—Iré, sí señor. Tengo que arreglar con el señor Avellaneda las cuentas de administración del pasado mes. Además, el pobre señor está, como ya ha visto usted, con sus dolores, y no puede salir de casa, lo que le tiene muy fastidiado. Desgraciadamente yo sólo estaré con él hasta las cuatro, pues tengo que despachar algunos asuntos urgentes al otro lado de París.

Y luego, añadió con ingenuidad asombrosa:

—Si usted no tiene mañana ocupaciones precisas podía acompañarle un rato. El pobre ¡lo agradecería tanto! Además a veces me ha dicho que le gusta mucho discutir con usted, a pesar de que odia a los carlistas.

El conde prometió que iría a acompañar al señor Avellaneda y el vejete, después de repetir sus ¡buenas noches!, comenzó a subir los noventa y cuatro escalones que separaban su buhardilla del primer piso.

Cuando poco después el mugriento levitón quedaba colgado en la percha junto a la cama y el señor García se quitaba los tirantes mascullando al mismo tiempo por la fuerza de la costumbre algunos padrenuestros al Ángel de la Guarda, cediendo a la necesidad de hablar alto, que algunas veces le acometía, exclamó interrumpiendo sus palabras con nasales risitas:

—Mañana será el trueno gordo. ¡Descuida, conde arruinado! Que cuando tú vayas a hablar con don Ricardo, ya lo habré yo arreglado de modo que te eche a puntapiés de su casa. ¡Pues no faltaba más sino que ese conde hambriento viniera con sus manos lavadas a apoderarse de los quince millones que tanto tiempo perseguimos! Ese dinero es de la Orden que cuenta ya con él, y el que intente ponerle la mano que se prepare a recibir nuestros rayos. ¡Buena se va a armar mañana! ¡Je, je, je…!

XIII. LA CÓLERA DE AVELLANEDA

Fue inmensa la impresión que experimentó Avellaneda cuando su amigo y administrador le reveló los amores de María.

Aquel anciano vivía fuera de la realidad. Sus manías y preocupaciones que algunas veces hacían dudar de su razón, daban cierto espíritu vago y fantástico a sus ideas; todo lo miraba por el prisma de su propia personalidad; porque se encontraba débil y viejo no creía que en el mundo hubiera juventud y nunca se le había ocurrido pensar que María pudiese casarse.

Era su hija y, por lo tanto (en concepto de Avellaneda), lo natural es que María viviese íntimamente unida a él sin conocer otro cariño que el filial.

Júzguese cuál sería su impresión al escuchar aquella tarde las revelaciones del señor García.

Después del almuerzo, y mientras María, junto a los rosales de una ventana leía las seductoras Orientales, el viejo devoto se encerró con don Ricardo en el despacho de éste, y comenzó a llevar poco a poco la conversación a donde él deseaba.

Presentó las cuentas de su administración en el pasado mes, palotes que Avellaneda apenas sí miró, y después el taimado viejo comenzó a hablar de lo rica que era María y de la necesidad de evitar que su fortuna sirviera de cebo a algún hombre egoísta y vicioso.

Don Ricardo no manifestaba afectarse gran cosa por tal peligro. ¡Valiente susto le producían a él aquellos temores que García parecía tener empeño en exagerar! ¿Acaso María no era su hija? ¿Quién podía venir a separarlo de ella; a llevársela con el propósito de enriquecerse? Eso eran absurdos que únicamente se le podían ocurrir a su devoto administrador, enemigo del mundo y empeñado en exagerar sus maldades.

Pero el bueno de don Ricardo se quedó frío al oír que su viejo amigo quería revelarle un secreto que estaba pensando sobre su conciencia, y con tanta atención como pudo fue siguiendo las revelaciones del señor García que eran bastante embrolladas y dificultosas sin duda para hacerlas más interesantes.

Lo que sacó en limpio Avellaneda haciendo el resumen de una charla que duró más de media hora, es que el señor García, por el hecho de haber presentado en la casa al conde de Baselga, no quería cargar con ninguna responsabilidad, y se apresuraba a poner en conocimiento del padre que el tal señor había conseguido enamorar a María y que ésta estaba loca de pasión por aquel noble que, bien considerado, por su pobreza y su expatriación forzosa no pasaba de ser un aventurero.

Era tan enorme aquello, que el señor Avellaneda se resistía a creerlo ¡María enamorada! ¡María dispuesta a casarse!

—¡Bah!, señor García —dijo el afrancesado después de una larga meditación—. Tal vez esté usted en un error y su exagerado celo por la niña le haya hecho ver un peligro donde no lo hay.

—Don Ricardo, puedo asegurarle a usted y aun jurárselo por lo más sagrado que María y el conde se aman.

—Amores propios de una chiquilla. Caprichos que desaparecerán a la menor reprimenda del padre.

—Está usted equivocado. La cosa es más seria. María está enamorada como una heroína de las novelas que ahora lee ocultándose de nosotros.

Avellaneda, al ver la seguridad con que hablaba su amigo, comenzó a dudar.

—Lo más acertado será llamar a María para que confiese francamente lo que ocurre. Ella no sabe mentir, y así sabremos las cosas con certeza.

—No haga usted tal, pues nada adelantaremos. María negará como todas las niñas hacen en su caso. Además, ¿quiere usted convencerse? Pues dentro de poco tiempo, tal vez esta misma tarde, vendrá el conde a pedirle la mano de su hija. Lo sé de cierto, pues leo perfectamente en el pensamiento de Baselga.

Aquello dio al traste con la paciencia de Avellaneda, que se indignó y, a pesar de su carácter bondadoso y de los dolores que le obligaban a permanecer quieto en su sillón, comenzó a moverse y a proferir palabras entrecortadas por bufidos de furor.

—¡Esa es buena! De modo que ese caballerete tiene el atrevimiento de querer venir a mi propia casa para robarme mi hija ¡Canalla! Quisiera ser más joven para imponerle un correctivo, y aun así no sé si podré contenerme y dejaré de darle de bofetadas. ¡Bueno va esto! Se ha lucido usted presentando en mi casa a ese conde del demonio. No, y mil veces no. Mi hija no se casa ni con él ni con nadie. ¿Para eso la he criado yo? ¿Para que me la robe el primer zascandil que se presente…?

Y Avellaneda daba furiosos puñetazos sobre los brazos de su butaca haciéndose la ilusión de que machacaba la hermosa cabeza de Baselga.

El señor García contemplaba con aire satisfecho aquel acceso de furor pero temiendo al fin una complicación, creyó del caso intervenir, y aconsejó a su amigo que tuviese calma.

—Ya ve usted, señor Avellaneda, que no es razonable irritarse de tal modo porque a un mequetrefe se le ocurra hacer una barbaridad.

—Dice usted bien —contestó don Ricardo, y su rostro fue serenándose hasta quedar en apariencia tranquilo algunos minutos después.

Transcurrió bastante tiempo sin que hablase ninguno de los dos viejos hasta que, por fin, don Ricardo exclamó dolorosamente:

—No imaginaba yo que mi hija me diese tan gran disgusto. Creía que me amaba lo suficiente para no pensar nunca en separarse de mí, pero ahora veo que vivía engañado.

—Las mujeres son muy inclinadas a las locuras, y María no ha podido librarse de esa enfermedad amorosa que acomete a todas las jóvenes.

—Siempre me había parecido un mal hombre ese Baselga. Confieso que lo miraba con recelo. ¡Mire usted de quién va a enamorarse mi hija! De un hombre que casi puede ser su padre, de un noble matachín ignorante como un lego, y por añadidura carlista.

Y el señor García, aunque torciendo el gesto, tuvo que aguantar una verdadera rociada de denuestos que Avellaneda arrojó sobre todos los que defendían la monarquía absoluta, el fanatismo religioso y el restablecimiento de la Inquisición.

Cuando don Ricardo terminó de desahogar su indignación, el viejo devoto, que por inconsciente instinto de servilismo iba apoyando con inclinaciones de cabeza todas las palabras, dijo a su amigo:

—Hace usted perfectamente en oponerse a las pretensiones del conde. María no debe casarse. Pero para impedir ese matrimonio tendremos que luchar mucho, pues esa niña está muy enamorada.

—Yo sabré impedir esos amoríos.

—Lo veo difícil mientras María esté aquí.

—Arrojaré a ese hombre de mi casa tan pronto como se presente.

—Con eso nada impedirá usted, Baselga es hombre ducho en amores, y siempre encontrará medios para comunicarse con María, animando cada vez más su pasión. ¡Si usted hiciera caso de mis consejos…!

—¿Qué quiere usted proponerme?

—El mejor medio para lograr que se extinga en el pecho de María esa pasión que hoy la domina, es sacarla de aquí, romper con todos los lazos que la unen al conde y hacer que no viva en el mismo lugar donde ha visto nacer y desarrollarse su amor.

—¿Y dónde quiere usted que la llevemos?

—A una santa casa, a un convento de nuestra confianza cuya superiora me aprecia mucho. María en sus tiempos de niña ha tenido grandes aficiones a la devoción y allí disfrutando la paz angelical del claustro se borrará por completo de su memoria la imagen del hombre a quien hoy tanto ama. ¡Oh! ¡Tranquilícese usted, don Ricardo! No se trata de que su hija sea monja. Permanecerá poco tiempo en el convento; nada más que el suficiente para que olvide esa malaventurada pasión.

El señor García decía estas palabras con la maligna y atrayente dulzura de la serpiente bíblica cuando tentaba a la primera mujer.

Había que seguir la táctica jesuítica e ir haciendo las cosas poco a poco. Primero María entraría en un convento por una corta temporada, después ya se encargaría él de que se perpetuase el encierro, despertando en la joven sus tendencias al romanticismo religioso y haciendo que pronunciara los severos votos claustrales. Lo importante y más preciso era que el padre diese su aprobación para que ella entrase en un convento.

Don Ricardo al oír aquella proposición quedó mirando fijamente a su amigo, y después de un largo silencio, dijo con voz agresiva:

—¡Vaya usted al diablo! ¿Le parece a usted que yo soy partidario de los conventos? No quiero ver a mi hija en tales sitios y antes que verla monja sería capaz de entregársela a ese mentecato de Baselga.

El golpe había fallado, y el señor García bajó la cabeza con resignación.

Quedaron silenciosos largo rato los dos ancianos; pero Avellaneda, que en su afán de padre egoísta no podía comprender cómo se atrevía un hombre a querer arrebatarle su hija, volvió otra vez a su tema o sea a hablar contra aquel amante audaz.

—¡Mire usted que es atrevimiento! Venir a solicitar la mano de mi hija un hombre que en realidad no sé quién es. Porque ¡vamos a ver! ¿Usted sabe quién es Baselga? ¿Cuál ha sido su antigua vida? No sé por qué me figuro que debe haber hecho mal en este mundo.

—Mucho, don Ricardo; no se equivoca usted. Yo sé de él cosas horribles, y tenga usted la seguridad que, a saberlas antes, no lo hubiera presentado en esta honrada casa.

—¿Y qué se dice de él? —preguntó Avellaneda con curiosidad.

—De un modo cierto, nada. Pero se murmura que a su esposa la baronesa de Carrillo la estranguló en un rapto de celos. No conozco el suceso detalladamente, pero puedo enterarme y adquirir datos.

—No, no es necesario. Nada me importa lo de ese hombre; al fin, tan pronto como se presente aquí, lo arrojaré a la calle.

—Hará usted perfectamente.

El señor García siguió con gran habilidad haciendo odioso a aquel hombre que vivía en su misma casa y al que manifestaba en todas ocasiones un cariño admirablemente fingido.

Él sentía mucho tener que hablar contra el conde, pero la amistad y la honradez ante todo, y no quería que por culpa de sus afectos viniese a sufrir crueles decepciones un amigo tan querido como lo era el señor Avellaneda

Éste, agitándose continuamente por las punzadas de dolor que sentía en sus huesos, iba siguiendo con atención las peroraciones del vejete, y se sentía impulsado a abrazar a aquel santo varón que tanto se interesaba por el honor y el bienestar de la familia.

Cuando al dar las cuatro los relojes de la casa el señor García se dispuso a marcharse para atender a sus ocupaciones de hombre devoto, Avellaneda quedaba ya convencido de que Baselga era un conde aventurero que al enamorar a María únicamente buscaba sus millones y de que debía ponerlo en la puerta sin ningún miramiento, como si se tratase de una bestia dañina que quería introducir la desgracia en aquel hogar.

No habían transcurrido un cuarto de hora desde que el mugriento levitón del devoto había desaparecido tras el cortinaje de la puerta, cuando entró Tomasa secándose las manos con su delantal, y con la ruda franqueza que le daba su dominio en la casa, anunció a su señor que acababa de llegar el conde de Baselga.

—Viene a hacerle un rato de compañía. ¡Qué bueno es ese señorón!

Avellaneda hizo una mueca al escuchar las últimas palabras de la doméstica, la cual, sin esperar contestación, volvió a salir para llamar al recién llegado.

Cuando entró Baselga saludando a don Ricardo con aquella cortesanía franca y distinguida que le hacía tan simpático, éste apenas si contestó con unos cuantos gruñidos, casi imperceptibles.

Tenía delante al traidor, al monstruo infame que pretendía robarle su hija, y él, tan pacífico y tan humilde, sentía no ser fuerte y ágil como en su juventud para arrojarse sobre aquel mequetrefe y molerlo a palos.

La conversación fue lánguida e incolora. Baselga, como si desea retardar todo lo posible el entrar en materia, hablaba del tiempo se enteraba minuciosamente del estado del enfermo, no logrando de éste otras respuestas que secos monosílabos y gestos de malhumor.

El conde adivinaba en su viejo amigo un disgusto cuyo motivo no comprendía, y estaba temeroso de que en tal ocasión sus pretensiones iban a experimentar un tremendo fracaso.

Vacilaba el emigrado como el día en que declaró su pasión a María; pero allí se trataba de un hombre, y Baselga experimentó cierto rubor por su cobardía, decidiéndose acto seguido a explanar sus pretensiones.

—Don Ricardo: yo no soy viejo. Los rudos accidentes de mi vida me han marchitado algo, pero por mi edad y por mi vigor todavía estoy lejos de la vejez. ¿No le parece a usted así?

Avellaneda hizo un gesto de indiferencia, como para demostrar que nada le importaba aquello.

—La soledad en que vivo aquí me ha impulsado a refugiarme en el seno de la familia de usted, buscando afectos y atenciones que nunca agradeceré bastante, y este continuo roce ha engendrado en mí una pasión de la que en vano pretendo librarme.

Si Baselga no hubiera tenido inclinada su cabeza, de seguro que se hubiera intimidado ante el relámpago de ira que pasó por los ojos del anciano; pero no lo vio, y siguió hablando.

—En resumen, señor Avellaneda, María me ama tanto como yo a ella, y vengo a pedir su mano.

El golpe estaba ya dado, y Baselga, libre al fin de su carga, levantó la cabeza para mirar ansiosamente al viejo, esperando la contestación.

Avellaneda esperaba aquella demanda, y a pesar de esto, se quedó estupefacto como si le sorprendiera la petición de Baselga.

Tanto le obsesionó aquello que él llamaba atrevimiento inaudito, que por algunos minutos no supo qué contestar; pero al fin, dijo con fosca voz:

—Caballero, eso que usted pide es imposible. Mi hija no es para usted. Acaba de darme un gran disgusto y le ruego se retire.

Entonces le tocó mostrarse estupefacto al conde. ¡Cómo! ¡El padre de su amada le rechazaba de tal modo! ¿Y por qué?

Baselga estaba transformado. Aquella despedida, dicha en tono grosero, le había producido el efecto de un latigazo y resucitaban en él sus instintos caballerescos, sus susceptibilidades de matachín. Él no se iría de allí hasta que le fueran explicadas tales palabras, y así se lo manifestó de un modo enérgico a don Ricardo.

Este también había ido excitándose rápidamente y las exigencias de Baselga le pusieron fuera de sí.

—¡Cree usted que me asusta, señor conde, con ese aire de matón! ¡Ay si yo fuera más joven y no estuviera enfermo! ¿Quiere usted explicaciones? Pues bien, sepa que no le concedo la mano de mi hija porque no me da la gana; ya está usted enterado. Soy el dueño de mi casa y no tengo que explicar mis actos a quien no vive en ella.

—Pero eso es una indignidad —arguyó Baselga con gran calor—; María me ama y usted no tiene derecho para hacerla infeliz.

—¿Quién la haría más infeliz, yo negándome a que se case con usted, o el conde de Baselga siendo su esposo? Yo no sé quién es usted. Mis noticias se reducen a saber que usted fue casado hace ya algunos años con la baronesa de Carrillo. ¿Pero me puede asegurar alguien que careció de dramáticos y repugnantes accidentes su matrimonio?

Baselga se estremeció. Aquel diablo de viejo había dicho sus últimas palabras con tan marcada intención, que el conde tembló creyendo que don Ricardo conocía en todos sus detalles el dramático fin de Pepita Carrillo. Pero poco tardó en tranquilizarse. No; aquella triste página de su vida sólo la conocía el padre Claudio y era imposible que éste la hubiese revelado a nadie.

—Señor Avellaneda, permítame usted que le diga que se engaña al creer que María no puede ser feliz conmigo. Donde hay amor desaparece la desgracia, y yo amo a María hasta llegar a la demencia.

—Caballero, basta de farsas. Usted es un noble arruinado y lo que ama son los millones de mi hija.

Aquel sí que fue un golpe duro para Baselga. Estaba lejos de esperar un insulto tan atroz disparado a boca de jarro y se estremeció de la cabeza hasta los pies como si una pesada mole acabara de caer sobre su cráneo, dejándole aturdido con el golpe.

Por algunos instantes quedó inmóvil como si no se diera cuenta exacta de lo que acababa de oír; pero después se levantó de su asiento con la rápida rigidez de un resorte que se escapa y avanzó algunos pasos.

Don Ricardo le miraba con aire insolente como desafiándole a que en su propia casa intentase la menor violencia; pero pronto volvió la vista para ver quién entraba en la habitación.

María, con el cuerpo trémulo, el rostro pálido y demostrando una gran agitación, acababa de entrar, lanzando una mirada suplicante a su padre y al conde.

—¡Ah! ¿Eres tú, hija mía? Sin duda, nos escuchabas escondida tras la cortina. No está muy bien tal curiosidad; pero me alegro, pues así habrás podido enterarte de lo que le digo a este caballero. Lo despido, prohibiéndole que entre más en esta casa. ¿No te parece bien?

María bajó la cabeza como anonadada por aquel acento sarcástico que nunca había conocido en su padre. Miraba a éste todavía con el mismo temor instintivo que en sus primeros años, y no sabiendo qué contestar, encontró más propio romper en copioso llanto.

Aquello acabó de poner furioso a don Ricardo, y como si Baselga fuese el culpable de las lágrimas de su hija, se encaró con él, gritándole:

—Caballero, ahí tiene usted su obra; esas lágrimas las produce usted, gócese en ellas. Antes que el demonio le condujese a usted a esta casa, todo era felicidad y mi hija nunca lloraba; ahora ya ve usted las consecuencias de su amor. Márchese usted pronto o de lo contrario haré que venga la Policía para que lo arroje de esta casa.

Baselga no quiso permanecer por más tiempo allí sirviendo de blanco a los insultos del viejo.

Lentamente se encaminó a la puerta, y al llegar a ésta, dijo a don Ricardo con voz firme y tranquila:

—Hace usted mal en oponerse a nuestra felicidad. María y yo nos amamos, y toda la oposición de usted no logrará hacer que nos olvidemos. Podía usted ser feliz teniendo a su lado dos hijos cariñosos, y se empeña en labrar su soledad y su desgracia. No alcanzará usted nada, pues yo le aseguro que, por mi parte, jamás desistiré de ser esposo de María.

—¡Ah! Fatuo, ridículo… —exclamó Avellaneda.

Pero no pudo decir más en vista de que Baselga había desaparecido, oyéndose al poco rato un fuerte portazo en la escalera.

Padre e hija permanecieron mucho tiempo en un silencio embarazoso.

Avellaneda fue el primero en hablar, y con voz cariñosa y tranquila, como si no hubiese ocurrido momentos antes el más leve incidente, dijo a su hija:

—Ya has oído que ese hombre asegura que tú le amas. ¿Es eso verdad, hija mía?

María dudó en contestar; pero por fin, con el aspecto de una niña vergonzosa que se ve interrogada por su maestra y con la voz conmovida por los sollozos, contestó:

—Sí, señor; le amo.

—No me parece mal la franqueza. Pero al menos harás caso de los consejos de tu padre y olvidarás a ese hombre que te quiere por tu dinero. ¿Olvidarás a ese hombre, hija mía?

Esta vez tardó María en dar su contestación. Cesó de llorar, secose los ojos con sus manos, y fijando en su padre unos ojos en que se retrataba una energía salvaje por lo inquebrantable, dijo resueltamente:

—No, señor; jamás le olvidaré.

Tomasa, que comprendiendo lo que allí se trataba, andaba husmeando cerca de la puerta de la habitación, oyó un fuerte golpe que conmovió sordamente el pavimento.

Cuando la fiel doméstica entró en la habitación vio a don Ricardo tendido a los pies de su butaca, convulso, con la vista extraviada, rugiendo sordamente de dolor y arañándose el pecho encima del corazón.

María le contemplaba con asombro, y completamente aturdida no sabía qué hacer ni dónde dirigirse.

XIV. EL PADRE FABIÁN Y EL CONDE DE BASELGA

Dispénseme vuestra reverencia mi tardanza. He estado dos días fuera de casa, viviendo al otro extremo de París con un compañero de armas, y hasta esta tarde no he sabido que había usted enviado repetidas veces a buscarme.

—Yo mismo he estado esta mañana en la calle de los Santos Padres.

—¿Usted, padre Fabián? ¿Vuestra paternidad ha olvidado sus importantes ocupaciones para venir a buscarme en mi pobre vivienda?

—Sí, señor conde. Tengo que tratar un asunto de gran importancia, en el que es necesario saber la opinión de usted. Siéntese, que la conversación no ha de ser corta.

Baselga, que tenía el rostro pálido y ojeroso, y que mostraba en el traje cierto desorden, ocupó el sillón que le señalaba el padre Fabián, y tomó la atenta posición del que se prepara a escuchar.

—Lo sé —dijo el jesuita sonriendo bondadosamente y guiñando un ojo.

—¿Y qué es lo que vuestra paternidad sabe? —preguntó Baselga con cierta desconfianza.

—Es inútil el disimulo. Sé todo lo ocurrido hace dos días en casa del señor Avellaneda entre éste y usted.

—Lo habrá contado sin duda el señor García.

—El mismo.

—¡Ah, ya! El buen señor se toma mucho interés en este asunto. Más tal vez del que debía.

El emigrado dijo estas palabras con tal intención, que el padre Fabián se apresuró a contestar:

—Parece que usted duda de la sinceridad de nuestro amigo y hace muy mal. El señor García le quiere a usted mucho y está inconsolable por la decepción que usted acaba de sufrir.

No pareció Baselga muy decidido a creer en la sinceridad de aquel cariño; pero calló, dando a entender con un gesto que, después de todo lo sucedido, le importaba muy poco cuanto pudiese hacer el señor García.

—Tenía grandes deseos —continuó el jesuita—, de ver a usted para reñirle por su falta de franqueza. Varias han sido las veces que he conversado con usted amistosamente en esta misma habitación y nunca se ha dignado manifestarme el amor que le dominaba. ¿Es que usted desconfía de un amigo como yo?

—Reverendo padre; las cuestiones de amor no se revelan a nadie y menos a hombres que son representantes de Dios y por tanto están muy por encima de las cosas terrenales.

—¡Bah!, querido conde: eso no pasa de ser una excusa como otra cualquiera para disculpar su falta de franqueza. Si usted no hubiese procedido conmigo con una reserva que no creo merecer, yo le habría dado algunos consejos para evitar esa situación desairada en que usted estuvo al pedir al señor Avellaneda la mano de su hija.

—¡Cómo!, reverendo padre; ¿acaso habría encontrado ayuda en vuestra paternidad para lograr lo que tanto deseo?

—No es eso; no me ha entendido usted. Quiero decir que con tiempo le hubiera dado un buen consejo para que olvidase a esa joven que es para usted imposible.

—¡Olvidarla! ¡Jamás!

Dijo Baselga estas palabras rotundamente con el mismo acento enérgico y vibrante que si estuviese mandando un regimiento.

El jesuita le miró fijamente y como para estudiar concienzudamente la fuerza de su pasión haciéndole hablar, dijo con lentitud:

—Según eso, la ama usted mucho.

—Mire usted, padre: voy a hablarle con tanta franqueza como si me confesase con usted. Es imposible que yo olvide a esa mujer. ¡Ay, si pudiera! ¡Si lograra borrar su imagen de mí memoria! Crea usted que sería feliz. Estoy enamorado con toda la fuerza del primer amor y comprendo que acabo mi juventud por donde otros la empiezan. Usted ha sido soldado como yo y sabe que un hombre de nuestra clase siente más un insulto que una estocada mortal. Pues bien; el otro día me dejé insultar por ese viejo sin protesta alguna; le respeté solo porque era el padre de María y en vez de olvidar inmediatamente a una mujer que tales humillaciones me proporciona, su recuerdo se ha aferrado aun con más fuerza a mi memoria.

—Eso pasará, hijo mío. Conozco bien el corazón humano y sé que el tiempo tiene fuerza para destruir los recuerdos más tenaces.

—Se engaña vuestra paternidad. María no se apartará nunca de mi memoria. Durante dos días me he entregado a la vida tormentosa que la juventud alegre arrastra al otro lado del Sena. Deseando olvidar mi humillación y el amor de María, he vivido con un compañero de armas, calavera incorregible; he bebido como un loco, me he emborrachado como un miserable, me he sumido en el vicioso lecho de las cortesanas y nada, reverendo padre, ni el alcohol y ni los estremecimientos frenéticos de la carne, han logrado que se borrara en mi cerebro la pálida cabecita de María. ¡Oh!

Esa niña ha sabido agarrarme bien y comprendo que nadie podrá hacérmela olvidar.

Y el conde conmovido por su impotencia para librarse de tal amor, bajó la cabeza quedando sumido en profunda reflexión.

—Debe usted procurar, querido conde, librarse de esa obsesión amorosa. Es una locura acariciar lo imposible.

—¿Y por qué ha de tener usted por imposible que María sea mi esposa?

—Porque ella tiene contraídos sagrados compromisos que ha de cumplir.

—¿Ama acaso a otro? —preguntó Baselga con ansiedad.

—Sí; ama a Dios y ante la imagen de la sagrada Virgen ha prometido mil veces entrar en un convento para ganar el cielo con sus oraciones.

—¡Bah! —dijo sonriendo el emigrado—. Eso fue una niñería sin importancia; un capricho de joven devota. Muchas veces me ha hablado, riéndose, de la tendencia que en otros tiempos había tenido a hacerse monja.

—Señor conde —repuso el jesuita con severidad—; las promesas que se hacen a Dios nunca deben considerarse como niñadas ni como cosas de risas. María será monja.

—¡Pero si ella me ama!

—Ese amor es un capricho pasajero, una locura de niña, lo verdadero, lo cierto, lo que no admite réplica, es que María está hace ya mucho tiempo ligada a Dios.

—Yo no paso por eso —dijo Baselga con resolución.

—Pues hará usted mal en oponerse, señor conde.

Esto lo dijo el jesuita sonriendo con una expresión tan extraña que hubiera amedrentado a otro menos tenaz y enamorado que Baselga.

—María me pertenece y yo no he de cejar por un capricho de su testarudo padre.

—Pues tendrá usted que conformarse en abandonarla. Hay alguien que puede, no ya más que usted, sino que todos los enamorados de la tierra juntos.

—¿Y quién es ese? Quisiera saberlo.

La pasión volvía insolente y audaz a Baselga hasta el punto de hacerle mirar con expresión de reto a un personaje tan temible como era el padre Fabián.

Éste ante las preguntas del conde mostróse indeciso, pero al fin dejó caer con lentitud estas palabras.

—Es la Compañía de Jesús.

—¡Cómo! ¿La Compañía se opone a mi felicidad? ¿Y por qué motivo?

—Somos los representantes de Dios y hemos de procurar que éste no sufra menoscabo en sus intereses. María ha prometido ser su esposa y sería un grave pecado que nosotros favoreciéramos esta infidelidad contra el Señor de todo lo creado.

Baselga quedó anonadado.

Por experiencia propia sabía hasta dónde alcanzaba el poder de la Orden y se sentía atemorizado al saber que tendría ahora que luchar con ella para lograr la realización de sus ensueños.

El padre Fabián comprendió su desaliento y se propuso aprovechar tal situación para decidirle a olvidar su amor.

—Vamos, camarada —le dijo con acento amistoso golpeándolo familiarmente en un hombro—. No hay que entristecerse tanto porque se pierda la esperanza de ser dueño de una cara bonita. Al fin y al cabo sobradas mujeres hay en el mundo y de seguro que ni usted ni yo bastamos para todas. ¿Qué gana usted con ponerse lánguido y triste como un amante de novela? Hay que divertirse. ¡Qué diablo! La vida es la alegría y un hombre puede vivir contento siempre que tenga a su disposición una mujer hermosa. Usted puede encontrarlas más bellas que esa señorita de Avellaneda y es por tanto una bobada empeñarse en un amor que resulta imposible y que además choca abiertamente con los intereses de la Orden.

El conde a pesar de su preocupación no pudo menos de extrañarse ante aquellos consejos que hacían salir a la superficie el cinismo que indudablemente se amontonaba en el pensamiento del jesuita.

¡Y aquéllos eran los representantes de Dios! ¡Aquéllos los que trabajaban por poner todo el mundo bajo su dirección! ¡Lo que en el asunto buscaban indudablemente eran los millones de María!

Baselga no pudo seguir en sus dolorosas reflexiones que derrumbaban sus más firmes creencias, pues el padre Fabián siguió dándole cariñosas palmaditas y le dijo con melifluo acento:

—Con que quedamos en que usted olvidará a esa joven y vivirá en adelante como si no la hubiese conocido. ¿Estamos conformes, amigo mío?

El emigrado miró fijamente al jesuita y lentamente como para dar más fuerza y valor a sus palabras contestó:

—No, señor.

Entonces el rostro del rubicundo padre experimentó una radical transformación. Desapareció la seductora y bonachona sonrisa, siendo reemplazada por la impenetrable serenidad de una esfinge.

—Pues entonces, señor conde, siento manifestar a usted que en vista de su conducta deplorable y de su tenaz resistencia, la Compañía tendrá necesidad de apelar a ciertos medios.

Baselga levantó los hombros con expresión de desprecio, pero el padre Fabián no pareció hacer caso y siguió diciendo:

—Hablaré con franqueza. Permaneciendo usted en París, la señorita de Avellaneda sufrirá una continua tentación que podrá apartarla del santo camino del claustro y por tanto interesa a la Compañía que usted abandone cuanto antes esta población. No dude usted que saldrá pronto de París.

—No adivino el medio y me río de la amenaza. La Compañía no reina en Francia y como yo soy un individuo pacífico que en nada llamo la atención de la Policía, no es fácil que la autoridad me conduzca a la frontera.

—Saldrá usted de París, no lo dude. En todas partes tenemos amigos y el mismo embajador de España se encargará de pedir al gobierno francés que lo conduzca a usted a Inglaterra, a Suiza o a otra nación fronteriza acusándole de conspirador carlista y pintándolo como un continuo peligro para el gobierno español. Si usted no quiere que la Policía le pille desprevenido puede ir ya haciendo la maleta.

Dijo estas palabras el padre Fabián con tal expresión de omnipotencia, que Baselga no dudó de que las amenazas se cumplirían inmediatamente, pero a pesar de esto por pasión y por despecho continuó la resistencia.

—Haga la Orden lo que quiera, que yo no por esto desistiré de mi propósito ni prometeré una cosa que no puedo cumplir.

El conde manifestaba una resolución inquebrantable. Sabía que la Compañía podía causarle mucho daño, pero a pesar de esto, manteníase firme prefiriendo sufrir una persecución feroz antes que resignarse a olvidar su pasión.

El jesuita no parecía intimidarse por aquella resistencia. La horrible sonrisa, símbolo de la Orden, contraía cada vez con mayor violencia sus facciones y mirando a Baselga con expresión de lástima, le dijo:

—Veo que es usted un valiente a quien no intimidan las amenazas. Pero sin embargo, la Orden aún cuenta con medios para obligarle a lo que ella quiera sin necesitar valerse de la Policía francesa.

—Quisiera saber qué medios son esos —contestó con sorna el emigrado.

—Conde, hace usted mal en burlarse. Tratándose de la Compañía de Jesús, sólo puede bromear un loco o un imprudente. Tal vez se arrepienta usted demasiado pronto de saber que tengo en mis manos una prueba terrible contra usted. De seguro que esto no le dejará conciliar el sueño con tranquilidad.

—Vuelvo a repetir que quisiera ver esa prueba. Ya sabe usted, reverendo padre, que no es muy fácil asustarme.

—Pues bien, sépalo usted. De España acaban de remitirme un documento firmado por usted en el que confiesa claramente haber estrangulado a su esposa, la baronesa de Carrillo.

Baselga estaba lejos de esperar aquel golpe. Nunca se le había ocurrido que tal documento pudiera salir de la cartera del padre Claudio, al que consideraba como su mejor amigo, así es que quedó anonadado y no supo qué contestar.

El padre Fabián le miraba con ojos de águila y como para gozarse mejor en su desgracia, le preguntó con sorna:

—¡Vamos! ¿No contesta usted nada? ¿Cree ahora que la Compañía tiene poder para anonadar a los que le estorban? ¿No es usted el señor asesino que firma el documento?

Transcurrieron algunos minutos sin que Baselga contestase y al fin con balbuciente voz:

—No; ¡no es posible! El padre Claudio no puede haberme hecho tan tremenda traición.

—El padre Claudio es, como yo; un buen servidor de los intereses de Dios y un fiel agente de la Orden, y los documentos que se confían a nuestras manos no son nuestros sino de la Compañía, y todos los jesuitas pueden hacer uso de ellos siempre que así convenga a los negocios de la comunidad.

El conde se convenció. Era verdad: el padre Claudio no era más que un jesuita y resultaba estúpido buscar en aquel hermoso autómata, movido por los hilos de una inmensa trama, los humanos sentimientos de amistad y honor.

La sorpresa que en Baselga produjo el anuncio de aquel documento que ya casi había olvidado, fue poco a poco amortiguándose, pues el emigrado pensó en la inutilidad de aquella prueba acusadora hallándose él en territorio extranjero.

Aquel crimen del que él no era el único culpable, se había cometido en España y por el momento no corría ningún peligro de que la Policía francesa, a instigación de los jesuitas, lo redujese a prisión.

Pero el padre Fabián parecía leer en su pensamiento por cuanto, adivinando sus reflexiones, le dijo:

—Sé lo que usted piensa, y se engaña sobre el uso que la Compañía se propone hacer de tal documento. No ignoro que por el momento para nada serviría si yo lo presentase a los tribunales franceses.

—¿Pues qué es lo que usted piensa hacer de él? —preguntó con acento de burla el emigrado.

Ahora lo sabrá usted. Por última vez. ¿Accede usted buenamente a olvidar a la señorita Avellaneda?

—¡No! Eso no lo conseguiría nadie; aunque me matasen.

—Pues bien; mañana mismo una persona de confianza se encargará de enseñar a esa mujer que tanto ama usted, el documento en que confiesa ser el asesino de su esposa.

Esta vez el golpe fue certero, pues llegó rectamente al corazón. Un verdadero golpe de jesuita.

Baselga experimentó un estremecimiento de horror. Aquello nunca había llegado a imaginárselo; era el colmo del sufrimiento. ¡Cómo! ¿Revelar a María el espantoso drama con que terminó el matrimonio de su amante? ¿Hacer que ésta supiera que el hombre amado era un asesino que estrangulaba mujeres? No; imposible; antes rugir de pena al considerar imposible la realización de su amor, que pasar por la inmensa vergüenza de que María conociera aquella sucia página de su vida.

Ahora conocía lo terrible que era aquella Orden a la que estaba ligado, ahora aparecían justificados para él los incesantes ataques que en todo el mundo se dirigían contra la Compañía de Jesús.

Se necesitaba la fuerza de un gigante para vencer aquella sombría y colosal institución, ante la cual resultaba un pigmeo obligado a transigir.

Era ya inútil la resistencia, y había que confesarse vencido, anonadado y dar aun las gracias a aquella tiranía con sotana que no levantaba el pie para pulverizarlo de un golpe.

Como el hombre que después de luchar con una fiera siente agotada sus fuerzas y al fin cae entre sus garras deseoso de terminar cuanto antes el terrible combate y de morir, así Baselga se resignó a ser devorado, y con voz fosca, murmuró:

—Estoy dispuesto.

—Lo celebro mucho, hijo mío —contestó el jesuita con voz meliflua—. Ya sabe usted lo que la Orden desea. Procure usted olvidar que existe en el mundo la señorita Avellaneda.

—Lo olvidaré.

—En cambio nosotros olvidaremos por nuestra parte ese documento que tanto le compromete.

—Gracias.

—Y qué… ¿No está usted contento con la Compañía? ¿Cree usted que con estas dulces exigencias le causa algún daño?

El tonillo melifluo con que fueron dichas estas hipócritas palabras, produjo a Baselga estremecimientos de cólera.

Temió dar de bofetadas a aquel canalla que tenía su reputación en sus manos, y lanzando una mirada de feroz odio sobre el jesuita, salió de la habitación ciego de ira y tambaleándose como un borracho.

El padre Fabián seguía sonriendo.

XV. EL JESUITA PRÓXIMO A TRIUNFAR

En casa del señor Avellaneda reinaba gran confusión.

El orden que regulaba los actos todos de aquella familia habían desaparecido dejando paso a esa confusión propia de todo hogar donde la enfermedad penetra.

El señor Avellaneda estaba enfermo de gravedad.

Después de aquella crisis nerviosa que experimentó al terminar su tempestuosa conferencia con Baselga, había caído en un angustioso abatimiento que le convertía en un ser despojado de voluntad.

Los dolores de la enfermedad de gota que sufría habían desaparecido y ni un solo estremecimiento agitaba su empobrecido y débil cuerpo, pero en cambio comenzaba a indicarse en él una dolencia extraña que ponía en extremo pensativo y preocupado al médico de la casa.

La hinchazón que continuamente tenía su pie izquierdo había subido hasta más allá del tobillo y crecía rápidamente amenazando invadir el resto del cuerpo.

El médico examinaba aquel fenómeno con sorpresa y movía la cabeza con aire de duda, mostrándose poco seguro de su ciencia.

Varias veces preguntó a María y a la vieja criada si el señor sufría del corazón, y sólo pudo conseguir contestaciones vagas y contradictorias, decidiéndose al fin a recetar digital, haciendo caso omiso de la hinchazón que consideraba únicamente como superficial manifestación de un mal muy grave.

Don Ricardo abandonó el sillón de su cuarto y tendido en la cama pasaba las noches, quejándose unas veces con resignación y otras con furor sin límites, asegurando que tenía dentro del pecho algo que le quemaba y le oprimía el corazón.

María pasaba las noches en vela, sentada a la cabecera del lecho de su padre, y a pesar de las continuas fatigas experimentaba una inefable delicia al ver que aquél, olvidando la expresión ceñuda con que la miraba en los primeros momentos, comenzaba a tratarla con el mismo cariño que cuando era niña y la llevaba a pasear al Luxemburgo.

Algunas veces don Ricardo cesaba de quejarse y extendía un brazo para acariciar aquella hermosa cabeza inclinada sobre él y atenta a la menor indicación para cumplirla inmediatamente. Había en aquella caricia tal expresión de melancólico dolor y se retrataba tan claramente en los ojos del enfermo el convencimiento de que pronto iba a morir, que María, adivinando lo que pensaba su padre volvía rápidamente el rostro para ocultar sus lágrimas.

Aquella casa que de continuo estaba alegre con las carcajadas y las canciones de María y las palabrotas de Tomasa riñendo a las otras dos criadas, había quedado silenciosa y como envuelta en ese ambiente tétrico de los lugares donde la vida lucha con la enfermedad y la muerte anuncia su próxima presencia. La luz del sol filtrándose a través de los pesados cortinajes bañaba las habitaciones con una turbia claridad que dejaba los objetos en incierta penumbra y el silencio monacal que imperaba en toda la casa sólo era turbado por los dolorosos lamentos del enfermo y la argentina vibración de la cucharilla agitando el vaso de medicamento. Aquella atmósfera estaba impregnada de todos los olores de una botica.

El amable señor García faltaba muy pocas horas a aquella casa ¿Cómo había él de abandonar a su amigo querido, a su protector, ahora que le veía tan gravemente enfermo?

Comía fuera de la casa, pues el cuidado del enfermo no permitía el regalo de tiempos pasados, pero así que quedaba libre de sus numerosas ocupaciones acudía inmediatamente, y su primer cuidado era preguntar a Tomasa, que le abría la puerta, cómo se encontraba el enfermo.

No había que hacerse ilusiones. Don Ricardo iba de mal en peor y aquella terrible enfermedad que el médico no se atrevía a diagnosticar claramente y que le hacía mover la cabeza de un modo intranquilo, iba de mal en peor.

—Esa maldita hinchazón —decía Tomasa indignada contra aquella dolencia traidora—, nos va a dar que sentir. Sube y sube como si tuviera prisa en devorar a mi pobre señor. Ayer sólo estaba en la pantorrilla; ahora empieza a extenderse por la pierna y no parará hasta que le llegue a la cabeza y ponga a don Ricardo hecho un monstruo. ¡Cuánto mejor era la gota que aunque nos diera más que sentir nos tenía más tranquilos!

Le digo a usted señor García, que es cosa de desesperarse y maldecir a esos médicos que no tienen medios para combatir el mal.

Por lo regular todas estas conferencias que comenzaban en el rellano de la escalera y terminaban en el comedor, tenían por final las lágrimas de Tomasa que no podía conformarse con la idea de que don Ricardo iba a morir y los consejos angelicales del señor García que hablaba de Dios y de la resignación cristiana que debe mostrarse en la última hora.

Avellaneda ya no pasaba las veladas quejándose y en pleno dominio de su razón, pues a altas horas de las noches sentíase invadido por una terrible fiebre y deliraba de un modo alarmante hasta el punto de que tenían que sujetarlo a viva fuerza para que no se arrojara de la cama.

Su delirio era extraño y siempre estaba agitado por idénticas imágenes que le arrancaban palabras tan terribles que hacían llorar a María. El enfermo en su delirio, creía hablar con Baselga, y le amenazaba con darle de palos acusándolo de estar de acuerdo con su hija para envenenarlo con las medicinas que le daban. Aquella idea se había fijado tenazmente en el cerebro de Avellaneda.

Cuando estaba tranquilo y tenía clara la inteligencia demostraba a su hija el mayor cariño y acogía todos sus cuidados y atenciones con sonrisa de gratitud; pero apenas la fiebre del delirio invadía su cerebro volvía a gritar desaforadamente que le querían envenenar y acusaba a María de los más horrendos crímenes.

El señor García, que quedándose a velar al enfermo presenció algunas de aquellas locas agitaciones, sabía aprovecharlas hábilmente en favor de sus planes.

Llamaba aparte a María y la sermoneaba usando todos los tonos lo mismo el paternal y benigno que el de indignación propio de un hombre que ha sido engañado.

¿No veía el triste estado en que se hallaba su padre? Pues ella era la verdadera culpable puesto que aquella enfermedad era un castigo de Dios, justamente ofendido por la infidelidad de la joven que había prometido ser su esposa y que después se enamoraba del primer pisaverde que encontraba al paso. Aquello no tenía remedio, pues la cólera de Dios no reconoce obstáculo, y la pecadora, la infiel, iba a sufrir muy pronto el más tremendo dolor viendo morir a su padre.

María lloraba con el mayor desconsuelo oyendo las amenazas que el autor del universo le dirigía por boca de aquel viejo mugriento. A la voz del anciano devoto todas sus antiguas aficiones religiosas comprimidas hasta poco antes por la pasión amorosa volvían a desatarse y a dominar su inteligencia, y María volvía a ser la muchacha mística y visionaria de otros tiempos que leyendo El Año Cristiano, de Croisset, se sentía dominada por romántica admiración ante las hazañas de los santos o lloraba desconsolada con los tormentos de los mártires.

Sí, era verdad; ella había olvidado sus sagrados juramentos y Dios la castigaba con sobrado motivo. ¡Oh! Si las cosas pudieran hacerse dos veces. ¡Si no fuera ya tarde, cómo sabría ella enmendar su falta!

Apenas decía esto entre suspiros y lágrimas demostrando un arrepentimiento completo, el señor García cambiaba de entonación y de aspecto y con acento paternal hablaba de la misericordia de Dios que no tiene límites y de que no quiere el castigo del pecador sino que éste se arrepienta.

—Aún es tiempo, hija mía —decía el beato con benevolencia—. Aún puedes remediar la grave ofensa que has hecho a Dios. Todavía estás a tiempo para cumplir tus promesas; y si es que sientes la misma vocación por la vida religiosa que en otros tiempos, debes entrar en la santa casa que ya conoces. Verías, si esto llegabas a hacer, cuán pronto sanaba tu padre, si es que Dios con su omnipotente voluntad quiere que viva y se arrepienta.

A las pocas conferencias María estaba ya convencida. El romanticismo religioso había vuelto a manifestarse en ella y pensaba con inefable delicia en que merced a su sacrificio conseguiría devolver la vida a su padre. Dios se apiadaría de su nueva esposa y le concedería cuanto le pidiese.

Además, don Ricardo era un impío, según decía el señor García a sus espaldas, un hombre que no asistía a ningún acto religioso, que leía continuamente a Voltaire y que se burlaba graciosamente del catolicismo ¡Qué gran gloria para su hija el lograr mediante oraciones que Dios se apiadara de él y al morir le reservara un puesto en la gloria!

María manifestó a su antiguo preceptor que estaba dispuesta a ir al convento así que él se lo ordenase; pero le suplicó que la permitiese estar en aquella casa al menos hasta que perdiera su gravedad la dolencia que sufría su padre. Estaba tan resignada María a ser de Dios, que hasta esta súplica la hizo en tono débil mostrándose dispuesta a cumplir todas las órdenes del señor García, aunque éstas desgarrasen sus más íntimos afectos. ¿No acababa de matar aquella pasión que tan feliz la había hecho? ¿No había prometido olvidar al hombre amado? Después de tan inmensas concesiones bien podía sacrificar en holocausto a Dios sus afectos de buena hija.

Cuando en aquella tarde el señor García, después de hacer repetir varias veces a la joven su deseo de entrar en un convento, salió de la casa para comer en su modesto restaurante, iba muy alegre y caminaba con la viveza de un joven.

Tan contento estaba que murmuraba exclamaciones de gozo, y el tan sesudo y circunspecto en la calle, tenía el aspecto de un loco o de un borracho. Tenía motivo sobrado para bailar en medio de la acera, y hasta para entonar un himno en loor de la santa Compañía de Jesús, que iba a vencer y a hacer suyos quince millones de pesetas metiendo a María en un convento.

Pero el viejo jesuita, a pesar de todo su entusiasmo, no perdía el instinto receloso y escudriñador propio de los suyos; así es, que no pasó desapercibido para él el movimiento de sorpresa, y la precipitada fuga de un hombre que estaba en la plaza de San Sulpicio apoyado en la esquina de la calle Ferou y mirando de lejos las ventanas de casa el señor Avellaneda.

El vejete sólo pudo verlo un instante; pero a pesar de la distancia y de su mirada cansada lo reconoció inmediatamente. Era Baselga que sin duda espiaba en aquel sitio esperando una ocasión para enviar una carta a María o tal vez para subir a la casa aprovechando la enfermedad del padre.

Aquello puso de muy mal humor al señor García.

¿Con que tales atrevimientos se permitía el señor conde? Había que vigilar muy atentamente para impedir que Baselga volviera a avistarse con María. ¡Quién sabe los inmensos perjuicios que a la Orden podía causar una nueva entrevista de los amantes! Las mujeres son caprichosas, con facilidad mudan de pensamiento y era muy posible que las aficiones monásticas creadas por continuas y convincentes explicaciones se desvaneciesen rápidamente al más leve arrullo del amante. Era necesario, pues, impedir que Baselga rondase la casa de su amada, tanto más cuanto que así se lo había prometido tres días antes al padre Fabián.

Mientras en el cerebro del señor García se agitaban estos pensamientos, el vejete habíase detenido y, al fin, como quien toma una resolución definitiva, volvió sobre sus pasos y atravesando la rué Ferou por su parte alta se dirigió a la de Vaugirard.

—Vamos a contárselo todo al padre Fabián —murmuraba el devoto.

A las nueve de la noche ya estaba el señor García sentado junto a la cama de su amigo Avellaneda.

La enfermedad se agravaba por momentos. La hinchazón había deformado por completo la pierna y se extendía sobre el abdomen amenazando con invadir el pecho.

Don Ricardo respiraba trabajosamente y sufría un delirio sin tregua. Con la mirada extraviada y los brazos agitados por un temblor convulsivo, agitábase en el lecho y varias veces el señor García tuvo que abandonar su asiento para sujetar al enfermo y evitarle una caída.

El devoto se daba a todos los diablos al ver el estado en que se hallaba su amigo, no porque sintiera gran interés por éste, sino porque aquel delirio le hacía perder lastimosamente un tiempo precioso y le impedía la realización de sus planes.

Acababa de hablar largamente con el padre Fabián y necesitaba cuanto antes poner en ejecución los consejos que éste le había dado. ¡Y aquel condenado cerebro que no se equilibraba y no sabía más que crear imágenes de envenenamientos!

Por fin, transcurrida una hora, el delirio comenzó a calmarse y el señor García fue ya acariciando la esperanza de que pronto podría hablar a su amigo.

La ocasión era propicia, pues María y Tomasa dormían en sus habitaciones esperando la hora en que el vejete se retiraba y entraban ellas al cuidado del enfermo.

Hizo Avellaneda un rápido movimiento, cesó de suspirar y quedó mirando fijamente a su amigo con cierta expresión de asombro.

El delirio había pasado y era preciso aprovechar aquel corto espacio de lucidez.

—¡Eh! Don Ricardo, ¿me oye usted? —preguntó el vejete con cierta angustia como si temiese que su amigo volviera otra vez a delirar.

—Sí, amigo mío, me siento algo aliviado. ¿Cómo me encuentra usted?

—No está usted mal. Me parece que el caso no es grave.

—Eso creo yo algunos ratos; pero en otros… El médico dice que la cosa no va mal, pero creo que esto es tan sólo por no asustarme.

—Cree usted mal. El médico dice la verdad, pues usted no morirá de ésta.

—¿Lo cree usted así? ¡Si supiera cuán duro es pensar que la muerte se aproxima! Ya le llegará su mal rato, y pronto, porque usted es ya muy viejo.

—Espero tranquilo confiando en la misericordia de Dios.

—¡Bah!… No haga usted esas muecas de beato, sino me pongo más enfermo.

Calló el vejete como arrepentido de haber causado enfado a su protector y sólo transcurridos algunos minutos se atrevió a decir, dando la mayor expresión de veracidad a sus palabras:

—Esté usted seguro de que no morirá de esta enfermedad. Su convalecencia, según dice el médico, sería larga y penosa, pero la salvación de la vida es segura.

—¡Viviré!, ¡oh, viviré! —y aquel hombre casi moribundo decía estas palabras con una alegría sin limites, agarrándose con las esperanzas del desesperado a aquellas palabras de su amigo.

—Sí, vivirá usted, don Ricardo, porque Dios, que todo lo puede, no querrá que usted muera.

—Yo no temo la muerte por mí. Es verdad que la idea de morir me agrada muy poco, pero pienso que al fin todos hemos de pasar por tal trance y esto me consuela. Lo que más pavor me produce es el pensar que a mi muerte María quedaría completamente sola en el mundo.

—¿Y yo, amigo mío? ¿No soy nadie para ella?

—Usted, pobre señor García, aunque está todavía sano y ágil, el día que menos lo espere saldrá también de este mundo.

—Fácil es; pero esto no impide que mientras viva proteja a María, tanto más cuanto que ésta se halla amenazada por serios peligros.

—¡Eh!, ¿qué dice usted? —preguntó con sorpresa Avellaneda.

—Esta tarde, al salir de aquí, he visto al conde de Baselga apostado en la esquina, espiando esta casa. Desconfíe usted, señor don Ricardo, pues ese hombre es muy audaz y lo creo lo bastante atrevido para subir aquí sin que usted lo sepa.

Aquello desvaneció la débil tranquilidad de Avellaneda, y por unos instantes creyó el devoto que el delirio iba a reaparecer. ¿Con que aquel aventurero que se le aparecía en las visiones de su loca fiebre como un miserable envenenador, se atrevía a intentar el entrar en la casa de donde él le había arrojado? La idea que Baselga burlándose de todas sus prohibiciones volviera a avistarse con María le causaba gran furor y en su cerebro debilitado buscaba un medio para evitar el peligro.

—¡Qué hacer, Dios mió! ¡Qué hacer! —murmuraba el enfermo.

El señor García miró dulcemente a su amigo y creyendo que había ya llegado la oportunidad para dar un golpe decisivo, dijo con calma:

—Realmente es un peligro tener aquí a María. Tomasa tiene ocupaciones sobradas para poder ocuparse de ella, y yo sólo estoy aquí a ciertas horas. No es fácil, pues, evitar que un día u otro hable con ese hombre al que ama.

—¿Qué haría usted en mi situación, señor García?

—Pues yo comenzaría por sacar a María de esta casa.

—¡Separarme de mi hija! Eso jamás lo consentiré, y más hallándome en un estado tan grave. ¿Quién me cuidaría?

—¡Bah!, señor don Ricardo; el miedo a la muerte le hace a usted exagerar. No está usted tan grave como se imagina, y además Tomasa y yo nos sobramos para cuidarle en su convalecencia.

Avellaneda pareció reflexionar. Tan grande era el odio que profesaba a Baselga, que a pesar del inmenso cariño que sentía por su hija, no rechazaba con la misma indignación que otras veces aquella idea de hacerla abandonar la casa por algún tiempo. Bien considerado, ¿qué mal había en ello? María gozaría de mayores ventajas yendo a vivir durante algún tiempo lejos de la rue Ferou, y su salud no muy fuerte dejaría de sufrir el continuo quebranto que ocasiona el cuidado de un enfermo. La idea comenzaba ya a gustarle y únicamente le detenía a dar su consentimiento un importante detalle que se apresuró a exponer.

—Y diga usted, señor García. ¿Dónde iba a vivir la niña durante el tiempo de mi enfermedad?

—¡Oh!, descuide usted, amigo mío. Tengo un punto de la mayor confianza, y usted puede descansar en la firme seguridad de que María no corre ningún peligro ni es fácil que el conde logre encontrarla. La llevaré si usted quiere al convento de Santa Isabel; una santa casa en la que se educan las hijas de las primeras familias de Francia. Es el convento que goza de mayor fama entre la noble sociedad del barrio de San Germán.

Este detalle propio para deslumbrar a un tendero enriquecido, no causó gran impresión en Avellaneda. ¡Valiente cosa le importaba a él que se educaran en el tal establecimiento religioso las señoritas nobles! Al fin, un convento como todos, y él antes prefería entregar su hija, no a Baselga, sino al primer perdido harapiento que se le presentase, que consentir fuese a encerrarse en uno de aquellos serrallos espirituales que era el calificativo que le merecían los monasterios.

No estaba conforme; desechaba la idea, y bien claro lo dio a entender a su devoto amigo con marcados gestos de desagrado.

El jesuita comprendió que su presa iba a escapársele si no extremaba sus medios de persuasión, y abrumó a don Ricardo bajo una tremenda avalancha de palabras. Hacía mal en no adoptar el plan propuesto por él. Se exponía con ello a que su hija no olvidase aquel amor tan odioso para el padre, y hasta a que, aprovechando la enfermedad, la deshonra penetrase en aquel honesto hogar, mientras que accediendo a lo propuesto podía entregarse tranquilo a la convalecencia de su enfermedad sin tener que preocuparse de la seguridad de María.

Además, ¿por qué había de indignarse de tal modo ante la idea de que su hija fuese a pasar una corta temporada a un convento? ¿Es que las casas religiosas eran un lugar de perversión donde ninguna joven podía penetrar sin peligro para su honor? El padre no creía en la religión, pero estaba cierto de que existía Dios y seguramente que la hija al entrar en un convento y dedicarse a la oración conseguiría que el Ser Omnipotente se apiadase de don Ricardo y le concediera la necesaria salud.

Avellaneda seguía sin conmoverse, y toda la elocuencia del señor García se estrellaba ante su inflexible terquedad. Había dicho que no y estaba lejos de retractarse. Su hija seguiría en casa y a su lado, pues era una verdadera locura separarse de aquel ser que constituía toda su familia y enviarlo al convento.

Pero el jesuita no era menos tenaz, y abusaba de su superioridad sobre el abatido enfermo, martirizándolo con el incesante martilleo de un chorro interminable de palabras.

Pronto se resintió el cuerpo enfermo y debilitado de aquel tormento moral.

Abrumado Avellaneda por la charla de su amigo y sus exhortaciones dichas en tono sibilítico, volvió la cabeza a la pared procurando esconderla bajo la sábana; pero a pesar de esto todavía la voz del señor García siguió estrellándose en sus oídos monótona y majestuosa.

Los peligros que corría María permaneciendo en aquella casa cien veces repetidos y expuestos hasta en sus menores detalles, llegaron a impresionar a Avellaneda que, por otra parte, comenzaba a experimentar cierto embotamiento en sus sentidos y otros síntomas que anunciaban la reaparición de la fiebre.

La idea del convento le parecía más tolerable. Bien considerado aquella vida monástica de María sería muy breve, pues él no moriría de aquella enfermedad, según le aseguraban todos, y apenas se encontrase repuesto sacaría del convento a la joven, que además estaría ya curada de su pasión.

Casi estaba convencido, pero le faltaba hacer la última objeción.

—¿Y cree usted que mi hija estará conforme en entrar en un convento, aunque sólo sea por una corta temporada?

El jesuita se estremeció de alegría comprendiendo que tenía ya en su bolsillo la voluntad de aquel hombre. No le habló de las aficiones monásticas de María, pues esto hubiera agrandado ciertos recelos en Avellaneda, siempre temeroso de la influencia que la religión ejerce sobre las jóvenes, pero afirmó sobre su palabra de honor que por haber educado a la niña conocía perfectamente su carácter y sabía que no consideraba desagradable pasar una corta temporada en un convento pidiendo a Dios que devolviese la salud a su padre. Había más aún; él la había consultado antes de hablar con don Ricardo y la niña se conformaba a todo cuanto la mandasen.

Avellaneda suspiró angustiosamente. Convencido por su amigo, todavía acariciaba un resto de esperanza y ésta era que María se negase a ir al convento; pero en vista de lo dicho por el devoto, tuvo que conformarse, y decir con acento doloroso:

—Puesto que ella consiente, sea. El culpable de todo es ese canalla de conde que me persigue y asedia viéndome enfermo.

El enfermo hizo un brusco movimiento como si buscase en su cama a Baselga para desahogar su indignación, y tras un largo silencio, dijo con desfallecimiento.

—Puede usted llevarse a María cuando guste.

—Para eso es necesaria una pequeña formalidad.

—¡Oh! ¿Un esfuerzo todavía, después que tanto sufro?

—No es nada. Sólo se trata de que firme usted un consentimiento que ahora mismo escribiré.

El señor García se dirigió a una mesa que estaba en un ángulo de la habitación y en la cual escribía el médico sus recetas.

Con rapidez nerviosa escribió en un pliego unas pocas líneas, en las cuales Avellaneda manifestaba su consentimiento para que su hija entrase en el convento de Santa Isabel.

La tarea de firmar fue muy trabajosa para don Ricardo. Incorporado en el lecho, hacía esfuerzos para que la pluma no se escapase de sus dedos embotados y al fin, ayudado por su amigo, pudo trazar un garabato tembloroso, que tenía cierto aire de familia con la firma que hacía en tiempos normales.

Cuando el señor García metió en un bolsillo de su levitón aquel papel tan codiciado, experimentó una alegría sin límites. El negocio estaba ya terminado. La niña quedaría al día siguiente encerrada en el convento, el padre no tardaría en morirse y María, cediendo a los consejos de su protector, cedería sus millones a la Compañía de Jesús.

Había para volverse loco de alegría y el jesuita saboreaba con placer el horrible crimen, dando gracias a Dios, que protege siempre a sus servidores y representantes en la tierra.

Aquel triunfo dio aún mayor locuacidad al señor García, el cual entretuvo agradablemente a su amigo haciéndole los mayores ofrecimientos y jurándole que nunca le abandonaría, siendo para él como un hermano mayor dulce y cariñoso.

Aquella charla agravó el estado del enfermo y la fiebre volvió a aparecer.

A medianoche cuando María, fortalecida por algunas horas de sueño, entró a cuidar a su padre, éste deliraba y se movía furiosamente en su lecho, como si quisiera huir de las terribles imágenes que le perseguían.

El jesuita dijo a la joven que al día siguiente tenía que hablar con ella de asuntos muy graves, y después abandonó la casa.

Por la calle, y a aquellas horas en que eran escasos los transeúntes, marchaba erguido y majestuoso con la expresión de un caudillo victorioso.

Engreído con su triunfo, miraba las casas oscuras y silenciosas como si tuviera un poder absoluto sobre los miles de seres que las habitaban, y se conmovía pensando los elogios que la Compañía de Jesús le dedicaría al conocer el buen término de su negocio. Nada le enorgullecía tanto como el pensar lo que diría el padre Fabián aquel superior violento y malhumorado que había llegado a compararle a un perro viejo sin olfato. Ahora vería él si era todavía el agente listo y astuto de otros tiempos.

Cuando llegó a su casa y respondiendo a su tirón de la campanilla se abrió la puerta de la escalera, quedó algo sorprendido al ver a la vieja portera a la puerta de su cuchitril con una luz en la mano.

—¿Cómo es esto, señora Magdalena? ¿Todavía no se ha acostado usted? ¿Sabe qué hora es?

—¡Ay, señor! Tengo cosas muy graves que decirle.

El viejo hizo un gesto para indicar que estaba dispuesto a oír.

—Al señor español del primer piso se lo han llevado.

—¿Quién? —La policía. Ha venido a las ocho el comisario del barrio con algunos agentes, y después de registrar la habitación se han llevado al señor Baselga a la prisión de Mazas. ¿Por qué será esto, señor García? Dígamelo usted, porque yo estoy muy intranquila. ¿Es que el señor se ocupaba en cosas malas?

El jesuita levantó los hombros para indicar que no sabía nada, y después de tranquilizar a la vieja con cuatro frases comunes subió lentamente a su buhardilla saboreando mentalmente el suceso.

¡Oh! La cosa iba bien y no podían arreglarse los sucesos más perfectamente. El padre Fabián había cumplido con prontitud lo prometido en aquella misma tarde, y el conde estaba ya en la cárcel por conspirar contra el gobierno de España.

Teniendo él en su bolsillo la autorización de Avellaneda poco le importaba que el conde rondase la casa, pero de todos modos no era malo que el audaz aventurero pagase con la cárcel su desobediencia a la Compañía.

El vejete estallaba de satisfacción. Aquello era un día completo, y a ser menos incrédulo en el fondo, había motivo sobrado para rezar un buen rosario a la estampa de Jesús que tenía arriba en su cuartucho.

XVI. EL OLFATO DE TOMASA

La vieja criada de casa Avellaneda estaba dominada por una continua preocupación.

La enfermedad de su señor se agravaba por momentos, y el delirio le dominaba hasta el punto de no dejarle más que muy breves ratos de lucidez, pero no era ésta precisamente la causa del malestar experimentado por Tomasa.

Las desgracias se sucedían sin interrupción y la antigua doméstica parecía olfatear el ambiente de la casa presintiendo con su fino instinto de mujer burda, pero astuta, que allí se cernía alguna fatalidad extraña o alguna horrible traición.

Por la mañana el señor García se había llevado a la señorita de la casa en un coche de alquiler sin más equipaje que una pequeña maleta.

Tomasa sabía lo que aquella salida significaba. En las primeras horas de la mañana el señor García mantuvo una larga conferencia a puerta cerrada con María, y cuando el vejete se marchó diciendo al despedirse que antes de una hora estaría de vuelta, la niña, avergonzada y temerosa, pero arrastrada al mismo tiempo por el afecto a su amiga, la confesó que iba a salir inmediatamente de la casa para encerrarse en un convento.

Al ver la estupefacción dolorosa de la criada que al fin se resolvió en gemidos y lágrimas, la joven, para consolarla, dijo que aquella ausencia sólo duraría muy poco tiempo; pero el engaño en aquellos labios poco acostumbrados a mentir no lograba revestirse de veracidad y al fin lo confesó todo y Tomasa supo con asombro que su señorita pensaba encerrarse en el convento para siempre.

La pena que aquella declaración produjo en la criada no podía borrarse con ningún consuelo, y fue en vano que María le dijese que esto no impediría que fuesen tan amigas como antes y que se viesen con frecuencia, pues Tomasa podría ir dos veces por semana al convento de Santa Isabel, y tal vez la superiora la dejase entrar hasta en los mismos claustros.

La enérgica aragonesa estuvo tentada de pedir auxilio como el desventurado que ve cómo los ladrones le arrebatan su fortuna; pero creyó más fructuoso amenazar a la señorita creyendo que ésta iba a realizar tan loca resolución, sin permiso de su padre.

—No irá usted al convento, señorita. Se lo diré a su padre y como él se opondrá, no será usted tan mala que se atreva a darle tal disgusto. ¡Pues no faltaba más sino que se marchase usted de esta casa, ahora que su padre está casi en la agonía! Este disgusto acabaría de matarle.

—Tomasa, mi padre lo sabe todo.

—¿Y consiente…?

—Sí —contestó María lacónicamente, experimentando gran compasión ante el asombro de Tomasa.

—¡Parece imposible!, y de seguro que alguien habrá arreglado esa monstruosidad. ¿Ha sido el señor García?

Al ver el signo afirmativo de María, la criada dio rienda suelta a su indignación. Todos sus sentimientos sufrieron un completo trastorno y la antigua simpatía que profesaba al viejo devoto, trocose rápidamente en salvaje odio.

Las injurias salieron atropelladamente de su boca sin fijarse en que María las escuchaba con aspecto tan pronto compungido como escandalizado.

Los peores epítetos fueron arrojados como balas rasas sobre aquel beato indecente que venía a robar a ella que se consideraba ya de la familia, y al infeliz padre el cariño y la presencia del único ser querido ¿Y no había un presidio para tales hombres? Ya se lo diría ella con todas sus letras así que se presentase el viejo… pero no; sería una imprudencia y resultaba mejor dejarlo para más adelante cuando un escándalo no pudiese agravar el estado en que se hallaba el señor.

Tomasa para detener a su señorita intentó apelar al amor y recordó hábilmente al conde de Baselga. ¡Pobre señor!, ¡cuán enamorado estaba! Justamente la tarde anterior, al salir de casa para ir a la botica lo había encontrado en la calle, y relataba toda su conversación, el interés con que el conde se enteraba de las dolencias del enfermo y de la salud de María, lo conmovido que se mostraba al recordar de tal modo sus infelices amores, y además la criada, por su parte, detallaba el aspecto quebrantado y melancólico que tenía Baselga.

Una viva llamarada pareció pasar por los ojos de María. El recuerdo de aquel hombre hábilmente evocado, resucitaba en su pecho la pasión que en vano quería olvidar; pero la joven no dejó que la dominase por mucho tiempo la impresión. Recordó la cólera de Dios y la indignación del señor García, pensó que del sacrificio de su felicidad dependía la salud de su padre, y bajó la cabeza con aire resignado.

Aquello quitó a Tomasa toda esperanza. Le habían robado la niña, pues el maldito viejo era dueño absoluto de su voluntad.

Cuando una hora después tembló el suelo de la solitaria calle bajo las ruedas de un carruaje y Tomasa adivinó por algunos golpes de tos que el señor García subía la escalera, fue a esconderse en la cocina temiendo dar un escándalo, pues conocía que en presencia del viejo era muy capaz de arañarle.

La despedida en la alcoba del enfermo no fue tan dolorosa como esperaba el jesuita. Don Ricardo, que después de muchas horas de incesantes sufrimientos estaba sumido en un pesado letargo no dio señales de sentir los besos que la sollozante María depositó en su frente sudorosa.

La partida fue rápida, precipitada como si la joven estuviese ansiosa de salir cuanto antes de aquella casa para evitar una reacción de su voluntad que le impidiese cumplir lo prometido.

Tomasa, escondida en la cocina, permanecía inmóvil acariciando todavía la esperanza de un rápido arrepentimiento en su señorita; pero cuando llegó a sus oídos el golpe de la puerta de la escalera al cerrarse, y poco después alejarse de la solitaria calle el ruido del coche en marcha, sintióse dominada por la desesperación y se acusó furiosamente de torpe y de imbécil por no haberse opuesto a que su señorita abandonase la casa.

Más de una hora permaneció la fiel sirviente entregándose a raptos de desesperación desagradables muchas veces para su propio cuerpo, pues se traducían en tirones del pelo y puñetazos en la cara; pero por fin cansose la varonil aragonesa de gemir y atormentarse y se propuso tomar una resolución.

El recuerdo de Baselga acababa de pasar por su memoria, y Tomasa creyó lo más útil en aquellas circunstancias avisar al conde de cuanto ocurría.

Entró en la alcoba del enfermo, vio que seguía dominado por el sopor y salió de la casa después de encargar a una de las criadas francesas que velasen a don Ricardo.

La tenaz aragonesa marchó rectamente a la calle de los Santos Padres, pues conocía la habitación de Baselga a causa de haber ido algunas veces a darle avisos de parte de Avellaneda o cartas amorosas de María.

Tenía Tomasa alguna amistad con la portera, así es que al entrar en el portal se dejó detener por ésta, y como de costumbre entabló conversación.

La sorpresa que experimentó la sirvienta fue imponderable al saber que el conde había sido reducido a prisión por la policía.

Al ver que la portera no daba una explicación satisfactoria de tal accidente ni sabía cuál pudiera ser el verdadero motivo del arresto, Tomasa experimentó un vago sentimiento de sospecha que poco a poco fue agrandándose.

La fiel aragonesa no podía encontrar una aclaración a tal misterio, pero adivinaba que todas aquellas desgracias que ocurrían seguidamente eran obra de una mano misteriosa, de un poder oculto, interesado en separar a los dos amantes.

La inesperada marcha de María al convento y la prisión del conde, eran dos sucesos que unidos hacían sospechar con algún fundamento que eran el resultado de un plan preconcebido.

Tomasa sospechaba del señor García. El repentino odio que le había cobrado desde que arrebató a María, la impulsaba a hacerle responsable de todas las desgracias y por esto, después que saliendo de la antigua casa de Baselga volvió a la calle Ferou, iba por el camino murmurando imprecaciones contra el viejo beato, al que se sentía muy capaz de exterminar.

Cuando entró en la habitación de Avellaneda éste acababa de salir del sopor que por tanto tiempo le había dominado y hacía varias preguntas con voz desfallecida a la criada francesa que estaba junto a su lecho.

Ésta salió al ver a Tomasa que tomó asiento junto a la cabecera y preguntó con interés a su señor cómo se sentía.

—Mal; muy mal, Tomasa. Esto va cada vez peor. La hinchazón del vientre aumenta por instantes y me temo que la muerte no tardará en llegar. ¿Y María, dónde está?

Tomasa quedó estupefacta ante esta pregunta formulada con gran naturalidad.

—¿Cómo es eso, señor? ¿Usted me pregunta por la señorita? ¿Ignora acaso que esta mañana se la llevó el señor García para meterla en un convento?

La sirvienta dijo esto ansiosa y apresuradamente con la esperanza de que el permiso paternal que había alegado María al marcharse resultase falso, en cuyo caso se prometía marchar inmediatamente al convento y deshacer la trama del señor García; pero su decepción fue tremenda cuando oyó que su señor exclamaba con desaliento:

—¡Ah!, es verdad. Ese diablo de señor García ha logrado convencerme. Es raro que yo hubiese olvidado un asunto tan grave.

Y luego añadió con tristeza:

—¡Tanta falta que me hace mi hija! Tomasa, no te ofendas, tú me quieres y me cuidas mucho, pero me parece que vivo solo en esta casa desde que María se ha marchado.

—Señor, usted ha hecho una locura consintiendo que la señorita abandonase esta casa para siempre ahora que se encuentra usted tan grave. ¡Y pensar que la pobre niña va a consumir su juventud encerrada en un convento y entregándose a una vida propia de vieja! Eso es un crimen, sí, señor; una tremenda locura de la que tendrá usted que dar cuenta a Dios.

Avellaneda miró con asombro a su criada, como si no comprendiese el valor de sus palabras.

—¿Has dicho que la señorita se fue de esta casa para siempre? ¿Quién te ha contado tal mentira? Estás equivocada: yo sólo he dado permiso al señor García para que mi hija fuese al convento por una corta temporada, o más bien dicho, hasta que me cure de esta enfermedad, lo que va siendo ya difícil.

Entonces le tocó asombrarse a la criada que comenzó a ver algo claro en la cuestión. La malicia del señor García aparecía manifiesta desde el momento, en que había dicho una cosa a su amigo para hacer en la práctica lo contrario, y la criada relató a Avellaneda todo lo ocurrido entre ella y María poco antes de que ésta marchase al convento.

Avellaneda, a pesar de su estado y de la debilidad que sufría su cerebro, adivinó lo que significaba aquel misterio.

Su amigo García se convirtió repentinamente en su pensamiento en un tuno de la peor especie, y comprendió que había inclinado a su hija a la vida religiosa, y al mismo tiempo había mentido para lograr del padre el necesario consentimiento.

Tomasa, adivinando la impresión que en su señor producía tal descubrimiento, creyó del caso relatarle todo cuanto ocurría, y aun a riesgo de disgustar a don Ricardo, puso en su conocimiento la prisión de Baselga, así como las sospechas que le producía este extraño hecho.

Avellaneda torció el gesto al oír el nombre del conde, pero a pesar de esto siguió con atención el relato de la criada.

No cabía dudar. Baselga era víctima de la misma persecución que María, y resultaba indudable la existencia de un poder oculto interesado en separar a los dos amantes para que la joven fuese a enterrarse en un convento y que empleaba como un arma las preocupaciones del padre.

El señor Avellaneda adivinaba el verdadero móvil de aquella sorda conspiración dirigida contra la tranquilidad de su familia. La colosal fortuna de su hija era el objetivo a donde se dirigían los esfuerzos de aquel oculto poder.

Ante la idea de que María le había sido robada y que jamás volvería a verla, don Ricardo estremecióse de terror primeramente y después su ánimo se sublevó, disponiéndose a deshacer todo lo hecho y consentido en un momento de obcecación.

La posibilidad de que fuera ya tarde para desbaratar los planes del señor García le desesperaba, y como si Tomasa fuese una inteligencia privilegiada capaz de encontrar el medio para salir del atolladero, le preguntaba con acento angustioso:

—¿Qué hacer en esta situación? ¿No se te ocurre ningún medio para deshacer la trama de ese beato? ¡Ay! ¡En que mala hora firmé el maldito consentimiento!

Tomasa, que también deseaba encontrar una solución al conflicto, quedóse pensativa largo rato, y por fin dijo con resolución:

—Yo en lugar de usted llamaría a la policía.

—¿Para qué?

—Para relatar todo lo sucedido y hacer que sacase a María del convento.

—Pero… ¿y mi consentimiento?

—El que concede una cosa creo que puede retirarla, y más si ha sido engañado como usted en esta ocasión.

Avellaneda, con una corta reflexión pareció apreciar el valor de la proposición de su criada, a la que dijo después:

—Sí; eso que me propones es lo mejor. Marcha al momento y busca al comisario del barrio. No pierdas tiempo, trae aquí a ese funcionario sin perder tiempo, y piensa que de esto depende la suerte de María.

Tomasa apenas si escuchó las últimas palabras, pues salió velozmente de la habitación.

Mientras corría a la oficina de policía iba pensando en la posibilidad de que todo quedase arreglado en breve plazo.

Después de lo ocurrido, don Ricardo no sentiría tanto odio contra Baselga, y era fácil que María olvidase sus aficiones monásticas tan pronto como supiera que su padre accedía a consentir sus amores.

El punto negro que todavía se marcaba en aquel horizonte feliz, imaginado por Tomasa, mientras corría en busca del comisario, era la prisión de Baselga y el motivo por ella ignorado que le había conducido a la cárcel de Mazas.

XVII. SE DESHACE LA TRAMA

El comisario de policía del barrio de San Sulpicio era un buen señor, bajo de estatura, algo ventrudo y de rostro bonachón, lo que no impedía que llevase con bastante majestad el fajín tricolor y que en algunas ocasiones sus ojuelos tras los cristales de las gafas brillasen de un modo imponente.

Más de dos horas tuvo que aguardarlo Tomasa en la oficina de policía, pues estaba ausente por asuntos del servicio; pero apenas al volver escuchó los ruegos de la criada, marchó directamente a casa de Avellaneda a pesar del cansancio que manifestaba.

Al entrar en la habitación del enfermo y contemplar el aspecto de don Ricardo, movió la cabeza de un modo triste. Estaba muy habituado a ver enfermos e instintivamente adivinaba la aproximación de la muerte.

Con benévola complacencia escuchó las palabras entrecortadas de Avellaneda, dichas con acento débil, y lo que el funcionario sacó como consecuencia, fue que María había sido arrebatada del hogar paterno con engaño y que era necesario ir cuanto antes al convento de Santa Isabel para sacarla de él.

El comisario dirigiose a su secretario, un pobre diablo raído y macilento en quien el rollo de papeles bajo el brazo parecía haberse convertido en un nuevo miembro de su cuerpo y le hizo extender una diligencia propia del caso.

Después salió prometiendo que no tardaría en volver trayendo a María.

Tomasa le esperaba junto a la puerta de la escalera con ademán suplicante y tímido como para excusar la pregunta que iba a dirigirle.

La criada deseaba saber el motivo de la detención de Baselga y lo preguntaba humildemente al comisario. Éste apenas si recordaba el suceso. ¡Tantas prisiones hacía todos los días! Los detalles que le dio Tomasa desvanecieron un tanto su olvido y al fin, mientras comenzaba a bajar la escalera, dijo con el acento del hombre que recuerda un suceso insignificante:

—¡Ah! Sí; creo que fue ayer cuando detuve a un conde español, en la calle de los Santos Padres. Sí, eso es. Se llama Baselga ¿no es verdad?

Y ante los signos afirmativos de la aragonesa dijo cuando ya estaba en un rellano inferior:

—Ha sido denunciado por la embajada de España como conspirador carlista y lo llevamos a Mazas. No es cosa importante, tal vez salga mañana mismo, pero será para que la gendarmería lo conduzca a la frontera.

Cuando el comisario desapareció, Tomasa, segura ya de la suerte de María, se preocupó únicamente de Baselga que indudablemente iba a ser víctima de la malicia del señor García, porque la doméstica no vacilaba en creer al viejo devoto el causante de todas las desgracias.

Ella sabía que el conde tenía en París numerosos amigos, compañeros de emigración, y que estaba relacionado con las principales familias del barrio de San Germán; daba como seguro que todos ignorarían la desgracia de Baselga y se proponía avisarlos para que con sus poderosas gestiones impidiesen que fuese expulsado de Francia, pero apenas formulados estos pensamientos se detenían ante un obstáculo tan insuperable como era el que ella no conocía a tales personas e ignoraba sus domicilios, siendo una empresa imposible buscarlos a ciegas en una ciudad inmensa como París.

Pero Tomasa así que adoptaba una resolución no se detenía ante ningún obstáculo y se propuso, mientras el comisario volvía con María, buscar en los hoteles del barrio de San Germán alguna de aquellas nobles que conociesen a Baselga.

Difícil era la tarea y más tratándose de gentes inabordables por su posición, pero Tomasa se proponía sufrir toda clase de humillaciones y hostilizar con preguntas a todos los porteros y criados del barrio aristocrático hasta encontrar lo que deseaba.

El estado cada vez más grave de su señor le producía ciertas dudas al adoptar la decisiva resolución; pero pudo más en ella el deseo de hacer la felicidad de los dos amantes, y aprovechando la visita del médico, que como de costumbre hizo concebir al enfermo lisonjeras esperanzas que él después contradecía con tristes movimientos de cabeza, salió a la calle.

Comenzaba a oscurecer y las calles de París estaban envueltas en esa confusa penumbra que reina en los instantes que muere el día, y los encargados del alumbrado público se retrasan en encender los faroles.

Tomasa emprendió su marcha a paso rápido y al ir a desembocar en la plaza de San Sulpicio tropezó con un hombre que venía en opuesta dirección.

La criada experimentó la misma impresión que sí se viese en presencia de un aparecido.

—Señor conde —exclamó por fin con voz emocionada y temblorosa—. ¿Es usted mismo? ¿Cómo se encuentra libre?

Efectivamente aquel hombre era Baselga que se dirigía a colocarse en la esquina de la calle Ferou para espiar la casa de Avellaneda con la esperanza de encontrar a la criada y saber de María.

Tomasa experimentaba una alegría inmensa por el encuentro y oyó con la mayor atención el relato de cuanto le había ocurrido al conde.

Apenas éste se vio encerrado en Mazas, envió una carta a uno de sus amigos franceses persona influyente con el ministro del Interior, y el cual en pocas horas había conseguido anular la detención y librarle de ser conducido a la frontera logrando que el embajador español declarase que había sido víctima de una equivocación al pedir que fuese expulsado el conde de Baselga.

Una hora antes había sido puesto en libertad, y después de subir a su casa con un agente de policía que le devolvió todos los papeles y objetos ocupados en el registro, se apresuró a ir a la calle Ferou, en cuya esquina le ocurrió el casual encuentro con Tomasa.

Cuando ésta le relató lo que había ocurrido en su casa desde la última vez que se avistó con él, Baselga mostróse indignado y desahogó su cólera profiriendo algunas expresiones mal sonantes contra el señor García.

Cuando los dos acabaron de manifestarse todo cuanto sabían, reinó un largo silencio que al fin interrumpió Baselga.

—¿Y qué piensa hacer tu señor?

—Don Ricardo está indignado contra su antiguo amigo que ha pretendido robarle la hija para apoderarse de sus millones.

—Esto no impedirá que siga odiándome.

—¡Quién sabe! Hace poco cuando hablé de usted para relatar su prisión, no manifestó tanto enfado como en otras ocasiones. La mala acción del señor García ha modificado bastante sus ideas.

—¿Está ahora solo don Ricardo?

—Sí; hace poco rato se fue el médico, y en cuanto a ese pícaro devoto no ha vuelto desde esta mañana en que se fue a acompañar a la señorita al convento. ¡Ah! ¡Qué alegría la mía cuando vea la cara de condenado que pondrá ese viejo al saber que se le ha escapado la presa y que la señorita vuelve a estar entre nosotros!

El conde había adoptado una resolución. Deseaba tener una entrevista con don Ricardo, repetirle otra vez sus pretensiones amorosas y darle a entender el verdadero móvil de aquella sorda conspiración que se cebaba en todos ellos.

Sabía bien Baselga a lo que se exponía relatando a Avellaneda los secretos de la Compañía, y poniendo en su conocimiento las artes de que ésta iba valiéndose para apoderarse de los millones de su hija; pero en la situación en que se encontraba estaba dispuesto a todo y no vacilaba en arrastrar las iras del jesuitismo.

Éste le había declarado la guerra con aquella prisión que era obra del padre Fabián, y le acababa de robar la mujer amada; no era, pues, el instante propicio para contemplaciones y para salvarse y realizar sus aspiraciones amorosas, necesariamente había de torcer la voluntad del moribundo diciéndole toda la verdad.

Tomasa no encontró mala la idea de la entrevista, y volvió a casa seguida del conde, al que dejó en el comedor, entrando inmediatamente en la habitación del enfermo.

Había que preparar a don Ricardo y evitarle la impresión demasiado fuerte que le produciría la inmediata presentación del conde.

Cuando un cuarto de hora después Baselga entró en la alcoba del enfermo, notó que éste le recibía mejor de lo que él esperaba. En su rostro desencajado veíase una expresión de bondad que tranquilizó al conde.

Tomasa, valiéndose del ascendiente que tenía sobre su amo, le había sermoneado bastante y éste por su parte reflexionó lo suficiente para que algunas de sus antiguas preocupaciones fuesen desvaneciéndose.

¿Por qué se había él opuesto a aquellos amores? Únicamente por los terribles celos que le producía el pensar que un hombre le privase de la presencia de su hija; pero desde que el señor García había intentado robarle a María para siempre, Avellaneda comenzaba a mirar a Baselga con más simpatía. Al fin éste buscaba a su hija para hacerla su esposa feliz, mientras que el viejo devoto, con sus ocultos auxiliares, quería arrebatársela para robarla sus millones y hacerla morir de tristeza en el fondo de un convento.

Además, la persecución de que era objeto Baselga a causa de sus amores, despertaba forzosamente en el ánimo del viejo una especie de agradecimiento al hombre que tales desgracias sufría por el cariño que profesaba a su hija.

Aquellas horas pasadas sin la presencia de María y que resultaban tristes y monótonas para el padre, hacían más agradable la presencia del emigrado, pues el anciano experimentaba junto a él una impresión parecida a la que siente el amante al rozarse con los seres que viven en intimidad con la mujer amada. Hasta le parecía al buen don Ricardo que en el conde había algo del perfume virginal de María.

La conferencia fue tan afectuosa como lo permitían las dolencias del enfermo, que de vez en cuando le arrancaban quejidos de dolor.

Baselga lo contó todo. Sus conferencias con el padre Fabián, la oposición que la Compañía de Jesús había hecho a su matrimonio y el deseo de que María fuese a morir en un convento, y, por fin, el afán que sentía el jesuitismo por apoderarse de los millones de María.

Cuando Avellaneda supo que su amigo García era un jesuita que durante tantos años había permanecido en el seno de su familia, siendo considerado como un individuo de ella, y pagando tanto cariño con un continuo espionaje y la preparación lenta, pero segura, del robo de la fortuna de su hija, sintió miedo e indignación a un tiempo.

Entonces las ideas del pasado se agolparon rápidamente en el cerebro de Avellaneda, y profirió terribles palabras contra aquellas sabandijas de la religión, que durante siglos enteros trabajaban por apoderarse de toda la autoridad y toda la riqueza de la tierra.

Don Ricardo comenzó a sentir cierta compasiva simpatía hacia aquel hombre que tanto cariño demostraba y que tan francamente exponía sus ideas.

Cuando Baselga volvió a manifestar su pretensión de ser esposo de María, Avellaneda le interrumpió con acento bondadoso:

—No siga usted adelante. Se casará usted con mi hija. Yo, a pesar de cuanto dice el médico, conozco mi situación y comprendo que esto se va. No quiero morir dejando a mi hija desamparada y bajo las garras de esos jesuitas que buscan sus millones. Será usted el marido de María, y ojalá que sea pronto, pues conozco que mi vida no da mucho de sí.

Baselga estrechó con efusión la descarnada mano del enfermo, y Tomasa, que siguiendo una antigua costumbre, escuchaba la conversación escondida tras el cortinaje de la puerta, creyó del caso entrar para demostrar al señor su agradecimiento con algunas lágrimas.

En aquel instante el ruido de un carruaje en marcha, que conmovía el adoquinado de la calle, cesó frente a la casa, y momentos después sonó la campanilla de la escalera con nerviosa y prolongada vibración.

Tomasa se estremeció, y dejándose llevar de un irreflexivo instinto, gritó palmoteando de alegría:

—¡La señorita! ¡Es la señorita!

XVIII. LA FELICIDAD DE BASELGA

María era la que llegaba.

Entró con timidez en la alcoba y casi temblando, como arrepentida de la locura que había cometido en un momento de alucinación mística abandonando a su padre cuyo estado fatal conocía, pero su turbación aún aumentó más al ver a Baselga de pie junto al lecho del enfermo.

¿Cómo era aquello? ¿Qué hacía allí su amante? La joven al ver al hombre amado sintió que renacía en su pecho la amortiguada pasión y se felicitó de que la policía hubiese ido a sacarla de aquel convento en el cual desde por la mañana la perseguía el recuerdo de su padre moribundo y casi abandonado.

El jefe de policía siempre seguido de su fiel can y secretario, estaba en el dintel contemplando la escena y gozando con la alegría que le producía al enfermo la devolución de su hija. Escenas tan tiernas como aquellas eran las únicas satisfacciones que le proporcionaba su oficio.

Llegó el momento de las explicaciones.

—Señor Avellaneda —dijo el comisario—, mi misión está cumplida. Le devuelvo a usted su hija y me retiro ya si es que nada más tiene que pedirme.

El digno funcionario miró a María y a su padre con tal expresión, que la joven venció su timidez y gimiendo se arrojó sobre el lecho del enfermo, estrechando entre sus brazos la cadavérica cabeza de don Ricardo.

Éste sollozaba de felicidad al sentir el contacto de aquel ser querido y todos los que presenciaban la escena mostrábanse conmovidos a excepción del secretario del jefe de policía que contemplaba aquel acto con la indiferente frialdad de un autómata.

—Todo está bien —dijo el comisario con aire satisfecho—, y ahora con el permiso de ustedes me retiro si es que no tienen que pedirme otro servicio.

Don Ricardo hizo con la mano una señal para que el funcionario se acercara a su lecho y allí fue a situarse aquél seguido siempre de su apéndice el secretario.

Los dos amantes y la sirvienta comprendieron que su presencia podía ser molesta y se retiraron al fondo de la habitación junto a la ventana, quedando envueltos en la penumbra que formaba la llama de una pequeña lámpara batallando con las densas sombras a las que sólo podía expulsar de un reducido espacio.

Avellaneda contó al comisario todo cuanto acababa de saber por boca de Baselga. Los jesuitas conspiraban contra la libertad de su hija para apoderarse de sus millones y era preciso ponerla a salvo de tales asechanzas. Convenía, pues, casarla cuanto antes con el conde de Baselga que la amaba, pero este acto no podía verificarse inmediatamente y él se sentía próximo a morir inquietándole mucho la idea de que su hija iba a quedar sin el apoyo de un marido por lo cual solicitaba el consejo del comisario.

Este escuchaba con gran atención desde que oyó que los jesuitas estaban mezclados en el asunto.

La monarquía de Luis Felipe, como nacida de una revolución, era muy poco afecta a la Compañía de Jesús y además la prensa republicana hacía una continua campaña contra la Orden a la cual no sin fundamento atribuía la mayor parte de los males que afligían al país.

Estaba, pues, interesado el comisario como agente del gobierno en combatir a aquella tenebrosa asociación que penetraba en todos los hogares y buscaba apoderarse de todas las fortunas, y de aquí que prometiese a Avellaneda prestarle toda su ayuda.

El enfermo, ante esta promesa, comenzó por pedirle le indicase qué es lo que podía hacer para asegurar la suerte de María hasta que llegase el momento de casarse.

—Lo único que puede hacerse en esta ocasión —contestó el comisario—, es que conste de un modo formal que usted da su consentimiento para que la señorita contraiga inmediatamente matrimonio. Si por desgracia muere usted, yo quedaré encargado de activar el casamiento y de impedir que esos negros enemigos de su tranquilidad intenten algo contra su hija. Mi deber, como funcionario, consiste en oponerme a las tramas de jesuitismo al que usted no debe temer estando en Francia. La Compañía podrá tener gran poderío en España, pero aquí nuestro gobierno le ha declarado la guerra y crea usted que tendría un verdadero placer en que la policía tuviese que entenderse con algunos de sus individuos.

Avellaneda admitió el consejo del comisario y éste despachó a su amanuense para que fuese en busca de un notario que vivía en el mismo distrito.

Transcurrieron algunos minutos sin que nada viniera a turbar la calma que reinaba en aquella habitación.

Los dos amantes de pie junto a la ventana y velados por la sombra, se entregaban a una conversación sin fin, y, con ese egoísmo propio de enamorados, forjábanse los más hermosos ensueños, sin acordarse de que a pocos pasos de ellos se encontraba don Ricardo amenazado de muerte; Tomasa, sentada cerca de la pareja los contemplaba con cariño, y de vez en cuando acudía al cuidado del enfermo; éste gemía dolorosamente, y el comisario estaba inmóvil en su silla, con ademán distraído y como repasando en su memoria los asuntos que le ocuparían al día siguiente.

En esta situación se encontraban los cinco, cuando sonó la campanilla de la escalera.

—¡El notario! ¡Ya está ahí el notario! —dijo María con alegría.

—¿El notario? —murmuró el policía—. No sé; pero me parece demasiado pronto.

Sonaron pasos en la habitación vecina, y un hombre entró sin que la densa sombra le permitiera ser reconocido.

Cuando llegó al espacio iluminado, todos, a excepción del comisario, profirieron una exclamación.

Era el señor García.

Éste, por su parte, no se manifestó menos asombrado. Miró al comisario y palideció algo al fijarse en su fajín, signo de autoridad; pero cuando sus ojos, profundizando en las sombras, adivinaron, a pesar de su miopía, a Baselga y su amada de pie junto a la ventana, perdió aquella serenidad que le caracterizaba y quedó estupefacto.

Con la rapidez del rayo pasó por su cerebro un torbellino de asombrados pensamientos. Ni remotamente podía habérsele ocurrido al entrar en aquella casa, que iba a encontrar a María, a la que había dejado en el convento algunas horas antes. ¿Cómo era aquello? ¿Cómo habían accedido las buenas madres del convento de Santa Isabel a soltar la rica presa que él les había entregado en nombre de la Compañía?

El asombro le quitaba aquella cínica audacia de jesuita, que era su principal arma, y experimentaba una turbación y una sorpresa sin límites.

La voz débil de Avellaneda le sacó de su asombro.

—Adelante, canalla —le gritó el enfermo—. Pasa adelante, y sufre al ver que la maldad no ha triunfado y que todas tus tramas acaban de ser desbaratadas. ¡Ah, miserable!, ¡qué sería de ti si yo pudiese saltar de este lecho!

Esta exclamación de Avellaneda fue acompañada del choque que produjo un objeto de cristal al estrellarse en el pavimento, a los mismos pies del jesuita. El enfermo, con mano débil, le había arrojado a la cabeza un vaso de medicamento que tenía sobre la mesa de noche.

Aquella agresión, último arranque del carácter de Avellaneda, tímido en la juventud y atrabiliario en la vejez, sacó a Baselga de la estupefacción en que estaba.

Acordose de lo mucho que María y él habían sufrido por culpa de aquel repugnante viejo, sintióse dominado por su terrible cólera, y avanzó precipitadamente y con la diestra levantada sobre el señor García.

Éste no esperó la agresión. Sabía bien de lo que era capaz aquel coloso, y con movimiento instintivo corrió hacia la puerta, no tan pronto que se librara de un puntapié que le hizo apresurar su marcha.

El conde quiso ir aún en su seguimiento, pero el comisario, a quien tal escena había sacado de su impasibilidad, cerró el paso a aquél, y gracias a este auxilio el jesuita pudo salir de la casa sin otro detrimento que el dolor que sentía más abajo de la espalda, a causa de la furiosa patada de Baselga.

Volvió a establecerse la calma en aquella habitación, pero el enfermo no recobró el estado de relativa que antes tenía.

La ruda impresión que había experimentado con la presencia del señor García, le produjo una agitación nerviosa que anunciaba la próxima aparición del delirio.

Todos temían que éste sobreviniese antes de la llegada del notario, y contaban los minutos ansiosamente examinando el estado del enfermo.

Por fin llegó el depositario de la fe pública y todavía hubo tiempo para que don Ricardo, con sano juicio, pudiese manifestar su voluntad de que María se casase con Baselga, nombrando tutor de la joven al comisario de policía, que se prestó gustoso a ello.

Después, mientras que el notario dictaba a su escribiente, cumpliendo las formalidades de la ley, el enfermo entró en un furioso delirio, interrumpido por alaridos de dolor.

El médico, que llegó poco tiempo después, limitose a mover la cabeza con expresión fúnebre, y dijo que allí nada le quedaba que hacer.

A las dos de la mañana don Ricardo Avellaneda exhaló su último suspiro.

María y su amante presenciaron su agonía, y hasta muy entrado el día estuvieron velando el cadáver.

Era la primera noche que pasaban completamente juntos los dos amantes.

La felicidad se mostraba a Baselga bajo una forma fúnebre.

XIX. EL FIN DE UN JESUITA

Eran las once de la noche y desde las ocho el señor García, sentado en un sillón del despacho del padre Fabián, esperaba pacientemente la llegada de éste.

El cerebro del viejo devoto era un hervidero de pensamientos.

La derrota que acababa de sufrir, aquel rápido desmoronamiento de la obra construida a costa de largos años y de inagotable paciencia, le producía una cólera sorda que se traslucía con gruñidos y nerviosos estremecimientos.

La catástrofe le había sorprendido en los momentos en que más victorioso se creía y esto aumentaba aún más su pesadumbre.

Lo que más le aterraba era lo que pudiera decirle el padre Fabián al saber todo lo ocurrido.

Conocía muy bien a su superior y adivinaba cuan terrible iba a ser la explosión de su cólera.

Poseído de mortal angustia, el viejo deseaba salir cuanto antes de la cruel incertidumbre y esperaba ansioso la llegada del jesuita, pero al mismo tiempo temblaba siempre que algún ruido exterior le hacía creer en la proximidad del padre Fabián.

Cuando cerca ya de medianoche sonó un gran estrépito en la habitación cercana al despacho y se oyó la voz colérica del padre Fabián riñendo con destempladas palabras a uno de sus fámulos, el viejo púsose en pie y bajando la cabeza con expresión humilde, aguardó temblando.

Entró el jesuita con precipitado paso, abarcó con una terrible mirada la encorvada figura de su agente, y después arrojó sobre un sofá su sombrero de teja y la hopalanda de seda que llevaba sobre la sotana.

El silencio que reinó durante algunos minutos, producía más impresión en el viejo que los más furiosos insultos. El señor García comprendía que aquel silencio anunciaba para el algo más terrible que un tropel de iracundas acusaciones.

El padre Fabián dio varios paseos a lo largo de la habitación con el rostro congestionado y respirando con cierta dificultad, y por fin tomó asiento frente al viejo que seguía de pie en actitud humilde.

—¿Desde cuándo estáis aquí?

—Desde las ocho, reverendo padre.

El jesuita volvió a quedar silencioso y el señor García creyó que debía aprovechar la pausa para darle cuenta de lo ocurrido.

—Reverendo padre, tengo que manifestaros que…

—No sigáis. Estoy enterado perfectamente de cuanto ha ocurrido en casa de Avellaneda. Sois un miserable, un canalla, un imbécil, pues con vuestra torpeza no sólo habéis impedido que adquiriese quince millones la Compañía, sino que la acabáis de poner en peligro.

El señor García no intentó defenderse y sufrió impávido todas las injurias de su superior.

—A no ser por mí, que he sabido a tiempo antes que vos mismo lo ocurrido en casa de Avellaneda y la intervención que la policía tomaba en el asunto, a estas horas el suceso sería público y mañana esa maldita prensa liberal relataría en todos los tonos que los jesuitas habían arrebatado a una joven del hogar paterno para encerrarla en un convento y apoderarse de sus millones. Gracias a mi actividad y a las grandes relaciones de la Orden se ha podido echar tierra al asunto y evitar a nuestros eternos enemigos la satisfacción que les hubiese producido el resultado de vuestra torpeza.

El viejo seguía confuso y cariacontecido, oyendo la filípica de su superior.

—¿Esa es la portentosa habilidad que poseéis para arreglar los negocios que se os encomiendan?

—Reverendo padre, os juro que yo no soy culpable. He llevado el negocio tan bien como he podido y a no ser por la fatalidad que se ha cruzado en mi marcha…

—¿Habláis de la fatalidad? —le interrumpió furioso el jesuita—. ¿Qué tiene que ver la fatalidad con esto? Vuestra torpeza es la culpable y nadie más.

—Yo no puedo explicarme, reverendo padre, el mal éxito de esta operación. Cuando todo estaba ya seguro; la niña en el convento y el novio en la cárcel, llego a la casa y me veo a los dos amantes en amorosa plática y a un comisario de policía junto al lecho. Esto por lo repentino e inesperado parece obra del diablo. Dígame vuestra reverencia que como de costumbre estará mejor enterado, quién ha deshecho tan rápidamente toda mi obra. Tengo un deseo rabioso de saberlo y horas enteras he permanecido aquí buscando en mi imaginación al verdadero autor de tal prodigio.

—¡Ah repugnante imbécil! ¡De qué os sirve tener ojos si no veis a los que están a vuestro lado, y por qué pasáis por listo si no conocéis a las personas que os rodean! La criada del señor Avellaneda, esa mujer ruda y zafia, según mis informes, es la que se ha burlado de la Orden deshaciendo toda la trama.

—¿Ha sido Tomasa? No puedo creerlo, reverendo padre.

—Siempre seréis un necio confiado. Ya sabéis que dentro de la casa tenemos muy buenos espías cuyos informes no mienten. Esa Tomasa ha sido, y vos, obrando como un hombre hábil y como buen miembro de la Orden, debíais haber comenzado por haceros dueño absoluto de su voluntad.

—Lo era, reverendo padre. Tomasa me quería y hacía caso de todos mis consejos.

—Vuestra fatuidad os hacía creer que erais dueño de una voluntad, sobre la que no tenéis ningún ascendiente. En la Compañía ya sabéis que nadie se considera dueño de otro hasta que ha anulado su voluntad, de modo, que quede convertido en un cadáver automático.

El señor García quedó anonadado por tal lección, pero con el afán de congraciarse con su superior, dijo con acento de confianza:

—Todavía no se ha perdido todo, pues aún vive la hija de Avellaneda, y de la voluntad de ésta sí que soy dueño absoluto. Ved sino con qué facilidad la conduje al convento.

—Es tarde ya. Ahora nada podéis, pues la proximidad de su amante ha disipado sus aficiones a la vida monástica.

—Aún puede hacerse algo. Quitemos de en medio a Baselga. Métalo vuestra paternidad otra vez en la cárcel.

—No puede ser. El conde tiene amigos que le protegen, su inocencia ha quedado en claro y otra queja por conspirador no surtiría ningún efecto.

—Pues entonces —dijo el vejete levantando audazmente la cabeza y sonriendo con expresión satánica—, anulémoslo. Ya sabe vuestra paternidad que no nos faltan medios para librarnos de un hombre.

—Eso en esta ocasión sería la mayor de las imbecilidades. La autoridad está advertida, gracias a vuestra torpeza conoce el interés que nos impulsa en nuestras relaciones con la señorita Avellaneda, y la menor desgracia que ocurriera al conde Baselga, haría caer sobre nuestra cabeza una tremenda responsabilidad.

El señor García reconoció la verdad de tales observaciones y murmuró con desaliento:

—Es verdad. Forzosamente hay que respetar a ese conde, que va a hacerse dueño de una fortuna que era ya nuestra.

—Pronto será esposo de esa joven. Según los informes que acabo de recibir, Avellaneda está ya en la agonía, pero antes ha dado de un modo solemne, y ante notario, su consentimiento para que María contraiga matrimonio con Baselga lo antes posible.

Esta noticia no sorprendía al vejete, pero le produjo una diabólica irritación. ¡Oh, rabia! Ver cómo aquel conde hambriento se hacía dueño de los quince millones que él consideraba ya como de la Compañía, y no poder evitar aquello que él tenía como un escandaloso robo.

Su derrota era completa, y el mísero agente de la Compañía comprendía que ésta tenía motivo sobrado para castigarle cruelmente. Él, en lugar del padre Fabián, se hubiera ensañado con el ejecutor torpe que comprometía a la Orden y perdía una cantidad enorme cuando ya la conceptuaba segura.

Pero a pesar de este convencimiento, el señor García instintivamente buscó el mejor medio de excusarse, y dijo con humildad:

—Reconozco, reverendo padre, que he sido un miserable y que merezco ser castigado; pero no me negaréis que mi plan estaba bien urdido y que su ruina sólo ha sido motivada por esa Tomasa, que equivale a un pequeño detalle descuidado.

—En los trabajos que lleva a cabo un buen jesuita no hay detalle grande ni pequeño que merezca ser mirado con desprecio. Hicisteis caso omiso de esa sirvienta, creísteis en vuestra estúpida confianza, que no merecía ninguna atención, y por allí ha venido la muerte del negocio.

—Reverendo padre, yo era el dueño de la voluntad de María, y creía con sobrado fundamento, que esto resultaba suficiente.

—Pues creíais mal. No basta apoderarse de una persona; es preciso hacer el vacío a su alrededor, impidiéndola todo contacto con seres que puedan oponerse a nuestra voluntad. No estando seguro de la adhesión incondicional de esa doméstica, debíais haber buscado un medio para anularla, sacándola de la esfera donde podía hacernos daño.

—¿Y el medio, reverendo padre? ¿Dónde encontrarlo?

—En cualquier pretexto. Veo que sois más torpe de lo que yo creía. Cualquier medio era bueno para llegar a nuestro fin. No era necesario que por medio de hábiles murmuraciones lograseis que riñese con sus señor y abandonase la casa, pues bastaba con que, por ejemplo, la hubieseis hecho pasar por loca. Ya sabéis que a nuestro lado tenemos médicos hábiles, capaces de certificar la locura del ser más cuerdo y de meterlo en un manicomio. Esto es lo que yo hubiese hecho a no ser por vuestra estúpida confianza, que me aseguraba la fidelidad de esa criada.

El señor García quedó anonadado por esta lección de su maestro, y permaneció silencioso, mientras que el padre Fabián le contemplaba con ojos de furor.

—Bien comprenderéis —continuó el superior—, que después de este fracaso que ha comprometido gravemente nuestro prestigio, la Compañía no puede permanecer indiferente ni dejar de castigar al agente inepto, indigno, por mil conceptos, de seguir figurando en un santo ejército que marcha a la conquista del mundo. Sois un soldado cobarde, y Jesús, nuestro general, no os puede perdonar. ¿Lo creéis así?

—Sí, reverendo padre.

—¿No os parecerá muy terrible vuestro castigo?

—No. He faltado, y comprendo que la disciplina de la Orden, en la que se basan todos nuestros triunfos, no podría subsistir si se tratara con dulzura a los que delinquen. Castigad con dureza, reverendo padre; yo en vuestro lugar, haría lo mismo.

—Muy bien. Celebro que habléis de un modo tan razonable. Ved nuestro castigo: desde este instante dejáis de pertenecer a la Compañía de Jesús. Todos vuestros votos quedan anulados, y la Orden no se acordará ya más que os tuvo en su seno.

El señor García experimentó la misma impresión que si el techo hubiese caído sobre su cabeza.

Él esperaba ser sentenciado a terribles castigos personales, y se proponía sufrirlos con calma; aguardaba humillaciones sin cuento y ser despojado de aquella agradable consideración que gozaba en la Orden; pero ser arrojado de ésta, perder su calidad de miembro de la Compañía de Jesús, era un castigo terrible que nunca había imaginado llegase a merecer.

Para el hombre que desde su juventud pertenecía a la misteriosa y gigantesca institución y la amaba hasta el punto de identificarse con ella considerándola su única familia, verse forzado a abandonarla, era el peor de los tormentos.

Sin su calidad de jesuita el señor García, era un pobre diablo, un nadie, incapaz de merecer el menor respeto, mientras que unido a la Compañía sentía orgullo al considerarse una ruedecilla de la gran máquina que batía en brecha al progreso, un menudo tentáculo de la gigantesca araña negra que se proponía abarcar todo el mundo entre sus patas.

Además, dedicado toda su vida a los negocios de la Compañía, no había tenido motivo de aprender una profesión con que ganarse la subsistencia; y ahora, a la vejez, cuando estaba inútil para el trabajo y carecía de dinero, pues la Compañía había atendido hasta entonces a todas sus necesidades, ésta lo arrojaba para que muriera en medio de la calle roído por el hambre y los remordimientos.

El señor García temblaba como un reo a quien acaban de leer la sentencia de muerte. La humillación que le causaba el perder su importancia de societario de Jesús y el miedo que le producía un porvenir de miserias sin cuento, le conmovían profundamente desvaneciendo aquella audacia que hasta poco antes le caracterizaba.

No era posible que él pudiese resistir tan cruel golpe, y por esto cayó de rodillas a los pies de su superior derramando lágrimas como un niño.

—Reverendo padre —gimió—, yo no puedo resistir un castigo tan terrible. Mandadme que me mate y os obedeceré, sentenciadme a las más terribles penas, hacedme sufrir las mayores humillaciones y que sea el último criado de vuestros fámulos; todo lo arrostraré pacientemente, pero no me arrojéis de la Orden que es para mi más que mi propia madre. ¡Compasión, reverendo padre, compasión para este desgraciado!

Y el miserable viejo abrazaba las piernas de su superior con ademán desesperado bañando su sotana con lágrimas.

El padre Fabián permanecía insensible y hacía esfuerzos por repeler al suplicante viejo.

—Inútil es cuanto digáis —dijo el jesuita—, pues la Compañía piensa bien las cosas antes de decidirse y está resuelta a sostener el castigo que os impone. Hemos terminado, pues, y debéis, por tanto, daros por arrojado de la Orden.

El señor García, siempre arrodillado, pugnó por abrazar las piernas que se le escapaban y conteniendo sus sollozos, fue a hablar pero en el mismo instante recibió en el rostro un vigoroso puntapié del padre Fabián que le hizo caer al suelo.

Era un arranque característico del jesuita que había sido antes soldado.

El reverendo padre estaba furioso.

—Señor García —dijo con una frialdad terrible—, me estáis molestando con esta mojigata insustancial. La Compañía no os quiere ya y os envía a que acabéis vuestra vida en el arroyo como un perro viejo y sarnoso. Salid al momento si no queréis que a patadas os ponga en la puerta.

El viejo se levantó penosamente del suelo, limpiándose la sangre que corría por su rostro a causa del golpe recibido.

Sabía perfectamente que aquel gigante con sotana era capaz de todo.

Con paso lento se dirigió a la puerta y todavía al llegar a ésta volvióse con ademán suplicante.

—¡Salid —gritó el superior—, y olvidaos para siempre de mí! Yo, por mi parte, me guardaré en adelante de salir responsable ante el general de Roma de imbéciles como vos.

El viejo salió del despacho.

¡Arrojado de la Compañía! ¡Abandonado para siempre! No; él no podría sobrevivir a tan gran desgracia.

Ya buscaría el medio de librarse de tal humillación antes que la miseria lo atormentase.

Había sido vencido, pero sabría caer con grandeza.

En la madrugada del día siguiente los guardias municipales situados en las inmediaciones del puente de las Artes, vieron caer un hombre en el Sena, reaparecer dos veces sobre las negruzcas aguas y hundirse, por fin, definitivamente.

A las diez de la mañana los dependientes del municipio, con la habilidad propia de los que diariamente tenían que entender en sucesos iguales, habían pescado el cadáver; a los pocos minutos era expuesto éste, sucio e hinchado, en el depósito de la Morgue y antes de medio día constaba en el registro de la policía que en la noche anterior y a juzgar por los documentos que se habían encontrado sobre el interfecto, se había suicidado, arrojándose al Sena, un español de edad avanzada, llamado José García y domiciliado en la calle de los Santos Padres.

Suceso fue éste que no llegó a preocupar a media docena de parisienses, ni mereció de los periódicos otra cosa que una noticia de dos líneas. La Compañía de Jesús se había librado de un inválido que le estorbaba.

PARTE CUARTA: EL CAPITÁN ÁLVAREZ

I. UN ASPIRANTE A HÉROE

El 20 de setiembre de 1852, fue admitido en la Academia Militar de Toledo, un muchachote de dieciséis años, de rostro franco y ademán altivo, que, como detalle típico, tenía entre las dos cejas esa arruga vertical que delata un carácter tenaz e inquebrantable hasta llegar a la testarudez.

Los alumnos de la Academia miraron al recién llegado con la hostil curiosidad propia del caso, y los más antiguos comenzaron a pensar en las rudas pruebas por las que habían de hacer pasar al novato.

Pronto les ahorró este trabajo el cadete Esteban Álvarez, que así se llamaba el muchacho, pues al enterarse de lo que proyectaban sus nuevos compañeros, púsose fosco, y tirando del sable, dio una buena paliza a dos de los matoncillos que capitaneaban aquella hostil manifestación contra él.

Este arranque no sólo le libró de los malos tratamientos que a guisa de iniciación le esperaban, sino que le dio gran prestigio entre aquella turba juvenil que adoraba la fuerza y la energía con loco entusiasmo.

El neófito no fue ya considerado como apóstol (nombre que recibían los novatos), sino que de un salto se colocó entre los más guapos del colegio.

El cadete Esteban Álvarez podía ser considerado como un buen muchacho.

Su padre era un antiguo coronel que había comenzado su carrera en el Perú, batiéndose a las órdenes del general Valdés contra los americanos, que deseaban librarse del yugo de España.

Había tenido por compañero en las guerras de América, cuando no era más que teniente, a un joven comandante llamado Baldomero Espartero, sin llegar nunca a descubrir en su amigo ningún rasgo que le anunciase el brillante porvenir que le estaba reservado.

Cuando volvió a España en 1825, el gobierno absolutista de Fernando VII, después de someterlo a denigrantes purificaciones, lo envió al cuartel a Valencia, vigilado de cerca por la policía de los realistas.

El militar no se quejó. Iguales muestras de agradecimiento recibían de la patria todos los héroes que volvían a ella, después de haber estado luchando durante años enteros en lejanas tierras por conservarla sus posesiones. Aquellos militares, combatiendo a los americanos, se habían contaminado de sus ideas republicanas, y al gobierno absoluto le convenía tener bajo una continua vigilancia a tan peligrosos huéspedes.

La guerra carlista y el renacimiento del partido liberal vino a sacar de su existencia aislada al capitán D. José Álvarez, quien peleó en el Norte con gran denuedo a las órdenes de su antiguo camarada Espartero convertido ya en célebre general; encontrándose, al ajustarse el convenio de Vergara, con las charreteras de coronel.

El antiguo héroe de América podía haber hecho una brillante carrera aprovechándose de la amistad de Espartero, que ocupaba la Regencia y estaba en el apogeo de su gloria; pero era hombre poco aficionado a adular a los poderosos, y el duque de la Victoria estaba demasiado preocupado por sus asuntos políticos para acordarse del coronel Álvarez y dignarse a darle lo que éste no se atrevía a pedirle.

Algunas veces el caudillo de Luchana, soldado hasta la médula de los huesos, cuando estaba en intimidad con sus allegados y recordaba las hazañas de su vida pasada, así como sus mejores compañeros, nombraba al coronel Álvarez y decía con acento de convicción:

—Es un hombre que vale, y como amigo no hay que pedirle más. En los Andes se batía como un león, y en el Norte ha hecho verdaderas heroicidades. No digo que tenga una gran inteligencia militar, pero es un soldado de la buena madera, y pocos saben, como él, meter un regimiento en el punto de mayor compromiso. Ahora creo que vive en Valencia, desde que terminó la guerra. Se casó en Pamplona en una tregua de la campaña, y casi estoy por asegurar que ha tenido un hijo. ¡Lástima grande que viva arrinconado en una provincia! Le escribiré mañana así que tenga un rato libre, y haré por él lo que se merece.

Esta promesa la hizo Espartero varias veces, pero agobiado por las apremiantes ocupaciones de su alto cargo, antes fue derribado de la Regencia por la coalición de moderados y progresistas que pudo escribir a su antiguo camarada y sacarlo de la oscuridad en que vivía.

El coronel Álvarez se había establecido en Valencia con su esposa, una navarra varonil, que a pesar de pertenecer a una de las principales familias de Pamplona, no había tenido miedo de seguirle en muchas de las expediciones militares, marchando a la cola del regimiento unas veces montada en una mula y otras en el carro de los equipajes.

Cuando al año de matrimonio tuvo un hijo, la enérgica señora se conformó con cierto pesar a no seguir al regimiento en sus atrevidas marchas; pero el coronel no pudo impedir que se estableciera en un pueblo situado en el centro del teatro de la guerra y que estaba de continuo amenazado por los carlistas. La fiel esposa despreciaba todos los peligros, con tal de vivir en un punto que frecuentemente visitaba, aunque de paso, la columna donde figuraba su marido.

En aquel pueblecito de la sierra cubierto por la nieve durante ocho meses del año y oyendo con gran frecuencia el estruendo de los combates que entre cristinos y carlistas se entablaban casi a la vista, fue creciendo el pequeño Esteban.

El olor de la pólvora, los arreos militares y las costumbres reguladas por una severa ordenanza, fue lo primero que conoció el pequeñuelo al darse cuenta de su existencia.

De su infancia pasada, en aquella reducida población, lo que más grabado quedó en su infantil memoria hasta el punto de recordarlo muchos años después, fue, las apariciones de su padre que entraba en la población imponente y magnífico montado en su caballo y seguido de su regimiento que cubierto de polvo y sudoroso, marchaba al compás de los redobles de tambor y las aventuras de cierta noche oscura y tormentosa en que un batallón carlista entró por sorpresa en la población y él descalzo y semidesnudo en los brazos de su madre, fue conducido al fuerte, mientras que oía con curioso terror los gritos y las descargas que estallaban allá abajo en las tortuosas calles.

El pequeño Esteban, nacido entre el fragor de la guerra, educado en ella e hijo de un valiente oficial y de una mujer enérgica, necesariamente había de tener gran afición a la vida militar.

En Valencia, viviendo en plena tranquilidad, el muchacho pensaba con cierta envidia en la vida de agitaciones y sobresaltos que había tenido en Navarra, y cómo nacido entre los horrores de la guerra creía que ésta era el estado normal de la sociedad y que la paz resultaba una monstruosidad digna de ser deshecha inmediatamente para que el mundo recobrase su equilibrio.

Nada hicieron sus padres para desviar las bélicas aficiones del muchacho y antes bien las fomentaron.

El coronel no creía que la profesión militar era gran cosa; antes bien se sentía predispuesto en todas ocasiones a echar pestes contra ella pero ¡qué diablo!, su hijo había de ser algo en el mundo, y al escoger una profesión más le enorgullecía que pensase en ser militar que en ser cura. En cuanto a la madre, experimentaba ese irreflexivo entusiasmo que sienten la mayoría de las mujeres por los colorines militares, y ya que el padre por su torpeza no había hecho gran carrera, soñaba en que algún día su hijo ceñiría la faja de general.

El muchacho prometía ser un héroe, pues en punto a atrevido y a genio irascible, llevaba gran ventaja a todos los de su edad. Cada mes lo arrojaban de la escuela por revolver a alumnos y pasantes, y rara era la semana que el coronel no tenía que intervenir en alguna travesura grave de aquel angelito que tenía en el puño a todos los muchachos del barrio y que contaba ya por docenas las víctimas de sus pedradas y sus palos.

A los diez años era un grandullón que se confundía con los muchachos de quince, y apenas violentando la severa consigna dictada por su padre salía a la calle, los perros y los gatos de la vecindad huían despavoridos como un tropel de herejes al ver un sanguinario inquisidor.

En punto a estudiar no se distinguía tanto. Tenía muy buen ingenio y aprendía las cosas con pasmosa facilidad cuando él quería; pero era preciso confesar que quería muy pocas veces, pues a los diez años leía de un modo lastimoso y trazaba unos palotes inverosímiles.

El coronel no se disgustaba y miraba a su hijo con la complacencia del artista que contempla en su obra el indeleble sello de su carácter. También había sido así y no perdió por ello gran cosa, pues para ser soldado, lo necesario es tener muy buenos puños y mucho coraje.

—No hay que asustarse, Balbina —terminaba diciendo el coronel siempre que trataba la cuestión, el que el chico sea un bruto, no impedirá el día de mañana que llegue muy alto, si es que tiene corazón y le ayuda un poco la suerte. Por si no lo crees, ahí tienes a Espartero que, cuando vino al Perú lo acababan de suspender en los exámenes de ingreso para la escuela de Estado Mayor. Baldomero no sabe gran cosa y sin embargo, regente del reino ha sido y capitán general y duque lo tienes hoy.

Estos razonamientos eran más que suficientes para convencer a doña Balbina, y de aquí que el muchacho siguiese tan cerril y atrevido, olvidando las lecciones para ir a capitanear las pedreas en el río a apalear gatos por toda la ciudad.

Lo que los padres no querían tomarse la molestia de hacer, lo lograron las aficiones militares que sentía el muchacho.

A los doce años Esteban comenzó a escaparse con menos frecuencia de su casa y cobró gran afición a encerrarse en un cuartucho donde su padre había amontonado unas cuantas docenas de volúmenes que la humedad por un lado y los ratones por otro comenzaban a destruir.

Aquellos libros los tenía el coronel por casualidad, pues no era hombre capaz de dedicar un céntimo a la lectura que al fin (según sus propias palabras), sólo le había de enseñar cosas que no le importaban. Habíalos heredado de un comandante compañero suyo, a quien los soldados llamaban el coplero y que era muy respetado a causa de su afición al estudio y del gran bagaje de libros que constituía todo su ajuar. Una bala carlista dio fin a su vida e impidió que fuese terminado un drama romántico del que sus compañeros del regimiento esperaban un triunfo que los honrase a todos.

Aquellos libros constituían la más grata diversión del travieso Esteban que pasaba horas hojeándolos sin fijarse gran cosa en el texto y en busca siempre de las defectuosas láminas en acero que a él le parecían brillantes reproducciones del natural.

¡Qué profunda impresión causaban en el joven aquellas láminas que ponían ante sus ojos los más célebres combates del mundo! Entusiasmábase Esteban con aquellos grupos de hombres siempre en actitud fiera y con las armas en alto dispuestos a exterminarse los cuales representaban la guerra en las diversas épocas de la historia. Primero griegos y persas, romanos y cartagineses, Escipión y Aníbal; después la Edad Media con todo su arsenal de fantásticas armaduras y descomunales mandobles, el Cid con sus proezas legendarias y los reyes haciéndose la guerra por mero capricho; a continuación los regimientos sustituyendo las armas blancas por las de fuego y resolviendo los combates a cañonazos y por cargas de caballería, los tercios españoles, los generales de Felipe II, las campañas de Gustavo Adolfo y las locas aventuras de Carlos XII y últimamente las guerras de la República Francesa, la Marsellesa coreada por el rugir de mil bocas de fuego y el griterío de las cargas a la bayoneta, bélica y gigantesca estrofa que tenía por estribillo la aparición del dios de la matanza y la ambición que se llamaba Bonaparte.

Todo este mundo de luchas, de victorias y de derrotas, pasaba en forma de defectuosos, pero animados cuadros, ante los ojos del muchacho que rugía de entusiasmo al contemplar cualquiera de aquellos caudillos con la espada desnuda y centelleante arrojándose sobre las compactas masas del enemigo.

La continua contemplación de tales episodios despertó en el ánimo del muchacho el deseo de conocer más detalladamente los hechos y los personajes que representaban aquellas láminas, y aunque la lectura le producía mareos y una atención demasiado sostenida, le amenazaba con congestiones hijas de su sanguínea complexión, se determinó a abandonar las láminas por el texto, y aunque saltando páginas y leyendo a medias los párrafos, comenzó a entablar conocimiento con los héroes que figuraban en los dibujos, y especialmente con aquel Alejandro y aquel Napoleón, cuyos nombres surgían a cada instante ante sus ojos.

¡Qué lectura tan hermosa! ¡Cómo seducía el belicoso ánimo del muchacho! ¡Qué gran cosa era la guerra! Esteban interesándose cada vez más por aquella lectura iba conociendo lo que la guerra había sido en todos los tiempos y envidiaba el hermoso papel que habían desempeñado en todas épocas los grandes capitanes.

Ahora más que nunca se sentía inclinado a la profesión militar, y cuando interrumpiendo la lectura quedaba pensativo, en vez de correr a la calle como en otros tiempos lo hacía, al menor descuido de sus padres, entregábase ahora a risueñas ilusiones y se imaginaba llegar a ser en el porvenir un Alejandro conquistando reinos ignorados como la Persia y la India, un Washington salvando a su patria o un Bonaparte convirtiendo todas las naciones de Europa en provincias de su Imperio.

Pero conforme Esteban se aficionaba a la lectura devorando los libros del difunto comandante, convencíase con dolor de que para ser un gran caudillo no era suficiente, según decía su padre, ser muy valiente y tener buenos puños, sino que era necesario adquirir gran caudal de ciencia y ser tan sabio como heroico.

Aquello de que Alejandro más que de las campañas persas se cuidaba de proteger a su maestro, un tal Aristóteles, proporcionándole los medios para que catalogase y describiese todos los animales de la tierra, y de que el general Bonaparte cuando iba con rumbo a Egipto a bordo de El Oriente, atendía con más interés a las discusiones de Mooge Berthollet y otros sabios sobre ciencias exactas y metafísicas que a las indicaciones de su Estado Mayor acerca de la próxima guerra, producía gran confusión en el muchacho que hasta entonces no había creído que la ciencia tuviese la menor relación con las armas.

Además, aquellos libros le hablaban de una porción de conocimientos científicos indispensables para ser un buen caudillo y esto acabó de moverle a desechar sus antiguos instintos y dedicarse al estudio con una tenacidad verdaderamente heroica.

Al principio su carácter independiente, inquieto y revoltoso, se sublevó contra aquel régimen de recogimiento que contrastaba con la anterior vida; pero Esteban era inquebrantable en sus resoluciones y consiguió vencer a la pereza y la ignorancia.

El coronel Álvarez estaba asombrado del cambio radical experimentado por su hijo, y hasta llegaba a temer, en vista de su afición al estudio, que olvidase sus inclinaciones militares y se decidiese por una carrera científica.

Todo había cambiado en la vida de Esteban, hasta el carácter. En adelante las largas horas pasadas antes los libros le robaron sus aficiones al bullicio y al escándalo, y se hizo reflexivo y grave hasta el punto de ruborizarse cuando recordaba sus hazañas de poco tiempo antes.

El padre, tan ignorante y rudo como siempre, admirábase ante los conocimientos científicos que rápidamente adquiría su hijo y lo creía un pozo de ciencia, complaciéndose en hablar de él con admiración ante unos cuantos veteranos que eran sus amigos íntimos.

El bueno del coronel no dudaba que su hijo llegaría a muy alto y hasta pensaba en que su amigo Espartero de allí a algunos años, tendría un rival capaz de oscurecerle con el brillo de su gloria.

A los dieciséis años, el coronel Álvarez envió a su hijo al colegio militar de Toledo, que, según él, era una empolladura de héroes que se quedaban a la mitad del camino. Su hijo sería de los que llegarían a la cumbre, sólo con que le ayudara un poco la fortuna.

Cuando Esteban marchó a Toledo a formalizar sus estudios, era un verdadero aspirante a héroe. La sed de gloria turbaba su existencia y soñaba de continuo con ser un día un genio de la guerra del que dependiese la suerte de su patria.

Sus ideas habían sido transformadas por el estudio. Aquellas campañas de la República Francesa donde los soldados descalzos, harapientos y roídos por el hambre vencían a la coalición de todos los tiranos, le producían más admiración que las teatrales victorias de Napoleón con sus ejércitos disciplinados y disponiendo de grandes medios para hacer la guerra.

El ser soldado de una causa tan grande como la libertad, le entusiasmaba más que el ser soldado por oficio o por placer, y por ello prefería Washington a Alejandro y Hoche a Bonaparte.

La primera vez que oyó la Marsellesa, aquel himno tantas veces mencionado en las guerras de la República, se conmovió profundamente hasta el punto de derramar lágrimas. Las sombras de Marceau y de Hoche, de Latour d'Auvergue, de Kléber y de Desaix desfilaron ante su imaginación envueltas en el brillante ropaje de las heroicas y rítmicas estrofas, y casi se sintió tentado de saludar con la misma veneración que se descubre el recluta ante el general que le ha conducido a la victoria.

No pasaron desapercibidos para su padre estos detalles, y los lamentó con todo su corazón.

—Cuando en mi juventud —decía a su esposa—, hacía yo la guerra en el Perú también tuve algo de republicano, y por eso me vi tratado tan mal al volver a España. No son las ideas republicanas la mejor recomendación para hacer carrera en el ejército, pero más le quiero así que no carlista. Al fin no desmiente la sangre.

Con tal bagaje de ideas y ensueños, fue Esteban a hacer su aprendizaje militar, y ya vimos cómo al entrar en el Colegio demostró que sus aficiones al estudio no habían amenguado la energía de su carácter ni enmohecido sus puños.

II. ÁLVAREZ Y SU ASISTENTE

En 1856 recibió el alférez Álvarez su bautismo de sangre. Recién salido del colegio acababa de incorporarse a un regimiento de guarnición en Madrid, cuando a O'Donnell se le ocurrió dar fin al famoso bienio progresista nacido del alzamiento de Vicálvaro, llevando a cabo el golpe de Estado que equivalía a una repugnante traición contra su compañero Espartero.

La Milicia Nacional mandada por Sixto Cámara y otros revolucionarios, resistió valerosamente aquella violación de las leyes que O'Donnell llevaba a cabo, pero una vez más venció la fuerza al derecho, y la legalidad cayó al suelo herida por la espada de un ambicioso.

El alférez Álvarez se batió como un valiente en la plazuela de Santo Domingo. Al comenzar el combate el joven tenía sus dudas y hacía depender su conducta de la actitud que tomase Espartero. Si el antiguo amigo de su padre se decidía en favor de la causa popular y echaba su espada en la balanza de la revolución, él iría a ponerse al lado de los bravos milicianos aun conociendo que comprometía su porvenir; pero el duque de la Victoria permaneció quieto, negándose a auxiliar a los que combatían en nombre de la Constitución violada, y el alférez, acallando los impulsos de su corazón que le empujaban hacia los insurrectos, permaneció fiel a la ordenanza, y se batió tan bien como el primero, en defensa de una causa que odiaba.

Una bala le produjo un ligero rasguño, y esto bastó para que el gobierno de O'Donnell, interesado en crearse simpatías en el ejército y que derramaba los ascensos con prodigalidad, le diese el grado de teniente.

Desde 1856 Álvarez arrastró esa vida sedentaria y monótona, propia de los soldados en tiempo de paz. Trasladado de una a otra guarnición, fue corriendo media España, y los ocios de esa vida insustancial y lánguida que se arrastra en las pequeñas guarniciones los empleó dedicándose al estudio y poniendo a contribución cuantas bibliotecas encontraba.

De este modo fue Álvarez adquiriendo una vasta ilustración, y pronto pudo pasar como muy versado no sólo en materias militares, sino literarias y científicas.

En el regimiento le consideraban como un oráculo, y todos los oficiales reconocían la justicia con que sus compañeros de la Academia de Toledo, que muchas veces sustituían los apellidos por chuscos motes, le habían puesto el apodo de Séneca.

Álvarez era un buen oficial que cumplía sus deberes con exactitud solemne, y esto, unido a su ilustración, le hacía ser apreciado por sus superiores y sus iguales, y le valía que en el cuarto de banderas reinase un profundo silencio siempre que él abría la boca para dictaminar sobre alguna cuestión.

El coronel, antiguo soldado que apenas sabía leer, pero que tenía sus pretensiones de elocuencia, le hacía corregir sus arengas conmemorativas antes de insertarlas en la orden del día; en las conferencias de oficiales deslumbraba con sus disertaciones, y no había alférez que dejase de presentarle, solicitando una concienzuda corrección, los versos escritos en honor de alguna romántica novia.

El teniente Álvarez era, en una palabra, el hombre imponente del regimiento, el genio cuya gloria se encargaban de pregonarlos, desde el coronel al último corneta; pero tan inmensa popularidad no satisfacía al agraciado, ni lograba impedir que a menudo se entregase a sus ensueños ambiciosos.

Los galones de teniente le desesperaban, la paz le producía náuseas, y casi se sentía próximo a llorar de rabia cada vez que pensaba que a fines del pasado siglo había en Francia generales de su misma edad que se hacían inmortales.

Al enviar el Gobierno la expedición a Cochinchina, solicitó el teniente formar parte de ella con el deseo de adquirir gloria en tan lejanas tierras, pero su proposición fue desatendida, lo que le produjo hondo despecho.

La fortuna, aquella deidad tan ensalzada por su padre, le volvía la espalda, y él, tan ansioso de gloria y tan dispuesto a realizar las mayores heroicidades, veíase obligado a vegetar en una guarnición, olvidado, casi embrutecido, y teniendo por único consuelo la mezquina popularidad que gozaba en su regimiento.

Cuando más agitado estaba por sus decepciones, recibió la noticia del fallecimiento de su padre a consecuencia de lesiones internas producidas por una bala que los cirujanos del Perú no supieron extraerle.

Esta noticia aumentó aún más la tristeza del joven militar que cuando soñaba en un porvenir glorioso colocaba siempre en primer término a su padre conmovido por la alegría y llorando como un niño al ver a su descendiente elevado a los primeros puestos del Estado.

¡Oh, maldita imaginación! ¡Ilusiones engañosas! Él nunca llegaría a ser nada y gracias si al retirarse podía alcanzar como su padre el empleo de coronel. Además, aun cuando sus sueños se realizasen, Esteban no se consideraría feliz, pues le faltaría la inmensa satisfacción producida por la alegría de su padre.

Doña Balbina, que vivía en Valencia únicamente por el cariño que a dicha ciudad tenía su esposo, al morir éste trasladose a Burgos, donde su hijo estaba de guarnición, complaciéndose en hacer la misma existencia nómada que en su juventud, aunque sin el aliciente para ella de las aventuras y terribles incidentes de la guerra.

Transcurrieron tres años de este modo, viviendo Esteban con su madre y ejerciendo ésta tal superioridad sobre las esposas de todos los militares como su hijo en el regimiento.

La viuda del coronel Álvarez hablaba con los oficiales viejos de las operaciones de la guerra civil con tanta autoridad como si dentro de ella estuviese el general Zarco del Valle, y con las militaras disertaba sobre las condiciones que debe reunir un buen asistente y la influencia que las mujeres pueden ejercer sobre los valientes llamados a dar su sangre por la patria.

Cuando el Gobierno español declaró la guerra al imperio de Marruecos, el regimiento al que pertenecía Esteban y que se hallaba en aquel entonces de guarnición en Zaragoza, recibió la orden de salir inmediatamente para Valencia, donde debía embarcarse con rumbo a África formando parte de la división de reserva que mandaba el valiente general Prim.

Gran trabajo costó al teniente disuadir a su madre del empeño que mostraba en seguir al regimiento. La valerosa navarra sentíase halagada por la idea de asistir a una campaña en país tan extraño y contra enemigos a los que ella odiaba como buena católica, pero su hijo le expuso razones que le hicieron desistir y la obligaron a conformarse con la tristeza que le causaba no poder presenciar aquella guerra en la que iban a perder sus vidas muchos miles de moros dignos de la peor de las suertes por poner a Mahoma a más nivel que Jesucristo y no prestar acatamiento al Papa.

Doña Balbina fuese a vivir con sus parientes de Pamplona, y Esteban, libre de toda carga, partió con su regimiento contento con la fortuna que le deparaba una verdadera guerra donde poder lucir su valor y conquistar algo de aquello que su ambiciosa imaginación soñaba.

Apenas si en el viaje, ni durante la campaña, echó de menos a su madre en punto a cariñosos cuidados. Llevaba como asistente a un mocetón aragonés, despierto de entendimiento y servicial y fiel como un perro que miraba al señorito con tanto respeto como a su padre y con igual cariño que si fuese un hermano.

En todo el regimiento se hacían comentarios sobre la indestructible armonía que reinaba entre el oficial y el asistente y la facilidad con que éste cumplía sus menores indicaciones.

Entre el teniente Álvarez y su asistente Perico apenas si mediaban al día media docena de palabras, y sin embargo todo se hacía a gusto del primero sin que tuviera el menor motivo de queja.

En la más leve mirada adivinaba el soldado los deseos de su superior y se apresuraba a realizarlos sin romper el mutismo a que tan aficionado se mostraba su amo.

Perico, aunque aragonés, era tan hiperbólico como un andaluz cuando en las reuniones con los demás asistentes del regimiento surgía en la conversación el nombre de su amo.

Para él no admitía duda que todo el mundo estaba convencido de lo mucho que valía su señorito y que desde O'Donnell al último soldado se tenía como artículo de fe que el teniente Álvarez era el oficial más valiente y más sabio del ejército español.

Cuando le oía hablar con otros oficiales quedábase en ademán estático y con la boca abierta asombrado ante aquellos nombres extraños que su amo mezclaba en la conversación, y algunas veces hubo de reñirle Esteban en Zaragoza porque se arrimaba irrespetuosamente a la puerta del cuarto de banderas tan sólo por escuchar cómo el teniente discutía con los compañeros, aprobando enérgicamente con movimientos de cabeza todo aquello que su amo decía y que él estaba muy lejos de entender.

Tanta influencia ejercía el oficial sobre su asistente, que éste tenía ya adoptada una formal resolución sobre su porvenir. Nunca se separaría de aquel hombre al que estaba ligado por el respeto y el cariño.

Se encontraba casi solo en el mundo, carecía de padres a cuyo sustento atender y no tenía más pariente que su tía Tomasa, una hermana de su padre, que muy joven fue a París a servir a unos señores y que ahora estaba en Madrid en casa de un conde como ama de gobierno y doméstica de cierta autoridad. Esta tía era un verdadero tesoro para Perico, que como único sobrino era el verdadero dueño de su afecto y recurría a ella con éxito en todos sus apuros.

La tía le enviaba todos los meses algunos duros para sus vicios, y como Perico no los tenía, de aquí que emplease tales cantidades en beneficio de su señorito, el cual no podía explicarse al sentarse a la mesa cómo con tres pesetas que diariamente entregaba a su asistente comía casi con tanto regalo como el coronel del regimiento.

Aquel Perico era de oro, según la expresión de todos los oficiales, y lo más notable en él resultaba la fidelidad, pues desechó las proposiciones de varios compañeros de su amo que querían llevárselo a sus casas con el deseo de tener un sirviente tan atento y puntual.

En la campaña de Marruecos el asistente demostró hasta dónde llegaba su cariño al señorito, pues en vez de permanecer a retaguardia como los demás soldados de su clase, no dejaba el fusil de la mano y sin desatender por esto sus obligaciones marchaba al lado del teniente Álvarez más atento a defenderle que a hostilizar al enemigo.

Por dos veces salvó la vida a su señor; pero éste le correspondió dignamente partiendo de un sablazo la cabeza de un marroquí que a quemarropa apuntaba a Perico con su espingarda.

Ganoso Esteban de conquistar aquella gloria tantas veces soñada, le pareció poco notable figurar en un regimiento que entraba en fuego lo mismo que los otros, y se presentó a Prim, solicitando por sí y su asistente el ingreso en una de aquellas compañías de guías o exploradores, fuerza escogida que ocupaba siempre los puntos de mayor peligro y que continuamente se tiroteaba con los moros siendo objeto de sorpresas y sosteniendo combates cuerpo a cuerpo.

En cien ocasiones viéronse amo y criado frente a frente con la muerte, y otras tantas se salvaron como si fuesen invulnerables. Las bajas menudeaban, por tres veces la muerte se encargó de que fuese renovado el personal de la compañía y a pesar de esto ni el oficial ni su asistente, que eran los primeros en el ataque, sufrieron el más leve rasguño.

La heroicidad del teniente Álvarez no tardó en ser conocida y comentada por todo el ejército, y tanta fue su popularidad, que O'Donnell, a pesar de que no miraba con buenos ojos al oficial por saber su procedencia progresista, y la afición que mostraba a las doctrinas democráticas, entonces nacientes, se decidió por evitar murmuraciones a premiar sus esfuerzos y lo ascendió a capitán, concediéndole además la cruz de San Fernando en juicio contradictorio. También Perico alcanzó la cruz por haber luchado a brazo partido con dos morazos que querían hacerlo prisionero demostrando que a la sombra de la Torre Nueva se desarrollan tan buenos puños como en las laderas del Atlas.

Álvarez y su asistente fueron objeto de grandes demostraciones de simpatía, y si el teniente no pudo sacar de la campaña aquellas grandezas por él soñadas, al menos logró alcanzar una sólida reputación de soldado valeroso.

Al terminarse la campaña, el capitán Álvarez y su asistente, incorporados a otro regimiento, regresaron a España, siendo destinados de guarnición a Madrid.

Las fatigas y los peligros experimentados en común y esa fraternidad que crea la guerra habían estrechado los lazos de cariño que unían al oficial con su asistente.

III. LA VI POR VEZ PRIMERA…

En el invierno de 1862 el sol, faltando a su perversa costumbre, se portaba como un completo caballero con los habitantes de la coronada villa.

Los madrileños estaban en pleno mes de enero, y sin embargo, transcurrían semanas enteras sin que el aliento del coloso Guadarrama fuese frío y punzante, y el sol desde las ocho de la mañana esparcía en las calles un ambiente tibio que a despecho de la estación hacía recordar la primavera.

La nieve era en aquel año cosa desconocida, y las lluvias invernales habían quedado reducidas a unos cuantos chaparrones que prestaban al Ayuntamiento el gran servicio de limpiar las calles, siempre sucias.

Aquella benignidad de la naturaleza tenía asombrados a los habitantes de la Corte y uno de los que se mostraban más agradecidos era el capitán Álvarez, que como criado en la costa del Mediterráneo y en una de las ciudades más risueñas y de temperatura dulce, odiaba los días nebulosos y experimentaba una alegría casi infantil cuando la naturaleza ostentaba todos sus esplendores a la luz del sol.

En una de aquellas mañanas que parecían de primavera, el capitán viendo el rayo de sol que se filtraba en su habitación por la ventana que el fiel Perico acababa de abrir, se levantó de muy buen humor, dispuesto a aprovecharse de la benignidad de la naturaleza.

Eran las siete y hasta las diez no estaba obligado a presentarse en el cuartel. Le quedaban, pues, tres horas libres, que él pensó dedicar a un largo paseo, pues como oficial que gozaba fama de andariego aprovechaba todas las ocasiones para que, según él decía, no se le enmoheciesen las piernas.

Cuando hubo devorado su apetito a toda prueba el modesto desayuno preparado por la patrona y Perico acabó de pasar su escrupuloso cepillo sobre el poncho y el rojo pantalón, Álvarez encendió un puro y salió a la calle con todo el empaque de un hombre que se considera feliz aunque momentáneamente y que está agradecido a la naturaleza.

Bien hacía Perico en estar orgulloso del buen talante de su señor, porque no podía menos de reconocerse que el capitán Álvarez era un buen mozo, que llevaba como pocos el uniforme del ejército español.

Pisaba con la fuerza de un hombre robusto aunque algo enjuto, contoneábase con una marcialidad nada afectada y se atusaba la perilla graciosamente cada vez que se quedaba mirando a una de las muchas mujeres a quienes llamaba la atención.

¡Oh, poder de la marcial gallardía! El vizconde del Pinar, por otro nombre el alférez Lindoro, mozuelo que usaba corsé bajo el uniforme y se apretaba la cintura como una damisela mostraba gran admiración ante el capitán y confesaba que teniendo su varonil presencia y la cruz de San Fernando en el pecho, era él muy capaz de conquistar a todas las mujeres de Madrid.

—¡Y pensar —añadía el dandy— que tan mágico poder se pierde inútilmente!

Inútilmente no se perdía, pues al capitán Álvarez no le faltaban ciertos trapicheos y esto quien mejor lo sabía era Perico; pero lo cierto era que ninguna de aquellas pasiones nacidas al volver una esquina duraba más de una semana y el apuesto militar no había tenido un verdadero amor.

El capitán, expeliendo con fuerza el humo de su cigarro y con aspecto de un hombre feliz, bajó la calle de Alcalá, dirigiéndose al Retiro su paseo favorito, pues las frondosas y vastas arboledas era lo único que le consolaba de aquella desesperante aridez de los alrededores de Madrid.

Cuando entró en el gigantesco jardín por la principal avenida, se hizo la ilusión de que entraba en un vergel, pues apenas si algunos paseantes recordaban con su presencia que era aquello un terreno público.

Dos niñas jugaban al extremo de la avenida vigiladas por una vieja criada, y por el centro de aquella caminaban lentamente dos señoras elegantemente vestidas.

Álvarez fijó la vista en ellas y mientras caminaba las iba examinando sin interés alguno y con el aire distraído del hombre que mira por hacer algo.

Las veía por la espalda y sin embargo por la figura y el modo de andar adivinaba en una de ellas, vestida con capota elegante y abrigo de terciopelo, a la niña con quien la pubertad despierta el germen de la hermosura, redondeando las formas, animando la carne con el fuego de la juventud y dando a sus pasos la gracia ingenua de la mujer seductora. La otra, de andar más lento y pesado y de cuerpo un tanto obeso cubierto por vestido de negra seda y mantilla de blonda, demostraba ser una señora de mediana edad acostumbrada a ese respeto que se goza en una alta posición social.

El capitán, a fuerza de contemplar durante algunos minutos a las dos mujeres que marchaban delante de él, comenzó a interesarse y hasta sintió cierto deseo de acelerar su paso para ver la cara de la joven; pero cuando ya se disponía a realizar su deseo las desconocidas torcieron a la derecha metiéndose por una estrecha calle de árboles.

Cuando Álvarez llegó a la embocadura de ésta vio a las dos mujeres que se alejaban y durante algunos instantes estuvo dudando si debía seguirlas. Pero no tardó el capitán en sentirse atraído por el deseo de dar un paseo a solas como era su gusto y desistió de ver la cara a la joven. ¿Para qué? Al fin era una de tantas y bastante había hecho el oso en sus tiempos de cadete para ir ahora en seguimiento de unas faldas.

Álvarez siguió la avenida y llegó al estanque apoyándose en la barandilla y entreteniéndose como un muchacho en silbarles a los cisnes que como navíos de nieve surcaban el terso cristal de agua majestuosamente.

El capitán sentíase embriagado por aquella naturaleza que ostentaba todas sus galas compatibles con el invierno. En el fondo del estanque reflejábase el azul del cielo, al que el exceso de luz daba un tinte blanquecino; los árboles brillaban heridos por el sol, los rasguños de sus cortezas parecían frescas heridas manando sangre y los rayos de oro, filtrándose por entre el ramaje, colgaban de los ropajes de sombras que envolvían las estatuas deslumbradores harapos de luz.

Las hojas secas caídas en el suelo era lo único que estaba allí atestiguando el invierno, pero movidas por el fresco vientecillo rodaban velozmente y persiguiéndose buscaban un rincón oscuro donde esconderse como comprendiendo que eran notas disonantes en aquella deslumbradora sinfonía de la naturaleza.

Los gorriones, eternos parásitos de aquel inmenso palacio de verdura, pisaban alegremente conmovidos por la hermosura que aquel día tenía su habitación y como si estuvieran convencidos de que en un día tan esplendoroso los hombres no podían ser malos, abandonaban los huecos de los altos troncos con noble confianza y corrían a saltos los enarenados paseos, contentos con poder resarcirse de las largas noches de lluvia o de nieve pasadas en aquellos árboles con la cabeza bajo las alas y sin otro abrigo que las temblonas plumas.

Álvarez estaba en éxtasis y parecía embriagado por el perfume incitante de la naturaleza, que mostrándose tan hermosa en pleno invierno, parecía una dama de edad madura sacando a luz tesoros de belleza escondidos para deshacer la mala impresión de su ajado rostro.

El capitán experimentaba idénticas sensaciones que cuando se sentía impulsado a escribir aquellos versos que tanta fama le valían en el regimiento.

La hermosura de la naturaleza le producía dulces desvanecimientos y en aquellos instantes no se acordaba ya de su uniforme ni de la gloria militar tan ambicionada. Era una cosa bien triste que en un mundo tan hermoso se exterminasen los hombres y vinieran a turbar la dulce tranquilidad de los campos con los estampidos del cañón.

Álvarez, a pesar de sus bélicas aficiones tan arraigadas, reconocía que la paz era para los mortales el más supremo bien, y que constituía un sacrilegio contra la naturaleza, madre común de todos los seres, el ensuciar con sangre humana por culpa de viles pasiones, los terciopelos y los vasos, los barnices y el oro, que surgiendo de las entrañas de la tierra, derramábanse sobre ella formando una espléndida vegetación.

Dominado por la abstracción que en él producían tales reflexiones, se sentó en un banco de piedra, y allí contemplando con el mismo arrobamiento que un árabe soñador las tornasoladas vedijas de azulado humo que su cigarro arrojaba en el espacio, permaneció mucho tiempo rodeado por el silencio augusto de la arboleda, sólo interrumpido por el rumor de la cercana ciudad que se despertaba, o el ric-ric de alguna hoja seca dando volteretas al impulso de la invernal brisa.

Más de media hora permaneció Álvarez en esta actitud, gozando la dulce monotonía de la naturaleza. Un gorrión que saltó junto a él, sin duda atraído por los colores del uniforme y el brillo del sable, le sacó una vez de su abstracción, después fue una niña que pasó corriendo no sin sonreírle graciosamente con esa admiración que los pequeños sienten por los militares, y al fin el chasquido de la arena al ser pisada, hizo despertar su atención.

Levantó la cabeza y vio a pocos pasos a las dos señoras que marchaban delante de él a la entrada del Retiro.

Una, la más vieja, después de examinarle de pies a cabeza con una mirada altiva y dura, volvió sus ojos a otra parte con marcada indiferencia, mientras la joven le contemplaba con inocente curiosidad que sólo duró cortos instantes.

Álvarez pudo entonces examinar bien a su sabor a las dos señoras.

La joven no parecía tener más de diecisiete años, a pesar de su gallarda estatura y de sus gallardos contornos, que delataban a la mujer ya formada. Bajo su capota blanca con lazos rojos, brillaban unos ojos negros y de intenso brillo, que se destacaban sobre un rostro sonrosado y de delicada transparencia, propio de un temperamento sanguíneo y de una salud a prueba de todos esos delicados achaques propios de la juventud aristocrática. Vestía con gran elegancia, andaba con distinción natural y todo en ella delataba a la mujer que por su nacimiento vive alejada de las miserias de la vida y ha sido educada para agradar y distinguirse entre las de su sexo.

La señora que la acompañaba no inspiraba igual sentimiento de tierna simpatía, a pesar de que su aspecto era correcto hasta la exageración. Viéndola, no podía menos de recordarse a las viejas señoras feudales de los dramas románticos, enorgullecidas con su nombre y haciendo esfuerzos en todas ocasiones para ostentarlo con la más suprema dignidad.

Su vestido negro, su mantilla, y el bolsón de terciopelo pendiente de las enguantadas manos, daban a su figura cierto ambiente de devoción elegante, y en su rostro mofletudo, rubicundo, con tonos violáceos y adornado con una nariz larga y pesada como las que son rasgo distintivo de los Borbones, leíase el orgullo de raza, el convencimiento de que la ley de castas es un hecho, y el desprecio a todos los seres de clase inferior, destinados a sufrir la deshonrosa vergüenza de no poseer pergaminos ni poder ostentar a continuación de su apellido un título retumbante.

Pasaron las dos señoras erguidas y con aire indiferente ante el capitán, que las miraba con una insistencia algo incorrecta.

Álvarez, mirándolas otra vez por la espalda, se decía que la joven era de lo más hermoso que él había visto, y sin poder explicarse el porqué, volvió nuevamente a sentir el deseo de seguir a aquella mujer encantadora.

¡Qué diablo! Él era un muchacho todavía, y aunque fuese capitán no le estaba prohibido hacer lo mismo que en sus tiempos de cadete. Además, todo buen español tiene el deber de ir detrás de los primeros pies bonitos que encuentre al paso, y había que reconocer que los de aquella joven eran dignos de ser cantados por lord Byron.

Se sentía atraído por aquel rostro que deslumbrador había pasado ante él envuelto en la blanca nube de la capota y se propuso saber quién era aquella beldad y contemplarla de frente otra vez.

El sonido que produjo el sable al chocar contra el banco de piedra, hizo que la joven ladease un poco la hermosa cabeza viendo con el rabillo del ojo y con esa disimulada atención que nadie enseña a las niñas y que todas poseen, cómo el militar se ponía en pie y estirando su poncho para evitar arrugas antiartísticas, seguía sus pasos aunque procurando conservar una corta distancia.

La vieja señora debió notar también aquella persecución iniciada por el militar, pues en vez de seguir a lo largo del estanque, torció repentinamente entrando con la joven en un estrecho paseo.

El militar, siguiéndolas, entró también en el paseo arreglando su paso al lento de las dos mujeres.

A Álvarez no dejaba de hacerle alguna gracia aquella persecución de una joven bonita, impropia de su carácter y sus costumbres. Aquella insignificante aventura era suficiente para que en el cuarto de banderas bromearan con él semanas enteras si es que por su desgracia le sorprendía algún compañero entregado a tal persecución. Realmente era indigno del capitán Séneca, a quien algunos tenían por un Napoleón del porvenir, pasar la mañana siguiendo los pasos de una muchacha bonita.

Pronto el militar dejó de pensar en tales cosas, y olvidándose de cuanto pudieran decirle sus amigos si es que alguno le veía, fijó toda su atención en la joven convenciéndose de que ésta de vez en cuando le miraba con creciente curiosidad.

Con ese arte, especial privilegio de la juventud, de mirar atrás sin aparentarlo y sin volver la cabeza más que de un modo imperceptible, la joven examinaba a su perseguidor con rápidas ojeadas y no debía disgustarle su aspecto por cuanto volvía nuevamente a su ocular y disimulada observación.

La señora que la acompañaba no debía experimentar igual impresión, por cuanto varias veces volvió la cabeza con ademán altivo enviando al capitán el feroz relampagueo de su irritada mirada.

Pero no era Álvarez hombre capaz de intimidarse ante aquellas manifestaciones de enfado, pues mayores las había sufrido en sus tiempos de cadete de parte de algunas mamás toledanas, cuando iba en seguimiento de cuantas señoritas encontraba en las calles de la imperial ciudad.

La madura señora no estaba de humor para aguantar aquel espionaje que iba tomando el carácter de iniciación amorosa. Álvarez la vio hablar con la joven con gesto avinagrado como riñéndola por la curiosidad que demostraba y que daba al perseguidor mayores ánimos, y tras la rápida filípica las dos apresuraron el paso saliendo inmediatamente del Retiro.

En las calles de Madrid, Álvarez se hizo más audaz. Aprovechando la gran concurrencia de transeúntes llegó a acercarse tanto a las dos señoras, que casi les puso la cola del vestido y así pudo aspirar el fino perfume que exhalaba el cuerpo de aquella niña con todas las seducciones de la mujer.

Estaban en la calle de Atocha y las dos mujeres apresuraban el paso. La joven ya no miraba al capitán cuya presencia sentía a sus espaldas; pero la señora mayor volvía continuamente la cabeza y le miraba cada vez con mayor expresión de odio, como si quisiera anonadarle con la majestad de sus furiosos ojos.

Llegaron las dos al portal de una casa de reciente construcción que, aunque no desmesuradamente grande merecía el nombre de palacio por la elegancia artística de su fachada; y entraron en él siendo saludadas con gran respeto por el portero, hombre obeso embutido en un gran casacón con botones dorados.

Aquella era indudablemente su casa.

El capitán, deseoso de alcanzar la última mirada de la joven y ver una vez más su rostro, se colocó con bastante descaro sobre el umbral y vio cómo las dos señoras comenzaban a ascender por la gran escalera de mármol con balaustradas doradas que arrancaba del fondo del patio.

No se había equivocado Álvarez al suponer que aún le miraría la joven, pues ésta, al llegar al gran rellano convertido casi en jardín, donde la escalera bifurcaba en dos ramas, se detuvo algunos instantes y fijó sin turbación en el capitán sus ojazos tranquilos en los que se adivinaba una naciente simpatía.

La otra señora, que subía más pausadamente, también se detuvo en el rellano, y al volver la cabeza y ver al militar plantado audazmente en el centro de la puerta, su rostro se coloreó con los tintes violáceos de la más sofocante indignación.

Mientras su joven acompañante desaparecía en una rama de la escalera, ella quedó algunos instantes inmóvil como enclavada en el mármol por el furor, y al fin, con voz de tono grave y temblorosa por la rabia, dejó rodar una palabra en la que resumía toda su cólera:

—¡Mamarracho!

—Muchas gracias, señora —contestó Álvarez sonriente y con entonación exageradamente galante, al mismo tiempo que hacía un saludo militar.

Y sin preocuparse por las foscas miradas del gordo portero, permaneció sobre el umbral hasta que hubo desaparecido en lo alto de la escalera aquel vestido de seda, rígido, majestuoso y soberbio como la toga de la justicia.

IV. QUIÉN ES ELLA

El alférez Lindoro, conocido en el mundo con el nombre de vizconde del Pinar, estaba a medio día con un humor de todos los diablos.

Metido en el cuarto de banderas, sufría un arresto de veinticuatro horas que le había impuesto el coronel por ciertas insignificantes faltas en el servicio, y desahogaba su mal humor echando pestes contra todo el mundo y maldiciendo la hora en que a su familia se le ocurrió dedicarlo al ejercicio de las armas y en que el gobierno tuvo la idea de dar el mando de un regimiento a un ordinariote que no hacía caso de recomendaciones, que no respetaba al representante de una de las casas nobles más antiguas de España, y que quería que todas las cosas del cuerpo marchasen con la regularidad de un reloj, aunque para ello tuviera que arrestarse a sí mismo.

La desesperación del alférez obedecía principalmente a la soledad en que estaba y que tendría que sufrir hasta las seis de la tarde hora en que terminaba el arresto.

El capitán de guardia era el único que le acompañaba y éste era un pobre hombre taciturno incapaz de ensartar seis palabras seguidas y que no tenía otro tema de conversación que las costumbres de Filipinas, donde había estado muchos años.

Tendido en un sofá con trágica desesperación y entreteniéndose en contar las pulsaciones del tiempo que marcaba el péndulo del reloj, el alférez pasaba las horas aguardando, como quien espera la más suprema felicidad, la llegada de algún oficial joven que por la fuerza de la costumbre fuera a pasar un rato en el cuarto de banderas.

Por esto cuando vio entrar al capitán Álvarez el vizconde se levantó de un salto, agradeciendo a la casualidad el feliz envío que le hacía.

Justamente en todo el regimiento Álvarez era el único que escuchaba las sandeces del alférez sin burlarse de ellas de un modo cruel; bien es verdad que el capitán se divertía oyendo los razonamientos de aquel ser superficial e insignificante, pero el vizconde era lo suficientemente obtuso para no enterarse de que su compañero le consideraba como un objeto de risa.

Álvarez aceptó el cigarro que le tendía el vizconde, y se sentó a su lado.

—Chico —dijo éste—. No puedes figurarte cuánto agradezco tu visita. ¿Vienes a acompañarme, verdad? Estoy aburridísimo y te aseguro que si me arrestan otra vez, pido mi baja en el ejército. ¿Deseas algo? ¿Has almorzado ya? ¿Quieres tomar café u otra cosilla? Nos lo traerán del café cercano: tengo cuenta abierta.

Esteban tuvo que hacer grandes esfuerzos para impedir que el alférez, deseoso de retenerle, pidiera todas las bebidas del próximo café, y cuando el vizconde se hubo tranquilizado después de pedir a un ordenanza que trajese una botella de ron y copas, Álvarez abordó el verdadero motivo que le había llevado allí.

—Oye, Lindoro —dijo el capitán Álvarez—. ¿No conoces tú a toda la aristocracia de Madrid?

—Sí, querido contestó el alférez con fatua complacencia, pues su mejor gusto era ostentar las ventajas sociales que le daba su nacimiento—. Conozco todo el mundo elegante de la Corte y no hay casa de algún ilustre que yo no visite. Ya ves que con mi nombre y mi fortuna bien puede uno gozar alguna consideración en la alta sociedad.

—Tengo que solicitar tu ayuda para una noticia que me interesa adquirir.

—Habla, que yo te contestaré si es que puedo.

—¿Tratas alguna familia que viva en la calle de Atocha?

—Dos hay allí que yo conozco. ¿Sabes el número de la casa?

—No he podido fijarme en él, pero te daré las señas. Es un edificio de reciente construcción que está a la derecha subiendo por la parte de…

—Basta, no sigas. Ya sé qué casa es. En ella vive el conde de Baselga, un señor millonario, algo retirado del gran mundo y que sólo asiste de tarde en tarde a las fiestas de palacio. Tiene una hija muy hermosa.

—Eso —dijo Álvarez con satisfacción.

—¿La conoces, acaso?

—La he visto una vez, nada más.

—Y te gusta, ¿eh?… Chico, tienes buen gusto, pues la muchacha no puede ser más lista. Aquí, para entre nosotros, debo manifestarte que yo he tenido mis proyectos sobre ella. Me gustaba su hermosura y más aún los millones de su padre.

—¿Y qué has alcanzado? —preguntó Álvarez con ansiedad mal disimulada.

—Nada, chico. La muchacha es algo tonta y se rió de mí en un baile de palacio, donde entre dos rigodones le espeté mi declaración. Ya ves que esto supone cierto grado de imbecilidad: burlarse de un muchacho como yo que aunque no soy muy rico, tengo un título respetable como pocos y una figura no despreciable. Lo único que se me puede censurar es mi cortedad de vista, pero los lentes dan siempre cierto chic que hacen a un hombre interesante. ¿No es verdad, Esteban?

El capitán contestó con una débil sonrisa.

—Quisiera —continuó el alférez— que tú probases a rendir esa beldad que tiene el corazón no de mármol, como dicen los poetas, sino de alfarería. Tal vez seas más afortunado y cree que harías un negocio redondo si lograras casarte con ella, pues el viejo don Fernando, su padre, debe tener enterradas a montones las peluconas. Vaya, anímate y a ver si consigues dejar pronto esta endiablada profesión militar para convertirte en millonario.

Álvarez permaneció silencioso algunos instantes y al fin preguntó a su amigo:

—¿Quién es esa señora que acompaña a la condesita? ¿Es su madre?

—El conde es viudo. Ha sido casado dos veces y su segunda esposa murió hace ya bastantes años dejando dos hijos: un niño enfermizo al que veo pocas veces y esa muchacha que tanto te gusta. La señora de que hablas debe ser una hija que tuvo el conde de su primer matrimonio y de la que se cuentan ciertas historias. ¿Cuáles son sus señas?

El capitán describió a su modo la figura rígidamente majestuosa y el rostro avinagrado de la señora que tan furibundas miradas le había lanzado aquella mañana y el vizconde se apresuró a contestar:

—Sí; eso es. Describes muy bien el gesto de pocos amigos que eternamente lleva en su rostro doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una solterona que aborrece al mundo, odia a la juventud y se dedica a la devoción, entregada en cuerpo y alma a los jesuitas, lo que le consuela de no haber encontrado en su juventud un hombre que quisiera hacerla su esposa. Cree que la tal señora es un basilisco y que es muy peligroso hacerle el amor a su hermanastra, sólo porque ha de rozarse uno con ella. Es un manojo de espinas custodiando a una rosa. ¡Eh! ¿Qué tal te parece la frasecilla?

—Muy bien —dijo Álvarez sonriendo con toda la bondad que merecía aquel imbécil—, ¿y quién es la rosa?

—¡Quién ha de ser! Enriqueta.

—¡Ah! ¿Se llama Enriqueta la hija del conde de Baselga?

—Sí, hijo mío. Enriqueta Baselga de Avellaneda, y será condesa si se muere su hermanito como es de esperar en vista de sus continuas dolencias o si se hace cura lo cual es aún más probable en vista de las aficiones que le ha inculcado la santurrona de su tía.

El alférez Lindoro se entusiasmaba hablando de aquella familia que era muy rara, sí, una de las más raras de la Corte. Según él, el padre era un hurón siempre metido en su casa, refractario a toda diversión y sin otro placer que una excursión en verano a sus posesiones de Castilla, donde hacía la vida de un modesto agricultor. En cuanto a la baronesa de Carrillo, era la primera beata de la Corte, el brazo de que se valían los jesuitas para mover la aristocracia devota en favor de lo que a ellos les convenía, y los dos muchachos, hijos del segundo matrimonio, el enfermizo Ricardito y la hermosa Enriqueta, no pasaban de ser dos monigotes sin voluntad, que maldito el papel que harían en el mundo.

El vizconde se expresaba de este modo, y Álvarez escuchaba con gran atención todas sus palabras deseoso de conocer a fondo la familia de la que formaba parte aquel hermoso ser que tanto le interesaba.

—El conde, créelo —continuaba el alférez—, es un hombre de historia, y nadie, al verle tan austero y de genio eternamente atrabiliario, creería que en su juventud fue uno de los más terribles calaveras de la corte de Fernando VII. Ha sido de la Guardia Real, después mandó en el Norte un regimiento de lanceros carlistas, estuvo emigrado en París y allí se casó por segunda vez con la hija de un afrancesado; una muchacha enfermiza que tenía los millones a puñados. Su primera esposa fue la baronesa de Carrillo una locuela americana que conocía demasiado íntimamente a Fernando VII, y si alguien lo duda, ahí está para atestiguarlo la actual baronesa de Carrillo, que no es capaz de negar a su padre ¿Te has fijado en aquella nariz? ¿No es verdad que da ganas de cantar aquello de ese narizotas, cara de pastel con que los rojos del tiempo de Riego daban serenata al padre de Isabel II?

Álvarez sonrió ante la malicia del alférez, y repasando en su memoria el rostro de la baronesa, se convenció de que, efectivamente, algo había en él que recordaba la cara del rey chulo.

—¡Si supieras cuánto se ha hablado en la alta sociedad acerca del conde de Baselga! Se le atribuyen cosas estupendas, y hasta hay quien dice que mató a su primera mujer. No sé lo que pueda haber en esto de cierto, pero seguramente no merecía grandes cariños aquella buena pieza que, engañando a su marido, se acostaba con don Fernando para echar al mundo un nuevo ejemplar de su persona. Si el conde mató a su esposa, hizo muy bien, y prueba de ello es que, a pesar de lo que se murmura en la alta sociedad, lo reciben con grandes muestras de consideración y los padres jesuitas se hacen lenguas de su piedad y de sus sentimientos caballerescos.

Álvarez sentía cada vez mayor curiosidad por saber la historia de la familia de Enriqueta.

—¿Y con su segunda esposa —preguntó—, fue tan desgraciado el conde?

—Todo lo contrario. Doña María Avellaneda era una mujer casi insignificante. Su modestia y su humildad formaban contraste con sus riquezas y su alta posición, pero era tan dulce y tan bondadosa, que Baselga se enamoró de ella como un loco. Recién casado vino a España acogiéndose a uno de los indultos que el Gobierno dio a los carlistas, y estableció su casa en la calle de Atocha negándose a habitar la casa que en la calle del Arenal tenía su hija mayor, heredada de su madre la baronesa de Carrillo. Como la fortuna de que disponían el conde y su esposa era grande, gastaron como unos príncipes, y durante sus primeros años de matrimonio asombraron con su lujo a todo Madrid. Las elegantes costumbres francesas que hoy seguimos en la alta sociedad, ellos fueron los primeros en generalizarlas y la condesa, a pesar de su modestia y de que se preocupaba más de una visita a los pobres que de un baile, fue durante mucho tiempo la reina de la moda. Primero tuvieron una hija, esa muchacha que te ha vuelto los cascos la primera vez que la has visto.

—Pero —interrumpió el capitán—. ¡Si yo no he dicho que esté realmente enamorado de esa joven!

—Bueno, pues lo estarás. Es una chica de la que se enamoran todos. Conste, pues que estás prendado de ella… Como te iba diciendo, primero tuvieron a Enriqueta, y a los cuatro años de matrimonio a ese Ricardito que, a pesar de no abultar más que una mano de almirez y de no servir para otra cosa que rezar de la mañana a la noche, costó la vida a su madre.

—El conde sentiría mucho su segunda viudez.

—Su dolor fue inmenso. Amaba de veras a su esposa, y más que como marido la lloró como un muchacho romántico a quien se le muere la novia. Estuvo más de un año sin salir a la calle, y hasta se susurró en Palacio que pensaba hacerse cura y entrar en la Compañía de Jesús. Afortunadamente el amor a sus hijos pudo más que su pesar, y acabó por volver a hacer una vida normal, aunque mostrando gran repugnancia a asistir a aquellas fiestas en que tanto brillaban antes su esposa y él.

—¿Y su hija, vive también en tal retraimiento?

—Vive con menos rigidez y sale bastante de casa, gracias a su hermanastra, la baronesa, que, aunque beata, es bastante andariega, y se pasa el día en juntas de cofradía y patronatos píos o haciendo visitas a los más elocuentes predicadores de la Compañía. Si quieres verla a menudo, hazte beato y visita las sacristías. Además, también asiste a los bailes de Palacio o a los que se celebran en casa de algún individuo de la antigua nobleza. En cuanto a las reuniones en los palacios de los banqueros o de esa aristocracia dorada cuyos ascendientes se pierden en las telarañas de un mostrador, no esperes encontrar allí a la familia de Baselga. El conde es inflexible en sus opiniones y no quiere transigir con nada de lo creado por la revolución. Ya que asiste a pocas diversiones quiere que éstas no supongan una abdicación en sus arraigados principios.

Y el alférez seguía relatando con abundancia de detalles la vida de la familia de Baselga, sus costumbres y las relaciones que más fielmente sostenía.

—El conde tiene muy pocos amigos. En vida de su mujer daba fiestas a una sociedad muy escogida en esa casa de la calle de Atocha que tú conoces, pero desde que aquella murió los salones han quedado cerrados y muy de tarde en tarde recibe alguna visita por puro cumplimiento. Quien más influencia tiene en aquella casa es un célebre jesuita, el padre Claudio, que también es gran amigo de mi familia. Yo pensé valerme de él para que me facilitara el ser novio de Enriqueta y estaba muy confiado, pues el tal jesuita es un casamentero de primera fuerza; pero en vez de ayudarme lo que hizo, apenas le expuse mi pretensión, fue encajarme un sermón muy dulce, pero que me dolió en el alma, diciéndome que yo era hombre capaz de derrochar en unos cuantos meses la fortuna más grande del mundo, y que por esto no se hallaba él dispuesto a recomendarme a ninguna joven que apreciase. Si piensas intentar la conquista de Enriqueta, empresa que es difícil, procederías muy cuerdamente haciéndote amigo del padre Claudio, que manda en el conde, en la baronesa y en todas las personas de la casa.

El capitán acogió con sonrisas estas indicaciones del vizconde.

—¿Te ríes, eh? Pues no harás nada si dejas de seguir mis consejos. Soy hombre experimentado aunque nadie lo quiere creer en el regimiento y sé lo que debe hacerse en estos casos. Además, si quieres ver a Enriqueta tal vez encuentres ocasión algunas tardes si vas a menudo al paseo de la Castellana. Algunas veces el conde de Baselga se acuerda de lo que fue, siente la nostalgia de sus buenos tiempos cuando galopaba al frente de un escuadrón de la Guardia, y monta a caballo para acompañar a su hija que es la muchacha que en Madrid mejor sabe manejar una yegua. En esto no desmiente su procedencia y demuestra que por sus venas corre la sangre de un hábil y valiente jefe de caballería. Yo en tu lugar alquilaría un caballo, aunque esto se lleve una parte importante de la paga, e iría todas las tardes a la Castellana. No sería difícil que de este modo consiguieses llamar la atención de Enriqueta que admiraría más a un buen mozo, como tú lo eres, viéndolo sobre un brioso caballo.

La conversación entre los dos militares comenzó a languidecer. El alférez, que tanta ansia sentía poco tiempo antes de desahogar el cúmulo de palabras almacenadas en su menguado cerebro, coronaba todos sus párrafos con una copita de ron y al poco rato fue sumiéndose en una calma beatífica de la que no le sacaba su compañero, el cual solamente contestaba con monosílabos y sonrisas.

El vizconde acabó por extender sus piernas con estremecimientos voluptuosos sobre el viejo sofá del cuarto de banderas buscando la mejor posición para echar un sueñecito y que transcurrieran aún más velozmente las horas que le quedaban de arresto.

Álvarez sabía ya todo lo que deseaba y comprendiendo que su fatuo compañero no le diría más, se dispuso a salir.

—¿Te vas ya, chico? —dijo el alférez con voz indolente.

—Sí. Te hago el favor de dejarte solo. Que duermas bien y no sueñes con el coronel.

—Gracias. Y en cuanto a enamorarse de esa muchacha, piénsalo bien. Es una barbaridad de la que llegarás a arrepentirte; pero en fin, si te empeñas en quererla y la cosa no tiene remedio acuérdate de mi consejo. Hazte amigo del padre Claudio que con su apoyo hasta un barrendero podría aspirar a la mano de una infanta de España.

V. SE ECLIPSA EL ASTRO

Era una continua obsesión la que ejercía el recuerdo de Enriqueta en el capitán Álvarez.

Aquellos ojos negros brillando bajo el encaje de una capota blanca, eran una imagen fantástica, una eterna aparición que turbaban la santa tranquilidad en que hasta entonces había vivido el capitán.

No podía ver en la calle un sombrero femenil como el de Enriqueta o un traje semejante o una mujer que mirada por la espalda presentase un aspecto parecido, sin que al momento corriese en su seguimiento para sufrir después una dolorosa decepción que le ponía triste y malhumorado durante algunas horas.

Un día, a la puerta de la iglesia de San José, encontró a la baronesa de Carrillo con su traje negro, y su majestuoso aspecto de beata elegante. Iba sola, pero a pesar de esto, Álvarez, por un irreflexivo instinto, la siguió como si fuese su hermanastra, y únicamente cuando la baronesa, después de un paseo de algunas horas por las calles de Madrid, entró en su casa no sin antes lanzar a su perseguidor unas cuantas miradas de ultrajante orgullo, fue cuando comprendió el capitán que había hecho una barbaridad.

Conforme avanzaba el tiempo y transcurrían los días sin ver a aquella joven que tanto le había impresionado en el Retiro, Álvarez sentíase más tenazmente dominado por aquella pasión y dedicaba a ella toda su existencia.

El que era citado en el regimiento como modelo de oficiales puntuales comenzaba a descuidar los actos de servicio y se mostraba distraído hasta el punto de que algunos compañeros le sorprendieron en el cuarto de banderas rasgueando al dorso de los partes de los subalternos letras enrevesadas y fantásticas que unidas formaban un nombre: Enriqueta.

Las noches que llovía el capitán volvía a casa, calado hasta los huesos, ni más ni menos que un paciente mozo de cuerda que espera en la esquina quien le dé trabajo, lo que obligaba a su fiel asistente Perico a hacer mil conjeturas, todas a cual más disparatada.

Para el asistente no pasaba desapercibido que su amo sufría un trastorno que turbaba su vida hasta entonces tan regular y monótona, y con el picaresco olfato adquirido en el roce con las gentes de su clase, adivinaba que en todo aquello «habían faldas de por medio».

Una circunstancia le afirmaba cada vez más en esta creencia y era que algunas mañanas al limpiar el cuarto de su señor encontraba sobre la mesa pliegos de papel cubiertos de renglones desiguales que el asistente, con la torpeza propia del que en su niñez sólo llegó a adivinar en la escuela lo que podía ser la lectura, iba descifrando. De este modo supo Perico que su amo pasaba las noches haciendo versos y que éstos siempre iban dirigidos a una tal Enriqueta, nombre que el asistente no adivinaba a quién pudiera pertenecer por más que repasaba en su memoria todas las señoritas cursis, hijas de pupileras y modistillas con quienes el capitán había distraído el tedio de la vida de guarnición.

Efectivamente, Álvarez combatía la tristeza que de él se apoderaba apenas se encerraba en su habitación, escribiendo versos a la hija de Baselga, a quien sólo una vez había visto y cuando no desahogaba de este modo su fiebre amorosa iba a situarse en la calle de Atocha, y transcurrían para él las horas paseando la acera de enfrente de la casa del conde siempre acechando una ocasión para contemplar el rostro de Enriqueta.

El carácter tenaz e impresionable de Álvarez se revelaba en aquella ocasión en toda su plenitud.

Ni las lluvias, ni el frío, ni la insolente curiosidad de los vecinos, conseguían apartarle de aquella continua observación, de aquel implacable acecho llevado a cabo sin ningún plan ni propósito fijo.

Todo lo que las curiosidades de los transeúntes y las furibundas miradas del grueso portero de la casa de Baselga, lograron de la tenacidad del joven capitán, fue que éste se despojase de su uniforme para ser menos notado y que vestido de paisano siguiese paseando la calle con todo el aspecto de un poeta bohemio a quien le sienta mal la ropa.

No recompensaba el éxito la tenacidad que en aquel asedio amoroso mostraba el capitán.

Algunas veces logró contemplar en uno de los balcones del piso principal, por muy breves instantes, a la hermosa Enriqueta vestida en traje de casa; pero estas apariciones fueron poco frecuentes y, en cambio, todas las tardes veía pasar tras los cristales de alguna ventana los coléricos ojos de la baronesa y su boca contraída por un gesto de rabia.

Otro ser llamaba también la atención del enamorado capitán y era un muchachuelo como de trece años alto, flacucho, de constitución anémica, de rostro pálido mate, pero con ojos vivos y hermosos que recordaban los de Enriqueta.

Era el hermanito, aquel ser débil y fanatizado que, según las revelaciones del alférez Lindoro, estaba destinado a servir a la Iglesia.

Álvarez, plantándose audazmente frente al balcón, le miraba con aquella simpatía que le inspiraban todos los seres que rodeaban a la mujer amada; pero el muchacho fijaba en él los ojos con aire de extrañeza y al fin se retiraba con el mismo aire de una niña que se ve contemplada con curiosa insolencia.

Una tarde, a la misma hora en que Álvarez puesto de uniforme y cubierto de polvo del campo de maniobras, en que había hecho el ejercicio su regimiento, volvía con el propósito de pasar una sola vez por la calle de Atocha, animado por la vaga esperanza de ser más afortunado que otras veces y contemplar a Enriqueta, vio salir del portal de la casa de Baselga dos briosos caballos montados por una airosa amazona y un señor de marcial figura y pelo cano.

Eran Enriqueta y su padre que se dirigían a la Castellana.

El conde de Baselga estaba algo maltratado por la edad, pero no había perdido su antiguo aspecto. Su rostro a fuerza de estar curtido tenía un tinte cobrizo, sus patillas eran canas y su abdomen demasiado prominente para un gallardo jinete; pero a pesar de esto todavía resultaba una hermosa figura moviéndose al compás del paso de su cabalgadura.

Junto a él con el rostro grave y sin que entre ambos se cruzara la más leve palabra, iba la hermosa Enriqueta a cuya figura daban aún más realce la negra amazona que marcaba todas las líneas de su busto escultural y el gracioso sombrerillo del que colgaba el blanco velo que envolvía como una nube su rostro.

Baselga marchaba al lado de su hija en actitud rígida e indiferente, pero de vez en cuando la examinaba con rápida mirada y en su rostro marcábase una expresión momentánea de satisfacción.

En aquel hombre notábanse dos orgullos satisfechos: el de padre y el de viejo soldado, y al par que admiraba la gracia de la hija, mostrábase contento por la pericia de aquella discípula que hacía honor a sus lecciones manejando el caballo de un modo magistral.

Cuando los dos jinetes pasaron cerca del capitán, el conde le miró con esa instintiva y rápida atención que merecen los oficiales jóvenes a todo militar viejo, y Enriqueta al conocerle volvió rápidamente la cabeza, como si quisiera evitar la indiscreción de una mirada.

De poder realizar sus deseos, el capitán hubiera seguido a los dos jinetes que se alejaban, pero le era imposible encontrar inmediatamente otra cabalgadura y en aquel momento se propuso cumplir los consejos del alférez Lindoro y juró que desde el día siguiente se presentaría a caballo todas las tardes en la Castellana, a pesar de que montaba muy mal.

Cuando aquella noche su asistente Perico recibió la orden de tener preparado para el día siguiente a las tres de la tarde un buen caballo, el pobre muchacho abrió los ojos desmesuradamente en señal de extrañeza y se afirmó en su creencia de que al señorito le sucedía algo gordo. Sabía él que el capitán no era un modelo de jinetes y no podía explicarse su repentino deseo de exhibirse en las calles de Madrid montado en un rocín de alquiler.

Pero Perico tenía la costumbre de obedecer las órdenes sin replicar, evitando a su amo preguntas superfluas, y en la tarde del día siguiente tuvo en la puerta de la calle el caballo que el capitán deseaba.

Álvarez, aunque no fuera gran jinete, presentaba sobre el caballo una figura aceptable y al pasar por la calle de Atocha consiguió que el portero de casa de Baselga le mirara con extrañeza, como si no comprendiera el motivo por el cual un oficial de infantería se convertía en plaza montada.

La tarde entera pasó el capitán en la Castellana llevando su caballo unas veces al trote y otras al galope para distraer el tedio que de él comenzaba a apoderarse y no vio entre la turba de paseantes un rostro amigo ni distinguió en los pelotones de elegantes jinetes a Enriqueta y su padre.

Sin duda al conde de Baselga le había dado aquel día por no salir o la baronesa se había empeñado en llevarse a Enriqueta a alguna junta de cofradía. Total: que la fatalidad se burlaba del capitán el cual por ver de cerca a la linda joven se resignaba a galopar una tarde entera (diversión que le agradaba poco), por entre una turba de elegancias imbéciles que le miraban con extrañeza y parecían preguntarse con los ojos: ¿quién es éste?

No por esto se desalentó Álvarez; tenaz como siempre en sus propósitos siguió alquilando un caballo todas las tardes y con la fatalista pasividad de un moro aguardó paseando por la Castellana la aparición de aquella mujer que parecía haber pasado tan sólo ante sus ojos para engendrar un indefinido deseo que fuese su tormento.

Una semana después, en una tarde que nada tenía de hermosa, pues el cielo estaba cubierto de plomizos celajes y soplaba un viento frío con conatos de huracán, vio Álvarez a lo lejos venir hacia él, a todo el galope de sus briosos caballos, a Enriqueta y su padre.

El capitán experimentó gran emoción y tan turbado quedó, que por un movimiento instintivo detuvo su caballo.

Plantando su cabalgadura en el centro del paseo, vio el capitán llegar a los dos hábiles jinetes que pasaron por su lado con la violencia de una tromba.

Estaba Álvarez en tan extraña actitud que forzosamente había de llamar la atención y tanto el conde como su hija se fijaron en él, reconociéndolo inmediatamente.

Para Baselga aquel joven capitán no era un desconocido ni resultaba ser casual aquel encuentro en el paseo y buena prueba de ello fue que, al pasar cerca de Esteban y reconocerlo frunció el cano entrecejo, lanzándole una mirada fría y orgullosa. Sin duda su hija la baronesa, le había dado cuenta de que un capitán cuyas señas le detallaría, asediaba a Enriqueta ejerciendo una continua persecución amorosa que se estrellaba ante el retraimiento en que vivía la joven.

Ésta también se fijó en Álvarez, pero su presencia sólo le arrancó aquella mirada mezcla de extrañeza e indiferencia que era en ella peculiar.

El capitán, repuesto inmediatamente de su impresión, lanzó su caballo en seguimiento de los dos jinetes y así corrió dos veces el paseo llamando la atención de algunos transeúntes.

Álvarez, ocupado en contemplar las espaldas de su amada y su hermoso talle lo más cerca posible, no pensaba en las conveniencias ni el disimulo que debe observase en materia de amores y desconocía el efecto que causaban aquellas imprudencias.

A Enriqueta no debía disgustarle del todo aquella adoración tan audaz y despreocupada, por cuanto varias veces volvió la cabeza y miró fijamente al capitán con aire entre ofendido y risueño; pero al conde, a quien no pasaban desapercibidas tales demostraciones, no le resultaban tan gratas las continuas audacias del militar, demostrándolo con rápidas ojeadas que lanzaba al insolente.

Aun dieron otra vuelta por el paseo los dos elegantes jinetes seguidos siempre por el amoroso apéndice. El conde esperaba que el militar se cansase de la persecución; pero en vista de su tenaz importunidad, comenzó a sentirse dominado por aquella cólera que tan terrible le hacía.

Baselga apretaba nerviosamente su latiguillo y sentía tentaciones de revolver su caballo para ir a cruzarle la cara al insolente adorador. Con menos motivo había dado en sus mocedades mayores escándalos; pero ahora se encontraba en una posición que exigía de él mayor prudencia, y reprimiendo su furor que ponía pálido su rostro e inyectados sus ojos, se decidió a abandonar el paseo.

No quería que aquellos burgueses plebeyos que paseaban a pie por los andenes fijasen su atención en él y su hija en vista de la importunidad del capitán.

El conde dijo rápidamente algunas palabras a su hija, e inmediatamente abandonaron la Castellana a todo galope pasando como exhalaciones por entre los brillantes y blasonados carruajes, de cuyo interior les dirigían amistosos saludos.

Álvarez, incorregible, y como si no comprendiese el enojo de Baselga, fue en seguimiento de éste y su hija, y no cesó en su estúpida persecución hasta que ambos jinetes desaparecieron en el portal de su casa de la calle de Atocha.

Cuando el capitán algunas horas después se encontró solo en su habitación, se dio exacta cuenta de lo ridículo que había estado aquella tarde y del enojo que había provocado en Enriqueta y su padre.

La más terrible desesperación se apoderó de él. Era un bruto, lo reconocía francamente, y ni a un aguador se le podía ocurrir hacer la corte de un modo tan extravagante, llamando la atención de los curiosos e irritando a la mujer amada. Enriqueta odiaría ahora a un hombre que parecía empeñado en ponerla en ridículo, y su padre, mejor que entregarle la mano de su hija, lo que haría el día en que se le presentase con tal pretensión (si es que llegaba) sería darle de bofetadas.

La ofuscación sufrida durante el paseo se había desvanecido totalmente, y la realidad martirizaba ahora el ánimo de Álvarez.

Aquella noche fue cruel, pues el peor tormento que podía experimentar el capitán era que una idea desagradable se fijase tenazmente en su memoria.

Comió poco, riñó a su asistente, cosa que muy raras veces le ocurría, y durmió mal, viéndose atormentado en los instantes que lograba ser presa del sueño por terribles pesadillas en que aparecían grotescamente mezclados el rocín de alquiler, las furiosas miradas de Baselga, los indiferentes ojos de Enriqueta y la facha ridícula de un maldito capitán que se parecía a él como dos gotas de agua y que hacía reír con ridiculezas grotescas a toda la humanidad.

Aquella noche fue para Álvarez de las más terribles. Cuando se levantó de la cama poco después de amanecer el día, pensó con envidia en las horribles noches pasadas en los campos marroquíes en peligrosas escuchas mandando un grupo de hombres rodeado de enemigos a gran distancia del núcleo del ejército. Allí se corría el peligro de recibir a cada momento un balazo o sentir una gumía en la garganta; pero al menos se dormía bien siempre que lo permitían los moros, y no se soñaba en miradas de indignación ni en capitanes puestos en ridículo.

Al entrar Álvarez pálido y ojeroso en el cuartel, le esperaba otro tormento. Allí se encontraba el alférez Lindoro que, como de costumbre, estaba al tanto de todo lo ocurrido el día anterior y conocía con todos sus detalles la ridícula persecución llevada a cabo por el capitán Séneca. Un dandy de su mismo fuste le había contado por la noche en el Casino las ridiculeces de un militar que parecía hacerle el amor a Enriqueta Baselga, y el vizconde adivinó que aquel ente extraño no podía ser otro que su amigo Álvarez.

¡Qué de estúpidas reconvenciones tuvo que sufrir éste, dichas con un acento paternal que movía a risa! ¡Cómo exageraba el vizconde, llevado de sus preocupaciones, la imprudencia del capitán!

Este estuvo tentado de enviar a mala parte al lindo alférez; pero a pesar de esto, acabó por hacer caso e impresionarse con sus palabras sintiendo aumentar el disgusto que le producía su conducta del día anterior.

Tan avergonzado se mostró por esto que se prometió internamente olvidarse de Enriqueta, y en muchos días no pasó por la calle de Atocha.

Para que aquella seductora imagen que había turbado su tranquila existencia se borrase por completo de su memoria, Álvarez apeló a todos los medios, y durante algunos días hizo, en unión de los oficiales más alegres de su regimiento, una vida de calavera.

Su asistente estuvo varias noches esperándole hasta el amanecer, y una mañana, al ver entrar a su señorito con el traje bastante desordenado, la faz algo congestionada y los ojos más brillantes que de costumbre, sospechó que el alcohol le había poseído durante algunas horas.

El capitán hizo una vida de café y de diversiones menos honestas durante algunas semanas, y al principio se complacía notando que las fugaces y continuas impresiones que aquella existencia agitada le proporcionaba, conseguían borrar de su memoria los angustiosos recuerdos; pero el mismo tenaz empeño que ponía en olvidarse de Enriqueta, era causa sin duda de que la imagen de ésta se reprodujese en su imaginación apenas se entregaba a la tranquilidad.

Álvarez se cansó al fin de luchar. Reconocía que era un chiquillo mimado y voluntarioso como en la época que dormía sobre las faldas de su madre; la contrariedad y los obstáculos excitaban más sus deseos, pero él no tenía otro remedio que ser tal como le había formado su naturaleza, y, víctima de sus naturales impulsos, se reconocía impotente para sofocar aquella pasión que de él se había apoderado.

Estaba verdaderamente enamorado de Enriqueta, y no lucharía más, pues era inútil cuanto intentase por sustraerse de tal pasión.

Álvarez se resolvió a volver a sus antiguas costumbres, y tres semanas después del día en que tan ridículamente se portó en la Castellana, se dirigió a la calle de Atocha, experimentando al entrar en ella la misma zozobra del enamorado que va a hacer su primera declaración.

Los balcones del palaciego de Baselga estaban herméticamente cerrados, pero el gran portal seguía abierto, ostentándose sobre el umbral el grueso cancerbero con su capote de botones resplandecientes tan grandes como platitos de azúcar.

Aquel can racional que tan furibundas miradas lanzaba siempre a Álvarez, al verle esta vez, sonrió con toda la expresión que podía dar de sí su boca de escarlata desgarrándose de oreja a oreja.

El capitán pasó muy lentamente frente a la casa, fijando su mirada en todos los balcones y ventanas, con la vaga esperanza de ver asomarse a la mujer amada. Pero en los dos pisos estaba todo cerrado, y únicamente en la planta baja el portero se encargaba de demostrar que la casa no estaba deshabitada.

Álvarez se alejó pensativo, y de allí a poco volvió a pasar frente a la casa.

El portero sonrió nuevamente con aire de socarronería, y el capitán, a quien aquella clausura de balcones y ventanas había puesto de muy mal humor, se plantó cerca del portal, y atusándose la perilla nerviosamente, miró con insolencia al doméstico.

Éste se puso grave. Era hombre de tranquilas costumbres, y conocía que aquel militar no necesitaba de muchas excitaciones para entrar en el portal y agradecer su insolencia con unos cuantos trompis.

Aquel majestuoso vientre cubierto de paño azul, experimento la necesidad de congraciarse con el capitán, y haciendo uso de la más amable de sus sonrisas, dijo con acento humilde:

—Es inútil que el señor se incomode viniendo por aquí. Hace ocho días que el señor conde marchó con su familia a sus posesiones de Salamanca, y creo no volverán hasta el próximo invierno.

Y saludando ceremoniosamente, se metió en su portería con gran prisa.

Quedó Álvarez tan turbado, que ni aun se le ocurrió hacer una pregunta al portero.

Ahora sí que tendría que conformarse a no ver a Enriqueta.

El brillante astro había sufrido un eclipse.

VI. EL SEÑORITO DICE MISA

No tuvo tiempo Álvarez para pensar en la desaparición de Enriqueta, pues una desgracia vino a sacarle de su preocupación amorosa.

Sus parientes de Pamplona le escribieron a los pocos días noticiándole que su madre estaba enferma de gravedad, y cuando ya se disponía a pedir una licencia a su coronel para trasladarse a la capital navarra, recibió un telegrama que con el cruel laconismo propio de tales casos, le noticiaba el fallecimiento de la enferma.

El dolor que experimentó el capitán borró de su memoria todo recuerdo amoroso, y pasó mucho tiempo entregado a una cruel melancolía, pensando únicamente en aquellos padres tan rudos como bondadosos, que le creían un genio del porvenir, y que habían muerto viéndole todavía confundido entre el vulgo de los mortales.

La repentina desgracia fue muy útil para Álvarez.

El recuerdo de la madre borró el de la mujer amada, y aquel hombre; cuyo carácter sentía la necesidad de aferrar tenazmente a su memoria un recuerdo fijo y acariciarlo a todas horas, sólo se preocupó de la difunta, mostrándose en público como poseído de eterna tristeza.

Perico, que creía un deber alegrarse cuando su amo estaba contento y reproducir de igual modo su tristeza, mostrábase en esta ocasión melancólico y desalentado cuando se reunía con otro asistente; pero hay que confesar que aun llamándose interiormente perverso y mal corazón, se alegraba del suceso, no porque tuviera ningún resentimiento contra la madre del señorito, sino porque su muerte había venido a librarle del peligro que le ofrecía una mujer desconocida, a quien el capitán parecía amar con delirio.

El único punto negro en el porvenir de Perico, era la suposición de que algún día el capitán Álvarez llegase a casarse. El fiel asistente, en su cariño al señor, llegaba hasta a los sentimientos femeniles y como si fuese una mujer temerosa de una infidelidad, experimentaba algo de celos y de rabia al pensar que algún día podía su amo casarse, rompiéndose con esto aquella unión respetuosa, pero fraternal, que entre los dos existía.

Aquel muchacho experimentaba un gozo sin límites al ver que el capitán permanecía triste e impresionado por la muerte de su madre y no se acordaba de montar a caballo ni de borronear versos, siempre dedicados a aquella desconocida Enriqueta.

Así transcurrieron algunos meses y al hallarse en pleno verano, Álvarez comenzó a abandonar su triste vida, que le tenía reducido muchas horas en su habitación o le lanzaba a solitarios paseos.

Su asistente comenzó a notar que salía de casa con más frecuencia, que en determinadas noches se retiraba tarde, y que a pesar de su afición al oficio que le hacía considerar el uniforme como su vestidura eterna, salía a menudo en traje de paisano.

Esto lo consideraba Perico como muy extraño, sin poder explicarse la causa y aun aumentaban más sus sospechas las nuevas amistades que su amo parecía haber contraído.

Señores de aspecto elegante venían a aquella humilde casa de huéspedes, para visitar al capitán y algunas veces permanecían encerrados con él algunas horas hablando muy quedo.

Álvarez pasaba bastantes noches en claro, revisando papeles y escribiendo, y cuando Perico aguijoneado por la curiosidad que en él hacía nacer la posibilidad de nuevos amoríos, examinó una mañana los documentos que tanto absorbían la atención de su amo, se encontró que eran el escalafón general de los jefes y oficiales del ejército, que el capitán revisaba con gran minuciosidad, colocando al lado de ciertos nombres, señales convencionales que eran crucecitas rojas o azules.

Aquello no era cosa de amores y esta reflexión bastó para que el asistente volviera a su antigua e impasible indiferencia, cuidándose en adelante de mezclarse en los asuntos de su amo.

A pesar de estos propósitos, el muchacho no pudo evitar que le llamase profundamente la atención el aire misterioso que tenían algunas veces los nuevos amigos de su amo, así como las precauciones que tomaba éste al hacer sus salidas en ciertas noches, vistiéndose de un modo que, aunque no carecía de naturalidad, desfiguraba algo su persona.

El capitán parecía muy preocupado, pero no con la tristeza de algún tiempo antes, sino poseído de agitación febril y como desesperado de no poder atender a múltiples y apremiantes ocupaciones.

Algunos días no comía en casa y después Perico, por conducto de otros asistentes, sabía que su señorito iba de francachela honesta con otros oficiales de distintos cuerpos de la guarnición, hablando a los postres con gran secreto, de cosas que sólo ellos conocían.

El asistente, no sentía ninguna alarma, pues a él fuera de los amores serios, no le atemorizaba ninguno de los compromisos en que pudiera verse su señor.

Sin embargo, una tarde llegó a interesarse seriamente en los asuntos de su amo, por la forma misteriosa en que éstos le fueron revelados. El capitán había salido una hora antes y el asistente rondaba la cocina, donde fregaba la maritornes gallega, cuyas exuberantes formas se complacía en pellizcar, al menor descuido, el tuno de Perico.

Sonó la campanilla de la puerta de la escalera y el asistente fue a abrir, queriendo evitar este trabajo a su adorada gallega.

Un hombre del pueblo, un obrero de blanca blusa y rostro curtido de rasgos duros, entró en el recibimiento preguntando con aire imperioso:

—¿Está el capitán?

—Salió hace una hora. ¿Qué quiere usted?

—Yo… nada —dijo el obrero después de vacilar un buen rato.

—Puede usted decirme lo que quiera sin miedo, porque yo soy su asistente desde hace algunos años.

—Entonces —contestó el hombre después de reflexionar largo rato—, dile a tu señorito que esta noche dice misa.

Perico se quedó estupefacto hasta el punto de dudar de lo que tan claramente había oído. Hubo un momento en que creyó que aquel hombre era un chusco de mal género y hasta pensó en la conveniencia de darle un soberbio coscorrón, pero el aire grave y un tanto majestuoso del obrero, al decir tales palabras, le convenció de que se hallaba muy lejos de burlarse.

Pero el asistente, por salir de su asombro, buscó instintivamente cualquier palabra y sin darse cuenta exacta de ello, preguntó:

—¿Y a qué hora ha de decir misa?

Entonces fue al obrero a quien le tocó mostrar asombro.

—¡A qué hora ha de ser! A la de siempre. Tú dale el recado tal como yo lo digo, que al buen entendedor…

Y se fue.

Cuando el capitán volvió a la hora de la comida su asistente le relató todo lo ocurrido con el aire más natural del mundo, como si se tratara de cosas que él tuviera olvidadas de puro sabidas.

Su amo le oyó impasible y sin pestañear, no causándole la menor impresión el que fuese invitado a decir misa el héroe que tanto se había lucido en Castillejos y en el campamento de Tetuán.

«Es una seña convenida, no hay duda» —se dijo Perico a través de cuya corteza ruda comenzaba a filtrarse la sospecha de lo que aquel misterio significaba.

Cuando su amo salió de casa a las nueve de la noche, el asistente pensó en seguirlo para averiguar la verdad que encerraban tantos secretos. Fue ésta una idea que rápidamente surgió en su pensamiento y el muchacho la puso inmediatamente en práctica sin pararse a reflexionarla.

Al verse en la calle se avergonzó de su arranque y la conciencia pareció insultarle por aquella ligereza que afeaba su fidelidad y solicitud de algunos años.

¡Espiar él a su amo! ¡Quién podía aprobar tan repugnante absurdo! Además, a él no le importaban los negocios particulares del capitán y faltaba villanamente a su deber queriendo inmiscuirse en ellos… Pero cuando tales reflexiones se hacía, su amo, que se alejaba con apresurado paso, iba ya a doblar la esquina de la calle y él, por instintivo impulso, le siguió aunque lamentándose interiormente de ser capaz de semejante atentado.

La curiosidad, naciendo repentinamente en él, le dominaba hasta el punto de convertirlo en un autómata.

Siguiendo a su amo a bastante distancia, llegó Perico a la plaza de Santo Domingo, y entrando el capitán en una de las calles inmediatas, desapareció en el sucio y mal alumbrado portal de una casa de modesta apariencia.

Allí era sin duda, donde se presenciaba un espectáculo tan raro como era que un capitán del ejército español dijese misa.

El asistente quedó al acecho. Lo que había visto no desvanecía el misterio y deseaba atrapar algún detalle convincente que diese más luz al asunto.

No fue larga su espera. Separados por cortos intervalos de tiempo, fueron entrando en el mezquino portal una docena de personas en las cuales reconoció Perico a algunos de los señores que con aire tan misterioso visitaban a su amo y a un comandante de otro regimiento, que era gran amigo del capitán Álvarez.

Transcurrieron algunos minutos sin que entrara ninguna otra persona, y se retiraba ya el asistente de la esquina desde donde espiaba, cuando dobló aquella, tropezando rudamente con él un caballero de mediana estatura, moreno y nervioso, que llevaba demasiado encasquetado sobre el rostro su sombrero de copa y ceñía su levita con aire algo militar.

El caballero, al tropezar con Perico, le miró rápidamente con brillantes ojos en que se notaba cierta expresión de desconfianza, pareció dudar un breve momento y después siguió adelante, afectando indiferencia y golpeando el suelo con el bastón hasta que desapareció en el mismo portal que los otros.

El asistente se quedó asombrado, pegado a la pared y sin ánimo ni aun para respirar. ¡Gran Dios! ¿Se habría equivocado? ¿Sería aquel hombre una visión? ¿No existiría entre él y el otro un extraño parecido? Pero no; la duda era inútil. Aquellos ojos de arrogante fiereza eran los mismos que brillaban bajo los pliegues de la bandera española en la jornada de los Castillejos; aquel rostro cetrino, enjuto y de rasgos duros y enérgicos, era el del general Prim.

Además, para desvanecer cuantas dudas pudieran ocurrírsele, acudieron a su memoria, la revisión del escalafón, las misteriosas visitas y, sobre todo las ideas políticas de su amo que él sabía perfectamente.

Por fin conocía la verdad. El capitán conspiraba y aquellas reuniones eran conciliábulos preparativos de una revolución.

Ya sabía él quién pagaría aquellas misas. El Gobierno.

VII. EL QUE SE ENTREGA A LA COMPAÑÍA ES UN ESCLAVO PARA SIEMPRE

Cuando el conde de Baselga poco tiempo después de la muerte de D. Ricardo Avellaneda se vio esposo de la hija de éste, abandonó París, y aprovechando una de las muchas amnistías concedidas por los gobiernos del moderantismo a los emigrados carlistas, fue a establecerse en Madrid.

Su esposa, la dulce María, que en su juventud tanto había soñado con España, la patria de sus padres, ansiaba vivir en aquel país, escenario obligado de todas las relaciones poéticas y románticas que tanto la habían entusiasmado en su adolescencia.

En cuanto al conde de Baselga, no sentía menos interés por ir a vivir en la capital española. Experimentaba ese amor dominante y casi loco que sienten los emigrados por la patria a la cual no pueden volver, y a esta pasión se unía el deseo egoísta y soberbio de aparecer tras un largo eclipse en aquella ciudad, teatro de sus primeras aventuras, no pobre, envejecido y desilusionado como la mayoría de los que con él realizaron la campaña carlista, sino opulento, feliz y satisfecho con la fortuna nada malévola que en uno de sus caprichos le había hecho dueño de una respetable cantidad de millones y de una mujer que, a pesar de su hermosura y de que podía ser su hija, le amaba con un amor tranquilo y desprovisto de violentas emociones, pero tenaz e inquebrantable.

Los condes de Baselga fueron por mucho tiempo la pareja mimada de la alta sociedad, los árbitros de la moda, los que imponían la ley en materias de buen gusto, y marchaban a la cabeza de este tropel de gentes distinguidas cuya única ocupación consiste en sostener el legendario esplendor de generaciones que pasaron, y en encontrar el medio más elegante de arrojar su dinero por la ventana.

Lo que hacía recaer con más insistencia la atención del mundo elegante sobre los condes de Baselga, era el mutuo cariño que se profesaban, aquel amor tranquilo y sin límites que, por preocupaciones sociales, querían ocultar en público encubriéndolo bajo esa indiferencia galante que en la sociedad dorada es signo de buen tono, pero que, a pesar de esto, asomaba siempre a la superficie.

Al poco tiempo de haber hecho ambos su aparición en el mundo elegante de Madrid con todo el esplendor que da una colosal fortuna y una felicidad que no permite preocuparse de economías, María viose envuelta en una agradable atmósfera de adoración galante. Los Baselgas de aquella época, oficialillos de cuerpos distinguidos o elegantes preocupados con el último figurín de París o Londres, sintiéronse subyugados por aquella nueva belleza tan distinta por su dulzura, su bondad y su elegante sencillez, de las hermosuras de la corte encerrando bajo sus magníficos trajes y su capa de colorete todas las asquerosidades de un burdel y las desvergüenzas irritantes de una verdulera.

Aquella belleza que surgía pura y sencilla de una existencia hasta entonces retirada y casi claustral, que entraba en el ambiente corrompido de la alta sociedad conservando su tenue aureola de una castidad soñadora y enamorada, excito el apetito de todos aquellos tenorios, terribles derribadores de puertas abiertas, que realizaban las difíciles conquistas de las linajudas damas que mucho antes de que ellos aventurasen la menor declaración, ya tenían el firme propósito de entregarse tras una fingida resistencia.

La condesa María recibió a docenas las declaraciones de ardorosa pasión dichas en una forma que ella había conocido algunos años antes leyendo novelas francesas, no pudo bailar en ninguna de las grandiosas fiestas de la aristocracia madrileña sin que al momento le deslizasen en el oído vulgares frases de amor dichas con tono melodramático, y se vio obligada a no aventurar una simple sonrisa de cortesía, so pena de que fuese considerada por sus fatuos adoradores como una promesa de futura benevolencia.

María se mostró fuerte y ni por un solo instante logró turbarle aquella seductora atmósfera en que se veía envuelta.

Aunque criada en un mundo aparte y desconociendo las costumbres de la sociedad en que ahora vivía, en su buen sentido la hacía adivinar el fondo de brutalidad existente en aquella idolatría galante, y además, para permanecer invulnerable a tales seducciones, capaces de perturbar una cabeza ligera, contaba con el amor inmenso que profesaba a su esposo.

María, al lado de esta pasión sólo sentía otra, y era el afán de brillar en la sociedad, de gozar los homenajes sin consecuencias, que en los salones se tributan a una mujer hermosa, rica, y que además reúne la rara cualidad de ser honrada y no excitar a su paso chistes de mal género, ni sonrisas irónicas, mal ocultadas tras los abanicos de plumas de oro.

Afable, sonriente y siempre demostrando una dulzura que la hacía altamente simpática, la condesa de Baselga cruzaba el torbellino de aquella sociedad, cuya murmuración la respetaba instintivamente, olvidando su origen burgués; el bullir del vicio aristocracio, que salpicaba a todos, no lograba manchar a aquella joven ingenua e inexperta; pero esto era porque en público se mostraba como una estatua fría, inabordable e insensible, guardando toda su ternura para la intimidad del hogar, donde se entregaba con el grato abandono de un ser feliz y satisfecho, al hombre que había sido su primero y único amor.

Baselga no era menos feliz que su esposa. No se había engañado cuando en las noches de insomnio pasadas en su modesta habitación parisién de la calle de los Santos Padres, se preguntaba si estaba realmente enamorado de la hija del señor Avellaneda. El conde, a pesar del goce de su amor y de la satisfacción de sus sentidos, puramente humanos, se sentía dominado por una pasión cada vez más creciente, y que era tan ideal y vaga, como la que experimenta un poeta por la mujer a quien dedica sus primeros versos.

Aquello era amor; y cuando recordaba la brutal pasión sentida en otros tiempos ante los incitantes encantos de su primera esposa, consideraba su anterior matrimonio como la conjunción bestial de un libertino con una prostituta delirante, unidos por el vínculo de un placer espasmódico, irritante e insaciable, propio de dos fieras en celo.

Al establecerse Baselga en Madrid, viose obligado a avistarse con un antiguo amigo al que no profesaba ya simpatía alguna. Era éste el padre Claudio.

Encargado el jesuita de la administración de los bienes de Fernanda, la hija de la baronesa de Carrillo, durante la permanencia de Baselga en las filas carlistas y su emigración, el conde viose precisado a tener una entrevista con él para una entrega de cuentas puramente nominales.

Baselga, al llegar de París, se había instalado en un edificio nuevo de la calle de Atocha, que compró a buen precio, y quería vender el caserón de la calle del Arenal, que procuró no visitar, temiendo que la vista de sus habitaciones, y especialmente el gabinete de su primera esposa, evocara en su memoria horripilantes recuerdos.

Fernanda acababa de salir del convento donde se había educado y vivía al lado de su madrastra, que por su edad y su carácter, consideraba como a una hermana a la hija de su esposo.

Cuando Baselga recibió en su despacho la visita del padre Claudio, experimentó cierta sorpresa. Por aquel hombre no pasaban los años. Bien era verdad que su rostro no tenía la frescura natural de otros tiempos y que su figura gallarda comenzaba a verse desfigurada por una naciente obesidad; pero a pesar de esto, el bello sacerdote era el mismo de siempre. Afeites de tocador femenil devolvían a su rostro la seductora ternura de otros tiempos; su boca, de artístico contorno, sonreía tan graciosamente como en otros tiempos; sus ojos seguían manejando con igual acierto aquella mirada dulce y afectuosa de hombre superior, que se encuentra siempre muy por encima de las miserias mundanales, y su ceñidor de seda apretaba con energía el abdomen rebelde, que grotescamente aspiraba a atentar contra la gallardía de su cuerpo.

Era aquella una revocación hecha con arte en la fachada que comenzaba a tener grietas, y, gracias a aquel exquisito y artístico cuidado de su persona, el padre Claudio permanecía inalterable, y consecuente en su papel de sacerdote elegante que inflamaba muchos corazones femeniles, y que por su frialdad mil veces puesta a prueba y siempre triunfante, daba pábulo a las asquerosas murmuraciones de las damas despechadas, y de las cuales no salían bien librados aquel viejo Alcibíades con sotana y los novicios de la Compañía.

La entrevista comenzó con cierta frialdad. El examen de las cuentas sólo duró algunos minutos, y cuando el conde, después de dar las gracias con ceremoniosa cortesía, comenzó a indicar lo grato que le sería quedarse solo, el jesuita, con todo el aspecto de una persona herida en sus más caras afecciones que por dignidad quiere callar, pero que al fin, instintivamente, da rienda suelta a sus sentimientos, comenzó a lamentarse de la conducta observada por el conde.

Aquello era incalificable para el buen padre Claudio. El conde estaba en Madrid establecido hacía ya algunos meses, y no sólo se había cuidado de no comunicarle directamente su llegada, sino que ahora, que le llamaba a su casa, le recibía con la frialdad altanera que se observa con un humilde administrador y hasta le daba a entender sus deseos de que se retirase inmediatamente.

—Vamos a ver —decía el jesuita con conmovido acento—. ¿Qué he hecho yo para que se me trate de ese modo? ¿He faltado en alguna ocasión al cariño y a la amistad que mil veces le he jurado? ¿Es que he sido traidor a su afecto o es que para merecer su amistad no he hecho suficiente con los servicios que le he prestado en circunstancias difíciles? Hable usted, por Dios señor conde, pues yo soy hombre que no puedo sufrir con resignación antipatías infundadas y no quiero que me odie un amigo al que consideraba como un verdadero hermano. Crea usted que su frialdad me mata y que antes quiero sufrir los más crueles tormentos que ver que me trata con tanto despego y sin motivo alguno un hombre al que profeso un cariño fraternal.

Y el padre Claudio, al hablar así, estaba realmente conmovedor. Contraía su linda boca con un gesto de amargura, adoptaba el humilde aspecto de un ser resignado, pero que protesta de sucumbir al dolor, y para dar más fuerza a sus afirmaciones se golpeaba suavemente el pecho y miraba al cielo con ademán trágico.

Baselga no se conmovió con estas demostraciones. ¡A él con tales maulas! Estaba muy equivocado el jesuita si creía que era aún el muchacho crédulo y sencillo de otros tiempos que se dejaba manejar como un imbécil. Él había aprendido mucho; sí, señor; los sucesos de su vida y especialmente los que precedieron a su segundo casamiento y que por lo extraordinario eran dignos de figurar en una novela, le habían abierto los ojos y enseñado quién era la Compañía de Jesús; una vasta asociación de canallas que bien podían ponerlos donde hubiese, con la seguridad de que sabrían con habilidad llenarse los bolsillos como si no hiciesen nada; una banda de ladrones que se introducían bajo las más traidoras formas en el seno de las familias y durante muchos años estaban preparando un golpe de mano contra la fortuna y la felicidad ajena con una paciencia y una astucia que les envidiaría el más terrible bandido.

El conde al hablar de este modo se enardecía, golpeaba la mesa con furiosos puñetazos y miraba al jesuita de tal modo que parecía querer devorarlo con los ojos. La justa indignación producida por la diabólica intriga de París, estallaba ahora con fuerza después de haber estado reprimida durante algunos meses.

El jesuita no encontrando entre aquel torbellino de acaloradas palabras y agrias acusaciones un momento propicio para introducir en la indignada arenga algunas excusas, limitábase a mirar al techo con ademán del que pone a alguien por testigo de su calumniada inocencia.

Pero el conde se mostraba implacable. Lo había dicho y lo repetía; no quería conservar ninguna relación con la Compañía de Jesús, sociedad que contaba con seres tan infames como el señor García y el padre Fabián Renard, y como nadie era dueño absoluto de su voluntad, él podía escoger en adelante sus amigos y deseaba no volver a cruzar la palabra con el padre Claudio ni con ningún otro individuo de la Orden.

Todo tiene su término, hasta la más tempestuosa indignación de un hombre enérgico y de carácter un tanto rudo, así es que llegó un instante en que el conde calló y entonces el hermoso jesuita inició la ardua tarea de sincerarse.

Él no comprendía cómo un hombre tan religioso y de sanas ideas, como lo era el conde de Baselga, decía aquellos improperios contra los representantes de Dios que son los hijos de San Ignacio de Loyola. ¿Acaso la corrupción liberal de Francia le había contaminado hasta el punto de convertirlo en uno de aquellos miserables pecadores que negaban autoridad al Papa y abominaban de la santa Compañía de Jesús? ¿Es que se había hecho masón?

Y el dulce padre Claudio al hablar de libertad y masonería hacía gestos de sagrado horror y pronunciaba tales palabras con la timidez ruborosa de una dama remilgada que muy contra su voluntad tiene que hablar de cosas repugnantes.

El conde se impacientó. Él no era nada de aquello ni le importaba tampoco al padre Claudio el saberlo y si se mostraba tan indignado contra la Compañía, era porque ésta, valiéndose de intrigas miserables, había querido encerrar a su esposa en un convento de París y se había opuesto a sus amores, todo con el propósito de Robar a María la fortuna que había heredado de su madre.

Al llegar a este punto se trocaron los papeles y el padre Claudio estuvo sublime mostrándose poseído de una santa indignación que casi le hacía semejante a aquellos mártires del primitivo cristianismo que se enfurecían ante las blasfemias de los gentiles.

—¡Cómo!… —exclamó con gran calor—. ¡Sabe usted lo que dice! ¡La santa Compañía de Jesús mezclándose en asuntos pecuniarios y perturbando las familias con el afán de robar como usted dice! Eso es un absurdo, señor conde. Usted está perturbado por causas que yo no ignoro y hace recaer sobre una santa institución, crímenes que nunca ha cometido ni cometerá. ¿Dónde ha leído usted que la Compañía se mezcle en asuntos como los que usted indica? ¿No sabe usted que nuestra Orden es pobre y que nosotros apenas si con los donativos de nuestros buenos amigos podemos atender a sus múltiples necesidades y a las vastas y civilizadoras empresas que ha acometido, todo para la mayor gloria de Dios y el triunfo de la religión?

Y el padre Claudio, como si la indignación le sofocase, exhalaba con furia interminables ¡ahí! y ¡oh!, y se llevaba las manos con ademán trágico a los ricitos que orlaban su frente.

Él bien reconocía que el conde tenía suficientes motivos para quejarse, pues no era un secreto para él lo que había ocurrido en París a la muerte del señor Avellaneda. Conocía todas las miserables intrigas del señor García y del vicario general de la Compañía en Francia, y las deploraba con toda su alma mostrándose muy indignado por tan criminal conducta. ¿Pero era justo que se hiciese responsable a la Compañía de los crímenes de dos de sus individuos? ¿Hay en el mundo alguna institución por santa que sea que esté exenta del peligro de cobijar a miserables que urdan crímenes a su sombra?

El jesuita hablaba con cierta fogosidad; su calma habitual había desaparecido y estaba hasta elocuente al anatematizar a los que deshonraban a la Compañía con sus planes ambiciosos inspirados en un egoísmo infame.

—No, señor conde. La Compañía no es responsable de las faltas de esos dos desgraciados y es una injusticia el querer arrojar sobre ella la menor sombra de culpabilidad. La prueba de la inocencia de nuestra Orden está en la actividad que ha demostrado para castigar a los culpables.

Y al llegar a este punto el padre Claudio rayó a grande altura oratoria reseñando el castigo sufrido por ambos miserables. Del Señor García no había que hablar. Semejante a Judas atormentado en su conciencia por el crimen frustrado, habíase arrojado al Sena muriendo envuelto en el nauseabundo fango del gran río.

Con el padre Fabián Renard el castigo había sido ejemplar. El general de la Orden le había despojado de la dirección de la Compañía en Francia y ahora su susceptibilidad y su exagerado amor propio sufrían un tormento tan terrible como era verse recluido en una de las casas más miserables de la Orden desempeñando los oficios más denigrantes y penosos y sirviendo de criado a los más humildes novicios. De este modo castigaba la Compañía a los que la deshonraban, intentando apoderarse de lo ajeno a nombre de una asociación religiosa cuyos individuos habían hecho voto de pobreza. ¿Había, pues, un motivo serio para injuriarla declarándola la guerra? El padre Claudio mentía como un miserable al decir esto, pero sus notables facultades de actor, daban un colorido de veracidad a aquellas cínicas imposturas. El hermoso jesuita conocía perfectamente la verdadera causa del suicidio del señor García, y mejor aún el motivo, porque había sido tan cruelmente castigado su compañero el padre Renard. No era la codicia de éste la causa de su castigo, sino la torpeza que había demostrado al querer apoderarse de los quince millones de francos de María Avellaneda. El general de la Compañía no podía perdonarle el escándalo que había producido poniendo en evidencia los pérfidos trabajos del jesuitismo y dando motivos para que la prensa republicana de Francia atacase a la Orden y el gobierno la dirigiese terribles amenazas.

Pero el padre Claudio sabía mentir y ni por un momento perdió su serenidad de hombre veraz que relata un suceso que conoce perfectamente.

A pesar de esto el conde no se mostraba convencido. Tenía motivos sobrados para no creer que la Compañía era ajena a aquellas miserables intrigas, y estaba convencido de que el padre Claudio también había tenido su parte en la conspiración contra la fortuna de su esposa. Porque si no, ¿de qué modo estaba en poder del padre Renard aquel documento comprometedor que el conde había firmado declarándose asesino de su primera esposa? ¿Cómo podía saber tan perfectamente el jefe del jesuitismo en Francia, un suceso del que sólo tenían conocimiento él y el padre Claudio?

Esto lo dijo Baselga a su antiguo amigo el jesuita, convencido de que con tales palabras iba a anonadarlo; pero el padre Claudio, en vez de confundirse con aquella acusación dirigida a su amistad, mostró una ingenua extrañeza, exclamando:

—¡Cómo es eso! ¿El padre Renard conocía ese documento de que habláis, y que yo me hubiese guardado mucho de recordar a usted? Parece imposible; y le aseguro que ni yo ni el general de la Orden, sabíamos que nuestro indigno hermano se hubiese valido de tal medio. ¿Me cree usted capaz de haber ayudado al padre Renard en sus infames tramas, prestándole un documento que hace ya muchos años no obra en mi poder?

Y el astuto jesuita, mostrando siempre gran extrañeza, comenzó a hacer conjeturas acerca del medio de que se había valido su correligionario de Francia para adquirir tal documento. Lo primero fue asegurar a Baselga la imposibilidad de que la comprometedora declaración suscrita por él hubiese estado en manos del padre Fabián.

Dicho papel sólo había estado algunos días en poder del padre Claudio, el cual, cumpliendo lo preceptuado en los estatutos secretos de la Orden, lo había enviado al gran archivo de Roma, de donde únicamente el general podía sacarlo. Era, pues, un absurdo creer que el padre Renard, al amenazar a Baselga, poseía tal papel e indudablemente si conocía su existencia y contenido, sería por la infidelidad de algún secretario del general, cuyas revelaciones le habrían servido para sus ambiciosos planes.

El padre Claudio sabía que forjaba una novela, pues aguzando su memoria podía aún recordar la fecha en que había remitido a su cofrade de París el tal documento junto con los informes secretos de la vida de Baselga, pero esto no le impedía mentir con gran serenidad y con un aspecto de beatífica honradez.

Los argumentos que empleaba para sincerarse no podían ser más convincentes. ¿Qué interés tenía él para intervenir en los asuntos de la familia Avellaneda? ¿Podía él conocer desde Madrid la existencia de una familia española en lo más apartado del barrio parisién de San Sulpicio? ¿No era un crimen que aquel infame Renard, no contento con deshonrar a la Compañía, lo comprometiese a el abusando de su nombre para hacerlo odioso a un buen amigo?

El hermoso jesuita estaba sublime, poseído de aquella santa indignación. Sí; él lo juraba por Dios que le veía desde el cielo, y que le castigaría si mentía; nunca había sostenido con el padre Fabián otras relaciones que las puramente indispensables, atendidos sus respectivos cargos y la primera vez que había tenido noticia de la existencia de la familia Avellaneda y su fortuna, fue al saber el segundo casamiento de Baselga y el castigo que el general de la Compañía había hecho sufrir al vicario general de Francia.

El sacerdote mentía, blasfemaba y era perjuro al hacer tales afirmaciones, pero estos resultaban muy ligeros sacrificios para un jesuita empeñado en reconquistar la confianza de un hombre que podía servirle de mucho para ciertos planes todavía acariciados con fruición en la mente del padre Claudio.

A pesar de las calurosas explicaciones de éste, Baselga no se mostraba convencido.

Las intrigas de París le habían hecho adivinar en toda su extensión lo que era la Orden y desconfiaba de todo jesuita y especialmente del padre Claudio, cuya astucia y doblez le eran conocidas.

Pero la conversación había entrado en terreno muy resbaladizo. El jesuita que poco antes mostraba escrúpulos en hablar de aquel maldito documento, trataba ahora de él con marcada predilección y sonreía con aquella sonrisa que era signo de mal agüero para todos los que le conocían bien.

Sus ojos estaban animados de extraño fuego y en ciertos instantes parecían los de una ave de rapiña contemplando a la víctima que tiene bajo sus garras.

Aquello era una amenaza en toda regla que el conde no tardó en comprender.

El comprometedor documento, a juzgar por las palabras de jesuita, estaba en los archivos de Roma, pero fuese esto verdad o no, lo cierto es que a cualquier hora podía tenerlo el padre Claudio en su poder y hacerlo valer contra él.

Baselga comprendió los deseos del padre Claudio que, después de amenazar mudamente, manifestaba con humildad el inmenso pesar que le producían las sospechas del conde y su deseo de seguir siendo su mejor amigo.

Había que conjurar el peligro y Baselga se decidió a aparentar que creía en la inocencia del padre Claudio y de la Orden. Todas las razones del jesuita las aceptó como verdades y la amistad se restableció entre los dos hombres.

El final de la conferencia fue muy afectuoso y Baselga hasta se mostró arrepentido de haber puesto en duda la virtud de la Compañía, haciendo coro al padre Claudio que anatematizaba a los infames como el padre Renard que con sus delitos daban pretexto a la canalla de escritores liberales para atacar la Orden.

El hermoso jesuita fue desde aquel día el verdadero dueño de la casa y reinó dulcemente sobre la voluntad de Baselga que se dejaba dominar por la fuerza únicamente, pues había ya perdido su antigua fe.

Ahora comprendía el conde la verdad de muchas acusaciones que se dirigían contra la Compañía. El que una vez caía en las garras del negro monstruo era su esclavo para siempre.

VIII. DOÑA FERNANDA

Quien menos supeditada estaba en la casa del conde de Baselga a la voluntad del padre Claudio, era María Avellaneda.

No sentía ésta ninguna preocupación directa contra el hermoso jesuita, pero sus gracias hacían poca mella en su ánimo y además recordaba siempre que le veía a su antiguo preceptor el señor García, de triste memoria.

No por esto trataba al jesuita con despego. Bastábale conocer el gran ascendiente que éste tenía sobre su esposo para que le mostrase gran consideración; pero el padre Claudio comprendió pronto que sus relaciones con aquella mujer enfermiza y algo soñadora no pasarían de una respetuosa, pero fría simpatía.

La intimidad verdadera teníala el padre Claudio con Fernanda, la hija del conde de Baselga y Pepita Carrillo.

Ésta había crecido en el fondo de un convento, alejada de su padre y sin otro cariño que el afecto mercenario que las monjas dispensaban a todas sus educandas ricas o de una noble familia.

El padre Claudio era el único hombre que ella había tratado en el convento y en él depositó todos sus afectos.

Cuando poseída del fuego de la pubertad salió del convento para ir a habitar la casa de su padre, Fernanda adoraba al jesuita, pues encontraba en él una doble personalidad que le encantaba. Como muchacha gazmoña y devota, conmovíase ante el sacerdote elocuente, benévolo y de pegajosa dulzura y como hija de una pasión brutal y heredera de una complexión siempre hambrienta de carne viril, estremecíase de la cabeza a los pies en presencia de aquel hombre hermoso y elegante que unía todas las graciosas seducciones femeniles a un cuerpo membrudo y de artísticas líneas semejante a la estatua de un atleta griego.

Cuando Fernanda acompañando a su madrastra entró de lleno en la vida elegante, tan agitada y seductora, se olvidó fácilmente de todas sus preocupaciones, hijas de la educación adquirida en el convento.

El esplendor de aquella sociedad dorada, borró de su memoria todos los consejos de sus maestras; aquellas interminables arengas sobre la maldad del mundo y sus peligros.

Fernanda comenzó como todas las jóvenes. En abierta competencia con sus amigas más íntimas en punto a elegancia y distinción, sintió pronto los celos que produce una rivalidad declarada y aspiró a ser una deidad de la moda que reinase despóticamente en los salones.

Por desgracia, para Fernanda, su fealdad era notoria y su carácter altanero, caprichoso, maligno e irascible, no era el más apropósito para atraerse adoradores.

Llevaba en su rostro el feo sello de raza, aquella maldita nariz borbónica, enorme, picuda y como colgante que desfiguraba todas sus facciones, y aunque su cuerpo era gallardo y de hermosas líneas, estaba afeado por cierta rigidez majestuosa, impropia de una joven y que no conseguía corregir una fingida ligereza.

Al poco tiempo de ser una de las figuras obligadas de toda fiesta palaciega o soireé de familia noble, Fernanda experimentaba la apremiante necesidad de tener un hombre enamorado más o menos ingenuamente y exhibirlo en los salones con igual complacencia que si se tratase de una joya o de un vestido de última moda.

Casi todas sus amigas tenían un novio, un adorador reconocido por toda la alta sociedad, y ella no había de ser una excepción, viéndose privada de esto que al mismo tiempo era para Fernanda un adorno de buen gusto y una imprescindible necesidad.

La baronesa de Carrillo era digna hija de sus padres. La insaciable lujuria del rey difunto y la caprichosa coquetería de Pepita Carrillo, se hermanaban en Fernanda, que sentía hambre de hombre con una furia terrible.

Deseosa de conocer de cerca el cuerpo viril, cuyo punzante perfume la enloquecía hasta causarle vértigos Fernanda apelaba a todos los medios para lograr un hombre, máquina placentera con la que soñaba todas las noches en sus carnales y viciosos delirios. Más de dos años pasó buscando el ser que ansiaba, anhelando sentir en su organismo el deseado rocío de la vida, y todas sus esperanzas resultaron frustradas.

La libertad elegante y despreocupada que reina en la alta sociedad, prestábale ocasiones favorables para insinuarse en el ánimo de los hombres de un modo descocado, pero no logró nunca realizar sus deseos.

Era fea; pertenecía a una elevada familia lo que hacía peligrosas toda clase de relaciones que no tuviesen por epílogo un desenlace legal, y además, apenas si tenía fortuna, pues la de su madre, la baronesa de Carrillo, apenas si pasaba de unos cuarenta mil duros, suma insignificante en la alta sociedad, y más si se consideraba como en premio de cargar con una mujer fea y poco simpática; y en cuanto a las riquezas del conde de Baselga, todos sabían que pertenecían a su segunda esposa.

Fernanda era además víctima de una conspiración femenil. Sus amigas, antiguas compañeras de colegio, ofendidas por la altanería de aquella muchacha que conocía su origen bastardo por ciertas murmuraciones sorprendidas y se mostraba muy orgullosa por ello, habían hecho públicos los infinitos defectos de su carácter y de aquí que los hombres se guardasen de entablar relaciones demasiado íntimas con aquel mascarón de proa que tenía un genio de todos los demonios. Además, Fernanda, tenía en sí causas que la hacían espantar sin saberlo a cuantos iniciaban el menor avance. Su carácter lo transparentaba su rostro, y hasta cuando sonreía, queriendo fingir la expresión más graciosa, benévola y atenta, su sonrisa se convertía en una mueca altanera y fría propia de un poderoso que se digna atender a sus inferiores.

En vano era, pues, que Fernanda recurriese hasta a los más extremos medios para cazar el hombre deseado. Conociendo que su rostro era feo, aunque no tanto como en la realidad, apeló a una exhibición incitante y para mostrar su busto terso y de contornos esculturales, exageró su escote un poco más aún de lo que permitían las libres costumbres aristocráticas, y en la conversación fue despreocupada como una vieja cortesana, exagerando los apretones de manos expresivos y buscando ocasiones en el baile para rozarse de aquel modo escandaloso que inflamaba su sangre y exacerbaba su hambre de virilidad.

Pero todo era en vano y parecía que conforme avanzaba en su conducta insinuante y despreocupada los hombres se alejaban de ella temiendo una conquista que tan fácil se presentaba.

Fernanda desesperábase, y cuando asistía a las fiestas de Palacio miraba con envidia y odio a aquella joven soberana, de la que sabía era hermana y que como ella obedecía a los impulsos de instintos hereditarios e insaciables. Ella era feliz; ella podía apagar el eterno fuego que caldeaba su sangre, y Fernanda miraba con envidia la brillante servidumbre palaciega, los generales jóvenes de figura caballeresca y marcial galantería, los oficiales lindos, rizados y perfumados, haciendo bailar la espada pendiente de una cintura oprimida por el corsé, y los mocetones de la escuadra real musculosos, incitantes, con su perfume brutal e hinchado su poderoso pecho bajo la maciza coraza de plata. Era aquello un completo serrallo con un sinfín de odaliscas machos, deslumbrantes con sus vistosos uniformes, sus galones, sus plumas y sus brillantes condecoraciones.

La baronesita llegaba a convencerse de que no había Providencia ni Dios, ni nada justo en el mundo, al ver la hartura de su hermana ilegítima y la necesidad delirante en que ella vivía, e igual al pordiosero que haraposo, hambriento y aterido, al ver pasar en una noche de invierno en el fondo de su caliente carruaje al satisfecho potentado maldice la suerte injusta, Fernanda juraba contra el destino que en materias de amor daba a unas tanto y a otras tan poco.

Llegó un instante en que la joven baronesa hubo de decidirse a cambiar de vida y pensar lo que debía hacer.

Tenía ya veintiséis años; esa frescura de la juventud que alivia un tanto el mal aspecto de las feas, comenzaba a marchitarse y llegaban a sus oídos las murmuraciones poco decentes que habían excitado su conducta incitante y que amenazaban crearle una fama tan escandalosa como ridícula.

Había que retirarse a tiempo para conservar cierta respetabilidad; era preciso dar un adiós a aquella sociedad tan seductora, pero en la cual sólo había encontrado decepciones y desaires.

Fernanda, repasando su memoria, hizo un examen de cuanto le había ocurrido en seis años de vida elegante. Había rodado por todos los salones de Madrid, exhibiéndose como carne en venta, había aguzado su ingenio para encontrar nuevos medios de excitar la pasión hombruna por medio de la vista, se había ofrecido como víctima voluntaria a cuantos encontraba al paso sin reparar al fin en edades ni en prendas físicas, y a cambio de tantos afanes y tantas condescendencias sólo había conseguido algunos apretones de manos exageradamente expresivos de algún guasón que se gozaba en hacerla concebir absurdas esperanzas, conociendo su flaco; o palabras sobradamente libres, chistes indecentes arrojados a su oído en el torbellino del baile y capaces de ruborizar a la más degradada meretriz, pero que a ella le producían despecho, porque el hombre que los profería se quedaba siempre a la mitad del camino, no queriendo consumar la conquista iniciada.

Había, pues, que retirarse con la amarga convicción de que entre aquella juventud de irreprochable frac o vistoso uniforme, tropel de cabezas de chorlito que danzaban como peonzas y al hablar recordaban los protagonistas de las fábulas de Esopo, no encontraría al hombre que tanto deseaba.

No se alejaría de aquella sociedad cuyas seducciones le encantaban, pero en adelante desempeñaría un papel más airoso que el de solterona fogosa y despreciada.

Se acordó del padre Claudio, aquel bello ideal con sotana, cuya voz la conmovía como música deliciosa, y que exhalaba perfumes que la producían escalofríos de placer. En él encontraría al hombre deseado, el encanto viril con el aditamento de gracias femeniles que despertarían en su memoria aquellos desvaríos de su época de colegiala con seres simpáticos del mismo sexo.

Fernanda, decidida a dar término a su vida de mujer elegante, sólo buscaba una ocasión oportuna para retirarse. Tenía demasiado orgullo para huir de su antiguo campo de batalla con aire de derrotada y su altanería conmoviese profundamente al pensar que su salida del gran mundo fuese saludada con una carcajada irónica por sus antiguas compañeras, que, más hermosas o afortunadas, estaban ya casadas con hombres envidiables o satisfacían su orgullo haciendo alarde de las pasiones que habían sabido inspirar.

Lo que ella deseaba era eclipsarse momentáneamente, caer en el pozo del olvido, para surgir inmediatamente con una forma distinta; algo semejante a la salida de los actores que desaparecen tras un bastidor y a los pocos minutos vuelven a salir por otro con diverso traje y aspecto.

La ocasión que buscaba la baronesa no tardó en llegar. Su madrastra, aquella joven sencilla y dulce a la que ella trataba con despego e instintiva indiferencia, murió al dar a luz su segundo hijo.

Fernanda no sintió gran cosa su muerte. Le inspiraba repugnancia aquella mujer tan sencilla y naturalmente casta; pero esto no impidió que en público mostrase el mayor desconsuelo y que aprovechase la ocasión para tocar retirada. Las brillantes reuniones que se verificaban en su casa quedaron suspendidas y Fernanda abandonó la vida elegante, en la cual sólo había encontrado derrotas y efectuó la transformación imaginada haciéndose beata.

Todo en su casa le arrastró a la devoción. El conde, impresionado por la muerte de su esposa, primeramente en un estupor que le hacía semejante a un imbécil, y después se hizo religioso hasta la monomanía, llegando a pensar en abandonar su familia y hacerse sacerdote.

El padre Claudio, con sus exhortaciones y sus ejemplos parecía empujarle a perseverar en tales aficiones y le recomendaba la continua lectura de La Imitación de Cristo, la desconsoladora obra de Kempis, que le hacía odiar la vida y mirar el anulamiento eterno como la más suprema felicidad.

El antiguo calavera pasaba días enteros encerrado en su habitación, y cuando no permanecía inmóvil con el aspecto de un hombre que no piensa en nada, se entregaba a interminables rezos por el alma de su esposa. La imagen de la muerte no se apartaba un instante de su pensamiento, y él, que hasta entonces sólo había pensado en vivir, se estremecía imaginándose todas las miserables podredumbres de la tumba.

Fernanda, animada por el ejemplo de su padre, se entregó por completo a la devoción.

Los años pasados en aquella existencia frívola y elegante, que la arrastraba por los salones siempre en busca de un hombre, la habían hecho olvidar un tanto al padre Claudio, aquel sacerdote elegante y perfumado que, despojado de la sotana, realizaba el ideal que Fernanda se había forjado, agitada por la pasión. Al volver nuevamente a sus aficiones religiosas, su antigua amistad con el hermoso jesuita se reanimó, y Fernanda volvió a ser la entusiasta admiradora del agradable sacerdote, lamentándose de haberle tratado antes con frialdad.

Desde entonces la joven baronesa de Carrillo hizo la vida que le indicó su director espiritual, convirtiéndose al poco tiempo en la beata elegante más renombrada en toda la sociedad.

Esta fama de virtud austera y de entusiasmo religioso, no era para agradar a una mujer todavía joven; pero a pesar de esto, Fernanda se mostraba muy satisfecha de ella. Ya que no se habían cumplido sus deseos de ser una mujer de moda, amada por todos y capaz de imponer sus caprichos elegantes a la sociedad que la rodeaba, siempre era para ella una gran satisfacción dar la norma a las damas aristocráticas en materias de devoción, y ser por derecho propio la directora indiscutible en todas las obras pías que emprendían las damas nobiliarias, dechados de virtud que, como su reina y señora, se arrepentían de sus pecados y hacían penitencia tomando queridos feos y canallescos.

El padre Claudio, con ojo certero, había adivinado las condiciones que poseía Fernanda y lo útil que podía ser a la Compañía.

Fea, irritada contra la sociedad, que creía había sido injusta con ella, ambiciosa por temperamento e intrigante por educación, Fernanda prometía ser un hábil instrumento en manos de la Orden jesuítica, y de ahí que el padre Claudio la prestara todo su apoyo, a más de que en su interior acariciaba la continuación de cierto plan, para el cual era muy precioso el auxilio que pudiera prestar la joven beata.

Fernanda se abrió paso en la alta sociedad, recibió homenajes, envejeció voluntariamente afectando un aspecto austero, y, siendo joven, se unió al grupo de las señoras respetables. Fue considerada como un modelo de virtud y abnegación, y los mismos hombres que poco antes huían de ella cuando bailaba buscando un amante, iban ahora a cumplimentarla con respeto, pues esto daba cierto aire de distinción, y hasta en algunas ocasiones servía de mucho. A Fernanda la temían más aún que la respetaban, porque no era un secreto para nadie el poderoso brazo jesuítico que la movía en todos sus trabajos.

Numerosas asociaciones creadas con el objeto aparente de hacer bien a las clases proletarias, pero en realidad para que todas las mujeres de elevada extirpe estuvieran en masa compacta bajo la oculta dirección de la Compañía, fueron creadas en poco tiempo por aquella ambiciosa joven, poseída ahora de tanto afán de gloria como un joven poeta, y a la hija mayor del conde de Baselga se la vio mucho tiempo vestida de negro, con el limosnero al puño y fajos de papeles bajo el brazo, agitarse apresurada por cumplir las numerosas misiones que ella misma se había impuesto: presidir juntas de cofradía, fundar asociaciones nuevas, organizar fiestas benéficas y ser, en una palabra, la actividad directora de aquella gran máquina devota, cuyas ruedas se encargaba de engrasar la Compañía apenas notaba el menor entorpecimiento.

No por esto en el organismo de Fernanda desaparecía aquella irresistible inclinación al hermoso padre Claudio. Conocía la baronesa la esquivez que mostraba el jesuita, apenas una dama aristocrática atentaba algo contra su voto de castidad; pero el amor que profesaba a su ídolo, no le permitía creer las murmuraciones que circulaban sobre sus ocultos y asquerosos vicios.

Para Fernanda, era el padre Claudio un ser eminentemente religioso, que se encontraba a todas horas muy por encima del común de los mortales, y que sólo podía amar a un alma que como la suya se fundiese en la inextinguible pasión a Dios.

De ahí que Fernanda, para conquistar a aquel Apolo ensotanado, y buscando un resultado puramente carnal, se fingiera mística hasta la exageración, aburriendo a su lindo director espiritual unas veces con monjiles escrúpulos y otras con arrebatos teatrales, que pretendían demostrar un entusiasmo sin límites por la causa de la religión.

Pero todas las artimañas de la fea devota para alcanzar el hombre ansiado, salieron completamente fallidas, pues el padre Claudio mostrábase insensible, notándose en él cierto enojo y repugnancia, apenas la baronesa hacía la más leve insinuación algo subida de color.

Aquel jesuita era una apreciable persona, un hombre galante mientras se trataba de bromear cultamente y sin consecuencias; pero tenía una virtud a toda prueba apenas los temperamentos, inflamados por él, intentaban el menor avance.

La frialdad del padre Claudio, hizo renacer en la memoria de la baronesa, todas las abominables murmuraciones de que aquél era objeto, las monstruosidades viciosas y las condescendencias de los novicios con su superior, y aunque el jesuita tenía sobre su ánimo un poderío que difícilmente podía perderse, Fernanda se dio pronto cuenta de que ya no le inspiraba tanta veneración como antes.

No por esto dejó de dedicarse con entusiasmo, a sus tareas de propaganda religiosa, y a la organización de sociedades que marchaban como pequeñas ruedas de la gran máquina jesuítica; era ésta su pasión favorita después de su insaciable afición al hombre, pero a pesar de todos sus deseos de gloria, y de su constante ambición por ser citada como modelo de damas católicas y fanáticas por la causa del jesuitismo, pronto comenzó a notar el padre Claudio, que su penitente se mostraba más descuidada en sus tareas, y desatendía los servicios que él le encargaba.

Algo preocupaba, indudablemente, el ánimo de la baronesa, y pronto supo el padre Claudio en qué consistía tal preocupación.

Su penitente, estaba próxima a lograr sus deseos. Un hombre desgraciado, un pobre diablo, que ponía su gárrula pluma al servicio de la devoción, y a quien la baronesa había conocido en una junta de cofradía, la hacía el amor atraído sin duda por los miles de duros que poseía Fernanda, y que eran para el hambriento escritor una inmensa fortuna.

El padre Claudio se puso serio. ¿Convenía a sus planes que la baronesa cayera por el amor bajo la dirección de un hombre extraño a la Compañía? Seguramente era esto un peligro y había que evitarlo inmediatamente, so pena de que sufriesen quebranto en el porvenir, ciertos planes que el jesuita acariciaba hacía ya algún tiempo, y de cuya realización dependía el hacer una carrera magnífica dentro de la Orden.

El buen padre reflexionó. En su concepto, era un peligro continuo no dar a la baronesa lo que exigía su ardiente temperamento que la arrastraba a la prostitución. Si no caía en brazos del escritor bohemio que ahora la solicitaba requiriéndola de amores junto a la pila del agua bendita o en un rincón de sacristía, se entregaría después al primero que la solicitase, fuese joven o viejo, con tal que contase con una prepotente virilidad.

A la Compañía no le convenía que aquella mujer necesaria, que era su genuina representación en el seno de la familia Baselga, se dejase dominar por el amor hasta el punto de ser dirigida por un hombre extraño, y había por tanto que evitar el peligro, ahora que todavía era tiempo.

El padre Claudio habló un día a su penitente de las inmensas ocupaciones que le producía la dirección de la Orden, y le propuso entregar a otro jesuita la dirección de su conciencia.

A Fernanda, después del fracaso que habían sufrido sus pretensiones amorosas sobre el padre Claudio, le era la persona de éste poco menos que indiferente, aunque seguía fingiendo la sumisión cariñosa de otros tiempos; así es, que aceptó sin repugnancia la propuesta.

El hermoso jesuita le habló entonces del padre Felipe González, joven sacerdote que no se distinguía en el púlpito, ni tenía buena mano para escribir una carta sencilla, ni, por motivos de salud, ocasión para dedicarse al estudio, pero que en cambio, entendía como nadie en asuntos mujeriles, y era célebre como director de conciencias femeninas.

La presentación de aquel nuevo portento de la Compañía de Jesús, quedó acordada entre la baronesa y su director espiritual.

IX. EL CABALLO PADRE

Pocos días después, Fernanda recibió la visita del padre Claudio y de su compañero, cuya presentación le había anunciado.

Estaba la baronesa ocupada en reñir a las sirvientas por una travesura de Ricardito, su pequeño hermanastro, que por entonces cumplía tres años, y si detenía algunos momentos el chorro de palabras irritadas y vibrantes que salía de su boca, era para fijar sus airados ojos en el muchacho, que temeroso estaba escondido en un rincón, y en su hermana Enriqueta, que era entonces una preciosa niña de siete años y estaba en aquel momento arrodillada y con los brazos en cruz, en castigo de cierta fechoría infantil.

La fea baronesa disponía en aquella casa como señora absoluta desde la muerte de su madrastra.

Baselga, todavía no repuesto de tan terrible golpe, e influido por las místicas lecturas, pasaba el día entero encerrado en su habitación o paseando por los más solitarios alrededores de Madrid; los hijos de su segundo matrimonio, que eran todo su cariño, estaban momentáneamente olvidados, y la que se aprovechaba de todo aquello era Fernanda, a quien su padre dejaba hacer, por lo mismo que rehuía hablar con ella, odiándola, por conocer perfectamente su infame origen.

La hija de Pepita Carrillo estaba en sus glorias con aquella desdeñosa indiferencia. Mandar para poder reñir desahogando su malhumor, era su pasión favorita, y por esto se consideraba feliz teniendo bajo la tiranía de su irritable carácter, a unos cuantos criados y a sus pequeños hermanastros, que eran las víctimas de su genio atrabiliario y los que sufrían las consecuencias de sus decepciones amorosas.

No por esto odiaba la baronesa a los dos niños. Enriqueta le era casi indiferente, a pesar de que cierto disgusto le causaba su graciosa hermosura y el gran parecido que tenía con su madre; pero a Ricardito lo quería entrañablemente, tal vez porque había sido la causa de la muerte de aquella. Además pertenecía al sexo masculino, y esto era una gran recomendación para alcanzar la simpatía de la baronesa.

Al entrar los dos jesuitas en el salón, las criadas, que aguantaban impávidas el chaparrón de injurias de su señora, bajaron la cabeza con aire de arrepentidas, y salieron sin esperar la orden de aquella.

Los dos niños, contentos de que una visita viniera a librarlos de tormentos impuestos por su hermanastra, aprovecharon la ocasión y salieron disparados, sin hacer caso de las llamadas del padre Claudio, que quería acariciarlos.

La baronesa, con movimiento instintivo y propio de su coquetería trasnochada, se arregló un poco el peinado, y después, con aire regio, sentóse en un sillón cerca del sofá que ocupaban los dos sacerdotes.

Fernanda tenía esa mirada rápida y sintética propia de las personas duchas en el curioseo, y de una sola ojeada se enteró de cómo era de pies a cabeza el director espiritual que le proporcionaba el padre Claudio.

No parecía mala persona aquel padre Felipe. Era más joven que su superior, pues apenas si demostraba tener unos treinta y cinco años. A primera vista parecía feo con su corpachón fuerte y membrudo, rematado por una cabeza enorme, morena, con el rostro algo picado de viruelas, y coronado por cabello negro, áspero y algo hirsuto. Dos detalles únicamente dulcificaban un tanto aquel rostro de gigante, que con sus rasgos grandiosos y sus huellas variolosas, recordaba la cabeza de Mirabeau. La boca, de labios frescos y sonrosados, que respiraba cierta voluptuosidad, enseñaba al entreabrirse una dentadura fuerte, igual y deslumbrante, digna de ser envidiada por una dama, y sus ojos, que tenían cierto reflejo dorado, miraban de un modo acariciador, causando el mismo efecto que el roce de un terciopelo. Fuera de esto el jesuita era un Hércules, y aquel cuello congestionado, jadeante y de perfil taurino, que escapaba por la abertura de su sotana, iba pregonando el inagotable caudal de brutalidades insaciables y de goces sin freno de que era capaz un cuerpo como aquél, en que existía un tremendo desequilibrio ahogando completamente la materia la escasa parte espiritual que pudiera haber en él.

A Fernanda le gustaba su futuro confesor conforme avanzaba en su examen. Se estremecía imaginándose lo que era interiormente el bravo padre Felipe; con la mirada ardiente le despojaba de la sotana y le veía en su imaginación desnudo como un luchador griego, mostrando la armoniosa trabazón de sus poderosos músculos hinchados por la fuerza vital y amenazando estallar la piel y cuando marcada por tales imágenes fijaba sus ojos en los del jesuita, sentía correr una dulce caricia por todo su cuerpo; algo semejante al estremecimiento del gato cuanto siente una fina mano a lo largo de su espina dorsal.

Era feo su confesor; pero entre todos los lindos bailarines de la alta sociedad no había encontrado un hombre que tan rápida y decisivamente la impresionase.

La conversación fue vulgar. Limitóse a una sencilla presentación, a un cambio de ligeras confianzas, para que fueran después más fáciles las relaciones entre el nuevo director y la penitente, y a la media hora ya se levantaban los dos jesuitas, dando por terminada la visita.

La inflamable doña Fernanda ya se mostraba arrepentida de haber sentido en otros tiempos una pasión tan fogosa por el padre Claudio.

Comparábalo ahora con el otro jesuita y encontraba al hermoso superior, sobradamente amadamado a pesar de su hermosura. La ruda musculosidad del otro, su continente resuelto que recordaba a Hércules en su hazaña de las cincuenta doncellas y sobre todo aquel punzante olor a hombre que se escapaba de su sotana le causaban gran impresión; era para ella como un aperitivo excitante y la hacía mirar con desprecio la figura interesante del padre Claudio rizada y perfumada.

Quedó el padre Felipe dueño de su penitente que de buena gana lo hubiese retenido para comenzar ipso facto un examen general de culpas y siguió a su superior que se dirigía a la casa donde tenía establecido su despacho y archivo, que era la misma que en 1825 salvo ligeras modificaciones.

Cuando los dos jesuitas entraron en el gran despacho rodeado de estanterías atestadas de carpetas y legajos estaba el repulsivo secretario del padre Claudio, ocupado en clasificar papeles como en pasados tiempos. El tono macilento que la edad había dado al rostro del padre Antonio y las muchas canas que se destacaban en su roja y áspera cabeza, era lo único que daba a entender el tiempo que había transcurrido. Por lo demás, el despacho presentaba el mismo aspecto que en tiempos de la segunda reacción.

El padre Antonio levantó ligeramente la cabeza, pero al ver que su superior no le miraba volvió a enfrascarse en su tarea y a hacer todo lo posible para que los dos jesuitas no recordasen su presencia.

El padre Claudio se sentó en su viejo sillón de cuero, y sin dignarse ofrecer asiento a su gigantesco subordinado que le miraba con el respetuoso cariño del perro, le preguntó:

—¿Sabe usted para qué le he traído aquí en vez de ir a la casa residencia?

—No, reverendo padre.

—Tengo que encargarle una misión de importancia y usted no está muy acostumbrado a que la Orden le dispense tal honor.

El padre Felipe hizo un gesto con el que quería significar que él se tenía a sí mismo por muy poca cosa, y su superior continuó:

—¿Qué le parece a usted la señora baronesa de Carrillo?

—¡Oh! Una señora muy apreciable.

—¿Y cómo la encuentra usted como mujer?

El padre Felipe vaciló en contestar no comprendiendo bien la pregunta, y al fin respondió con cierta precipitación:

—Me parece muy amable; pero la encuentro algo fea.

—Perfectamente. Tiene usted buen ojo y por algo le han puesto la fama de que goza. ¿Y por qué cree usted que la Orden le ha designado para director espiritual de la baronesa?

El padre Felipe levantó los hombros para indicar su ignorancia y el superior continuó siempre con gravedad:

—En nuestra Orden cada uno sirve para una cosa. Así como tenemos grandes oradores y hombres de ciencia para deslumbrar a los imbéciles, poseemos hombres hábiles que dirigen las familias despóticamente y llevan su dinero a las arcas de nuestra Orden, y… créame usted, éstos valen aún más que aquéllos. ¿Cuál es su habilidad, padre Felipe?

El aludido quedó perplejo, y al fin dijo, sonriendo estúpidamente y con sencilla modestia:

—Reverendo padre: yo no tengo ninguna; soy un inútil, lo confieso.

—En nuestra Orden, querido hermano, no hay nada inútil. Vamos; le ayudaré a refrescar la memoria. ¿Por qué tuve yo que intervenir en un escándalo que surgió con la presencia de vuestra paternidad en cierto convento de monjas de Valladolid? ¿Por qué estuvo vuestra paternidad más de un mes en cama a consecuencia de cierta paliza que le administró en Sevilla un marido celoso?

El gigantazo se ruborizó como un niño, balbuceando:

—Perdone vuestra reverencia… La carne es flaca y a mi me domina el demonio de voluptuosidad.

—Sea por muchos años; pues de este modo sirve usted a la Orden y todos los medios son buenos cuando se trabaja para la mayor gloria de Dios. Quedamos pues, en que tiene usted una habilidad, la de enloquecer a las señoras que la Compañía pone bajo su dirección.

El padre Felipe, a pesar del terror casi supersticioso que sentía ante su superior, creyó propio del caso el reírse y prorrumpió en una franca carcajada guiñando los ojos con malicia.

—¡Oh! Lo que es para eso me pinto solo… —dijo con acento de alegre convicción.

Pero se calló inmediatamente viendo que el padre Claudio permanecía grave e inmóvil y que su secretario inclinado sobre los papeles, seguía presentando el aspecto de un ser petrificado.

—La Compañía —dijo el superior después de un largo silencio—, desea que usted no dé el menor disgusto a doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una buena señora muy devota de nuestra Orden y tenemos el deber de corresponder a su cariño. Cumpla usted, pues, con su obligación.

—¡Mi obligación! ¿Acaso vuestra reverencia quiere…?

—Quiero que se porte usted del mismo modo que en otras ocasiones, con la seguridad de que, tanto nosotros como su penitente sabremos agradecer sus esfuerzos.

—Conforme, reverendo padre —dijo el atlético jesuita rascándose el cogote como si con esto quisiera dar a entender lo escabroso de aquel asunto.

—La baronesa es fea; pero usted, padre Felipe, no es hombre capaz de pararse ante tan pequeño obstáculo. Conozco sus aficiones.

—¡Oh! Lo que es por eso no he de detenerme. Soy animal de buenas tragaderas y más si se trata de servir a la Orden.

Esta ingenuidad que su mismo autor acompañó con brutales carcajadas sí que consiguió hacer sonreír al padre Claudio y hasta el secretario levantó un poco la cabeza con el entrecejo contraído como para contener la risa. Aquel garañón ensotanado resultaba gracioso.

El padre Claudio permaneció algunos minutos entregado a la reflexión, y al fin dijo a su subordinado con cierto entusiasmo:

—Comprenda usted bien lo que la Compañía desea de su única habilidad y para qué quiere emplear ésta. Nuestro poder indestructible, que se extiende por todo el universo, tiene su principal base en el estudio que hacemos del carácter de cada persona que deseamos explotar y los medios que ponemos en práctica para halagar sus aficiones. Si se trata de un entusiasta por la ciencia, ponemos a su lado un individuo de la Orden versado en toda clase de conocimientos; si de un escritor, le enviamos otro que le hable lo mismo de Horacio que de San Agustín y de Voltaire; si es una mujer histérica y fanatizada, le damos por director espiritual un monomaniaco que la relate con entusiasmo y convicción visiones celestes y milagros estupendos, y cuando tropezamos con una baronesa de Carrillo, arca de comprimido placer que está esperando la ansiada llave para desbordarse, nos valemos de un padre Felipe, ogro insaciable de carne femenil, incapaz de distinguir en su ciego apetito, y que lo mismo se almuerza una diosa que se cena una Maritornes. El mundo comedia es, como dijo un poeta, y aquí lo importante es que la Compañía tenga siempre preparados buenos actores, capaces de desempeñar con naturalidad y perfección los más difíciles papeles. Todos sirven igual a la Orden, y tanto mérito como cualquiera de nuestros hermanos que confiesan reinas y princesas, tiene usted, padre Felipe, apagando la hidrópica sed de amor que siente doña Fernanda. Cumpla usted su misión tan perfectamente como yo espero.

El brutal jesuita quedó como desvanecido por aquellos elogios que le disparaba su superior, y después de una larga pausa, preguntó:

—¿De modo que mi misión se reduce sencillamente a conquistar a la baronesa?

—A satisfacerla; pues su conquista es cuestión de poca importancia. Conozco bien a doña Fernanda, y sé que ella le adelantará la mitad del camino.

—La dejaré satisfecha —dijo el jesuitazo con el mismo orgullo del campeón que está muy seguro de sus fuerzas.

—No lo dudo. Hace tiempo que estudio a usted, y me convenzo de que es un bárbaro que únicamente sirve para tan inmundas empresas.

El padre Felipe acogió estas palabras con tanta indignación como el artista que oyera desacreditar su arte. Profesaba gran respeto a su superior; pero esto no impidió que en su rostro se trasluciera cierta expresión de desprecio a aquel hombre que llamaba al amor inmundicia, y del cual se relataban sotto voce en las celdas de los buenos padres, algunas historietas poco limpias.

El padre Claudio leyó en el pensamiento de su subordinado.

—Adivino lo que usted piensa —dijo con tono de ira—, y le advierto que yo hago lo que me da la gana, sin que pueda pedirme cuentas nadie, a excepción del general que está en Roma. Podía castigarle por sus malos pensamientos, pero me compadezco de esa inocencia brutal que constituye su carácter. Retírese usted, pero antes oiga un consejo. Persevere en sus carnales aficiones a la mujer, ya que esto está en su temperamento y la Compañía así lo necesita; pero recuerde que su afición a las faldas ha de traerle muchos compromisos y tal vez su ruina. La mujer es la ruina del hombre, y el que a ella se aficiona, pierde la mitad de su fuerza. Para servir a la Orden tan bien como yo la sirvo, es preciso prescindir del amor, de ese ser hermoso, pero lenguaraz, caprichoso y débil, que sólo nos acarrea compromisos, y valerse de los hombres aun para dar satisfacción al apremiante llamamiento de la naturaleza.

El padre Claudio, después de estas palabras, con las cuales pintaba su verdadero carácter, cosa bastante extraña en él, señaló la puerta a su subordinado con ademán imperioso, y el padre Felipe salió cabizbajo y humilde.

Apenas quedaron sólos el vicario general de España y su secretario, éste levantó la cabeza y miró fijamente y sonriendo a su superior.

El padre Antonio había adelantado mucho en su carrera. Su superior seguía protegiéndolo, y mostraba tal agradecimiento a éste, que a pesar de ser ya padre profeso, de haber hecho todos los votos, y de tener algún renombre en la Orden por sus trabajos, lo que le autorizaba a solicitar la dirección de la Compañía en una Provincia, o el mando de una misión en Ultramar; había pedido con las lágrimas en los ojos al bondadoso padre Claudio, que le permitiese seguir a su lado desempeñando las funciones de secretario, pues no podía alejarse sin profunda pena de aquel a quien se lo debía todo.

El padre Antonio mentía como buen jesuita al fingir tal cariño. El padre Claudio le era indiferente, y aun allá en el fondo de su voluntad le odiaba de un modo terrible. Lo que él buscaba, era, no alejarse de aquel centro directivo donde iba empapándose de los misterios de la Orden, y donde se preparaba a dar el Gran salto. Aquel despacho era para él un espeso matorral tras el que estaba emboscado para caer repentinamente sobre su víctima que era el padre Claudio. El jesuita había soñado en ocupar un día la dirección de la Orden en España, y conspiraba sordamente contra su superior que no esperaba tal infidelidad por parte de su perro de confianza.

—Valiente bruto —dijo el padre Antonio a su superior con más confianza que en pasados tiempos—. De seguro que la baronesa quedará contenta del director espiritual que le regalamos.

—Esto y aun más necesita —contestó el hermoso jesuita sonriendo escépticamente.

—¿Y cómo están los asuntos de aquella casa, reverendo padre?

—La baronesa manda como dueña absoluta, y de aquí que yo considere tan preciso ser dueño por completo de su voluntad. Ella es afecta a nuestra Orden, pero esa inmunda pasión que la domina podría alejarla de nosotros, y de aquí la presentación del padre Felipe que la subyugará uniéndola con nuevos lazos a nuestros intereses. Esa baronesa es una bestia en el celo. Mira si será fogosa su pasión que estaba ya muy próxima a entenderse con un perdido escritor, del que nosotros nos valemos algunas veces, pero que no está por completo a nuestra devoción. Afortunadamente he sabido a tiempo el peligro, y lo acabo de evitar con el padre Felipe que se hará el dueño absoluto de la baronesa.

—No está mal la combinación, ese ogro hará cuanto quiera de doña Fernanda, y vuestra reverencia maneja a su placer al conde de Baselga. Aquella casa es nuestra por completo. Ahora sólo falta que podamos manejar de igual modo a los dos niños que son los verdaderos dueños de los quince millones.

—Lo seremos; no lo dudes. Bastará con que sepamos apoderarnos de sus voluntades.

—Trabajo difícil es ése. ¿No sería mejor anularlos ahora que son de poca edad? Un niño cae con más facilidad que un adulto, pues hay muchas enfermedades infantiles, que fácilmente pueden contraerse sólo con que haya algo de intención, y un poco de descuido en los encargados de cuidarlos. En caso de muerte los quince millones pasarían a manos del conde de Baselga heredero de sus hijos, y a ése no nos sería difícil arrancárselos.

—Eres muy inhábil. Mil veces te he dicho que esos procedimientos de fuerza, son nocivos para nuestras empresas, y sino contempla sus consecuencias en el fracaso que experimentó en París nuestro hermano el padre Renard. Acuérdate del refrán italiano, «quien va despacio, va muy lejos», y como adquirir de un golpe quince millones de francos, es empresa muy seria, debemos proceder con gran cautela y no menos astucia. No nos comprometamos totalmente, ni demos un paso en falso que podría costamos muy caro. Ya sabes que un rey decía a su ayuda de cámara: «Vísteme despacio, que voy de prisa»; eso mismo te repito yo en esta ocasión. No apresuremos los acontecimientos, ni cometamos ningún acto de violencia, de lo contrario, en nada se diferenciaría un vulgar bandido de un jesuita. Tiempo de sobra tenemos a nuestra disposición. Esos dos niños están en nuestro poder, y su educación corre a nuestro cargo. Si la esposa del conde no fue monja en París, su hija lo será aquí; y en cuanto al niño, ya se encargará la baronesa de aficionarlo a la Compañía, y tal vez llegue a ser de los nuestros. Una escritura en que ambos al retirarse del mundo hagan donación de sus bienes a la Compañía, será el digno epílogo de nuestro trabajo.

—Está bien, reverendo padre —exclamó el secretario, fingiendo un entusiasmo adulador—. El plan es magnífico, y de seguro dará resultados. Comencemos nuestros trabajos, y demos a entender en Roma, que sabemos realizar lo que el padre Renard dejó embrollado.

—Nuestros trabajos han empezado ya. La base es la baronesa que se halla ya por completo a nuestras órdenes. El padre Felipe será dentro de unos días el dueño absoluto de su voluntad. La enloquecerá de placer como a todas sus penitentes.

—¡Oh!, reverendo superior. La Compañía debe mantener bien a tan excelente caballo padre. No podrá quejarse la yeguada de devotas.

X. LOS HIJOS DEL CONDE DE BASELGA

Enriqueta y Ricardo crecían bajo la autoridad implacable y ruda de doña Fernanda.

Su padre era para aquellos dos niños una especie de ser misterioso al que sólo veían en determinadas horas y cuyo semblante, siempre excesivamente grave y en algunas ocasiones fosco, les hacía temblar. Cuando aquel hombre silencioso y ceñudo tomaba en brazos a los dos pequeños o los ponía sobre sus rodillas sentían impulsos de escapar y las caricias eran para ellos verdaderos tormentos.

A doña Fernanda la amaban más, a pesar de la rudeza con que los trataba. Su padre no les dirigía nunca una palabra dura ni intentaba el menor castigo y en cambio su hermanastra aprovechaba la más leve ocasión para maltratarlos; pero ésta al menos hablaba para insultar, mostrábase terriblemente expansiva y no imitaba a aquel hombre de cuya boca sólo salían monosílabos y que después de contemplar fijamente a los dos niños, hacía esfuerzos para que no se le escapasen las lágrimas que acudían a sus ojos.

El conde de Baselga estaba más enamorado que nunca de su esposa, y al contemplar sus hijos, especialmente Enriqueta que era un acabado retrato de su madre, sentía revivir en su memoria el punzante recuerdo de la perdida felicidad y veía pasar ante sus ojos la imagen de María, muerta en lo más risueño de su vida.

Cuando los dos niños estaban a solas con la baronesa temblaban pensando en las violentas explosiones de su mal humor, pero no experimentaban el miedo extraño y supersticioso que sentían ante su padre.

Doña Fernanda sentíase satisfecha al poder dar rienda suelta a sus enfados de solterona, castigando a aquellos niños, fruto de un enlace que le había resultado siempre antipático. Ahora se vengaba de aquella superioridad que, sin notarlo, había tenido siempre sobre ella su joven madrastra a causa de su carácter dulce y bondadoso.

Para la baronesa, los niños debían ser seres automáticos, sin voluntad y con una vida regulada por el capricho del superior, y de aquí que pasase gran parte del día entretenida en la tarea de obligar a fuerza de amenazas y de cachetes a que sus dos hermanastros permaneciesen horas enteras quietecitos en sus sillas con la inmovilidad fúnebre de una momia.

Enriqueta era la principal víctima de sus iras. Como ya dijimos, la niña le era antipática por ser de su mismo sexo y por añadidura hermosa, y si sentía alguna debilidad en su régimen de educación guardábala para Ricardo, que era quien lograba hacerla sonreír.

Doña Fernanda tenía sus planes. Era la verdadera madre de aquellos angelitos, como le decían sus devotas amigas de la alta sociedad elogiando su comportamiento con sus hermanastros, y tenía por tanto el deber de pensar en su porvenir y señalarles lo que habían de ser en este mundo.

No se sabe si la idea nació espontáneamente en ella o le fue sugerida por su director espiritual el padre Felipe, santo varón que era su hombre de confianza y sin el cual no podía pasar un solo instante, pero lo cierto es que la baronesa había decidido que la niña entrase en un convento y que Ricardo fuese de la Compañía de Jesús.

Doña Fernanda tenía para ello razones poderosísimas, que exponía siempre que hablaba del asunto con sus amigas.

—Sobrados militares hay en España y señoritas que no sirven para otra cosa que para perder su alma bailando escandalosamente en los salones. Mis hermanos se dedicarán a la religión y alcanzarán el cielo, que es lo que debe buscar todo mortal.

Y la baronesa estaba decidida a sostener sus decisiones con todo el peso de su autoridad.

Cuando los niños fueron creciendo su educación fue descuidada en punto a conocimientos útiles; apenas si leían con corrección y sabían escribir su nombre; pero en cambio, la niña, so pena de recibir algunos azotes había de rezar al día media docena de rosarios y cantar con voz propia de monástico coro, los gozos dedicados a unos cuantos santos, mientras su hermano, vestido con casullas de muselina, fingía decir misa en capillas de cartón alumbradas con candelillas que preparaba la baronesa con todo el cuidado propio de un buen sacristán.

Aquellas diversiones que resultaban forzosas para los dos niños acababan por agradarles a falta de otras más vivas y atractivas, y su hermanastra regocijábase con la devoción que mostraban los pequeños, presentándoselos como dos santitos al buen padre Felipe que parecía cosido a sus faldas según lo poco que de ella se separaba.

En toda aquella casa tan grande y habitada por sirvientes de tantas clases, los niños sólo encontraban una sola persona que mereciese sus simpatías por demostrarles verdadero cariño.

Era ésta una antigua criada de su madre, la aragonesa Tomasa, que conforme había entrado en años se había hecho más ruda e indomable.

En aquellos dos niños veía a su señorita, cuya muerte no cesaba de llorar, y su cariño francote y ruidoso a fuerza de ser expansivo era todo para los muñecos, para aquellos dos chiquillos, y especialmente para Enriqueta, cuyos ojos no podía mirar sin conmoverse, pues le recordaba los de aquella otra niña que veinte años antes paseaba por las calles de París o las alegres alamedas del Luxemburgo.

Tomasa era en aquella casa la continua preocupación de la baronesa.

Desempeñaba el cargo de ama de llaves y por tanto la jefatura de toda la servidumbre, y en cada una de las órdenes que daba tropezaba inevitablemente con la dueña que la odiaba a muerte.

En el pequeño palacio del conde de Baselga ardía una continua guerra civil.

La vieja criada murmuraba a todas horas contra su nueva ama haciéndole coro la servidumbre que odiaba a la baronesa y ésta tenía especial empeño en contrariar a Tomasa encontrando defectuoso todo cuanto ordenaba y buscando ocasiones para humillarla.

La altivez, el odio y aun algo de envidia, luchaban con aquella tenacidad aragonesa aumentada por un modo franco de decir las cosas que hería cruelmente la susceptibilidad de doña Fernanda.

En aquella casa surgían los conflictos a diario entre las dos autoridades, y ambas mujeres, la señora y la doméstica, cansadas ya de tremendos choques en que les faltaba muy poco para agarrarse de los pelos acabaron por evitarse encerrándose cada una en una altiva indiferencia con respecto a la otra.

Doña Fernanda intentó librarse de aquella rival de su autoridad y para ello habló a su padre un día en que le pareció de mejor humor que de costumbre.

El conde la escuchó con frialdad y cuando terminó su capítulo de cargos contra el ama de llaves, se limitó a decirle que Tomasa era para él como de la familia, que la conocía muy bien y que no pensaba separarse nunca de ella.

La baronesa se indignó tanto con esta contestación, que llegó a formular la amenaza de marcharse de aquella casa si no salía de ella inmediatamente la terca aragonesa; pero su padre no se inmuto y con la misma frialdad de antes la dijo que podía hacer lo que gustase. Para el conde no era un sacrificio separarse de aquella criatura orgullosa y dominante cuya presencia le recordaba la deshonra de su primer matrimonio.

Doña Fernanda lloró, se indignó, contó sus penas al padre Felipe, al padre Claudio, a cuantos jesuitas conocía y a todas sus devotas amigas, hizo a su padre responsable de cuanto ocurriese y acabó… quedándose en la casa lo mismo que antes.

Le gustaba mucho tener una tropa de sirvientes a quien mandar y dos niños que llamaba sus hijos, a los cuales martirizaba con sus caprichos, y por esto se quedó, a más de que algo debieron aconsejarla también sus amigos jesuitas.

Las dos mujeres temiéndose mutuamente se respetaron más, y ya no surgieron entre ellas otras desavenencias que las ocasionadas por el cariño que Tomasa profesaba a los niños y el deseo de la baronesa de disponer de ellos en absoluto.

Cada vez que doña Fernanda los castigaba, la vieja criada protestaba a su modo lanzándola feroces miradas o murmurando amenazas que aquella oía perfectamente, y cuando los dos pequeños escapando de la pesada férula de su hermanastra iban en busca de Tomasa, la baronesa había de sostener un altercado con aquella «mujer soez» como ella la llamaba y que se metía a criticar la educación que daba a los niños.

La conversación con Tomasa tenía para éstos un gran encanto, pues la vieja criada les hablaba de su madre a la que Enriqueta apenas si recordaba y de su abuelo D. Ricardo Avellaneda que aparecía en sus tiernas imaginaciones como un buen señor bondadoso y dulce.

Además aquella mujer no los obligaba a una inmovilidad terrible para la niñez siempre ansiosa de movimiento, sino que les incitaba a juegos agitados y ruidosos a los que ellos se entregaban, con asombro y torpeza como el presidiario a quien obligan a andar libre después de estar encadenado muchos años.

Los alegres cuentos que les relataba la aragonesa con burda chusquedad gustaban más a los dos hermanos que las vidas de santos que les leía la baronesa obligando su atención a fuerza de cachetes, y tanto les gustaba estar al lado de Tomasa que aguardaban con ansia los días en que doña Fernanda salía a sus juntas de cofradía o colectas piadosas para correr inmediatamente al comedor o a la cocina, donde encontraban a su vieja amiga.

Conforme crecieron, este placer fue desvaneciéndose y se vieron más ligados que nunca a la autoridad despótica de su hermanastra.

Ricardo tenía ocho años cuando fue llevado al colegio de los padres jesuitas. El conde de Baselga pareció vacilar antes de dar su permiso para que se verificase tal traslación; pero los consejos del padre Claudio, las frías razones de su hija mayor y las exigencias de la moda, destruyeron todo conato de oposición si es que existió tal intento en el ánimo del conde.

Enriqueta, sin la compañía de aquel pequeño ser enfermizo y débil cuyos nerviosillos arranques le producían gran alegría a ella que rebosaba en salud y vida, encontró la casa de su padre tétrica y sombría, y a no ser por alguna que otra visita que hacía a Tomasa, aprovechando descuidos de la baronesa, se hubiese creído tan abandonada y sola como en un desierto.

Doña Fernanda, no contenida ya por aquella fría simpatía que profesaba a su hermanastro, descargaba todo su malhumor sobre Enriqueta; pero esto sólo ocurría cuando la baronesa estaba enojada por una inesperada ausencia de su director espiritual, y afortunadamente para la niña, el padre Felipe pasaba por lo regular gran parte del día pegado a las faldas de su penitente.

La educación de Enriqueta corría a cargo de su hermanastra que en esta tarea era ayudada por su director espiritual. Pero hay que decir que la mística pareja tenía numerosas ocupaciones, pues sólo de tarde en tarde se ocupaba de la niña tomando sus lecciones con aire distraído.

El padre Felipe alcanzaba en aquella casa una preponderancia aún más grande que la del padre Claudio, y tan convencida estaba la servidumbre de que aquel jesuita, siendo el dueño de la baronesa, era el verdadero amo, que muchas veces desatendía al conde de Baselga por mostrarse atenta y solícita con el bondadoso padre.

El conde, dominado por aquella taciturna misantropía que constituía ya su carácter, no veía lo que ocurría en su casa o fingía no verlo. Sin duda la sotana de jesuita era para él, el uniforme de un terrible enemigo al que había que temer y respetar.

La simplicidad del padre Felipe habíala reconocido desde el primer instante y aún adivinaba algo de las verdaderas relaciones que existían entre aquél y su hija, pero callaba cuidadoso de provocar un escándalo porque tras la grotesca figura del director espiritual; veía la diabólica personalidad del padre Claudio siempre amenazante y capaz de anonadarle a la más leve muestra de enemistad.

Aquel hombre en otro tiempo tan altivo y enérgico, que se hacía muchas veces intolerable por su levantisca independencia, era ahora un autómata habiendo el temor roído poco a poco su firme voluntad. Sentía miedo ante el padre Claudio, personificación de aquella Compañía de Jesús tan terriblemente poderosa.

Además, en su cerebro estaban muy embrolladas las ideas y no tenía ninguna creencia determinada que le diese valor para emanciparse de la tiranía encubierta que sobre él pesaba.

La desgracia le había hecho exageradamente religioso. Aquella rápida e inesperada muerte de la mujer amada recordada a todas horas, le hacía ver la fragilidad de las cosas humanas y la continua lectura de «La Imitación de Cristo» exageraba su desprecio al mundo, engolfándolo cada vez más en la religión.

Convertíase el conde por instantes en un monomaniaco religioso, era un asceta en plena sociedad y veía en todas partes la mano de aquel Dios poderoso, vengativo y repleto de todas las pasiones humanas del cual eran legítimos representantes los jesuitas.

A su buen juicio y a su propia experiencia no se les ocultaban los defectos y las ambiciones de la Compañía; pero la acomodaticia y absurda enseñanza religiosa de los jesuitas había trastornado su raciocinio y pensando en que Dios saca muchas veces el bien del mal y para la salvación eterna del nombre emplea los más difíciles y tortuosos medios, no sabía al fin qué pensar ciertamente y si considerar a los individuos de la Orden como dechados de bondad, que se sacrificaban dirigiendo la conciencia de los demás o como diabólicos malvados dignos de execración.

La imagen de aquel Dios iracundo y vengador que columbraba en el fondo de todos los libros religiosos escritos con estilo de pegajosa dulzura, le hacían transigir con su actual situación, pues pensaba que tanto la muerte de su segunda esposa como la degradante dependencia en que vivía, siempre amenazado por las terribles revelaciones del padre Claudio, eran castigos impuestos por Dios para que de este modo expiase el crimen que había cometido en un instante de arrebato dando muerte a Pepita Carrillo.

Pero en aquel cerebro perturbado por los consejos del bello jesuita y las costumbres y lecturas que éste le aconsejaba no existía nada sólido, y de aquí que en ciertos instantes el oleaje de las ideas barriese unas para colocar otras en el mismo sitio.

Su sentido común aunque amortiguado, lanzaba en algunos momentos rápidos destellos, y examinando los recuerdos que guardaba su memoria, adquiría el convencimiento de su degradación y de que la Orden tenía sobre él ambiciosas miras.

No; aquella institución que tan villanamente había conspirado en París contra la fortuna de Avellaneda, no podía ser buena ni santa a pesar de las explicaciones que daba el padre Claudio por librar a la Compañía de responsabilidad.

Había instantes en que la duda desvanecía por completo su fe, creada artificialmente por los jesuitas y veía claro lo que éstos eran. Entonces temblaba, imaginándose que no habían terminado sus desgracias y que el terrible vampiro todavía había de intentar una nueva agresión por absorber aquella fortuna respetable que ahora pertenecía a sus hijos.

En uno de estos momentos de duda fue cuando a doña Fernanda se le ocurrió proponer a su padre el ingreso de Enriqueta en un colegio dirigido por monjas, fundándose en razones tales, como que la educación de la niña estaba muy descuidada, que en casa lo revolvía todo con su genio rebelde alentado por Tomasa y que era lo más elegante y propio de una familia distinguida meter a los pequeños en un establecimiento de enseñanza que tenía la organización de un monasterio.

La baronesa, antes de que su padre le contestara, añadió que había consultado su idea con el padre Claudio y que a éste le había parecido muy bien.

La solterona sabía que para conseguir algo del conde no había como nombrar al hermoso y terrible jesuita, pero en esta ocasión sus esperanzas resultaron fallidas.

Baselga se mostró más animado que de costumbre, y hasta su tez cetrina se coloreó un poco. Su voz siempre lenta y fosca se hizo rápida y vibrante y con el mismo imperio que mandaba en otro tiempo a sus soldados se negó a que Enriqueta saliese de la casa.

La baronesa quiso protestar, pero se detuvo ante el modo imponente con que su padre le dijo:

—Cállese usted, tengo motivos sobrados para negarme a que me despojen de mi hija y sé de quién nace la idea de que Enriqueta vaya a un colegio así como también el porqué de tal consejo. Basta ya con que se me haya quitado a mi hijo.

El conde recordaba al hipócrita señor García y a María Avellaneda cuando fue llevada por éste a un convento de París.

Sin duda la misma mano seguía moviendo a su familia y le quería arrebatar a Enriqueta después de haberse llevado a Ricardo.

Lo único que consolaba a Baselga, es que éste sería hombre y sabría librarse mejor que su hermana de las seducciones que pudieran ejercer sobre él por medio de una educación mística.

XI. AUXILIO INESPERADO

Transcurrió todo el verano sin que la existencia del capitán Álvarez se viese turbada por ningún incidente notable.

Hacía la vida de un oficial vulgar en tiempo de paz. Pasaba horas enteras en el café, murmuraba de sus superiores y de todo cuanto saltaba en la conversación sin fijarse bien en lo que decía; en el cuarto de banderas lucía su ingenio de un modo gracioso hasta el punto de hacer sonreír a los jefes más adustos y seguía mereciendo aquel apodo de Séneca a los ojos del regimiento que lo consideraba como una de sus glorias.

Sólo en alguna noche rompía sus habituales costumbres y era para acudir a aquella casa misteriosa donde le había visto entrar su asistente. Allí veía algunas veces al general Prim, y otras, con conspiradores tan conocidos como el coronel Moriones, el periodista Carlos Rubio o el agitador Muñiz se ocupaba en los trabajos preparatorios de una revolución.

Haciendo esta vida le sorprendió el otoño. El tiempo que, según Voltaire, es el gran consolador, había desvanecido algo en el ánimo del capitán aquel recuerdo amoroso que tanto le dominaba algunos meses antes.

La imagen de Enriqueta Baselga, sólo muy de tarde en tarde, vigorosa, con luz fantástica y los contornos casi borrados surgía en su imaginación, y el capitán se preguntaba:

—¿Qué hará ahora esa chica?

Sus trabajos revolucionarios, con los que exponía su carrera y hasta su vida, le preocupaban demasiado para permitirle, como otras veces, entregarse a románticas ilusiones, y de aquí que su antiguo amor estuviese amortiguado, aunque no por esto se hubiese borrado por completo.

Una mañana el capitán, cansado por algunas horas de ejercicio en el campo de maniobras, regresó a su casa en busca del almuerzo, y al entrar en su habitación vio sentada a la puerta de ésta a una mujer que conversaba amistosamente con la patrona.

Álvarez, ante la mirada de respetuoso cariño que le dirigió aquella mujer, detúvose un instante, al mismo tiempo que su patrona sonreía por hacer algo.

El capitán se fijó en ella. Tenía un aspecto vulgar y vestía modestamente, pero su mantilla y su traje, aunque algo ordinarios, eran flamantes, y demostraban cierta rumbosidad. Estaba ya la mujer rayando en la vejez, pero era alta y robusta, su cabello tenía el negro mate del plumaje del cuervo, y sus ojillos destacábanse vivos y maliciosos sobre las prominencias grasosas de su cara. En su apostura había algo de resuelto y varonil que la hacía simpática. Al ver que Álvarez la miraba, levantose de la silla sonriendo de un modo franco, y dijo sin demostrar cortedad:

—Usted no me conoce, señorito, pero yo hace mucho tiempo que lo quiero. Vengo a buscar a su asistente Perico, y lo estoy esperando.

—¡Ah…! —exclamó Álvarez por decir algo—. Perico no tardará en venir.

—Usted debe conocerme, porque algunas veces me habrá nombrado mi sobrino. Soy la señora Tomasa; la tía de Perico.

Álvarez sonrió con espontánea amabilidad. Efectivamente, conocía de nombre a aquella buena mujer, a aquella aragonesa todo corazón que se desvivía por su sobrino cuidando de llenarle el bolsillo y que algunas veces le había enviado regalos a él mismo, agradecida por lo bien que trataba a su asistente.

Al capitán le resultaba muy simpática la tía de Perico, y además encontraba en su apostura marcial y resuelta ciertas reminiscencias de su madre, aquella heroica navarra que pasó la luna de miel entre los peligros de la guerra carlista, sin llegar a saber con certeza lo que era el miedo.

—Entre usted en mi cuarto. Ahí está usted mal. Dentro esperará a su sobrino.

Cuando Tomasa tomó asiento en la habitación del capitán, rompió a hablar inmediatamente, pues no era mujer que pudiera permanecer callada. Se enteró minuciosamente de si el chico cumplía sus obligaciones y de si daba algún pesar a su amo y ensalzando con pintorescas comparaciones el inmenso cariño que el asistente profesaba a su señorito.

—Yo, francamente, don Esteban, algunas veces tengo celos al ver lo mucho que ese muchacho le quiere a usted. Crea que le tiene una ley de dos mil demonios, y que si algún día se casa no ha de querer tanto a su mujer. Cuando una habla con él está inaguantable, pues siempre sale con la misma solfa. Que si su amo por aquí, que si su señorito por allá, que si el capitán Álvarez es el más guapo del regimiento, que si es el que sabe más… crea que si Perico fuese mujer, haría usted un buen negocio casándose con él.

Al capitán le hacía mucha gracia la charla francota de aquella aragonesa, y acogía sus palabras con sonrisas.

—Yo le tengo mucha ley al pobrecito; ya puede usted considerar: él sólo es mi única familia, y además apenas si ha conocido a su madre. Yo soy, fuera de usted, la única persona que le quiere, y si al morir dejo un duro para él será. Además, el chico podrá ser muy bruto, pero es dócil y sencillote y se deja llevar por donde una quiere sin decir una mala palabra ni perder nunca su buen humor. Mi gusto sería que saliese del servicio que yo ya me encargaría de buscarle un buen acomodo, pero él, erre que erre, encaprichado con su señorito y antes reventará de puro viejo que dejará de ser el asistente del capitán Álvarez… ¡Qué alegría va a tener el pobrete cuando me vea!

—Ahora recuerdo que estaba usted fuera; se lo he oído a Perico varias veces. ¿Y no sabe él su llegada?

—¡Qué ha de saber! Quería sorprenderlo y por eso ha sido para él mi primera visita: llegamos anoche. Mi señor, con toda su familia, ha vivido algunos meses en una de sus posesiones.

Calló Tomasa, y durante algunos instantes reinó el silencio.

—Usted no cambia —dijo al fin la aragonesa, que no era amiga de permanecer silenciosa—. Está ahora tan guapo como la última vez que le vi en la calle. A mí no me gusta alabar a nadie, pero crea que es de los militares más templados que se pasea por Madrid. De seguro que con usted no andarán con remilgos las mujeres. Debe usted tener muchas novias.

Y la tía de Perico acompañaba estas francoterias con ruidosas risotadas que hacían reír también a Álvarez algo ruborizado.

—Y luego esos trajes tan majos que caen tan bien a los buenos mozos. Mire usted, yo siempre he tenido ley a los soldados y los he mirado bien en mis tiempos porque aunque ahora sea ya un vejestorio capaz de meter miedo al más valiente, no por esto he dejado de tener mis veinte y llamar la atención como cualquier prójima.

Al capitán le hacía mucha gracia aquel carácter ingenuo y chusco a fuerza de ser franco y de aquí que fomentase su charla y le dirigiese en tono festivo algunos cumplidos de su repertorio soldadesco.

—¡Bah! Me conozco y hace años que soy abuela; pero en mis tiempos he llamado la atención y hasta sargentos bien portados se han parado para decirme ¡buenos ojos tienes! Mire usted si a mí me ha gustado la gente de uniforme, que hasta en París cuando estaba con mis antiguos amos, tuve un novio que era eso que allá dicen gendarme y que llamaba la atención por lo bien plantado y por sus bigotazos, que eran poco más o menos, como los de usted ¡Valiente perro era el tal gabacho! Con él me enseñé a mascullar un poco la jerga francesa, pero supe que el gran pillo era casado y con hijos y lo planté en la puerta. Eso sí; no he visto gente más lista de manos y de más malas intenciones que todos ustedes, con perdón sea dicho.

Álvarez seguía muy entretenido por la charla de Tomasa y la dejaba hablar mientras se despojaba de una parte del uniforme para que después lo cepillase Perico.

—Mi amo también fue militar en su juventud, y le aseguro que a buen mozo y bien portado, pocos le ganarían en su época.

—¿En qué casa sirve usted?

—Sirvo al conde de Baselga. Soy el ama de llaves y vi nacer a su esposa, así como he visto nacer a los hijos.

Poco faltó para que Álvarez que acababa de sentarse, diese un salto en su silla. ¡Cómo! ¡La tía de Perico era la criada de confianza en casa de Enriqueta y él no lo sabía hasta aquel momento! Aquello resultaba casual, pero no podía ser más cierto. Álvarez oía hablar continuamente a su asistente, de su tía y del señor a quienes servía, sin que nunca en su indiferencia se le ocurriese preguntar su nombre. Ahora las palabras que acababa de decir la aragonesa habían producido en su interior un nervioso sacudimiento y como si una mano misteriosa hubiese abierto la atrancada puerta de los recuerdos desparramábanse por su memoria todos los incidentes de su pasión amortiguada; el encuentro en el Retiro, los paseos por la calle de Atocha, los galopes ridículos por la Castellana y las furiosas miradas de la tía.

Por un extraño fenómeno la imagen de Enriqueta que antes se extendía ante su imaginación vaporosa e incierta surgía ahora en su memoria vigorosa y viviente como si un cuerpo real acabase de pasar frente a sus ojos envuelta en nimbos de luz.

Por algunos instantes Álvarez estuvo tan turbado a causa del repentino descubrimiento, que no supo qué decir, pero al fin con el deseo de saber algo cierto sobre la mujer amada determinose a excitar la charla de Tomasa.

—He oído algunas veces hablar del conde. Vive retirado del gran mundo y tiene dos hijos, ¿no es cierto?

—Sí; los señoritos Ricardo y Enriqueta, dos ángeles que me recuerdan a su madre, que santa gloria haya.

—En Madrid se habla de su gran fortuna. Son ricos y tienen los dos un brillante porvenir.

—Sí: ¡buen porvenir te dé Dios! Si él desde el cielo no arregla esto; y hace que el demonio se lleve a la baronesa de Carrillo, esa hermanastra arrastrá que tanto martiriza a los dos, es posible que éstos no pasen de ser dos desgraciados.

—¿Tan mal los trata la baronesa?

—¡Calle usted! ¡Si aquello es para enrubiarse y echarlo todo a rodar! Figúrese usted que los dos pobrecitos son como todos los jóvenes, alegres, bulliciosos y amigos de ver mundo y divertirse; pues a pesar de esto, la tal doña Fernanda con sus consejos y los de los curas que continuamente la visitan, ha conseguido que los dos se conviertan en dos beatos y que hablen del mundo como si fuesen unos viejos cansados de él. Quien más lástima me produce es el señorito Ricardo. ¡Ver un niño de doce años con deseos de hacerse fraile cuando ya debía ir pensando en echarse una novia! Antes no era así, y le aseguro que en punto a alegre y amigo del bullicio le ganaba a su hermana; pero desde que lo metieron en el colegio de los padres jesuitas ha cambiado completamente, y como si ya fuese un cura se pasa las horas enteras entregado al rezo, y anda y mira del mismo modo que si llevase ya la sotana. Este verano lo ha pasado con nosotros en el campo, y hasta su mismo padre, el señor conde, se mostraba algo disgustado por las aficiones de su hijo. Y hay que tener en cuenta que mi señor, desde la muerte de la infeliz doña María, se ha hecho también un beato ceñudo y malhumorado, con el que no se puede hablar. En fin, aquella casa es un convento, y si no fuese por la ley que le tengo al conde y a los niños, hace tiempo que no estaría allí, pues yo soy enemiga de las beaterías, tanto más cuanto que sé por experiencia lo que son los jesuitas.

—¿Y la señorita Enriqueta también es aficionada a la devoción?

—¡Oh! Ésa no hay cuidado que por su propia voluntad abandone el mundo. Le gusta mucho la vida de señorita elegante, y cuando su padre, después de pensarlo mucho, se decide a ponerse sus condecoraciones y su uniforme del gentil-hombre, y la lleva a un baile de Palacio, la pobrecita tiene para contar durante semanas. Su hermanastra quiere hacerla monja, pero ella aunque dice que sí por evitarse disgustos, se halla muy lejos de gustar la vida de convento. ¡Buena monja te dé Dios! Ella sí quería ser monja, pero sería, como dicen en mi tierra, «monja de Santa Clara, de las que duermen con cuatro zapatos bajo la cama».

Y Tomasa celebraba sus propias agudezas con ruidosas risotadas. El capitán estaba impaciente por hacer hablar a la aragonesa antes de que llegase su asistente, así es que continuó preguntando:

—A mí me han dicho que es muy hermosa la señorita Enriqueta.

—En eso no le han engañado, y crea usted que en Madrid hay muy pocas jóvenes que le puedan disputar la fama de hermosa. Es el vivo retrato de su madre y aun me atreveré a decir que es más guapa que ésta, pues tiene en su porte mucho del señor conde que aunque viejo es todavía un real mozo.

—Es extraño que con tales condiciones no haya sido requerida de amores por ningún hombre.

—La pobrecita vive tan pegada a las faldas de su hermanastra, y de tal modo la vigila ésta, que no es fácil que pueda tener amoríos con nadie. Y a ella… ¡por qué negarlo!, le gustan los hombres como a cualquier mujer, y no le haría ascos a un novio. En las fiestas a que la lleva su padre siempre encuentra algún mocosuelo tísico de la aristocracia que le hace carantoñas, pero la niña es tan dócil y tiene tal miedo a su padre y a la baronesa que responde ariscamente a todos los floreos que la dirigen, lo que no impide que después venga a contarme todo lo sucedido con ese aire satisfecho de las jovencitas cuando se ven atendidas y obsequiadas.

—¿Es posible que ella no haya encontrado entre esos ridículos polluelos de la aristocracia un hombre que le guste?

—Así es. El que la produjo alguna impresión fue un militarote que este invierno pasado la hizo el amor. ¡Diablo de hombre! ¡Qué tenaz y pesado era!

El capitán Álvarez quedó frío al oír estas palabras y hasta pensó que Tomasa lo sabía todo y con aquel aire inocente se estaba burlando de él. A pesar de esto no tardó en reponerse y con afectada indiferencia, exclamó:

—¡Ah! ¿Con que era muy pesado el tal pretendiente? ¿Y le vio usted?

—No llegué a conocerle a pesar de que tenía ganas de ello; pero el tal galanteador produjo en la casa un zipizape de mil diablos. La baronesa, cada vez que veía al militar paseando por la acera de enfrente, poníase como una furia y reñía a la señorita, llegando algunas veces a querer golpearla, como sí la pobre tuviese la culpa de ser tan hermosa que los hombres se enamoran de ella inmediatamente. El conde al principio tomó la cosa con indiferencia y hasta llegó a reírse al ver la rabia que producía en la baronesa la terquedad de aquel importuno; pero un día en que salió a caballo con su hija volvió a casa como un loco y echándolo todo a rodar. También a él le enfurecía el militarote, que a lo que parece, les había seguido a caballo cometiendo mil imprudencias que llamaron la atención de los paseantes. El conde hablaba de dar unos cuantos latigazos a aquel cargante diciendo que se había detenido por temor a un escándalo, y tan preocupado estaba por el suceso que al día siguiente nos dio a toda la servidumbre las órdenes oportunas para hacer los preparativos de viaje. En una de sus posesiones hemos estado desde entonces y vea usted como las imprudencias de un pretendiente pesado han obligado a toda la familia a permanecer mucho tiempo lejos de Madrid.

—Y la señorita Enriqueta —dijo el capitán después de reflexionar un rato sobre los resultados que había producido su conducta—. ¿Qué piensa ella de aquel adorador? ¿Nunca ha dado a conocer a usted su opinión?

—Es tan callada la señorita, y tan tímida y retraída la ha hecho la educación que la da su hermanastra, que es muy difícil adivinar lo que piensa. Pero yo tengo buen ojo y si he de decir lo que creo aquel militar no le parecía mal. Ella no me ha hablado nunca de él como de los otros mozuelos que la hacían el amor en los salones, pero muchas veces la he visto pensativa y como esto fue desde que el tal militar le rondó la calle, creo que en él y sólo en él pensaba cuando se mostraba tan distraída. Sólo un día habló de él y fue en la capilla de la casa solariega del conde donde hemos pasado tanto tiempo. Mirando un cuadro de San Miguel volvióse a mí y me dijo que tenía cierto parecido con el guapo militar que tan tenazmente la perseguía.

—¿Parecido a San Miguel? —dijo Álvarez con extrañeza.

—No sé si será así, aunque aquel santo era rubio y barbilampiño y el amoroso militar, según mis informes, llevaba bigote como usted. Pero esto me prueba más aún que la señorita siente interés por el tal sujeto; pues es una verdad aquello que «es propio de enamorados ver su amor en todas partes».

Esto convenció al capitán quien, dejándose llevar de un risueño optimismo, creyó ya que Enriqueta la amaba.

Tan absoluta fue su confianza que se sintió tentado a revelar toda la verdad a la tía de su asistente.

Aquella mujer le servía de mucho para sus planes amorosos, pues con su cooperación podía llegar hasta la mujer amada.

Además, el carácter franco y sencillo de Tomasa dábale confianza y comprendía que por el cariño que profesaba a Enriqueta y el odio que sentía contra la baronesa, era capaz de ponerse a sus órdenes, aunque esto le hiciera correr el peligro de ser despedida de una casa que consideraba ya como su propio hogar.

Álvarez sintió impulsos de espontanearse y dar a entender a Tomasa que él era el militar en cuestión pidiéndola su auxilio como intermediaria en sus amores.

Iba a hablar el capitán, iba ya a decir: ¡ese militar era yo!, cuando con ademán respetuoso entró su asistente en la habitación y apenas lo vio su tía se arrojó en sus brazos.

Álvarez calló dejando para más adelante la conquista de aquella intermediaria.

XII. DECLARACIÓN DE AMOR

No tardó mucho el capitán Álvarez en revelar a Tomasa lo que deseaba.

La fiel aragonesa, pocos días después de su entrevista con el amo de su sobrino, se enteró de que era el mismo militar que había hecho el amor a Enriqueta y que había excitado las iras de la baronesa.

Tomasa se alegró. Es verdad que algún disgusto le produjo al principio el pensar que protegiendo aquella pasión, podía disgustar a su señor, el conde; pero pudo en ella más el deseo de mortificar a la odiada baronesa y de favorecer al capitán, por el cual éste recibió la promesa de ser auxiliado por la vieja criada…

Ésta era más práctica en amores de lo que prometía su rusticidad. Tenía el convencimiento de que su señorita recordaba algunas veces al hombre que había sido el primero en hacerla el amor de un modo tan franco y se proponía avivar el fuego que pudiera arder aún en su corazón.

Así que la aragonesa, conmovida por las súplicas del capitán, accedió a servirle de intermediaria, púsose inmediatamente en campaña comenzando a sondear el ánimo de su señorita.

¡Con qué destreza supo ir despertando los recuerdos que en ella quedaban de aquel asedio amoroso!

Hablole de la casualidad que le había hecho conocer al militar que tanto amor la manifestaba, y aprovechó todas las ocasiones que tenía de hablarla a solas para hacerla saber lo que de ella decía el capitán y lo mucho que crecía su amor.

Enriqueta acogió aquellas revelaciones ruborosa y con temor, manifestando al principio un leve disgusto. La mortificaba aquella pasión que tanto había indignado a su padre y temía que llegase a tener noticia de sus confidencias con Tomasa la terrible baronesa, que era muy capaz de golpearla en un rapto de furor. Pero tenían para ella tal encanto aquellas conversaciones con la vieja ama de llaves en el oscuro extremo de un corredor o entre dos cortinajes del salón, siempre en zozobra, con el oído atento para evitar una sorpresa, que, aunque algunas veces se mostraba arrepentida de su imprudencia al dar oído a aquellas sugestiones amorosas, volvía poco después en busca de Tomasa fingiendo escaso interés; pero en realidad anhelante por saber algo íntimo de aquel hombre que decía amarla tanto.

El capitán, aunque procurando no llamar la atención como en otras ocasiones de la austera familia de Enriqueta, buscaba ocasiones para ver a ésta recatándose con la timidez de un colegial que teme comprometer con su presencia a su amada.

Enriqueta, que pocas veces burlando la vigilancia de doña Fernanda conseguía asomarse al balcón, siempre que pegaba su interesante rostro a las vidrieras de aquél veía pasar por la acera de enfrente al capitán Álvarez, afectando el aspecto frío de un transeúnte, pero mirando por el rabillo del ojo a los levantados visillos entre los cuales distinguía las hermosas facciones de la joven.

Habíase establecido entre los dos una comunicación misteriosa propia de los héroes de las leyendas. A ciertas horas de la tarde Enriqueta experimentaba una extraña conmoción que conmovía la red de sus nervios e inmediatamente se decía con el convencimiento de quien habla de una cosa infalible:

—¡Va a pasar!

Y efectivamente, apenas se colocaba tras los vidrios del balcón, Álvarez, con la mano en el puño de su espada y contorneándose con toda la gallardía de un arcabucero de los tercios de Flandes, pasaba por frente a la casa mirando de soslayo y sonriendo de un modo gracioso.

Aquello era amor, y aunque Enriqueta no quería confesarlo, Tomasa se mostraba cada vez más convencida de la naciente pasión de su señorita y la asediaba con más ahínco para que calmase las ansias del capitán.

El amor soñoliento y fantástico que muchos años antes en el barrio más tranquilo de París había profesado María Avellaneda al conde de Baselga, volvía ahora a renacer en la hija aunque no tan extremadamente romántico.

La persona de Esteban Álvarez había impresionado a Enriqueta que estaba en la plenitud de una adolescencia apasionada excitada más aún por una educación monjil y que sentía verdadera hambre de amor.

En sus ensueños siempre figuraba el gallardo militar como el personaje que ocupaba el primer término del fantástico cuadro, y cuando obligada por doña Fernanda pasaba horas enteras leyendo en alta voz las lamentaciones de amor místico encerradas en devocionarios con tapas de tafilete y cantos dorados, su imaginación volaba hacia el hombre que tan profundamente la había impresionado y cada vez que de su boca salían las palabras: ¡Oh dulce Jesús mio! ¡Oh amadísimo señor de mi alma y de mi cuerpo!, pensaba en Álvarez pareciéndole el gallardo militar más digno de estas exclamaciones que aquel hombre macilento, desnudo y desgreñado que clavado en un madero figuraba en todas las láminas de sus libros.

A las pocas semanas de cuchichear con Tomasa siempre sobre el mismo tema, y de contemplar al capitán haciéndola el amor de un modo tan prudente al par que apasionado, Enriqueta se dio por vencida. Seguía temiendo la explosión colérica de su padre y el incesante tormento de que era capaz su hermanastra; pero el amor podía más e, inconscientemente, sin reparar en los peligros, se decidía a aceptar los consejos de la vieja ama de llaves que la empujaba a acoger benévolamente el amor de Álvarez dándole algunas esperanzas, aunque fuesen débiles.

Además, desde que el capitán volvía a hacerla la corte de aquel modo prudente, su familia de nada se había apercibido y esto la hacía confiar en que sus futuros amores quedarían en igual misterio.

Enriqueta estaba ya decidida y bastó que en una entrevista con Tomasa se decidiera a decir que creía amar al capitán y que al día siguiente contestase desde su balcón a las miradas apasionadas de aquél con una graciosa sonrisa, para que inmediatamente Álvarez saliese de su actitud puramente expectativa y diese lo que él consideraba el gran paso.

Tomasa, una tarde que el conde estaba de paseo y la baronesa parecía muy ocupada en conferenciar a puerta cerrada con su director espiritual, llamó con gran sigilo a su querida señorita y sonriendo maliciosamente como para quitar importancia al acto que realizaba, le entregó una carta sin querer decir quién la enviaba, aunque con picarescos guiños se esforzaba en dar a entender su procedencia.

Enriqueta quedóse perpleja con la carta en la mano sin saber qué hacer. Un resto de su antiguo miedo la hacía detenerse antes de aceptar aquello que indudablemente era una declaración de amor e intentó devolver la carta a la aragonesa; pero tan persuasiva fue la charla de ésta, con tal colorido supo describir el inmenso dolor que experimentaría el apasionado capitán al verse despreciado de aquel modo, que se decidió a aceptarla.

—Léala usted al menos, señorita —decía la vieja criada—. Indudablemente le dice a usted cosas hermosísimas… cosas del otro mundo. Yo sé bien lo que son estos asuntos y lo que dicen tales cartas y daría cualquier cosa por verme en el lugar de usted, no por ser joven y rica sino por tener un amante tan guapo y tan apasionado. ¡Y cómo escribe! ¡Virgen santa! ¡Si tiene una mano para decir ternezas…! El otro día fui a verle y como si yo fuese usted misma me leyó unos versos de los muchos que ha escrito sobre esa personita.

Crea usted aquello era tan tierno, tan bonito que… ¡vamos!, la ponía a una carne de gallina. Ese don Esteban está chiflado por usted y es tan sensible, que si mi señorita lo despreciase, el pobrecito sería capaz de pegarse un tiro.

Enriqueta se sintió conmovida en su infantil sencillez al saber que un hombre era capaz de matarse por sus desdenes, y esta figura retórica de la aragonesa fue lo que la decidió a guardarse prontamente la carta.

La caprichosa charla de su hermano Ricardito que por algunas dolencias de su organismo enfermizo no había ido todavía a seguir sus cursos en el colegio de los jesuitas, impidió a Enriqueta leer aquella carta que había escondido en su virginal seno y que con su contacto parecía abrasarle la fina epidermis.

La esperanza de que a la noche conseguiría leerla no calmaba la impaciencia y la zozobra que de ella se había apoderado.

¿Cómo serían las cartas de amor? Pronto iba a saberlo, así que todos se retirasen a sus habitaciones y ella quedase sola en su gabinete.

Aquella noche, en la soledad de su dormitorio, cuya puerta había cerrado, rodeada de infinitas preocupaciones y conmoviéndose asustada al menor ruido lejano que llegaba a sus oídos, se reveló el amor a un corazón joven con todo el perfume condensado y el estallido de brillantes colores de una rosa que rompe el apretado capullo.

Leyó y releyó un sinnúmero de veces aquellas cuatro páginas, en las cuales las exclamaciones de una verdadera pasión surgían ingenuas y conmovedoras sobre el papel envueltas en conceptos románticos y algo rebuscados, y cuando la bujía que esparcía su luz sobre la mesilla de laca comenzó a agonizar, haciendo danzar un tropel de sombras sobre las blancas colgaduras del virginal lecho, Enriqueta lloraba sin poder explicarse el motivo, experimentando un dulce placer al derramar aquellas lágrimas.

La luz que mortecina se agitaba ya al extremo del candelero y que iba a hacer estallar la arandela, causaba hondo pesar a Enriqueta, pues la privaba de que prolongase el placer de aquella lectura. Nueva Josué hubiera querido tener poder para sostener aquella luz y leer una vez más el papel que tenía en sus manos y que besaba apasionadamente sin darse cuenta de ello; pero la llama, después de revivir con fuerza algunos instantes, se apagó, y la hermosa joven tuvo que desnudarse a oscuras.

La cama crujió dulcemente al recibir el peso de aquel cuerpo, que exhalaba un ambiente de fragante frescura, y en toda la noche no turbó la calma del aristocrático dormitorio otro ruido que los suspiros de Enriqueta, la cual durmió inquieta y nerviosa, despertándose con frecuencia, y como si temiese que el sueño la hiciese traición, y que con lucidez sonámbula repitiese en alta voz el contenido de aquella carta que ya casi sabía de memoria.

Los primeros rayos de luz matinal que se filtraron por los extremos del pesado cortinaje de la ventana hicieron que Enriqueta saltase de la cama.

En sus horas de vigilia, había pensado en la necesidad de contestar a aquella carta. El pobrecito se lo pedía, se lo rogaba con la mayor humildad, y ella no se sentía con fuerzas para permanecer muda ante aquella rendida solicitud.

Colocando su mesilla junto a la ventana, escribió tan nerviosa y alarmadamente como leyó en la noche anterior. Cuatro renglones de trémula letra y femenil ortografía, fueron la contestación a la carta del capitán, y aquel mismo día se encargó Tomasa de llevar la respuesta a Álvarez que, como todos los hombres en casos semejantes, se consideró el más dichoso de los mortales.

Desde entonces se entablaron entre los dos jóvenes unas relaciones puramente platónicas, que se desahogaban por medio de miradas rápidas desde la acera al balcón, y cartas interminables que Tomasa entregaba diariamente y con rigurosa puntualidad a ambas partes.

Enriqueta se creía feliz, experimentando emociones que hasta entonces le habían sido desconocidas.

En un cofrecillo maqueado que perteneció a su madre, y que le servía para guardar algunos juguetes de su niñez, y ciertas chucherías propias de una joven aristocrática, que sólo de tarde en tarde se presenta en el mundo elegante, y que son por tanto, recuerdo de agradables y deslumbradoras fiestas, encerraba las cartas y las poesías que le enviaba su novio, y que por la frecuencia con que llegaban amenazaban convertirse en colosal montón que se desbordara por toda la habitación.

Encerrarse en ésta, abrir el cofrecillo e ir releyendo por centésima vez aquellas epístolas amatorias en que con diversas palabras se hacían siempre los mismos juramentos e idénticas promesas, y besar después con instintivo arrebato aquellos pliegos de papel manoseados por continuos exámenes, era el mayor placer de aquella adolescente cuya vida la llenaba el amor.

XIII. EJERCICIOS PIADOSOS

Una mañana del mes de febrero, cuando en la casa del conde de Baselga todavía no se habían levantado de la cama los señores, Tomasa, apoyada en la chimenea del comedor, hablaba con una muchachuela que en su feo rostro tenía cierta expresión hipócrita y que era la doncella de doña Fernanda.

Ésta profesaba gran cariño a su servidora íntima por ser fea y gran amiga de murmuraciones. La primera condición la tenía en gran estima, pues por la ley del contraste, al lado de aquella cabeza chata, deprimida y terrosa, adquiría cierto brillo de hermosura su rostro rubicundo y narigudo. En cuanto a lo de chismosa, nada gustaba tanto a la baronesa como hablar largo rato con su doncella haciendo que ésta le contara todo lo que ocurría en la casa, así como cuanto sabía de las otras señoras devotas que figuraban con ella en las juntas de cofradía e instituciones benéficas.

En esto último salía perdiendo doña Fernanda, pues su doncella, tan dominaba estaba por el afán de murmurar, que apenas la dejaba libre su señora corría en busca de Tomasa, complaciéndose en contarla todas las interioridades de su señora.

Entre la ama de llaves y la doncella reinaba gran intimidad, y aunque ésta, en punto a charlar, no guardaba fidelidad a nadie, siempre se mostraba más pronta, por simpatías propias de clase, a revelar los secretos de su ama a Tomasa que a contar lo que esta decía a la baronesa.

Aquella mañana la chismosa, por complacer a Tomasa, a la que convenía tener favorable, pues de este modo su bondadosa autoridad consentía ciertas salidas nocturnas, se ocupaba en encender la chimenea del comedor, y en cuclillas ante el hogar colocaba cuidadosamente los leños, avivando con furiosos resoplidos la llama que se obstinaban en rechazar los verdes y húmedos troncos.

Tomasa oía con gran atención lo que aquella muchacha, tosiendo a cada instante por el humo que se le metía en la garganta, e hinchando sus enrojecidos carrillos, le decía casi a sus pies.

La baronesa había pasado una noche pésima privando a su doncella del sueño con continuos llamamientos. Había para reventar —según decía la doncella—, estando al cuidado de aquella perra, que con todos sus aires de señora y de devota era… una de tantas. Ahora le daba por vomitar, por sentir vahídos, por decir a su querido director, el padre Felipe, que estaba muy malita; —y la doncella, al decir esto, remedaba grotescamente los dengues de doña Fernanda, haciendo reír al ama de llaves.

Bien empleado le estaba —al decir de la aragonesa— y esto la enseñaría a no pasarse la tarde entera encerrada con aquel jesuita que era un sinvergüenza capaz de conmoverse ante una escoba con tal que llevase faldas.

Tomasa no era cruel, pero se entusiasmaba pensando en el escándalo que iba a producir el estado de la baronesa así que éste se manifestase claramente, y saboreaba ya de antemano la vergüenza que esto iba a producir a su enemiga.

—Mira tú —decía a la doncella—, que oponerse a que la Señorita Enriqueta sea como todas las jóvenes y tenga un novio que la quiera bien y ella en cambio procede como una perdida deshonrando esta casa tan respetable con las conferencias que a puerta cerrada tiene con el padre Felipe. Ahora pagará en junto todas sus perrerías y no será flojo el escándalo que se armará cuando todo Madrid sepa que la señora baronesa de Carrillo, a quien los papeles públicos llaman todas los días dama virtuosísima y a la que ensalzan los jesuitas en sus sermones, está en estado interesante por obra y gracia del querido que le ha destinado la Compañía. No me gusta el mal de nadie, pero en esta ocasión chiquilla, estoy más alegre que si me hubiese tocado el premio de la lotería. A ver si de este modo esa tal aprende a tratar a los pobres con la cortesía que se merecen y no nos aturde más a todos los de esta casa con sus mandatos y sus palabrotas.

—Anoche —dijo la fea doncella—, me encargó que avisara al padre Claudio para que viniera a hablar con ella lo antes posible. Quería indudablemente pedirle consejo para evitar que la gente se entere de lo que la ocurre.

—Pues como no le abran la tripa y le saquen lo que tiene dentro —dijo Tomasa con brutal jocosidad—, no sé cómo podrá arreglárselas para que nadie en esta casa se entere del producto de las tales conferencias a puerta cerrada.

—Anoche hablaba de lo conveniente que sería para su salud pasar una temporada en el campo. Tal vez piense irse a cualquier parte donde no la conozcan y allí echar al mundo el cachorro del padre Felipe.

Las dos sirvientas hablaron largamente sobre la baronesa y sus dolencias salpicando su conversación de terribles sarcasmos, y al fin tuvieron que separarse al oír que repiqueteaba furiosamente la campanilla de la habitación de la baronesa.

Aquella mañana doña Fernando envió por dos veces a su doncella a la residencia del padre Claudio y aguardó con marcada impaciencia la llegada de éste.

Eran ya las doce cuando el vicario de la Orden en España entró en la habitación de la baronesa deshaciéndose en excusas por su tardanza. ¡Eran tan apremiantes y continuos sus quehaceres! ¡Le llamaban tan a menudo a Palacio para consultas de la reina, cuando ésta no se creía suficientemente asesorada por sor Patrocinio, la monja de las llagas! La impía revolución se mostraba cada vez más imponente, el espíritu popular hostil a los reyes y a la Iglesia crecía por momentos y era preciso que la Compañía de Jesús empuñase sus misteriosas armas y pusiera en juego los ocultos resortes de su monstruosa organización secreta para de este modo librar el trono en peligro.

No tenía tiempo para ocuparse de los asuntos de escasa importancia, de mezquinas cuestiones de familia que quedaban al cuidado de sus subalternos; pero apreciaba tanto a la baronesa, que consideraba como hija suya, tan agradecida le estaba la Compañía, que él se apresuraba a acudir a su llamamiento.

Doña Fernanda, muy lisonjeada por las palabras corteses de aquel hombre cuyo poder inmenso le era conocido, contestaba con sonrisas de agradecimiento ruborizada como una jovencita al oír los primeros piropos.

La puerta del gabinete de la baronesa se cerró con gran dolor para Tomasa y la doncella que rondaban por las inmediaciones deseosas de oír aunque sólo fuera algunas palabras de aquella conferencia.

Más de una hora duró ésta, y las dos mujeres, aplicando el oído a la cerraja de la puerta, sólo pudieron escuchar los sollozos de la baronesa y algunas palabras sueltas como deshonra, escándalo y otras de idéntico significado.

Cuando las dos sirvientas escaparon despavoridas al notar que la conferencia terminaba y la puerta se abrió, el padre Claudio, que salía llevando impreso en el rostro un gesto malhumorado al notar que en la habitación inmediata estaban Tomasa y la doncella, afectando una completa indiferencia recobró rápidamente su sonrisa amable y dijo en voz alta:

—La salud de usted, señora baronesa, reclama muchos cuidados. No sea usted niña y procure no extremarse en esa vida agitada que lleva en pro de la religión y la caridad. Sería de muy buen efecto que pasara algunos meses en el campo y para esto le recomiendo el punto que ya le he indicado. Dígaselo al conde a quien ruego salude de mi parte. Yo no me puedo detener, pues me llaman mis ocupaciones.

El padre Claudio pasó por delante de las dos criadas y como de costumbre las dió a besar su mano sin adivinar que, a pesar de su exterior grave y compungido, se reían interiormente de la enfermedad de la baronesa y de las recomendaciones del jesuita. Ellas sabían el porqué de aquel viaje al campo.

Aquel mismo día doña Fernanda llamó a su padre, y el conde, a pesar de que sentía gran repugnancia de hablar con ella particularmente y eran muy contadas las veces que había entrado en su habitación, acudió al llamamiento.

Oyó en silencio la rotación que le hizo su hija de sus extrañas dolencias e inmediatamente la dio permiso para que fuese a pasar unos cuantos meses en los alrededores de Bayona, que era el lugar que la había recomendado el padre Claudio.

¡Valiente cosa le importaban a él los asuntos de aquella mujer a la que no podía ver sin que inmediatamente acudiesen a su memoria recuerdos que despertaban su odio! Conocía las costumbres de su hija y mirándola fijamente adivinaba la verdadera causa de aquellas dolencias.

En su concepto hacía bien en ir a Bayona. Allí existía un gran centro de jesuitas, y las recomendaciones del padre Claudio servirían para encubrir el remate de aquella enfermedad que nadie podía explicar mejor que el atlético padre Felipe.

Al día siguiente la baronesa hizo todos sus preparativos de viaje, y tres días después, sin otra compañía que la de su intrigante doncella, emprendía el viaje. Antes de partir, ya el padre Felipe se había hecho cargo de Ricardito, llevándolo nuevamente al colegio.

Con el viaje de doña Fernanda, la casa de Baselga quedó, como decía ama de llaves, convertida en una balsa de aceite.

La ausencia de la baronesa hacía imposibles todas aquellas escenas violentas, aquellos gritos descompasados y reprensiones continuas a que tan aficionada se mostraba doña Fernanda.

Tomasa, disponiendo y mandando como autoridad superior, estaba en sus glorias, y Enriqueta se consideraba feliz al no tener que vivir con aquella zozobra a que le obligaba su hermana con su astuta vigilancia. El poder escribir cartas a Álvarez a cualquier hora del día sin tener que encerrarse en su habitación y temblar al menor ruido, era para la joven una dicha inmensa.

—Ya verá usted, señorita —decía la aragonesa—, qué rica vida vamos a llevar ahora que no está aquí su hermana endemoniada. Desde que puedo pasearme por la casa sin temor de encontrarme con aquella cara de vinagre, al pasar una puerta me siento otra y hasta parece que me he quitado de encima una docena de años. El capitán ya sabe que la baronesa se fue ayer, y no puede figurarse cuan grande es su alegría, pensando que ahora podrá verla de cerca. Saldremos a paseo todos los días, pues hora es ya de que usted no pase la vida de monja profesa a que quiere acostumbrarla la baronesa. Don Esteban vendrá algunas veces con nosotras, pasearemos por donde nadie nos vea y yo… me haré la ciega y la sorda, aunque el papel sea poco grato, para que ustedes puedan decirse cuanto gusten. Vamos… que algo tendrán ustedes que decirse después de amarse tanto tiempo sin haber hablado nunca.

El conde de Baselga no era obstáculo para aquel plan que Tomasa se proponía realizar. Seguro de la fidelidad de su ama de llaves a la que consideraba como de su familia, dejaba a Enriqueta por completo a su cuidado y continuaba su vida aislada pasando los días encerrado en su despacho sin otro recreo de vez en cuando que un paseo por los más desiertos alrededores de Madrid.

Baselga se había transfigurado con aquel método de vida.

La soledad en que le obligaba a vivir su misantropía, habíale aficionado al estudio, y en su despacho que antes sólo tenía por adornos armas de todas clases, amontonábanse ahora los libros.

Las lecturas literarias y filosóficas le repugnaban. El misterioso influjo que el padre Claudio ejercía sobre su conciencia había desarrollado sus sentimientos religiosos creando en él una susceptibilidad fanática que se irritaba a la más leve indicación contra aquel dogma en el que creía a ojos cerrados. Esto le obligaba a mostrarse tan preocupado en sus lecturas como en su vida y a circunscribirse a determinados libros, pues la revolución rugía contra lo existente, y a despecho de las medidas y censuras del Gobierno, hasta en la más inocente obra literaria se deslizaban ataques sobre los ideales que tan entusiásticamente profesaba el conde de Baselga.

Este ante todo era militar. La guerra constituía la principal afición de su carácter, y de aquí que al buscar un remedio al fastidio que le devoraba su vida aislada y casi frailuna, se entregase en cuerpo y alma a la lectura de obras militares. Cuanto se había escrito tanto en España como en Francia acerca del arte de la guerra, fue coleccionándolo el conde en su biblioteca.

Aquel hombre, en su juventud tan insolente, despreciador de la ciencia, que después había hecho la guerra como soldado valiente, pero ignorante, que cree que la fuerza y el arrojo es todo cuanto necesita un guerrero para ser un vencedor, mostrábase ahora avergonzado por su estupidez y se dedicaba al estudio con el ansia del que quiere recobrar el tiempo perdido.

Baselga se sentía ahora agitado por el afán de gloria. Muchos de sus antiguos compañeros de la Guardia Real, eran ahora generales ilustres y estaban en todo el apogeo de su celebridad, y él, aficionado nuevamente a la milicia, miraba con envidia la posición de sus antiguos amigos. Los millones que poseía, sus títulos, todo cuanto era lo hubiera dado por mandar una división y haber asistido con ella a la guerra de África o a otra de aquellas campañas tan gloriosas como descabelladas que para labrarse su propia gloria a costa de la nación llevaba a cabo su antiguo amigo D. Leopoldo O'Donell.

El conde, a fuerza de hojear a los tratadistas militares y de leer obras de fortificación, acabó por concebir un plan que produjo sobre su cerebro una verdadera obsesión.

Ya tenía el medio de hacerse célebre. En Baselga, a pesar de su exterior rudo, había algo de poeta: la imaginación era su principal facultad, y esto hacía que revistiese de cierto aire romantesco y místico todas las ideas que se fijaban en su cerebro.

Comenzó a madurar la idea de apoderarse por sorpresa, y mediante un golpe de mano, de Gibraltar, y se dedicó con ahinco a estudiar todo cuanto se había escrito sobre el famoso sitio que los españoles pusieron a la inexpugnable plaza inglesa en el siglo pasado.

Aquella empresa excitaba los dos entusiasmos que Baselga podía sentir: el patriótico y el religioso. Como soldado español, estremecíase al pensar que la bandera de su patria llegaría a ostentarse desplegada en el mismo punto donde ahora ondeaba el pabellón inglés, y cómo católico fanático sentíase dominado por una beatífica emoción, considerando que con la conquista de Gibraltar se privaba de la mejor de sus plazas a Inglaterra, una nación protestante enemiga de los santos y que se reía del Papa, aquel vicedios que dirigía el mundo desde Roma.

Al poco tiempo de habérsele ocurrido aquel plan, se sentía tan dominado por él, que le dedicaba toda su existencia.

Pasaba el día y gran parte de la noche inclinado ante imperfectos planos de Gibraltar y consultando notas que se había procurado acerca de la guarnición de la plaza y los puntos donde estaba acuartelada. Cuando el cansancio le obligaba a dejar aquella tarea y podía reflexionar sobre las probabilidades de éxito de su empresa, sentíase muy animado y confiaba en un completo triunfo.

Él tenía marcada su línea de conducta. Primero combinaría en principio su plan, cuidándolo hasta en sus últimos detalles, después lo comprobaría sobre el terreno, haciendo un viaje a Gibraltar, en el que ya había estado en 1823 durante su campaña en las inmediaciones de Cádiz, y, finalmente, escogería un número proporcionado de hombres de valor y de serenidad para dar el audaz golpe de mano que se había imaginado. En Navarra, y entre sus antiguos voluntarios de la guerra carlista, pensaba hallar los compañeros para aquella loca aventura en la que estaba dispuesto a gastar la colosal fortuna de sus hijos.

Él alcanzaría la inmensa gloria de devolver a España aquel rincón de la península arrancado por la traición inglesa, y si no lo lograba, perecería como un mártir patriótico digno de eterno renombre.

Y mientras Baselga en la soledad de su despacho se entregaba a interminables cavilaciones, interrumpidas de vez en cuando por risueñas esperanzas que se forjaban en su optimista imaginación, su hija y el capitán Álvarez sonreían embriagados por la dulce primavera del amor.

XIV. PRIMAVERA DE AMOR

La primera vez que Enriqueta y Esteban Álvarez se vieron de cerca y pudieron hablarse, fue algunos días después de emprender su viaje la baronesa de Carrillo.

El invierno era frío y lluvioso, pero aquel día amaneció hermoso y sereno, y la ama de llaves de Baselga, a más de las diez cuando su señor después de almorzar se encerró en su gabinete para dedicarse a sus estudios, invitó a Enriqueta a dar un paseo.

Era simplemente, como decía Tomasa, una agradable escapatoria al Retiro, que aquel día debía estar hermoso, y por esto Enriqueta se vistió modestamente, aunque con esa seductora coquetería instintiva en las jóvenes hermosas y elegantes.

El cochero recibió orden de enganchar, y media hora después, dentro de una elegante berlina, iban Tomasa y su señorita al hermoso parque que tiene Madrid.

Enriqueta sentía una agitación que tenía mucho de placentera. Iba por primera vez a hablar con el hombre adorado y no podía evitar cierta zozobra, hija del temor de aquel paso decisivo. ¡Ay, si la baronesa llegaba algún día a saber aquello!

Cuando entraron en el celebrado paseo, Enriqueta, con instintivo impulso, sacó la cabeza por la portezuela, y a lo lejos, bajo un grupo de árboles seculares, distinguió la viva mancha de color de un uniforme.

Era el capitán Álvarez, que, avisado por Tomasa, esperaba también impaciente.

Las dos mujeres apeáronse del carruaje, y dando orden al cochero para que esperase en aquel punto, internáronse en una umbrosa alameda sin mirar a Álvarez, el cual procuraba fingir una completa indiferencia mientras estuviera al alcance de las miradas del auriga y el lacayo. La ama de llaves le había recomendado mucho no cometer indiscreciones en presencia de aquellos criados aficionados al chismorreo de escalera abajo, cuyas revoluciones subían muchas veces a las habitaciones de sus amos.

Poco rato después, en una plazoleta distante, reuníase el capitán con las dos mujeres.

Quien recuerde el feliz instante en que por primera vez habló a la mujer amada, puede fácilmente imaginarse las impresiones que experimentaron Esteban y Enriqueta al verse juntos.

El capitán, aunque en su exterior mostraba cierto petulante asombro, era para ocultar mejor la turbación que experimentaba. Aquel endiablado mozo, que tan bien sabía entenderse a sablazos con los marroquíes, y que en épocas de paz llevado de su carácter batallador conspiraba contra el Gobierno, era en el fondo tímido como una doncella, y sentía gran cortedad al dirigir por primera vez la palabra a Enriqueta.

Él no era ningún niño; había tenido sus novias en todos los puntos donde estuvo de guarnición, y en el regimiento lo consideraban como chico listo, que aunque serio, sabía sacar su parte a tiempo; pero había gran diferencia entre las modistillas y señoritas cursis con que hasta entonces había tenido relaciones, y aquella joven elegante, millonaria y aristocrática, que contestaba a sus apasionadas cartas con lacónicos billetes, que aunque muy amorosos, parecían por su redacción despachos telegráficos.

Álvarez temía aparecer ridículo en la conversación y deshacer de este modo el buen efecto que en Enriqueta había producido su adoración desde lejos.

Por su parte, la joven experimentaba el mismo temor, y de aquí que ambos amantes caminasen delante de Tomasa exageradamente separados, balbuceando monosílabos, contentos con mirarse tiernamente, sonriendo ruborizados, y diciendo de vez en cuando frases estúpidas, sobre la belleza del día, la lluvia de la semana anterior y el frío que siempre hace en invierno.

Al fin la juventud y el amor desvanecieron aquellos temores; los jóvenes se avergonzaron de su conversación imbécil, y después de esperar cada uno de los amantes que el otro iniciase el amor en el diálogo, como riachuelos que hinchados por la tempestad rebosan sus ribazos y saltan sus presas destrozando todos los obstáculos, los dos comenzaron a hablar con encantadora verbosidad, al principio con cierto recelo y después con tanta confianza como si hubiesen estado juntos desde su infancia.

Álvarez se reía ahora de su sospecha de resultar ridículo. Enriqueta le amaba y él, al hablar, decía cuanto le dictaba su cariño acogiendo la joven con estremecimientos de placer aquellos juramentos de amor, extremadamente novelescos, que le dirigía el capitán.

¡Qué mañana tan hermosa fue aquella para el enamorado militar! En su pensamiento surgía el recuerdo de aquella otra en que vio en igual sitio a Enriqueta, y al contemplarse ahora al lado de la hermosa joven en intima conversación con ella se consideraba feliz, y creía que la vida no es tan mala como muchos quieren suponer.

Enriqueta llevaba un abrigo igual o parecido al que vestía aquella mañana del encuentro, y en su cabeza ostentaba la capota blanca con lazos de rosa, aquella capotita que danzaba en los ensueños de Álvarez. Aquello podía ser coquetería de la joven o casualidad; pero tal igualdad del traje contribuía a hacer más completa la felicidad del capitán.

Parecióle a éste que no había transcurrido el tiempo porque se encontraba aún en aquella misma mañana y que el año que había pasado con sus desconsoladoras excitaciones de impotente deseo y sus ensueños interminables, era un rápido centelleo de su imaginación visionaria.

Tan penetrado estaba de esta ilusión, que varias veces, con inquisitivo movimiento, volvió la cabeza al oír como crujía la arena del paseo bajo unas pisadas acompasadas. Era Tomasa, que marchaba lentamente y resignada procurando que existiera alguna distancia entre ella y la pareja para que los muchachos pudiesen hablarse con entera libertad. No era la baronesa, como se imaginaba Álvarez en su momentánea confusión que le hacía creerse en la mañana misma que vio por primera vez a Enriqueta. Doña Fernanda se hallaba lejos del Retiro y más lejos aún de creer que su hermanastra paseaba al lado de «aquel militarucho insolente», oyendo con ruborosa complacencia sus razonamientos amorosos que parecían salir de boca del galán de una comedia de capa y espada.

¡Cuán dulces fueron las emociones que experimentaron los dos jóvenes en aquella primera entrevista! Cada una de sus confianzas costábanles un sinnúmero de vacilaciones, de las que luego se reían con inocente candor. Necesitó Álvarez mostrarse cómicamente grave para que Enriqueta accediese a tutearle, como ya acostumbraba a hacerlo en las cartas, y para excusarse la joven dijo, con una franqueza adorable, que le daba vergüenza hablar con tanta confianza a un señor que tenía más años que ella.

Si Tomasa no está allí, Álvarez se la hubiera comido a besos.

Era ya mediodía y todavía la pareja, como cometa amoroso cuya cola era la ama de llaves, iba a la ventura corriendo en caprichoso zig-zag el gigantesco parque con gran desesperación de Tomasa, que comenzaba a cansarse y a sentir cierto enojo por la falta de atención de los enamorados, que no querían sentarse en ningún banco. ¡Aquellos malditos novios no llegaban a cansarse!

Esto y lo avanzado de la hora obligó a la franca aragonesa a intervenir en el amoroso diálogo.

Vamos, ¿no había ya bastante? ¿No era ya hora de retirarse a casa antes de que el conde, al dirigirse al comedor, se extrañara de la tardanza de su hija?

—Ahora mismo nos iremos —contestaba Enriqueta, y volvía inmediatamente a mirar a su novio, reanudando la interrumpida conversación y siguiendo el paseo.

Varias veces hizo Tomasa sus advertencias, obteniendo siempre idéntica contestación. No era empresa fácil separar aquella pareja embriagada por el amor y que, arrullándose con las caricias de su mirada, perdía completamente la voluntad.

Aquel paseo se hubiera prolongado hasta la noche, a no ser por la energía de la vieja doméstica, que con el rostro grave se plantó ante los dos amantes impidiéndoles el paso.

—No son ustedes razonables —les dijo—. ¡Ah, la juventud, la juventud! Todo quieren comérselo en un día aunque después se mueran de hambre. Piensen ustedes que si no se separan inmediatamente, alguien podrá sospechar lo que ocurre en vista de nuestra tardanza y ya no volverán a repetirse estas entrevistas… En fin… señorita Enriqueta; yo no estoy dispuesta a comprometerme tontamente y, si no nos vamos en seguida a casa, juro no volver a traerla más aquí.

Los novios se decidieron a separarse, y a corta distancia del lugar donde esperaba el coche, verificose la despedida.

Enriqueta, sonriendo con cierta pena en vista de la brevedad del placer, pues aquellas dos horas le habían parecido un minuto, tendió su enguantada manecita al capitán, quien la estrechó entre las suyas con energía cariñosa.

El dulce calor que transpiraba la fina cabritilla envolviendo aquella mano delicada, causó gran efecto en Álvarez, que se estremeció de pies a cabeza. Fue aquello un latigazo de esa extraña voluptuosidad que pone en tensión los nervios y embriaga el cerebro sin conmover ni una sola fibra de la carne.

Fuese alejando Enriqueta, y antes de desaparecer volvió la cabeza varias veces para enviar a su amado sonrisas de felicidad.

Aquella fue la época feliz de Álvarez, que hasta entonces no había conocido realmente el amor.

Ver a Enriqueta y hablarla era su mayor placer y la felicidad llegó a hacerle exigente hasta el punto de mostrarse mal humorado el día en que por cualquier accidente no podían las dos mujeres salir de casa y dejaban de acudir al punto de cita.

Llovía aquel año con frecuencia, y Álvarez, que antes se preocupaba muy poco de las variaciones del tiempo, dormíase ahora todas las noches pensando con inquietud en la problemática bonanza del día siguiente.

La lluvia o el frío malograban los paseos amorosos por el Retiro, y si Enriqueta y su fiel Tomasa se decidían a salir era para ir a alguna iglesia, donde los amantes sólo podían mirarse de lejos, hablándose con los ojos. Un delicioso rozamiento de dedos al ofrecer el agua bendita de la pila, era lo único que alcanzaba el capitán en aquellas mudas entrevistas en el fondo de alguna iglesia oscura y mal oliente, conmovida por el monótono rugido del canto llano y el murmullo del rezo de las beatas.

Las entrevistas en el Retiro, aquellos paseos por avenidas alfombradas de hojas secas y orladas por grupos de árboles que con cierta salvaje grandeza cortaban el cielo con su pelado ramaje de esqueleto, gustaban más a los dos amantes, y especialmente a Enriqueta, que acudía al público parque apenas el día no se mostraba tormentoso.

Aquella Arcadia amorosa que tenía por fondo un imponente paisaje de invierno, se prolongó por espacio de unos dos meses, y en este tiempo los amantes llegaron al último límite de una intimidad tan casta como cariñosa.

Horas enteras de conversación, en que las lenguas se mostraban tan activas como lánguidos los ojos, momentos de dulce abandono, sirvieron para que cada uno de ellos vaciase su memoria en el oído del otro, relatando los sucesos de su vida pasada, sus deseos y sus aspiraciones.

No había secretos ni calculadas reservas en aquella interminable charla amorosa, que tenía mucho de los caprichosos giros del gorjeo del ave; hablaba el corazón en todos los momentos, y a los pocos días cada uno conocía tan perfectamente la vida del otro, como la suya propia.

Enriqueta experimentaba un gran consuelo al tener alguien que no fuera el ama de llaves, a quien comunicar las penas que le ocasionaba su educación casi religiosa, que pugnaba con su carácter, y las exigencias imperiosas de la baronesa.

Álvarez, oyendo a su novia, sintió crecer su odio contra aquella señora que tan antipática le era.

La personalidad del conde no le inspiraba ningún sentimiento, pues el capitán la consideraba como misteriosa e indefinida.

Siempre que Enriqueta hablaba de su padre lo hacía con tal brevedad y con tanta falta de pasión, que Álvarez no tardó en adivinar que la hija de Baselga sentía hacia éste la misma frialdad temerosa, nacida de la falta de confianza.

Aquel buen señor, que hacía una vida aislada y silenciosa como la de un eremita, y que pasaba los días enteros encerrado en su despacho sin permitirse ninguna expansión ni mostrar su afecto a la familia, resultaba un ente misterioso, y Álvarez, en su imaginación de poeta, casi llegaba a representárselo como uno de los fantásticos y tétricos protagonistas de los cuentos de Hoffman.

Conforme iba conquistando Álvarez la confianza de su amada y se enteraba de las particularidades de su familia, sentíase invadido de una gran tristeza que ocultaba cuidadosamente.

Aquella baronesa orgullosa e irascible y el conde grave, inabordable y misterioso, le causaban miedo, pues comprendía que él, pobre, humilde y sin otro patrimonio que su valor y su talento, nunca conseguiría entrar legalmente en la familia siendo esposo de Enriqueta, que era lo que anhelaba más por amor que por ambición.

Aquella era la única nube que empañaba el puro cielo de su primavera de amor.

La época feliz de sus amores duraría el tiempo que la baronesa tardara en volver a Madrid

El día en que doña Fernanda regresara a casa de su padre, Enriqueta volvería a su vida semi-monacal y él tendría que contentarse en pasear la calle, sosteniendo unos amores románticos que acabarían a la puerta de un convento.

Álvarez estaba triste. Los días en que más locuaz y adorable se mostraba Enriqueta, eran en los que más sufría el capitán apenas quedaba solo y reflexionaba sobre el porvenir.

XV. EL AMIGO DE BASELGA

El conde de Baselga tenía un amigo a quien no vacilaba en dar este nombre.

Aquel misántropo que huía del trato social no buscando más compañía que la de los libros, habíase sentido ablandado de repente en su genio arisco e impenetrable, concediendo poco a poco su confianza a un joven.

Entre los pocos que visitaban aquella casa por pura cortesía y que merecían no ser comprendidos en una recepción fría y ceremoniosa, figuraba Joaquín Quirós, joven a quien ciertos periódicos nombraban siempre con el aditamento de distinguido e ilustrado y que tenía alguna reputación entre la alta sociedad de Madrid.

Estaba ya cinco años empleado en el ministerio de Estado y figuraba con cierta autoridad al frente del tropel de vizcondes y marquesitos que, expertos en dirigir un cotillón, mascullando medianamente el francés y hablando horriblemente el castellano, estaban agregados al citado ministerio donde se preparaban a representar a España tiempo adelante, en lejanas embajadas.

Joaquinito Quirós, como le llamaban en las reuniones notables, a pesar de que estaba ya en sus treinta años, era hijo único del segundón de una gran casa, que había gastado hasta su último octavo en Nápoles en ridículas ostentaciones de riqueza, para hacer ver al mundo que España elegía siempre sus embajadores entre la gente más opulenta y manirrota. Cuando no tuvo ya con qué pagar comidas a lo Lúculo y caprichos propios de Creso y hubo de ceñirse a vivir de su sueldo de embajador, creyó que España quedaría deshonrada si sobrevivía su arruinado representante, y un tiro rompió la caja de hueso que contenía aquel menguado cerebro.

Cuando aquel loco se suicidó, su hijo tenía muy pocos años y aunque estaba emparentado con la nobleza más distinguida, fue escasa la protección que recibió y hubo de amoldarse a una vida mísera que compartió con su madre. El descendiente del que en Nápoles encomendaba a Sévres una vajilla de frágil porcelana que costaba una fortuna, y a los postres la arrojaba por el balcón, riéndose del asombro de los convidados, antes de ser hombre supo muchísimas veces lo que era hambre y algunas noches se durmió envuelto en una manta apolillada, pensando que la suprema felicidad en este mundo era tener una estufa en la alcoba.

Mediante el auxilio mezquino de algunos parientes de su padre y valiéndose principalmente de su carácter flexible y adulador y de una rápida y certera intuición para apreciar las debilidades de los hombres, el joven consiguió seguir la carrera de leyes con escasa brillantez, pero sin perder un curso, y cuando tuvo el título de abogado, se lanzó al mundo haciendo valer las condiciones ya citadas.

Fue un chico amable, humilde e instruido, un muchacho juicioso, que jamás caería en las extravagancias de su padre, y las familias aristocráticas que de este modo hablaban de Joaquín Quirós, tuvieron empeño y hasta mostraron entre ellas cierta competencia por ayudar y proteger a aquel joven que con una sencillez conmovedora agradecía cuantos servicios le prestaban.

Quirós, tan humilde y tan ingenuo, se reía en su interior de la imbecilidad de aquellas gentes, que le encumbraban por parecer caritativas, y lejos de enfadarse por aquellos favores que olían a limosna, sabía acertadamente adular a unos y excitar el orgullo de otros, siempre en provecho propio, creando una rivalidad entre todos los que a porfía le ayudaban a conquistar una posición.

La miseria y los desaires sufridos en su juventud, habían quedado muy impresos en su memoria, y al par que odiaba a todas aquellas gentes que le auxiliaban, lo mismo que si se tratara de un criado simpático, digno de mejor suerte, sentía una hambre insaciable de riquezas para resarcirse de los crueles tormentos de su anterior pobreza.

Las recomendaciones de sus aristocráticos protectores, que hacían valer los servicios que a la patria había prestado el padre de Quirós, lograron que éste fuese admitido en el ministerio de Estado, donde no tardó en abrirse paso. Aquel diablo de Joaquinito, como decían las viejas señoras que le protegían, tenía un aspecto tan simpático y era tan amable que en todas partes donde entraba conseguía hacerse el amo a fuerza de cariño. Así era; pero lo que Quirós tenía principalmente en su favor, era su facultad de adulador rastrero pero hábil, que le hacía descubrir con rápido golpe de vista, las debilidades de sus superiores a los cuales sabía elogiar a tiempo, consiguiendo de ellos una sonrisa de benevolencia protectora.

Además, el joven era trabajador y sabía mostrar tan oportunamente su mediana inteligencia, que ésta parecía muy superior a su verdadero mérito. Con estas condiciones, había de sobra para abrirse paso en una oficina del Estado.

A los pocos meses de estar en el ministerio, Joaquinito siempre amable y humilde sin afectación, era el imprescindible. Los jefes más adustos y viejos, que miraban siempre con prevención a los jóvenes agregados, tenían para él sonrisas de cariño y hablaban con acento protector de su talento y laboriosidad, y en cuanto al tropel de futuros diplomáticos que en los gemelos de su camisa ostentaban un fárrago inmenso de heráldica, le reconocían voluntariamente como jefe y maestro en todas las materias.

Los futuros embajadores le consultaban convencidos de su superioridad cuando hacían algún trabajo por encargo de sus superiores y aun se mostraban más atentos y sumisos a sus consejos en materias de distinción y elegancia pues aquel muchacho que había paseado cuando estudiante sus zapatos rotos y su traje deslucido y remendado por todo Madrid, era ahora el más autorizado intérprete de la moda francesa.

El pollo Quirós, como le llamaban en el Casino, era el más acabado tipo del vividor elegante.

Aquella sociedad aristocrática que le mimaba dispensándole algunas consideraciones, tal vez lo despreciaba en el fondo considerándolo como un ser insignificante por su posición poco desahogada; aquellos marquesitos que le consultaban mirábanle en ciertas ocasiones con la superioridad que tiene el que sirve al Estado por gusto sobre el que es empleado por comer; pero Quirós a pesar de conocer el verdadero concepto que merecía a aquellas gentes continuaba como siempre y explotando la benevolencia de unos y otros, iba echando raíces que aseguraban los avances que hacía siempre en busca de la fortuna.

Los cambios políticos, esos terribles cataclismos para el empleado, que barren furiosamente el personal de las oficinas para sustituirlo por otro tan inepto como el anterior, aunque más hambriento, no conseguían atemorizar a Quirós, que se consideraba muy fuerte y seguro en el puesto que ocupaba. Empleado por los moderados en el período álgido de la brutal dictadura de Narváez y significado por sus exageradas muestras de adhesión al gobierno al subir al poder la Unión Liberal, esperaban todos sus compañeros que cayese sobre él la cesantía; pero ésta no llegó y en su lugar vino un ascenso.

Tenía amigos protectores en todos los partidos; sus superiores le querían, los títulos más linajudos le daban su protección y especialmente contaba con el apoyo del padre Claudio, a quien había conocido en el mundo elegante y el cual le apreciaba haciéndose lenguas de su talento. El jesuita había adivinado en él un hermano malogrado que de llegar a vestir la sotana hubiera prestado grandes servicios a la Orden como confesor de princesas e intrigante palaciego.

—Me río yo de los cambios políticos —decía el joven vividor con aire de hombre confiado—. Yo estoy a prueba de cesantías y mientras tenga tan buenos amigos me da lo mismo que mande O'Donnell o Narváez.

Quirós no contaba únicamente con sus cualidades de joven laborioso, amable y sencillo. Tenía otras que le hacían ser muy apreciado en la alta sociedad, especialmente por las señoras y los personajes serios.

Ante todo era un espíritu profundamente religioso. Era, según la feliz expresión del padre Claudio, un muchacho como ya no los había en este siglo de escepticismo y de incredulidad.

¡Con qué fervor hablaba Quirós en los bailes, entre un vals y un rigodón, de la santa religión católica, ante un grupo de viejas retocadas que rabiaban al tener que desempeñar papel de beatas ya que no podían hacer lo que en sus juveniles tiempos! Con tanto fuego y acento tan expresivo defendía a la religión aquel diplomático vividor, que hubo quien le comparó una vez al elocuente San Bernardo, ignorando, sin duda, que el fanático competidor de Pedro Abelardo no sostenía contiendas religiosas después de haber disertado con brillantez en una mesa del Casino, acerca de la nueva forma de los fracs y de los botones que debían llevarse en la pechera.

Donoso Cortés era el modelo de oratoria, el gran maestro para aquel intrigante aprovechado y con acento declamatorio, mirando unas veces al cielo como víctima que pide misericordia y tronando otras con acento apocalíptico, ensartaba lugares comunes para arrojarlos contra la sociedad descreída que odiaba a los sacerdotes y se mofaba del catolicismo, prediciendo un sinnúmero de catástrofes horripilantes si el mundo no se separaba de la senda de perdición a que le impulsaban las doctrinas republicanas y librepensadoras.

¡Qué talento tenía aquel Joaquinito! Lo malo era que alguno de sus aristocráticos compañeros de oficina oyéndole perorar de este modo ante unas mantas viejas y antiguos calaveras convertidos ahora en beatos, aunque ponía una cara compungida propia de un devoto indignado, se reía en su interior, recordando alegres cenas en su gabinete particular de Fornos, donde Quirós, dando besos y pellizcos a las convidadas que tenía más cerca, se esforzaba en demostrar que en el mundo todo es carne y dinero y que el hombre de talento debe excederse por alcanzar estos dos medios de felicidad, dejando para el populacho el consuelo de la religión, que él calificaba de farsa, entre las risotadas de aquellos marquesitos que pertenecían a familias muy cristianas y habían sido educados por los padres jesuitas.

—¡Valiente farsante! —decían admirados al oírle declamar a favor de la religión aquellos hijos de familia que en sus casas se veían precisados a proceder tan hipócritamente, aunque con menos talento

Quirós no se contentaba con ser un predicador de salón, pues ansioso de ganar alguna notoriedad escribía en el Boletín de las damas católicas, un periódico que pasaba por órgano del padre Claudio y cuyos números figuraban en los tocadores de las señoras de la aristocracia, manchados muchas veces por el colorete y el agua de Colonia. En aquella publicación, que era como la trompeta de la elegancia devota, llamando sin cesar a que se prosternasen a los pies de los jesuitas todas las personas de gran fortuna, Quirós publicaba artículos trascendentales sobre la inmoralidad de los tiempos o acerca de la impiedad reinante, tratando con un desdén olímpico a un joven catedrático casi desconocido que se llamaba Castelar, y que en la Universidad Central daba rudos golpes al ultramontanismo fanático explicando historia, y a un tal Pí y Margall que escribía libros sobre arte y ciencia económica, que la autoridad se apresuraba a recoger con tanta presteza, como si se tratase de combatir una invasión epidémica.

¡Qué cosas se le ocurrían al pollo cuando trataba con tan soberano desprecio a aquellos escritorzuelos impíos y con qué desparpajo se burlaba de ellos!

Aquello era escribir, según la opinión del padre Felipe y todas sus antiguas penitentes, y no lo que hacían unos libelistas que el pueblo se empeñaba en aplaudir y que sólo sabían hablar mal de la Iglesia, fiel representante de Dios.

Quirós sin perder en la alta sociedad su carácter de hombre elegante, que buscaba un acomodo definitivo, por ejemplo una esposa rica, consiguió fama de joven juicioso y de escritor notable viniendo a coronar su reputación una novela titulada: ¡Pobre Eulalia!, engendro lacrimoso y dulzón que, encuadernadito de color rosa salió de la imprenta para ser hojeado por blancas y aristocráticas manos, descansando sobre el mármol de los tocadores o en el fondo de perfumados costureros acolchados de raso. Fue aquello un éxito espantoso, una apoteosis de amables sonrisas y de encantadoras felicitaciones de un público femenino entusiasmado por la moral de aquella novela. ¡Cuánta pulcritud en el argumento! Aquella obra era un dechado de delicadeza y pregonaba el sorprendente talento del autor. Los personajes hablaban como serafines, se pasaban la vida suspirando; no conocían sino de oídas la maldad que tanto abunda en el mundo, y se movían como las figurillas de un teatro mecánico a voluntad del escritor. La protagonista, joven cándida, inocente y angelical, envuelta siempre en blancas vestiduras y tan ideal y vaporosa a fuerza de ser llorona que llegaba a dudarse si sus diminutos pies tendrían a continuación carnales pantorrillas, pasaba las de Caín perseguida siempre por el traidor de la obra, un señor que, por añadidura, nunca iba a misa y hablaba mal de los curas; pero el lector después de sufrir y llorar con las desdichas de Eulalia quedaba consolado y alegre, pues en el epílogo moría el monstruo y triunfaba la inocencia, pues hay un Dios que premia la virtud y castiga la maldad, aunque en el mundo veamos lo contrario todos los días.

Los mismos periódicos que hablaban con fruición de la caridad y las costumbres virtuosas de la baronesa de Carrillo, se hicieron lenguas de la flamante producción de D. Joaquín Quirós, «uno de los más decididos adalides de nuestra santa causa», y el joven consiguió un triunfo completo.

A los veintinueve años Quirós se acordaba algunas veces de la miseria que había sufrido en su niñez y de las privaciones terribles que para educarle se imponía su difunta madre, y al verse en la actualidad considerado en unas partes como hombre distinguido, en otras como necesario, y en todas como digno de aspirar a más altos destinos, reconocía que la suerte no le había sido esquiva y que aun podía prometerse mayores felicidades en el porvenir.

Como escritor religioso y joven distinguido figuraba en varias asociaciones devotas. Era aquel el tiempo de las cofradías, pues la sociedad elegante reflejaba las aficiones de la corte donde imperaban como consejeros supremos Sor Patrocinio y el padre Claret. El general O'Donnell, para agradar a la reina y conservar el poder, veíase obligado a ir en las procesiones de la cofradía de San Pascual, con el escapulario al cuello y el cirio en la mano, y cuando tal hacía el jefe del gobierno, inútil es decir el deseo de imitación de aquella sociedad aristocrática que amoldaba todos sus gustos y diversiones a aquellas que privaban en palacio.

Ser miembro importante de una cofradía aristocrática, de una de las asociaciones creadas con aparente fin benéfico por la incesante propaganda jesuítica, equivalía en aquella época a tener abiertas las puertas en los principales centros oficiales, ser considerado como un alto personaje revestido de cierta inmunidad, y por esto el aprovechado Quirós, que nunca se equivocaba al elegir el camino más rápido para hacer carrera, mostró gran empeño en tomar importante participación en aquella corriente religiosa y ofreció su servicio a cuantas fundaciones de tal género se iniciaron.

La directora de aquel movimiento devoto, el centro de aquel torbellino de fingida fe, era la baronesa de Carrillo, y bajo su protección se puso el aprovechado Quirós prestándose a desempeñar el cargo de secretario en cuantas corporaciones fundaba doña Fernanda.

Las ocupaciones que este cargo llevaba anexas obligaban al joven a conferenciar frecuentemente con doña Fernanda, y de aquí que visitase casi diariamente la casa del conde de Baselga, donde llegó a ser casi tan considerado como el director espiritual de la baronesa.

Los criados encontraban a don Joaquín, un señorito muy simpático, que tenía sonrisas y palabras amables hasta para el más ínfimo servidor, doña Fernanda aprovechaba todas las ocasiones para hacerse lenguas de su talento y su religiosidad, y Enriqueta era la única que lo miraba con cierta indiferencia considerándolo sin duda como un ser superficial e insignificante con ese buen golpe de vista que poseen muchas veces las niñas más inocentes.

El conde de Baselga consideró al principio del mismo modo que su hija a aquel joven tan locuaz y adulador, pero poco a poco fue interesándose por él, y de una indiferencia despreciativa pasó a un afecto que poco a poco fue creciendo y dominándolo.

Era que la astucia de Quirós había adivinado el punto flaco de aquel carácter taciturno y desconfiado, y comenzaba a explotar sus aficiones y creencias.

El afecto de Baselga, considerábalo de gran importancia para él, y de aquí que hiciese toda clase de esfuerzos para ser su amigo.

Quirós comenzó por mostrarse carlista y hacer, cuantas veces se hablaba de política en presencia del conde, apasionadas profesiones de fe en favor de la buena causa. Cada uno de aquellos ditirambos que soltaba en honor de la rama legítima de los Borbones y del absolutismo, acompañados de maldiciones a Fernando VII, valíale fijas miradas del conde que le escuchaba sin romper su obstinado silencio.

Él era carlista, y no tenía inconveniente en decirlo en todas partes, así como en asegurar que si servía al ilegítimo gobierno de Isabel II, era porque ésta, en su concepto, no tardaría en ser iluminada por Dios con la luz de la verdad, lo que haría que ésta entregase la corona a sus parientes que era a quienes pertenecía. Además, él estaba empleado en el ministerio de Estado, porque así lo exigían sus correligionarios, pues desde su puesto podía servir mejor a los intereses del partido.

Aquellas declamaciones, unidas a ciertas oportunas muestras de interés, lograron conmover al conde, que, faltando a sus hábitos de misantrópico reserva, comenzó a dispensarle cierta confianza.

Baselga, después de muchos años de aislamiento social, experimentaba la apremiante necesidad de comunicar a alguien sus pensamientos y entablar una íntima relación.

Renacía el hombre en él con todas sus naturales necesidades, y sus aficiones al estudio, así como el aventurado plan que hervía en su cerebro algo perturbado, le obligaban a buscar un verdadero amigo en quien depositar sus locas ilusiones.

Quirós fue el primero que se acercó a él, y de aquí que le concediese toda su confianza.

El joven diplomático conquistó de tal modo el afecto de Baselga, que éste no tardó en considerar como necesaria su amistad haciéndole participe de todos sus secretos.

Al principio el conde se limitó a relatarle sus estudios, complaciéndose en enseñarle, con la misma pasión del avaro al mostrar sus tesoros, la preciosa biblioteca militar que había logrado reunir; pero cuando el joven fue penetrando en su intimidad y se dedicó a visitar diariamente su gabinete de trabajo, le fue imposible a Baselga ocultar el plan grandioso a que dedicaba su existencia, y en un momento de abandono relató a Quirós su soñada conquista de Gibraltar.

El joven tenía gran dominio sobre sí mismo y sabía ocultar hábilmente sus impresiones; pero a pesar de esto, cuando el conde con una calma olímpica le fue explicando su plan, le faltó muy poco para exclamar:

—¡Este hombre está loco!

Algún oculto propósito debía tener Quirós acerca del conde, por cuanto halagó tan locas ilusiones, incitándole a perseverar en el descabellado plan. Este era el medio más seguro para conquistar por completo su confianza.

Quirós aceptó con entusiasmo las ideas del conde, y fingiendo con aquella habilidad de farsante que tan irresistible le hacía, un amor sin límites a la patria, juró que ayudaría a su viejo amigo en tan santa empresa.

Desde entonces Baselga tuvo en el joven un auxiliar apreciable, al que dio bastante trabajo, pues por un capricho propio del que se encariña en una idea y quiere poseerla por completo, le hizo sacar copia de cuantos datos existían en el archivo de Estado acerca de la cesión de Gibraltar a los ingleses.

De este modo tuvo el conde un amigo íntimo y Joaquinito Quirós fue en casa de Baselga un personaje considerado por todos, casi como miembro de la familia.

XVI. EL PADRE CLAUDIO EN CAMPAÑA

Cuando menos lo esperaban los habitantes del palacio de Baselga que vivían en una paz octaviana desde la partida de doña Fernanda, llegó un telegrama anunciando la próxima llegada de ésta, y a la mañana siguiente la baronesa, seguida de su doncella y llevando al lado al padre Felipe que había ido a esperarla a la estación, hizo su entrada triunfal en el edificio, solemnizando su llegada con destempladas riñas al portero y a la restante servidumbre por su torpeza al subir las maletas y los innumerables paquetes que formaban su equipaje.

—Ya tenemos el diablo en casa —murmuró Tomasa que perdió repentinamente su animación al ver el avinagrado gesto de la baronesa.

Aquella inesperada aparición preocupaba al ama de llaves, que con cierto fundamento esperaba que el viaje de doña Fernanda durara algunos meses más. Su mirada escudriñadora fijábase con insistencia en la persona de la baronesa buscando en ella las huellas de una dolencia. Tenía el rostro muy pálido y su rubicundez se había extinguido; pero el vientre que Tomasa miraba con descaro no presentaba ninguna señal denunciadora. ¡Y aquel viaje sólo había durado tres meses! ¿Se habría engañado la doncella de doña Fernanda, y por su afán de inventar chismes habría atribuido a su señora aquel embarazo que ahora resultaba falso?

No era el ama de llaves mujer capaz de esperar pacientemente la resolución de sus dudas, así es que al ver cómo la doncella llevaba su equipaje a su cuarto, fuese tras ella y sin preámbulos le preguntó lo que deseaba saber.

—Calle usted, señora Tomasa, que bastante hemos pasado. Los padres a quienes fue recomendada la baronesa, eran unos jesuitas franceses muy finos y alegres que se interesaron por nosotras, y tomaron a pecho el sacar a la señora de su apuro. Yo escuche tras una puerta cómo un padre ya viejo y con aire de experimentado le preguntaba un día qué prefería: tener un hijo a su tiempo y sin graves complicaciones o buscar un aborto que suprimiese aquella criatura, viviente testimonio de su falta y que algún día la podía comprometer a los ojos de la sociedad. Ya sabe usted quién es esa mujer y su alma atravesada que le permite no temblar ante los mayores peligros. Aceptó la última proposición ganosa de salir del paso cuanto antes, aunque esto le costase la vida, Y yo no sé qué diablos le darían aquellos padres tan listos, que a las pocas noches la baronesa púsose a morir, pero arrojó de su cuerpo el regalo del padre Felipe. El mes que yo he pasado cuidando a la señora, que estaba entre la vida y la muerte, no se lo doy a pasar a nadie; pero al fin se ha puesto buena y de algo me han valido mis penalidades así como mi reserva.

Y al decir esto, sonreía irónicamente la charlatana doncella

—Ahora —exclamó con acento cruel la ama de llaves—, otra vez a empezar, volviendo a las conferencias a puerta cerrada. Esa perra es insaciable y no escarmienta. ¿No la has visto llegar tan amartelada con el padrazo Felipe?

—Le telegrafió ayer ordenándole que saliese a la estación, y ese cura alegre parece estar enamorado de la señora, a juzgar por la sumisión con que la obedece.

—¡Valiente hermosura la de tu señora para enamorar a nadie!

Si la llegada de la baronesa había puesto de mal humor a Tomasa, no era menor la impresión que hizo experimentar a Enriqueta, que recibió a su hermanastra con la misma sonrisa forzada y violenta del esclavo que tras una larga ausencia vuelve a encontrar a un amo cruel.

Ella sabía lo que representaba en su vida aquel inesperado regreso de doña Fernanda. ¡Adiós los días tranquilos pasados en la casa paterna en adorable libertad, sin temor de oír la agria voz de su hermanastra, ni de obedecer sus tiránicas órdenes! ¡Adiós los alegres paseos por el Retiro apoyada en el brazo de Álvarez, y las interminables conversaciones amorosas! La educación férrea y monótona de una joven a quien se intenta dedicar a Dios, aparecía otra vez a los ojos de Enriqueta destacándose en un negro porvenir.

Desde el día en que llegó la baronesa volvió a restablecer en aquella casa el antiguo sistema de vida. El padre Felipe hizo invariablemente su visita por la tarde, otros jesuitas, por pura cortesía fueron una vez por semana a hacer tertulia a la baronesa, hablando de la maldad de los tiempos y de la necesidad de establecer el reino de Dios; el padre Claudio apareció de tarde en tarde, siendo recibido con tantos honores como un soberano; Quirós continuó sus conferencias con Baselga acerca del famoso plan, y con la baronesa sobre administración de cofradías y fundación de otras nuevas, y Enriqueta fue otra vez la sierva de su hermanastra, la víctima propiciatoria de todos sus enfados, la cenicienta de la casa, que pasaba como un ser insignificante, pronta siempre a temblar y a obedecer resignada todos los mandatos de aquella mujer que manejaba a su gusto su voluntad.

—Esa muchacha —decía siempre doña Fernanda al hablar con sus amigos, con la misma complacencia que el artista al tratar de la obra que ha modelado carece en absoluto de libertad, y sin mis consejos y sin mi dirección no sé qué sería de ella en el mundo. La pobrecita no sirve para vivir en sociedad, y el día más feliz de su vida será aquel en que haga sus votos en el convento. Dios la llama y ella es feliz al pensar que Cristo la quiere por esposa.

En aquella tertulia de sotanas y levitas de corte clerical que todas las tardes se reunía en el salón de la baronesa, era artículo de fe que Enriqueta tenía una vocación sobrehumana a la vida religiosa, y la mayor parte de aquellos señores creían proporcionar a la joven un inmenso placer llamándola la monjita, cuando por rara casualidad la encontraban en las habitaciones de su hermanastra.

La vocación de la joven fue un asunto que requirió toda la atención de la baronesa poco tiempo después de su regreso a Madrid.

Una mañana, cuando ella menos lo esperaba, se presentó el padre Claudio, que muy contra su voluntad engordaba de un modo vulgar perdiendo en gallardía lo que ganaba en majestad.

Cada una de aquellas visitas llenaba de satisfacción a la baronesa, que conocía mejor que muchos individuos de la Orden el inmenso poder que aquel clérigo tenía en sus manos y que manejado ocultamente minaba todas las clases de la sociedad.

—¡Oh! ¡Cuánto honor para mí, reverendo padre! —dijo doña Fernanda rubicunda por la satisfacción—. Hace tiempo que no veía a vuestra reverencia y temía el rogarle que pasase algún rato por aquí por miedo a turbarle en sus importantes ocupaciones.

El padre Claudio dio a besar su blanca y regordeta mano de obispo y contestó con amables sonrisas a todos los cumplidos que la baronesa le dirigía.

Cierto que por él no pasaban los años, pues aunque aquella picara obesidad le sofocaba sentíase más fuerte que nunca: y al decir esto lanzaba miradas relampagueantes y extendía impetuosamente sus brazos como si quisiera atemorizar a algún misterioso enemigo con el que venía luchando por espacio de muchos años.

El padre Claudio estaba muy preocupado hacía algún tiempo por una idea que le obsesionaba. Aquel hombre que ocultamente desde el fondo de su despacho manejaba a casi toda la nación, que intervenía en los asuntos palaciegos, y que en varias ocasiones había logrado con sus consejos derribar unos ministerios y elevar otros, juzgábase postergado y la envidia y la ambición le hacían mirar como mezquina la posición que ocupaba dentro de la Orden.

Aquel cargo de asistente o vicario de la poderosa Compañía en España, desempeñábalo desde su juventud y no podía menos de irritarse al ver que no lograba continuar la carrera de grandezas que tan fácil le había sido en sus primeros años de jesuita.

A la edad en que muchos compañeros se contentaban con ser coadjutores, él dirigía los intereses de la Orden en España como dueño absoluto y sin tener que dar cuenta de su conducta a otro poder que al general que estaba en Roma. Algunos negocios afortunados que dieron gran utilidad a la Compañía y que él llevó a cabo con una astucia y una sangre fría sorprendente, le habían valido una gran reputación en la Orden y el ser elevado a una dignidad que nunca habían desempeñado jesuitas de tan pocos años.

Tan rápida elevación había amortiguado en el padre Claudio su ambición inextinguible y transcurrieron muchos años sin que se le ocurriera al satisfecho jesuita quejarse de su suerte, pero cuando fue entrando en la vejez, cuando por su edad veía ya sobradamente justificado el cargo que ejercía, quiso ser más y escalar el último puesto que quedaba dentro de la Orden.

Un vicario general de España únicamente podía aspirar a la dirección suprema de la Compañía en todo el mundo, y el padre Claudio quiso ser General de aquel negro ejército que tenía su núcleo en Roma y sus avanzadas en todas partes.

Sabía el importante jesuita que debía ocultar sus miras ambiciosas cuidadosamente, pues el hombre que desde Roma los dirigía a todos, era un Argos de cien ojos, que mediante su misterioso poder, desde las cercanías del Vaticano, adivinaba los pensamientos del último jesuita establecido en el Japón o en las más apartadas islas de Oceanía. Una indiscreción podía perderle, pues así como el generalato de la Orden era vitalicio y nadie podía destituir al general, una vez elegido, las asistencias o direcciones de las naciones a las cuales el lenguaje jesuístico, con su tendencia de unificación universal llamaba provincias, eran puramente de gracia y el poder supremo de la Orden podía destituirlo a él del vicariato de España, apenas notara el más leve indicio de ambición o de intriga.

El General había tratado siempre con gran benevolencia al padre Claudio, haciendo justicia a sus facultades de dulce tirano y hábil intrigante, y sobre todo a aquella indiferencia en punto a procedimientos que hacía recordar a los Borgias, cuando en el entusiasmo del brindis orgiástico, deslizaban el veneno en la copa del vecino o, sonriendo como ángeles, daban de puñaladas. Nunca el General había demostrado intención de relevar al padre Claudio de su alto cargo, lo que no impedía que el vicario de España, cuando comenzó a sentir cómo se removía su dormida ambición, pensase en la conveniencia de hacer algo desde Madrid para que aquel viejo que estaba en Roma saliese del mundo de un modo más o menos trágico dejando su puesto vacante a otro más joven, que podía ser él mismo.

Pero el padre Claudio sólo optaba por los procedimientos violentos en caso apurado, pues prefería aquellos otros nacidos de su astucia y que él preparaba hasta en sus últimos detalles con el exquisito gusto de un gran artista del mal.

Él sabía algo de otros generales que habían sido envenenados por sus subordinados o expuestos al público envueltos en una sotana nueva, para ocultar las puñaladas con que el cadáver tenía rasgado el pecho; pero todos estos medios le parecían propios de tiempos bárbaros; sentía una repugnancia de damisela al pensar en la sangre, y con aire de superioridad, sonreía considerando que era más fácil y seguro esperar pacientemente teniéndolo todo preparado para lograr su deseo apenas el actual general, que tenía más de ochenta años, dejase de vivir.

El fallecimiento del general era cosa segura en plazo no muy largo, y el gallardo jesuita pensaba dar antes un golpe que le proporcionara inmenso renombre en la Orden y que le facilitara su elección en Roma.

Un negocio afortunado que hiciera ingresar en las arcas de la Compañía muchos millones, era el golpe que él necesitaba para preparar su elección de general y por esto se acordó de la fortuna de los hijos de Baselga que tanto había perseguido la avaricia jesuítica.

Lo que el padre Fabián Renard no había podido lograr, él lo conseguiría, consolidando de este modo su fama de hombre astuto e invencible en punto a procurar buenos negocios a la Orden.

Ya sabemos el sistema que el reverendo padre se proponía usar para ir despojando a los hijos de Baselga. Aquellos dos jóvenes, sobre los que tenía puestos sus ojos la Compañía, abrazarían el estado religioso y harían una donación de sus bienes a la Orden, que correspondiendo a tal merced, los tendría toda la vida alejados del mundo y encerrados en un claustro donde podrían ganar el cielo.

Agitado por tales ideas hizo el padre Claudio su visita a la baronesa.

Era preciso acelerar el negocio y hacer que cuanto antes entrase Enriqueta en un convento.

No era el gallardo jesuita amigo de preámbulos ni de artificiosos rodeos cuando hablaba con amigas tan íntimas y subordinadas fieles, como lo era la baronesa de Carrillo, así es que inmediatamente abordó la cuestión.

Enriqueta tenía ya edad para entrar en un convento y aficionarse verdaderamente a las dulzuras de la vida monástica, preparándose a prestar sus votos. ¿Qué ganaba permaneciendo en aquella casa a la cual, aunque muy santa y muy cristiana, llegaban las murmuraciones del mundo? Enriqueta, permaneciendo como hasta aquel momento en continua relación con la servidumbre, corría el peligro de saber cosas que destruyeran su infantil inocencia; y tales aspavientos hacía el jesuita al decir esto, de tal modo se horrorizaba aparentemente al pensar en la posibilidad de que alguna palabra indiscreta se deslizase en sus virginales oídos, que no parecía sino que la casa de su padre era un lugar de perdición para la joven.

Doña Fernanda, como era su costumbre, siempre que oía al poderoso padre Claudio, asentía a todo y se mostraba dispuesta a obedecer sus órdenes.

—Ya lo sabe vuestra paternidad; yo soy su sierva espiritual, su humilde penitente, y estoy dispuesta a cumplir cuanto se sirva mandarme. Realmente esa niña no está muy bien aquí, pues aunque todas las personas que visitan la casa son buenas cristianas, el mundo se halla tan pervertido que es fácil que se deslicen hasta aquí palabras y ejemplos que perturben a una joven prometida del Señor.

Y la amiga del padre Felipe, que a fuerza de rozarse con los jesuitas se había asimilado mucho de su meliflua elocuencia, aprovechó la ocasión para disertar ante su superior, sobre la corrupción de la sociedad por sus tendencias impías, asegurando que la virtud estaba desterrada, ocultándose únicamente en las personas piadosas; ella por ejemplo.

Los dos compadres en Cristo no tardaron a entenderse y quedaron perfectamente convenidos en lo que debían hacer.

Enriqueta entraría cuanto antes en el convento que designaba el padre Claudio, pero primeramente había que lograr el permiso de su padre el conde de Baselga, cosa que no creían tan fácil el director espiritual ni su penitenta.

—Yo, reverendo padre, le anticipo con harto dolor mío que nada conseguiré. Mi padre me aborrece, esto bien lo sabe su paternidad, y yo sospecho el porqué, y por tanto, no esta demanda sino otra que le hiciera, me la negaría seguramente. Ya recordará vuestra reverencia que rotundamente me dijo que no, el día que yo le indiqué la conveniencia de que Enriqueta fuese a educarse en el convento. Donde usted le ve, a pesar de sus alardes de religiosidad, yo creo que es todo un impío, y más ahora que se ha dado de lleno a los libros.

—¡Ah! ¡Los libros!… ¡Mala cosa es eso!

Y el jesuita decía esto con acento de distracción, al mismo tiempo que con la cabeza inclinada parecía reflexionar profundamente.

—Será mejor, hija mía dijo después de un largo silencio—, que yo hable al conde. Efectivamente, él no hace gran caso de la hija de su primer matrimonio y de seguro que le producirán más efecto mis palabras. Sin embargo, tratándose de un hombre como él; este asunto no debe llevarse precipitadamente. Conozco su carácter y sé que es preciso explorar primeramente sus intenciones e ir poco a poco convenciéndole de la conveniencia de dedicar a Enriqueta a la vida monástica, sobre todo si la vocación de la niña es segura.

—¡Oh! En cuanto a eso no hay cuidado. La vocación es segurísima. Enriqueta nada más hace lo que yo la mando.

La baronesa hablaba de las aficiones religiosas de su hermanastra con completa seguridad, aunque nunca había logrado de ella una contestación categórica, ni se había tomado el trabajo de consultarla sobre aquel porvenir que la preparaba… ¿Para qué? Ella, la señora de aquella voluntad, tenía el poder de atemorizarla con una mirada o con un gesto, y creía ridículo detenerse a inquirir lo que pensaba aquel ser que había educado para una vida automática.

Desde aquella conferencia y después de haber combinado su plan el jesuita y la baronesa, Baselga comenzó a sufrir un asedio del que tardó en darse cuenta.

Doña Fernanda, en la mesa o en las cortas entrevistas que ella buscaba, y de las que el conde procuraba zafarse cuanto antes, mostraba empeño en hablar del porvenir de Enriqueta en términos vagos para que su padre mostrase claramente sus propósitos, pero Baselga oía silencioso y distraído, no escapándosele nunca una palabra que demostrase su pensamiento.

En cuanto al padre Claudio, visitaba la casa con tanta asiduidad como en pasados tiempos, honor que ensalzaba la baronesa en su reunión, y del que se hacían lenguas sus contertulios, que sabían las múltiples ocupaciones que pesaban sobre el vicario de la Orden en España.

Todas las tardes iba el jesuita a fumar algunos cigarrillos en el gabinete de estudio de Baselga, el cual, no considerando las cosas como su hija mayor, tomó al principio esta distinción por una solicitud fastidiosa que le distraía en sus ocupaciones.

Para colmar su aburrimiento, el amigo Quirós, con el que hablaba todas las tardes de su gran plan de conquista, depositando en él todas sus esperanzas y risueños optimismos, desde que el padre Claudio se dedicó a hacerle cotidianas visitas, dejó de acudir con tanta regularidad pretextando ciertos asuntos que tenía que despachar con urgencia en el ministerio, y el conde hubo de resignarse a permanecer horas y más horas con aquel sacerdote que nunca tenía prisa en irse, y que siempre sonriendo le molía a preguntas.

Pero era en todas ocasiones tan amable aquel padre Claudio, oía con tanta atención sus explicaciones sobre lo que estudiaba en los tratadistas militares, manifestaba tal entusiasmo por Malborough, Montecuculi, Jomini y otros señores, que a cada instante barajaba el conde en su conversación, que al fin éste comenzó a adquirir alguna confianza y a recibir con más gusto las visitas del jesuita.

Al fin era un buen compañero, y en ausencia de Quirós, el conde experimentaba gran placer teniendo un compañero con quien hablar de su manía favorita.

Era un cura aquel oyente de aventuradas empresas militares; su ministerio, sus estudios y sus costumbres no le hacían muy adecuado para aquella clase de conferencias; pero…, ¡qué diablo!, escuchaba con gran atención, y además, Baselga adivinaba en el padre Claudio —como en otros tiempos— que había en su persona algo de caudillo, aunque de fuerzas menos ruidosas y francas que las del ejército, y en todos sus actos se traslucía la costumbre de mandar con ademanes imperiosos que no admiten réplica.

La confianza entre el conde y el jesuita fue estrechándose rápidamente. Aquella frialdad con que Baselga había tratado al padre Claudio a raíz de su llegada de Francia, fue desvaneciéndose, y aunque el conde no volvió a ser como en su juventud el admirador sumiso e irreflexivo del astuto jesuita, le dispensó cada vez mayores atenciones, y llegó en sus conversaciones apasionadas hasta a olvidarse de quién era aquel hombre y de las amenazas viles que usó para conservarlo esclavo de la Compañía.

El padre Claudio, en aquellas conferencias, con un disimulo que hacía honor a la astuta institución a que pertenecía, llevaba siempre la conversación a un mismo punto, que era invariablemente las desdichas de la patria, lo grande que ésta había sido en otros tiempos y la necesidad de luchar por la integridad del territorio reconquistando los puntos que los extranjeros nos habían arrebatado.

Un hombre más experto y observador que Baselga hubiera adivinado en su interlocutor el deseo de excitar las confianzas sobre un asunto determinado que conocía con anterioridad; pero el conde estaba muy preocupado con sus planes y los acariciaba con sobrado entusiasmo para fijarse en tales detalles.

El jesuita sonreía casi imperceptiblemente. Al fin lograba aquella confianza solicitada de tan diversos modos.

¡Cómo pintar el entusiasmo patriótico del padre Claudio! Primero quedóse perplejo, mostrando admiración y duda como si su inteligencia no alcanzase a comprender un plan tan colosal; después su rostro se animó como a impulsos de excitación inmensa, y por fin abrazó al conde con nervioso impulso, diciendo, con acento entrecortado por la emoción, que Dios y la patria sabrían agradecer una empresa tan sublime.

Baselga se enterneció ante aquel arranque de entusiasmo patriótico, y llevado de un risueño optimismo, se dijo interiormente que aquel jesuita era una buena persona que si cometía alguna mala acción era indudablemente por exigencias de la Orden.

Desde que el conde hizo tales revelaciones, no tuvo quien más atentamente se interesase por la realización de tal plan.

Todas las tardes iba, según su costumbre, a visitar a Baselga y se enteraba minuciosamente de sus propósitos, mostrando una admiración sin limites cada vez que su amigo le hacía una nueva confianza.

—¡Oh! Esto halaga —se decía el conde al quedar solo—. Esto da nuevas fuerzas para seguir adelante. ¡Si todos fuesen tan buenos españoles como el padre Claudio! Después dicen que los jesuitas no tienen patria ni se interesan por otra nación que Roma.

Por su parte, el reverendo padre aumentaba el entusiasmo de su amigo, prometiendo hacer cuanto pudiese en favor del plan. Él no sabía los servicios que podría prestar, pero tenía amigos en todas partes, y ¿quién sabe si en Gibraltar encontraría alguien que quisiera entrar en la patriótica aventura?

Transcurrieron algunos días sin que los dos amigos hablasen de otros asuntos que la atrevida reconquista del Peñón. Quirós, siempre excusándose con sus trabajos en el ministerio, iba ya pocas veces al despacho de Baselga; pero éste se mostraba tan entusiasmado y satisfecho del padre Claudio, que consideraba ya al joven diplomático como lo que era realmente. Ya no veía en él un joven serio e ilustrado, sino un pollo insustancial e intrigante que a lo más le serviría para sacar cuantas noticias deseara del ministerio de Estado.

El jesuita tenía por su parte un plan marcado que iba desarrollando lentamente, y cuando creyó poseer la confianza de Baselga, abordó una tarde resueltamente su asunto.

—Supongamos señor conde, que yo, como así lo espero, proporciono los elementos necesarios para la empresa, y encuentro gente dispuesta a dar el golpe sobre Gibraltar. ¿Quién se encargará de ponerse al frente de los que se apoderen de la plaza?

Baselga mostró en su rostro la misma extrañeza que si oyera a alguien dudar de su valor.

—¡Quién ha de ser! ¡Yo! —dijo con sencillez heroica.

—¿Y ha pensado usted bien las consecuencias que pudiera traerle un fracaso? ¿Ha considerado que en la aventura puede perder la cabeza? Las autoridades inglesas son inexorables con el que quiere arrebatarles algo de lo que poseen, y lo menos que con usted harían, si fracasaba el golpe, sería ahorcarlo.

—Nada me importa eso —contestó el conde con frialdad—. He expuesto mi vida muchas veces para que pueda sentir temor ante tales peligros. Yo iré al frente de los buenos españoles que intenten devolver Gibraltar a España, y si es que la suerte nos es adversa, ¿qué fin puedo ambicionar más glorioso que morir por mi patria aunque sea de un modo infamante?

—Muy bien, amigo mío. Sigue usted siendo un héroe, y la edad no ha amortiguado sus bríos. Pero es preciso que antes de acometer tan santa empresa, que tal vez le conduzca al martirio, piense usted en asegurar el porvenir de sus hijos.

—¡Mis hijos! Gracias a Dios no tengo que pensar en ellos. Son ricos y su porvenir está asegurado. Además, dentro de pocos años tendrán ya edad para casarse y constituir familia.

—Pero entretanto, señor conde, reconozca usted que si por desgracia pierde la vida en esa empresa que vamos a realizar cuanto antes, la situación de esos dos jóvenes solos en el mundo, pues apenas si tienen familia, será apuradísima.

—Tienen a mi hija Fernanda, que por su edad y su experiencia puede servirles de madre.

—No basta eso.

—¿Pues qué quiere usted decir?

—De Ricardo, nada. Al fin pertenece a nuestro sexo y para un hombre no es tan ruda la lucha que ha de sostenerse en la sociedad para mantenerse a cierta altura. Pero piense usted en Enriqueta. ¿Qué sería de ella al quedar huérfana?

—Sentiría mucho la muerte de su padre, mas no por esto quedaría desamparada. Tiene a mi hija Fernanda, y además una joven rica como lo es ella siempre encontraría entre mis parientes de la nobleza quien velara por ella. Esto sin contar que ya no es una niña y que dentro de pocos años estará ya en estado para casarse con quien ella elija, siempre que sea un hombre perteneciente a su clase.

—Veo, señor conde, que no quiere usted atender a lo que yo le propongo y que se forja ilusiones para no contemplar la realidad. Yo hablo del presente y del peligro que a causa del heroísmo de su carácter corre su hija de quedarse huérfana.

—¿Y qué quiere usted proponerme?

—Yo —dijo el padre Claudio preparándose a dar el golpe y revistiendo sus palabras de la mayor sencillez— pensaba poner a Enriqueta a salvo de todo infortunio y hacer que antes de que usted partiera para Gibraltar, su hija quedase en un puesto de confianza donde se ocupasen de su educación, por cierto algo descuidada, pues la baronesa, ocupada en las empresas benéficas a las que le arrastra su religiosidad, no puede pensar en la cultura de su hermana.

—Concrete más su proposición, padre Claudio —dijo Baselga con fría entonación.

—Pues bien: le propongo, haciéndome en esto intérprete de los deseos de la baronesa, que Enriqueta vaya a educarse en un convento de nuestra confianza.

El conde no era ya el mismo de momentos antes. El entusiasmo y la confianza que mostraba al jesuita hablándole de empresas militares había desaparecido y ahora escuchaba al visitante con fría reserva, lanzándole de vez en cuando una mirada escudriñadora que pugnaba por atravesar aquella astuta máscara adivinando lo que existía tras la dulce sonrisa jesuítica.

Cuando el padre Claudio formuló su proposición Baselga le miró fijamente y contestó con lentitud:

—Mi hija no será monja mientras yo viva.

—Ha comprendido usted mal —replicó con viveza el jesuita—. Lo que yo propongo no es que Enriqueta se dedique a la vida monástica abandonando su familia: conozco bien el inmenso cariño que usted la profesa y sé que no es posible que consienta usted el separarse de ella para siempre. Lo que yo propongo es que Enriqueta ingrese en un convento donde se educan otras señoritas aristocráticas para permanecer allí segura mientras usted lleva a cabo esa obra sublime tan meritoria a los ojos de la patria y a los de Dios.

—Lo que usted me propone es que mi hija entre en un convento como simple educando para convertirse después en monja profesa y no salir jamás de él.

—¡Señor conde! Me ofende esa suposición.

—Padre Claudio: ya sabe usted que nos conocemos y que hay entre los dos asuntos suficientemente graves para que no nos consideremos como unos extraños. Sé a dónde van a parar tales proposiciones, pues aunque no soy muy listo, adivino muchas veces lo que piensan las personas que me rodean.

—¿Qué quiere usted suponer?

—Aún no se ha borrado de mi memoria el recuerdo de esa mujer tan amada.

Y al decir esto señalaba el conde a un hermoso retrato de María Avellaneda, única pintura que con sus tonos brillantes alegraba las sombrías paredes del despacho y los tintes oscuros de los estantes cargados de libros. El padre Claudio afectaba no comprender a Baselga.

—Esa infeliz —continuó éste— también encontró en París quien mostró empeño en meterla en un convento. ¡Parece esto la fatalidad que pesa sobre la familia Avellaneda!

Y a continuación añadió sonriendo sarcásticamente:

—Muchas veces es una desgracia tener millones.

El padre Claudio se estremeció internamente. Aquel hombre que él creía un monomaniaco sometido por completo a su voluntad, sabía adivinar los pensamientos de su interlocutor.

—Señor conde: me ofenden esas palabras que no sé si creerlas injuriosas para mí y para la Compañía, pero aunque así sean las perdono.

Reinó un largo silencio que interrumpió al fin el jesuita, diciendo:

—Siento mucho que mi proposición le haya producido alguna molestia. Crea que yo siempre procedo guiado por mi afán de dar almas al cielo y de que no se turbe la paz de las familias.

—Gracias por el interés, padre Claudio; pero Enriqueta no necesita que se preocupe de su suerte otro que su padre.

El jesuita quedó en silencio breves instantes, reflexionando sin duda sobre lo que acababa de oír, y después dijo con severo acento:

—Un padre cariñoso debe ante todo procurar la felicidad de su hija. El conde movió la cabeza en señal de asentimiento y añadió:

—Eso no tiene duda.

—Y la felicidad de los hijos consiste indudablemente en que los padres no violenten su voluntad ni se opongan a sus deseos, siempre que éstos tengan noble y santo fin.

—Todo eso lo sé hace ya mucho tiempo.

—Lo sabrá usted, señor conde; pero permítame que le manifieste que usted se está oponiendo a una sagrada aspiración de su hija.

—¿Una aspiración de mi hija? —preguntó con extrañeza Baselga.

—Sí, señor conde. Enriqueta quiere ir al convento.

—Es la primera noticia que tengo —respondió Baselga con desdeñosa frialdad.

—No lo dude usted y si quiere convencerse de ello pregúntelo a la baronesa, que por haber educado a su hermana es la que conoce mejor su vocación. Enriqueta quiere ser monja.

—Ya va saliendo lo que esperaba. Usted mismo viene a justificar mi negativa a que Enriqueta entrase en un convento para perfeccionar su educación. Lo que yo he dicho antes; primero colegiala y después monja. No está mal urdido el plan.

—Señor conde; hace usted mal en burlarse de ese modo y más aún en oponerse a que su hija siga las inspiraciones de Dios. Yo no digo que Enriqueta quiera efectivamente ser monja, pues a su edad la vocación es poco sólida; pero lo que sí aseguro es que quiere salir de aquí, pues se siente atraída por los místicos encantos del claustro.

—¿Está usted seguro? ¿Ha consultado directamente la vocación de mi hija?

—Sé como piensa por las revelaciones de la baronesa, que es la única persona que se preocupa de Enriqueta.

—Comprendo la intención con que acentúa usted tales palabras. Algo hay en efecto que me hace merecedor de tal censura. Mi dolor eterno por la muerte de mi esposa, mi odio a la sociedad y después mis aficiones me han tenido alejado de mi hija, me han hecho ser mal padre, y he mirado con una indiferencia culpable todo lo que con ella se relacionaba; pero yo le aseguro a usted que esto no volverá a repetirse ni mereceré en adelante que se me tache de descuidado con mis hijos. Acabo de ver las consecuencias de mi indiferencia y sé el peligro que corre Enriqueta de seguir más tiempo confiada a la dirección de su hermana. Quiero que en mi casa no mande otro que yo y desde mañana voy a ocuparme de mi hija y así sabré la verdad.

—¿La verdad?… —preguntó con extrañeza el padre Claudio.

—Sí; la verdad. De seguro que cuando yo hable a mi hija no manifestará ésta tanta afición a la vida del claustro. Yo, padre Claudio, soy de los que creen que ninguna joven tiene gusto de que la entierren en vida alejándola para siempre del mundo, y del mismo modo en que si algunas infelices huyen de la sociedad y se encierran en esas casas es por contrariedades sufridas que aunque fáciles de reparar son convenientemente exageradas por gentes sin corazón que muestran empeño en robar a la nación futuras madres que podrían hacer la felicidad de otras familias y dar a la patria hijos que la honrasen y la defendiesen.

El jesuita puso en juego todo su mímico arsenal de gestos trágicos para demostrar su escándalo y su indignación, y dijo con voz balbuciente:

—¡Pero señor conde! ¿Qué dice usted? ¡Tratar de ese modo a las instituciones monásticas y a las esposas del Señor! Esas ideas son impropias de un buen católico como todos le creen a usted y únicamente estarían en su sitio en labios de uno de esos terribles revolucionarios que hoy combaten al trono y a la Iglesia. ¿Acaso usted no cree en la verdad de las vocaciones religiosas? ¿Duda quizá de que hay criaturas privilegiadas a las cuales llama Dios para hacerlas sus místicas esposas?

—No quiero discutir, padre Claudio. Soy católico y partidario de la monarquía, y esto lo tengo bien probado; pero mis ideas las tengo muy arraigadas y ni usted ni toda la Compañía de Jesús en masa conseguirían que me retractase de esto que digo. Toda la vida he tenido por un absurdo que a una joven que apenas si conoce el mundo y que no se ha separado un momento de sus padres se la encierre en un convento con el pretexto de querer librarse de los males de una sociedad que ni aun de nombre conoce. Comprendo que un hombre cansado de luchar con sus semejantes y fastidiado de las mentiras sociales, huya del trato con los humanos, y se refugie como eremita en un desierto por faltarle el valor para seguir luchando contra el mundo; pero encerrar en una tumba mística a una joven que conserva puras e intactas sus ilusiones y que empieza a vivir, es un crimen, entiéndalo usted bien, reverendo padre, es un asesinato moral del que Dios no puede menos que pedir estrecha cuenta.

El conde hablaba con acento indignado y en sus ademanes nerviosos adivinábase que estaba sintiendo aquello que decía.

El jesuita conocía perfectamente el carácter de Baselga y sabía que en tales instantes discutir ideas en él tan arraigadas equivalía a comprometerse en una discusión acalorada e iracunda que fácilmente podía tener como final el arrojarse a la cabeza, como postreros argumentos, los libros del despacho y aun los muebles.

—¿De manera —se limitó a decir el sacerdote— que se niega usted a acceder a los deseos de su hija?

—Sí; me niego y me negaré siempre. Usted, como sacerdote, cumpla su obligación trabajando para arrebatar una mujer más a la sociedad y hacerla entrar en la vida mística; yo, como padre, cumplo mi deber oponiéndome a que mi hija sea infeliz alejándose para siempre, en la edad de la inexperiencia, de un mundo en que sufrirá muchas tristezas, pero no por esto dejará de encontrar mayores alegrías. Dios crió a la mujer para que el mundo no se extinguiera y con ella estableció la base de la familia. Evitar que la mujer sea madre es ir contra Dios. ¡No olvide usted esto, padre Claudio!

El jesuita fue a contestar a estas últimas palabras, pero se detuvo y, como si una idea favorable acabase de surgir en su cerebro, púsose a reflexionar mientras Baselga le contemplaba con desdeñosa superioridad.

El hombre que por tanto tiempo se había considerado como esclavo sumiso de aquel jesuita que le mandaba con aire sonriente aunque con despótica autoridad, enorgullecíase ahora al ver cómo su tirano quedaba vencido momentáneamente.

Parecía que el padre Claudio iba a disparar su último tiro contra aquella voluntad rebelde, pues después de contraer su rostro con aquella sonrisa especial propia de los momentos difíciles y que hacía temblar a cuantos le conocían íntimamente, dijo con voz melosa:

—El señor conde, al hablar así, olvida una cosa de gran importancia.

—No sé qué cosa pueda ser.

—De seguro que el conde de Baselga no querrá romper sus relaciones con la Compañía de Jesús.

—¡Yo!…, ¿por qué?

—El señor conde pertenece a ella, pues hace muchos años figura en su clase de hermanos seglares.

—No pienso negarlo. Buena prueba de ello es que sobre el pecho llevo el escapulario que nos permite reconocernos a los hermanos aun en los más lejanos países.

—Recuerde, pues, el hermano, ya que así le place llamarse —dijo el jesuita con tono de autoridad—, que al entrar en nuestra Orden hizo voto de obediencia a sus superiores, y que yo, como su superior supremo en España, le ordeno que me obedezca para mayor gloria de Dios y en nombre de nuestro padre General.

Y el jesuita, al decir esto, se erguía en su asiento y extendía la diestra con aire bizarro adoptando una actitud lo más imponente que le permitían sus facultades de actor. Pero al conde le causó poca impresión aquel arranque de autoridad que el padre Claudio creía irresistible, pues encogiéndose de hombros se limitó a contestar con frialdad:

—¡Bien, y qué…! ¿Para qué se me recuerda mi voto de obediencia?

—Para que acate usted mis órdenes y no se oponga a la vocación de su hija.

—¿Es que la Compañía, no contenta con disponer del individuo para mayor gloria de Dios, ha de intervenir también en asuntos puramente de su familia?

—La Compañía interviene en todo, siempre que sea en bien de la religión, y puede, con perfecto derecho, como usted ya sabrá por haber leído nuestra Mónita secreta y los comentarios de nuestros más célebres escritores, aconsejar al hijo que niegue la obediencia a su padre y hasta que lo mate siempre que éste le incite a desconocer y abandonar la fe católica.

—Siempre me ha parecido eso un crimen; pero aparte de ello, en el presente caso no tienen ninguna aplicación esas leyes; yo no incito a mi hija a que abandone su religión, pues lo que hago es oponerme a que me la roben. Que ame Enriqueta cuanto quiera a Dios, que sea un modelo de religiosidad y devoción, no me producirá ninguna molestia: lo que yo no quiero es que ella sea monja.

—Pero ella quiere serlo y en tal conflicto la Compañía siempre benéfica con el débil y con la virtud debe colocarse al lado de la hija y frente al padre que quiere violentar una santa devoción.

—La Compañía se colocará donde le dé la gana —contestó rudamente Baselga que ya comenzaba a cansarse—; pero como yo soy el padre y no doy mi permiso tendrá que considerarse vencida. Si Enriqueta quiere ser monja (lo que dudo mucho) que espere a ser mayor de edad cuando no será ya indispensable mi consentimiento.

—¿Quiere usted que llamemos a la niña y a doña Fernanda? Usted mismo la preguntará sobre sus aficiones, y la contestación que ella dé será el mejor medio de que usted se convenza de la injusticia con que se opone a su vocación.

—No es necesaria esa entrevista. Conozco muy bien, padre Claudio, el sistema que se emplea para obsesionar débiles inteligencias y los risueños colores con que se presenta la vida del claustro para seducir la viva imaginación de las jóvenes. Mire usted a esa infeliz —y el conde señaló el retrato de su esposa—. Ella, en un momento de alucinación, arrastrada por pérfidos consejos, abandonó la casa de su padre y entró en un convento de París sin dejar por eso de amarme y de desear ser mi esposa. También ella pasaba como joven de vocación para el claustro y, sin embargo, bastó que su padre la permitiese ser mi esposa para olvidar inmediatamente todas las dulzuras monásticas. Mi hija presiento que debe hallarse en el mismo caso. Conozco a la baronesa de Carrillo, sé cuán terribles son sus manías religiosas y de seguro que ha trabajado mucho para decidir a Enriqueta a que abrace una vida que le repugna. ¡Quién sabe si hasta la habrá maltratado! Yo hablaré a mi hija y de seguro que leeré en su interior, adivinando lo que piensa.

—Según eso, ¿se niega usted a cumplir su voto? ¿Desobedece a la Compañía?

Y el padre Claudio, al decir esto, tomaba una actitud amenazadora que irritaba a Baselga, el cual no podía sufrir ninguna imposición.

—Sí, ¡vive Cristo! —gritó el conde—; la desobedezco ahora y siempre que intente inmiscuirse en asuntos que le son ajenos. Las cosas de mi casa sólo a mí me competen, y desde ahora digo que lo pasarán muy mal los que intenten mezclarse en mis asuntos e inciten a mis hijos a que desobedezcan a su padre.

Baselga estaba terrible al hablar, y agitaba en el espacio sus enormes manos de un modo poco tranquilizador; pero el jesuita no por esto perdió la serenidad. No era valor lo que faltaba a aquel Borgia del jesuitismo; así; es que como si no advirtiera las embozadas amenazas del conde, siguió adelante en la agitada conversación.

—Piense usted que al negarse a obedecer a la Compañía, rompe usted con ella toda clase de relaciones.

—Lo siento; pero por esto no he de cambiar en mis propósitos

—Al abandonar de tal modo a la Compañía, ésta debe corresponderle del mismo modo, y por lo tanto retirará el manto protector que había tendido sobre usted.

Baselga hizo un gesto como indicando que no comprendía qué protección era aquella.

—Usted, señor conde, tiene en su vida algo que ocultar y existen pruebas que pueden comprometerle seriamente. ¡Quién sabe lo que a usted podrá sucederle el día que nuestra Orden no esté a su lado para prestarle su protección! Recuerde cierto papel firmado por usted que de hacerse público le produciría grandes disgustos.

El conde esperaba aquello desde que la conversación tomó un giro tan hostil, pero a pesar de que la amenaza no le sorprendía, no pudo menos de murmurar:

—Ya entra otra vez en danza el maldito papelucho.

Baselga tenía ya adoptada una resolución irrevocable. ¡Vive Dios! ¿Creía acaso aquel jesuita que a un hombre como él se le tenía sujeto toda la vida y se le hacía danzar como un mono por la fuerza de un documento comprometedor suscrito en un instante de dolorosa ceguedad? ¡No y mil veces no! Ya estaba cansado de que el padre Claudio lo manejase como un recluta torpe y antes prefería la deshonra que seguir siendo esclavo de aquel tenebroso poder que comenzaba a serle odioso. Además se trataba de la suerte, del porvenir de su Enriqueta, aquella hija hermosa y delicada cuyo rostro le recordaba el de la difunta María y su deber era oponerse tenazmente a un plan que labraba su infelicidad.

En la súbita resistencia del conde, entraba también por mucho la esperanza de que aquella arma que el jesuita pretendía esgrimir contra él, resultase inservible. ¿Qué peligro podía correr si el padre Claudio entregaba secretamente a la justicia aquel documento en que se confesaba autor de la muerte de su primera esposa? Podía negar la autenticidad de su firma; podía solicitar el auxilio de la reina que le consideraba mucho (tal vez por haber sido carlista) amenazándola en caso de una negativa con hacer más públicas de lo que eran las relaciones de su padre Fernando VII con Pepita Carrillo, y finalmente se consideraba con cierta impunidad pensando que en caso de un proceso, el padre Claudio aparecería como cómplice por haber borrado del cadáver de la baronesa todas las señales de muerte violenta.

Baselga en un rápido vuelo de su imaginación, vio todas estas circunstancias favorables y se sintió tranquilizado. Aquel documento resultaba terrible cuando él era el amante de María Avellaneda y temía que ésta, al saber la trágica historia de su primer matrimonio, cambiase el cariño que le profesaba por repugnante aversión: pero ahora no eran iguales las circunstancias y el conde se reía interiormente de aquel puñal mohoso, sin filo ni punta con que pretendía amenazarle el padre Claudio.

—¿No contesta usted? —preguntó ése en vista del silencio de Baselga.

—Nada tengo que decir. Usted me amenaza en nombre de la Compañía, y yo ahora y siempre me burlo de ella y de usted cuando se trata de asuntos que únicamente a mí me competen.

—Pues allá veremos lo que sucede. Yo rogaré a Dios que no tenga usted motivos para arrepentirse de su temeraria resolución.

—Ruegue usted cuanto quiera; dispuesto estoy a sufrir cuanto venga; pero no olvide usted algunas oraciones para los que me ayudaron a ocultar con astutas artes lo que yo había hecho en un momento de obcecación.

El padre Claudio no pudo menos de reconocer que aquel golpe estaba bien dado y que el conde de Baselga no era tan simple como él se imaginaba.

Lo que él creía un cordero resultaba un león que con sus zarpas poderosas hacía retroceder al domador.

La sorpresa que experimentó el jesuita ante aquella transformación inesperada, fue grande; mas no por esto se dio por vencido y fue necesario que reflexionase largo rato para convencerse de que por el momento no disponía de ningún medio de persuasión para vencer la terquedad del conde.

¿Había él por esto de abandonar su empresa y resignarse a que los millones de Avellaneda no fuesen a parar a las arcas de la Orden? Su porvenir iba en ello y para realizar su suprema ilusión que era el generalato de la Compañía, necesitaba poner todas sus facultades en aquel negocio y salir triunfante de él como de otros más difíciles.

Abismado en sus reflexiones permaneció el jesuita mucho tiempo, mientras Baselga, satisfecho de su energía y conmovido aun por la ira que le había producido aquella discusión, afectaba una fría severidad fijando sus ojos en el libro que sobre la mesa tenía abierto.

De vez en cuando el jesuita parecía detenerse en sus reflexiones y lanzaba sobre Baselga rápidas miradas en las cuales notábase un odio inmenso contra aquel hombre fuerte, que escudado en su amor de padre, sabía resistir lo mismo las seducciones que las amenazas.

A pesar del rencor que demostraban aquellas furibundas miradas, el reverendo padre, transcurridos algunos minutos de profundo silencio, tosió como si fuese a hablar y después de pasarse las manos por la frente repetidas veces, como para ahuyentar molestas preocupaciones dijo a Baselga, con acento cariñoso:

—La verdad, señor conde; es que a pesar de nuestra edad hemos procedido como dos niños, llegando hasta insultarnos y amenazarnos en un asunto que no merece que tan antiguos amigos se enemisten.

—Usted lo ha buscado, reverendo padre.

—Admito el ser culpable del disgusto y le pido me perdone. Usted comprenderá que en nuestro estado son fáciles estas intemperancias. Nos encariñamos con la idea de servir a Dios y llevar almas al cielo aun a riesgo de enemistarnos con las personas a quienes más queremos. Además, la suerte de la hija de un amigo tan íntimo como usted lo es, me inspira un interés demasiado vivo y de aquí que yo haya estado tan imprudente. Vaya, señor conde olvidemos el disgusto y démonos la mano como verdaderos amigos.

—No tengo inconveniente en ello.

Y el conde avanzó su mano de no muy buena gana. Tenía motivos para conocer al jesuita; su rencor no se desvanecía tan fácilmente como el del padre Claudio y temía que aquel súbito arrepentimiento fuese tan hábilmente fingido como la mayor parte de sus afectos.

—Sería una falta imperdonable —continuó el jesuita—, que por cuestiones de apreciación sobre el porvenir de Enriqueta, se enfriase una amistad tan antigua como es la nuestra y más hoy que trabajamos juntos en una causa santa velando por el honor de la patria. No olvidemos que nos hemos propuesto luchar por la dignidad de España.

El jesuita excitó hábilmente el recuerdo de la reconquista de Gibraltar, empresa que, momentáneamente había olvidado el conde.

Apenas Baselga recordó aquella sublime aventura que lo dominaba desde tanto tiempo antes, desvanecióse el disgusto que la acalorada polémica le había producido y en sus ojos volvió a reflejarse aquel entusiasmo de iluminado que le rejuvenecía.

El padre Claudio comprendía indudablemente que con su actitud de superior despótico adoptada poco antes, había dado un paso en falso descubriendo prematuramente sus intenciones y se proponía volver a conquistar la confianza de Baselga, mostrando un entusiasmo sin límites por su patriótico plan y prometiendo ayudarle con más éxito que nunca.

Más de dos horas pasó el jesuita hablando de Gibraltar y animando al conde a acometer la empresa, describiéndole la plaza y sus defensas con un optimismo que hacía sonreír a su oyente. A todos gusta verse halagados en sus ilusiones, aun cuando se reconozca la falsedad de la apreciación.

Los ingleses, según el padre Claudio, tenían instintos de topo y sólo sabían minar, hasta el punto de que el Peñón era una esponja y el día en que hiciesen fuego las baterías durante algunas horas… crac, el monte se vendría abajo dejando sepultada a toda la guarnición. La cosa no era difícil y para un hombre de tanto corazón como el conde de Baselga, apoderarse de Gibraltar era una empresa sin importancia.

Parecía que por la boca del padre Claudio hablaban los autores de los antiguos libros de caballerías, y que Baselga era uno de aquellos adalides de la Tabla Redonda, que de una lanzada desbarataban un ejército o de un papirotazo echaban al suelo los muros de las plazas más fuertes.

El jesuita no se contentaba con adular, pues guiñando un ojo y moviendo la cabeza con expresión de hombre poderoso, aseguraba al conde que no estaba solo en tal empresa. La Orden tenía amigos allí donde existiesen católicos y en la guarnición de Gibraltar figuraban siempre muchos irlandeses, soldados fieles al Papa y obedientes a los representantes de Dios. Él ya estaba en correspondencia con algunos oficiales irlandeses y… ¡quién sabe lo que saldría de aquellas relaciones!

El padre Claudio daba a entender con sus gestos que había aún más de lo que decía, pero que se veía obligado a callar por no hallarse el asunto terminado.

Aquello puso de buen humor al conde. Conocía el inmenso poder de la Compañía, y sabía que si ésta le ayudaba en su empresa, conseguiría aquella adhesión de los soldados irlandeses, lo que haría que su triunfo fuese seguro.

Cuando el jesuita se despidió del conde, éste, aunque pensaba hablar a su hija de su supuesta vocación, no guardaba a aquél ningún rencor: tanto le habían conmovido las promesas de poderoso auxilio.

Diéronse las manos con el mismo afecto de siempre y hasta Baselga rogó al jesuita que fuese a visitarle con la asiduidad acostumbrada, haciendo caso omiso de aquella ligera nubecilla.

Había ya cerrado la noche y al poner el padre Claudio el pie en la calle, volvióse con movimiento instintivo a mirar los balcones del pequeño palacio y por sus ojos pasó aquel relampagueo fugaz que tan horrible le hacía.

—¡Ya las pagarás todas juntas, miserable! —murmuró—. Veremos si por mucho tiempo te burlas de la Orden y te niegas a obedecerla, comprendiendo al fin que hoy ningún mal puede causarte el papel comprometedor.

Y después de desahogarse con estas palabras masculladas como si fuesen las de una oración, se embozó en su manteo, y dijo con la tranquilidad del que prepara un negocio:

—Esta noche escribiremos a Gibraltar, al hijo de James Clark, nuestro antiguo agente.

XVII. UN TESORO DE AMOR DESCUBIERTO

El día siguiente doña Fernanda estaba furiosa, llegando su abultado rostro a un grado tal de rubicundez que parecía próximo a estallar.

El descubrimiento que acababa de hacer la ponía fuera de sí y tanta era su indignación, que cuando cansada de pasear con ademanes de fiera enjaulada por aquel salón de colorido conventual donde reunía su tertulia, se sentaba en un sofá y estrujaba con nerviosas convulsiones aquel abultado paquete de cartas, parecía la clásica y viviente estatua de Medea agitada por una rabia loca.

¡Quién iba a imaginarse aquel escandaloso hecho! ¡Quién podía pensar que una muchacha tan recatada y silenciosa como era su hermanastra tuviera tales secretos y se atreviera a sostener unos amores que deshonraban aquella santa casa!

La baronesa no podía menos de celebrar su intuición para la cual no pasaba desapercibido ningún detalle.

Aquella mañana, al dirigirse al comedor doña Fernanda, había visto a Enriqueta al extremo de un corredor leyendo atentamente un papel que ocultó apresuradamente al ver que se acercaba su hermanastra.

Esta sintió tentaciones de perseguirla en su huida para exigirle que le presentase aquel papel sospechoso; pero por un misterioso y repentino impulso prefirió dejarla escapar como si comprendiese que de otro modo malograba un precioso descubrimiento.

La baronesa almorzó con bastante intranquilidad fijando de vez en cuando su inquisitorial mirada en Enriqueta, que aquel día era también objeto por parte de su padre de una extraña solicitud. Era que Baselga buscaba un momento favorable para hablar a su hija sin que pudiera apercibirse de ello doña Fernanda.

Ésta tenía ya formado su plan que quería ejecutar cuanto antes, y encargó a Tomasa que acompañase a misa a la señorita, pues a ella, por cierto malestar repentino, le era imposible cumplir esta obligación que diariamente se imponía.

Fuese Enriqueta con la ama de llaves, metióse Baselga en su despacho, e inmediatamente la baronesa, con cierto aire misterioso y asegurándose antes de que nadie la veía, se introdujo en la habitación de Enriqueta dispuesta a registrarla con tanta escrupulosidad como un corchete del Santo Oficio.

Allí había misterio y ella pensaba descubrirlo inmediatamente. Aquel papel que tan apresuradamente había ocultado Enriqueta, era para la baronesa (sin que ella pudiera explicarse el porqué), la prueba concluyente de que en la habitación de la joven habían otras cosas que ella tenía interés en conservar secretas.

¿Habría amores de por medio?

Doña Fernanda, al pensar en esto, sintió un escalofrío de indignación. No era posible que una joven tan recatada y destinada a ser monja, cometiese la imperdonable falta de sostener amores ocultándose de su familia. Eso no podía hacerlo nunca una señorita que había recibido una educación tan escrupulosa.

La baronesa, paseando su mirada por aquella habitación que presentaba aún el desorden propio de las horas anteriores a la diaria limpieza, se tranquilizaba y sentía que sus sospechas se amortiguaban.

Nada había en aquel cuerpo que revelase el amor y el femenil deseo de agradar. La blanca cama con sus sábanas arrugadas y en desorden, que aun conservaban la huella de la durmiente, no exhalaban perfumes voluptuosos, sino el olor acre de salud, propio de un cuerpo sano rebosante de vitalidad juvenil, y sobre el mármol del tocador dos peines, una pastilla de jabón y un botecito de agua de Colonia, que apenas si contenía media docena de gotas del oloroso líquido, demostraban la pobreza que en su embellecimiento observaba Enriqueta. Aquella miseria ruda en punto a artes de hermosearse, aquella carencia completa de los mil y un objetos propios de una joven aristocrática, y que hacían parecerse a la habitación de una infeliz obrera, era, según la baronesa, el medio ambiente que convenía a una señorita que con el tiempo había de vestir estameña y abandonar a media noche las duras tablas del lecho para ir a cantar al coro.

La pobreza de la habitación la tranquilizaba e iba recobrando su confianza al no ver ninguna carta arrugada y mojada en lágrimas sobre el velador, ni tomos de poesías abiertos en los pasajes más sentimentales. Allí no había amor sino devoción, mucha devoción, como lo probaban los devocionarios y los pliegos de oraciones que se apilaban sobre la mesilla de noche al lado del candelabro de cristal.

Pero… ¿y el papel? ¿Y aquel papel misterioso que Enriqueta había ocultado presurosamente?

Doña Fernanda, después de mirar bajo la cama, en los cajones del tocador y hasta dentro de la mesilla de noche, iba ya a retirarse cuando se fijó en una cajita antigua, brillantemente maqueada, que estaba sobre el velador.

Tantas veces había visto la tal cajita, que por una distracción nacida de la costumbre no se fijaba en ella ni pensaba en registrar su interior como lo había hecho con los demás escondrijos del cuarto.

El brillo del negro barniz atrajo su mirada y entonces la baronesa, con movimiento instintivo, la tomó en sus manos, y la agitó sonando dentro de ella el fru-fru, de muchos papeles al rozarse.

La baronesa abrió desmesuradamente sus ojos para manifestar su sorpresa.

Allí estaba el misterio; aquellos papeles eran indudablemente los que ella buscaba.

La caja estaba cerrada, pero su pequeña cerraja era un insignificante obstáculo para la baronesa poco escrupulosa cuando se trataba de satisfacer su curiosidad.

Con unas tijeras hizo saltar la dorada chapa de la cerraja, y al abrirse la tapa violentamente, cayeron al suelo un gran número de cartas esparciéndose sobre la alfombra.

La baronesa no pudo reprimir un grito de júbilo. Su rostro tenía la misma expresión del inventor que, después de muchas fatigas, logra realizar un descubrimiento.

—¡Ah! He aquí lo que buscaba.

En una rápida ojeada abarcó todas aquellas cartas que estaban esparcidas a sus pies. Las había en papel de diversas clases, unas estaban amarillentas y manoseadas como delatando una tenaz y apasionada lectura y otras, que eran las menos, estaban blancas y tersas como si hubiesen sido encerradas en la cajita momentos antes.

Aquellas eran indudablemente las últimas que habían llegado, y por esto doña Fernanda, que de un golpe quería enterarse del contenido de aquellas cartas escritas todas en la misma letra, recogió la que le parecía más moderna y acercándose a la ventana púsose a leer:

Cielo mió: Ayer te seguí cuando ibas a misa con tu tía. No sé si me verías. Iba yo a alguna distancia y recatándome, pues todo se perdería si me viera ese zuavo pontificio que no deja a sol ni a sombra…

La baronesa se detuvo e hizo un gesto de extrañeza.

¡Zuavo pontificio! ¿Quién sería el tal zuavo?… ¡Ah! Ya comprendía. Era un apodo que le ponía aquel infame incógnito.

Doña Fernanda hizo un gesto horrible. ¡Ya le daría ella al insolente de tenerlo entre las manos como a sus cartas!

La devota siguió leyendo y cuando terminó la carta cogió otra leyendo en cinco minutos más de una docena.

Sentíase invadida por una terrible fiebre y la indignación le hacía leer con una celeridad pasmosa sin escoger entre las cartas antiguas y las modernas. Tan vehemente era su deseo de enterarse de los amores de Enriqueta y de saber quién era el hombre que con aquella pasión trastornaba todos sus planes.

La baronesa, al leer cada una de aquellas hipérboles amorosas o los juramentos de eterna pasión, no podía menos de torcer la boca con un gesto de rabioso desdén propio de una solterona desgraciada que nunca había merecido tales floreos.

—¡Dios mío! —murmuraba con voz entrecortada—. ¡Qué tonterías tan horribles! Sólo una muchacha tan tonta como Enriqueta puede envanecerse con tales requiebros. ¡Qué es esto! ¿Versos también? Vamos, este señor Esteban Álvarez es una alhaja. Ahora resulta poeta. Pero ¿quién será este hombre?

Y la baronesa, siempre leyendo, hacía esfuerzos por adivinar quién era el adorador de su hermana, sin que las cartas le diesen ninguna luz que satisfaciese su curiosidad.

Por fin al leer una de las cartas que por estar más ajada que las otras demostraba su antigüedad, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa. Ya sabía quién era aquel incógnito adorador, ya había surgido de aquel fárrago amoroso que ella calificaba de variaciones sobre el mismo tema, la personalidad del hombre que había osado poner sus ojos en su hermanastra.

Nunca olvidaré, vida mía —decía aquella carta—, el feliz instante que te vi por primera vez. Hoy, paseando por el Retiro, recorriendo aquellas alamedas por las que yo iba siguiendo las huellas de tus pasos, recordaba aquella hermosa mañana de invierno en que yo iba tras de ti arrastrado por una fuerza irresistible, hasta el punto de hacer caso omiso de las furibundas miradas de tu simpática y amable hermanastra. Por cierto que aun recuerdo el piropo que me lanzó el zuavo pontificio cuando os acompañé hasta la puerta de vuestra casa.

No necesitó doña Fernanda leer más para saber quién era el adorador de Enriqueta: tenía la baronesa buena memoria e inmediatamente recordó con todos sus incidentes la mañana aquella en que un militar insolente las siguió por todo el Retiro, llegando hasta la calle de Atocha.

Estaba ya convencida de que el tal Esteban Álvarez era el capitán que tan insolente se había mostrado con ella y esto aumentaba su indignación. Lo mismo se hubiera enfurecido al saber que Enriqueta mantenía relaciones con un duque millonario; pero al pensar que un capitán de modesto origen había logrado cautivar el corazón de su hermanastra, aumentaba su rabia.

A su indignación de beata, que veía como mujer enamorada a la que pensaba dedicar al claustro, se unía el sagrado furor de una mujer noble que se enorgullecía de su bastardía y de tener sangre real en sus venas, ante un amor desigual y deshonroso para una linajuda familia.

Más de media hora permaneció doña Fernanda como clavada en el centro de la habitación y sin fuerzas para continuar aquella lectura que le producía escalofríos de furor, y por fin, como haciendo un supremo esfuerzo, se arrancó de aquel sitio y llevando sobre ambas manos en arrugado paquete las cartas comprometedoras, se dirigió a su salón esperando impaciente la llegada de Enriqueta a la que deseaba confundir.

Su indignación contra aquella mosquita muerta, como ella decía, era inmensa; pues al pesar que le producía el amoroso descubrimiento uníase el de haber sido engañada durante tanto tiempo por aquella muchacha que ella creía poco menos que idiota. Al pensar que aquellos amores duraban ya cerca de un año sin que ella hubiese llegado a apercibirse de ello, experimentaba tanta indignación como si hubiese sido víctima de un terrible engaño.

Además en su odio había mucho de despecho; pues a la solterona despreciada que durante años enteros había rodado por los salones de la alta sociedad sin llamar la atención de los hombres, le era forzosamente muy antipática una joven que apenas salida de la pubertad y a pesar de vivir en casa como en clausura, encontraba un adorador y se comunicaba con él burlando la vigilancia de su familia.

Cuando al baronesa oyó las voces de Enriqueta y Tomasa que entraban en la antesala de vuelta de misa, la baronesa experimentó el estremecimiento de voluptuosidad sangrienta que agita a la fiera antes de caer sobre su víctima.

Doña Fernanda sentía tal impaciencia, que no dejó que su hermanastra fuera a su cuarto para cambiar el vestido y la llamó con acento imperioso.

Al entrar Enriqueta en el salón, sus ojos parecieron atraídos por un magnetismo misterioso, pues se fijaron inmediatamente en las cartas acusadoras que la baronesa, a fuerza de estrujarlas en sus arranques de indignación, había convertido en una arrugada pelota.

La joven quedóse plantada en el dintel de la puerta, con aspecto tímido e irresoluto, y así recibió la primera rociada de palabras furiosas que salió a borbotones por entre los labios de la baronesa trémula de ira.

—Pase usted adelante, desvergonzada, pase usted, que ya lo sabemos aquí todo. ¡Miren qué aire de inocencia el de la niña! Cualquiera al verla pensaría que en su vida ha roto un plato, y sin embargo la señorita tiene su novio, sostiene relaciones criminales a espaldas de su familia, y está en correspondencia con un pillete insolente, escribiéndose porquerías buenas únicamente para ruborizar a toda persona honrada. ¡Es así como debe portarse una señorita honrada y cristiana, a quien todos creen destinada a tan alta honra como es ser esposa del Señor! ¿Qué es esto, di? ¿Qué significan todas estas cartas que tengo en mis manos? Explícate; defiéndete tú misma.

Buena estaba Enriqueta para defenderse. Apenas vio que la baronesa conocía su secreto, y que estaba en su poder el tesoro de amor que tan cuidadosamente guardaba en su cuarto, sintió algo semejante a si se hundiera el pavimento y el techo cayera sobre su cabeza. Las piernas le flaquearon y tuvo que agarrarse del cortinaje de la puerta para no caer, al mismo tiempo que por sus ojos pasaba una densa nube.

Todo el terror que la baronesa había infundido en aquel carácter tímido, con su educación dura, tiránica y austera, despertaba ahora y la joven experimentaba un terror cercano al espasmo.

En cambio, doña Fernanda, que sentía gran placer en prolongar aquella situación, se revestía de una alma glacial y decía con ironía:

—¿No contestas? Yo esperaba que te justificases; que me hicieras ver la posibilidad de una joven que quiere ser esposa del Señor pueda recibir cartitas al mismo tiempo de un señor distinguidísimo que tiene que vestir un uniforme para poder comer. También quisiera que me probases que el alma se salva y va una derechita al cielo leyendo todo el cúmulo de indecencias que contienen estos papelotes.

Y al decir esto doña Fernanda, que no podía fingir por mucho tiempo aquella calma irónica, y que experimentaba la necesidad de desahogar su rabia, arrojó al rostro de la joven el puñado de arrugadas cartas.

Enriqueta recibió en mitad de su cara aquel proyectil de papel que encerraba sus alegrías y que representaba muchas noches de lectura placentera interrumpida por suspiros de felicidad y besos dados a cada renglón. Ante aquella brusca agresión de su hermanastra, la joven sintió acrecentarse su miedo, y para conjurar el peligro sólo supo decir con voz entrecortada:

—He sido muy culpable, perdón.

Al oír estas palabras la baronesa ya no hizo uso de su fría ironía sino que dando salida a la explosión de su escandalosa violencia lanzó sobre la joven un torrente de injurias.

Aquello era deshonroso, y una señorita que sostenía tales relaciones perdía su dignidad y era motivo de afrenta para su familia. Además, estaba en pecado mortal una joven que era prometida del Señor y se atrevía a hablar de amor con un desconocido que sabe Dios quién sería. ¿Cómo se había olvidado tan por completo de su devoción? ¿Cómo tenía la desvergüenza de asegurar a todos los piadosos amigos que visitaban aquella casa su deseo de entrar pronto en un convento?

Enriqueta fue a contestar. Su carácter franco sublevábase ante tales mentiras, y sentía la necesidad de protestar diciendo la verdad, o lo que es lo mismo, que ella nunca había manifestado claramente su afición a entrar en un convento, siendo la baronesa, con su carácter absorbente y despótico la que se había encargado de inventar aquella vocación; pero el terror trabó su lengua y se detuvo al ver la expresión amenazadora que contraía el rostro de doña Fernanda.

La joven sólo sabía oponer sus lágrimas a las irritadas palabras de la baronesa, y con la cabeza caída sobre el pecho, llorando sin cesar, escuchaba aquella filípica que la llenaba de terror.

Más de media hora habló doña Fernanda siempre en el mismo tono, paseándose febrilmente en unas ocasiones y en otras arrojándose con ademán trágico sobre el asiento más cercano. Todo el repertorio de frases hechas que la baronesa había adquirido hablando con sus contertulios salió en la irritada peroración, sembrando el terror en el ánimo de Enriqueta. Doña Fernanda habló del diablo que a aquellas horas debía ya considerar como suya la alma de la joven por ser traidora a Dios; describió con espeluznantes detalles las penas del infierno, y acabó extendiendo sus brazos al cielo como si en un último arranque de cariño pidiera misericordia para su hermana amenazada de tremendos peligros.

Esto conmovía a Enriqueta, pues no en vano la había educado la baronesa a su gusto. Estremecíase de horror la joven al pensar en las penas del infierno y temblaba pensando en la perdición de su alma, lo que la hacía redoblar su llanto.

Por fin la baronesa, que espiaba atentamente el efecto que sus palabras causaban en su hermana, creyó llegado el momento de cesar en sus declamaciones y hacer algo útil.

La indignación que había sentido al descubrir las cartas y que era producto de la decepción sufrida por sus planes, y el odio de solterona vieja, amortiguóse un tanto al ver el terror convulsivo y el llanto interminable que sus palabras producían en Enriqueta.

Lo importante para la baronesa era cumplir las instrucciones del padre Claudio y hacer que la joven entrase en un convento.

Doña Fernanda, reflexionando sobre el suceso, comenzaba a alegrarse del descubrimiento de las cartas, pues iba a servirle para domar por completo a la joven y hacer que declarase con franqueza aquella vocación religiosa que hasta entonces sólo había sostenido por obediencia. Convenía que la joven demostrase al ser interrogada por su padre una afición sin límites al claustro, y por esto doña Fernanda dispúsose a ser clemente, aunque exigiendo ciertas condiciones.

—Eres muy culpable, no a los ojos de tu familia, sino ante los de Dios: por eso no sé si debo perdonarte. Sólo haciendo una gran penitencia podría el Señor perdonarte la gran ofensa que le has inferido con esos torpes amores. ¿Estás tú dispuesta a lavar tus culpas?

—Sí, hermana mía —gimoteó Enriqueta deseosa de no oír por más tiempo las irritadas acusaciones de doña Fernanda—. Conozco que he ofendido a Dios. Dime lo que he de hacer, que yo te obedeceré inmediatamente.

—Piensa —añadió la baronesa, que deseaba extremar el arrepentimiento de su hermana— en el gran disgusto que ocasionaría a tu padre el conocer esos amoríos a que tan ciegamente te has entregado. ¡Qué afrenta para un conde de Baselga! Ver a su hija enamorada de un militar de humilde origen, de uno de esos a quienes los presentes tiempos revolucionarios han elevado y que en otra época hubieran sido nuestros lacayos. ¿Conoces ahora cuán criminal ha sido tu conducta? De seguro que al saberla tu padre moriría del disgusto.

Enriqueta, al oír hablar de su padre, experimentaba cierto religioso temor como si se tratase de un ser misterioso y extraño que se mostraba bondadoso y humilde, pero para ocultar mejor su poder y su cólera terrible e inmensa.

La amenaza de que su padre podría llegar a conocer sus amoríos causó tal impresión a la joven, que con voz de ardiente suplica dijo a su hermana:

—¡Oh! ¡Por Dios, Fernanda mía! ¡Qué nada sepa papá; me ataría de seguro!

La baronesa mostrábase satisfecha al ver el terror de su víctima. Ya era llegada la hora de imponer condiciones a cambio del perdón y del silencio.

—Vamos a ver, ¿tus lágrimas son de miedo o de verdadera contricción? ¿Estás realmente arrepentida?

—Sí, hermana mía; perdóname y que Dios me perdone igualmente.

—Dios te perdonará si es que tu arrepentimiento es sincero y haces todo cuanto yo te diga. Por de pronto ayunaras un mes y en todo este tiempo sólo saldrás de tu cuarto cuando yo te lo mande. ¿Estás conforme?

Enriqueta hizo con la cabeza una señal afirmativa.

—Entrarás en un convento así que tengamos arreglados todos los preparativos, y entretanto, mientras llega este momento, no te acercarás a los balcones, ni saldrás nunca de casa más que en carruaje y acompañada por mí.

La joven volvió a manifestar su conformidad y la baronesa siguió exponiendo todas las condiciones.

No hablaría más con aquella grosera aragonesa, medianera de torpes amores a quien ella, la baronesa, ya arreglaría después las cuentas por ser cómplice y protectora del capitán Álvarez, según se desprendía de las tales cartas. Cuando hablase con su padre el conde aunque éste intentase disuadirla de sus aficiones monásticas, ella se resistiría tenazmente diciendo que Dios la llamaba al claustro para fomentar su vocación y ponerse a cubierto de las pérfidas sugestiones de Satán, rezaría todos los días doce rosarios y antes de dormir se arrodillaría en el desnudo suelo y besaría éste doce veces en señal de cristiana humildad.

Doña Fernanda daba gran importancia a estos detalles de la penitencia, a juzgar por la solemnidad con que los exponía, y Enriqueta manifestaba su conformidad con todo, deseosa de terminar cuanto antes aquella terrible escena.

—Además, te confesarás con el padre Claudio así que éste pueda dedicarte un momento, quitándolo a sus sagradas ocupaciones. Es un santo varón que te dará sanos consejos y a quien debes obedecer en todo si no quieres ir al infierno.

—Le obedeceré, hermana mía.

Faltaba algo grave que decir y que la baronesa guardaba para el último instante. Plantose frente a su hermanastra y con ademán imperativo le dijo:

—Para que el perdón sea completo y se borre hasta el último vestigio de esa pasión que te contamina y nos deshonra a todos es preciso que inmediatamente escribas una carta a ese… señor Álvarez.

—¿Una carta? Dijo con extrañeza la joven.

—Sí; una carta que yo te dictaré y en la cual le dirás que todo ha sido un capricho de niña, que no le amas ni amarás nunca a ningún hombre y que tu pensamiento está puesto en Dios.

Enriqueta quedóse meditabunda. Hasta entonces, con el deseo de salir cuanto antes de tan apurada situación, había dicho sí instintivamente a todas las proposiciones; pero aquello de mostrar desprecio a Álvarez le repugnaba y comenzaba a darse cuenta de que la baronesa exigía de ella demasiado.

—¿Qué es eso? ¿No contestas? —preguntó doña Fernanda con irritada impaciencia.

—Eso que me propones no es posible; sería mentir y la mentira es un pecado horrible.

—Según eso, ¿le amas? —dijo la baronesa abalanzando el cuerpo con nervioso impulso y colocando su congestionada faz junto al desolado rostro de Enriqueta.

—¿Amarle?… No lo sé.

La joven preguntábase si amaba al capitán Álvarez y no sabía contestarse a sí misma. Ciertamente que se reconocía culpable y que temía el castigo de Dios y los horrores del infierno, pues nunca en sus libros de devoción había leído que las santas que vivían en el cielo se hubiesen paseado en vida por las alamedas del Retiro llevando al lado un buen mozo a quien caía bien el uniforme; pero aquello de escribir a Álvarez despidiéndose de él para siempre, le parecía muy cruel, tanto más cuanto que se la obligaba a decir una mentira; pues ella, a pesar de sus terrores religiosos más deseos sentía de ser la mujer del capitán que esposa mística de Dios.

Además, aquella difícil situación, que duraba cerca de una hora, había desvanecido en la joven el terror experimentado en el primer momento, ante la indignación de su hermana. Por esto permaneció impasible ante las excitaciones de la baronesa.

—De modo —dijo ésta cada vez con acento más indignado— que te negarás a escribir esa carta…

—Me niego, sí; me niego porque en ella tendría que decir una mentira y es, es un horrible pecado. Yo no puedo decir que aborrezco a ese hombre.

Enriqueta dijo estas palabras sin afectación, pero con una entereza que doña Fernanda nunca había supuesto en ella. Aquello contribuyó a ponerla fuera de sí.

—Miren la mosquita muerta como va sacando ya las uñas. ¿Así te he enseñado yo a contestar, gran… pecadora? ¿Esa es la educación que yo te he dado? ¡Ah! No en balde has pasado muchas mañanas en el Retiro hablando con ese grandísimo canalla. El te ha pervertido.

Enriqueta experimentaba la necesidad de defender a su amante. En el seno de su timidez despertábase una irritabilidad que la sorprendía a ella misma, y a pesar de todo el miedo que le inspiraba doña Fernanda, sentíase impulsada a justificar a Álvarez.

Cada uno de los insultos que la baronesa dirigía a éste, causábanla el efecto de crueles latigazos aplicados a su amor propio, y al oír en toda su irritante crudeza el calificativo de canalla, irguió su graciosa figura con fiera altanería, demostrando con el instintivo arranque que en su ser había algo de aquel Baselga subteniente de la Guardia, susceptible y acometedor como un paladín andante.

—Oye, tú —dijo con insolencia mientras brillaban de furor sus ojos empañados aún por las lágrimas—. El capitán Álvarez no es un canalla y yo no puedo consentir que a un hombre honrado se le insulte de tal modo por el delito de amarme.

La baronesa experimentó la misma impresión de sorpresa que sentiría un lobo al verse mordido por un cordero. La buena doña Fernanda dudaba que aquella joven que la miraba con ojos centelleantes fuese la misma muchacha que temblaba al notar en su hermana mayor el más leve gesto de cólera. Aquella rebelión inesperada excitó su carácter irritable y agarrando a su hermanastra por las muñecas, puso su rubicundo rostro junto al de Enriqueta.

—¿Con que le defiendes? —rugió con acento tembloroso por la rabia—. ¿Con que te indignas por lo que yo digo de ese hombre? Pues bien, sufre cuanto quieras, que yo no por esto dejaré de decir que ese militarillo es un canalla, un hombre sin educación. No hay más que leer sus cartas. ¡Qué respeto! ¡Qué finura!… ¡Mire usted qué gracioso! ¡Llamarme a mí zuavo pontificio!…

En mala hora recordó doña Fernanda esta expresión de Álvarez. Al acudir a su memoria el apodo con que la designaban los amantes, experimentó una indignación sin límites, un cruel deseo de vengarse, y como si la persona que tenía agarrada fuera el capitán al cual deseaba castigar, apretó furiosa los brazos de Enriqueta. Ésta dio un grito de dolor y como si esto excitara aún más el furor de doña Fernanda, soltó su presa, e iracunda y terrible, alzo sus dos manos en el espacio y las dejó caer sobre el hermoso rostro de la joven.

La escena fue horrible y repugnante. Las bofetadas y los puñetazos llovían sobre Enriqueta, que algunas veces vaciló próxima a desplomarse por la violencia de los golpes.

—¡Toma, perra! —vociferaba aquel energúmeno con faldas.

Toma otra para que aprendas a sacarme nombres bonitos. Ahí va esa; traspásasela al granuja de tu amante, a ese que tan gracioso se muestra en sus cartas.

Y doña Fernanda seguía lanzando, con voz entrecortada, ironías espeluznantes, al mismo tiempo que Enriqueta se defendía instintivamente cubriéndose el rostro con las manos, gimiendo de dolor y gritando en demanda de socorro.

De repente la baronesa, que estaba ebria de furor y golpeaba a su hermana con la cabeza baja sin fijarse en sus lamentos, vio que algo entraba en la habitación con la violencia de una tromba y en el mismo instante sintió en sus espaldas un tremendo golpe que por poco no la derribó al suelo.

Era Tomasa, que al oír los gritos de Enriqueta, entró precipitadamente al salón. Viendo a la baronesa maltratar a su hermana, la enérgica ama de llaves enarboló una silla y la arrojó sobre doña Fernanda dándole de lleno en la espalda.

Aquello complicó aún más la situación.

A la baronesa le saltaron las lágrimas por el dolor que le producía el golpe; pero sobreponiéndose a éste y lanzando furiosos rugidos, se arrojó sobre Tomasa sin soltar por esto a Enriqueta, en cuyos brazos había hecho presa.

La escena fue vergonzosa. Tenía todo el carácter de una riña de plazuela y por lo mismo resultaba extraña en aquel salón lujoso y de tonos lóbregos que se conmovía con la violencia de la lucha.

Las dos mujeres eran de irritable carácter y fiero empuje, y una lucha entre ellas tomaba un carácter de grotesca epopeya.

El odio tradicional que doña Fernanda sentía contra el ama de llaves, encontraba ocasión para desahogarse; y Tomasa, por su parte, no sentía mejores intenciones acerca de la baronesa. El resultado de aquella enemistad antigua se manifestaba por fin en forma de crueles bofetadas, soberanos puñetazos y mordiscos frustrados, todo ello con acompañamiento de frases soeces que se les escapaban de las bocas jadeantes y un incesante tirar de las greñas que dejaba las testas de las combatientes tan horriblemente espeluznadas como la cabeza de Medusa.

Enriqueta, arrastrada siempre por su hermana, había quedado sujeta entre el grupo que formaban las dos enemigas, y asombrada, lloriqueando y oprimida por aquel paquete de carne humana, iba de un lado a otro del salón recibiendo de vez en cuando algún manotazo perdido.

La pelea resultaba ruidosa. El belicoso grupo se empujaba de un extremo a otro de la habitación; las sillas rodaban por el suelo y un vigoroso codazo de Tomasa hizo añicos con chillón estruendo todo el museo de pinturas fantásticas y estrambóticas con que un artista chino había embellecido el juego de porcelana que adornaba una consola.

Aquella lucha ruidosa, que duraba ya algunos minutos, había puesto en conmoción toda la casa.

Fuera de la habitación sonaban repiqueteantes campanillas y los pasos apresurados de gente que corría.

Nada de esto llegaba a oídos de las dos mujeres que, tercas en su odio, se hubieran hecho pedazos antes que desasirse.

De repente se sintieron agarradas por dos manazas de hierro, que a pesar de su potencia, hubieron de forcejear algo para deshacer aquel estuche de carne que asfixiaba a Enriqueta.

—¡Papá! —gritó ésta—. ¡Ya llegó papá! ¡Gracias a Dios!

Las dos combatientes, desgreñadas, sudorosas y delirantes como furias, vieron ante ellas al conde de Baselga, con sus enormes manazas nerviosamente contraídas y el ceño fruncido.

Aún no se había extinguido en ellas el furor; aún iban a reanudar aquel pugilato, del que las habían sacado las manos del conde, pero éste intervino con oratoria convincente:

—A la primera que se mueva, de un sopapo la tiendo.

Las luchadoras miraron a la puerta, y entonces el furor desapareció para ser reemplazado por la vergüenza.

El escándalo era completo.

Allí, estrechándose y avanzando la cabeza para ver mejor, estaba toda la servidumbre de la casa, desde la doncella de la baronesa al panzudo portero. El cochero y la cocinera hacían esfuerzos para no reírse y procuraban imitar el gesto de estúpida extrañeza de sus compañeros.

El conde, ante aquella curiosidad doméstica, sufrió como pocas veces en su vida.

¡Cuánto iba a reírse aquella gente! Tenían ya tela cortada para murmuraciones que durarían más de un mes.

XVIII. EL PADRE Y LA HIJA

Doña Fernanda adoptó la resolución más propia del caso.

Dio dos gritos, se retorció furiosamente las manos, revolviéronse los ojos en sus órbitas como si quisieran saltar, y arrojando espumarajos por la boca se dejó caer, revolcándose a su sabor entre los muebles derribados por la anterior lucha.

Baselga no se inmutó gran cosa.

Le era muy conocido aquel accidente nervioso, medio que la baronesa empleaba en su juventud cuando vivía María Avellaneda y ésta no quería acceder a sus peligrosos caprichos.

Sabía el conde que aquello era un medio de salir del paso como otro cualquiera, y se limitó a ordenar a la curiosa servidumbre, agolpada en la puerta, que llevase a la baronesa a su cama.

Cuando doña Fernanda, siempre agitada por sus convulsiones salió del salón en brazos de los criados y reclinando su desmayada cabeza sobre el pecho de la burlona doncella más seria que nunca, el conde fijó su severa mirada en Tomasa, que bajaba la vista esperando con resignación la cólera de su señor.

—Ya esperaba yo esto. Hace tiempo que comprendo que algún día mi hija y tú deshonraríais esta casa con un escándalo como éste. ¿Te parece bien que una mujer de tu edad y tu carácter proceda de tal modo?

—Señor —se apresuró a decir el ama de llaves—, yo no tengo la culpa, y esto no lo ha ocasionado la enemistad que yo pueda tener con la señora baronesa. Ha sido sencillamente que escuché desde el comedor cómo se quejaba mi pobre señorita, y al entrar vi cómo doña Fernanda la ponía de golpes como un Cristo, y yo… ¡vamos!, que yo no puedo ver con tranquilidad que a una cristiana se la trate de este modo, y más siendo mi señorita, y por eso agarrando lo que tenía más a mano… ¡pum!, se lo arrojé a esa indina señora. Eso es todo.

Tomasa, recordando lo sucedido, no se sentía ya cohibida ante su señor, y erguía audazmente la cabeza como orgullosa de su buena acción.

—Bueno, celebro que hayas defendido a mi hija; pero mientras la baronesa y tú estéis bajo el mismo techo, no habrá aquí tranquilidad. Ya es hora de que te retires del servicio; te estoy muy agradecido, y aunque nos abandones, yo te daré lo suficiente para que en adelante no tengas que servir a nadie.

Tomasa se estremeció. Nunca había llegado a imaginarse que algún día tendría que salir de aquella casa, así es que, a pesar de las promesas lisonjeras para el porvenir que le hacía el conde, protestó:

—Yo no quiero abandonar esta casa. Señor, piense usted que yo me considero de la familia, que vi nacer a la señorita María y también a los niños, que…

Tomasa se detuvo. Conocía muy bien al conde, y al ver que éste hacia un ademán indicándola que callase y saliese, obedeció inmediatamente; pero antes de marcharse abrazó lloriqueando a Enriqueta.

Ésta no parecía haber salido de la estupefacción producida por la anterior escena. Cuando su padre la sacó de aquella pelea que la envolvía golpeándola ciegamente, quedó asombrada como si no pudiera darse exacta cuenta de lo que acababa de suceder.

Parecíale aquello un sueño: pero para convencerse de lo contrario, sentía en su cuerpo delicado el escozor de los golpes, y todavía le duraba el convulsivo temblor producido por el miedo.

Al quedar sola con su padre, en vez de tranquilizarse sintió aumentado su terror.

¿Qué la sucedería ahora? Después de lo ocurrido con su hermanastra, le producía aún más terror aquel padre, siempre grave y silencioso, que en vez de franco cariño, le inspiraba una sumisión supersticiosa.

Baselga, al verse solo con su hija, procuró borrar de su rostro la expresión ceñuda e iracunda de momentos antes, y dijo con voz dulce:

—Aquí estamos mal. ¿Quieres que vayamos a mi despacho, hija mía? Tengo que hablarte.

Enriqueta se apresuró a obedecer a su padre con la sumisión de costumbre, pero no por esto dejó de temblar. ¡A su despacho! ¡A aquella habitación casi misteriosa, en la que apenas si había entrado dos veces! ¡Dios mío, qué cosas tan terribles iba a decirla cuando la llevaba a tan terrorífico gabinete!

Así iba pensando Enriqueta al salir del salón precediendo a su padre. Junto a la puerta, sucias y pisoteadas por la anterior lucha, estaban las cartas de Álvarez, aquel tesoro de amor que había provocado la violenta escena.

La joven, por más que quiso evitarlo, fijó su vista en las cartas comprometedoras y hasta se detuvo como dudando si debía recogerlas o guardarlas.

Su padre notó aquel movimiento y cuando Enriqueta volvió a ponerse en marcha, Baselga se agachó agarrando con su gran mano, en un puñado, todos los sucios papeles.

Aquello hizo llegar al colmo el terror de Enriqueta. Después de su hermanastra iba a saber su padre el secreto amoroso. ¡Dios mío! ¡Qué iba a sucederle! La indignación de aquel hombre misterioso y ensimismado le producía más terror que la ruidosa cólera de doña Fernanda.

Cuando entraron en el sombrío despacho, Baselga sentóse en su sillón giratorio situado junto a la mesa, y Enriqueta, obedeciendo sus mudas indicaciones, se colocó al borde de una silla con aspecto azorado y como dispuesta a escapar al primer grito amenazador.

El conde no dijo nada. Había arrojado sobre la mesa el puñado de cartas, y deshaciendo sus dobleces y arrugas, y limpiando con sus manos las manchas que en ellas había dejado un sucio pisoteo, las leyó con extremada atención.

Enriqueta estaba con la cabeza baja y temblando como si esperara un rayo que la anonadase; pero algunas veces, al levantar la vista furtivamente, le pareció que su padre, suspendiendo la lectura, la miraba fijamente.

La joven no encontraba en el grave rostro de su padre ninguna expresión de cólera; antes bien, le parecía ver impreso en él un gesto de cariñosa benevolencia; pero tal terror experimentaba ante el hombre misterioso y melancólico, que su bondad la causaba más terror que si le hubiera visto en pie y con ademán colérico avanzar hacia ella.

El conde, cuando hubo leído una docena de cartas, hizo un gesto como quejándose de la monotonía de aquellos escritos, invariables sinfonías de cariño sobre un eterno tema, que era un amor puro, ideal y saturado de un romanticismo dulzón.

Cuando terminó la lectura, fijose atentamente en su hija y su miedo, que se manifestaba con su temblor convulsivo, no le pasó desapercibido.

—Hija mía —dijo con voz de dulce gravedad—, haces mal temblando de este modo en mi presencia. Soy tu padre y nadie tiene gusto en inspirar terror a sus hijos. Tranquilízate, que tenemos que hablar de cosas muy graves.

Estas palabras produjeron en la joven una impresión de bienestar. Parecíale que veía a su padre por primera vez y que encontraba algo de que hasta entonces no había podido darse exacta cuenta; pero que le era muy necesario. Aquel personaje terrorífico que ella veía antes en el conde de Baselga, había desaparecido, y en su lugar comenzaba a entrever un padre bondadoso que la animaba a espontanearse y a confesarle sus sentimientos.

Enriqueta se sintió más dueña de sí misma, acabó de sentarse con menos recelo y se dispuso a oír a su padre.

—Lo que voy a decirte, hija mía, es muy importante, por lo mismo que de ello depende tu porvenir y espero que me contestes con leal franqueza. Yo me he ocupado poco de tu educación. La muerte de esa santa mujer que fue tu madre (y señaló el retrato de María Avellaneda), me conmovió de tal modo, que he vivido muchos años solo y aislado como un monje, huyendo hasta de tratarme mucho con mis hijos, y especialmente contigo, pues tu rostro me recuerda la inocente hermosura de esa infeliz a quien nunca lloraré bastante.

Y Baselga, al decir esto, miraba el retrato de María, que sonreía melancólicamente, alegrando la sombría habitación con el brillante negro de sus ojos y su rosada palidez.

El conde hacía esfuerzos por contener las lágrimas que producían aquellos recuerdos, y en su rostro se notaba la expresión sublime de un alma grande y amorosa que llora la perdida felicidad.

Enriqueta también lloraba, pero su llanto era por su padre, por aquel hombre desconocido que ahora se le revelaba con toda la grandeza de un mártir del amor. Los corazones jóvenes que se abren como capullos primaverales al sol del cariño, guardan siempre cierta inmensa admiración para los que sufren por haber amado mucho.

Aquella pasión que vivía más allá de la tumba, aquel amor póstumo, conmovía a Enriqueta y le hacía mirar a su padre con la adoración respetuosa que siente un artista principiante ante el genio que lucha buscando la inmortalidad.

El ogro había desaparecido, y como pasa en los cuentos de hadas, se transformaba en un amante entusiasta. Era ya viejo, pero su pasión tenía la grandeza meritoria de no ser rosa inclinada sobre el hermoso pecho de una Venus, sino melancólico sauce llorando sobre una tumba que encerraba la nada.

Enriqueta sentía ya una inmensa tranquilidad. Su padre había amado y amaba aún: su padre sabría comprenderla.

En su presencia sentía nacer una confianza que nunca había experimentado al lado de doña Fernanda, aquella solterona egoísta y malhumorada que era el ser con el que había vivido en mayor intimidad.

El exterior frío y antipático de su padre acababa de rasgarse y por el girón escapábase el fulgor de aquella pasión póstuma que ardía en el pecho de Baselga. Enriqueta se analizaba a sí misma sin darse cuenta de ello y se convencía de que aunque amaba mucho al capitán Álvarez, nunca llegaría a tal grado de apasionamiento. Esto la hacía sentir una admiración sin límites por su padre.

El conde, después de haberse frotado con fuerza los ojos como para rechazar las lágrimas que a ellos hacían afluir los recuerdos, continuó siempre con su dulce acento:

—Conozco que he obrado mal al vivir tan alejado de mis hijos, y es fácil que Dios me castigue por mi criminal desvío. Tú debes quererme poco, Enriqueta.

—Yo, papá mío —se apresuró a decir la joven—, le quiero a usted con toda mi alma.

Y Enriqueta dijo estas palabras con gran expresión de sinceridad, pues el cariño que profesaba a su padre, por ser reciente no la daba lugar a dudas.

—Pues debías odiarme —continuó Baselga—, o por lo menos mirarme con indiferencia. Apenas si he sido para ti algo más que un extraño de aspecto taciturno y antipático. Pero hoy… todo ha cambiado, y estoy arrepentido de mi dolor egoísta que me hacía huir de la familia. Quiero ser padre; deseo que mi hija no me mire como un ser extraño, y busco su cariño inmenso que me ayude y haga más llevadera mi triste vida.

El conde se había levantado de su asiento. Sus palabras habían sido acompañadas de una excitación que le hizo avanzar hacia su hija. Experimentaba la necesidad de estrecharla entre sus brazos, de besarla, de convencerse de que era suya, y que su anterior conducta misantrópico y egoísta no había desvanecido la cariñosa inclinación que aquel ser debía sentir hacia él.

Cuando la tuvo sentada sobre las rodillas y se hubo saciado del puro goce que le producía pasar su mano por entre los rizos de su adorable cabecita, retuvo las lágrimas que pugnaban otra vez por salir, y separándose un poco de aquella boca fresca e inocente que besaba sus curtidas mejillas, preguntó con ingenuidad:

—Dime, ¿piensas abandonarme y entrar en un convento?

La joven experimentó la misma turbación que cuando era interrogada por doña Fernanda.

—Habla con franqueza —dijo el padre al notar su impresión—. Eso de abandonar el mundo es una resolución de gran importancia que no puede tomarse a la ligera. La vida del claustro es pesada y para ella se necesita gran vocación. ¿La tienes tú?

Enriqueta no contestó. Después de lo que la había ocurrido con doña Fernanda, sentíase más atemorizada que de costumbre. Temía que las paredes, oyendo su contestación franca y leal, fuesen a contárselo todo a la baronesa, y que ésta repitiese sus vergonzosos arranques de poco antes. Su única contestación fue estrecharse contra el robusto pecho de su padre ocultando el rostro sobre su hombro.

Baselga adivinó la preocupación que sufría su hija.

—Comprendo tu miedo —la dijo—. Temes disgustar a alguien y tiemblas pensando en su castigo. Pues bien, yo te aseguro que nadie pondrá la mano en ti, mientras viva tu padre, y que lo ocurrido en el salón de Fernanda no volverá a repetirse.

Enriqueta, a pesar de esto, no habló, y entonces el conde dijo con su acento bondadoso:

—Veo que no tienes confianza en mí, y que tendré que ir adivinando tus pensamientos y anticipando tus contestaciones. Tú no quieres ser monja. Esas cartas que he leído me lo demuestran, y además, tengo el convencimiento de que todo es obra de Fernanda, beata maligna, que aconsejada por su tertulia de curas es capaz de meter en un convento a todos los de esta casa. ¿No es ella la que te ha hecho pensar en la vida monjil?

Enriqueta miró con azoramiento a todas partes, como si temiese ocultos espías que fuesen a contar a su hermana lo que decía, y después hizo con su cabeza un signo afirmativo.

—Perfectamente —dijo el conde—. Veo que no me había equivocado, y me felicito de que tu vocación sea falsa. Tú no quieres ir a un convento, ¿no es eso?

—No, papá mío. Amo mucho a Dios, pero no me siento con fuerzas para una vida tan dura, y prefiero… prefiero…

—El conde fue en auxilio de su hija, que no sabía cómo expresar su pensamiento.

—Prefieres ser como todas las mujeres honradas. Primero una honesta joven que goza de cuantas alegrías decentes puede proporcionar la sociedad, y después una honrada madre de familia, útil a la patria y sostenedora de la virtud en el hogar doméstico. Me alegro de ello, hija mía, yo pienso de igual modo.

Enriqueta, oyendo expresarse a su padre de este modo sentía crecer su confianza. Por esto no experimentó una gran turbación cuando el conde la dijo así:

—Ya que no quieres ser monja, cuéntame tus amores. ¿Quién es el autor de esas cartas que acabo de leer?

La joven se ruborizó; mas no por esto sintió deseos de ocultar la verdad.

Mostrábase su padre tan amoroso y complaciente, que fácil era que accediese a autorizar sus relaciones con el capitán Álvarez.

Esta dulce esperanza hizo que la joven se espontanease, y con acento confidencial, fuese relatando al conde la historia de su pasión. Ningún incidente escapó a la memoria de Enriqueta. Desde la mañana de invierno en que vio a Esteban Álvarez por primera vez, hasta la ruidosa escena de una hora antes provocada por la indignación de doña Fernanda al conocer los amores de su hermana, la crónica completa de aquella pasión fue relatada detalladamente, cuidando Enriqueta de aprovechar cuantas ocasiones se le presentaban de hacer una apología sencilla, pero completa, de su adorador.

La joven no podía menos de asombrarse de aquella confianza extremada que la dominaba, impulsándola a hacer participe a su padre de todos sus secretos. Una hora antes hubiese creído el mayor de los absurdos el pensar solamente que ella llegaría alguna vez a relatar voluntariamente sus amores al conde de Baselga.

Cuando éste supo quién era Esteban Álvarez, su rostro oscureciose un poco; pero la mala impresión fue fugaz, y reapareció aquella expresión benévola que tenía por objeto animar a Enriqueta en su confesión amorosa.

Así que ésta terminó, el padre quedóse pensativo intentando después sondear más hondamente el alma de Enriqueta.

—¿Y amas tú verdaderamente a ese joven capitán?

—Sí, papá —contestó la joven ruborizándose—. Conozco que le amo. Y… ¡la verdad es que él lo merece! ¡Si usted supiera cuán bueno es!

Y Enriqueta al decir esto miraba fijamente a su padre para adivinar el efecto que le producían sus palabras; pero el conde permanecía impasible.

—No me cabe duda alguna —continuó la joven— de que me ama honradamente. Es hombre incapaz de mentir y muchas veces me ha dicho con lágrimas en los ojos que quisiera que yo fuese pobre y de humilde origen para que nadie pudiera atribuir su pasión a un mezquino y egoísta interés.

Baselga, al oír esto, salió al fin de su mutismo:

—Piensa muy bien ese joven al hablar así, y demuestra que es un hombre honrado. Efectivamente; para un hombre tan pobre como él es, pues sólo tiene su espada, es peligroso amar a una joven noble y rica como la hija del conde de Baselga. Siendo él tu esposo, todo el mundo tendría derecho a creer que te amaba por tus millones, y eso resultaría deshonroso para él y para ti. Por eso me opongo a esos amores y te ruego, como padre cariñoso, que olvides al capitán.

Enriqueta experimentó una profunda conmoción. ¡Adiós ilusiones! Su padre también se oponía a aquellos amores, y aunque no usaba las formas rudas y brutales de la baronesa, no por esto su resolución era menos firme.

—Pero eso no está bien —arguyo con tono quejumbroso—. Esteban y yo nos amamos, ¿y por lo que pueda decir la gente nos separan?

—Hija mía, vivimos en la esfera más alta de la sociedad y ésta impone pesados deberes que todos hemos de cumplir. Tú, por el apellido que llevas, mereces un marido mejor.

—¡Pero si Álvarez es un hombre honrado, un perfecto caballero!

—Así lo creo. Leyendo sus cartas hace un instante y oyendo tus revelaciones, me he convencido de que es un buen chico, y además el empleo que hoy tiene y sus cruces le acreditan como militar valiente. No me es antipático y le perdono sus ridiculeces de aquella tarde que tanto me molestaron y que me impulsaban a darle de palos. Pero… ¡fíjate bien en esto!, no es más que un militar oscuro, un capitán pobre y tal vez sin protección, que a fuerza de años y de salvar grandes obstáculos, puede ser que a la vejez llegue a coronel. ¿Te parece bien que una joven a quien la alta sociedad de Madrid considera de las más distinguidas y ricas se case con un hombre de tan humilde condición? No, hija mía. Aún hay clases, por más que se empeña en negarlo el espíritu revolucionario de estos tiempos. Tú debes casarte con un hombre de tu alcurnia, que tenga una posición brillante que unir a la tuya. Ahora eres aún muy joven y no debes separarte tan pronto de tu padre, so pena de pasar por mala hija. Cuando llegue el momento propicio ya encontrarás un hombre digno de ti. De sobra los hay en nuestra clase que pueden hacer tu felicidad. ¡Vaya muchacha! Yo te buscaré un novio que te convenga, y te advierto que para estas comisiones no tengo mal gusto.

Baselga viendo que su negativa iba a hacer llorar a Enriqueta, reía y bromeaba, procurando quitar toda importancia al asunto y dando a su conversación un carácter trivial y ligero.

El conde se valió de todos sus recursos para que la negativa no resultase a la joven, muy dolorosa. Trazó un sonriente y hermoso cuadro de la vida que en adelante llevarían padre e hija y todas sus aficiones de la juventud volvieron a renacer al eco de sus palabras.

—Yo, aquí donde me ves —decía Baselga riendo como un niño—, he sido un calavera en mis tiempos. La muerte de tu pobre madre me convirtió en un hurón, pero en adelante te aseguro que en tu obsequio volveré a ser lo que fui. Se acabaron mis tétricas meditaciones y las largas encerronas en este despacho. Desde hoy, ¡al mundo!, ¡a divertirse! No perderás ni una sola fiesta; se acabará para siempre esa educación monjil que quería darte Fernanda; serás reina de la moda, brillarás en todas las soirées, y cuando no tengas con quien bailar, bailarás conmigo. ¡Qué diablo!, yo, aunque viejo, no estoy del todo mal y puede ser que llame la atención como en otro tiempo en los salones de Palacio. Vas a tener en mi un caballero sirviente que muchas jóvenes te envidiarán. Entonces te curarás de esa pasioncilla romántica y agradecerás a tu padre el haberte lanzado al mundo en el que todas las jóvenes ambicionan figurar.

Baselga estaba transfigurado. La idea de hacer nuevamente el galán y el hombre de mundo en los salones acompañando a su hija, le rejuvenecía, sintiendo además un secreto placer con la esperanza de que por este medio Enriqueta olvidaría sus actuales amores.

Tan contento estaba, que acompañaba sus palabras con alegres carcajadas y gestos maliciosos, interrumpiéndose muchas veces para estrechar fuertemente a la joven entre sus brazos como si quisiera ahuyentar de este modo la tristeza que de ella se apoderaba.

Enriqueta acogía con indiferencia aquellas promesas de vida alegre y brillante que quitaban a su pasión toda esperanza.

Atrevióse a protestar varias veces, manifestando que nunca podría olvidar a Esteban Álvarez; pero aquel viejo que tan dominado estaba por una pasión póstuma y sin esperanza, mostrábase escéptico con los amores de la juventud y no creía en su firmeza indestructible.

—¡Oh! Eso se dice siempre —exclamaba Baselga riendo—. La juventud es en todas épocas lo mismo. ¡Cuántas veces, cuando yo era un mozuelo, juré eterno amor, y a los cuatro días me olvidé del juramento! ¡Cuántas de esas viejas damas que tú conoces en las reuniones, me prometieron en la primavera de su vida no olvidarme nunca y, sin embargo, poco después se casaron con otros! Esas promesas de amor son muy bonitas, pero mira, yo estoy seguro de que sólo se cumplen en las novelas. El corazón a los veinte años es olvidadizo; necesita muchas emociones, y éstas sólo se encuentran cambiando mucho. Lánzate al gran mundo, obedéceme divirtiéndote todo lo que puede una joven aristocrática y bien educada, y yo te aseguro que antes de medio año te has de olvidar de tu capitán.

El conde siguió hablando en este tono, y tan ocupado estaba en pintar a su hija un risueño porvenir, que se olvidaba de su célebre conquista de Gibraltar y de la posibilidad de dejar abandonada a Enriqueta para ir a cumplir sus aspiraciones patrióticas.

La joven conocía ya completamente el deseo de su padre. Nada de ser monja ni de hacer caso de las pérfidas sugestiones de la baronesa, pero menos aún de continuar las relaciones amorosas con un hombre de tan humilde posición como Álvarez. El conde ya le buscaría para marido un general, un embajador o un grande de España, que aumentase el lustre y prestigio de la casa de Baselga. Esta no había de ir abajo como otras casas nobiliarias; antes perecer que consentir la decadencia, pues él, don Fernando Baselga, se había empeñado en que su nombre llegara a ser el primero entre toda la aristocracia española.

Enriqueta estaba en peor situación que en su escandalosa conferencia con la baronesa. Al menos en ésta, al oír cómo insultaban a su novio, había sabido defenderle y sostener su pasión; pero ahora, en presencia de su padre, carecía de tal recurso, pues el conde la hablaba con bondad y le pedía que olvidase sus amores haciendo valer sus canas y su cariño de padre.

Notaba la joven en ella misma una impresión reciente y extraña, y era que el cariño que ahora sentía por su padre, inmenso y ardiente, ejercía sobre su ánimo tal seducción, que hacía vacilar un tanto su inflexibilidad en defender su amor.

El golpe decisivo que ella esperaba por parte de su padre no tardó en llegar.

—Es preciso, hija mía —dijo el conde, acompañando sus palabras de bondadosas caricias—, que terminen cuanto antes estas relaciones que me disgustan. Nadie como tu padre querrá tu felicidad en este mundo y es preciso que me obedezcas, pues de este modo tú serás dichosa y yo me consideraré como el más afortunado de los hombres. ¿Tendrás valor para negar lo que te pide tu padre? Piensa, hija mía, que he sido muy desgraciado y que el colmo de mi infelicidad sería que mis hijos se rebelasen contra mí.

Enriqueta estaba conmovida por el acento triste y resignado con que su padre le hablaba.

—¿Y qué quiere usted de mí, papá?

—Que escribas inmediatamente a ese joven diciendo que no le amas y que todo ha terminado entre los dos.

Era una proposición igual a la de la baronesa, pero a pesar de ello no tuvo la fuerza que en aquella ocasión para negarse.

La impresionaba la presencia de aquel padre cuya alma grande y amorosa acababa de conocer, y temía rebelarse, por el inmenso dolor que esto pudiera producirle. Bastante había sufrido en este mundo para que ella fuese ahora a aumentar sus penas.

—Pero, papá —se limitó a decir, con ligera entonación de protesta—. ¡Si yo le amo!… Eso será mentir.

—Bueno. No mientas y omite el decirle en tu carta que no le amas. Dile sencillamente que todo ha concluido y que no piense más en ti. Éste es el sacrificio que te pide tu anciano padre. ¿Te negarás a ello? ¿No serás, como yo creo, una joven sencilla y buena que no quiere acibarar la vida que le queda al que le dio el ser?

Enriqueta, conmovida, levantose de las rodillas de su padre, donde estaba, y se sentó en el sillón que haba junto a la mesa.

Tenía los labios fruncidos y en su rostro adivinábase el supremo y doloroso esfuerzo que le costaba la resolución que acababa de tomar.

—Dicte usted —fue lo único que dijo, con expresión enérgica y como si pisotease su rebelde corazón.

Aquello conmovió al conde y tuvo que hacer esfuerzos para no llorar.

Después de buscar en los cajones de la mesa papel de cartas, Baselga dictó y la joven fue escribiendo sin oponer ninguna protesta ni hacer gesto alguno de desagrado:

Sr. D. Esteban Álvarez.

Todo ha concluido entre nosotros. Comprendo que nuestras relaciones amorosas nunca podrían llegar a ser formales mereciendo la aprobación de mi familia y por esto me apresuro a romperlas. Juzgue usted mi conducta como quiera, pero le ruego que no me exija explicaciones. Mi resolución es en interés de la felicidad de ambos. Usted podrá ser feliz lejos de mi y yo, después de este rompimiento, seré dichosa cumpliendo los deseos de mi familia.

Enriqueta.

—Así está bien —dijo el conde cuando su hija terminó de escribir—. Cierra la carta y dámela. Yo la entregaré a Tomasa, que se ha atrevido a ser la medianera de vuestros amores y ella se la dará a ese joven. Junto con ésta le entregará todas sus cartas amorosas que están sobre la mesa.

Enriqueta hizo un gesto que manifestaba sus deseos de protestar.

Había admitido el rompimiento resignada, pero le parecía una crueldad sin límites desprenderse de aquellas cartas, eterno poema de amor, cuya lectura podía consolarla y devolverla momentáneamente su perdida felicidad.

—No te opongas, hija mía —añadió el conde—. Es por tu bien por lo que yo quiero alejar de ti estos testimonios de tu pasión que estarán recordándotela a todas horas.

Enriqueta nada dijo. El conde recogió la carta escrita por su hija y aquella correspondencia amorosa.

—Esta misma tarde —dijo— se encargará Tomasa de llevar estos papeles a su destino y mañana tu confidente amorosa tomará el retiro. Voy a asegurarla un porvenir enviándola de administradora a mis fincas de Castilla. Así no seré desagradecido y evitaré al mismo tiempo que viva junto a nosotros esa buena Tomasa cuyos únicos defectos son reñir a todas horas con Fernanda e interesarse demasiado en tus asuntos amorosos.

Enriqueta estaba ya de pie junto a la puerta y como ansiosa por salir cuanto antes. Porque la verdad era que estaba violenta.

Aquella atmósfera, por decirlo así, la ahogaba.

Comprendía que había obrado mal no oponiéndose resueltamente a lo que su padre le propuso.

Reprochábase su debilidad.

Remordíale la conciencia porque tenía la íntima convicción del profundo dolor que había de experimentar su amante al recibir aquella carta, que únicamente en un momento de inconcebible ceguedad pudo escribir.

El conde la contemplaba fijamente.

Y tal vez llegó a leer lo que en su corazón pasaba, porque le dijo al par que la estrechaba cariñosamente entre sus brazos:

—Hija mía, para tranquilidad de tu conciencia, basta solamente que reflexiones que has seguido los consejos de tu padre y un padre sólo apetece el bien de sus hijos.

XIX. LA FUERZA Y LA ASTUCIA

Estaba el capitán Álvarez muy lejos de figurarse que Enriqueta le abandonase, así es que, cuando recibió su carta, experimentó una sorpresa sin límites.

Tomasa, que había recibido de su señor la orden para marchar a sus posesiones de Castilla, entregó al amo de su sobrino la consabida carta y toda la correspondencia amorosa en que el capitán había depositado sus sentimientos.

Álvarez sintió mucho aquella herida moral, y buscó con ahínco al que se la producía.

Conocía que aquella carta no podía ser obra de Enriqueta, y quería saber de quién procedía para descargar en él su furor.

Pronto encontró lo que buscaba, pues desde mucho antes conocía la gran influencia que el padre Claudio ejercía en casa de Baselga.

La mano jesuítica era la verdadera autora de aquella resolución fatal que él nunca esperaba de Enriqueta.

La creencia de que el padre Claudio había mediado en sus amores para estorbarlos, poníale loco de furor, y paseándose febrilmente por su cuarto, miraba de vez en cuando su sable colgado de la pared, terror de los moros en la pasada guerra, y que ahora pensaba esgrimir contra la negra y maligna chusma.

Aquella maldita carta puso enfermo al capitán.

Él, que por su gran apetito era un motivo de justa alarma para la patrona, mostróse inapetente hasta el punto de excitar la compasión de la interesada pupilera.

Perico, el asistente, no estaba menos preocupado por aquella situación extraña de su señor, cuyo secreto conocía por su tía, mujer incapaz de guardar ocultas las noticias por mucho tiempo.

El bueno del muchacho, que se mostraba triste por estarlo su señorito, con su solicitud habitual buscó un medio para impedir que el capitán pasase el tiempo encerrado en su cuarto y huyendo de la conversación de sus compañeros cuando asistía a los actos de servicio, y un día arregló, no se sabe cómo, que el alférez Lindoro fuese a visitar al amigo Álvarez.

Aquel vizcondesillo insustancial, por pertenecer a la misma clase que Enriqueta y ser amigo de su familia, gozaba gran prestigio con Álvarez y lograba que éste pasase el rato muy entretenido con su conversación.

El capitán estaba en un estado tal de ánimo, que le era indispensable confiar sus penas a alguien, y relató al vizconde cuanto le había sucedido, enseñándole la carta.

El aristocrático alférez fue de la misma opinión que su amigo.

Aquello era obra de los jesuitas, y si el mismo padre Claudio no había dictado la carta, por lo menos se había mezclado en el asunto. Esto lo aseguraba él, que como visitante de la casa, conocía la influencia que sobre toda la familia Baselga ejercía el jesuita.

—Mira, chico, créeme —continuó el vizconde—, mientras no pongas de tu parte a ese cura, no conseguirás nada absolutamente en tus amores. Si él te protegiera, a estas horas estarías ya casado con Enriqueta. Conozco muy bien el poder que tiene ese pájaro. Es capaz con su sonrisa y sus palabras melosas de trastornar el juicio de todas las muchachas, y a la más enamorada hacerla que olvide a su novio.

—De modo, ¿qué tienes seguridad que el autor de mi desdicha es el padre Claudio?

—Completa, mi querido Séneca. Si no es él, ¿quién puede ser? De Quirós, gran amigo de la casa, no puedo sospechar. Es un buen muchacho que sólo piensa en hacerse célebre y únicamente se ocupa en amores fáciles. Del conde tampoco puede ser. Aunque él es quien ha dado a la tía de tu asistente la tal carta, no debe haber sabido nada de tus amores hasta el momento del rompimiento. Aquí los que lo han descubierto todo y han destrozado tus relaciones, son, indudablemente, el famoso jesuita y doña Fernanda que están empeñados, como tú ya sabes, en meter monja a Enriqueta sin duda para apoderarse de sus millones.

Álvarez, después de reflexionar mucho y de fruncir las cejas, preguntó a su amigo:

—¿Y dónde podría yo encontrar a ese padre Claudio?

—Mira, querido Esteban —se apresuró a decir el vizconde, comprendiendo la intención de la pregunta—. Te conozco bien y por lo mismo te advierto que no hagas ninguna tontería. El padre Claudio está hoy muy alto y no es un cualquiera a quien se le dan cuatro palos así que nos estorba.

—Sólo quiero hablar con él. No estoy loco y sé que un hombre como yo no se mide con un enemigo de tal paso que dispone de la astucia como única fuerza. Dime dónde podré verle.

—Difícil resulta encontrarlo, pues es tal vez el hombre más atareado de Madrid. Sin embargo, hay una hora en que es fácil verlo. Casi todas las mañanas va a las diez a Palacio para visitar a la reina, y si el día es bueno es fácil verle a pie, pues según él dice es el único instante en que puede hacer ejercicio.

—Mañana iré.

Y efectivamente, a la mañana siguiente eran todavía las nueve y media, y ya estaba Álvarez paseando por la plaza de Oriente frente al Palacio, aguardando la llegada del jesuita.

La mañana era magnífica.

Brillaba en el cielo un sol esplendoroso que daba a los muros sombríos de Palacio un tinte rosado y alegre, embelleciendo al mismo tiempo el vasto círculo de estatuas de reyes que como un cinturón de piedra estrechaba el jardín.

Una nube de gorriones revoloteaba con infernal algarabía en torno de la ecuestre estatua del centro, y por los andenes correteaban niños y niñeras de la vecindad, estorbando a media docena de retirados o viejos sin ocupaciones, que estaban ocupados en la lectura de los periódicos.

Pequeños cochecitos tirados por cabras hacían de vez en cuando un viaje de circunvalación en torno del jardín, siendo saludadas con sonriente algazara las cabecitas infantiles que asomaban entre las cortinillas del vehículo, por los compañeros que apoyados en el aro u oprimiendo entre sus manos la pelota multicolor, miraban con envidia a aquellos excursionistas en pequeño.

Álvarez, al entrar en la plaza, fue a mirar el reloj de Palacio. Comprendió que aún tendría que esperar por mucho tiempo, y no queriendo llamar la atención, recorrió con paso lento el espacio existente entre el arco de la Armería y las caballerizas.

Parose a hablar un buen rato con un oficial de la guardia a quien conocía, y cuando el reloj dio las diez, volvió al jardincillo del centro de la plaza, plantándose frente al teatro Real.

Por allí le habían dicho que llegaba todos los días el padre Claudio, y él quería abordarlo lejos de Palacio, como si temiese que alguien pudiera fijarse en aquella extraña conferencia que preparaba.

Entraron en la plaza por el punto indicado dos o tres curas, e igual número de veces se sobresaltó Álvarez, disponiéndose a abordar al que esperaba; pero cuando estuvieron cerca, reconoció que ninguno de ellos era el terrible jesuita.

Aún esperó más de media hora; pero al fin, por la calle del Arenal, vio entrar en la plaza al padre Claudio. El capitán sólo lo había visto una vez y a pesar de esto lo reconoció inmediatamente pues también a él como al conde de Baselga en otros tiempos, le había impresionado el continente de aquel jesuita, que con su afectada modestia y humildad, no podía ocultar su aspecto de hombre enérgico acostumbrado a ser obedecido ciegamente.

Por una extraña casualidad, la mirada del jesuita fijose desde muy lejos en aquel militar que estaba inmóvil y erguido en la entrada del jardincillo. Parecía que adivinaba que aquel hombre estaba allí esperándole impaciente.

El padre Claudio, como si se sintiera atraído o supiera con anterioridad lo que iba a suceder, avanzó en linea recta hacia donde estaba el capitán, aunque bajando su cabeza con extremada expresión de humilde sencillez y mirando de reojo.

Álvarez, cuando lo tuvo casi a su lado, Llevose cortésmente una mano a su rostro, y dijo con fría urbanidad:

—Dispense usted la pregunta. ¿Es usted el padre Claudio de la Compañía de Jesús?

El jesuita mostróse algo sorprendido. Por una extraña atracción habíase fijado en el militar, mozo de bizarra figura y marcial aspecto, pero no esperaba que éste le conociese ni le dirigiera la palabra.

Sorprendido, dejó caer el embozo de su manteo de seda e hizo con la cabeza un signo afirmativo.

—Pues en tal caso —continuó el capitán—, deseo hablar con usted.

—¿Es acaso de conciencia o asunto particular? —preguntó el jesuita con la expresión resignada de un hombre que se ve forzado a ejercer su profesión extemporáneamente.

—Tengo que hablarle de un asunto particular, que es para mí de gran importancia.

El padre Claudio, por toda contestación, se dirigió a un banco de piedra y tomó asiento. El capitán Álvarez le imitó, y los dos hombres permanecieron silenciosos por algunos instantes.

—Usted dirá —dijo por fin el jesuita abarcando toda la figura del militar con el rápido relampagueo de su mirada.

—Yo soy el capitán Esteban Álvarez. ¿No me conoce usted?

—Es extraño que mi nombre le resulte desconocido; pero yo le daré detalles que refresquen su memoria. Soy el novio de la hija del conde de Baselga o sea de la hermana de la baronesa de Carrillo ¿Me conoce usted ahora?

Desde las primeras palabras se había ya imaginado el jesuita que aquel militar era el adorador de Enriqueta, el ser que removía toda la bilis de doña Fernanda, y de quien ésta hablaba siempre en los peores términos; pero al saber que efectivamente era quien él se imaginaba, no pudo reprimir un instintivo movimiento de curiosidad, y se fijó en la casta de aquel pájaro, como él se decía interiormente.

El jesuita reflexionó antes de contestar, y por fin, con aquella sencillez que tan notable le hacía, contestó:

—Efectivamente, señor… ¿cómo ha dicho usted antes que se llamaba?

—Esteban Álvarez —contestó algo amoscado el capitán.

—¡Ah!, sí, eso es. Pues como decía, señor Álvarez, el nombre de usted no me es desconocido; pero mentiría si dijera que antes de este momento lo había oído más de una sola vez.

—Según eso, ¿no me conoce usted? ¿No sabe quién soy yo?

—No digo tanto, señor capitán. Sé que usted era novio de la señorita Enriqueta Baselga; pero esto lo sé desde ayer, en que su familia tuvo a bien hacerme algunas consultas sobre tal asunto. Ya puede usted considerar que a un amigo antiguo de la casa como yo lo soy, se le dispensan siempre algunas confianzas.

—Pues precisamente sobre el mismo asunto quiero hablarle yo, haciéndole algunas advertencias saludables.

El padre Claudio hizo un gesto de extrañeza ante el tonillo amenazador con que Álvarez dijo estas palabras, y contestó fríamente:

—Hable usted. Estoy dispuesto a escucharle.

Álvarez fue breve y expuso con gran claridad lo que pensaba. Enriqueta le amaba; estaba muy seguro de ello, porque la joven se lo había jurado mil veces por la memoria de su madre y era incapaz de mentir; y a pesar de esto él había recibido una carta escrita en estilo seco y desesperante, en la que se daban por muertos los antiguos amores. ¿Era posible esto? ¿Resultaba racional? No, ¡vive Cristo!, y por esto él estaba convencido de que en el negocio andaba una mano oculta y que alguien se había encargado de dictar aquella carta que causaba su desesperación.

Álvarez no usaba de anfibologías para decir quién podía ser aquel alguien tan fatal para su amor. Era franco hasta la rudeza y manifestaba al padre Claudio sus vehementes sospechas de que hubiese sido él, el autor de aquella trama miserable que amargaba su felicidad, y en tal caso…

Ya se encargaba el gesto sombrío de Álvarez de explicar lo que él era capaz de hacer con los que de un modo tan miserable se oponían a sus amores y pretendían robarle a Enriqueta.

El padre Claudio recibió sin pestañear aquella rociada de acusaciones y de amenazas.

Estaba acostumbrado a la explosión de las justas iras que provocaban muchas veces las intrigas jesuíticas, así es, que no se conmovió con tales acusaciones, antes al contrario, comenzó a sonreírse con la superioridad benigna del que se ve injustamente atacado y no se ofende por ello.

—¿Es eso cuanto tenía usted que decirme? —preguntó a Álvarez cuando éste finalizó sus acusaciones.

—Sí, señor; eso es cuanto quería decirle y por su bien le repito que si es usted quien ha obligado a Enriqueta a escribir esa carta, deshaga todo el mal que ha producido, pues de lo contrario podría usted tener más de un disgusto.

El padre Claudio seguía sonriendo, y después de reflexionar algunos minutos, dijo siempre con tono amable:

—Usted debe tenernos a los jesuitas en muy mal concepto.

—No es muy bueno el que tengo formado de su Orden. ¿Pero a qué viene esa pregunta?

—La hago porque comprendo que únicamente uno que odie mucho a nuestra santa Compañía puede atribuirnos intervenciones oficiosas como esa que usted me achaca. No pretendo sincerarme ni tengo necesidad de ello, pues usted no tiene sobre mí derecho alguno; pero tampoco quiero que esté usted en un error tan lastimoso como ahora. Vamos a ver, ¿qué interés he de tener yo en mezclarme en los asuntos íntimos de la familia de Baselga y con qué fin he de obligar a una joven a escribir esa carta de que usted habla? El porvenir de Enriqueta no me es indiferente, pero tampoco soy su padre para inquietarme tanto por su suerte.

Entonces fue Álvarez quien sonrió con cierta expresión siniestra, y dijo maliciosamente:

—Los individuos de la Compañía de Jesús siempre tienen interés por las familias que visitan.

—¿Qué quiere usted decir? Veamos —repuso fríamente el padre Claudio.

—Quiero decir que Enriqueta tiene muchos millones, es inmensamente rica y esto, en ciertas ocasiones, es una desgracia. Tal vez por esto se quiere impedir que ella me ame y su hermana la baronesa la inclina a entrar en un convento como mil veces me lo ha dicho la misma Enriqueta.

El padre Claudio miró fijamente con aire de lástima al gallardo militar, y después dijo por toda contestación:

—Indudablemente usted es de los que han leído El Judío Errante del impío Sue.

—Sí, señor, ¿pero a qué viene esa pregunta?

—Y del mismo modo habrá leído otros libros en que se calumnia del modo más infame a nuestra santa Compañía.

—He leído algo de lo mucho que contra ustedes se ha escrito, pero no comprendo el motivo de talles preguntas.

—Las hago, hijo mío, porque me causa compasión el ver que un militar distinguido e ilustrado, como usted parece serlo, cree en las mil paparruchas que viles escritores vendidos a los judíos y los protestantes, han propagado contra la sublime obra de nuestro santo padre san Ignacio. Y el padre Claudio, al nombrar a su santo patrono, llevose reverentemente una mano al ala de su sombrero de teja.

Álvarez, en vista del giro que el jesuita deba a la conversación, no sabía qué decir, pero aquél continuó:

—Como si yo supiera leer en los corazones, adivino lo que usted piensa en estos instantes. Usted que se ha empapado en la impía novela de Eugenio Sue, cree que los jesuitas somos gente que nos introducimos en las familias ricas para apoderarnos de su dinero y está convencido de que yo entro en la casa del conde de Baselga con el propósito de hacer monja a Enriqueta y robarle sus millones. ¿No piensa usted así?

—Si, señor; así pienso y mentiría si dijera lo contrario. Toda persona ilustrada que conozca medianamente la historia, sabe lo que ustedes han sido y de lo que hoy son capaces. Nada tendría de extraño que usted y los suyos se hubieran introducido en la familia de Baselga con tal propósito, y cualquier otro en mi lugar viéndose victima de una miserable intriga, pensaría de igual modo.

—Alabo la franqueza de usted; al menos no se puede dudar de que manifiesta con claridad sus pensamientos. Pero ¡ay, hijo mío! ¡En qué error tan grande está usted! Lástima me causan su ignorancia y la ceguera de su alma. ¿Sabe usted bien lo que es la Compañía de Jesús?

Álvarez estuvo a punto de contestar: «¡Una gavilla de malvados!», pero se contuvo, prefiriendo permanecer silencioso.

—La Compañía de Jesús —continuó el jesuita en vista del silencio de su interlocutor— es una institución alejada por completo de los fines terrenales y creada únicamente para la noble empresa de combatir al demonio y a su hijo el pecado extirpando del mundo las infames herejías. ¡Cuán lejos estamos los hijos de san Ignacio de mezclarnos en las miserias de la vida social! ¡Cuán engañados están los que creen que únicamente buscamos el poder universal en lo que esto tiene de agradable, queriendo con este fin apoderarnos del dinero de todos! Nosotros somos únicamente los humildes soldados de la Fe, los obedientes servidores del Papa representante de Dios en la tierra; y así como llegamos hasta el martirio cuando se trata de defender los sacrosantos intereses de la religión,

permanecemos neutrales e indiferentes en los asuntos sociales, en los cuales nos mezclamos únicamente por casualidad. Nuestra misión es más alta y sublime de lo que cree ese mundo metalizado que en todas las acciones ve siempre un mezquino interés.

El capitán no parecía convencido por estas palabras, pero reconocía que aquel sacerdote era un actor inimitable, que sabía dar a sus declaraciones un hermoso tinte, vehemente y dramático.

—¡El dinero! —continuó el padre Claudio—. ¡Creer que el móvil de nuestras acciones es el dinero! ¿Para qué lo queremos? ¿Nuestra Orden no es pobre, porque así se lo mandan los sagrados Estatutos? ¿No hacemos nosotros al entrar en la Compañía un solemne voto de pobreza al que no podemos faltar so pena de ser perjuros y castigados por tanto en la eternidad? ¡Oh! Mienten los que nos pintan como seres rapaces que únicamente pensamos en acaparar tesoros. Nuestro género de vida nos hace estar muy por encima de las mezquinas aficiones humanas y despreciamos el dinero, ese vil metal que a los ojos de las almas grandes no tiene ningún valor.

El padre Claudio hablaba con gran vehemencia y en aquel momento tenían sus palabras una expresión de veracidad. Efectivamente, él como individuo, despreciaba el dinero; su alma únicamente tenía sed de poder, afán de autoridad y quería elevarse merced a su talento. El dinero lo despreciaba como medio vil reservado únicamente a los imbéciles para abrirle paso. Pero como individuo de la Orden no apreciaba del mismo modo el asunto, pues consideraba al dinero como poderoso auxiliar. Sabía el aprecio que la Compañía hacía de los millones que entraban en caja; conocía que una buena operación era el mejor medio de deslumbrar a sus rapaces correligionarios y buscaba por esto aquel dinero que él despreciaba y que nunca se hubiera tomado el más mínimo trabajo de conquistar para su persona.

Álvarez se sentía molestado por las palabras del jesuita y por aquellos ademanes dramáticos que fingían veracidad asombrosamente, pues estaba firmemente convencido de lo que era la Compañía y de lo que buscaba su principal agente en casa del conde de Baselga.

—Usted, padre Claudio —dijo bruscamente el militar—, dirá lo que quiera, pero esté seguro de que yo por ello no dejaré de creer que la Compañía busca los millones de Enriqueta y para ello me quita a mi de en medio.

El jesuita hizo un gesto de ira ante este brusco ataque. Sus facciones se colorearon, lució en sus ojos un fugaz relámpago de ira y fue a contestar en tono aún más duro; pero se detuvo, y volviendo a adoptar su actitud dulce y humilde, dijo con mansedumbre:

—Piense usted cuanto quiera de malo que yo le perdono. Humilde siervo soy del Señor y las injurias van siempre muy bajas para que toquen en mi corazón, puesto a todas horas en Dios. No guardo rencor a los que me atacan, pues me basta con la satisfacción de mi conciencia tranquila. Ya lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir. Yo no tengo con la familia Baselga otras relaciones que una amistad puramente espiritual. En otros tiempos confesaba a la baronesa y ahora me limito a darla algún consejo sobre la dirección de su conciencia siempre que me lo pide. A Enriqueta la considero como una niña, y apenas si mi amistad con ella pasa de ese cariño que tenemos siempre a las personas que hemos visto nacer. Nunca me he mezclado en el asunto de su vocación religiosa y si sabía antes de esta conversación, que tenía amores con un militar, fue porque ayer me lo dijo doña Fernanda en una conferencia que tuve sobre la creación de una nueva asociación religiosa.

—¿Y no tiene usted arte ni parte en la tal cartita? —preguntó sarcásticamente el militar.

—No, señor. Se lo aseguro a usted con todo mi corazón.

El padre Claudio, tan acostumbrado a mentir, cuando le tocaba afirmar por casualidad una cosa cierta, sabía hacerlo con un acento que no daba lugar a dudas. Por esto Álvarez se convenció de que en la tal carta no tenía participación el jesuita.

—Lo creo —continuó—; pero si el rompimiento de mis relaciones no es obra de usted, la preparación sí que será debida a su consejos. Esa idea de hacer monja a Enriqueta, la reconozco: es producto de los consejos jesuíticos. Doña Fernanda la defiende, y por tanto no es aventurado afirmar que es idea del padre Claudio.

—¡Dios mío! Me marea usted con sus sospechas. ¿Y qué empeño he de tener yo en hacer monja a una muchacha que ha tenido novio hace pocos días?

Álvarez sonrió, y dijo con sorna:

—Vamos, padre Claudio, que el meter unos cuantos millones de pesetas en las arcas de la Orden, sería un buen golpecito.

El padre Claudio perdió su aplomo. Experimentó la misma impresión de ira que poco antes, pero esta vez no se detuvo, y mirando fijamente al joven, dijo recalcando las palabras:

—¡Ya están los millones otra vez en danza! A juzgar por lo presentes que están en su memoria, cualquiera diría que usted es quien les tiene afición y quiere hacerlos suyos casándose con Enriqueta.

El golpe era de maestro; uno de aquellos golpes brutales, pero terribles, que el padre Claudio daba cuando comenzaba a perder su habitual calma. El efecto fue inmediato.

Nada lograba sublevar de un modo tan terrible el carácter caballeresco y susceptible de Álvarez como la creencia de que aquel amor que tanto le dominaba fuese una miserable especulación. Muchas veces, en sus horas de reflexión, sentíase conmovido al pensar que alguien pudiese confundirlo con uno de esos explotadores del amor que aprecian a las mujeres por sus fortunas. Ver a Enriqueta pobre y abandonada para entonces amarla más aún era la ilusión que muchas veces acariciaba como la suprema felicidad, y se sentía capaz de aplastar con toda la indignación de un hombre honrado, al miserable que osara dudar del desinterés de su pasión.

Con movimiento nervioso levantose del banco, y clavó una mirada amenazadora en el padre Claudio, apretando los puños convulsamente y próximo a dejarlos caer sobre el rostro del jesuita. Éste le miraba impasible. Estaba acostumbrado a arrastrar las consecuencias de sus ataques y además se encontraba muy alto y era muy poderoso para asustarse ante la cólera de un pobre militar. Por esto miraba a Álvarez con la impasibilidad con que contempla el ídolo gigantesco las amenazas del esclavo que rebulle furioso a sus pies. Álvarez apreció la diferencia de posición que existía entre ambos y sea que temiese las consecuencias o que no quisiera abusar de su fuerza con un hombre que forzosamente había de ser de costumbres pacíficas, volvió a sentarse en el banco.

La escena había sido tan rápida que no se apercibió de ella ninguno de los que estaban en los bancos cercanos.

—Dispense usted mi arranque —dijo fríamente el militar al sentarse—. Creía que estaba hablando con un hombre como yo y me olvidaba que usted lleva faldas.

Tampoco fue mal dirigido el golpe que Álvarez asestó al jesuita con tal grosería. Aquel Borgia de la Compañía que no temía a nadie y se sentía con valor para exterminar a todo el género humano, recibió un tremendo latigazo con tan despreciativas palabras. Todos los insultos consentía él antes de que nadie le creyese débil y le recordase su estado. Él, que aspiraba a la conquista del mundo y que tenía ánimos para acometer las empresas más imposibles, se avergonzaba justamente ante aquella compasión. Hubiera preferido que Álvarez le diese de bofetadas y lo patease en medio del jardín, antes de tratarle con aquella compasión de superioridad omnipotente, propia para las mujeres y los niños.

Al recibir tal insulto, en los primeros momentos, sintió tentaciones de contestar con una bofetada, pero se contuvo y todo su furor, todo su odio, lo desahogó con una de aquellas miradas que en su despacho hacían temblar a todos sus subordinados.

Transcurrió algún tiempo sin que hablase ninguno de los dos hombres.

Álvarez, con la vista fija en unos niños que jugaban a pocos pasos, canturreaba batiendo el suelo con un pie, mientras el padre Claudio le contemplaba con mirada estúpida. A pesar de esto notábase en él que estaba reflexionando.

—Oiga usted, hijo mío —dijo por fin—. Hemos sido unos locos insultándonos de este modo. Yo no acostumbro a trabar amistad con las personas de un modo tan extraño y sentiría separarme de usted en este momento quedándonos ambos con tan malos recuerdos. Usted me ha sido simpático, no quiero que sea mi enemigo, y además, le perdono los insultos que me acaba de dirigir. ¡Ah, la juventud! Yo sé bien lo que son esas cosas, pues también he sido joven y he tenido mi sangre ardiente y mis arranques de intemperancia, como cualquier otro. Pensando en esto me siento dominado por la melancolía.

Y el padre Claudio decía esto con un acento de verdad que sorprendía al capitán. Al mirar a aquel hombre que hablaba con tanta dulzura y benignidad, dudaba Álvarez que fuese cierta la escena violenta ocurrida momentos antes.

—Yo quiero que seamos amigos —continuó el padre Claudio—. Quiero que usted no tenga ninguna queja de mí. Mire usted, sería la primera vez que se habría acercado una persona a mí marchándose descontenta de mi carácter. Esto le demostrará a usted quién es este malvado, este jesuita, como dicen ustedes los impíos con maligna entonación.

Y el poderoso clérigo reía bondadosamente al decir esto, como hombre cuya benignidad está por encima de todas las pasiones mundanales.

—Yo —continuó—, tengo empeño en ser su amigo, porque presiento en usted un gran corazón, cuyo único defecto consiste en estar emponzoñado por lecturas impías propias de estos tiempos en que ruge amenazador el espíritu revolucionario. Si somos amigos, como yo espero, ya me conocerá usted más a fondo y sabrá lo que somos nosotros los jesuitas, esos monstruos horripilantes de maldad e hipocresía que con tan negros colores pintan los novelistas enemigos de la Iglesia.

Y el jesuita seguía riendo bondadosamente como si en la inmensidad de su risueña misericordia incluyera también a los escritores enemigos de la Compañía de Jesús.

—Conque vamos a ver —dijo interrumpiéndose en su bondadosa jocosidad—, ¿qué favor puedo yo hacer a usted? ¿De qué modo debo obrar para que usted sea un amigo y no me odie? Tengo interés en hacerme simpático a usted, y no crea que esto es desinteresadamente. Tengo la ambición de conquistarlo a usted arrancándolo de las garras del diablo; no quiero que un joven digno de la mejor suerte siga encenagado en la impiedad y tenga sobre nuestra santa Compañía un concepto tan erróneo e injusto.

El capitán Álvarez sentía extrañeza ante aquella rápida mutación que había experimentado el carácter del jesuita; pero la promesa de hacer por él cuanto pudiera, le deslumbró hasta el punto de que miró ya con más simpatía al padre Claudio. Álvarez recordó lo que mil veces le había dicho su compañero el vizconde, y tenía la seguridad de que si el jesuita le ayudaba, podría llegar a ser el esposo de Enriqueta. Los jesuitas eran mala gente, y de ello estaba el bien convencido, mas no por esto desconfiaba del padre Claudio. Éste podía sentir por él una repentina simpatía: tal vez le hubiese impresionado favorablemente su carácter vivo y arrebatado, y ademas… nada perdía solicitando su protección.

Estaba el capitán Álvarez en uno de esos instantes en que el hombre se siente predispuesto a la esperanza y en que acariciando con empeño una risueña ilusión, cierra los ojos a la realidad. No se le ocurrió, pues, desconfiar, y contestó a las promesas del jesuita:

—Lo que yo deseo de usted, ya que muestra interés en protegerme, es que no oponga obstáculos a mis amores. Yo sé el inmenso poder que usted tiene, conozco la gran influencia que ejerce sobre la familia de Enriqueta, y estoy convencido de que como usted quisiera, sería yo muy pronto el marido de la mujer que amo. Esto nada le costaría a usted, y yo sería feliz.

El padre Claudio seguía riendo bondadosamente.

—¡Ah, juventud! ¡Pícara juventud! Siempre lo mismo, el amor sobreponiéndose a todos los sentimientos. Haré cuanto pueda, hijo mío, pero lo que usted me pide es tan grave, que no sé si llegaré a realizar sus deseos.

—¡Oh!, usted puede mucho.

—No tanto como usted se figura. Si de mi dependiera que Enriqueta y usted se casasen, podía ya darlo por hecho; pero, amigo mío, está ahí el padre, el conde de Baselga, viejo como yo y por tanto testarudo y loco. Es muy difícil, por no decir imposible, que un hombre como él, apegado a las rancias tradiciones, consienta en dar su hija a uno que no es noble.

—Usted tiene sobre él gran ascendiente.

—Sí, hijo mío, excepto cuando nos tiramos los trastos a la cabeza; pero, en fin, el asunto no se perderá por mi culpa, pues haré cuanto pueda.

—Si usted cree que la familia de Enriqueta no ha de hacer caso de sus consejos, al menos logre usted por su parte, deshacer el efecto de esa carta que a mi novia la obligaron a escribir, y haga lo posible para que se reanuden nuestras relaciones. Comprendo que soy muy exigente y que usted juzgará tal vez degradante esta proposición; pero si usted fuera tan bondadoso que aceptase, le debería mi felicidad.

—Vaya, pues —dijo el jesuita siempre en tono jocoso—. Haré ese favor, aunque el papel que usted me encarga desempeñe, no sea muy honroso. Se ha de transigir algo con la juventud, siempre exigente cuando está enamorada. Aconsejaré a Enriqueta que no se deje imponer por nadie y que cumpla lo que le dicte su voluntad. Si tiene verdadera vocación será monja, y si aquella es una ficción de su hermana doña Fernanda, entonces tenga la seguridad de que ella misma desmentirá esa carta y reanudará el interrumpido galanteo. ¿Está usted contento?

Álvarez, por toda contestación, tendió una mano al jesuita que éste estrechó con efusión; pero al mismo tiempo su sonrisa tomó una expresión sarcástica de la que no pudo apercibirse el militar.

Retuvo el padre Claudio la mano del capitán, apretándola cariñosamente como para infundirle confianza, y pasado algún rato le preguntó con tierna solicitud, mirando fijamente sus ojos, como si pretendiese sondear sus pensamientos:

—¿Y cómo está usted en su carrera? ¿Tiene usted esperanzas de ascender? Me parece usted un militar de mérito.

—Yo —contestó con sencillez Álvarez— soy uno de esos predestinados a encontrar siempre de espaldas a la fortuna.

—Sin embargo, para su edad no se puede usted quejar. Es capitán y tiene la cruz de los valientes.

—Algo me costó ganarme todo esto, y haciendo lo que yo, otros serían ya coroneles. Además soy de los que únicamente se abren paso en tiempo de guerra a costa de grandes servicios; pero en la paz es imposible que logre ser favorecido, ni menos que se me haga justicia.

—¿No tiene usted protectores?

—No; ni los busco. Soy demasiado altivo para mendigar lo que en mi concepto sólo puede alcanzarse honradamente con la punta de la espada.

—¿No conoce usted ningún poderoso? ¿No es amigo de ningún general?

—Uno solo conozco, pero éste es imposible que me favorezca pues su recomendación causaría mal efecto en el ministerio.

—¿Quién es? ¿Puedo saberlo?

—El general Prim.

—¡Ah…!

El jesuita lanzó esta exclamación de un modo que alarmó a Álvarez. A éste le pareció que los ojos del padre Claudio se animaban con siniestra expresión, como si una alegría infernal le conmoviera interiormente.

El astuto clérigo, adivinando el mal efecto que aquella demostración había causado en el militar, se apresuró a corregir su imprudencia.

—No me extraña ahora —dijo con tono festivo— que usted haya perdido la esperanza de hacer carrera. Efectivamente, mala recomendación es la amistad de Prim; pero usted podía deshacer este obstáculo rompiendo toda clase de relaciones con el general y buscando mejores amistades.

Álvarez se irguió con altivez y dijo con cierta solemnidad:

—Yo sólo abandono a mis amigos cuando me ofenden, y no por un vil interés. Admiro al marqués de los Castillejos como uno de los mayores héroes que ha tenido España y lo mismo en la adversidad que en la fortuna estaré siempre a su lado.

Aquello parecía gustar al padre Claudio, a juzgar por su sonrisa y después de estar silencioso un buen rato con la vista fija en el suelo como si reflexionase, dijo así:

—La verdad es que usted obra perfectamente no separándose del valiente Prim. ¡Quién sabe si éste será el medio más rápido de hacer fortuna! Esto se va, amigo mío, soy el primero en reconocerlo, a pesar de que estoy interesado en mantener lo existente. En aquella casa —y señaló al Palacio real— el diablo anda suelto y no se hacen más que desatinos; así es que no será extraño que cualquier día el pueblo excitado por la propaganda revolucionaria, dé al traste con todo lo que hay detrás de esos muros. Si ese momento llega, Prim será el encargado de dar el golpe, y usted, de un solo salto, subiría a gran altura, porque, indudablemente, le ayudará en su empresa revolucionaria. ¿No es esto?

—Yo —contestó Álvarez con sencillez— voy siempre donde van mis amigos. Esta vez el padre Claudio fue más cauto y no se transparentó en su rostro la alegría que le causaba tal declaración.

—Aun siendo contra mis intereses —continuó el astuto clérigo—, lo reconozco. La nación está mal.

—Y tan mal —repuso Álvarez, a quien animaba tal conversación—. La mitad de la miseria que sufre España, viene de ahí. —Y al decir esto señalaba enérgicamente al Palacio real.

—Sí —añadió el padre Claudio—; y la otra mitad, de nosotros, los que vestimos sotana. ¿Le he adivinado el pensamiento?

—Así es. ¿Por qué he de mentir? En mi concepto, España sólo será un pueblo completo el día en que se emancipe de la tutela de la Monarquía y la Iglesia.

—Ah, impío —dijo el jesuita en broma y sin escandalizarse por tales palabras—. Necesario es que sea usted amigo mío, que venga a verme y que hablemos largamente para que yo limpie su inteligencia de todas esas ideas pecaminosas, adquiridas en perversas lecturas. Paso por que esa monarquía que tenemos hoy es mala, pero, la Iglesia, ¿por qué echar la culpa a la Iglesia de los males de la nación? Los pueblos nunca podrán pasar sin reyes y sin sacerdotes. Pero hablaremos de esto más despacio en otra ocasión, pues hora es ya de que entre en Palacio.

Los dos hombres se levantaron.

—Joven, ya sabe usted que le quiero y cuente con que haré cuanto pueda en su asunto. Cuando quiera verme o me necesite, me encontrará en la casa residencia de la Orden. Pregunte por mí, que para usted tengo siempre las puertas abiertas.

Cruzáronse entre los dos amistosos saludos y ofrecimientos, y después se separaron.

Álvarez iba con dirección a la calle del Arenal, pensando que el jesuitismo no era en el fondo tan malo como lo suponía, y que aquel célebre padre podría ser un malvado en otros asuntos, pero que en lo referente a la familia de Baselga no tenía seguramente ningún fin secreto ni mostraba empeño en estorbar sus amores con Enriqueta. El capitán sentía un gozo inmenso, con la seguridad de que el bondadoso sacerdote, poniendo en juego su influencia, volvería los galanteos al mismo ser o estado que antes de la malhadada carta.

Mientas tanto, el padre Claudio entraba en Palacio. Llevaba el rostro casi oculto en el embozo de su manto de seda para ocultar una risita que daba miedo, por lo mismo que era espontánea. «Se ha vendido» —murmuraba—. «Ese muchacho es amigo de Prim y conspira en la actualidad. Estoy seguro; sus palabras lo indican. Haremos que lo vigilen, y muy listo ha de ser para que no lo coja por su cuenta el ministro de la Guerra y lo envíe a Ceuta».

«¿Quién sabe si hará méritos suficientes para ser fusilado? Para esto hoy basta poco. De un modo o de otro nos libraremos de un novio romántico que estorba mis planes y ese mequetrefe aprenderá a oír con más calma, sin amenazar con bofetadas… y a no burlarse de mis faldas».

XX. EL LAZO TENDIDO

Estaba don Fernando Baselga en su sombrío despacho, ocupado en su habitual tarea de estudiar las fortificaciones inglesas de Gibraltar, cuando entró un criado anunciándole la visita del padre Claudio, a quien acompañaba un caballero.

El conde experimentó cierta emoción al oír tal anuncio.

Hacía más de dos meses que no veía al poderoso jesuita, pero aquel mismo día por la mañana había recibido la visita de Joaquinito Quirós, quien con aire misterioso, le había dicho de parte del padre Claudio que por la tarde iría éste a verle, acompañado de un caballero que acababa de llegar de Gibraltar, y que se comprometería indudablemente a tomar parte activa en la grande empresa.

Aquello alentaba mucho las esperanzas de Baselga. Este, siempre que reflexionaba en su soñada conquista del Peñón y teóricamente apreciaba sus inmensas dificultades, pensaba en el jefe de los jesuitas de España, comprendiendo que podía prestarle un auxilio poderosísimo.

Las promesas veladas, pero halagüeñas, que el padre Claudio le había hecho el día en que estuvo próximo a romper sus relaciones con él a causa de la educación que tanto él como la baronesa querían dar a Enriqueta, habían entusiasmado al conde, que con ciego optimismo se creía ya invencible si la Compañía protegía ocultamente su empresa patriótica. De aquí que acogiera con tanto júbilo el recado que Quirós le comunicó de parte del poderoso jesuita.

Baselga, ocupándose continuamente de su empresa, obsesionado por ella, había llegado a los últimos límites de la exaltación.

Cumplía las promesas que había hecho a su hija para obligarla a olvidar sus amores, y continuamente se exhibía con ella en los paseos, los teatros y los salones; llevaba la vida de un hombre elegante que quiere hacer agradable su existencia y no pierde diversión; tenía empeño en lanzar a su hija en el dorado torbellino de la sociedad aristocrática, y para animarla le daba el ejemplo haciéndose el viejo verde y mezclándose más entre los jóvenes que entre los amigos de su edad; pero todo esto no lograba borrar de su cerebro aquella idea de conquista que le perseguía hasta en el sueño y le impulsaba a fatigosos trabajos y a un cabildeo continuo.

Su regreso al gran mundo y a sus esplendorosas fiestas, en vez de distraerle, había servido para exacerbar el afán de gloria que le dominaba. En los aristocráticos salones o en los regios bailes de Palacio había encontrado a sus antiguos compañeros de la Guardia Real, que ahora eran generales famosos, políticos de gran renombre y jefes de gobierno, gozando de todas las dulzuras y satisfacciones que proporcionan el poder y el aura popular. Le habían hablado con la cariñosa franqueza que da una antigua amistad, bromeaban con él como si aún fuesen tenientes del real cuerpo y comentasen en el cuerpo de guardia las locuras de su general en jefe, el estrafalario conde de España, o las alcahueterías del complaciente duque de Alagón; pero a pesar de tantas expansiones cariñosas, Baselga notaba que entre él y sus compañeros se levantaba un obstáculo infranqueable, el de la diferencia de clase, y que él, al lado de aquellos hombres célebres, de cuya vida y actos se ocupaba toda la nación, no era más que un hombre rico, pero desconocido fuera del mundo de la aristocracia y que sólo merecía el afecto desdeñoso que se dispensa al desgraciado que ha malogrado su existencia y llega a la vejez sin haber hecho nada de provecho.

Su vida resultaba oscura y misteriosa para sus antiguos compañeros.

—¿Pero qué es lo que haces? —le preguntaban éstos con extrañeza cada vez que hablaban de su existencia—. ¿En qué pasas el tiempo? Indudablemente te limitas a gozar de tu gran fortuna y te contentas con llevar una vida regalada y oscura. Podías haber sido mucho, pero tú no conoces la ambición y eres feliz no imitándonos a nosotros, que sufrimos el eterno tormento de subir y subir a una altura que no tiene fin.

Cada vez que aquellos generales, ministros y embajadores hablaban de este modo a su antiguo amigo, éste volvía a su casa más agitado que de costumbre, y muchas veces, encerrándose en su despacho, lloraba de rabia al ver que estaba ya próximo a la ancianidad y era de todos sus amigos de la juventud quien menos había ilustrado su nombre.

¿Con que él no tenía ambición? Esta había sido su pasión dominante, y de la que no se había dado cuenta hasta verse en la vejez. Ambición era el sentimiento de bullicio y escándalo que le movió a sublevarse contra los liberales en 1822; ambición, lo que le hacía llevar a cabo tan estupendos actos de valor al frente de su regimiento carlista, y ambición lo que ahora le enloquecía y le impulsaba a realizar su aventurado plan de conquista, que de obtener completo éxito, haría su nombre inmortal.

Lo que él tenía de malo, el obstáculo en que tropezaba, es que era un incapaz, un bruto (y Baselga se aplicaba con fruición este calificativo), un hombre incompleto, que había subordinado su ambición a sus amores, y cuando no, había estado ligado al padre Claudio, siendo un ser sin voluntad, una máquina que se movía según las órdenes que emanaban de la voluntad de aquél.

Sus compañeros habían trabajado para sí, completamente sólos, sin el bagaje de amores que embrutecían, de pasiones póstumas que enervaban, y de protecciones que en vez de engrandecer anulaban al protegido, y por esto con menos esfuerzos y marchando con más arte habían conseguido escalar la cima de la fortuna. Pero aún era tiempo y él estaba dispuesto a remediar todos sus antiguos desaciertos.

Allí estaba su plan, magnífico, sorprendente, digno por lo difícil y aventurado de los romancescos tiempos el cual de un solo golpe y en muy pocos días le colocaría a mayor altura que todos sus afortunados compañeros.

La esperanza de conquistar con tan singular golpe de mano la fortuna hasta entonces esquiva, exaltaba al conde hasta el delirio.

Era rico, pero esto no le bastaba y pronto sería universalmente célebre que era lo que constituía su felicidad.

Aquella exaltación patriótica que le dominaba, había cambiado su exterior lo mismo que su carácter. Tenía en los ojos ese brillo propio de la fiebre que consume a los hombres empeñados en realizar por sí sólos una empresa que raya en lo imposible, y tan obsesionado estaba por su proyecto, que oía mal y contestaba peor cuando le hablaban de algo que no fuese la conquista de Gibraltar.

Su familia era la que mejor notaba la transformación operada en el conde; sus distracciones que muchas veces tomaban en la mesa del comedor un carácter cómico y sus terribles e injustificadas cóleras que ponían en conmoción toda la casa y que estallaban los días en que Baselga se desalentaba en su plan, convencido de los insuperables inconvenientes que se oponían a su realización.

Pretextando un viaje de inspección a sus posesiones de Castilla, para que ninguno de sus contados amigos pudiera concebir sospechas acerca del objeto de su excursión, abandonó Madrid y estuvo tres días en Gibraltar teniendo que salir forzosamente pasado este tiempo a causa de las indicaciones de la policía inglesa a quien debió llamar algo la atención las preguntas algo indiscretas y el examen interesado y detenido de cuantas obras fuertes pudo ver.

El viaje sólo sirvió para que el conde se indignase todavía más contra los ingleses que expulsaban a un español del suelo de su península y para que se convenciera de la imposibilidad de su empresa. Esto puso a Baselga de un humor endiablado, y tanto su servidumbre como su familia, sufrieron por algunos días las consecuencias de aquel viaje que les resultaba misterioso.

El apoyo prometido por el padre Claudio fue en adelante su única esperanza y esperó pacientemente a que éste le concediera el ansiado auxilio.

Tan vehemente era este deseo, que el conde, que nunca había apetecido las visitas del poderoso jesuita, cuyo verdadero carácter creía ya conocer, las esperaba ahora con tanta impaciencia como la devota baronesa, desesperándose al ver que el padre Claudio no cumplía sus promesas.

Él, tan altivo y deseoso poco antes de ir rompiendo poco a poco sus relaciones con los jesuitas, fue en busca del reverendo padre a la casa residencia de la Orden, pero en ninguna de sus visitas logró encontrar al padre Claudio. Parecía que lo había tragado la tierra o que se ocultaba intencionadamente deseando con su ausencia excitar los deseos del conde.

Por esto la alegría del conde fue grande cuando Quirós le comunicó el recado del reverendo padre y más aún cuando el criado le anunció su visita.

Entró el padre Claudio en el despacho siempre sonriente y haciendo reverencias y tras él apareció un hombrecillo moreno, de pelo rojizo, nerviosa movilidad, y una expresión en el rostro algo siniestra que pretendía corregir con una sonrisa estúpida.

Miraba a todas partes con azoramiento no exento de curiosidad y tuvo su vista fija algún tiempo en las vistas de Gibraltar que adornaban el despacho del conde, diciendo después con acento atolondrado de marcada pronunciación extranjera:

—¡Oh! Está bien; muy bien.

El padre Claudio, después de saludar a Baselga, tomó asiento con su compañero junto a la mesa de trabajo y con voz misteriosa preguntó:

—¿Estamos seguros aquí? ¿Podrá oírnos alguien?

—No acostumbran mis criados a escuchar tras las puertas, pero sin embargo, tomaremos precauciones.

Y el conde, a quien le iba gustando mucho aquel misterio, por lo mismo que le presagiaba cosas muy interesantes, levantose y salió del despacho oyéndosele cerrar una puerta lejana y viniendo después a hacer lo mismo con la de la habitación.

—Ahora —dijo volviendo a sentarse—, ya estamos seguros de que nadie nos oye. Diga usted cuanto quiera, padre Claudio.

Éste se detuvo antes de contestar como si saborease un golpe de efecto y al fin dijo, dando cariñosas palmaditas en la espalda de su acompañante que instintivamente tomaba la actitud de un perro acariciado:

—Este señor que usted ve aquí, es el capitán Patricio O'Connell, caballero inglés que está de guarnición en Gibraltar.

Produjose en el conde el efecto esperado por el jesuita. En su rostro retratose la alegría y miró cariñosamente al capitán irlandés examinando con atención su personilla.

Baselga, a pesar de que estaba dispuesto a impresionarse favorablemente, no pudo menos de reconocer con su buen ojo de soldado que aquel hombre tenía poco de militar. Era vivaracho y desgarbado en demasía y además llevaba afeitado el labio superior demasiado grueso y prolongado, ostentando unas patillejas rojas y lacias que le daban más aire de comerciante británico injertado en mercader judío, que de capitán del bravo ejército que con Wellington se cubrió de gloria en Waterloo.

Pero el conde estaba inclinado a verlo todo por su lado bueno, e internamente excusó al extranjero, diciéndose que, en el ejército inglés aunque había buenos mozos también se veían figuras raquíticas y extrañas, lo que no impedía que se batieran bien cuando llegaba la ocasión.

Baselga, algo emocionado, había murmurado un cumplido, extendiendo su mano al extranjero.

—Tanto gusto en conocer a usted, señor conde —decía el capitán con su acento extranjero que cuidaba de extremar—. El padre Claudio me ha hablado mucho de usted y de su magnífico plan y tantos deseos siento de ayudarle en su empresa, que he solicitado una licencia de mis jefes pretextando deseos de conocer las principales ciudades de Andalucía tan sólo por venir a verle.

—¡Eh! ¿Qué le parece a usted? —dijo el padre Claudio—. Le prometí ayudarle en su patriótica empresa, y aquí me tiene usted con el socorro apetecido, pues le traigo nada menos que a uno de los más valientes oficiales del ejército inglés. El capitán O'Connell cual buen irlandés, es ferviente católico como nosotros y también lo son todos los soldados irlandeses de la guarnición de Gibraltar, que pasan de ochocientos. Por esto es casi seguro que todos ellos tomarán parte en nuestra santa empresa. ¿No es así, amigo O'Connell?

—Así es, reverendo padre.

Baselga estaba entusiasmado con aquellas seguridades, y se sentía tan feliz que hasta creía estar soñando. Aquello de poder disponer de casi la cuarta parte de las tropas del Peñón, le causaba una felicidad próxima al desvanecimiento.

Una cosa le llamaba la atención en el capitán irlandés, y era la facilidad con que se expresaba en castellano.

—¿Está usted mucho tiempo en la península, capitán? —le preguntó—. Habla usted muy bien nuestro idioma.

—¡Oh! Es usted muy indulgente, pues reconozco que lo hablo bastante mal. Estoy más de un año en Gibraltar, pero yo tengo gran afición a los idiomas, y además conocía desde mi niñez muchas palabras del español. Mi padre fue también militar e hizo la guerra en España contra los franceses, a las órdenes del duque de Wellington.

Baselga, a quien preocupaba algo aquella facilidad de lenguaje, se tranquilizó, e impaciente por conocer las probabilidades de éxito de su plan, entró directamente a tratar de la conquista del Peñón, su tema favorito.

Él tenía en su imaginación ultimado todo su plan. Se había procurado todo lo escrito sobre las célebres fortalezas de Gibraltar, y sobre las costumbres militares en dicha plaza; había visto por sus propios ojos en el mismo teatro de operaciones todo lo que le había permitido la policía inglesa, y para dar el golpe, únicamente necesitaba quien estuviese en combinación con él dentro de la ciudad y le ayudase en el momento decisivo. ¿Estaba conforme el capitán O'Connell en ser su auxiliar?

Llegó para el irlandés el momento de manifestar su pensamiento que fue bien sencillo y expresado en pocas palabras. Él estaba dispuesto a todo y lo mismo que él, todos los irlandeses de la guarnición. Antes que súbditos de la Gran Bretaña, eran vasallos del Papa y fervientes católicos, y por tanto se hallaban prontos a ejecutar las órdenes que Dios dictase por boca de sus representantes directos, los jesuitas, los cuales al mismo tiempo eran muy buenos amigos de san Patricio, patrón de Irlanda. Además sentían hacia la vieja Inglaterra, su opresora, perdurables odios y les gustaba mucho quitarle una plaza de tanta importancia como Gibraltar, creándole de paso un conflicto con España.

La conjuración podía contar con ochocientos soldados esforzados, fuerza con la cual bien podía intentar un golpe de mano el conde de Baselga de cuya historia militar ya se habían enterado tanto él como sus compañeros y especialmente de sus estupendas hazañas en la guerra carlista.

Al conde resultábale extraño que su vida militar fuese conocida de los extranjeros, pero a pesar de esto sentíase halagado por las lisonjas como todo mortal y se imaginaba ya apoderándose de Gibraltar al frente de los soldados irlandeses que le aclamaban como caudillo invencible.

Baselga, cada vez más entusiasmado en vista de lo segura que era la adhesión de los irlandeses, entraba a detallar su plan y hacía preguntas al capitán, a las que éste contestaba con su habitual precipitación.

—¿Y esos ochocientos hombres forman todos un cuerpo?

—No, señor conde. La mayoría están en el batallón de rifles, o sea lo que aquí llaman batallón de cazadores, y el resto en los otros cuerpos de la guarnición. ¡Oh! El gobierno inglés tiene buen cuidado de esparcir a los irlandeses por todos los cuerpos, evitando que formen un regimiento completo, pues saben que éste se sublevaría inmediatamente.

—¿Y qué procedimiento cree usted mejor para dar el golpe?

—El que usted ha expuesto antes, es el más aventurado pero el más seguro. Aguardamos una noche en que entren de guardia en las principales fortificaciones una parte de los nuestros y en que yo pueda quedarme en el castillo. Usted al frente de los que estén libres se apodera del gobernador de la Plaza y las principales autoridades, nosotros desde arriba apuntamos los cañones a los cuarteles donde estén alojadas las fuerzas no comprometidas y el hecho queda ya realizado con éxito.

—Sí; éste es el mejor plan. Además tiene la ventaja de que las autoridades inglesas no están acostumbradas a esta clase de sucesos y es, por tanto, más fácil pillarlas desprevenidas.

—Tiene usted razón. Las sublevaciones militares son tan desconocidas de los ingleses como populares entre los españoles.

Baselga, cada vez más entusiasmado y deseoso de ultimar su difícil plan, sacó de un cajón de su mesa un plano de Gibraltar hecho por él mismo con arreglo a cuanto había visto o estudiado sobre la célebre Plaza. Había en él algunos claros que llenar y deseaba que aquel inesperado y valioso compañero le ayudase a corregir errores y le ilustrase en varios puntos que le resultaban oscuros.

El conde no obtuvo lo que deseaba. El rojo capitán con tanto aplomo como precipitación contestaba a todas sus preguntas, pero a Baselga le pareció que muchas veces hablaba sin saber lo que decía y únicamente por no demostrar su ignorancia.

—Ese mozo —pensaba el conde—, sabe menos aún que yo. Debe ser un militar ignorante como yo lo era en mis buenos tiempos. Pero esto no importa. Me doy por satisfecho con que sea valiente y sepa hacerse dueño del Peñón facilitándome la conquista de Gibraltar.

Baselga guardó el plano y la conversación continuó, mezclándose en ella el padre Claudio, que hasta entonces había permanecido silencioso y mirando a los dos interlocutores con la mayor atención, como si le interesara mucho su diálogo.

—Me decía el capitán cuando veníamos aquí —dijo el jesuita— que sería necesario que en la empresa entrasen también algunos españoles de corazón que no vacilaran al iniciar el movimiento.

—Sí, señor conde —añadió el irlandés—. Cincuenta o sesenta hombres decididos no estarían de más en el primer instante de nuestra santa revolución. Servirían para apoderarse de una guardia que pudiera estorbar nuestros planes, para desarmar una patrulla o cuando menos para guardar la persona de usted que es muy necesaria y no debe exponerse a caer tontamente en manos de las autoridades inglesas.

—Algo de eso había yo pensado —dijo el conde—. Efectivamente, no sería de sobra ese grupo de hombres con el cual se aseguraba la iniciativa del movimiento.

—La cosa no es difícil. Se tienen estos hombres en La Línea y cuando llega el día propicio para dar el golpe, se los hace entrar en Gibraltar con diversos disfraces. En cuanto a sus armas, yo me encargo de introducirlas sin que nadie se aperciba de ello.

—Lo difícil es encontrar hombres que sirvan para una misión tan delicada.

—Difícil es. Yo, como vivo en Gibraltar, conozco mucho la gente que pulula en el campo fronterizo, contrabandistas y merodeadores, y aunque son hombres valerosos aconsejo a usted, señor conde, que no se fíe de ellos. Son gente borracha y habladora, y contar con ellos es ir a la perdición, pues no saben guardar un secreto.

—¿A quién buscaríamos? —murmuró el conde con expresión pensativa.

—No es difícil encontrar la gente que necesitamos —dijo el padre Claudio—. Usted, señor conde, conserva, según muchas veces me ha dicho, sus relaciones con muchos carlistas de Navarra que hicieron la guerra a sus órdenes. Éstos, por lo regular, son gente dura y aguerrida, ¿no es eso?

—Se portaron bien a mis órdenes y tengo en ellos absoluta confianza.

—Perfectamente. Pues basta que usted les envíe una carta diciéndoles que los necesita para una empresa importante (sin decirles cuál sea), para que inmediatamente vengan aquí creyendo que van a hacer algo por el Pretendiente. ¿Está usted seguro de que le obedecerán?

—¡Oh!, segurísimo. A pesar de los años transcurridos me quieren y respetan tanto como cuando yo era su coronel. Algunos han muerto desde entonces, pero quedan sus hijos que me obedecerán de igual modo, pues los he favorecido a todos con mano pródiga, y es imposible que tan pronto olviden mis beneficios.

—Ya tenemos, pues, lo que deseábamos —dijo el capitán irlandés—. De entre esa gente escogerá usted cincuenta, los más fornidos y temerarios.

—Escribiré al tío Fermín, de Zumárraga, que fue sargento a mis órdenes y él se encargará del reclutamiento.

—Además, los armará usted convenientemente. Puede usted comprar cincuenta carabinas de repetición, de ésas que han inventado recientemente los yankées. Las tienen almacenadas aquí y ya le comunicaré yo desde Gibraltar la forma más adecuada para remitírmelas, introduciéndolas sin riesgo en la Plaza. Todo esto resultará tal vez un poco caro, señor conde.

—¡Bah! —repuso éste con ademanes de desprecio—. ¡Quién repara en dinero cuando se trata de una empresa tan grande y que redunda en beneficio de la patria!

—Muy bien dicho, amigo Baselga —dijo el padre Claudio con entusiasmo—. Y además, si el dinero faltase, aquí estoy yo, o más bien dicho, aquí está la Orden que, aunque pobre, contribuirá cuanto pueda a tan santa empresa.

El conde dirigió una mirada de gratitud al jesuita.

La conversación entre los tres hombres se generalizó, y pasaron más de una hora ocupados en examinar el plan de conquista apreciándolo hasta en sus menores detalles.

El capitán O'Connell lo aprobaba todo con entusiasmo, y mostraba a Baselga una confianza sólo comparable con la que un granadero de la célebre Guardia Imperial pudiera sentir por Napoleón.

Esto ensoberbecía al conde y atizaba aquella exaltación nerviosa de que era víctima siempre que examinaba su plan patriótico.

Sólo el padre Claudio le hacía objeciones y le oponía algunos reparos, siendo de éstos el que más molestaba al conde el empeño del jesuita en asociar otras personas a la empresa.

—Me extraña mucho, padre Claudio —decía Baselga—, que una persona tan cauta y prudente como lo es usted, se empeñe en mezclar en este asunto más personas. Recuerde usted el antiguo refrán «secreto de dos lo guarda Dios…». Aquí somos más de dos y bastante es con que conozcan el plan usted, el señor O'Connell y Joaquinito Quirós. ¿Aún quiere usted que lo conozca más gente?

Piense usted que de este modo el secreto puede desaparecer, y entonces adiós las probabilidades de éxito, pues si los ingleses llegan a apercibirse de nuestros intentos, nada podrá hacerse.

A pesar de estas razones, el jesuita no se daba por vencido, y alegaba otras para demostrar la necesidad de asociar ciertas personas a la empresa.

—Desengáñese usted, señor conde —decía con expresión de superioridad—, es preciso que personas respetables de mi mayor confianza entren también en la aventura. Para esta clase de negocios, por muchos que seamos, nunca resultaremos bastantes. No todo ha de ser combatir y conquistar. Una vez sea usted dueño de Gibraltar, conviene que forme una Junta o lo que hoy se llama en lenguaje revolucionario, un comité de patriotas que gobierne la Plaza, que entienda de todos los asuntos puramente políticos y que negocie con el Gobierno español, para que éste no tema a Inglaterra y quiera admitir el regalo que le haremos. Además es necesario mover la opinión pública en favor nuestro para que no se asuste ante tan estupenda conquista, que podría traer consecuencias internacionales y esto lo ha de hacer el tal comité, pues usted y O'Connell no han de estar en todas partes ni ocuparse de todos los asuntos, pues bastante harán con llevar adelante la cuestión militar.

El conde, después de alguna resistencia, se rindió a las razones de su amigo y accedió a la formación del comité, del que sería él mismo el presidente, y el vicepresidente un médico afamado y gran patriota, amigo del padre Claudio.

Después de quedar acordes en todos los puntos, el jesuita se levantó para retirarse, y Baselga y O'Connell se abrazaron con una efusión conmovedora. El capitán irlandés saldría aquella misma noche para Andalucía antes que nadie pudiera apercibirse de su estancia en Madrid.

Ya no podrían verse hasta el día del golpe; pero él, por conducto del padre Claudio, le tendría al corriente de cuanto ocurriese y le avisaría la fecha en que debía llegar con sus hombres a las cercanías de Gibraltar.

El jesuita se negó a que el conde les acompañara hasta la puerta de la escalera, y al pasar por la antesala y ver al ayuda de cámara del conde que le saludaba reverente, dijo con afectación a su acompañante:

—Pocas horas le quedan a usted, señor doctor, para sus asuntos, si es que quiere coger el tren de esta noche.

El criado se fijó con curiosidad en el señor doctor, y el jesuita con un ligero gesto pareció indicar que esto era lo que deseaba.

Ya estaba el padre Claudio en la escalera cuando volvió atrás y con aire distraído preguntó al criado:

—¿Me has dicho antes que la señora baronesa había salido?

—Sí, reverendo padre. Creo que hoy tiene reunión de cofradía en San José.

—Lo siento; quería presentarle al doctor O'Connell, ese sabio irlandés que viene conmigo.

El criado creyó de su deber hacer una profunda reverencia a aquel sabio que le volvía las espaldas y bajaba la escalera canturreando.

En la puerta del palacio esperaba una elegante berlina y a ella subieron los dos hombres.

Cuando el coche partió, el capitán O'Connell lanzó una carcajada sonora que hizo temblar los vidrios de las ventanillas, y dijo a su acompañante:

—¡Eh! ¿Qué tal, reverendo padre? ¿Soy buen actor? ¿Se desempeñar bien una farsa? De seguro que vuestra reverencia no esperaba tanto de mí.

—Has estado bien, Daniel Clark, y no desmientes que eres hijo del viejo James Clark, que en su tiendecita de Gibraltar se ha acreditado como el más astuto truhán que compra, cambia y presta a todo el mundo. Tenías un aire completo de militar ingles, y nadie hubiese dicho que te has pasado la vida regateando con los judíos del Peñón, prestando al doscientos por ciento o embarcando contrabando.

—¡Oh!, para fingir me reconozco con algunas facultades: puedo asegurarlo, aunque falte con ello a mi natural modestia.

—Ahora, truhán, lo que debes hacer es salir esta misma noche de Madrid. Vete a Gibraltar o al Infierno; lo importante es que aquí nadie se pueda fijar en ti. En ciertos negocios tiene más mérito que el trabajo el saber desaparecer a tiempo.

—Me iré, perded cuidado. El valiente capitán O'Connell toma el petate, o si os parece mejor, el señor doctor se va. Y a propósito, una pregunta, reverendo padre: ¿qué es eso de señor doctor?

El padre Claudio contempló el gesto de malicia con que su compañero le hacía esta pregunta, y fríamente, subrayando sus palabras con aquella sonrisa especial tan temida por alguno, le dijo:

—Señor Clark: hay cosas que muchas veces producen al que las sabe terribles daños; por tanto, hará usted muy bien en no querer averiguar el porqué le haya yo llamado así o de otro modo. He dicho señor doctor porque me ha dado la gana. Ya está usted contestado; ahora cada uno a sus negocios.

XXI. LA CONFESIÓN

La Colegiata de San Isidro a las cinco de la tarde ofrecía el aspecto sombrío, frío y desnudo que presenta toda iglesia a la hora en que los fieles no llenan sus naves y los santos quedan en esa soledad absoluta y vacía, semejante a la de los muertos en olvidado cementerio.

No había bajo las sombrías bóvedas del templo otros vestigios de la vida exterior, que los hilillos del mortecino sol que filtrándose por las altas y pintadas ventanas, trazaban en la pared frontera algunas tibias manchas de luz y el zumbido que la calle de Toledo, arteria popular, siempre rebosante en vida y movimiento, lanzaba al interior del desierto templo.

En las sombras que envolvían el altar mayor y en la oscuridad de las capillas laterales brillaban algunos cirios y lámparas, con la misma luz indecisa y tímida de las estrellas entre los nubarrones de una noche tempestuosa y de vez en cuando el suelo conmovíase repercutiendo con agigantada vibración la pisada del sacristán y los acólitos que iban de un lugar a otro ocupados en faenas de embellecimiento y aseo.

Golpes sordos sonaban en las capillas, anunciando la toilette de los santos, que los dependientes de la iglesia hacían con sus zorros, sacudiendo el polvo a los mantos bordados y a las cabezas de cartón piedra, que a la mañana siguiente, rodeados de cirios y de flores, habían de recibir la oración de los fieles arrodillados reverentemente ante ellos.

Las gastadas baldosas exhalaban perniciosa humedad, donde no estaban cubiertas por una áspera estera de esparto, mugrienta y gastada por el roce continuo de pies y rodillas y en el ambiente se respiraba ese calor pegajoso y caliente, propio de los locales donde muchos respiran y es escasa la ventilación.

Sentadas en taburetes de tijera estaban cerca del altar mayor unas cuantas viejas que permanecían inmóviles, confundiendo sus perfiles en la sombra y con todo el misterio y el aspecto tenebroso de las brujas, que aguardaban a Macbeth, al borde del camino.

Cada vez que la cancela de la gran puerta se abría, anunciándolo el chirrido de sus viejos goznes y el sordo chocar de las maderas las viejas volvían la cabeza con curiosidad y una vez se borraba la mancha de luz que dejaba entrar la puerta entreabierta, volvían a su inmovilidad de momia y seguían en sus asientos convencidas de que ya que nada tenían que hacer, era mejor permanecer en el templo que ya consideraban como su propia casa.

Oyose el ruido de un carruaje que paró a la puerta de la iglesia y esta vez la curiosidad de las beatas fue mayor.

Abrióse la cancela y entraron dos señoras vestidas de negro y con mantilla.

Las viejas pudieron ver bien a aquellas dos elegantes que se persignaban en el espacio de luz que dejaba entrar la puerta todavía abierta, pero no las conocieron.

No era extraño; pues la baronesa de Carrillo y su hermana Enriqueta visitaban muy de tarde en tarde la iglesia de San Isidro, a la que no tenían gran afición por estar enclavada en un barrio popular y ruidoso.

En cambio el padre Claudio la tenía gran cariño, llamábale su templo y a él hacía ir a cuantas amigas merecían el alto honor de que él las oyera en confesión. La colegiata de San Isidro la consideraba él como una finca propia, y relataba a los allegados que le pedían el motivo de tal predilección, cómo uno de sus antecesores en la dirección de la Compañía en España, la había construido en 1561 con los legados que para tal objeto dejó la emperatriz de Alemania doña María.

Buscando, pues, al padre Claudio iban las dos señoras a tal iglesia y cuando se vieron envueltas por completo en las tinieblas esparcidas por las naves, sus ojos acostumbrados a la luz del sol que bañaba las calles, no pudieron distinguir lo que las rodeaba.

Enriqueta se asió a la falda de su hermana y esta fue avanzando con cierta seguridad, dando a entender que el terreno no le era del todo desconocido.

—A la derecha —murmuraba la baronesa—, en la penúltima capilla está el confesonario. Allí vendrá.

Y acostumbrada a aquella oscuridad en la que se iban marcando los perfiles de los objetos, avanzó rectamente hacia el punto que indicaba, llevando siempre a remolque a su hermana.

Cuando llegaron a la capilla sentáronse en un banco de madera que ceñía el fuste de una columna y aguardaron pacientemente. La baronesa sacó de su manguito un elegante rosario de oro y perlas y se puso a rezar. Enriqueta abismase en sus pensamientos.

Iba a confesarse con el padre Claudio accediendo a los ruegos de la baronesa que ya no la maltrataba como dos meses antes, contentándose ahora con rogarle con aire imperativo.

Doña Fernanda, que respetaba mucho a su padre, el conde, solo porque le temía, se había abstenido de seguir educando a su modo a Enriqueta y procuraba no hablar ni incidentalmente de aquella pasión, cuyo descubrimiento tan grave escándalo había producido.

La ausencia de Tomasa, su eterna rival, la tranquilizaba, comprendiendo que esto alejaba el peligro de que volvieran a reanudarse los amoríos de su hermana con aquel capitán Álvarez contra el que ella sentía un odio mortal.

La afición que el conde de Baselga había adquirido recientemente a la vida de los salones y a la que arrastraba a su hija, inquietaba un poco a la baronesa, que temía que la coquetería elegante borrase en Enriqueta las huellas de la educación mística que se había esforzado en darla.

Una cosa tranquilizaba a doña Fernanda y era la seguridad de que su hermana, obedeciendo a su padre, había roto sus relaciones con el capitán Álvarez. Esto lo sabía por el padre Claudio, que la había manifestado algo de su conferencia con el militar, aunque cuidándose de ocultar ciertos detalles.

Enriqueta era para ella más fácil de dominar, olvidando aquel amor que cambiaba completamente su carácter y convertía en altivez e independencia su habitual humildad.

Un día tuvo doña Fernanda un disgusto. Al pasar junto a una ventana de su salón, vio parado en la acera de enfrente al capitán Álvarez que espiaba la casa como buscando una ocasión para comunicarse con su amada.

El militar estaba en una situación que juzgaba insostenible. Nada sabía de Enriqueta; había buscado al padre Claudio varias veces sin lograr nunca encontrarlo, e ignoraba cómo marchaba la negociación amorosa que le había encargado, como también si la joven sentía por él algún cariño o había olvidado totalmente su pasión siendo verdad cuanto le decía en la funesta carta.

Por esto, agitado por crueles dudas y deseoso de salir de ellas cuanto antes, el capitán rondaba la casa de Baselga con la esperanza de encontrar el medio de hacer que llegase una carta suya a Enriqueta. Por desgracia, tropezaba con obstáculos do quiera se dirigía. La servidumbre huía de él haciéndose sorda a sus ruegos por temor a la ira del conde de Baselga, y Enriqueta no se asomaba nunca a los balcones y si salía de casa era acompañada siempre por su hermana o su padre.

La baronesa se alarmó ante aquella inesperada aparición. ¡Cómo! ¿El botarate todavía insistía en sus pretensiones amorosas? Habría que consultar el asunto con el sabio jesuita.

Este no mostró extrañeza alguna al tener noticia de los actos de Álvarez. Limitóse a sonreír como siempre y con tono de omnipotencia aseguró que él tenía el medio para anular y hacer desaparecer a aquel hombre peligroso; y que si no lo hacía inmediatamente era porque aún no había llegado la hora oportuna.

A pesar de esto, los dos compadres religiosos trataron con interés del porvenir de Enriqueta, asunto que les preocupaba. Había llegado, según la opinión del padre Claudio, el instante oportuno para trabajar. Enriqueta era probable que, deslumbrada por el brillo de la vida elegante, se hubiese olvidado de aquel amor romántico, obstáculo hasta entonces de gran importancia, y resultaba necesario reconquistar prontamente su voluntad, antes que echasen raíces en ella las seducciones del gran mundo y se comprometiese amorosamente con algún joven que por su nacimiento y su fortuna admitiese el conde de Baselga como yerno.

Para desviar a Enriqueta del camino en que estaba y atraerla nuevamente a la senda de la devoción, disponían de un medio tan seguro y poderoso como es el confesonario, y quedó decidido que doña Fernanda con su hermana fuesen al día siguiente a la Colegiata de San Isidro, donde el buen padre tenía su cajón en que depositaban sus extravíos todas las pecadoras de la aristocracia.

Por esto, a la caída de la tarde del día siguiente las dos hijas del conde de Baselga estaban en la iglesia de la calle de Toledo.

El padre Claudio no había llegado aún, y mientras se retardaba el instante de la confesión, Enriqueta pensaba con terror en aquel acto en que tendría que revelar todos sus secretos a un sacerdote que, a pesar de sus amables sonrisas y pegajosas bondades, le inspiraba siempre un terror casi supersticioso.

Era la primera vez que se confesaba con el padre Claudio. Hasta entonces el sagrado depositario de todas sus faltas había sido el mismo director espiritual de la baronesa, aquel padre Felipe, en quien ella reconocía instintivamente una imbecilidad inalterable y que oía su confesión con la boca seca, brillantes los ojos, algo temblonas las manos, y complaciéndose en enviar a través de la mugrienta rejilla hasta aquel rostro aterciopelado, su caliente resuello cargado de los vapores grasientos de una digestión larga y difícil.

El padre Felipe era benévolo hasta la exageración. Todo lo encontraba bien, todo lo excusaba y si la joven parecía reservarse algo en su confesión, él tampoco mostraba gran interés en descubrirlo.

Pero ¡el padre Claudio!… Este hombre alarmaba a Enriqueta quien, si en aquellos momentos de espera estaba pensativa, era porque rebuscaba en su imaginación el medio de salir del atolladero evitando decir cosas que ella tenía gran interés en ocultar.

Resonó débilmente el pavimento con unos pasos menudos y ligeros que parecían de mujer, y en el oscuro arco que daba entrada a la capilla dibujóse el contorno de un clérigo al mismo tiempo que la mortecina luz de la lámpara hacía surgir de la sombra el rostro del padre Claudio, dándole un tinte rojo.

Las dos mujeres se levantaron respetuosamente, y el jesuita pasó ante ellas grave, contra su costumbre, limitándose a saludarlas con una ceremoniosa inclinación de cabeza.

El acto comenzaba con la gravedad necesaria para que la joven comprendiese que no iba a confesarla el amigo de su familia que iba con frecuencia a reír y decir bromitas en el salón de doña Fernanda, sino el ministro de Dios.

Oyose el choque seco de la portezuela del confesonario al cerrarse, revolvióse la abultada sotana para encontrar una posición cómoda en el asiento y la baronesa dio un suave empujón a su hermana diciendo con tono imperativo:

—¡Anda!

Se arrodilló Enriqueta a uno de los lados del confesonario junto a la rejilla que servía para confesar mujeres y con voz trémula y balbuciente comenzó a murmurar el «Yo pecador me confieso…».

Tan turbada estaba, que se equivocó por dos veces y volvió a empezar como si deseara que se retardase el para ella terrible momento.

Dentro del confesonario, con las manos juntas y la actitud estática de un brahamán indio que tras cuarenta días de ayuno absoluto contempla a Dios cara a cara, estaba el padre Claudio esperando pacientemente.

Por fin terminó la joven su oración y acercó su rostro a la rejilla, pegajosa por la humedad y la grasa que en ella habían dejado toda clase de respiraciones.

Lo que pensaba Enriqueta al comenzar su confesión era que el padre Claudio se perfumaba demasiado, pues su olfato sentía la picazón del almizcle que exhalaba la sotana del elegante jesuita. El perfume favorito de las modistillas y camareras, comenzaba a marearla.

—¡Ave María Purísima! —dijo con voz débil.

—¡Sin pecado es concebida María Santísima! —contestó el jesuita con su meliflua voz—. ¿Hace mucho tiempo que no te has confesado?

—Más de dos meses, padre mío. Antes iba muy a menudo con Fernanda a confesarme con el padre Felipe, pero ahora he tenido ocupaciones y no me ha sido posible venir hasta hoy. Mi papá me decía siempre que más adelante me confesaría—

—¡Vaya con las ocupaciones! —dijo el jesuita con tono jovial—. Es preciso —añadió— que no te descuides tanto en limpiar tu alma y que antes de obedecer a tu papá pienses en obedecer a Dios. Vamos, adelante. ¿De qué pecados te acusas, hija mía?

Puesto el asunto en este terreno, Enriqueta cobró un poco de confianza. Ya llevaba ella preparado todo un bagaje de pecados veniales y sin importancia que había estado rebuscando en su memoria la noche anterior. Para confesarse era preciso decir algo, tener actos de que acusarse, pues la Iglesia no puede creer que una persona honrada pase dos meses sin faltar a todas las leyes divinas y humanas, y por esto la joven se echó a cazar pecados por el campo de la imaginación y unos reales, y otros inventados, formó con todos ellos un murallón diabólico tras el cual quería ocultar el más gordo, o sea sus amores con Esteban Álvarez. Este pecado sí que no lo decía ella al padre Claudio aunque los demonios la pellizcasen con tenazas de hierro ardiente.

La confesión comenzó, y Enriqueta fue desarrollando la espantosa serie de pecados horribles que la noche anterior había almacenado en su memoria. Ella se acusaba de que tenía mal corazón para los animales y de que martirizaba a los gatos de su casa; de que reñía muchas veces sin motivo alguno a los criados y tenía gusto en desobedecer a su hermana; de que cuando ésta rezaba el rosario ella se dormía o pensaba en las funciones de teatro a que le llevaba su padre; de que el demonio la martirizaba, haciéndola que le gustasen más las arias italianas del Teatro Real que los gozos que le enseñaba la baronesa; de que en el último baile de la Embajada alemana en unión de algunas amiguitas se había burlado de otra que llevaba un traje muy feo; de que en las noches frías prefería rezar sus oraciones entre las calientes sábanas a estar arrodillada al pie de la cama… y así seguía a este tenor horripilante aquella confesión en que los hechos más inocentes se presentaban con importancia afectada, queriendo hacerlos pasar por pecados terribles.

El padre Claudio escuchaba tranquilamente, aunque de vez en cuando se removía nerviosamente en su asiento como si se impacientara, en vista de la marcha que seguía aquella confesión. La muchacha resultaba algo ladina y así lo pensaba el jesuita, quien quería comprometerla en otra clase de revelaciones.

Calló Enriqueta y entonces preguntó el sacerdote:

—¿Nada te queda por decir? ¿No tienes más pecados?

—No, padre.

—¿Estás segura de ello?

—Creo que sí, padre mío.

El padre Claudio se revolvió más vivamente en su asiento. Decididamente la muchacha se presentaba reservada y habría que emplear algún trabajo para lograr que confesase sus secretos amorosos.

—Piensa, hija mía —dijo el cura—, a lo mucho que te expones si ocultas un pecado. Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que viva y se arrepienta, es inexorable con los seres que ante el tribunal de la confesión ocultan intencionadamente alguna de sus faltas. Este lugar es la piscina espiritual, donde se limpian las almas de toda mancha, y quien aquí oculta una parte de su ser por mezquinas pasiones, es un réprobo que se niega a recibir la gracia de Dios y a quien éste castiga con mano fuerte. El que oculta algo a su confesor, engaña a Dios, y el Señor ha de indignarse forzosamente cuando se ve engañado por una miserable criatura.

El jesuita hablaba con tono severo; vibraba su voz terriblemente como si fuese la de la divina cólera y Enriqueta temblaba atemorizada por las amenazas del confesor. Éste no quiso extremar el santo terror de la joven y añadió haciendo su voz menos imponente:

—Hay ejemplos de los graves males que han sufrido muchos infelices que pretendieron ocultar a sus confesores algunos de sus pecados. Recuerdo justamente ahora, lo que leí en un libro piadoso digno del mayor crédito, acerca de lo ocurrido a una joven y hermosa princesa en tiempos ya lejanos. Ocultó a su director espiritual varios pecados de amor y el sacerdote, engañado por la que creía una joven candorosa e inocente, le dio la absolución. ¡Ojalá la princesa hubiese dicho todos sus pecados sin ocultar ninguno! Apenas volvió a su palacio, sintió su pecho oprimido por una gran angustia; un fuego infernal le abrasaba el corazón y por su garganta sentía subir algo que la ahogaba y la hacía estremecer con su contacto viscoso. Tuvo una espantosa convulsión y de su boca salieron disparadas, esparciéndose por el aire e impregnándolo todo de un irresistible olor de azufre, las más infernales apariciones. Serpientes verdes y repugnantes que se enroscaban en complicados anillos, echando llamas por las temblonas bocas; diablejos que hacían espantosas contorsiones y obscenas cabriolas; sapos negros manchados de colorado, que hacían repicar las campanillas que llevaban pendientes del cuello y cuyo sonido ponía los pelos de punta; en fin, cuantas apariciones espantables y horripilantes pueden crearse en el Infierno. ¿Sabes, hija mía, lo que era aquello?

El padre Claudio se detuvo para excitar mejor la temerosa curiosidad de Enriqueta y apreciar el efecto que en ésta causaba la relación. Después añadió con acento de religioso terror:

—Pues eran los pecados que aquella infeliz había ocultado a su confesor y que salían bajo tan horribles formas, por no poder estar más tiempo encerrados en un cuerpo que la absolución había santificado. Los pecados al salir ahogaron a la princesa, cuya alma indudablemente está ahora ardiendo en el infierno. Piensa, hija mía, a cuán terribles castigos se expone la miserable criatura que intenta ocultar su conciencia a Dios.

El padre Claudio había logrado su objeto. Conocía el verdadero carácter de Enriqueta, el gran predominio que en ella tenía la imaginación sobre las demás facultades y por tanto obraba acertadamente para sus planes, relatando aquella leyenda estúpida, sacada de uno de esos antiguos libros de devoción, que tanto utilizan los confesores para asustar a las mujeres y los niños.

Enriqueta estaba horrorizada por la terrible muerte de aquella princesa, y con los ojos de su viva imaginación, pronta siempre a dar cuerpo y vida a todos los pensamientos, veía el asqueroso coleo y las cabriolas incesantes de los pecados ocultados al confesor y hasta por una aberración de los sentidos, las exhalaciones almizcladas del jesuita le parecían oler a azufre.

¿Si iría a ahogarla a ella aquel pecado de amor que tan cuidadosamente quería ocultar?

No necesitó el jesuita de grandes esfuerzos para arrancar a la joven la revelación que ella tanto se había esforzado en evadir. Llorosa y suspirando, pero al mismo tiempo con la satisfacción del que arrojando un peso comprometedor se libra de un peligro, relató al confesor sus amores con Álvarez, aunque haciendo la salvedad de que ella creía siempre que aquello no podía ser pecado.

El padre Claudio mostraba indignación. ¿Cómo que no era pecado? Y no venial, sino grave, resultaba el comprometerse en amoríos una joven a quien su familia destinaba a Dios, convencida de que sentía una santa vocación por la vida monástica.

El jesuita oyendo el relato de aquellos amores, mostraba gran curiosidad, especialmente al tratarse de los paseos matutinos por el Retiro, únicos momentos en que los dos amantes se veían de cerca. Mostrábase el jesuita ávido de detalles y varias veces interrumpió a la joven, dirigiéndola preguntas que en parte no comprendió, pero que la hicieron ruborizar.

Era la primera vez que Enriqueta oía hablar de aquellas tretas amorosas, pero obscenas, y avergonzada contestaba negativamente, extrañándose de que un sacerdote le hiciera tales preguntas y de que creyera a ella y a Álvarez capaces de tales locuras, burlando la vigilancia de Tomasa que los seguía.

El buen padre manifestó la misma expresión de desaliento del cazador que cree haber encontrado un rastro y al fin no halla nada y siguió interrogando a la joven hasta que se creyó bastante enterado de aquellos amores desde el principio al fin.

—Ése es, hija mía —dijo cuando la joven terminó la revelación—, el más grave pecado, pues los demás que has confesado nada son al lado de tales amores. Afortunadamente, has acudido a tiempo a lavar tu alma y a librarte del demonio de la voluptuosidad que te posee.

—Pero, padre mío, ¡si ya no existen tales amores! ¡Si yo, por orden de papá, escribí una carta rompiendo mis relaciones con el capitán!

—No importa, tú le amas. Se conoce en tu modo de expresarte que no has olvidado aún a ese hombre, y es preciso, si quieres salvar tu alma, que de ella se borre la huella de un amor vergonzoso.

Enriqueta, que tanto había temido revelar sus amores al jesuita, ahora que se veía ya descubierta, había recobrado su serenidad y sentía renacer su carácter, que era doble, pues si en ciertas circunstancias se mostraba débil y como propio de un ser automático, en otras daba a conocer una energía y una independencia verdaderamente inesperadas.

—Pero, padre —dijo con resolución—, ¡yo creía que un amor puro no era tan enorme pecado!

—Estás en un grave error, hija mía, y sin duda el diablo te mantiene en él. La joven que no sienta temor al pensar en las penas del infierno, la que no quiera ir al cielo, esa puede entregarse a ese amor puramente terrenal, que no es en el fondo más que una torpe pasión; pero la que desee figurar después de su muerte entre las bienaventuranzas y gozar las delicias celestes, debe huir de las falsas dichas terrenales dedicándose al único amor cierto, al que no engaña, a ese amor ardiente a Dios que tan célebre hizo a Santa Teresa. En una palabra; dónde quieres ir tú después de la muerte, ¿al cielo o al infierno?

No había perdido el tiempo la baronesa educando a su hermana. La gran preponderancia que en ésta tenía la imaginación, convertíala en ciertos momentos en una visionaria; la continua lectura de leyendas piadosas, le había hecho formarse un horrible y exacto concepto del diablo y sus maléficas hazañas; cerrando los ojos veía a Satanás con su horrible catadura y no podía oír hablar del infierno sin estremecerse de pies a cabeza.

—Al cielo; quiero ir al cielo —contestó con ansiedad, como si ya oyera en la sombra los pasos del demonio que se acercaba para cargar con ella.

—Pues para ir al cielo es preciso, hija mía, estar en estado de santidad, y este estado los que más fácilmente pueden adquirirlo son los célibes o las vírgenes. Tú, indudablemente, procediendo como joven honrada, querrías contraer matrimonio con ese hombre que decía amarte. ¿No es esto?

—Sí, padre.

—Pues bien; el matrimonio, aunque muchos no lo crean así es lo más opuesto al estado de santidad y el camino más recto para ir al infierno. No soy yo quien lo digo, sino la Santa Madre Iglesia, que no puede engañarse jamás.

—¿Y cómo es que la Iglesia casa a la gente? —preguntó Enriqueta con ingenuidad terrible.

—Es necesario el matrimonio, pues de lo contrario acabaría la procreación y el mundo quedaría desierto. La Iglesia lo consiente mas no por esto aconseja el matrimonio, pues sabe que para ganar el cielo sirviendo a Dios no basta la virginidad del alma, pues es necesario también conservar la del cuerpo. ¿Has oído tú hablar del Santo Concilio de Trento?

—Sí, padre —contestó Enriqueta, que algunas veces había oído tal nombre en boca de los contertulios de su hermana, aunque no estaba muy segura de lo que pudiera significar.

—Fue una santa reunión de todas las lumbreras de la Iglesia sobre cuyas augustas frentes descendió el Espíritu Santo. Allí se distinguió por primera vez nuestra sagrada Compañía de Jesús, y se dictaron Cánones sobre el matrimonio que afirman esto que te digo. Oye lo que dice el Canon X, y recuérdalo siempre: «Si alguno dijere que el estado de matrimonio debe preferirse al estado de virginidad y de celibato, y que no es mejor y más venturoso permanecer en la virginidad o en el celibato que casarse: sea anatema». Anatematizados son, pues, por la Iglesia, los que no creen que la virginidad es el procedimiento más seguro para ir al cielo, como lo prueba el celibato de los sacerdotes, fieles representantes del Altísimo, y el de las religiosas, dulces esposas del Señor. Ahora ya lo sabes; ya estás advertida por mí, que en estos momentos hablo por inspiración del cielo: cásate si esta es tu voluntad y lo permite tu familia, pero estés segura de que vas rectamente camino del infierno.

—No, padre mío no me casaré. Además, he roto ya toda clase de relaciones con el hombre que amaba, y hoy mi corazón está vacío.

—No basta esto. Es preciso que ese corazón lo llenes con el santo amor a Jesús crucificado, divino esposo de todas las jóvenes destinadas a gozar en el cielo una eterna dicha.

—¡Amaré a Dios, padre mío! Yo se lo aseguro. Hoy no le amo aún como debiera, pero con el tiempo…

—La oración y la humildad harán más que cuantos esfuerzos de ánimo intentes. Obedéceme a mí siempre; sigue los consejos de tu hermana, que es casi una santa, y no dudes que éste es el camino que te conduce a la eterna felicidad.

—Mi hermana desea hacerme monja.

—Es porque te quiere con verdadero cariño; porque se interesa por tu dicha. ¿Tú te sientes con fuerzas para entrar en un convento?

—¡Yo!… No sé. En este instante creo que sí; pero después…

—Eso es porque, como muy bien has dicho antes, no amas aún hoy a Dios verdaderamente. Cuando te sumas en la inmensa felicidad que produce entregarse en cuerpo y alma a la contemplación de la felicidad, cuando sigas fielmente mis consejos, entonces tú serás la más interesada en abandonar el mundo y pedir la vida religiosa. Serás monja y nos agradecerás a tu hermana y a mí el cuidado que nos hemos tomado por tu alma.

—¿Y mi papá? —preguntó Enriqueta, que al hablar del convento recordaba la oposición de su padre.

—¿Se opone él acaso a tu vocación?

—Sí, un día me dijo que prefería verme muerta antes que monja.

—Eso es sin duda una obcecación lamentable del señor conde. Yo, que como sabes, le trato con asiduidad, estoy convencido de que las desgracias le han perturbado bastante, y que muchas veces no piensa bien lo que dice. Su oposición será fácil de vencer.

Enriqueta hizo un gesto como indicando que no creía fácil disuadir al conde.

—Además —continuó el jesuita—, los obstáculos que tu padre pueda oponer a tu vocación no deben torcer ésta. Los padres sólo tienen potestad sobre sus hijas cuando se trata de asuntos puramente terrenales; pero cuando una alma privilegiada quiere elevarse sobre las miserias mundanas y volar directamente a Dios, un padre es poca cosa para impedir tan sublime designio.

Enriqueta escuchaba con instintiva extrañeza tales palabras. El padre Claudio apercibiose del efecto que en su penitente producían sus afirmaciones, y se apresuró a añadir apelando al procedimiento casualista propio de los jesuitas:

—No es esto decir que se debe desconocer y despreciar la autoridad de los padres; pero todo tiene su límite en este mundo y ante Dios deben enmudecer las jerarquías y los privilegios creados por la sociedad. Nuestra Santa Compañía, que por ser la que más hombres eminentes ha contado en su seno, se ha ocupado de todos los problemas que pueden surgir en la vida cuando se trata de servir a Dios, tiene previsto el caso en que la voluntad del padre se oponga a los sentimientos religiosos del hijo. Ilustres escritores de la Compañía de Jesús han publicado libros en que se marca lo que deben hacer los hijos cuando por culpa de sus padres ven en peligro su piedad y su salvación eterna. El padre Esteban Facúndez, jesuita portugués, en su Tratado sobre los Mandamientos de la Iglesia, que publicó en 1626, dice que los hijos católicos pueden denunciar a sus padres si son herejes y no creen en su religión, y hasta pueden, sin caer en pecado, asesinarlos, si intentan obligarlos a abandonar la fe. Otro jesuita español, el padre Dicastille, en su libro De la Justicia del Derecho, cree del mismo modo que un hijo puede hasta asesinar a su padre si éste le impide ser buen católico. Del mismo modo han hablado otros respetables escritores de la Compañía que no creo necesario citarte, y ya ves que cuando la Iglesia, por boca de nosotros, que somos sus más legítimos representantes, autoriza a un hijo en cuestión de religión para que mate a su padre, bien puede aconsejar a una hija que desobedezca a su padre también, que desprecie sus mundanales consejos y que procure ante todo salvar su alma haciéndose esposa del Señor.

Enriqueta parecía convencida.

Allá adentro, en lo más profundo de su cerebro, le escarabajeaba cierta duda sobre la bondad y la lógica de las doctrinas del padre Claudio, pero esto en ura joven ignorante e impresionable como era ella no pasaba de ser un fugaz chispazo, y arrastrada por su fe atribuía la ligera duda a una pérfida sugestión del demonio que todavía intentaba poseerla.

—No; tu padre no se opondrá —continuó el jesuita—. Y si se opusiera, el cielo se encargaría de defenderte y de barrer tales obstáculos. ¡Quién sabe lo que Dios habrá dispuesto contra tu padre en vista de su impía obstinación!

El jesuita dijo estas palabras con tono tal, que Enriqueta se estremeció presintiendo en ellas una amenaza.

Por algunos momentos permanecieron silenciosos confesor y penitente, y al fin, el padre Claudio, como arrancándose de una grave meditación, dijo a Enriqueta:

—Es preciso, hija mía, que te decidas; que tomes una resolución y sepas sostenerla con energía. Ahora es tiempo para escoger el porvenir. Estás en el cruce de dos caminos; el del cielo y el del infierno Si eres débil, si te sientes seducida por las míseras pompas terrenales, si ocultas tu escasa fe diciendo que quieres obedecer a un padre que tiene tendencia a la impiedad, entonces toma el camino del Infierno; pero si quieres ir al cielo, sacrifica el mísero cuerpo, renuncia para siempre a los goces de la materia, guarda una alma virgen en un cuerpo intacto, huye de la maldita sociedad y enciérrate en un convento, lugar seguro donde se alcanza la vida eterna. ¿Por quién te decides? ¿Por Dios o por el demonio?

—Por Dios, padre mío; yo amo a Dios sobre todas las cosas, como manda el catecismo.

—Muy bien, hija mía. Ama al Señor, que Él te recompensará con creces. ¿No olvidarás esta resolución? ¿No sentirás flaqueza de ánimo?

—No, padre mío. Estoy resuelta.

—Por si algún día te tienta el diablo con los esplendores del mundo, pretendiendo apartarte de la buena senda, piensa que esta existencia que arrastramos es cosa débil y efímera, que a los ojos de la eternidad tiene tanta duración como el fugaz relámpago ante nuestros ojos. ¿Qué es la vida? Unas cuantas docenas de años que la criatura humana malgasta en satisfacer su ambición o en apagar su sed de placeres sin pensar en ponerse bien con Dios, ni menos en que no más allá de la tumba está la verdadera vida, la que no acaba nunca, la existencia eterna, y que lo que aquí hacemos sirve para estar por los siglos de los siglos nadando en un piélago de felicidad celeste o sumido en un infierno de horrores. Mira a esas mismas mujeres que te rodean en los salones y que se llaman tus amigas. Son honradas, no lo dudo; cumplen sus deberes de esposas, hermanas e hijas, no hacen mal, al menos con deliberada intención, pero viven totalmente olvidadas de Dios, y no piensan en que les sorprenda la muerte. No piensan más que en el presente, no lanzan una sola mirada al porvenir; su Dios es la moda, su devoción el amor, sus oraciones, estúpidos y dulzones galanteos, e ignoran, ¡oh desgraciadas!, que llegará el día de la ira, el día de la desolación, en que el Señor juzgará a los buenos y a los malos; a los que le han amado y a los que le han desconocido, y entonces esas carnes ahora tan cuidadas y frescas, chirriarán al contacto del infernal fuego sus blondos cabellos se convertirán en ondulante corona de azuladas llamas, sentirán en el pecho una angustia estremecedora y para apagar su inmensa sed, sólo tendrán sus amargas lágrimas. Ya los alegres violines del baile o del teatro, no las arrullarán con sus gratos sonidos; gritos de agonía, espantosas maldiciones, rugidos de dolor, llegarán a sus oídos como horrísono concierto de los desesperados réprobos; y danzarán sin tregua ni descanso, pero no será como ahora por puro placer, sino para librar sus pies de las enrojecidas brasas de los viscosos monstruos de los agudos puñales que forman el pavimento del infierno. ¡Ah, infelices los que ahora se divierten unos cuantos años para vivir agonizando durante una eternidad!

Conocía perfectamente el jesuita el carácter de la joven, y sabía manejar a su placer aquella viva imaginación por la que pasaban las ideas atropelladamente aunque detallándose y tomando el relieve de los hechos reales.

Aquella peroración de tonos apocalípticos era para Enriqueta una especie de linterna mágica cuyos cuadros la aterraban. Ella, con los ojos de la imaginación, veía al Dios iracundo, ofendido

Y deseoso de venganza, arrojando las almas en el infierno y sobre el suelo tapizado de monstruos y brasas, por entre las crepitantes y azuladas llamas, distinguía a todas sus compañeras, las flores de la aristocracia madrileña, desnudas y chamuscadas, apestando a grasa quemada y arrojando raudales de lágrimas por los ojos, implorando en vano la misericordia divina y lanzando lamentos de loca desesperación.

No, ella no quería verse así; no quería ir al Infierno, deseaba ser esposa de Jesús, y llevada del religioso egoísmo, propio de las visionarias, se prometía no dejarse tentar más tiempo por las seducciones mundanas, renunciar al amor, y desobedecer a su padre si es que este se oponía a que entrara en un convento impidiéndola que salvara su alma.

Pero ¿qué era aquello que con tono tan agradable resonaba en su oído? ¿De dónde procedía una armonía tan deliciosa? Era el padre Claudio que seguía hablando; pero su acento enérgico y aterrador había tomado una entonación dulce y meliflua.

—¡Cuán distinta es la suerte de la mujer que dedica su existencia a Dios! Ella ve claramente lo que es el mundo y con la vista fija en el porvenir sabe despreciar el presente por lo futuro. Renuncia a las pompas y las dulzuras humanas, pero en cambio goza la eterna felicidad y cuando su alma queda libre de la terrena envoltura paséase por las celestes salas, conversa con los bienaventurados, oye el arrobador concierto de los angelicales coros y se sumerge en el esplendor de sublime luz que circunda la persona de Dios, estremeciéndose con los arrebatadores espasmos del más sublime placer. La lengua humana es pobre para describir la inmensidad de dichas que se gozan en la mansión de los justos, pero bástete, para imaginar cuán grande será la celestial felicidad, pensar que es Dios el que todo lo puede y todo lo sabe, quien dispone y prepara los goces de los bienaventurados. Cuando se considera lo poco que cuesta ganar tanta dicha, es cuando mejor se comprende la inmensa bondad del Señor. ¿Qué sacrificios exige? Nada. Renunciar a los engañosos placeres que proporciona el demonio durante el poco tiempo que dura la vida de la humana criatura. Y a más de esto, ¡cuán llena de dichas está la existencia de la feliz esposa de Jesucristo! Vive alejada de las miserias del mundo y los dolores sociales; las penas que engendra la familia, la maldad y la murmuración de los hombres, vienen a estrellarse contra los muros del convento. Dentro de él la mística esposa es libre, independiente, se ha despojado del peso de las preocupaciones mundanales, no tiene que luchar ni que preocuparse en defender su honor, ni tiene marido que la aflija, ni hijos que la apenen con sus dolencias. Le basta con amar a Dios, su esposo, y vive en íntimo y dulce consorcio con sus compañeras, seres llenos de dulzura y de benignidad. Habla amorosamente con Jesús crucificado, que le sonríe amoroso y besa con estremecimientos de pasión sus abiertas llagas, sus raudales de sangre; aspira el místico y tranquilizador ambiente de los claustros que elevan en el espacio su filigrana de piedra de un modo tan aéreo como la oración del creyente; no tiene que preocuparse ni aun de reflexionar, todo muere dulcemente dentro de su cerebro, y un poder superior y maternal se encarga de pensar por ella. De día, a la luz del sol, mira las florecillas que abren sus cálices salpicados de rocío, mudas bocas que entonan su invisible himno a la divinidad; conversa con el sencillo pajarito; de noche, para ir al coro, atraviesa las silenciosas crujías bañadas por la misteriosa luz de la luna, y siente tras sus pasos los del invisible Ángel de la Guarda, que con la ígnea espada desenvainada la defiende del demonio; junta el oro con el terciopelo y la seda para hacer un traje a la Madre de Jesús, y se extasía a todas horas en la contemplación de su alma, pura y limpia de malos pensamientos, por lo mismo que no piensa, y hasta puede esperar que el Omnipotente la favorezca haciéndola obrar milagros y destinándola a que con el tiempo figure en los altares. ¿No es esto la mayor de las felicidades?

¡Ah, padre Claudio! ¡Bendito padre Claudio! Buena manderecha os había dado Dios para trastornar cabezas juveniles y para hacer hervir hasta derramarse a las imaginaciones fogosas. Por algo la Compañía le tenía, ya que no por uno de sus mejores predicadores, por el más eminente confesor, de cuantos enloquecen cabezas juveniles de aristocráticas herederas, para arrojar sobre ellas las blancas tocas y limpiarlas después los bolsillos.

Enriqueta estaba trastornada. Aquella descripción de las dulzuras monásticas, que el jesuita aún recargó con detalles más conmovedores, hizo más que todas las exhortaciones de la baronesa, dichas con lenguaje imperativo.

Al terminar el jesuita su discurso, Enriqueta, con la impetuosidad de aquel carácter que tenía dos diversas fases, exclamó:

—¡Oh, padre Claudio! ¡Yo quiero ser monja! Obedeceré cuando usted me mande y entraré en un convento aunque se oponga el mundo entero.

El jesuita sonrió en la sombra, con la dulce expresión de un artista que se siente satisfecho ante su obra.

—¡Bien!, ¡muy bien! —dijo—. Serás monja, te lo asegura el padre Claudio, que te mira como una hija y te protegerá en todas ocasiones. Ahora di el Señor mío Jesucristo… y acabemos, que tu hermana estará impaciente.

Rezó la joven con la cabeza baja, mientras dentro del confesionario sonaba un confuso masculleo de latín.

Acabó el rezo, y sobre la portezuela del sacro cajón apareció la blanca mano del jesuita que trazó en el espacio la bendición absolutoria.

Con aquello bajaba del cielo a la cabeza de Enriqueta la divina clemencia, y el padre Claudio comenzaba a tentar los millones de la familia Baselga, tan apetecidos por la Orden.

Otro golpecito como aquella confesión, y el hermoso jesuita andaba de un solo salto la mitad del camino que conducía al generalato.

XXII. DE CÓMO EL PADRE CLAUDIO TENDIÓ LA TELA DE ARAÑA

El doctor don Pedro Peláez era el médico de Madrid más reputado entre la clase aristocrática.

Una fama, si no de excesiva brillantez sólida e inalterable acompañaba su nombre y no se sentía enfermo un individuo de la alta sociedad sin que al momento parientes y amigos dijesen con la expresión propia del que ha encontrado una solución salvadora:

—¡Qué busquen al doctor Peláez! ¡Que venga inmediatamente!

Su reputación científica estaba al abrigo de todo ataque y a pesar de que era un médico vulgar que no se distinguía en ninguna especialidad, nadie se atrevía a dudar de su sabiduría que entre las gentes del gran mundo era casi artículo de fe.

En los salones hubiera sido considerado de mal tono hablar de dolencias sufridas sin unir a ellas el nombre del doctor de moda que parecía protegido por un oculto poder encargado de acrecentar su fama.

La consigna era general. Enfermaba alguna aristocrática señora, y no faltaba un amigo oficioso que dijera inmediatamente:

—Eso no es nada. Llame usted a Peláez y en cuatro días, buena. Le gustará a usted mucho el doctor. Es un hombre de mundo, un carácter franco y agradable.

Se sentía indispuesta alguna beata opulenta, y entonces su mismo director espiritual era el encargado de decirla:

—Llame usted al señor Peláez. Es un gran médico y además un buen católico; un hombre virtuoso que fía más en Dios que en su ciencia y que no incurre en las herejías de esos doctores materialistas que hoy tanto abundan.

Podía dormir tranquilo el doctor Peláez, pues su fama no corría peligro. Se le morían los enfermos con aterradora frecuencia; los compañeros de facultad sonreían desdeñosamente al hablar de él, y le aplicaban, como saetas de desprecio, los más denigrantes calificativos; pero allí estaba para defenderle toda la alta sociedad, los pollos tísicos, las niñas cloróticas, los padres martirizados por la gota y, sobre todo, la gente de Iglesia, y más especialmente los individuos de la Compañía de Jesús, que hablaban de la piedad y las virtudes del médico con preferencia a sus conocimientos científicos.

El padre Claudio era la más sólida base de aquella reputación médica, y no visitaba una sola casa en la que no introdujera a su buen amigo don Pedro Peláez, asombroso portento, que era capaz de obrar milagros como los antiguos santos.

Nada tenía el doctor en su aspecto que justificase tan buena y general aceptación. Conocíase su origen campesino por cierta rudeza en sus maneras y aun en su lenguaje, que él pugnaba por ocultar; su rostro curtido y cetrino era vulgarote, teniendo como detalles distintivos unos ojos verdosos que rebosaban malicia, unas patillejas recortadas con poco arte y una gran boca que sonreía con graciosa bondad, y a esto había que añadir que vestía con cierta afectación procurando ostentar un lujo recargado y ridículo.

Pero en cambio tenía una conversación entretenida, era francote e ingenuo hasta el punto de que, según la expresión de sus bellas clientes, llevaba el corazón en la mano, y tanta facilidad tenía para la narración, que se sentía capaz de pasar un día entero sin repetirse ni cansar a su aristocrático auditorio.

Cuando entraba en una casa, aunque el enfermo estuviera muriéndose, todos desarrugaban el ceño, y hasta algunos sonreían acariciados por la confianza que el médico infundía con su presencia. Pulsaba a los enfermos diciendo un chiste, entretenía a la familia con un alegre cuento, y cuando se le moría el infeliz que él cuidaba (lo que ocurría las más de las veces), aún llegaba a alcanzar con sus palabras que se mitigara bastante el dolor de parientes y allegados.

No se llegaba a determinar en él quién alcanzaba tal éxito y era motivo de tan gran fama: si el médico o el elegante bufón. Joaquinito Quirós, gran aficionado a las imágenes clásicas, aun cuando las sacase por los cabellos, decía de él que era Mono embozado en el manto de Esculapio.

Este D. Pedro Peláez, era el patriota de quien el padre Claudio habló a Baselga en su conferencia con O'Connell, y pocos días después de que ésta se verificase, lo presentó al conde en aquel despacho, estancia misteriosa donde se incubaba al calor de una exaltada imaginación, la gran empresa de Gibraltar.

El jesuita debía ya haber puesto a Peláez al corriente de lo que se trataba, pues el médico habló al conde de la importante conquista con gran entusiasmo, jurando repetidas veces hacer los mayores sacrificios para devolver Gibraltar a la patria española.

A Baselga no le fue muy simpático el doctor Peláez al primer golpe de vista. Conocía de nombre a aquel médico, del que se hacía lenguas la buena sociedad, y al verlo lo encontró, un tipo rústico, malicioso y vulgar, incapaz de acometer ninguna empresa grande.

Pero aquél, exaltado por el patriotismo, tenía la condición de apreciar a sus amigos con arreglo al grado de entusiasmo que mostraban por su grandiosa empresa, y como el famoso Peláez no anduvo parco en punto a elogios y exageraciones tratándose de la idea concebida por Baselga, éste le reputó inmediatamente por hombre de gran valía, que bajo un exterior vulgar encerraba un corazón de oro.

Tratándose de un carácter tan franco y amigo de entrometerse en todo, como era el del reputado médico, fácil es adivinar lo poco que le costaría captarse la confianza de aquel Don Quijote del patriotismo, nombre que el padre Claudio daba a Baselga en sus conversaciones con su secretario.

Peláez visitó todos los días a su amigo y con él permanecía horas enteras discutiendo calurosamente los últimos detalles del famoso plan y lo que debía hacerse después del triunfo.

El conde estaba contento y satisfecho del carácter de su auxiliar, y sobre todo lo que más le agradaba en él, es que nunca le hacía la oposición y acataba siempre todas sus órdenes.

Aquello marchaba, según la expresión del conde que muchas veces no podía contener su alegría, y en la mesa hablaba a sus hijas con fruición y chispeándole los ojos, del gran plan que él cuidaba de no revelar, pero que las honraría a ellas como hijas del más grande hombre de España.

A Enriqueta producíale alguna inquietud la exaltación que notaba en su padre, y que aumentaba de un modo poco tranquilizador.

Fernanda, por el contrario, permanecía tranquila, y únicamente examinaba a su padre con curiosidad. Sabía que el padre Claudio tenía algo que ver con aquella exaltación, y no se inquietaba, pues tenía absoluta confianza en aquel grande hombre del que era ferviente admiradora.

Además en ella existía un gran fondo de odio contra el hombre, que sabía no era su padre, y que la trataba siempre con desdeñosa indiferencia, haciéndola sentir muchas veces el peso de su autoridad. El conde era un obstáculo para los planes del padre Claudio, y ella, por su amor a éste, deseaba que le hiciera desaparecer.

Un día comenzó a alarmarse no sólo la familia, sino toda la servidumbre de casa de Baselga.

Eran las ocho de la mañana, y en el patio sonaron voces coléricas disputando con gran furor, y se vio subir precipitadamente al obeso portero con una mejilla enrojecida por la marca que deja un tremendo bofetón.

El ayuda de cámara del conde que acababa de ponerse en actitud de servir, pues su señor se levantaba siempre a dicha hora, acudió presuroso al encuentro del atribulado portero, que con aire azorado exclamó:

—Yo no sé lo qué es eso; pero abajo hay muchos hombres, una tropa de palurdos que parecen del Norte y que son salvajes como unos indios. No les quería dejar pasar, y mira cómo me han puesto. Ese viejo que va al frente me ha dado de bofetadas.

Y el gordo sirviente se llevaba la mano a la mejilla con una expresión de dolor que resultaba grotesca.

—¿Pero qué quieren esos bárbaros? —preguntó el ayuda de cámara.

—Buscan al señor conde y dicen que son amigos de él y que si vienen es porque él los ha llamado. Verás si esto puede ser. ¡Como si el señor conde fuera a buscar sus amigos en los corrales de ganado!

En esto ya sonaba en la anchurosa escalera el pesado trote de muchos pies torpes, pero seguros en el pisar, y poco después desembocaba en la antesala un rebaño de hombres vestidos de lana parda, la boina azul sobre la oreja y en la mano groseros y robustos bastones.

Eran como unos veinte, y los había de todas clases. Unos membrudos, de estatura gigantesca y rostro ingenuo como el de un niño, otros pequeños, angulosos e inquietos, con cara de rusticidad maliciosa, algunos, viejos y curtidos; los más, jóvenes con la tez respirando esa frescura que presta la vida de las montañas, y todos de gesto enérgico y apostura resuelta, como hombres seguros de su fuerza, que ni buscan ni rehuyen el peligro.

Al frente de ellos iba un viejo enjuto y pequeño, de airecillo socarrón y ojos menudos, azules y penetrantes, el cual tenía sobre sus compañeros cierto aire de superioridad y miraba a todas partes con confianza, como hombre que no se cree capaz de que le asombre cosa alguna.

Al ver al ayuda de cámara, le dijo con tono imperativo:

—¡Eh, muchacho! Tú sabrás darnos mejor razón que ese gordote. Dile a tu amo, el señor conde, que aquí está el tío Fermín, el de Zumárraga. ¡Anda, vivo!, que él ya nos estará esperando hace días.

Luego continuó dirigiéndose a los suyos, que le miraban con satisfecho amor propio al verle mandar en aquella casa.

¡Vaya, chiquillos! Sentaos sin vergüenza. El conde es muy campechano, y aquí estáis como en vuestra propia casa.

El rebaño, obedeciendo la orden del pastor, se esparció por la antecámara, moviendo gran estruendo con sus fuertes patadas y colocándose ruidosamente en las sillas de madera tallada, algunas de las cuales chocaron violentamente contra la pared.

Aquella horda con su ruidosa invasión, su vocerío en el patio y los gritos del tío Fermín, puso en conmoción toda la casa, y a los pocos instantes el resto de la servidumbre asomaba sus curiosas caras tras las puertas del recibidor, asombrándose ante aquellas feroces cataduras y la rusticidad de trajes que desentonaban del lujo de la habitación.

Doña Fernanda, avisada por su curiosa doncella, supo inmediatamente la irrupción bárbara de que era objeto la casa, y vistiéndose apresuradamente fue a asomar sus ojos por las rendijas de un cortinaje de la antecámara.

Su instinto aristocrático se sublevó al ver aquella manada de hombres toscos que miraban con asombro los detalles lujosos de la habitación, al mismo tiempo que dejaban impresas en la alfombra las sucias huellas de sus zapatos cubiertos de barro. Iba la baronesa ya a salir para arrojar a la calle a la plebeya turba, cuando vio entrar por la puerta de enfrente, envuelto en su bata al conde de Baselga, erguido y sonriente, como si experimentase inmensa satisfacción.

Todos se levantaron, moviendo tanto estrépito como al sentarse.

—¡A sus órdenes, mi coronel! —gritó el tío Fermín, llevándose una mano a la boina para saludar militarmente, al mismo tiempo que con la otra estrechaba con gran respeto, la que le tendía el conde.

—¡Aquí están los chicos! —continuó con expresión gozosa—. Usted, mi coronel, de seguro que habrá dicho en vista de mi tardanza: ese Fermín no se acuerda ya de mí ni me quiere obedecer; pero el tío Fermín no es ingrato, ¡qué ha de ser! Lo único que le ha sucedido, es que le ha sido difícil buscar y reunir la gente, pero lo importante es que ya está aquí dispuesto a obedecerle como en otros tiempos; ¡je, je! ¡Qué tiempos aquéllos, mi coronel!

Y el fuerte viejo se reía abriendo su boca desdentada, y oprimiendo con entusiasmo la mano del conde.

—¿Y es ésta la gente, tío Fermín? —dijo Baselga, paseando su penetrante mirada por el confuso grupo que le contemplaba con respetuosa admiración.

¡Ésta es, sí, señor! Es decir, quedan aún treinta más, que vendrán dentro de dos días. Les quedaba algo que hacer por allá, y además no convenía que viniéramos todos juntos. Algunos sirvieron en las filas cuando la guerra, y todos estos jovenzuelos son hijos de antiguos soldados de nuestro regimiento y le conocen a usted por lo mucho que hablaban sus padres del valiente coronel Baselga. ¿Verdad, hijos míos?

Aquellos mocetones contestaron muda y afirmativamente con tal energía, que parecía iba a salírseles la cabeza de los hombros.

—Ya veo que es gente que promete —dijo el conde— y de seguro que con ellos pueden hacerse muy buenas cosas.

Veinte sonrisas estúpidas acogieron agradecidas el cumplido.

—Póngalos usted a prueba y verá. Son fieras y más cuando se trata de reñir por el rey legítimo. Conque, señor conde, ¿cuándo daremos el grito? Por que yo supongo que no nos habrá usted llamado, gastando tanto dinero, por el sólo placer de vernos.

—Ya hablaremos de eso. Ven solo esta tarde y te diré lo que hemos de hacer. ¿Necesitas dinero?

—¡Quiá!, no, señor. Con los tres mil duros que usted envió he tenido de sobra para dejar algo a las familias, y traer esta gente y la que ha de venir, y aún queda para mantenerse muchos días aquí.

—Así que necesites más dinero avísamelo. Ahora marchaos y procurad ir por Madrid en pequeños grupos sin llamar la atención. Hasta la vista, muchachos y tú, Fermín, te espero esta tarde.

Salió la horda con el mismo estrépito, saludando con sus boinas al conde, y llevando al frente como cuidadoso pastor al tío Fermín, que había tomado ojeriza al portero, pues al verle en la escalera blandía su garrote de un modo poco tranquilizador.

Perdiéronse escalera abajo los trotes de aquella tribu, arrancada de lo más abrupto de las montañas navarras y llevada a Madrid por la voluntad del conde. En la antecámara, no quedaron como recuerdos de la invasión más que las manchas de barro en la alfombra, y un nauseabundo olor a salud.

La baronesa experimentó gran alarma con aquel acontecimiento inesperado.

Por más que esforzaba su imaginación, no podía adivinar cuáles eran aquellos propósitos que su padre ocultaba con tanto misterio, y por qué había hecho venir tanta gente desde Navarra.

Comprendía que el padre Claudio sabía más que ella en aquel asunto; pero por no merecer de él una reprimenda, ni oír que su curiosidad se mezclaba en todo, no avisó al jesuita de lo ocurrido, como en el primer momento lo pensó.

Quiso aquella tarde sorprender algo de la conversación del conde con el viejo navarro, pero no pudo lograr su intento, pues Baselga, como de costumbre cuando tenía que tratar algo en secreto, había cerrado la puerta de una habitación anterior a su despacho.

La baronesa hubo de contener forzosamente su curiosidad, que se excitó dos días después con motivo de otra visita que hizo el tío Fermín, con más numeroso acompañamiento, y con el mismo estruendo, aunque sin tener choques con el obeso portero.

Eran treinta mozos los que el viejo navarro presentaba al conde, diciéndole que acababan de llegar en el tren de la mañana, y que estaban tan deseosos de ver a su noble jefe, que no había podido disuadirles de tal visita.

La baronesa, que oculta tras el mismo cortinaje de la antesala, presenciaba la escena, se alarmó más aún y pensó con terror si su padre haría desfilar por aquella casa a todo su antiguo regimiento.

No creía ella ya, que en aquello pudiera tener parte el padre Claudio, y se propuso revelarle lo que ocurría aunque el jesuita le reprochara su curiosidad.

Envió al portero a la casa residencia de los jesuitas, con una esquela en que rogaba al padre Claudio pasase a verla cuanto antes, y a su director espiritual, el padre Felipe, le comunicó cuanto ocurría en aquella misma tarde, pues no podía contener más tiempo la extrañeza producida por tan inesperados sucesos.

Estaba la baronesa muy ocupada en comentar con su director espiritual aquellas misteriosas maquinaciones de su padre, cuando entró la doncella a quien doña Fernanda había encargado que espiara todos los actos del conde.

—¡Señora, señora! —dijo apresuradamente la joven—. El señor ha bajado hace un rato a las cuadras y ha hecho desocupar el cuarto del forraje.

—¡Bien! ¿Y qué? —contestó la baronesa no comprendiendo que tal noticia pudiera causar tanto azoramiento.

—Que acaban de llegar dos carros con unos cajones muy pesados, y a fuerza de muchos brazos acaban de colocarlos en el depósito del forraje.

—¿Y qué contienen los cajones?

—Agustín, el cochero, que ha ayudado a colocarlos y hablado con los mozos, acaba de decirme que tienen dentro carabinas.

—Será una broma —dijo la baronesa palideciendo.

—No, señora. Yo he oído el ruido de los cajones al descargarlos, y aseguro a la señora que contienen objetos de hierro. Indudablemente son armas.

La baronesa y su amigo se miraron asombrados haciéndose mudamente la misma pregunta. ¿Para qué serían aquellas armas?

—¿Y dónde está el señor? —preguntó doña Fernanda.

—Vigilando y dirigiendo la colocación de los cajones. Uno de éstos, dice Agustín, que lo han descargado con precaución, pues contiene cartuchos que pueden dispararse con facilidad.

A la baronesa le pareció que ya se bamboleaba la casa conmovida por una explosión, y con acento algo angustiado, dijo a su doncella:

—Vuelve a ver lo que hace el señor y Dios quiera que no nos suceda una desgracia.

Doña Fernanda y su director espiritual se entregaron a los más aventurados comentarios, creyendo cuando menos que el conde trataba de verificar un alzamiento carlista en el mismo Madrid.

Era preciso poner aquello en conocimiento del padre Claudio, y su subordinado, el robusto y potente confesor se comprometió a manifestarle la urgencia con que la baronesa solicitaba su presencia.

A la mañana siguiente, el padre Claudio antes de la hora en que acostumbraba a ir a Palacio, entró en el salón de doña Fernanda.

Ésta que le aguardaba hacía ya mucho tiempo y que como de costumbre se había vestido y acicalado con elegancia para recibir dignamente al poderoso jesuita, se abalanzó a él, exclamando con doloroso acento:

¡Oh, padre mío! ¿Qué va a suceder aquí? ¡Con qué impaciencia le aguardaba! Creo que ya sabrá usted lo que ha hecho mi padre.

—Sí, hija mía. Este suceso lo aguardaba yo hace algún tiempo; pero siéntate y hablemos con calma, pues el asunto lo merece.

Sentáronse los dos en un sofá y el jesuita, dijo adoptando un aire paternal.

—Vamos; hija mía. Cuéntame todo lo sucedido ayer. El padre Felipe me ha dicho algo, pero deseo que seas tu quien me diga lo ocurrido, con todos sus detalles.

La baronesa hizo la relación de todo lo sucedido. La llegada de los navarros, el almacenaje de las armas, el gran susto de los criados que sabían todo lo que ocurría y el no menor que experimentaba ella,

pues comprendía que de todo aquello nada bueno podía salir.

—Y tú —dijo el jesuita— ¿qué intenciones le supones a tu padre? ¿Por qué crees que hace todas esas cosas que resultan tan extrañas?

—Yo, padre mío, la verdad; no sé cuál pueden ser sus ideas. Ahora, afortunadamente, estamos en una época tranquila, el partido carlista no piensa en conspiraciones y al ver yo estos preparativos guerreros de mi padre, casi llego a sospechar si estará loco.

El padre Claudio sonrió como halagado por estas últimas palabras, y dijo a su admiradora:

—¿Recuerdas que un día vine aquí con un sabio irlandés, el doctor O'Connell? Tú estabas en una junta de cofradía y encargué al ayuda de cámara de tu padre que te participase la visita. ¿Lo recuerdas?

—¡Oh!, sí; perfectamente. Vino vuestra paternidad con un sabio que estaba de paso en Madrid y que se marchaba aquella misma noche. El doctor O'Connell, según usted me dijo después, es un sabio de gran reputación y además un buen católico y amigo de la Orden. Ya ve usted que me acuerdo.

—Pues bien; aquella visita que parecía insignificante tenía gran importancia. Yo traje aquí a O'Connell con toda intención.

—También ha traído usted al famoso doctor Peláez, con el que ha simpatizado mucho mi padre.

—También ha sido intencionadamente. Necesitaba que la ciencia viniese a ratificar una sospecha que hace tiempo abrigaba yo.

—¡Cómo! ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que usted cree padre Claudio? ¡Oh! ¡Dígamelo por Dios!

La baronesa demostraba gran excitación. Pero ésta era producida más por la curiosidad que por la zozobra dolorosa que en toda hija produce un riesgo que amenaza a su padre.

—¡Calma, hija mía, calma! No te inmutes y conserva la serenidad que en estas circunstancias es más necesaria que nunca. Comprendo que mis palabras te impresionaran desagradablemente, pero debes tener valor.

Y luego añadió, bajando la voz y mirando a todas partes como si temiera ser oído: —Tu padre está loco.

Y doña Fernanda, por toda contestación, murmuró:

—Me lo temía.

Quedaron en silencio los dos, y pasados algunos minutos de reflexión la baronesa preguntó a su ídolo:

—Pero dígame vuestra paternidad: ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo ha venido usted a convencerse de la locura de mi padre?

—¡Oh! Es muy largo de contar. Procuraré decírtelo brevemente. Tu padre ha caído en la extraña monomanía de querer arrebatar Gibraltar a los ingleses y hace ya muchos meses que no se ocupa de otro asunto. La idea siempre fija de alcanzar gran renombre como sus antiguos compañeros de armas, le ha hecho incurrir en tal manía y él que, como sabes, no ha sido nunca gran aficionado a los libros, estudia ahora con tenacidad las obras militares y ha conseguido hacerse un sabio. Las fortificaciones de Gibraltar las conoce perfectamente, y hace poco tiempo aquel viaje que emprendió y del que tan mal humorado vino, no fue a sus posesiones de Castilla la Vieja. La baronesa, que oía la relación con extrañeza y curiosidad, no se pudo contener.

—Pues, ¿a dónde fue? —exclamó.

—A Gibraltar, de donde le arrojó la policía inglesa, sin duda, porque con sus imprudencias excitó sus sospechas. Él mismo me lo ha contado, pues por una extraña casualidad le inspiro gran confianza. Su manía le induce principalmente a considerar a todos sus amigos como cómplices de la conspiración y les comunica sus planes.

—Yo que conozco su carácter y sé que es terrible cuando se irrita, procuro no contradecirle y consiento que me trate como compañero de conspiración. Lo mismo le ocurre a Joaquinito Quirós, que hace tiempo se apercibió de las manías del conde. Al principio eran éstas inofensivas y se limitaban a risueñas esperanzas y planes que no se habían de realizar; pero poco después tomaron un carácter alarmante, hasta tal punto, que hoy puedo asegurarte, hija mía, que si tú en representación de toda la familia no tomas medidas enérgicas, ese loco puede perturbar no solamente esta casa sino España entera, creando un conflicto internacional en el que indudablemente perderá la vida. Figúrate que ha comprado armas y ha llamado esa gente que tú ya conoces, con el descabellado propósito de apoderarse de Gibraltar por sorpresa, y habla de esta empresa imposible con la misma naturalidad que don Quijote hablaba de las más tremendas aventuras. Tan parecido es al loco hidalgo manchego, que toma ya por gigantes los molinos de viento, pues a un doctor lo convierte en capitán, metiéndolo imaginariamente en su conspiración.

—¿Cómo es eso?

—Se ha empeñado en que el sabio doctor O'Connell es un capitán irlandés de guarnición en Gibraltar y que se ha comprometido a ayudarle en su aventurada empresa.

—¿Pero cómo puede haberse forjado tal idea? Eso es un disparate.

—¿Qué te extraña, hija mía? Si no pensase tan absurdamente no sería un loco. Indudablemente lo que sueña en su desordenada imaginación lo cree una realidad y por esto afirma tan seriamente que el doctor es un militar comprometido en la patriótica conspiración.

—Pero en algo se fundará para hacer tales afirmaciones.

—En nada absolutamente, querida hija. El doctor O'Connell tuvo con él una larga conferencia de la que fui testigo, y en ella no se trató nada que pudiera servir de base a tales ilusiones. Es verdad que el conde habló de Gibraltar con esa exaltación que siempre le acomete cuando trata de ese plan tan funesto para su razón; pero el doctor, ocupado en observarlo, apenas si le contestó, fijándose únicamente en las muestras que daba de enajenación mental. Salimos mi amigo y yo de la visita sin que pudiera imaginar el efecto que ésta había de producirle, y al día siguiente, al volver aquí, mi sorpresa no tuvo límites cuando el conde me preguntó por el capitán O'Connell y si éste tardaría mucho en indicarle por conducto mío el momento oportuno para dar el golpe sobre Gibraltar. Pero mi asombro se trocó en miedo cuando me habló de traer de Navarra hombres de confianza y comprar armas. Temblé pensando en los terribles compromisos que su locura iba a traer sobre esta casa para mí tan querida, y busqué inmediatamente al amigo Peláez, encargándole que estudiase atentamente la enfermedad del conde.

Doña Fernanda estudiaba fijamente a su poderoso amigo como si intentase adivinar en su frente pensamientos muy opuestos a su palabra.

La aristocrática devota se había rozado demasiado con gentes cuya facultad predominante era la astucia, para no presentir que allí debía haber algo extraño e importante que el buen padre le ocultaba.

Sentíase inclinada a la desconfianza, pero al mismo tiempo era tan pura la mirada del jesuita, tenía su rostro tal expresión de inocencia, que la devota se sentía arrepentida de sus sospechas.

El padre Claudio podía jactarse de ser dueño absoluto de su voluntad y tener en la baronesa una sierva sumisa.

No; ella a pesar de todos sus presentimientos no quería recelar nada; no se sentía capaz de pensar mal de su poderoso amigo y estaba dispuesta a creer a ojos cerrados cuanto el jesuita le dijera. Además, no le desagradaba aquello de que el conde fuese declarado loco, y pensaba con fruición en que por tal procedimiento se realizarían sin obstáculo alguno, los planes que sobre el porvenir de Enriqueta se habían forjado ella y el jesuita.

Pensando en tan halagüeña idea, se le escapó una sonrisa de complacencia, y como llama de atalaya que hace una señal en la oscuridad de la noche, en el fondo de la mirada del padre Claudio brilló una luz fugaz y extraña. Aquel chispazo contestaba a la sonrisa. Se daban ya por entendidos el maestro y la discípula.

Doña Fernanda se había decidido ya a creer en la locura de su padre. Ella sabía lo que significaba tal locura, sobreviniendo poco después de negarse el conde a las demandas del jesuita; pero sentía tranquila su conciencia, más que todo, por la naturalidad simple y terrible que presentaba el asunto y que hacía honor a la preparación jesuítica.

La cosa era sencilla y no daba lugar a dudas. Baselga ya no era el mismo de un año antes. Se había fijado tenazmente en su cerebro un plan imposible y el que antes era un ser misantrópico y silencioso, mostrábase ahora exaltado y locuaz. Esto no era suficiente para declarar a un hombre loco, pero allí estaban como acusaciones poderosas e indestructibles, el empeño en convertir a un sabio doctor en capitán del ejército inglés, la llamada de aquella turba de feroces navarros, la compra de armas y sobre todo el testimonio del doctor Peláez, aquella lumbrera científica del mundo elegante, que golpeándose el pecho con sus rudas manazas, manifestábase dispuesto a jurar ante Dios si era preciso, que Baselga estaba más loco que muchos reclusos en los manicomios. Ella volvía a repetirse que no sentía intranquilidad en la conciencia. Tenía la obligación, como buena católica, de creer a un santo varón tan respetable como el padre Claudio, y desechaba como inspiraciones del demonio las sospechas que la acometían. Ella no pecaba creyendo a su padre loco, aunque la razón la aseguraba todo lo contrario. Se lo decía el respetable jesuita y ella con creerlo, quedaba libre de toda responsabilidad. ¡Oh! ¡Cuan cómoda era aquella fe!

El padre Claudio adivinó con su natural perspicacia, lo que pensaba aquel ser tan supeditado a su voluntad y seguro ya de su obediencia siguió adelante.

Habló a la baronesa de la necesidad en que estaba de prevenir los peligros que pudiera ocasionar la locura de su padre y le pintó con sombríos colores cuál iba a ser la suerte de éste si permanecía libre como hasta el presente.

—Tú no llegas a imaginarte lo peligroso que es para su familia y hasta para su propia persona un loco dominado por tan extraña manía como la del conde. Hasta la paz de la nación peligra si tu padre permanece como hasta el día dueño por completo de sus acciones. Figúrate que mañana mismo, tenaz en su idea de que el doctor O'Connell es un capitán que le ayuda dentro de la plaza de Gibraltar, se le ocurre valerse de sus armas y de esos hombres que ha reunido y se dirige a la posesión inglesa, intentando entrar en ella en son de guerra. Las autoridades británicas, que no reparan gran cosa en apreciar locuras, lo ahorcarían indudablemente en tal caso y todo el mundo te señalaría a ti como responsable de tan afrentosa muerte, pues conociendo a tiempo su locura no habías evitado sus consecuencias.

—¡Jesús! —exclamó la baronesa con afectado horror tapándose el rostro con las manos.

—Vamos, hija mía; hay que tener presencia de ánimo y no entregarse al dolor. Hoy aún estamos a tiempo para evitar tales horrores, si es que tú tienes la suficiente firmeza para adoptar una resolución que ponga en seguro la existencia de tu padre y la paz de esta casa.

—¡Oh! Diga usted, reverendo padre, ¿qué debo hacer?

—Ante todo, hay que buscar a varios doctores de reconocida capacidad para que celebren una consulta sobre la salud del conde y enterados suficientemente de sus nuevas costumbres y extrañas ideas, digan si está loco o no.

—Estoy dispuesta a ello y llamaré a los doctores que usted me indique.

—Basta con que llames a uno, los otros los convocará el doctor Peláez, que puede apreciar mejor que nosotros el mérito de sus compañeros de facultad.

—¿Y a quién tengo que llamar yo?

—Al doctor Zarzoso, ese célebre catedrático de la Escuela de Medicina, que tanto ruido mueve con sus conferencias públicas sobre enfermedades mentales. ¿A quién mejor podemos confiar el diagnóstico de la enfermedad de tu padre? ¡Oh! Estate segura de que si don Antonio Zarzoso nos declarase locos a nosotros dos, no habría nadie en el mundo que dudase de sus palabras. Puedes escribirle hoy mismo rogándole que te diga a qué hora podrá venir mañana a examinar al conde. El tal doctor es un hombre de perversas ideas políticas, un revolucionario recalcitrante, que, aunque valiéndose de rodeos, aprovecha todas las ocasiones que se le presentan para atacar nuestra santa fe; pero sabe mucho, es un portento de ciencia, y en ocasiones como ésta, resulta necesario valerse de sus superiores conocimientos.

—Le llamaré, reverendo padre. Un criado le llevará inmediatamente mi carta en que le rogaré venga mañana mismo.

—El doctor Peláez vendrá con los dos compañeros que elija, y la consulta se llevará a cabo. Yo, en interés tuyo y de esta casa, me resignaré a asistir a la consulta, pues tal vez el doctor Zarzoso quiera interrogarme sobre las costumbres y el carácter del conde.

—¡Oh, gracias, padre mío! ¡Cómo agradecer tantas bondades! Hablaron aún mucho rato el jesuita y la baronesa sobre la locura del conde, y cuando el primero hubo determinado bien hasta en sus últimos detalles lo que su aristocrática subordinada debía decir en la consulto al día siguiente, se despidió de ella alegando sus muchas ocupaciones.

Al atravesar la antecámara el padre Claudio habló con el ayuda de cámara del conde:

—¿Está el doctor Peláez con tu señor?

—Sí, reverendo padre. ¿Quiere usted que le dé algún recado?

—Ahora no; sería interrumpir su conversación con el conde y estorbarlos en importantes ocupaciones. Si tarda a marcharse, puedes entrar de aquí una hora y decirle que le aguardo en mi casa.

El padre Claudio se fue. Cuando una hora después el doctor Peláez entró en el despacho del poderoso jesuita, estaba éste completamente solo y papeleando con la misma suprema atención que cuando era joven. Aquel hombre se sentía en su elemento y experimentaba un inmenso placer, cuando hojeaba aquellos legajos, inmenso registro de las vidas de muchos miles de seres que encerraba secretos importantes y era como un cementerio moral donde dormían los nombres más conocidos, mostrando el esqueleto descarnado de su vida, el carácter secreto, sin convencionalismos sociales que encubren los defectos, ni excusas engañosas que desfiguran los crímenes. Revolviendo aquella necrópolis de papel emborronado el padre Claudio se agigantaba apreciando en toda su magnitud su poderosa omnipotencia, y al tomar en sus manos uno de los legajos, su peso le parecía el del mundo entero que podía estrujar a su placer.

El doctor Peláez entró en el despacho transfigurado. A sus elegantes clientes les hubiese costado algún trabajo reconocer en aquel hombre grave, cabizbajo y con aire de siervo rastrero que se humilla, su doctor alegre, chismoso y bromista, que tanto alegraba a los enfermos.

El padre Claudio le miró de un modo muy distinto que cuando lo encontraba en los salones de la alta sociedad.

Ahora ya no eran dos amigos, sino que el subordinado comparecía ante el superior omnipotente y absoluto.

—Siéntese usted, doctor —dijo el padre Claudio—. ¿Cómo está el conde?

—Lo mismo que siempre. Esta tarde, como de costumbre, hemos hablado de Gibraltar. Dice que sólo espera el aviso de O'Connell y que todo lo tiene preparado para ponerse en camino y dar el golpe.

—¿A qué altura se encuentra de demencia?

—Reverendo padre; el conde está tan loco como vuestra paternidad o como yo. Es cierto que en él hay algún desarreglo de las facultades mentales, que esa idea de conquista le obsesiona hasta el punto de excitar demasiado su imaginación; pero de esto a la locura hay mucha distancia. El padre Claudio hizo un gesto terrible y el médico tembló.

—Doctor Peláez; es usted un imbécil, que no sabe una palabra de medicina. Yo le digo a usted que Baselga está loco.

Y al decir esto, miraba con tal aire de autoridad avasalladora a Peláez, que éste, como si fuese el eco de las palabras del jesuita, dijo rotundamente:

—Está loco: efectivamente.

—Muy bien. Veo que ya va sabiendo usted algo más de medicina. El conde de Baselga está loco y en la consulta que usted como médico de la casa tendrá mañana con el célebre alienista Zarzoso, es preciso que sepa relatar perfectamente la historia de la enfermedad y que cuente todos los detalles justificativos de modo que nadie pueda dudar que el conde es víctima de una enajenación mental. Resulta esto necesario para que la familia pueda conducirlo a un manicomio.

—Difícil es eso, reverendo padre.

—Claro; es más fácil contar chascarrillos en las tertulias, y alborotar a las pollas con cuentecillos de color rosa; pero aquí no lo hemos encumbrado a usted por el gusto de que la aristocracia tenga un bufón más, sino para que nos sirva siempre que lo necesitemos. Usted no está autorizado para decir si una cosa es fácil o difícil; usted lo que debe hacer es cumplirla a ojos cerrados, y… en paz.

—La cumpliré, reverendo padre. Sólo temo no saber hablar de un modo que convenza a mis colegas.

—Yo estaré allí.

—De ese modo ya estoy más tranquilo.

—Ya puede usted apreciar el modo más adecuado de hacer la historia de la locura de Baselga. He aquí la síntesis. Primero, un hombre ensimismado, malhumorado, misántropo; después se le ve dedicarse con ahínco a los estudios militares, habla de gloria a todas horas, cambia de carácter rápidamente, se irrita con frecuencia al mismo tiempo que siente retoñar en él los apetitos juveniles, y se lanza al mundo elegante de que antes huía, bailando como un muchacho y adoptando el aspecto de un viejo verde. La idea absurda y estupenda de conquistar a Gibraltar la acaricia en secreto y al fin, acaba por revelarla a varios amigos de confianza. Yo, que soy uno de éstos, y a quien empiezan a inspirarme cuidado las ideas estrambóticas del conde, aprovecho el rápido paso por Madrid de un amigo mío, reputado médico irlandés llamado O'Connell, y lo llevo a casa de Baselga. La conferencia es tranquila. El conde, habla como siempre de su plan sobre Gibraltar, el médico le contesta cuatro generalidades con el único fin de hacerle hablar más y estudiar mejor su pensamiento, y termina la visita sin que ocurra ningún incidente, y sin que O'Connell dé motivo alguno para que el pobre loco crea que él es un capitán del ejército inglés, que se propone ayudarle en la conquista del Peñón. Al día siguiente, yo veo con el mayor asombro que el conde tergiversa las cosas del modo más lamentable, y que tiene por militar al que sólo es un doctor y supone que dentro de la posesión inglesa hay quien secunda sus planes. Esto me produce una inmensa alarma, y entonces yo le busco a usted para que estudie la enfermedad del conde, y usted, por datos que tendrá recogidos, probará claramente a sus colegas que Baselga está loco de remate, añadiendo que tan tenaz es su manía patriótica y conquistadora, que también lo considera a usted como uno de los conjurados, y le expone sus planes. Además puede usted asegurar al doctor Zarzoso, que a él en el momento que visite al conde, también éste lo considerará como un auxiliar para la conquista.

—Pero… reverendo padre. ¿Cómo vamos a conseguir esto último? ¿Y si el conde recibe a mis colegas como simples médicos y no quiere hablar de su famoso proyecto? ¿Cómo nos arreglaremos entonces para probar su locura?

—No se ocupe usted de eso, señor Peláez. Es cuenta mía y ya sabré yo arreglar las cosas para que el éxito sea a nuestro gusto.

—Procuraré, reverendo padre, cumplir sus órdenes y proceder de modo que la Orden no quede descontenta de mí.

—Hará usted perfectamente. Ésta es la primera vez que necesitamos de sus servicios para un asunto serio. Hasta ahora no ha hecho usted más que vigilar por nuestra cuenta a ciertas familias y darnos relación exacta de sus acciones. Servicios de poca importancia, menudencias que no merecen mucho agradecimiento. Ya empieza usted a devolver lo mucho que nos debe y es preciso que en este asunto se extreme y aguce el ingenio para que no podamos tacharle de ingrato. Piense usted ante todo, que si hoy se ve bien recibido en la alta sociedad y vive en la opulencia, a nosotros nos lo debe y que así como lo hemos elevado, podemos hacerle caer en la ruina de un solo golpe. Procure, pues, no dejar descontenta a la Orden.

—Reverendo padre: soy de la Compañía en cuerpo y alma.

—Pues a eliminar al conde de Baselga del mundo de los cuerdos.

—O el doctor Peláez no sirve para nada o mañana el conde es declarado loco.

—Así sea, querido doctor. Con ello libraremos a una familia católica del yugo de una obstinación impía, y la Orden recibirá un refuerzo de importancia para continuar su obra sublime de conquistar el mundo en nombre de Cristo. Considere usted si el servicio que yo le exijo es meritorio y digno de santa alabanza.

XXIII. BASELGA CONVERTIDO EN MOSCA

La baronesa de Carrillo vivía en el palacio de su padre con completa independencia.

Ocupaban sus habitaciones una gran parte del primer piso y sólo dos o tres piezas, las más sombrías, por tener sus vistas al patio, eran las reservadas al jefe de la familia, que vivía en completo aislamiento, y únicamente iba en busca de su hija Enriqueta cuando tenía que acompañarla a una fiesta de sociedad.

Entre las habitaciones de la baronesa y las del conde, aunque sólo estaban separadas por la antecámara, parecía mediar un abismo.

El odio de la falsa hija y la indiferencia del padre, que sabía bien a que atenerse acerca de la sangre que circulaba por las venas de la baronesa, impedían toda relación entre los dos, y de aquí que sólo se viesen en el comedor, donde cambiaban algunas frías palabras. Esta falta de comunicación en que ambos vivían, creaba en aquella casa dos mundos distintos que seguían sus rumbos, sin rozarse ni aparentemente el uno con el otro.

Baselga no ponía nunca los pies en las habitaciones de su hija mayor, ni se preocupaba de las visitas que ésta recibía y de sus místicas tertulias.

En cuanto a la baronesa, ésta no se ocupaba aparentemente de la vida que hacía su padre, ni hacía preguntas a sus criados, pero era porque su chismosa doncella, mediante generosas recompensas, se encargaba de averiguar lo que el conde hacía desde la mañana hasta la noche y qué gentes entraban a visitarle en su despacho.

A esta separación era debido que Baselga no se enterara de lo que contra él se tramaba en el salón de su hija, ni se apercibiera de las personas a quienes ésta recibía.

De este modo nada supo de la reunión que se verificaba en dicha pieza a las once de la mañana, o sea a la hora en que él, con los codos apoyados en su mesa de trabajo y la cabeza entre las manos, reflexionaba sobre su célebre plan que nunca se cansaba de acariciar.

Media hora antes, habla estado con él su íntimo amigo, el padre Claudio, para anunciarle de allí a poco rato la visita de tres individuos del comité patriótico que dirigía Peláez, los cuales se mostraban ansiosos de conocer al grande hombre encargado de dar el golpe sobre Gibraltar.

El jesuita había salido poco después anunciando que iba a visitar a la baronesa en sus habitaciones, y efectivamente, allí estaba hablando con ella, en un rincón, explicándole con cierta vehemencia el modo en debía recibir al doctor Zarzoso.

De pie, junto a una ventana, estaba Peláez mirando atentamente a la calle, y sentados en grandes sillones, con la expresión de hombres que se encuentran en un sitio que no les inspira confianza, figuraban los dos médicos que el doctor de la aristocracia había buscado para que sirviesen como de coro a la consulta médica que se preparaba.

Eran dos facultativos insignificantes, dos médicos vulgares a quienes protegía Peláez dándoles las migajas de su clientela, y de los que disponía a su antojo como verdaderos autómatas.

A pesar de su título académico, consideraban a Peláez como un oráculo; su falta de ciencia les hacía creer, como a toda la alta sociedad, que el aristocrático médico era un portento de sabiduría, y bastaba que éste abriese la boca para que los dos acólitos comenzasen a mover la cabeza para apoyar con signos de aprobación todas sus palabras.

Paró en la calle un carruaje y Peláez se retiró de la ventana diciendo con precipitación:

—Ya está ahí. Su berlina ha parado en la puerta.

El rato que transcurrió hasta la presentación del famoso catedrático, lo empleó la gente que estaba en el salón en colocarse convenientemente.

Los dos médicos limitáronse a incorporarse un poco en su sillones; pero la baronesa y el jesuita levantáronse de sus asientos para colocarse en el sofá, donde doña Fernanda, estrujando nerviosamente su pañuelo y ladeando dolorosamente su cabeza, tomó una actitud trágica.

El padre Claudio estaba a su lado como esforzándose en inspirarle valor, y Peláez colocose modestamente en un ángulo del salón con toda la actitud de un hombre eminente, que en obsequio a un sabio que le sobrepuja, quiere hacerse pequeño e insignificante.

Un criado anunció al doctor Zarzoso, y éste entró inmediatamente en el salón.

Era un hombre de cincuenta años, de estatura regular, que disminuía una excesiva obesidad; de rostro cetrino, cano bigote cortado a cepillo, cráneo algo despoblado y reluciente, y frente anchurosa, cruzada por una arruga vertical que nacía entre las dos cejas y que se marcaba de un modo alarmante apenas estallaba en él el mal humor.

Todo en él denotaba a un hombre testarudo e inflexible, capaz de reñir a puñetazo limpio con la ciencia, si ésta, después de hacerle entrever alguno de sus misterios, se empeñaba en ocultárselo.

Llevaba un gabán azul abrochado hasta el cuello y muy estrecho, por lo que marcaba demasiado su prominente abdomen, y sus ojuelos brillaban tras los cristales de sus gafas de oro, con la expresión de un hombre desconfiado y tosco, que en su franqueza llega sin notarlo hasta la grosería.

Era el verdadero tipo de ese sabio que aparece en comedias y novelas y que ha llegado a hacerse popular. Su despreocupación era ya legendaria en la escuela de Medicina; sus frecuentes distracciones muchas veces de carácter cómico, daban mucho que reir a alumnos y practicantes, y resultaba típico en él su odio a esas ridículas conveniencias sociales creadas por la aristocracia.

Aborrecía el confort, se burlaba de las modas y recordaba con fruición la feliz edad en que no había encontrado aún un inteligente protector que le dedicase a la ciencia costeándole la carrera y era él todavía un aprendiz de carpintero, travieso como un diablo, que con el saquillo al hombro iba al taller peleándose de paso con todos los chiquillos de la calle. Empeñado en recordar su primera edad, el doctor Zarzoso, el profesor insigne a cuyas conferencias sobre enfermedades mentales acudía todo el mundo científico y literario de Madrid, y de cuya sabiduría se hacían lenguas todas las revistas profesionales de Europa, hacía la vida de un obrero; comía tan vulgarmente como un albañil, y con una tiranía que resultaba chusca, dirigía las más atroces censuras a aquellos de sus jóvenes discípulos que, deseosos de deslumbrar a elegantes hermosuras, vestían con arreglo a la última moda.

Sus opiniones políticas y religiosas eran el perpetuo motivo de entusiasmo de sus alumnos y la conversación obligada en los salones de esa clase social que inspirada por el fanatismo arrastra a su casa un pedazo de Iglesia.

Aquel hijo del pueblo, elevado a las sublimes alturas de la ciencia por sus propios esfuerzos y por la característica terquedad que le hacía pasar por encima de toda clase de obstáculos, inspiraba un terror casi supersticioso a las buenas gentes devotas.

Sus explicaciones materialistas, aquel ateísmo de que hacía gala con cierta afectación, sin duda porque le divertían los aspavientos de los fanáticos escandalizados, formaban alrededor de su nombre una terrible leyenda.

A pesar del horror que sentía hacia su persona la gente devota y esa inmensa masa indiferente que no cree en nada, pero que se muestra profundamente religiosa mientras esto le produce algún resultado material, nadie ponía en duda sus conocimientos científicos, y era general la opinión de que nadie como él podía dedicarse a la curación de las enfermedades.

Era un hombre terrible, un réprobo, un monstruo, un insensato que no creía en Dios ni en los reyes, que se mostraba partidario de la República, y hablaba pestes contra el Papa; pero a pesar de esto, no había familia aristocrática, ni príncipe de la Iglesia que vacilase en llamarle apenas tenía necesidad de sus servicios.

En sus relaciones con los clientes tenía el doctor Zarzoso grandes extravagancias, según afirmaban sus compañeros de facultad.

Una vez se hizo pagar dos mil duros por haber curado a un opulento canónigo de una enfermedad mental casi insignificante. Esto nada tenía de particular según sus compañeros; pero lo que en su concepto resultaba absurdo es que al mismo tiempo dedicase gran parte de su tiempo e hiciese nuevos estudios para la curación de un cerrajero al que apenas conocía y a quien el doctor tuvo que conducir por fin a un manicomio, entregando antes a su mujer los dos mil duros del canónigo para que se dedicara a una pequeña industria y mantuviera a sus cuatro hijos.

El doctor Zarzoso se indignó de un modo terrible un día en que se atrevieron a preguntarle por qué procedió de aquel modo.

—Déjenme ustedes en paz —gritó dirigiéndose a los otros catedráticos—. Si yo tuviese el poder que se le supone a ese tal Dios a quien nadie ha visto, irían las cosas de otra manera, pues sería un terrible nivelador. Entretanto, procuro quitar lo que puedo a los favorecidos por el reparto social para dárselo a los despojados que mueren de miseria.

Eran horribles las teorías de aquel sabio endemoniado. Con ellas ¿a dónde iría a parar el mundo?

Las gentes indiferentes sólo reconocían en el doctor un gran defecto, y éste tan arraigado, que difícilmente podría nunca despojarse de él.

Era tan apasionado por sus ideas políticas y religiosas, y tan rudamente se encasillaba en ellas, que miraba con odio a todos los que no pensasen del mismo modo que él, y si buscaban los auxilios de su ciencia los trataba con tantos escrúpulos como un brahamán que se viera obligado a poner sus manos sobre un paria de la India.

Toda la inmensa paciencia y los cuidados maternales que dedicaba a cuantos enfermos no le inspiraban ninguna preocupación, lo trocaba en mal humor y aspereza cuando tenía que curar a algún ser que en su época de sana razón se había distinguido como ardiente defensor de rancias y tradicionales ideas.

En él estaba arraigada la creencia de que todo fanático es un loco, pero no quería comprenderse en esta regla general, porque nunca llegó a pensar que él fuese otro fanático, aunque de las ideas más opuestas.

Al entrar el doctor en el salón de la baronesa todos los hombres se levantaron, haciéndole un respetuoso saludo.

El señor Zarzoso, al ver a doña Fernanda, que suponía sería la señora que le había llamado, avanzó hacia donde ella estaba, dirigiendo al mismo tiempo una escudriñadora mirada a las otras personas que ocupaban el salón.

Tanto el padre Claudio como los dos médicos le eran desconocidos personalmente; pero al mirar al doctor Peláez hizo un gesto de desagrado, como si se encontrara en presencia de una persona molesta y antipática.

El sabio cuya rudeza casi era legendaria, odiaba con todo su apasionamiento característico a aquel médico aristocrático, bufón científico que cifraba todo su renombre en hacer reír a los enfermos de alta categoría.

El tal Peláez venía a ser la continua preocupación del doctor Zarzoso. Por esto le agobiaba con burlas crueles y sarcasmos terribles; pero el aristocrático doctor, ducho en el arte de doblar reverentemente el espinazo, contestaba siempre con lisonjas y adulaciones, lo que aumentaba todavía más el mal humor en el rudo sabio, puesto que odiaba aún más los procedimientos rastreros que el charlatanismo científico.

Peláez no ignoraba la poca simpatía que le tenía el célebre profesor y de aquí que, a pesar de toda su serenidad, se inmutase un poco al verse en su presencia.

—Querido maestro —dijo inclinándose servilmente y con acento propio del que experimenta una gran satisfacción—. ¡Cuán inmensa es mi alegría al tener la honra de…!

El médico de la alta sociedad no pudo continuar. El doctor Zarzoso le había mirado despreciativamente con sus ojillos grises, que en ciertos momentos parecían reír chuscamente bajo sus tapaderas de cristal y fue a estrechar la mano que le tendía la baronesa, siempre en actitud trágica y como próxima a desmayarse.

—Señora, he acudido a su llamamiento tan pronto me ha sido posible. Ahora espero que me diga usted lo que ocurre y deseo que mis servicios puedan ser de alguna utilidad.

—Doctor, se trata de una consulta. Mi padre, el conde de Baselga está gravemente enfermo y como la fama de usted como especialista en dolencias mentales es universal, me he tomado la libertad de llamarle, deseando que tenga a bien celebrar una consulta con estos señores.

—¿Con quiénes? —dijo con extrañeza el doctor Zarzoso, que estaba mirando fijamente al padre Claudio con la insolencia propia de un clerófogo rudo y empedernido.

No podía explicarse la presencia de un cura en aquella reunión que iba a convertirse en consulta científica, y por esto siguió diciendo con cierta ironía al mismo tiempo que señalaba al jesuita:

—¿Acaso el señor es también de la facultad?

—No, señor doctor. El señor, es el padre Claudio de la Compañía de Jesús, un amigo de mi niñez, un protector de mi infancia a quien considero como mi segundo padre. Como íntimo amigo de mi familia ha tratado a mi padre con intimidad y puede suministrar a la consulta datos de alguna importancia.

El jesuita se inclinó modestamente como ratificando las palabras de la baronesa, y el sabio doctor aún miró con más fijeza al sacerdote.

Había oído hablar mucho de aquel jesuita que visitaba a la reina con asiduidad, tenía gran prestigio en los centros oficiales e influía algunas veces en la vida de los gobiernos cuando éstos no tenían al frente algún general testarudo.

Siempre había sentido deseos de conocer qué clase de pajarraco era aquel jesuita que tan poderoso se mostraba, y ahora que podía examinarlo a su sabor, esforzábase en adivinar en aquel exterior de afectada humildad algún gesto, algún detalle que revelase el genio de la intriga que poseía en tan alto grado.

Pronto le sacó de su contemplación escudriñadora la voz de la baronesa.

—En cuanto a estos otros señores, ilustre doctor, son colegas de usted con los que podrá verificar la consulta. Permítame usted que los presente. El doctor don Pedro Peláez.

El aludido se inclinó con afectación y después dijo con énfasis:

—Tenía ya el honor de que el sabio catedrático me conociese, pues ya he logrado varias ocasiones en que he podido manifestarle que tiene en mi uno de sus mayores admiradores.

Peláez se quedó muy satisfecho de sus palabras; pero el sabio las acogió con gruñidos poco tranquilizadores y dijo después con sorna:

—Efectivamente, conozco al señor… ¿Y quién no conoce a esta lumbrera de la ciencia elegante, a este portento capaz de hacer reír a un moribundo con sus habilidades? Es todo un sabio que irá muy lejos, lástima que la muerte se empeñe en impedir siempre sus triunfos científicos.

Y el doctor Peláez se reía al lanzar su colega aquellas burlas crueles y ver cómo hacía esfuerzos por conservar su serenidad.

—¡Oh! Mi ilustre maestro —murmuró como si estuviese muy agradecido— siempre me distingue con su alegre benevolencia. Permítame ahora que le presente a mis compañeros.

Y Peláez hizo la presentación de sus dos compañeros aquellos médicos vulgares que con su expresión de zozobra al verse frente a aquella eminencia daban mucho que reír al doctor Zarzoso.

—He aquí —murmuró éste— dos excelentes acólitos que dirán amén a todo. Después de la presentación era necesario entrar en materia y la baronesa fue quien abordó la cuestión.

—Señor doctor —dijo con acento quejumbroso—. En esta casa después de mi padre soy yo quien por mi edad debo encararme de la dirección de ella, y por esto hoy, que con profundo dolor veo en peligro la razón del conde, me he apresurado a impetrar los auxilios de la ciencia para impedir mayores males. Mi padre está loco o al menos ésta es la opinión de todos estos señores. A mí, como hija cariñosa, me repugna creer en tal desgracia y para convencerme o afirmarme en mis esperanzas, sólo espero lo que diga el sabio que goza de tan justo renombre en esta clase de enfermedades.

El doctor Zarzoso inclinó la cabeza agradeciendo la lisonja, sin dejar de mirar aquella mujer madura y fea que se expresaba con acentos tan dramáticos y que parecía ser lista en demasía.

—Yo, señor doctor —continuó doña Fernanda—, sólo le pido, ¡por Dios y por todos los santos!, que piense bien antes de dar su dictamen que de sus palabras depende la tranquilidad de mi pobre hermana, joven inocente que no sabe nada de la dolencia de su padre, y la mía propia; pero también le pido que no nos oculte la verdad, pues de seguir mi padre como hasta hoy libre por completo teniendo la razón perturbada, podrían originarse terribles sucesos y de sus consecuencias todos me culparían a mí por no haberlos evitado a tiempo.

Peláez, los dos médicos y el jesuita hicieron signos de aprobación, y el doctor Zarzoso creyó del caso hablar:

—Efectivamente, señora, en estos asuntos hay que decir siempre la verdad, y si yo valgo algo es porque jamás la he ocultado, aun a riesgo de destrozar los sentimientos más naturales de las familias. No tema usted que yo le oculte lo que piense. Mi rudeza es bien conocida de todos cuantos me tratan, y si su padre está loco o si está cuerdo con la misma claridad se lo manifestaré. Vamos, pues, al asunto. ¿Hay algún inconveniente en que veamos al enfermo?

—No, señor doctor. Mi padre está en su despacho y pueden ustedes entrar a verlo cuando quieran.

—Eso se hará después. Ahora oigamos al médico de la casa. ¿Es el señor…?

—Peláez, para servirle, querido maestro —dijo el aludido fingiendo no comprender la malignidad de aquel olvido.

—¡Ah! Sí; dispense usted. Conoce uno a tantos… Pero esto no impide que sea un pecado imperdonable olvidar un nombre tan conocido como el de usted lo es en esta clase más selecta de la sociedad.

Peláez se mordía los labios al sentir aquellas incesantes punzadas que le dirigía el irónico maestro, y todos los presentes, a pesar de la gravedad de la situación, comenzaban a regocijarse algo en su interior, al ver el apuro del médico aristocrático tan chusco y atrevido en sus conversaciones, como tímido y rastrero con el célebre profesor.

—Vamos adelante —dijo éste, que se gozaba en el martirio de su víctima—. A ver la historia de la enfermedad.

Peláez recitó hábilmente la lección aprendida. Todo cuanto en el día anterior le había dicho el padre Claudio en su despacho, lo fue repitiendo con una expresión tal, que en sus palabras no se notaba preparación ajena y parecían el resultado de largas meditaciones científicas.

El aristocrático médico se explicó con claridad y probó la locura del conde después de afirmar que sólo se decidía a hacer tal declaración tras meditar largamente sobre el asunto.

La historia de la enfermedad fue breve, pero precisa. Primeramente el paciente, poseído de una manía heroica que le hacía ansiar la gloria, habíase decidido a realizar un plan tan absurdo como la conquista de Gibraltar, por un golpe de mano hijo de su iniciativa y sin confiar en ningún auxilio extraño. Después dominado por esta manía, había caído en otra más peligrosa, cual era considerar a todos sus amigos comprometidos voluntariamente en tan loca empresa. La visita de un médico extranjero le había hecho concebir la absurda esperanza de que dentro de la plaza inglesa había gente que secundaría sus planes, y desde este momento su locura se extremó, llegando a hacer preparativos materiales, tales como la compra de armas y el reclutamiento de hombres; medidas que podían perturbar el orden, que tenían en perpetua alarma a la familia y que hacían necesaria una resolución pronta y enérgica en la persona de aquel desgraciado que constituía un continuo peligro.

El doctor Zarzoso escuchaba silenciosamente la larga y detallada relación de Peláez y comenzaba a interesarse por el conde de Baselga, diciéndose interiormente que aquel enfermo era un caso raro y digno de estudio.

Al terminar, su compañero le interrogó con una mirada que tenía la misma expresión del cortesano que aguarda anhelosamente una expresión de su señor para celebrarla, y el doctor Zarzoso que, cuando entraba en el ejercicio de su profesión adquiría la gravedad sagrada de un augur, dijo con expresión pensativa:

—Rara es, señores, la locura del conde. En estos tiempos son más frecuentes que nunca los desarreglos mentales por el exceso de vicios y la imbecilidad producida por la degeneración progresiva de las familias; pero una manía heroica como esa que acaban de explicar, resulta cada vez más rara. Lo que mas me pasma es que unida a la locura vaya tal dosis de actividad y de raciocinio como suponen esos preparativos bélicos que, según dice el señor Peláez y afirman ustedes, ha verificado el enfermo, pero… bien considerado, de nada de esto debemos pasmarnos. El genio no es más que el hermano mayor de la locura. Si se hubiera aumentado un poco la exaltación de carácter del gran Napoleón; si en su cerebro se hubiese extremado aquel afán a lo grandioso hasta el absurdo, a lo inesperado hasta lo fantástico, es seguro que el conde de Baselga hubiese tenido un digno compañero.

El padre Claudio sonrió con cierto agrado, y los tres médicos creyeron del caso acoger con sendas inclinaciones de cabeza las palabras del ilustre profesor.

—Pero no divaguemos, señores —continuó el sabio doctor—. No perdamos el tiempo y determinemos bien la historia de la enfermedad antes de ver al paciente. Ante todo, según las anteriores explicaciones, resulta que el enfermo manifestó claramente su locura después de la visita de ese doctor irlandés, pues al día siguiente se lo representaba en su imaginación como un capitán inglés dispuesto a ayudarlo en la conquista de Gibraltar. ¿No es esto?

—Así es, ilustre maestro.

—¿Y quién trajo a esta casa a ese médico extranjero?

—Fui yo, señor Zarzoso.

Y el padre Claudio, al decir esto, sonreía humildemente.

—¿Ah? ¿Fue usted…?

El sabio miraba fijamente a jesuita y en sus ojos se leía una marcada expresión de duda. Parecía que le inspiraba fuertes sospechas la circunstancia de ser el jesuita quien arregló aquella visita tras la cual tan marcadamente se mostró la locura del conde.

—Sí, yo fui, señor doctor —continuó el jesuita ansioso por deshacer la mala impresión que adivinaba en el ánimo del profesor—. Como ha dicho antes la señora baronesa, me inspiran mucho interés su familia y todos los asuntos de esta casa, y por ello me tomé la libertad de traer aquí a mi amigo, el doctor O'Connell, para que examinase al conde, cuyo estado me inspiraba ya entonces mucha inquietud.

—¿Y quién es ese doctor O'Connell? Aquí, en Madrid, resulta desconocido. Yo conozco a todos los médicos de Europa y América que gozan de algún renombre, y de ese señor nunca he oído hablar.

—A pesar de eso, señor doctor —contestó el jesuita sin perder su serenidad, en vista de la desconfianza que mostraba su interlocutor—, mi amigo O'Connell tiene mucha fama en su patria y obtuvo grandes éxitos hace pocos años con sus explicaciones en la escuela de Medicina de Dublín. En la actualidad se dedica a estudios de observación, para lo cual hace continuamente grandes viajes. En Madrid sólo estuvo un día y salió inmediatamente para Cádiz donde se embarcó para ir a no recuerdo qué punto de América del Sur.

El jesuita, al hablar así, reíase interiormente del doctor Zarzoso, y de aquella mirada desconfiada e inquisitorial que fijaba en él con el propósito de sorprender la menor vacilación y apreciar la cantidad de verdad que había en sus palabras.

—Mira cuanto quieras —se decía el jesuita interiormente—. Serías tú el primer hombre que leerías en mi pensamiento cuando yo estoy mintiendo. No es fácil que hombres como tú me sorprendan ni me atolondren.

Efectivamente, el doctor estaba desconcertado por aquel tono de natural veracidad con que hablaba el jesuita, y comenzaban a extinguirse las sospechas que momentos antes había concebido.

—¿Y cuál fue la opinión de ese doctor sobre el estado del conde? —preguntó el sabio, que a pesar de todo seguía sospechando.

—Dijo rotundamente que estaba loco.

—¿Y no dijo nada en su conversación que tendiera a producir en el cerebro del conde la idea de que el tal doctor era un capitán del ejército inglés?

—Nada absolutamente.

—¿No habló de Gibraltar?

—Poca cosa. La conversación versó principalmente sobre viajes, y el conde se mostró en ella muy razonable y comedido. Únicamente le mostró a O'Connell los planos de la posesión inglesa que tiene en su despacho y dijo que se estaba ocupando en una grande obra. El doctor procuró hacerle hablar de tal asunto para apreciar mejor su exaltación, pero el conde se mostraba entonces muy reservado.

—¿Y cómo se explica usted que al día siguiente al hablarle se refiriera tranquilamente a un capitán inglés habiéndole usted presentado un médico?

—Eso, la ciencia podrá explicarlo. Yo únicamente puedo sacar de ello la consecuencia de que el conde está loco.

El doctor Zarzoso, a pesar de la humildad candorosa con que el jesuita contestaba a sus preguntas, seguía firme en su creencia de que había algo extraño en aquella transformación de personalidad que tan rápidamente se había operado en el cerebro del conde.

Parecía que el célebre médico presentía algo de la terrible verdad que se encerraba en el fondo de aquella inicua intriga; pero sus sospechas no eran determinadas, ni tenían ningún hecho real sobre el que apoyarse. Además, él quería manifestar al jesuita que dudaba de sus palabras, para ver si de este modo turbaba aquella serenidad tan completa; y por eso preguntó con marcada intención:

—¿Y fue usted el único que presenció la conversación del conde y el doctor irlandés?

—Yo solo, señor Zarzoso. ¿Quién más debía presenciar la visita? La señora baronesa estaba fuera de casa y por tanto sólo yo podía estar en la entrevista del doctor y del conde.

—¿Y ha sido usted el único que ha tratado al tal doctor durante su estancia en Madrid?

El sabio profesor marcó mucho esta pregunta, como si esperase desconcertar con ella al jesuita demostrándole las sospechas que abrigaba de que aquel doctor fuese un ser fantástico inventado por él mismo.

—No, señor doctor. Mi amigo O'Connell, aunque sólo permaneció algunas horas en Madrid, conversó largamente sobre materias científicas con una persona que se encuentra aquí.

El doctor Zarzoso preguntaba con su mirada quién era el aludido. El jesuita se apresuró a responder:

—Fue el doctor Peláez, que encontró al sabio O'Connell en mi despacho y quedó muy encantado de su conversación.

El padre Claudio sabía improvisar, según las necesidades del momento, mentiras con visos de veracidad, y además tenía la seguridad de que su protegido ratificaría inmediatamente cuanto él afirmase.

—Así fue —se apresuró a decir Peláez—. Tuve el gusto de encontrar al doctor O'Connell en casa del reverendo padre, y le aseguro a usted, ilustre maestro, que quedé encantado de su amabilidad y de su ciencia.

El médico intrigante, puesto ya a mentir, creyó del caso seguir adelante en sus afirmaciones.

—Acababa de ver, según me dijo, al señor conde, y me manifestó que estaba firmemente convencido de su locura, y eso que ésta aún no había tomado un carácter tan alarmante como en el presente. Sus observaciones coincidieron con las que yo hice después, y esto me alarmó en mi creencia de que el doctor O'Connell, aunque no tan sabio como usted, ilustre maestro, es un entendido especialista en enfermedades mentales.

El doctor Zarzoso ya no pudo seguir dudando. Por algunos momentos su instinto había adivinado algo de intriga jesuítica en aquella enfermedad, y hasta llegó a pensar que aquel doctor irlandés era algún ser imaginario, creado por el padre Claudio con ocultos fines, pero en vista de lo dicho por Peláez creyó absurdo seguir dudando.

El médico aristocrático era para él un bufón sin formalidad alguna, que envilecía a la ciencia con su conducta; pero por lo mismo que apreciaba su escasez de inteligencia, le creía incapaz de mezclarse en ninguna intriga de importancia.

Además, ¿por qué no había de ser todo aquello verdad? Tratándose de un loco, resultaba lógico que confundiese la profesión de ciertas personas, siempre en ventaja para sus absurdos planes, y ya se mostraba el arrepentido de que su preocupación contra los jesuitas le llevase a ver maquiavélicas tramas, donde sólo existían hechos naturales y sencillos.

El padre Claudio adivinaba cómo en el ánimo de su interlocutor iban disipándose las dudas y para vencer definitivamente su desconfianza, se levantó del sofá salió del salón y volvió a entrar a los pocos instantes, seguido del ayuda de cámara del conde.

—Además, señor Zarzoso —dijo el jesuita—, tenemos este criado que podrá decirle a usted algo de la visita de O'Connell pues también lo vio.

—¿Recuerdas —añadió dirigiéndose al ayuda de cámara— la tarde en que vine a visitar al señor conde acompañado de un caballero, pequeño de estatura y con patillas rojas?

—Lo recuerdo perfectamente, reverendo padre —contestó el criado con entonación respetuosa—. Era un sabio extranjero y recuerdo que vuestra reverencia le llamaba doctor y que hablaba con él al atravesar la antecámara, de lo breve que era su estancia en Madrid.

—¿Recuerdas algo más?

—Me parece que vuestra reverencia me preguntó por la señora baronesa y al saber que había salido, me encargó manifestara que el doctor… O'Connell (eso es, ya se me había olvidado el nombre), que el doctor O'Connell había estado a saludarla.

—Esta bien. Puedes retirarte. El doctor Zarzoso no creyó prudente insistir más sobre tal punto. Estaba convencido de que aquel doctor era un ser real, un médico como él, que había estado allí a instancias de su amigo el jesuita para cumplir un deber profesional, y que el conde al empeñarse en creerlo un capitán inglés, que le auxiliaba en sus absurdos planes, demostraba estar realmente loco.

—Doy a usted las gracias —dijo al sacerdote sin reparar que en su interrogatorio había pecado algo de grosero— por los datos que me ha suministrado y como creo inútil insistir ya más sobre este punto, pasemos a la cuestión más importante o sea el examen del enfermo.

La baronesa que hasta entonces había permanecido muda, creyó del caso intervenir en la conversación, obedeciendo a una mirada del padre Claudio.

—Señor Zarzoso; antes de que usted con sus colegas entre a ver a mi padre me atrevo a dirigirle un ruego. No le exasperen ustedes contradiciéndole pues entonces se vuelve furioso y su cólera es tan terrible que pone en conmoción a toda la casa.

El doctor se inclinó contestando con toda la galantería de que era susceptible su rudo carácter:

—Señora; agradezco esa indicación, pero es inútil. Estoy acostumbrado hace ya muchos años a tratar dementes y sé que nada se gana con exasperarlos y contradecir directamente sus manías. Permítame usted ahora una pregunta. ¿Son muy frecuentes en el conde los accesos de cólera?

—Sí, señor; muy frecuentes —contestó la baronesa con la precipitación del que ha de mentir sin preparación alguna—. A menudo se pone furioso cuando cree encontrar obstáculos a su plan, sólo que yo para evitar que la servidumbre se entere de la triste verdad, procuro ocultar tales raptos de violenta locura.

—¿Pero no habrá usted podido ocultar del mismo modo los preparativos militares del conde?

—¡Oh! Eso no. Todos los criados saben que abajo en las cuadras hay varias cajas de armas y municiones, y comentan de un modo poco respetuoso para mi padre, la llegada de esa banda de hombres casi salvajes que él ha hecho venir desde las montañas de Navarra.

—Ya ve usted, querido maestro —dijo entonces Peláez—, que esos preparativos constituyen un tremendo peligro que es preciso que nosotros evitemos cuanto antes.

—¡Oh! Efectivamente —dijeron a un mismo tiempo los dos médicos anónimos que hasta entonces no habían despegado los labios.

El doctor Zarzoso, por toda contestación se levantó diciendo a la baronesa:

—Con el permiso de usted, vamos a ver al enfermo.

—Sí, vayan ustedes. El padre Claudio les acompañará, pues él y el doctor Peláez son las únicas personas que logran inspirarle confianza. ¡Ah! Me olvidaba de Joaquinito Quirós, qué también es gran amigo suyo.

—¿Quién es ese caballero? —preguntó el sabio doctor.

—Un joven amigo de mi padre, que fue el primero a quien confió ese maldito plan causa de su locura. Quirós no tardó en comprender que estaba loco. Debíamos haberlo llamado hoy, pues aunque nada nuevo hubiese añadido a los informes del doctor Peláez y del padre Claudio, siempre hubiese sido útil su presencia. ¿Cómo no se le ha ocurrido a usted llamarlo, reverendo padre?

—Ayer le envié aviso; pero tal vez sus ocupaciones no le habrán permitido venir.

Esto no era verdad, pues el padre Claudio había tenido buen cuidado en que Quirós no se enterara de lo que él proyectaba acerca del porvenir del conde.

No suponía esta reserva que él dudase de la adhesión del escritor católico, pero hacía algún tiempo que Quirós le resultaba peligroso. Notaba en él cierta fatuidad y el claro intento de labrarse una posición sin el apoyo del padre Claudio, para recobrar su independencia, y esto hacía que el astuto jesuita evitase que se mezclara en un asunto tan importante como el de la familia Baselga. El lobo temía las uñas de aquel cachorrillo que con tanto esmero había educado, y reconocía en él facultades suficientes para ser temible.

Los cuatro médicos y el jesuita estaban ya de pie, dispuestos a salir de la habitación.

El padre Claudio dirigiose al doctor Zarzoso para decirle, con su aire de hombre humilde y amable:

—Debo advertir a usted, señor doctor, que nuestra visita al conde si no tiene algún preparativo pueda extrañarle, y les será por tanto muy difícil a todos ustedes el estudiarle con entera libertad.

—¿Y qué preparativo es el que usted propone?

—El conde sólo se deja llevar de su manía cuando se cree en presencia de hombres comprometidos en su famoso plan.

—Bien, puede usted presentarnos a él en la forma que más guste.

—Si a usted le parece bien, diré que son ustedes individuos del comité patriótico, que preside el doctor Peláez. Una de sus manías es creer que este señor tiene formada una junta que ha de ayudarle en sus trabajos de conspiración.

El doctor Zarzoso movió la cabeza en señal de asentimiento y estrechó la mano que le tendía la baronesa, medio desmayada en el sofá.

—Valor, señora —dijo el sabio, que a pesar de su rudeza se sentía conmovido por el dolor teatral de aquella mujer—. La vida es una lucha y hay que saber sufrir las desgracias.

—Que Dios le ilumine, señor doctor. Yo sólo pido la verdad; que usted me diga la verdad, sin ocultarme el verdadero estado de mi padre.

Subieron Peláez y sus dos acólitos llevando en medio al doctor Zarzoso, con toda la veneración respetuosa de los labriegos cuando sacan a la calle al santo patrono del lugar.

El padre Claudio les seguía con paso lento, pero cuando les vio salir, volvió rápidamente al sofá donde estaba la baronesa.

—¿Qué va a suceder, padre mío? —exclamó doña Fernanda, que repeliendo su actitud trágica se mostraba inquieta y alarmada—. ¿Qué dirá ese doctor sobre el estado de mi padre? ¿Nos traerá el haberlo llamado alguna nueva desgracia?

—Tranquilízate. Tu padre será declarado falto de razón. Los alienistas eminentes como Zarzoso a fuerza de tratar locos acaban por invertir el estado de la Humanidad y creen que la demencia es la regla general y la cordura una excepción. Basta que se sospeche de la razón de una persona para que la declaren inmediatamente loca. El conde será muy pronto para Zarzoso un caso raro de locura digno de un curioso estudio. Por eso pensé yo en llamarlo.

—Vaya usted, reverendo padre; vaya pronto a presenciar ese examen y no tarde, ¡por Dios!, pues esta intranquilidad me mata.

El padre Claudio salió rápidamente del salón y alcanzó en la antecámara al grupo de médicos que lentamente se dirigían al despacho del conde.

El jesuita estaba radiante de satisfacción. Había estudiado rápidamente el carácter del doctor Zarzoso y tenía ya la seguridad del triunfo.

La araña acababa de tejer su tupida y viscosa tela, y Baselga era la incauta mosca que revoloteaba alrededor de aquella pérfida red.

El padre Claudio acechaba tras la oscilante malla y su alma satánica y ambiciosa sentía como un escalofrío de placer al pensar que estaba próximo el instante en que sería anulado el hombre que se oponía a los planes de la Orden.

XXIV. BASELGA CAE EN LA RED

El conde al ver entrar en su despacho al padre Claudio y a Peláez seguidos de tres desconocidos, levantose de su sillón con la actitud de un hombre cortés y amable y les hizo tomar asiento en derredor de su gran mesa de trabajo.

El jesuita tuvo buen cuidado en sentarse junto al doctor Zarzoso, que se había colocado frente al conde y que con sus vivos ojillos tan pronto examinaba el rostro de Baselga como aquella habitación hasta en sus menores detalles.

Para el célebre alienista, que tenía la costumbre de analizar los rostros con una sola mirada, no pasaron desapercibidos la exaltación que brillaba en la mirada inquieta y vaga del conde y el ensimismamiento que en él se notaba, a pesar de su empeño en mostrarse amable y atractivo.

El aspecto del despacho no le preocupaba menos. En sus conferencias científicas se había detenido siempre con predilección en las relaciones directas que existen entre la higiene y la locura, y mirando aquella habitación sombría, con ventanas a un patio y en la que jamás había entrado el sol, no recibiendo más resplandor diurno que una luz tenue, sucia y cernida que resbalaba por las paredes grises después de atravesar la claraboya de cristales del tejado, sacaba como consecuencia inevitable que el ser que pasara la mayor parte del día encerrado en una estancia tan lóbrega, forzosamente había de sufrir un desarreglo en sus facultades mentales y sentir predilección por empresas absurdas y disparatadas.

Mientras el doctor Zarzoso reflexionaba, el padre Claudio hacía a Baselga la presentación de aquellos señores, «ardientes patriotas que pertenecían al comité del señor Peláez, y que sentían vehementes deseos de conocer al grande hombre que iba a vengar a España».

Los dos compañeros de Peláez creyeron acertado afirmar mudamente las palabras del jesuita, y se inclinaron profundamente; pero a pesar de esto, el conde apenas si fijó en ellos la atención.

Como si instintivamente conociera la insignificancia de unos y la valía de otros, despreciaba a los dos médicos y fijaba su atención en Zarzoso, quien clavaba en él su mirada escrutadora e inquebrantable que tenía algo de la agudeza y frialdad del estilete anatómico.

El padre Claudio notó inmediatamente la predilección que Baselga sentía por el célebre doctor, y comprendió la causa. El carácter susceptible y colérico del conde, forzosamente se había de irritar ante aquel examen detenido y fijo, que le resultaba una imperdonable insolencia.

No creía el jesuita que fuera favorable a sus planes un choque entre el conde y el doctor, pues podía impedir la conferencia, y por esto se apresuró a intervenir.

—Este señor —dijo señalando al sabio que estaba a su lado— es, de todos los admiradores del conde de Baselga, el más entusiasta y quien más ansiaba conocerle. De seguro que en estos momentos experimenta una satisfacción sin límites al verse cerca del que es su ídolo. ¿No es así, señor Zarzoso?

—Así es, no quiero negarlo. Tengo una gran satisfacción en conocer al señor conde y me honraría mucho en tratarlo con más asiduidad.

Baselga agradeció la lisonja con palabras que demostraban no había muerto en él el antiguo cortesano, pero a pesar de esto, aquel hombre panzudo seguía atrayéndole con la antipatía que le inspiraba. Su mirada especialmente, con su fijeza y su frialdad que parecía registrarle desde la cabeza hasta los pies, le crispaba los nervios hasta el punto de que en ciertos instantes no se sentía dueño de su voluntad y experimentaba irresistibles impulsos de abofetear al insolente curioso.

Peláez, que por carecer de la penetración del padre Claudio no comprendía lo que pasaba en el interior del conde, sonreía sin objeto y deseoso de mezclarse en la conversación, dijo al conde:

—Aquí donde usted ve a mi amigo el señor Zarzoso, es un hombre de gran importancia, un sabio que podrá ser de gran utilidad para nuestra empresa.

—¡Oh!, los sabios —dijo con expresión desdeñosa el conde que deseaba desahogar su ira contra el que tanto le mortificaba con su mirada—. Los sabios no sirven de gran cosa en esta clase de empresas y en nuestro comité, señor Peláez, lo que deben figurar son los hombres de acción, patriotas de mucha alma que puedan ayudarnos. No supone esto que yo desprecie a este señor; en esta clase de asuntos todos sirven, pero siempre que se pueda, deben escogerse personas aptas. Creo que porque hable con esta franqueza no se ofenderá el caballero.

—No, señor conde —contestó el doctor, siempre mirando fijamente a Baselga—. Me gusta mucho hablar con franqueza y por lo mismo deseo antes de comprometerme en una empresa como la que usted ha ideado, enterarme de ciertos detalles importantes.

El conde se sonrió con cierto desprecio, y dijo irónicamente:

—¡Ah! ¿El caballero tiene dudas sobre mi plan?

—Algunas, señor conde, aunque no de gran importancia, y desearía que usted las aclarase. Advierto a usted que estos amigos —y Zarzoso indicó a los dos médicos anónimos— se encuentran en el mismo caso que yo y desean saber de un modo claro con qué elementos cuenta la patriótica empresa antes de comprometerse en ella.

El doctor ya no miraba fijamente al conde y éste, como si se viera libre de una presión magnética que le predisponía al malhumor, sintióse más aliviado y comunicativo.

—Estoy dispuesto a satisfacer su deseo. Pregunte usted.

El sabio doctor miró a sus compañeros como indicándoles que iba a comenzar el examen y habló así:

—Mi amigo Peláez me ha dicho que dentro de Gibraltar tendremos compañeros que nos ayudarán en nuestra empresa. ¿Son dignos de confianza esos auxiliares?

—¡Oh! Yo respondo de ellos y aquí hay también quien responderá con tanta seguridad como yo. Tenemos allí al capitán O'Connell, un irlandés de gran valor que está dispuesto a auxiliarnos aunque esta empresa le cueste la vida. El padre Claudio lo conoce mejor aún que yo y sabe que es todo un héroe.

La rodilla del jesuita chocó suavemente con la del doctor y aquel roce parecía indicar al señor Zarzoso que el conde comenzaba ya a dejarse arrastrar por la locura.

El sabio hizo un gesto de inteligencia y continuó:

—¿Y no podría engañarnos ese capitán?

—¿Engañarnos? No, señor. Yo soy de los que a primera vista conocen a las personas y tengo al capitán por un hombre franco e incapaz de una traición. ¿No piensa usted lo mismo, padre Claudio?

—¡Oh!, seguramente. Mi amigo O'Connell es una buena persona.

Y volvieron a tocarse las rodillas para excusarse el jesuita, porque seguía el conde en su manía con el propósito de evitar que éste se irritara.

—No dudo —continuó el doctor Zarzoso— que ese irlandés sea una buena persona. Pero ¿está usted seguro de que sea efectivamente un capitán del ejército inglés? ¿Dijo que era militar o se presentó con otro carácter; por ejemplo, médico?

El padre Claudio, a pesar de su serenidad a toda prueba, comenzaba a inmutarse. Aquel doctor tenía un modo tan intencionado de preguntar que el jesuita temía que de un momento a otro, y merced a una palabra insignificante, se descubriera la verdad, y su trama con tanta paciencia forjada se viniese al suelo con estrépito.

Afortunadamente para él, el doctor Zarzoso resultaba antipático a los ojos de Baselga, quien gozaba en contradecirle y en demostrar que sus preguntas no tenían pizca de sentido común.

—¡Qué cosas tan extrañas dice usted, caballero! —exclamó el conde—. ¿Acaso estoy yo loco? O'Connell es un capitán del ejército inglés, y como tal se me presentó, pues tratándose de un caballero, como yo lo soy, no tuvo inconveniente en manifestarse tal como es. ¿Conque el tal capitán podía ser un médico según usted? ¡Buena es esa! Estos sabios tienen unas ideas verdaderamente originales, y si no le hubiera visto ahí mismo donde usted está sentado, y si no hubiera conversado largamente con él sobre las fortificaciones de Gibraltar, casi me haría usted creer que yo había soñado. Padre Claudio, ¿no le parece a usted muy extraño lo que pregunta este caballero?

—Sí, señor; pero hay que permitir que el señor se entere bien de la empresa que usted prepara antes de comprometerse en ella.

Y el jesuita, al decir esto, volvió a tocar con su rodilla al doctor.

—Perdone usted, señor conde, que yo haga esas preguntas que a usted le parecen tan extrañas. Ahora en vista de sus explicaciones, comprendo que son impertinentes y las retiro. Después de esto, lo que yo desearía es que usted tuviese a bien explicarnos todo el plan, hasta en sus menores detalles.

Peláez intervino.

—¡Oh! El plan es magnífico. Honra al señor conde y demuestra que es un militar de primer orden.

El sabio lanzó al médico aristocrático una furibunda mirada, como indicándole que él como sus dos compañeros estaban allí para oír y callar, dejándole al más antiguo la tarea de interrogar al enfermo.

El conde no se hizo rogar. Estaba tan entusiasmado con su plan, que gozaba en relatarlo; así es que inmediatamente comenzó a contar lo que ya conocemos, o sea, el medio que pensaba emplear para apoderarse por sorpresa del Peñón.

El doctor volvía a tener su mirada fija en el conde, estudiando atentamente su fisonomía y apreciando aquella exaltación que brillaba en sus ojos y la fiebre nerviosa que le dominaba al hablar de la futura victoria.

El jesuita comenzaba a tranquilizarse, pues el sabio, preocupado en analizar a Baselga mientras hablaba, no se cuidaba de ocultar sus impresiones y algunas veces instintivamente rozaba con su pierna la del padre Claudio como indicando la certidumbre que ya abrigaba sobre la locura del conde.

Éste no ocultó ninguno de sus preparativos. Habló de los hombres que tenía a sus órdenes y de los cajones de armas que había almacenado, todo por indicación del capitán O'Connell, y con acento de indignación relató su viaje a Gibraltar y la grosería de la policía inglesa que le obligó a salir de la plaza a viva fuerza.

El doctor, oyendo hablar a Baselga con tanta naturalidad de su conferencia con O'Connell y sus bélicos preparativos, sentía tanto asombro como interés y se decía en su interior que era uno de los casos de locura más raros y dignos de estudio.

El conde terminó su relación.

—Y en este estado, señores —dijo—, se encuentran las cosas. Yo estoy dispuesto a no demorar el golpe. Espero una carta del capitán O'Connell anunciándome que todo está preparado; pero la impaciencia me consume y si tarda mucho en escribirme ese irlandés, es más que probable que poniéndome al frente de mi gente salga para Gibraltar dispuesto a dar el golpe por mi propia cuenta. Yo conozco bien aquello y además, no soy hombre para estarme esperando pacientemente cuando ya lo tengo todo preparado.

—¿Y no retrocederá usted ante el silencio que guardan los auxiliares de dentro de la plaza?

—No, caballero. Tengo el valor suficiente para ultimar las empresas que he iniciado, aunque en ello pierda la vida. Sólo aguardaré una semana, ya se lo he manifestado así varias veces al padre Claudio. Si durante ese tiempo no escribe O'Connell iré con mi gente a situarme en las inmediaciones de Gibraltar.

El doctor Zarzoso miró a todos los que le rodeaban; pero esta vez no fue con enojo sino con marcada expresión de alarma. Decididamente el conde estaba loco de remate y su demencia era de temer, pues podía producir tremendos conflictos.

Para Baselga no pasó desapercibida aquella mirada.

—Se asustan ustedes de mi decisión, ¿no es así? Yo reconozco que es algo aventurada; pero, señores, en las grandes empresas hay que jugar el todo por el todo y ser audaz hasta la locura. Por si lo dudan ustedes ahí tienen al gran Napoleón que muchas veces se metía voluntariamente en trances que sabía eran peligrosos y sin embargo salía siempre victorioso.

El doctor se animó como hombre a quien hablan de su tema favorito.

—¡Oh! Es mucha verdad —exclamó—; usted, señor conde, tiene mucho de Napoleón y hace un momento tenía el honor de decírselo a estos señores.

Y al mismo tiempo que decía estas palabras, con cierta malicia miraba a sus compañeros como diciéndoles:

—No hay remedio. Está loco.

—Sí, señores —continuó el conde hablando con creciente exaltación—. Cuando se siente apego a la vida hay que permanecer tranquilo en casa; pero cuando se piensa vengar a la patria, cuando se desea luchar por su dignidad ultrajada, hay que ser valiente hasta el heroísmo, despreciar la existencia, y si la suerte es adversa morir con la sublime serenidad de los mártires de una gran idea.

Mientras el conde hablaba el doctor Zarzoso decía entre dientes, muy quedo, a pesar de lo cual sus palabras llegaban al fino oído del Jesuita:

—Monomanía heroica. Caso curioso.

—Estoy decidido a todo —continuaba el conde—. Yo no espero ya más tiempo, y como tan meritorio es a los ojos de la Historia alcanzar la victoria como saber morir heroicamente por conseguirla, no reparo ya en peligros y saldré inmediatamente para Gibraltar donde no tardaré en dar el golpe.

Quedó en silencio el conde durante algunos instantes y después añadió con acento triste, marcándose en su rostro una expresión de desaliento:

—Y la verdad es que sería terrible que yo fuese vencido cayendo en manos de las autoridades inglesas, pues con mi muerte se desvanecería la segunda parte de mi plan, que es magnífico y ninguno de ustedes conoce.

Todos se conmovieron y hasta el padre Claudio hizo un gesto de curiosidad. ¿Qué segunda parte sería aquella de la que nunca había hablado?

Baselga vio la ansia de la curiosidad marcada en todos los semblantes, y como no era hombre capaz de ocultar nada cuando le poseía el entusiasmo, hizo la revelación esperada.

—Voy a decirles cuál es mi idea. He pensado que en caso de que triunfemos es una locura devolver Gibraltar a España mientras esté regido por el gobierno actual.

—¿Y qué es lo que usted se propone? —preguntó el jesuita que deseaba aclarase pronto el conde aquel punto con la esperanza de que expusiera alguna idea disparatada que hiciese creer más en su supuesta locura.

—Pues lo que yo pienso hacer apenas me vea dueño de la célebre plaza, es dar un manifiesto a los españoles diciéndoles que Gibraltar es de España, pues para eso la habré conquistado yo; pero que su guarnición sublevada no hará entrega de ella mientras la nación esté gobernada por doña Isabel II.

—Muy bien; me gusta la idea —dijo el doctor Zarzoso, que con el sesgo que tomaba la conversación sentía que en su interior la curiosidad del hombre político comenzaba a sobreponerse a la del sabio—. ¿Y cuál ha de ser la condición precisa para que la entrega se efectúe?

—Que vuelva a reinar en España el gobierno legítimo.

—¿Y qué entiende usted por gobierno legítimo?

—Caballero, su pregunta me extraña. En esta nación no hay más gobierno legítimo que el del rey don Carlos V, por el cual expuse mi vida en Navarra durante la guerra civil. Ya que el monarca ha muerto, sólo forman la dinastía legítima sus hijos y demás sucesores, y únicamente a ellos entregaré la plaza de Gibraltar cuando sea mía. Los españoles con tal de volver a poseer el trozo de la península que les pertenecía y que tan infamemente les fue robado, se levantarán en masa pidiendo el restablecimiento de mis reyes y de este modo yo habré logrado lo que vulgarmente dicen matar dos pájaros de un golpe.

El padre Claudio estaba muy contento de aquella extraña idea que se le había ocurrido al conde llevado de su fanatismo político, y su gozo era mayor al ver el gesto de desagrado que hacía el doctor Zarzoso.

El sabio estaba irritado por aquel plan que calificaba de estúpido y hasta le faltó poco para olvidarse que examinaba a un loco y decir al conde que su idea era absurda y ridícula.

El jesuita le tocó con su rodilla como para recordarle que hablaba con un loco y el doctor se serenó.

—Esa segunda parte del plan —dijo el padre Claudio— me gusta mucho, y creo que de igual modo pensarán estos señores.

Todos hicieron gestos de aprobación, y el doctor Zarzoso, que estaba ya convencido de la locura del conde aunque no creía necesario insistir, quiso aún apreciar el dominio que en su ánimo ejercía la familia y hasta dónde llegaba su manía heroica.

—La patria —dijo— tendrá mucho que agradecer a usted, pero por grato que sea el aprecio de los conciudadanos, creo que usted, señor conde, se expone demasiado y lleva su sacrificio a un límite exagerado. Usted tiene familia. ¿Ha pensado alguna vez en el dolor de ésta, si es que usted llega a morir en la empresa?

Este recuerdo hábilmente evocado produjo bastante efecto en el ánimo de Baselga. La figura de Enriqueta surgía de su imaginación rodeada de un ambiente de pureza y sencillez y se sintió conmovido.

—Sí, señores. Tengo familia, y sobre todo una hija, mi Enriqueta, a la que amo mucho y que es el único ser que me liga a este mundo.

Pero el conde sólo podía sentir un enternecimiento pasajero cuando estaba poseído de su afán heroico que tanto le dominaba.

—Sentiría mucho —continuó con el acento del que toma una resolución definitiva— que mi muerte le produjera un eterno dolor; pero me consuela la idea de que un día u otro debo morir y que aunque no quisiera exponer mi vida en esta santa empresa, no por esto la evitaría tal aflicción. Soy ya viejo y todo consiste en que el momento fatal llegue antes o después. Además, los mártires del cristianismo para morir por su idea no reparaban en su mujer ni en sus hijos y el amor a la patria es una verdadera religión que también necesita mártires.

El doctor desistió de seguir la conversación sobre tal punto. Era inútil excitar en el conde el recuerdo de la familia pues esto no causaba mella alguna en sus ambiciones tan arraigadas.

—Celebro mucho verle tan decidido —dijo el doctor— y le deseo que la suerte le favorezca. La empresa me parece muy aventurada; pero a pesar de ello estoy dispuesto a trabajar en ella y a seguir sus órdenes.

—Según eso, ¿no tiene usted ya más objeciones que hacer? Y el conde, al decir esto, sonreía con aire de superioridad.

—Algunas me quedan, señor conde —respondió el doctor—; pero evito el hacerlas, no sea que usted lo tome a mal.

—¡Oh!, no. Hable usted con entera confianza que yo le escucharé sin inmutarme.

Baselga desmentía sus recientes palabras, pues hacía un gesto de malhumor como indicando la molestia que le producían las preguntas de aquel hombre que para él era un desconocido.

El doctor Zarzoso miró rápidamente a sus compañeros y después dio un enérgico rodillazo al padre Claudio.

El jesuita comprendió en tal señal que Zarzoso iba a intentar el último medio para convencerse de la locura del conde. Sin duda quería apreciar la irritabilidad de su carácter.

Mostraba Baselga marcada impaciencia por oír al doctor pero éste como si se propusiera exasperarle siguió mirándolo fijamente sin decir nada, y por fin, habló así con lentitud:

—Quería manifestarle a usted que estoy admirado de ese valor sublime que demuestra, pero que esto no me impide creer que puede ser víctima de un engaño. ¿Está usted seguro de haber visto alguna vez a ese capitán O'Connell de quien tanto habla y que tan gran confianza le inspiró?

El conde palideció, el cetrino color de su rostro tomó un tinte verdoso y sus manos se agitaron con un temblorcillo nervioso. Para el jesuita, que conocía su carácter, era aquello el claro signo de una explosión de violencia.

—Caballero —dijo Baselga con voz insegura por la ira—. ¿Tengo yo cara de haber mentido alguna vez? A ver, explíquese usted, se lo exijo, se lo mando, o de lo contrario…

Y Baselga con aire amenazador se erguía en su sillón.

Peláez no permanecía muy tranquilo ante la actitud que tomaba el conde, y en cuanto a sus dos compañeros, los silenciosos médicos que creían habérselas realmente con un loco, comenzaban a lamentarse en su interior de las imprudencias del doctor Zarzoso, que tenía gusto en exasperar a los enfermos.

Sólo el sabio y el jesuita permanecían tranquilos.

—No se altere, caballero —dijo el doctor Zarzoso con absoluta tranquilidad, como si las palabras del conde fuesen insignificantes—. Daré a usted cuantas explicaciones quiera, pues aquí lo importante es buscar la verdad. He querido decir antes que tal vez se hubiese usted engañado acerca de la personalidad de ese señor O'Connell.

—¿Qué engaño es ése, caballero? ¿Acaso estoy yo ciego o es que usted quiere suponer que yo estoy loco?

Y Baselga, a pesar de toda su cólera, se reía sardónicamente solamente de pensar que alguien pudiera suponerle falta de razón cuando se sentía intelectualmente más fuerte que nunca.

Era la primera vez que reía en toda la conferencia. El padre Claudio tocó nuevamente al doctor, indicándole que se fijase en aquella risa poco espontánea.

—Sé perfectamente lo que me digo —continuó— y a menos que usted, en su odioso afán de contradecirme, no quiera suponer que soy un loco, habrá de creer que ahí, en el mismo sitio donde usted se encuentra, estuvo sentado hace algún tiempo el irlandés Patricio O'Connell, capitán del batallón de rifles de guarnición en Gibraltar.

Calló Baselga, pero su razón revolvíase furiosa contra aquellas suposiciones que él tenía por impertinentes y que parecían tender a la negación de sus facultades mentales.

—Y ¡gran Dios! —continuó—. ¿Por qué esas dudas sobre la personalidad de O'Connell cuando yo le he visto, le he hablado y he quedado muy satisfecho del valor y la resolución que mostraba? Paso porque se dude de su fidelidad, porque se crea que no cumplirá su promesa de auxiliarnos, aunque esto sea muy aventurado, ¿pero creer que él no es él, o más bien dicho, llegar a suponer que yo no he hablado con dicho capitán de la conquista de Gibraltar ni escuchado sus promesas de auxilio? Vamos, eso sí que es un absurdo, una tremenda locura.

Baselga se agitaba nerviosamente en su asiento, como si aquellas suposiciones del doctor le molestasen como otras tantas punzadas, y clavaba sus ojos amenazadores en la fría mirada del sabio que cada vez le irritaba más.

El conde resultaba ya peligroso, y los dos médicos amigos de Peláez lamentaban las palabras del maestro y mirando a Baselga esperaban de un momento a otro que, levantándose del asiento, cerrase con todos y dejase caer sobre sus espaldas un chaparrón de golpes.

El supuesto loco se serenó un tanto y dirigiéndose al jesuita, dijo con acento despreciativo:

—¿Qué le parece a usted, padre Claudio, lo que supone este señor? ¿Será O'Connell algún ser que yo me habré inventado? Usted puede decirlo mejor que nadie, pues fue quien lo trajo aquí y presenció toda la conversación. ¿No le parece que este caballero tiene ganas de burlarse y me cree tan mentecato que quiere hacerme dudar de lo que yo he visto?

El doctor Zarzoso, en vista de la exaltación del conde y de la insolencia agresiva con que dijo las últimas palabras, creyó prudente intervenir.

—Yo no he dudado de que usted hablase con O'Connell. Sé que estuvo aquí y que lo presentó el padre Claudio. Pero, señor conde, ¿no podría usted haber oído mal? A veces la imaginación puede engañarnos. A ver, procure usted recordar lo ocurrido en aquella conferencia. ¿Está usted seguro de que el irlandés era un capitán que trató con usted de la célebre empresa o usted se lo imaginó así a pesar de que él nada dijo de pertenecer al ejército?

El conde, con el ceño fruncido y la mirada centelleante, estuvo algunos momentos contemplando frente a frente al doctor Zarzoso que seguía impasible.

Todos callaban aguardando con impaciencia.

Por fin el conde agitó la cabeza como si quisiera repelar una idea enojosa y extendiendo su diestra, dijo con fosca voz:

—Caballero, salga usted inmediatamente.

Produjose un movimiento de extrañeza en el célebre doctor que seguía imperturbable.

El conde se irritó más ante aquella calma, y avanzando el cuerpo sobre la mesa como una fiera ansiosa de devorar, le lanzó estas palabras con la misma expresión que si se las escupiera a la cara:

—Está usted burlándose de mí y hace un momento he sentido tentaciones de abofetearle; pero estamos en mi casa y esto es lo que me detiene; si no sale usted inmediatamente, ¡por Cristo!, que le marcaré el rostro para que eternamente se acuerde de su impertinencia.

Y el conde, al jurar, dio un puñetazo sobre la mesa que demostró cómo quedaba aún en sus brazos aquella fuerza de la juventud que tan insolente le hacía. El puño, al chocar contra la madera, produjo un enorme estampido y todo danzó en la mesa, papeles, plumas, plegaderas, cajas de dibujo y hasta la tinta que, movida por la trepidación, saltó del negro receptáculo invadiendo con su creciente suciedad la dorada escribanía.

El fiero golpe repercutió en el ánimo de los dos médicos anónimos que, como movidos por un resorte, se levantaron de sus asientos. No había remedio; el loco iba a pegarles.

Zarzoso se levantó también y el padre Claudio le imitó poniendo el semblante triste, aunque en su interior estaba muy satisfecho del resultado de aquella conferencia. El doctor Zarzoso fue el último en levantarse y se dispuso a salir.

Mientras tanto el conde, como para evitar la presencia de aquel hombre que tan antipático le resultaba, y cual muestra de soberano desprecio, había hecho girar su sillón y estaba con el rostro vuelto a la pared.

Los médicos comenzaron a desfilar.

El padre Claudio no se separaba del doctor Zarzoso, y éste cuando ya estaba en la puerta del despacho, al ver la pregunta muda que el jesuita le hacía con sus ojos, dijo con voz queda:

—Está loco. No tengo ya la menor duda.

El jesuita acercó sus labios al oído al doctor y habló en el mismo tono:

—Pueden ustedes celebrar su consulta en el salón donde aguarda la baronesa. Yo me quedo aquí para disipar un tanto el furor del conde, y evitar que lo descargue después sobre su familia. Es un deber que me impone mi sagrado ministerio.

El doctor Zarzoso hizo un movimiento de hombros y salió tras sus compañeros. Cuando se extinguió el ruido de sus pasos, el conde volvió el rostro que todavía tenía impreso un gesto de feroz ira.

Al ver al padre Claudio derecho en el centro del despacho, se serenó un poco.

—¿Ha visto usted, padre? —dijo después de un largo intervalo de silencio—. ¡Qué entes tan antipáticos hay en el mundo! No sé cómo no le he dado de bofetadas.

—Calma, señor conde, mucha calma. Hay ciertos caracteres que resultan insufribles. Yo siento haber presentado a usted ese señor que tan mal rato le ha dado; pero en fin… lo mejor que podemos hacer es olvidarnos de lo ocurrido.

—Si todos los individuos del comité formado por Peláez son como ése, nos hemos lucido. Dígale usted a nuestro doctor que en adelante no cuente con el tal sabio, que a mí me parece un majadero

—Se lo diré. Ahora yo confío en que lo ocurrido no habrá entibiado su fe, y que seguirá usted tan dispuesto como siempre a llevar a cabo el patriótico plan.

—¡Oh! Eso siempre. Esto ha sido un incidente ligero y nada más. En cuanto se desvanezca la irritación producida por las suposiciones de ese majadero, todo lo habré olvidado.

—Así lo espero. El desaliento no existe para hombres como usted. Adelante, y siempre adelante, que Dios premiara a los que se sacrifican por su causa.

El conde y el jesuita hablaron después largamente sobre el eterno asunto, extremándose el segundo en entusiasmar a Baselga con optimistas ilusiones.

—Usted —dijo— debe cumplir su propósito de partir para Gibraltar así que pase una semana y yo no reciba carta de O'Connell; pero no creo que transcurra ese tiempo sin que el capitán dé señales de existencia. Un agente que tenemos en aquella plaza, dice que O'Connell hace muchos trabajos sediciosos entre sus compatriotas de la guarnición, y no sé por qué me figuro que no tardará mucho en avisar. Tal vez mañana recibamos noticias suyas y nos indique que todo está preparado para que pueda usted marchar a la plaza con sus hombres.

La esperanza que mostraba el jesuita animó mucho al conde, he hizo que cuando aquél salió del despacho, su rostro estuviese ya serenado y no se notase en él la menor huella de su anterior ira.

Cuando el padre Claudio entró en el salón de la baronesa, ésta se hallaba completamente sola y sentada en el sofá, siempre con actitud trágica.

—¿Y los médicos? —preguntó el jesuita extrañándose de aquella soledad.

—¡Chist! Hable usted más bajo —contestó la baronesa indicándole con una señal que no levantase tanto la voz—. Están en el gabinete inmediato celebrando consulta. ¿No los oye vuestra reverencia?

En efecto, apagado por la puerta y los cortinajes, llegaba hasta el salón el eco de la voz de Peláez, haciendo tímidas indicaciones al doctor Zarzoso que explicaba la enfermedad del conde.

—He escuchado un poco —continuó la baronesa y la verdad no he entendido gran cosa. Hablan en términos técnicos y las palabras acabadas en ía y en osis se repiten con una frecuencia abrumadora. Lo que me parece es que todos estamos conformes en declarar loco a mi padre… ¡Ay, padre Claudio!

—¡Qué es eso, hija mía! —exclamó el jesuita asombrado por aquella inesperada manifestación de dolor—. ¡Vamos, ten un poco de valor! Además, esta noticia no es nueva para ti, pues ya hace días que conocías la locura de tu padre. Piensa que Dios saca muchas veces el bien del mal, y… no digo más.

La baronesa comprendió la intención de estas palabras, que dijo el jesuita de un modo muy marcado, y permaneció silenciosa.

Era más acertado guardar un absoluto mutismo que seguir una conversación en la que ambos se exponían a ser demasiado francos y decir públicamente sus pensamientos, que mutuamente eran conocidos. Muchas veces las paredes oyen.

Transcurrió como un cuarto de hora sin que ninguno de los dos despegase los labios. El padre Claudio tenía apoyada la barba en el pecho, y parecía entregado a profunda meditación; la baronesa se entretenía en peinar con sus dedos las franjas de cordonería del sofá.

Las voces de los médicos iban siendo cada vez más sordas; callaron por fin y levantándose el cortinaje de la puerta del gabinete, entraron todos ellos en el salón.

El doctor Zarzoso iba al frente y tenía el aspecto grave, cabizbajo y tétrico de un sacerdote de ópera que se presenta a dar la noticia fatal.

—Señora —dijo colocándose enfrente de la baronesa—, la conciencia profesional me impone el penoso deber de proporcionarle con mis palabras un profundo dolor. Mis compañeros y yo nos usted marchar a la piara con sus hombres hallamos plenamente convencidos de que el señor conde está loco.

Doña Fernanda miró al cielo con la misma expresión que si en su interior se desgarrara algo.

—No debe usted por esto entregarse a la desesperación —continuó el doctor—. La locura del conde no es más que una monomanía que, aunque grave, resulta de posible curación. Con un régimen moral lento, pero seguro, iremos despojándole de esas creencias que hoy le perturban y es casi cierto que recobrará la razón.

—¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera! —murmuró la baronesa con dramática resignación.

—Ahora es inútil que yo diga a usted el terrible compromiso que arrastra teniendo a su padre en esta casa.

—Lo sé, señor doctor, ¿qué debo hacer?

—Después de la declaración suscrita por nosotros en que certificamos la falta de salud mental que aqueja al conde, puede usted, como jefe de la familia, hacerlo ingresar en un manicomio donde atenderán a su curación.

—¡Oh, Jesús mío! ¿Y cómo comunico a mis hermanos la fatal noticia? ¿Qué dirá Enriqueta? ¿Qué impresión tan cruel experimentará Ricardito cuando sepa que su padre, a quien no ha visto en tanto tiempo, ha perdido la razón? ¡Por Dios, padre Claudio! Ocúltele usted al pobre niño la verdad, mientras pueda.

—No tengas cuidado, hija mía —dijo el jesuita—. Así lo haré; pero ahora lo importante es ocuparse de lo inmediato, o sea, de lo que debe hacerse con tu padre. El doctor Zarzoso creo que dirige un manicomio, montado con arreglo a los últimos adelantos.

—Sí, señor —contestó el aludido—. Lo dirige un compañero, pero yo voy allí todos los días para hacer estudios prácticos.

—Pues allí llevaremos al conde y así podrá usted atender más directamente a la curación. ¿Estás conforme, hija mía?

La baronesa aprobó todas las disposiciones del jesuita y se convino en que al día siguiente el conde sería conducido al manicomio.

Era preciso no perder tiempo según decía el padre Claudio, pues de lo contrario se corría el peligro de que Baselga, en un rapto de locura, acelerase la ejecución de sus quiméricos planes y con su gente y sus armas saliese para Gibraltar marchando a una muerte cierta.

Peláez quedó encargado de conducir al conde a la casa de salud, y el padre Claudio se comprometió a hacerle marchar a ella sin violencia, valiéndose de un habilidoso engaño.

El doctor Zarzoso creía que era más fácil curar una manía como la de Baselga permaneciendo éste en su casa; pero el miedo a que estando en libertad promoviese un conflicto de carácter público, le hacía transigir con la idea de conducirlo al manicomio. Para el sabio la curación era larga, pero no difícil. Todo consistía en hacerle comprender que el tal O'Connell era un médico y que únicamente por una aberración intelectual lo había él creído un militar. Una vez demostrado esto, todos aquellos planes descabellados caerían por su base.

Los médicos despidiéronse de la baronesa y ésta quedó sola con el jesuita, quien no pudo reprimir sus impresiones.

—¡Por fin!… —exclamó suspirando con la expresión del que se despoja de un peso enorme.

El padre Claudio, a pesar de toda la serenidad que había demostrado poco antes, estaba bastante intranquilo. La intriga era hábil, pero frágil en exceso, y una palabra demasiado indiscreta podía haber desbaratado su obra, dejándolo a él en descubierto como único autor de tan infame maquinación.

La suerte que siempre le había favorecido, acababa de mostrársele constante.

Ya se había librado del conde, eterno obstáculo para sus planes; y el jesuita, al pensar en su triunfo, sonreía diabólicamente.

Estaba satisfecho de su fuerza y de su terrible astucia. O no había justicia, o él sería general de la Compañía de Jesús.

XXV. DONDE EL PADRE CLAUDIO DA EL ÚLTIMO GOLPE A BASELGA Y VUELVE A OCUPARSE DEL CAPITÁN ÁLVAREZ

Cuando a la mañana siguiente el conde de Baselga vio entrar en su despacho a su amigo el jesuita, llamóle la atención inmediatamente la expresión de alegría que llevaba impresa en el rostro.

Acababa el conde de levantarse; eran las ocho de la mañana y en la otra ala de la casa, o sea donde estaban situadas las habitaciones de doña Fernanda y de Enriqueta, todo estaba en silencio, velado por la dulce penumbra del sueño matutino.

El conde, en la noche anterior, había ido con su hija al Teatro Real. Necesitaba repeler del todo el malhumor producido por su altercado con el doctor Zarzoso, aquel señor desconocido para él, que tanta irritación le había causado; y logró su deseo, pues se acostó muy tranquilo y se levantó tarareando trozos de música italiana que habían quedado en su memoria y que él, falto de sentido filarmónico, desfiguraba de un modo horrible.

Cuando Baselga canturreaba, a pesar de hacerlo muy mal, se alegraba toda la casa. Era esto signo evidente de buen humor en aquel gigantazo que con un bufido de cólera hacía temblar a todos.

El gozo interior que delataba la cara del jesuita, extremó la alegría del conde.

—¿Qué hay, padre Claudio? ¿Por qué tan contento a esas horas?

—Grandes noticias, señor conde —contestó el jesuita sentándose en un sillón y respirando precipitadamente como si llegase sofocado.

—¿Qué es ello? Vamos a ver. Siento gran curiosidad y me parece que va usted a darme un alegrón. Anoche no sé por qué, presentía que hoy iba a ocurrirme algún suceso feliz. ¿Es que ha escrito O'Connell marcando ya fecha para el golpe?

—Mejor, mucho mejor —dijo el jesuita que parecía gozarse en excitar la curiosidad del conde, para lo cual retardaba la explicación definitiva.

—¿Mejor? Pues confieso que no lo entiendo. ¡Por Dios!, explíquese pronto. El jesuita se levantó y acercándose a su amigo, le dijo al oído con entonación misteriosa:

O'Connell está aquí.

—¿Dónde? —exclamó el conde incorporándose con nervioso impulso producido por la sorpresa.

—En Madrid. No puedo decir a usted más.

—¿Y le ha visto usted?

—No, pero acabo de recibir aviso de su llegada y al mismo tiempo el encargo de que él desea hablar a usted con mucha urgencia.

—¿Y por qué no viene aquí?

—Lo ignoro; mas él tendrá sus motivos para obrar tan misteriosamente. Tal vez teme ser espiado por el personal de la embajada inglesa; tal vez la índole de su conferencia con usted requiera el misterio.

—¿Y qué debo yo hacer?

—Vestirse inmediatamente y acudir a la cita.

—¿En qué punto me espera?

—No he tenido tiempo de informarme, pues inmediatamente he venido a manifestarle la noticia. Abajo, en un coche de punto, para no llamar la atención, le espera el doctor Peláez que es quien sabe dónde se halla O'Connell. Él le conducirá.

—Voy al momento. La impaciencia me devora, y no tardaré ni cinco minutos en estar listo.

Salió el conde del despacho apresuradamente, llamando a su ayuda de cámara con estrepitosas voces, y despojándose de su bata rameada para acabar cuanto antes de vestirse.

El padre Claudio lanzó una mirada distraída a la mesa de trabajo donde los papeles estaban en desordenado abandono.

Un objeto brillaba asomando bajo algunos periódicos, y el jesuita fijó en él la atención. Apartó los papeles y vio una pistola doble, con los cañones niquelados y la culata de ébano. Tenía la pequeñez de las armas de bolsillo; los arabescos complicados y fantásticos que la adornaban, dábanle cierto carácter de joya; pero el excesivo calibre de sus cañones la hacía una máquina mortal.

El jesuita la contemplaba con curiosidad. Examinó sus cañones que estaban cargados y se puso a reflexionar que un tiro disparado con aquella pistola a corta distancia, era tan seguro como mortal.

El conde era muy aficionado a las armas; tenía siempre en casa las más modernas y aquella pistola era, sin duda, una novedad.

Daba vueltas el jesuita en sus manos a la brillante pistola, y se sonreía de un modo extraño como si le fuese muy grato el pensamiento que en aquellos instantes se agitaba en su cerebro.

Cuando el conde volvió a entrar en el despacho con traje de calle puesto, halló al padre Claudio examinando todavía con atención la hermosa pistola y sonriendo con una expresión poco tranquilizadora. Pero el conde no se fijó en la sonrisa.

—¿Le gusta a usted, padre Claudio? —le preguntó.

—Mucho. Es una hermosa arma que da gran seguridad al que la lleva y que al mismo tiempo no ocupa gran puesto en los bolsillos.

—Esa es su principal ventaja. Yo la suelo llevar alguna vez y siempre la meto en un bolsillo del chaleco sin que apenas se note el bulto que produce. Es de moderna invención, y ahí donde usted la ve tan diminuta, yo me comprometo a hacer blancos con ella a cincuenta metros.

—Es una arma maravillosa.

—Quédese usted con ella si le gusta.

—¡Yo!, ¿para qué? Un sacerdote no debe tener armas y además usted la necesita ahora mismo.

—¿Necesitar yo armas? Salgo únicamente para ver a O'Connell.

—En asuntos como el nuestro, que no es muy legal, aun cuando usted piense lo contrario, conviene siempre ir prevenidos. Cuando O'Connell se ha escondido, sus motivos tendrá y no es cosa que vaya usted a un punto que desconoce sin tomar sus precauciones. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? Recuerde usted que, según el refrán, hombre prevenido

—Sí, vale por ciento; pero yo tengo siempre mis puños que casi dan los mismos resultados que una pistola, cuando el enemigo está próximo.

—Vamos, señor conde, no sea usted tan confiado y métase esta arma en el bolsillo.

—Como usted quiera, ya que tanto se empeña. Bien considerado no me estorba el llevarla, y tal vez, como usted cree, pueda serme de alguna utilidad.

El conde metió la pistola en un bolsillo de su chaleco, Y abrochándose la levita, indicó al jesuita que estaba dispuesto.

Salieron los dos y atravesaron la antecámara sin encontrar ningún criado.

Baselga iba delante y ocupado en reflexionar sobre la extraña cita de O'Connell en nada se fijaba. El padre Claudio, que lanzó una mirada a la puerta que comunicaba con las habitaciones de la baronesa, vio que el cortinaje se agitaba y hasta le pareció que una mano semejante a la de doña Fernanda, asomaba para desaparecer rápidamente después de hacer una señal de despedida.

Al salir a la calle encontraron parado frente a la puerta un coche de alquiler, por cuyas portezuelas veíase recostado en el interior al doctor Peláez fumando tranquilamente.

El aristocrático doctor se apresuró a abrir la portezuela y, demostrando una agitación que contrastaba con su anterior calma, gritó:

—Vamos, señor conde; suba usted inmediatamente pues se hace tarde y nos aguardarán con impaciencia.

—¿A dónde vamos? —preguntó el conde subiendo a la berlina de alquiler.

—Ya lo sabe el cochero. Vaya, ¡adiós!, padre Claudio.

—Salude usted en mi nombre, amigo Peláez, al capitán O'Connell.

El médico correspondió con un malicioso guiño a la sonrisa intencionada con que el jesuita acompañó sus palabras.

Estrechó el conde la mano del padre Claudio, e inmediatamente el carruaje se alejó a buen paso.

El jesuita quedó inmóvil en la acera como atendiendo al monólogo que la alegría recitaba en el interior de su cerebro.

—¡Anda con Dios! —se decía—. Por fin he logrado librarme de ti, que eras el eterno obstáculo para mis planes dentro de tu familia. Ya no me irritarás con tu tenaz oposición; ya no impedirás que tu hija entre en un convento y tu hijo en la santa Compañía de Jesús, y yo podré con toda tranquilidad guiar hacia las cajas de la Orden ese rebaño de millones que no son tuyos sino de tu mujer.

El pensamiento del jesuita cambió de faz repentinamente.

—No puedo quejarme. Hoy es un día feliz; se inicia del modo más favorable, pues ese imbécil se ha dejado conducir sencillamente y sin resistencia al lugar de donde no saldrá nunca. Y ¡quién sabe lo que allí podrá sucederle! Por algo le he hecho tomar su pistola.

Este pensamiento se reflejaba en el rostro del jesuita con una sonrisa diabólica.

—Día que así empieza —continuaba diciéndose— forzosamente ha de ser muy favorable a mis planes. De seguro que me espera alguna buena noticia. Apostaría algo a que de aquí a la noche conquisto una fortuna o me libro de algún enemigo. Me lo dice el corazón. Hoy, después de tan feliz principio, haré algo bueno.

El padre Claudio volvió en sí, y dándose cuenta de que estaba plantado en el centro de la acera, gesticulando mudamente y llamando la atención de los transeúntes, emprendió la marcha con dirección a la antigua casa donde tenía establecida su oficina y en la cual vivía con independencia y separado de la Orden que dirigía.

Saludando algunas veces a personas que le conocían y rehuyendo muchas el encuentro de otras cuya conversación importuna le era molesta, llegó a su casa.

Entró en ésta, no por el gran portal, sino por una escalerilla de servicio según era su costumbre para que no conocieran su ausencia las personas que iban a buscarle y que llenaban continuamente la antesala.

Aquella mañana nadie le esperaba, según dijo un lego que le servía de ujier. Habían estado un buen rato antes algunos de los que la Compañía empleaba como agentes, pero después de hacer sus revelaciones al padre Antonio, que seguía siendo el secretario general del asistente o vicario de la Compañía en España, se habían marchado inmediatamente.

El padre Claudio entró en su despacho, donde su secretario estaba, como siempre, entregado al trabajo de ordenar notas y extractar informes para enviarlos a Roma o encerrarlos en aquellos legajos que, cada vez más numerosos, invadían todo el gran salón.

El secretario saludó con una rápida cabezada a su superior y siguió escribiendo.

—¿Qué hay?, preguntó el padre Claudio con aquel acento imperativo que era el suyo propio y se manifestaba siempre que el jesuita estaba lejos de los convencionalismos de la sociedad.

—Han venido tres de nuestros agentes y en estos instantes estoy redactando en forma las notas que he tomado de sus revelaciones.

—¿Qué informes son los suyos?

—Dos de ellos no tienen gran importancia. Helos aquí. El presidente del Consejo de Ministros dijo anoche en una antesala de Palacio, que hay que temer más a vuestra reverencia que a sor Patrocinio y al padre Claret, pues éstos no son más que agentes de vuestra paternidad que los mueve a su gusto. El otro informe es detallando el carácter de ese periodista rojo que tan furibundos artículos escribe contra nuestra Orden. Es irritable en extremo, y además tan falto de dotes oratorias y tímido, como mordaz en la pluma.

—Está bien. Al presidente del Consejo ya procuraré de aquí a un rato, cuando yo vaya a Palacio, darle a entender que estoy enterado de sus palabras, y de paso le haré comprender a lo que se expone tirándonos chinitas a los compañeros de Jesús. En cuanto al asunto de ese periodista, toma nota de esto.

El secretario puso los puntos de su pluma sobre el papel y esperó.

—¿Quién ha traído los informes?

—Pepe, el Americano; ese que perora en los clubs y que está afiliado en la masonería para darnos cuenta de todo lo que piensan nuestros enemigos.

—¿Cómo está ahora en cuanto a prestigio?

—Mejor que nunca, reverendo padre. Ha estado aquí largo rato y como es muy chistoso me ha hecho reir mucho remedando grotescamente lo que hacen en las sociedades secretas, y las sartas de barbaridades que él suelta a guisa de discurso. Como es tan vocinglero e intrigante y como habla mal de todos los que se distinguen en los partidos avanzados, ha conseguido formarse su correspondiente grupito con cuatro imbéciles, y hoy se da ya importancia de hombre de prestigio en las masas.

—Perfectamente. Pues ordenarás a nuestro agente que poco a poco y con mucho arte emprenda una campaña de difamación contra ese periodista que tanto nos ataca. El mejor medio de matar su pluma que tanto nos molesta, es aislarle, quitarle el afecto y la admiración de los suyos, que hoy tanto lo aplauden. Esto puede conseguirlo nuestro hombre.

Al secretario debió parecerle difícil la empresa, pues levantando el rostro interrogó con la mirada a su superior.

—¿Te parece difícil lo que me propongo? Pues nada tan sencillo. Nuestro agente tiene facilidad de palabra y esto constituye una ventaja preciosa cuando se ha de trabajar sobre la conciencia de muchedumbres tornadizas y veleidosas, más propensas a derribar que a sostener a sus ídolos. Ves anotando lo que el Americano debe hacer para anular a nuestro enemigo. Primero perorará en los clubs, diciendo con maligna intención que a los hombres hay que apreciarlos por lo que hagan y no por lo que digan, y de paso hará la apoteosis de la fuerza, diciendo que vale más un carbonero que esté dispuesto a salir con un trabuco a la barricada que todos esos periodistas, oradores y sabios que únicamente sirven para enredarlo todo. Este será el primer golpe. Después cuando el terreno esté preparado y haya tronado en varios discursos contra los traidores y los espías, asegurando que entre los partidos avanzados hay muchos agentes pagados por los jesuitas…

—Esto podrá él jurarlo por su alma sin temor a ir al infierno.

—No me interrumpas y escribe. Después que, como decía, haya preparado el terreno, podrá ir poco a poco deslizando la idea de que ese periodista que nos ataca es uno de tantos traidores pagados por los jesuitas. ¡Eh! ¿Qué te parece el golpe…? ¿Por qué pones esa cara?

—Reverendo padre, eso me parece demasiado fuerte. ¿Cómo van a creer esas gentes que está pagado por los jesuitas el mismo que con tanto rigor nos ataca?

—¡Bah! Tú no conoces a las muchedumbres. Son enemigas por instinto de todo el que se distingue y se eleva por encima de lo vulgar, y además, todo lo que es absurdo y raro lo acoge con más entusiasmo por lo mismo que lo comprende menos. Únicamente aquel que posee una oratoria vehemente y tribunicia, es el que consigue conservar el aprecio del pueblo; pero el que no tiene más arma que la pluma, pierde con facilidad el prestigio pues esas masas revolucionarias sólo se sienten subyugadas por una palabra ardiente. Además las masas sienten primero que discurren; adivinan entre ellas más traidores y espías de los que nosotros pagamos, y aquel que cualquiera señale como agente jesuítico, será el desgraciado sobre el cual caerá el odio popular. En fin, Antonio, escribe mis instrucciones y aprende eso bien, sé lo que me digo. Ya verás cual es el resultado.

El secretario escribió las órdenes de su superior.

—La calumnia —continuó el padre Claudio— es siempre entre las masas populares una bola de nieve que a poco que ruede se convierte en imponente alud. Que nuestro agente obedezca mis ordenes y dentro de poco apreciarás el resultado. No faltará una turba de imbéciles que le haga coro. Todos, una vez señalado el traidor, querrán estar enterados de su traición, se aguzarán las imaginaciones, la mentira rodará de boca en boca agigantándose rápidamente y antes de dos meses habrá exaltados que contarán con todos sus pelos y señales la traición del periodista, el lugar donde se avista con nosotros, las órdenes que le damos y hasta la cantidad que recibe por su infame obra. Hay que emplear todos los medios para batir al enemigo.

El padre Antonio mostraba la admiración que le producía el diabólico parte de su superior. Éste continuó hablando:

—Después que la calumnia se extienda, será cuestión de poco tiempo el robarle la pluma al escritor y hacernos dueños de su conciencia. Se verá escarnecido, insultado y calumniado por los mismos que ahora le admiran, y poseído del despecho y la rabia, despreciará justamente a esa misma gente a quien quiere ilustrar y abrir los ojos y que paga a coces sus desvelos. El vacío se formará en torno de su persona; no tendrá a su lado un admirador que le aliente ni un amigo que le sostenga; sus escritos no serán leídos y carecerá ya del mezquino producto que hoy le da su trabajo y que le permite vivir. Intentará defenderse de palabra en las reuniones de su partido; pero su timidez personal y su falta de elocuencia, harán que sea anonadado por nuestros agentes, que pintarán su balbuceo e inseguridad como el rubor de su conciencia que se delata; y cuando esté ya definitivamente perdido, cuando no tenga un amigo y esté aplastado bajo el peso de su descrédito, entonces…

—Entonces llegaremos nosotros. ¿No es eso, reverendo padre?

—Así es. Entonces nosotros nos presentaremos a él como seres que nos apiadamos de su desgracia y que llevados de nuestro noble y generoso carácter, sabemos perdonar al enemigo cuando éste se halla en la desgracia. Nuestra dulzura por una parte, y por otra el odio que él sentirá contra los ingratos, harán que, sin gran esfuerzo, su voluntad se nos entregue y entonces dispondremos por completo de esa pluma que ahora tanto nos incomoda. Además vivirá en la miseria y las necesidades de su familia le harán mirar nuestra amistad como un auxilio de la Providencia. No dudes que así será. Tengo mucha experiencia y más de una vez he conseguido iguales éxitos. Con los hombres ocurre lo mismo que con las plazas fuertes. No hay ninguno inexpugnable, y el éxito únicamente depende del modo y forma de establecer el bloqueo.

—¡Oh, magnífico!, reverendo padre. La comparación es exacta y cada vez me convenzo más de que al lado de vuestra reverencia siempre se están aprendiendo cosas nuevas.

—¡Bah! Déjate de palabrerías y vayamos a lo importante. ¿Ha dicho el Americano algo sobre trabajos revolucionarios?

—Nada importante. En los clubs se habla mucho y se confía en que Prim hará pronto un movimiento; pero nada se dice de cierto. Pero hay aquí otra revelación sobre el mismo asunto, que es muy importante.

—Vamos a ella. ¿De quién es?

—De aquel teniente retirado a quien hace más de quince días encargó vuestra reverencia que siguiese los pasos a un capitán llamado don Esteban Álvarez.

—¿Y han llegado, por fin, los informes? ¡Gracias a Dios!

—Caros han costado. He dado tres mil reales al tal teniente.

—No hay que reparar en gastos cuando se trata de asuntos importantes. Ve diciendo.

Y el padre Claudio se colocó en actitud de escuchar con profunda atención. Brillábanle los ojos y en su rostro se mostraba una satánica alegría. Su cerebro rumiaba con detención un pensamiento halagador. Iba a darle una lección a aquel mequetrefe que en la plaza de Oriente lo había tratado como una mujer, amenazándolo con darle de bofetadas. Ahora vería el tal mequetrefe si se podía insultar impunemente a un hombre como el padre Claudio.

El secretario consultó sus notas para estar más seguro de su informe.

—El teniente, para encarecer su servicio, ha dicho lo mucho que le ha costado averiguar la vida y costumbres del capitán Álvarez. Adivinaba que éste conspiraba y que era amigo de Prim; pero no podía saber tal cosa, con todos los detalles que le pedía su paternidad. Por fin, merced a las palabras indiscretas de un amigo del capitán, y después de haber seguido a éste a todas partes, ha podido averiguar cosas que comprometen mucho al espiado. El capitán Álvarez es el secretario de la Junta Militar que preside Prim y que está encargada de los trabajos revolucionarios en toda España.

—¿No hay más datos?

—Sí, reverendo padre. Los conspiradores se reúnen en una casa cuyas señas exactas tengo aquí. Está en las inmediaciones de la plaza de Santo Domingo. El capitán Álvarez asiste a todas las reuniones. Lo ha visto nuestro agente.

—¿Y no sabe más?

—Ha indicado un dato de gran estima. El tal capitán, como ejerce de secretario del comité, tiene en su poder papeles importantes y comprometedores y, según cree nuestro agente, los guarda en su domicilio.

—Sí que es de importancia la noticia. Con este dato ese hombre está por completo a nuestra disposición. Ya pensaremos en el medio más adecuado para que el gobierno se incaute de esos papeles y dé su correspondiente castigo a los conspiradores. ¿No hay más asuntos?

—No, reverendo padre.

—Saca extracto de los dos primeros, el del periodista y la murmuración del jefe del gobierno, para enviarlos al archivo de Roma, como es costumbre.

—¿Y el otro? —preguntó el secretario lanzando una rápida mirada a su superior.

—¿Te refieres al asunto del capitán Álvarez? —dijo el padre Claudio—. ¡Oh! Ese es negocio particular que sólo a mí me importa y del que no es necesario que sepan una palabra en Roma. Es una pequeña venganza, un desahogo que me permito y no creo necesario ocupar la atención del general y de sus secretarios con tales nimiedades.

El secretario siguió escribiendo con la cabeza baja y sin hacer el menor movimiento; pero el padre Claudio, bien fuese por curiosidad o porque adivinase sus pensamientos, sintióse impulsado a preguntarle:

—Oye; Antonio, ¿te parece mal lo que hago?

El secretario clavó su mirada con cierta audacia en los ojos de su superior.

—Reverendo padre, ya conocéis los estatutos de la Orden.

—Te pregunto si te parece censurable mi conducta. Responde terminantemente.

—Ya que me preguntáis, fuerza es contestar cumpliendo mi voto de obediencia. La Orden tiene leyes y nadie debe faltar a ellas.

—¿Y te parece que yo falto?

—Nuestros estatutos disponen que todo individuo de la Compañía dé cuenta de sus asuntos a sus superiores provinciales y nacionales, y que éstos igualmente lo comuniquen todo al padre general.

—Y yo que oculto algo a los de Roma, falto a nuestras leyes, ¿no es esto?

—Así es, seguramente.

—Celebro que seas franco. Yo lo seré de igual modo diciéndote que conviene que te convenzas de todo lo contrario. Es por tu bien. Hay cosas que resultan peligrosas únicamente al pensarlas.

Y el padre Claudio sonreía al decir esto y fijaba en su secretario aquella mirada extraña que hacía temblar a cuantos le conocían.

—Está bien, reverendo padre —contestó fríamente el secretario—. No olvidaré vuestras indicaciones.

—Confío —continuó el padre Claudio— que todo quedará en secreto y serás tan fiel como siempre lo has sido. Pon, pues, todas las notas referentes al capitán Álvarez en carpeta aparte, y que sea un secreto para todos lo que se haga en tal asunto.

El secretario siguió escribiendo durante algunos minutos, pero de pronto hizo un rápido movimiento y se encaró con su superior.

—Reverendo padre —dijo—, ya sabéis que os quiero.

—No mucho. Me debías querer verdaderamente, pues todo cuanto eres me lo debes a mí; pero en fin, prefiero que me tengas un afecto débil a que seas mi enemigo. ¿A qué vienen tus palabras?

—A que por lo mismo que os quiero, no puedo menos de lamentar que os separéis demasiado de vuestros deberes. Son muchos ya los asuntos que figuran en carpeta aparte y de los que no se da conocimiento alguno a Roma.

El padre Claudio hizo un gesto expresando el poco cuidado que le daba tal indicación.

—Hacéis mal en trabajar tanto por vuestra cuenta y en faltar continuamente a nuestras leyes. Yo guardaré siempre el secreto; pero esto no supone que vuestros negocios queden ocultos eternamente a los ojos del general.

—¡Ah! Guardando tú el secreto ¿quién puede enterarse de mis asuntos?

—Ya sabéis que en nuestra Orden todo se sabe.

—Por esta vez no se sabrá. Tengo tomadas mis precauciones y estoy seguro de que si algo llega a oídos del general, será porque tú me habrás vendido. Ya estás enterado; ahora a trabajar.

El padre Claudio dijo esto con su tono imperioso, y el secretario le obedeció inmediatamente.

Transcurrió algún tiempo sin que mediara palabra alguna entre los dos jesuitas. El secretario escribía y el superior de pie ante la mesa, hojeaba los papeles que estaban en ésta, esperando una clasificación.

Un criado levantó con discreción el cortinaje de la puerta y asomó su cabeza con el propósito de retirarse silenciosamente, si veía al padre Claudio entregado a una grave ocupación. A los sirvientes de aquella casa, bastábales una sencilla ojeada para apreciar la importancia del trabajo de su dueño y su necesidad de aislamiento. Al ver al padre Claudio contemplando con mirada distraída los papeles, se atrevió a interrumpirle y dijo con voz meliflua:

—Reverendo padre, don Joaquín Quirós desea ver a vuestra reverencia. Ha venido ya muchas veces en esta semana.

—Que espere en el gabinete. Voy allá inmediatamente. Salió el criado y el poderoso jesuita dijo en voz alta:

—¿Qué querrá Quirós? ¿Por qué vendrá a buscarme con tanta insistencia? Ese muchacho cada vez me gusta menos. Presiento en él algo de ingratitud. ¿Qué te parece a ti, Antonio, ese muchacho?

—Es un fatuo que se ha hecho la ilusión de emplear a vuestra reverencia y a la Orden para llegar muy alto. Hay que tener cuidado con ese ambiciosillo.

—Pues si piensa aprovecharse de nuestro poder para lograr sus fines y después desligarse de nosotros, está muy equivocado Eso sería engañarnos y ¡francamente!, tendría que ver que un trastuelo como ése, engañase a la Compañía de Jesús.

El padre Claudio salió del despacho y atravesando varias habitaciones, entró en un pequeño gabinete de paredes grises y desnudas, amueblado con una antigua consola y una sillería de damasco raído.

Joaquinito Quirós, al entrar el poderoso jesuita, se abalanzó inmediatamente a besarle la mano humildemente, recibiendo su bendición con aire compungido.

—¡Hola desertor! —dijo el padre Claudio con jovialidad—. ¿Qué mal viento le trae por aquí? Yo creía que ya había muerto.

—¡Oh, reverendo padre! A pesar de mis trabajos apremiantes, he venido por aquí varias veces, sólo que nunca estaba usted visible.

—No es extraño; yo aunque no me presento agobiado por el trabajo como usted, no dispongo de un minuto todos los días para recibir a los amigos. Conque vamos a ver, ¿qué le trae a usted por aquí?

—Vengo corriendo de casa de Baselga

—¡Ah!, ¿y qué? —dijo el jesuita con una frialdad que contrastaba con el azoramiento exagerado del joven escritor.

—Había ido a consultar a la baronesa sobre un asunto urgente de la asociación de San Vicente de Paul.

—Bueno. ¿Y qué quiere usted decirme?

—Que de boca de la misma baronesa ha salido una noticia que apenas me atrevía a creer.

—Vamos a ver esa noticia estupenda.

—Que el conde ha sido declarado loco.

—Y que yo lo he enviado al manicomio, ¿no es eso? De seguro que así se lo habrá dicho la baronesa. ¿Y qué hay en todo esto para que usted venga con tanto azoramiento a comunicarme cosas que ya casi tengo olvidadas?

—¡Oh!, reverendo padre; la impresión, lo inesperado de tal noticia… Comprenda usted el efecto que en mí habrá causado.

—Déjese usted de pamplinas. Usted sabía tan bien como yo, hace ya mucho tiempo, que el conde estaba loco y que su manía de conquistar Gibraltar, que comunicó a usted antes que a nadie, era un solemne disparate. ¿A qué extrañarse tanto ahora? Baselga estaba loco y lo hemos encerrado en un manicomio. Eso es todo.

—Perdone usted, padre Claudio. Yo esperaba que como amigo de la familia me hubiese usted llamado, al tratarse de un asunto tan importante. Tal vez hubiesen aprovechado para algo mis servicios.

—No lo hemos necesitado a usted para nada.

—Muchas gracias. Además debo manifestarle mi disgusto por la conducta que usted ha observado conmigo. Hace tiempo que comprendí que no le era muy grata mi presencia en casa de Baselga, y por eso he estado tanto tiempo sin ir por allí.

—Así es. No me gustaba mucho que fuese usted por aquella casa; pero ahora puede volver cuando guste.

—Sí, eso es —dijo con rudeza Quirós—. Puedo ya volver, ahora que no está el conde y que lo han declarado loco, Dios sabe cómo.

Quirós apenas dijo estas palabras, se arrepintió, al ver el gesto de indignación que hizo el padre Claudio.

—Joven —dijo el jesuita con frialdad hostil—, la benevolencia que yo le he dispensado, sólo ha servido, según veo, para que usted se muestre sobradamente audaz y se atreva a hacer suposiciones que no puedo consentir. El conde ha sido declarado loco porque realmente lo estaba, y yo no he influido para nada en tal declaración. ¿Qué interés podía yo tener en ello?

Quirós, a pesar de que temía al padre Claudio, no pudo evitar un gesto de incredulidad.

—¿Duda usted de mis palabras? Pues pronto tendrá que convencerse forzosamente. ¿Qué médicos cree usted que han certificado la demencia del conde? ¿Se lo ha dicho a usted la baronesa?

—No, señor; pero como si lo viera. El médico encargado de tal trabajo habrá sido indudablemente el doctor Peláez. Un amigo fiel y obediente.

—Pues se engaña usted. El que ha certificado la demencia del conde ha sido el doctor Zarzoso, ese sabio alienista que es bien conocido por sus ideas antirreligiosas. ¿Dirá usted ahora que Zarzoso es de los nuestros y que yo puedo manejarle para hacer que declare cosas contrarias a la verdad?

El joven quedó moralmente aplastado por estas palabras. El padre Claudio se gozó en mirarlo con desdeñosa compasión.

Quirós estaba perplejo. Comprendía que acababa de cometer una torpeza mostrando antes de tiempo cierta aspiración de independencia ante el terrible jesuita que no consentía la emancipación de ninguna de las voluntades a él supeditadas Por esto, deseoso de remediar su ligereza, se apresuró a decir con acento humilde:

—Perdón, reverendo padre. No había yo imaginado ni remotamente nada que fuese en perjuicio de la honradez y caridad de vuestra reverencia; pero el maldito amor propio, herido por el despego que hace algún tiempo me mostraba usted, ha sido la principal causa de que yo haya hablado de un modo tan irrespetuoso. Ruego a usted que me perdone. Ya sabe que lo venero y que eternamente le seré fiel.

El jesuita hizo como que creía en estas palabras, cuyo verdadero valor conocía.

—Es usted un niño, amigo Quirós —dijo con paternal benevolencia— y si no estuviera convencido de esa ligereza que le ha de producir muchos disgustos, tomaría en serio sus palabras en cuyo caso mi enojo sería terrible. Usted tiene un defecto que consiste en querer subir demasiado aprisa a las alturas donde le arrastra su exagerada ambición. Yo no critico que usted sea ambicioso; todos lo somos en este mundo y yo el primero; pero hay que pensar bien que aquello que todo hombre ha de procurar para subir es escoger bien los medios que han de servirle para su elevación. Usted mientras suba apoyado por nuestra Orden hará carrera, y el día que intente emanciparse de nosotros, su ruina será completa.

—Reverendo padre, yo no intento separarme de usted, al que tanto venero; yo…

—Menos protestas de adhesión, amigo Quirós. Dios que lee en el corazón de todos los humanos, es quien sabe mejor la verdad y puede apreciar los sentimientos de cada uno. Aunque no estoy muy seguro de la adhesión de usted, le quiero a pesar de todo y buena prueba de ello es que hace un momento pensaba en usted y le procuraba un medio seguro para engrandecerse.

—¡A mí! —exclamó Quirós con codicia—. ¡Oh, cuánto le agradecería que hiciese algo por mi suerte! Mi situación es cada vez más difícil; mis compañeros ascienden todos, hacen fortuna, y yo permanezco inmóvil en mi miserable mediante sin adelantar un paso. Necesito un protector poderoso como vuestra paternidad y que no me abandone en ninguna ocasión.

—Mi protección dependerá del modo como usted se porte en adelante conmigo. Por de pronto, sepa que tengo un medio seguro e inmediato para que el gobierno agradezca a usted un servicio importantísimo y le premie con largueza.

Quirós hizo un gesto de impaciencia. Estaba ansioso por conocer aquel medio tan seguro de engrandecerse.

—Se trata —dijo el jesuita con gran calma— de descubrir al gobierno una conspiración revolucionaria verdaderamente terrible, por las personas que de ella forman parte.

Quirós mostró cierta extrañeza al escuchar estas palabras. Notábase en él que acababa de sufrir una profunda decepción.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Si no es más que eso!… Todos los días recibe el gobierno delaciones de esa clase y apenas si las premia con unas cuantas onzas de oro. Los ministros hacen poco caso de tales revelaciones, pues las más de las veces resultan falsas o inútiles, ya que no pueden encontrarse las pruebas.

—Es que aquí las hay, señor Quirós; pruebas claras y concluyentes, papeles de tanta importancia que con ellos el gobierno puede ponerse al tanto de una terrible conspiración militar, y conocer a todas las personas que están comprometidas en ella.

—¡Ah! —exclamó el joven cuyos ojos brillaron con terrible llamarada de alegría—. Eso es otra cosa. Si vuestra paternidad me facilita tan importante delación, mi ascenso está ya asegurado.

—Pues cuente usted con que lo apoyaré. Irá usted a ver al ministro de la Gobernación. ¿No lo conoce usted?

—Sí, reverendo padre. He hablado varias veces con él en las reuniones del gran mundo.

—Perfectamente. Pues puede usted decirle que en Madrid funciona una Junta revolucionaria militar de la cual es secretario un capitán llamado don Esteban Álvarez.

—Eso no basta, reverendo padre.

—No sea usted impaciente y escuche. Dicho capitán tiene en su casa la mayor parte de los papeles de la conspiración y registrando su domicilio el gobierno puede dar un buen golpe a los revolucionarios.

—¿Está usted seguro, reverendo están en casa de ese capitán?

—¡Oh!, segurísimo. Ya sabe usted que estoy siempre bien informado de todo. Tengo buenos amigos.

—¡Diablo!, pues la cosa resulta grave para ese capitán si le pillan en su domicilio los papeles. ¿Es algún joven ese capitán?

—Creo que sí. Según me han dicho es una cabeza ligera, un exaltado muy peligroso.

—¿No lo conoce vuestra reverencia?

—No. Nunca lo he visto.

Quirós se quedó pensativo durante algunos minutos.

—¡Vamos! —dijo el jesuita—. ¿Qué piensa usted? ¿No se atreve a dar el golpe?

—Pienso que si le pillan los papeles ese pobre muchacho, pronto le olerá la cabeza a pólvora. El gobierno está hoy más irritado que nunca contra los revolucionarios, y será inexorable con aquel que pille.

—Así lo creo yo también. Pero veo que me he equivocado al pensar en usted y ofrecerle un medio tan rápido de elevación. ¿Tiene usted reparo en delatar tan peligrosa conspiración? No hablemos, pues, del asunto. Olvídese usted de todo lo dicho, que otro se encargará de hacer el trabajo. No falta gente que quiera ser premiada por el gobierno.

Quirós se estremeció como si acabara de recibir un rudo golpe.

—¡Eh! ¿Qué es eso, reverendo padre? El negocio es para mí y yo no puedo consentir que otro me lo arrebate. ¿He dicho yo acaso que no quiero encargarme de la delación? Lo que hay es que me inspiraba algo de compasión ese pobre muchacho que es un joven como yo y que no aguarda seguramente el terrible cataclismo que le va a caer encima. Un poco de simpatía y nada más. Pero se acabó ya el escrúpulo; no soy tan imbécil que dé un puntapié a la fortuna cuando ésta se me presenta. Se acabó la compasión. ¡Vaya, padre Claudio!, siga usted dándome órdenes que yo las cumpliré inmediatamente.

—Celebro verle tan animoso y dispuesto a aprovecharse de mi cariñosa benevolencia. Para alcanzar la gratitud del gobierno no tiene usted más que hacer esa delación. Yo me encargaré después de recomendarlo y hacer que la recompensa oficial sea lo más alta posible.

—Pero, padre Claudio, con lo dicho no basta para que la delación sea completa. Falta saber el domicilio del capitán Álvarez, el punto donde los conspiradores se reúnen y todos los demás detalles que vuestra paternidad juzgue importantes.

—Es verdad. Tiene usted mejor memoria que yo. Pase usted a mi despacho y mi secretario le dará una nota exacta de todo cuanto pide.

Quirós hizo un gesto de alegría, como si ya tuviera en sus manos el importante ascenso que tanto deseaba.

Ansioso por realizar cuanto antes aquel negocio, y sin el menor rastro del escrúpulo que momentos antes había sentido, se dispuso a salir del gabinete para dirigirse al despacho.

—Aguarde usted, impaciente joven —dijo el jesuita sonriendo con amabilidad—. Supongo que todo esto quedará en el más absoluto misterio, y que el gobierno no traslucirá quién ha proporcionado tan importantes datos.

—¡Oh! De eso no hay que hablar, padre Claudio. Bueno soy yo para que se me escape una palabra indiscreta. Yo sólo digo lo que quiero.

—Buena condición es esa. Con ella irá usted muy lejos. Lo importante es que usted no se arrepienta nunca de lo hecho, y quiera perder a sus amigos algún día sabiendo perfectamente lo que dice.

El joven comprendió que el padre Claudio seguía dudando de su adhesión.

—No recele vuestra reverencia de mi fidelidad —dijo Quirós—. Ya que no por cariño, por egoísmo debo seguir siempre al lado del padre Claudio. Tratándome como hoy, nunca podré quejarme de su protección. Yo al que me da nunca le falto.

—¡Magnífico! Es usted adorable por su franqueza, Joaquinito. Usted irá lejos y nunca le faltará mi protección. Únicamente —continuó el jesuita sonriendo con cierto aire de superioridad— le falta a usted el no dejarse dominar por la compasión en momentos supremos.

—¡Oh! La indecisión de antes ha sido momentánea, como usted ya ha visto.

—Cuando yo le aconseje una cosa, no dude usted nunca. Yo no puedo aconsejar a nadie que peque y pierda su alma, y las acciones que yo recomiendo, aunque a primera vista parezcan censurables, seguramente no lo son por venir de boca de un sacerdote del Altísimo. Dios saca el bien del mal, no olvide usted esto y para hacer bien a nuestros semejantes es preciso que antes les hagamos daño. Al delatar a ese joven capitán tal vez le sentenciamos a muerte; pero ¿cuán inmenso caudal de bienes no producirá nuestra delación? Con su prisión y la incautación de sus papeles, la sociedad permanecerá tranquila, la revolución quedará desbaratada, perecerán esas ideas diabólicas y disolventes que propagan los enemigos de la monarquía y de la Iglesia, y quedarán tranquilas en el poderío de que hoy gozan, por la voluntad de Dios, doña Isabel II, esa reina modelo de virtudes, y la Compañía de Jesús, santa institución que trabaja por la salvación del mundo. Si quiere usted ser grande y poderoso en la tierra, y después feliz y bienaventurado en el cielo, no vacile usted nunca en obedecer mis indicaciones. Todo cuanto yo ordene es…

Para mayor gloria de Dios —interrumpió el joven—. Sí, ya lo sé, reverendo padre, y juro obedecerle inmediatamente. Ahora, si le parece bien, vamos al despacho a por la nota, pues siento verdadera impaciencia por servir a Dios haciendo la delación.

El jesuita sonrió bruscamente al oír estas palabras. Sabía a qué Dios servía el joven egoísta, al mostrarse tan impaciente por cumplir sus órdenes.

—Sobre todo, amigo Quirós, no cometa usted ninguna imprudencia ni deje que la cometa el gobierno. Si hace usted la delación ahora mismo, nos exponemos a que el ministro de inmediatamente órdenes a la policía, en cuyo caso es posible que armándose estruendo extemporáneamente se nos escape la liebre. Vaya usted al ministerio al anochecer y haga la delación. La noche es favorable para esta clase de asuntos.

Quirós se conformó a esperar algunas horas para dar el golpe que aseguraba su porvenir, y con aire de humildad hipócrita siguió al poderoso jesuita a su despacho.

XXVI. LA ÚLTIMA BUENA OBRA DEL PADRE CLAUDIO

A Baselga comenzaba a parecerle demasiado extraño el aparato misterioso con que el capitán O'Connell había revestido su cita.

Pasaba el conde por alto que le hubiese hecho salir a una legua de Madrid para ir a aquel caserón de grandes y desiertos patios, rodeado de un vasto jardín con solitarias alamedas a cuyo extremo había entrevisto algunos hombres que al notar su presencia habían desaparecido; hacía caso omiso igualmente de que el doctor Peláez lo hubiese abandonado diciendo que así lo exigía el secreto de la entrevista, dejándolo bajo la dirección de un criado, soberbio mocetón de grandes patillas que orlaban una cara cuadrada y sin expresión alguna; pero no le parecía ya indiferente, pues le causaba cierta molestia próxima a la irritación que lo tuvieran más de una hora en aquella sala, grande, fría y de elevado techo, cuya desnudez aún hacía más antipático el torrente de sol que entraba por las dos rejas situadas sobre el vasto jardín que él había atravesado.

La aventura iba ya resultando para el conde demasiado extraña. Aquellas rejas eran demasiado robustas y tenían todo el aspecto de las de presidio. Mirándolas fijamente, el conde llego a sonreírse.

—En esta casa —pensaba— debe ser la gente muy miedosa. Según leo a veces en los periódicos hay bastantes ladrones en los alrededores de Madrid; pero la cosa no creo que sea para tomar tantas precauciones. ¡Cuidado si han empleado hierro en las tales rejas!

Y Baselga, que para buscar distracción al tedio que comenzaba a dominarle se había entretenido en contar varias veces los barrotes de las rejas, pasó a fijarse en otros detalles de la habitación.

—Pues aquí dentro —continuó pensando el conde— no han sido tan pródigos en muebles como en el hierro de las rejas. ¡Vaya un menaje! Parece que sólo hayan puesto lo estrictamente necesario para que la pieza no sea inhabitable.

Así era. La sala era muy espaciosa y a pesar de esto, sólo había en ella cuatro sillas de paja, muy ligeras por cierto, y una mesilla colocada entre las dos rejas.

Baselga se levantó, fue tocando uno por uno los escasos muebles, y después siguió paseando de un extremo a otro de la habitación.

Sacó su reloj de oro y miró la hora. Las diez y media. Estaba ya allí más de una hora y comenzaba a parecerle la espera mas que pesada.

En uno de sus paseos al pasar junto a la puerta que creía entornada se fijó en ella. También notó como en las rejas gran lujo de precauciones. Vaya una puerta sólida. Los tableros estaban tan ajustados que no dejaban la menor rendija y toda ella parecía hecha de una sola pieza. En el centro tenía un ventanillo cerrado.

El conde al pasar la golpeó distraídamente con el pie como para apreciar su robustez, y la puerta no se movió.

Baselga hizo un gesto de inmensa extrañeza. ¿Qué era aquello? ¿Acaso estaba la puerta cerrada? ¿Era él un preso?

Esta consideración sublevó al conde, quien, para convencerse de si la puerta estaba cerrada, dejó caer sobre ella sus robustos puños. Conmovióse la recia madera produciendo un sonido sordo, pero la puerta no se movió.

Ya no podía dudar el conde. Estaba encerrado, prisionero en aquella destartalada habitación tan inaccesible a la fuga como un calabozo. Las rejas le impedían el saltar al jardín.

Apoderose de Baselga una terrible indignación al verse tratado de un modo tan inicuo. ¿Por qué le recibían de tal modo? ¿Dónde estaba aquel O'Connell, que no llegaba nunca?

De repente cruzó por la imaginación del conde una absurda idea, propia de su continua preocupación. Sin duda el gobierno inglés conocía su plan, temía al audaz patriota y se atrevía a secuestrarlo casi a las puertas de Madrid. Esta presunción fatua y loca consolaba al conde y le daba cierto valor para sobrellevar tan extraña aventura; pero a pesar de esto seguía golpeando con sus vigorosos puños la fuerte puerta sin lograr que hiciera el menor movimiento.

El más absoluto silencio contestaba a aquellos golpes y Baselga se decidió por fin a gritar:

—¡Eh!, los de la casa. ¿Qué es esto? Venid de una vez por todas a abrir esta puerta.

Varias veces gritó y no vino nadie. Pero los gritos no fueron acogidos con el mismo silencio que los golpes.

A los oídos de Baselga llegaron confusas y amortiguadas voces estentóreas, chillidos y cánticos monótonos que formaban un extraño concierto y que se repetían cada vez que él llamaba.

—No —dijo el conde en alta voz como si tuviera a sus espaldas quien lo oyera—, pues la broma resulta bastante pesada. ¿Y qué grita toda esa gente?… Juro a Dios que en cuanto salga de aquí aprenderán cómo nadie se burla impunemente de un hombre como yo.

Transcurrieron algunos minutos sin que el conde se cansara de golpear la puerta. Antes bien, parecía que sus puños al maltratar a la madera adquirían nuevo vigor.

Cuando comenzó a llamar, habíale parecido oír unas pisadas que ligeramente se alejaban y éstas volvieron a escucharse pasado un buen rato aunque aproximándose con gran rapidez

El conde vio abrirse el estrecho ventanillo de la puerta a través del cual apenas si podían mirar a la vez con ambos ojos.

En el pasillo estaban dos hombres; el criadote de las patillas y de rostro inmóvil, que, según se decía el conde, tenía cara de palo, y un joven también fornido y barbudo que llamaba la atención por su gesto inteligente.

Baselga se dirigió a él, lanzándole por el ventanillo una mirada iracunda.

—Caballero, ¿es ésta manera de recibir una persona decente? ¿Soy algún criminal terrible para tenerme cerrado? Soy el conde de Baselga, sépalo usted.

—Lo sé, señor conde —dijo el joven con sonrisa amable—, y ruego dispense esta falta de atención. El tenerlo cerrado comprendo que le será a usted tan enojoso como molesto para mí pero tengo que cumplir forzosamente las órdenes que se me dan. A usted mismo le conviene permanecer ahí.

—¿Esas órdenes son de O'Connell? A ver, ¿dónde está O'Connell? El joven médico no sabía quién era aquel extranjero que nombraba el conde; pero con el aplomo que le daba su continuo trato con los enajenados, respondió:

—Sí, O'Connell me ha dado la orden. No tardará en venir puede usted esperar tranquilo. Es cuestión de una hora a lo más. Le ruego, sobre todo, que no se incomode ni se exalte. Piense usted en que le conviene estar así.

El conde seguía no comprendiendo aquel extraño aparato, pero se tranquilizaba contemplando a aquellos dos hombres.

No, aquella gente no podía ser mala. Tenían buen aspecto y no parecía que se propusieran causarle el menor daño. Esperaría ya que tan cortesmente se lo suplicaban y cuando llegara O'Connell éste le explicaría la razón de tan extraña conducta.

El joven hizo una cortesía disponiéndose a retirarse.

—Ya lo sabe usted, señor conde. Permanezca usted tranquilo que así que llegue el que usted espera entrará a verle inmediatamente. Mientras tanto, el ventanillo quedará abierto y si algo se le ocurre no tiene usted más que llamar a este señor que acudirá inmediatamente.

Los dos hombres se retiraron y el conde volvió a pasearse por la habitación.

En los primeros momentos estaba tranquilizado por la conferencia, pero así que estuvo solo un buen rato, comenzaron a renacer las antiguas sospechas. ¿No podían ser terribles enemigos aquellos hombres que tan amables se mostraban?

Todo inducía a esperar algo malo, porque un misterio tan absurdo rara vez puede ser precursor de felices acontecimientos.

Y el conde al pensar esto se dirigía a sí mismo preguntas de imposible contestación.

—Vamos a ver, ¿dónde está O'Connell?, ¿por qué ordena estas precauciones irritantes? ¿Será acaso un traidor que nos habrá engañado al padre Claudio y a mí? ¿Y qué clase de casa es esta? Se me ha olvidado preguntarlo a ese joven así como por que chillaban tan desaforadamente hace poco rato.

Justamente cuando el conde se decía esto, volvió a estallar aquel extraño y espeluznante concierto de gritos, rugidos e incoherentes canciones.

Esta vez se oía mejor y parecía más próximo el griterío, sin duda por estar abierto el ventanillo.

A Baselga lo ponía nervioso aquel estruendo que parecía arañarle los oídos. Además, creía que era una burla; el regocijo de ocultos enemigos que celebraban con risotadas extravagantes verle a él encerrado, y por esto dando en el suelo una furiosa patada, murmuró iracundo:

—¡Dios! Esto parece una casa de locos. Después, como si tomara una resolución, se dirigió al ventanillo.

—¡Buen hombre! —gritó—. ¡Eh, buen hombre!

Sonaron las pisadas del criado, que a pesar de su robustez, andaba con una ligereza femenil.

—¿Qué se le ofrece? —dijo apareciendo y con acento rudo, que pugnaba por dulcificar.

—¿Qué ruido es ése? ¿Por qué chilla esa gente de un modo tan extravagante? Diga usted que callen. Me incomoda esa música rara.

—No haga usted caso, señor. Son huéspedes que tenemos aquí hace algún tiempo y que nos dan bastante trabajo.

—¿Y qué clase de casa es ésta? ¿Qué hacen aquí?

Por fin la cara de palo del criado perdió su expresión estúpida para animarse con una sonrisa extrañamente irónica.

—¡Oh! Ya lo sabrá usted, ya se encargará de decírselo la persona a quien espera.

—¡Ya lo creo que me lo dirá! Tengo deseos de saber el porqué del aparato de esta cita que me va resultando pesada. Alguna extravagancia tal vez. ¡Esos ingleses son tan excéntricos!

Baselga notó en la inanimada cara del criado cierta expresión de extrañeza. ¡Si él lograra hacerle hablar!

—¡Qué!, ¿te extrañas de lo que digo? ¿No conoces tú al capitán O'Connell?

—Yo, no, señor. Es decir… ese capitán ¿no es la persona que usted espera?

—Sí, hombre. Al que espero y por el que he venido aquí

—Pues a ése si que lo conozco, sólo que no sabía que lo llamaba por tal nombre ni que era capitán.

—¿Pues cómo llamáis aquí al que yo espero?

—Aquí se le llama el doctor Zarzoso y todas las mañanas a las once viene a hacer su visita. Por lo regular sólo inspecciona a algunos de los huéspedes y se pasa más de dos horas hablando con ellos. Hoy tendrá con usted una conferencia larga.

El conde quedó profundamente desconcertado por tales palabras. ¿Qué enredo era aquél? ¿Había otro que al capitán irlandés quería convertirlo en doctor? Baselga comprendía la necesidad de hacer hablar a aquel hombre y recordando sus antiguas prácticas de hombre de mundo que hace apreciar el dinero como el medio de desatar lenguas, sacó del bolsillo del chaleco dos piezas de a duro y sacó la mano por el ventanillo.

—Toma, esto para ti. Por la molestia que te tomas al entretenerme con tu conversación, hasta que llegue ese señor a quien espero.

—Gracias, señor conde —dijo el criado mirando con codicia las relucientes monedas—; pero me es imposible aceptar la fineza. El reglamento de la casa lo prohíbe terminantemente.

—Tómalo sin cuidado. Guarda el secreto, pues tengo el gusto de hacerte este regalo.

La manaza del criado no tardó en apoderarse de las dos monedas.

—Y dime —continuó el conde—, ¿ese señor doctor que tú nombras es el mismo a quien yo espero?

—¡Vaya una pregunta! ¿Usted no espera al doctor Zarzoso? ¿No es el quien lo ha enviado aquí para su curación?

—¿Para mi curación?… ¡Ah!, sí. Por eso me encuentro en este sitio y le espero con tanta impaciencia. Mira lo que son las cosas. Conozco mucho a ese señor médico y sin embargo en este momento no me acuerdo de su cara.

—No es extraño, a muchos les sucede igual aquí. Vea usted si recuerda. Es un señor gordo, de bigote cano, gasta gafas y mira muy fijamente cuando habla. Todo el mundo lo conoce. Pues si dice que es un gran sabio.

Al conde no le cabía ya duda alguna. Se trataba de aquel caballero que en la mañana del día anterior había ido a su casa a revolverle la bilis con sus objeciones. ¿Qué venganza era aquella?

Baselga sentía verdadera ansia de penetrar en lo más hondo de aquel misterio que comenzaba a asustarle. Sospechaba ya algo que le causaba escalofríos de terror y al mismo tiempo empezaba a hacer hervir su impetuoso carácter.

—Habla, querido, habla —dijo al criado—, ¿y crees tú que el doctor me curará?

—Bien puede ser. Yo, por mi parte, lo creo segurísimo si usted ayuda. Debe usted hacer esfuerzos y sobre todo no atolondrarse y conservar su serenidad. Una desgracia a cualquiera le sucede y nadie puede asegurar que está libre de vivir aquí o a presidio.

Aquel mocetón hablaba con tono de filósofo. Al conde le causaba cierto pavor su filosofía, pero a pesar de todo tuvo serenidad para preguntar con marcada impaciencia:

—¿Y qué enfermedad es la mía? ¿Lo sabes tú, acaso?

—No es gran cosa. Hace poco rato me lo contaba don César, el médico de guardia, ese joven tan simpático que antes ha hablado con usted. Se halla usted tan bueno y sano como yo u otro cualquiera, sólo que en ciertos momentos le domina una manía que le hace muy peligroso.

El conde temblaba de pavor. Él, tan animoso, tan enérgico, se sentía dominado por el miedo ante el sesgo que tomaba la aventura que momentos antes creía una broma de mal gusto, pero sin consecuencias.

Adivinaba ya dónde estaba, para qué servía aquel edificio y qué clase de hombre era el que con él hablaba. ¡Horror! Convertido de pronto en un demente y teniendo que hablar con fingida tranquilidad con un loquero.

La seguridad que tenía el conde de que su razón estaba sana, aún hacía más horrible su situación.

—Conque decías —continuó el conde esforzándose en sonreír— que mi manía es muy peligrosa.

—Así lo he oído. ¿Usted no piensa en algunos ratos ir a hacerle la guerra a los ingleses y tenía preparados muchos hombres y armas para tal negocio?

Baselga aún experimentó mayor impresión de terror. ¡Cómo era aquello! ¿Su secreto era ya del dominio público? ¿Lo conocía hasta un criado de manicomio?…

Sentía el infeliz una creciente curiosidad y por esto a pesar de su terrible angustia, siguió preguntando:

—¿Cómo sabéis aquí lo que yo pienso?

—¡Bah! Aquí se sabe la historia y la manía de cada enfermo. Ese señor médico que le ha acompañado a usted aquí, ha estado examinándolo con detención durante mucho tiempo hasta que se ha convencido de su enfermedad.

—¡El doctor Peláez!, exclamó con extrañeza el conde.

—Sí, ése creo que es su nombre. Hasta hace poco ha estado abajo en el gabinete de consultas explicando la enfermedad de usted a don César y recomendándole que lo trate muy atentamente.

Baselga no se pudo contener.

—¡Pero eso es una infame traición!…

El criado volvió a sonreír irónicamente.

—¡Bah! Todos dicen lo mismo cuando vienen aquí y después que salen completamente sanos dan las gracias por haberlos tenido tanto tiempo en esta casa atendiendo a su curación.

Reinó un largo silencio. El conde, con la cabeza baja, reflexionaba sin llegar a creer completamente en su horrible situación.

Al fin, como quien pregunta una cosa que tiene por axiomática, dijo al criado:

—Pero mi familia no sabrá que yo estoy aquí; no tendrá noticia de ese miserable secuestro.

—¡Toma! ¡Hermosa pregunta! ¿Le parece a usted, señor conde, que sin consentimiento de su familia le hubieran traído a usted aquí? ¿Tenemos acaso ganas de ir a presidio? A usted le han traído aquí después que ayer verificaron en su casa una consulta el doctor Zarzoso, el doctor Peláez y otros dos médicos. Así he oído que aquel señor se lo decía a don César. ¿Que no se acuerda usted ya? Pues dicen que usted estaba presente y que hablaron largamente en su despacho. También estaba un cura que ha trabajado para que usted, a quien quiere mucho, quede aquí en seguridad sin emprender peligrosas aventuras. ¿No se acuerda usted de eso?

—Sí, lo recuerdo; lo recuerdo perfectamente —dijo el conde con voz desfallecida.

Y, efectivamente, recordaba con todos sus detalles la conferencia de la mañana anterior en su despacho, y ahora comprendía la significación de las miradas del sabio doctor y de aquellas preguntas que tanto le habían irritado. Pero ¡Dios mío!, ¡cuán infame era aquello!, ¡qué traición tan terrible! Había para volverse loco, pero de verdad; no con aquella demencia fingida que él comenzaba a comprender de quién era obra.

Su mano crispada apretaba convulsamente el borde del ventanillo y con la cabeza baja permanecía silencioso y meditabundo, sin comprender muchas de las palabras que le dirigía el criado.

—Debe usted tranquilizarse, señor conde y tomar con calma lo que le sucede. Éstos son percances de la vida, de los que nadie se halla libre. Si usted tiene serenidad y pone de su parte para ayudar a la ciencia, es posible que pronto se encuentre bueno. Calma, mucha calma. Aquí no se pasa del todo mal. Le hemos alojado en esa pieza hasta que venga el doctor Zarzoso y hable con usted. Después lo trasladaremos a una celda donde tendrá usted vecinos; gente divertida, que en los primeros días le incomodara, pero que al fin le hará reir. Son los que usted oía antes. Además, yo seré el encargado de cuidarle y no tendrá queja alguna. Me es usted muy simpático, y más desde que veo que es persona razonable. Ratos de sobra tendremos para charlar de nuestras cosas Como ahora lo hacemos.

El conde seguía meditabundo, y de las palabras del criado sólo algunas lograban deslizarse hasta su cerebro, donde no eran del todo comprendidas.

Una sorda irritación comenzaba a bullir en el ánimo de Baselga, sustituyendo al miedo que momentos antes lo dominaba. Hubo instantes en que el conde se creía víctima de una lúgubre pesadilla; pero tocaba la pesada puerta, oía al criado, y la esperanza de ser todo un sueño se desvanecía inmediatamente.

La dignidad de clase, el orgullo viril, la rectitud de conciencia y el convencimiento de su sana inteligencia, todo se sublevaba enérgicamente contra aquella terrible situación, con tan imponente fuerza, con tan arrebatadora rabia, que Baselga se creía capaz de proceder como un loco furioso, ya que todos se empeñaban en hacerlo aparecer como tal.

En aquel momento, por un misterioso encadenamiento de ideas, recordaba la escena terrible en que sus manos de hierro estrangularon a Pepita Carrillo, la esposa infiel y cínica.

El rostro del conde palidecía, sus ojos adquirían el brillo extraño y el tinte sanguinolento que produce la indignación en ciertos hombres de carácter pronto para la violencia.

A pesar de esto logró contenerse aún, y con voz ronca preguntó al criado:

—¿Pero tú no me creerás loco? —¿Yo?, ¡je, je!

Y el criado por toda contestación reía maliciosamente.

—¿De qué te ríes? Quiero saberlo; lo exijo. No creo que esta situación sea cosa de risa.

—Me río, señor conde, de que todos cuantos vienen aquí hacen la misma pregunta.

—¡Pero contesta con mil demonios! ¿Tú crees que estoy loco, sí o no?

—En este momento no lo está usted; pero si sigue así no tardará en darle el acceso. Lo conozco en sus ojos, y le ruego que procure calmarse.

El conde se estremeció. ¿Si estaría realmente loco? Esto es difícil que pueda apreciarlo el mismo paciente, y ademas él se sentía en un estado anormal a causa de la indignación. Debía tener en el rostro una expresión terrible, a juzgar por el aspecto alarmado del sirviente.

Baselga había comprendido todo el horrible carácter de aquella trama que se había urdido en torno de su persona para conducirlo a tan mísera situación. Sentía la necesidad imperiosa de salir de allí; ansiaba destrozar a aquellos miserables enemigos que tan rastreramente habían preparado su ruina. Anhelaba procurarse el divino gozo de despedazar entre sus manos de hierro al repugnante padre Claudio.

Por esto hizo un gesto de imponente autoridad, como si aún estuviese en el Norte al frente de su regimiento de lanceros carlistas, y dirigiéndose al criado dijo con voz breve e imperiosa.

—Abre la puerta. Necesito salir al momento.

El mocetón puso el mismo gesto del que oye una cosa ridículamente absurda.

—¿Quién?, ¿yo? Tiene gracia.

—Que abras te digo. O si no ¡por Cristo vivo!, que…

Y el conde comenzó a dar patadas en la puerta, vomitando por el ventanillo un tropel de juramentos y maldiciones.

El criado permanecía impasible ante aquella rociada de insultos. Veíase que estaba acostumbrado a tales desahogos de los huéspedes de la casa.

—¡Cobarde! Abre u os echo la puerta abajo y le pego fuego a la casa. Abrid, canallas. ¡Es así como se procede con un hombre honrado! ¡Ah, miserables jesuitas! Abrid, esbirros del padre Claudio. Dejad salir a un padre infeliz. Dios sabe qué será a estas horas de mi hija. Quieren hacerla monja para robarle su dinero, quieren meter fraile a mi hijo para robarlo igualmente y a mí me encierran para que no lo estorbe. Abrid o lo rompo todo… Pero tú, cara de palo, ¿qué haces ahí tan quieto? Abre y no repares en pedirme gratificación. Te daré cuatro mil duros, diez mil… ¡los que quieras!, pero abre en seguida. Abre esta puerta o ¡por Cristo!, que me como tus hígados y los de todos los doctores canallas.

Y el conde se destrozaba las rodillas y se quebrantaba los pies golpeando aquella puerta, que permanecía tan inmóvil como el flemático criado.

Apuró Baselga, en su balbuciente y furiosa indignación, todas las maldiciones y blasfemias aprendidas en los campamentos, sin conseguir alterar aquella estatua de carne que permanecía rígida e indiferente en el pasillo. Su calma le desesperaba. ¡Oh! ¡Cuánto hubiese dado él por poder salir y destrozar a puñetazos a cara de palo! Era el primer hombre que se burlaba impunemente de él, que era el terror de cuantos intentaban ofenderle.

La frialdad con que acogía sus palabras era lo que aumentaba su indignación. Hubiese preferido Baselga que el criado contestara a sus insultos, que se enfureciera, que le dirigiese injurias insufribles; pero verse acogido con un silencio compasivo propio para seres irresponsables, para niños o para viejos excitaba aún más su terrible rabia. Era ya un loco, no podía dudar. Sus palabras no tenían valor; le habían despojado de su condición viril y, en adelante, a sus más injuriosas palabras contestarían todos con una sonrisa de conmiseración.

Al conde le cegaba la rabia, y como si para aliviarla y desahogarse necesitara algo más que proferir insultos, apretó su rostro cuanto pudo contra el estrecho ventanillo y escupió furiosamente al rostro del criado.

—Toma, cara de palo; esto para ti. A ver si así abres la puerta y entras a reñir conmigo.

Baselga recibió en el rostro un rudo golpe que le hizo retroceder al centro de la habitación.

Era que el criado le había arrojado la hoja del ventanillo en las narices, y después de cerrarlo se retiraba con lentos pasos.

El golpe, a pesar de ser fuerte, apenas si causó efecto en Baselga. Pronto se repuso del aturdimiento que le produjo el choque de la recia madera contra su rostro, y dando un salto prodigioso que tenía algo de la ligereza flexible y elegante del tigre, cayó con todo el peso de su corpulento cuerpo sobre aquella puerta, a la que combatía e injuriaba lo mismo que si fuese un ser viviente.

Nada. Gimieron las maderas sordamente, pero ni una sola se movió. Eran previsores en aquella casa y la puerta estaba a prueba de locos, aun de los más furiosos y forzudos.

Varias veces repitió el conde aquel asalto sin conseguir abrir brecha en la puerta.

Su rostro estaba congestionado; gruesas gotas de sudor surcaban sus facciones, respiraba fatigosamente con la entonación del rugido, sus olas estaban veteadas de sangre, las venas de su cuello hinchadas por furiosas contracciones parecían querer estallar y a pesar de esto no se sentía fatigado.

La rabiosa indignación centuplicaba su fuerza de Hércules y él al tropezar con aquel implacable obstáculo, inmóvil y firme, se creía un niño y le faltaba poco para llorar su debilidad.

Excitado por su misma impotencia y dominado por loca tenacidad, volvió varias veces a caer en prodigioso salto desde el centro de la estancia sobre la pesada puerta, y aquellos choques que le magullaban hacían crecer su furor sin límites.

Fuera de la estancia el espeluznante griterío de los locos contestaba a cada uno de los quejidos de la madera, combatida por aquel ariete humano.

Los médicos y criados del establecimiento agrupados en el fondo del corredor, escuchaban el estrépito producido por Baselga y se prometían tratarlo en adelante con grandes precauciones, pues sus violentos accesos le hacían temible.

El conde, después de golpear inútilmente la puerta dirigiose a las rejas y poseído de vertiginosa movilidad iba de una a otra agarrando los barrotes con sus nervudas manos y haciendo esfuerzos poderosos por romper el hierro.

Desolláronse sus manos tirando de los robustos barrotes y… nada, no consiguió que las rejas hicieran el menor movimiento.

Estaba vencido, le era imposible liberarse, y aquella casa había de ser el sepulcro de su razón calumniada.

El sol, que en oleadas de oro entraba en la habitación marcando en el suelo dos cuadriláteros de luz; las verdes copas de los árboles del jardín, en las que piaban algunos gorriones, el cielo azul y esplendoroso que se veía a través de las rejas, todo constituía un sarcasmo para el infeliz prisionero. La Naturaleza sonreía y mostraba a Baselga la inmensa libertad que en ella existe justamente cuando el desgraciado reconocía que había perdido ya para siempre la suya.

El conde se sentía poseído de tal furor que en su cerebro surgió este pensamiento:

—¡Si estaré yo loco!

Y experimentó un tremendo dolor en la cabeza. ¿Qué era aquello? Hizo esfuerzos Baselga por volver en sí, y cuando adquirió cierta serenidad encontrose que estaba golpeándose furiosamente la cabeza contra las paredes.

Otra vez volvió el mismo pensamiento a surgir en su cerebro dándole razonables consejos.

—Si sigues entregándote a tu desesperación, si te golpeas creerán fundadamente que estás loco. Modérate, ten calma.

Había en aquellos instantes en el interior de Baselga dos seres distintos. Uno sensato que aconsejaba y veía claramente la situación, otro irascible, indignado, furioso que ansiaba sangre y destrucción.

Los músculos, la sangre, los nervios, el organismo entero se iba detrás del último y obedecía todos sus mandatos.

«Detente, espera, no pierdas la calma», gritaba la eterna idea en el interior del cerebro del conde. Y sin embargo, el desgraciado gritaba, aullaba de furor, daba puñetazos en las paredes, se arrojaba con la cabeza baja a embestir la puerta, se destrozaba la ropa se arañaba la cara, se mordía las manos y al fin se arrojó en el centro de la habitación revolcándose agitado por terribles convulsiones.

Su ronca voz no cesaba de gritar, alternando las palabras con aullidos de fiera. Pedía por centésima vez a los canallas de afuera que le abrieran la puerta y en algunos momentos se creía estar luchando con el padre Claudio, y como si le asestara terribles puñetazos se golpeaba el rostro hasta hacerse sangre.

Su cuerpo rodaba sobre el pavimento como una informe y gigantesca masa derribando las sillas y dejando tras sí pedazos de su traje rasgado por terribles zarpadas, y si alguna vez se incorporaba era para dejarse caer con mayor furia golpeando con rabiosa saña su magullado rostro contra los fríos baldosines.

Esta terrible escena duró más de diez minutos y al fin las fuerzas de Baselga con ser tan grandes se agotaron y dejó caer su cuerpo inerte.

Una saludable reacción comenzó a operarse en él. Su respiración era semejante al estertor del moribundo y así tendido de espaldas con la vaga mirada fija en el techo y agitándose de pies a cabeza por un nervioso estremecimiento, permaneció mucho tiempo.

Por fin movió la cabeza a uno y otro lado, su mirada vaga hasta entonces, contempló fijamente cuanto le rodeaba con marcada expresión de extrañeza y se incorporó como si volviera en sí después de un terrible ensueño.

Sus ojos fueron fijándose en las desgarradas ropas y en las sillas caídas, y comenzó a sentir al mismo tiempo el punzante dolor que en todos sus miembros producían las contusiones y magullamientos.

Otra vez el buen sentido volvió a hablar bajo su cráneo y una sonrisa fúnebre contrajo los labios del conde.

—Bravo, Fernando —se dijo con terrible ironía—. Ya han logrado tus enemigos lo que querían. Te has entregado a la desesperación neciamente, has dejado libre de toda traba tu carácter violento, hasta has hecho locuras y ahora nadie dudará que eres un demente furioso. Ya no saldrás de aquí y tal vez dentro de poco te pongan la camisa de fuerza.

Mientras que estas ideas se agitaban en su cerebro, el conde permanecía sentado en el suelo con los codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos y mirando con estúpida fijeza su sombrero, que pisoteado y roto estaba en un rincón.

Cuando Baselga salió de su abstracción se encontró derecho paseando apresuradamente por la sala de un extremo a otro.

El conde había experimentado una reacción. Sentía una calma absoluta, todo lo veía de diverso modo, sentía una tranquilidad sobrenatural y hasta le parecía que durante la anterior crisis, había muerto y ahora se encontraba en otra vida libre de las miserias y de las desgracias de este mundo.

Había en el interior de su cerebro alguien que le seguía hablando y cuyos consejos aceptaba sin protesta.

«Resignación Fernando. Ya estás loco, ¿y qué? Piensa en permanecer tranquilo, tu salud es antes que nada. No te golpees, no te maltrates, ¿qué vas ganando con desesperarte? Olvídate del mundo, de esos miserables que te han engañado; de tu familia que te ha traído aquí». Las ideas del conde giraban invariablemente dentro del mismo círculo, y después de una vuelta vertiginosa, venían a parar al punto de partida, a la necesidad de permanecer tranquilo. Pero en una de las vueltas de su cerebro, salió al paso y se introdujo en la incesante ronda de sus ideas, el recuerdo de sus hijos, de Enriqueta y de Ricardo, aquellos seres inocentes y desgraciados a quienes él veía ahora acechados por la negra traición, tímidos e incautos insectos que iban a caer en la red de la sombría araña, en aquella red que había aprisionado a su razón y que de un hombre fuerte e independiente había hecho un guiñapo humano, arrojándolo sin compasión, al fondo de un manicomio.

La figura del padre Claudio apareció en la imaginación de Baselga, irónica, sonriente y como complaciéndose en burlarse de su desesperación.

¡Oh, rabia! Estar encerrado… no poder vengarse… Y el conde se llevó la crispada mano a la frente. Necesitaba arañar algo.

Iba sin duda a reproducirse la crisis de furor. Pero la voz misteriosa debió hablar otra vez bajo el cráneo y la mano cayó desmayada a lo largo del tronco chocando con un objeto duro.

Baselga palpó instintivamente el objeto que había detenido su mano y sacó del bolsillo derecho del chaleco la pequeña y brillante pistola que había tomado en su casa a ruegos del padre Claudio.

Como si el brillo de los niquelados cañones le produjera un principio de hipnotismo, estuvo mirándola fijamente bastante tiempo. Su frente se contraía como si en el interior le punzara algún terrible pensamiento; sonrió dos o tres veces con frialdad y su voz murmuró muy quedamente:

—¡Y por qué no!…

Movió la pistola, levantó su gatillo, miró las dos negras bocas de sus cañones, siempre con la misma sonrisa de frialdad, pero de repente hizo un movimiento de sorpresa horrible, como el que despierta al borde de un precipicio y se apresuró a dejar la terrible arma sobre la mesa.

Había hablado otra vez su buen sentido y comprendía la terrible revelación que encerraba aquel hallazgo.

—Quieren mi muerte —pensaba—, por eso el padre Claudio mostraba tanto empeño en que me llevara la pistola. Él sabía bien adonde me conducían.

Y el conde se prometía mentalmente no dar gusto a sus enemigos. ¿Querían su muerte? Pues bien, él viviría, él haría esfuerzos por conservarse sano y recobrar su libertad, él probaría que su razón no estaba enferma y que tenía derecho a salir de allí y en cuanto saliera… El conde miraba otra vez fijamente la pistola; pero era apreciando lo bien alojadas que estarían sus dos balas en la cabeza del padre Claudio.

La esperanza de vengarse algún día de su miserable enemigo, tranquilizó al conde devolviéndole su perdida calma; pero una mirada que lanzó a las robustas rejas y a la puerta, le hizo caer bruscamente en la terrible realidad.

¿Cuándo saldría de allí? Los médicos serían tan duros e inexorables como aquel hierro y aquella madera; en vano pugnaría él por hacerles comprender que su razón estaba sana y que era víctima de una maquinación infame, los médicos estaban prevenidos contra él, tenían el prejuicio de que él se hallaba falto de razón y cuantos esfuerzos intentase para convencerlos de su verdadero estado, serían tan infructuosos como las tremendas acometidas que había dado a la robusta puerta. Además, ¿los encargados de aquel establecimiento, aquel doctor Zarzoso que tan antipático le resultaba, no podían ser agentes del terrible jesuita que despreciarían sus alardes de razón y eternamente le tendrían por loco?

—¡Dios mío! —seguiría diciéndose el conde—, ¡qué infierno en el porvenir! Hay para volverse loco de veras.

No había salvación. Dentro de un momento llegaría el antipático sabio ¿y qué? Le escucharía con atención, sonreiría como lo había hecho el loquero al oír que le era necesario salir de allí, y después lo enviaría a una miserable celda donde agonizaría años y años acompañado siempre por aquel diabólico griterío de la locura que le crispaba los nervios.

No; un hombre como él, un Baselga, no había nacido para morir de tal modo. Sabría salir del mundo más dignamente. Y dentro de su cráneo seguía bailoteando el mismo pensamiento.

—¿Y por qué no? ¡Y por qué no!

El conde avanzó hacia la mesa poniendo su mano sobre la pistola. El frío del brillante acero le produjo el efecto de una ducha.

El siniestro pensamiento se desvaneció, su inteligencia pareció despejarse y nuevas ideas vinieron a tocar su cerebro con consoladora caricia.

Él no podía morir. Tenía en el mundo dos seres que necesitaban de su apoyo y estaba en el deber de luchar para recobrar la libertad y correr a su lado.

Además un arranque de altivez le daba fuerzas. Matarse era dar gusto a sus enemigos, a aquel diabólico padre Claudio que casi había puesto la pistola en su mano y él no quería pasar por un imbécil capaz de vivir o perecer a capricho de la voluntad ajena.

Viviría, así se lo exigía su altivez y su instinto de padre; tendría fuerzas para resistir el infortunio. Y halagado por estas decisiones que le fortalecían, permaneció derecho, inmóvil y con la mano puesta en la pistola, sin pensar en nada, invadido por una dulce somnolencia.

El silencio que le rodeaba quedó turbado repentinamente. Otra vez el griterío irritante de los locos, pero en esta ocasión había uno cuyos rugidos, que parecían imposibles para una garganta humana sobresalían sobre las voces y las carcajadas de los demás.

Baselga sonrióse tristemente. Otro que estaba como él mismo momentos antes, y con curiosidad oía aquel rugido tan atentamente como si se mirara a un espejo para apreciar su rostro.

Aquello trastornaba al conde, le producía honda pena. ¡A cuán bajo nivel puede la desgracia hacer descender a un hombre! ¡Y pensar que él hacia poco rato había gritado así y que tal vez a la menor contrariedad o apreciando todo su infortunio, volviera a caer en la brutal irracionalidad!

El conde sentía miedo y como si la imaginación se complaciera en asustarle, le desarrollaba el porvenir con toda su horripilante lobreguez.

Pronto tendría él por vecinos a aquellos infelices. Como ellos gritaría, golpearía su cuerpo, por más cuidadosos que con él fueran los guardianes iría siempre cubierto de andrajos como ahora estaba, pues su traje aparecía ya despedazado por varias partes, las plagas de una miseria irracional se cebarían en él, languidecería e iría muriendo lentamente y la razón se anularía del mismo modo gradualmente extinguiéndose hasta en su última chispa.

No, aquello no llegaría a sucederle; él sabría evitar tanta degradación, tan horrible miseria.

Y aquella idea persistente y diabólica que parecía estar clavada en su cerebro, seguía gritando dentro del cráneo:

—¡Cobarde! Atrévete… ¡Y por qué no! ¡Por qué no!

¿Por qué? Porque no quería proporcionar a sus enemigos el placer de su muerte; porque tenía en el mundo dos seres inocentes a quienes velar…, Pero ¡Dios mío! ¡Qué lucha tan terrible!

Apenas pensaba esto, la funesta idea se revolvía indignada echándole en cara su cobardía, y pintándole el porvenir con los más sombríos colores. ¡Y qué si vivía!, ¿evitaría con esto el permanecer hasta el instante de su muerte encerrado en aquella casa sumido en una horrible degradación y convirtiéndose en loco lentamente por el contagio moral con los otros enajenados? ¿Acaso conservando su vida podría acudir en auxilio de sus hijos?

Sus enemigos habían sido más hábiles que él y le habían matado moralmente. Ya que su razón había muerto, ¿por qué no anular aquella mísera envoltura, aquel cuerpo destinado a rugir poseído de delirante indignación y a agitarse con las más violentas convulsiones?

El diabólico pensamiento seguía aconsejándole al par que le inspiraba tales reflexiones.

Había que apresurarse si quería aprovechar la ocasión. No tardaría en llegar el doctor Zarzoso; le someterían entonces a un registro antes de llevarlo a la nueva celda; le quitarían su pistola y con ella toda esperanza de eterna emancipación: si quería matarse tendría que estrellar su cabeza contra la pared.

Baselga pensaba en la muerte con una calma sobrehumana. Él mismo sentía asombro ante aquella tranquilidad absoluta que le poseía.

—Atrévete; éste es el momento. No vaciles porque después será tarde.

El conde se sorprendió hablando en alta voz:

—Acabemos —murmuraba—. Sufro mucho.

Y su imaginación se recreaba en considerar la calma absoluta, el descanso eterno que le aguardaba en la tumba. Un supremo egoísmo le embargaba, y el recuerdo de sus hijos, era ya para él un grupo de pálidas figuras sin contorno ni expresión que no lograba conmoverle.

A morir, a sumirse para siempre en la densa sombra de la nada. Allí no habían repugnantes traiciones, ni padre Claudio alguno.

El conde, como si despertara de un sueño, se vio con la pistola en la mano, y el índice en el gatillo.

Experimentó una ligera sorpresa. ¿Qué iba a hacer?… ¡Ah!, sí. Iba a matarse y no se arrepentía de su decisión.

Lanzó una mirada a su traje desgarrado y le pareció contemplarse, demacrado, miserable y roto tal como estaría al poco tiempo de permanecer en aquella casa. El pasado acudió a su memoria y recordó a aquel conde de Baselga, elegante palaciego y adorado de las damas. ¿Podía tal hombre morir de un modo tan miserable? Seguramente que no. A librarse, pues, del peligro, a demostrar que en el trance supremo sabía salir del mundo con toda la maestría de un actor que conoce el medio de desaparecer dignamente de la escena.

Baselga miró a una de las rejas. Sufría ya alucinaciones y le parecía que algo negro había cruzado volando por delante de ella. Tal vez la sotana del padre Claudio.

—¡Adiós canalla! Hiciste bien en darme la pistola. Es el ultimo favor que te debo.

El conde apoyó la pistola en el pecho buscando el sitio del corazón. Oprimió el gatillo y recibió un golpe violento que le hizo caer, aunque con gran extrañeza no oyó detonación alguna.

Había quedado de rodillas agarrado con una mano al borde de la mesa, y miraba a su alrededor con ojos asombrados, pareciéndole que toda la habitación tenía otro aspecto.

La pistola había caído al suelo, y él murmuraba con rabia:

—¡Maldita pistola! Ha fallado el tiro.

Pero su pecho y su mano derecha estaban cubiertos de sangre caliente que escurriéndose a lo largo del cuerpo, caía sobre el pavimento.

A sus oídos llegaban un tropel de apresurados pasos y el chirrido de una cerradura.

—¡Vienen, vienen!

Y Baselga, alarmado, buscó a tientas la pistola que estaba en el suelo, e hizo un esfuerzo supremo para montar el gatillo.

Apoyó el segundo cañón en la sien, en el mismo instante que la puerta se abría y entraban en la sala muchos hombres alarmados por la detonación.

El conde apretó el gatillo y le pareció reconocer entre los que avanzaban sobre él despavoridos, al sabio que tan antipático le era al doctor Zarzoso, cuya visita esperaban en el manicomio.

Esta vez tampoco oyó el infeliz ruido alguno, pero recibió en la cabeza un golpe tan anonadador como si la casa entera hubiese caído sobre su cráneo.

Sintió lo mismo que si le arrebatasen, arrojándolo en una inmensidad de negrura vibrante en la que danzaban como chispas de una colosal fragua, millones de millones de puntos luminosos.

Pero aún tuvo fuerzas para hacer subir a sus labios una sonrisa de amarga ironía y murmurar de modo que lo oyeran todos aquellos hombres consternados que le rodeaban:

—Ya tengo bastante.

XXVII. REVELACIÓN INESPERADA

Aquella tarde la baronesa se había mostrado muy complaciente y amable con su hermana. Le había dirigido alegres palabras acariciando bondadosamente sus cabellos y le había prometido concederle alguna libertad mientras el papá estuviera de viaje.

Ignoraba Enriqueta cuál era la suerte de su padre, y cuando a la hora de comer mostró extrañeza por su ausencia, la baronesa y el padre Claudio, que a la vuelta de su visita a Palacio había sido invitado por doña Fernanda a quedarse a hacer penitencia le dijeron que el conde había salido muy de mañana para un viaje en el que estaría algún tiempo.

Enriqueta se lamentó de la inesperada marcha de su padre por cuanto le impedía la asistencia a algunas fiestas aristocráticas que habían de verificarse en aquella semana, pero la amabilidad de la baronesa y la jocosidad del padre Claudio y del padre Felipe, que llegó a la hora de los postres, la resarcieron algún tanto de la contrariedad sufrida.

—Hoy estás libre —le dijo la baronesa—, si no quieres dedicarte a la oración o al trabajo, puedes hacer lo que gustes. Ves, si quieres, a asomarte al balcón, te doy permiso. Mañana ya saldremos de paseo.

Enriqueta se apresuró a aprovecharse del permiso y salió del comedor sin ver cómo su hermana miraba con dramática tristeza a los dos jesuitas y murmuraba:

—¡Pobrecilla! ¡Si ella supiera lo que sucede!

De pie, tras los cristales del balcón que daba luz al gabinete contiguo al salón de la baronesa, permaneció Enriqueta toda la tarde entreteniéndose en contemplar la incesante circulación de los transeúntes y los coches que bajaban la calle al paso tardo de sus huesudos caballos y llevando en el pescante, con toda la prosopopeya de un dios, al cochero de nariz vinosa envuelto en su capa remendada.

A la hora de permanecer en aquel sitio, Enriqueta oyó en el salón cercano las voces de su hermana y del padre Felipe.

El padre Claudio se había ido ya, llamado sin duda por sus apremiantes ocupaciones, y la baronesa y su director espiritual se entregaban a sus diarias conferencias.

La puerta que comunicaba con el gabinete estaba cerrada.

Enriqueta no era curiosa y además presentía algo del significado de aquellas relaciones espirituales, y su delicadeza y pudor la alejaban de ellas.

La joven no era de carácter inocente, no sentía esa curiosidad maliciosa y malsana que es patrimonio de ciertos temperamentos juveniles; pero no por esto ignoraba la existencia de ese sagrado misterio productor de la vida que las más de las veces degenera en vicio.

Sólo en ciertas novelas aparecen jóvenes de sublime candor ignorantes del amor sexual; en la vida real y más aún en las elevadas capas sociales es imposible encontrar tan prodigiosa inocencia.

Enriqueta era una joven igual a todas. No experimentaba ninguna curiosidad, ni sentía deseos de hacer penetrar su pensamiento en las oscuridades del vicio, pero había visitado demasiado los salones, había tratado con cariñosa intimidad a jóvenes de su clase, educadas más libremente y sabedoras de cuanto en el mundo pasa, y comprendía ahora cosas que hasta poco antes le resultaban indescifrables misterios.

Adivinaba el significado de aquella intimidad entre su hermana y el robusto jesuita, presentía la forma de aquellas conferencias que tanto daban que hablar a la servidumbre, pero no quería conocer de cerca tales suciedades.

Experimentaba náuseas al pensar en aquellas relaciones que ya se habían hecho públicas y que eran comentadas en los corrillos de murmuración que las damas ya venerables formaban en los salones aristocráticos.

La curiosidad de Enriqueta permanecía alejada de tales relaciones que presentía sin sentir deseo de conocerlas de cerca, al igual de ciertas damas que al saber las miserias del pobre se compadecen de ellas, pero no van a buscarlo a su vivienda por miedo a mancharse el vestido de seda.

La joven tenía el egoísmo de la castidad y no quería ponerla en peligro, atisbando cosas de las que le habían enseñado a huir.

Por esto hacía caso omiso de aquella escena que indudablemente se estaba desarrollando en el salón, y seguía de pie tras los cristales contemplando el movimiento de transeúntes en la gran calle.

Aquello constituía para ella una gran distracción. Contemplaba con simpatía a las personas de porte franco y atrayente; reíase de otros de aspecto ridículo, entreteniéndose en buscar en su imaginación apodos que les cuadrasen; y seguía con mirada cariñosa a los niños, que cogidos de las faldas de sus madres, andaban con paso vacilante contoneándose con la timidez graciosa del polluelo al romper el cascarón.

Enriqueta, fijando sus ojos en la acera de enfrente, recordaba a Esteban Álvarez, que tantos días había invertido en pasear por ella esperando siempre una mirada furtiva, promesa futura de felicidad.

La joven se sentía invadida por una dulce tristeza. ¿Qué sería ahora de Esteban?

Hacía ya mucho tiempo que nada sabía de él. Desde el día en que su padre le hizo prometer que olvidaría para siempre su amor, no había recibido ya ninguna carta del capitán ni cruzado con él la menor palabra.

Su padre y su hermana habían formado en torno de ella una muralla infranqueable sobre la que se estrellaban todos los esfuerzos que hacía el capitán por protestar amorosamente contra aquel inesperado rompimiento.

Varias veces al ir con el conde al teatro o a una fiesta del gran mundo, bajando de su coche, había visto a Esteban entre la gente lanzándole una mirada interrogante mezcla de amor y de reproche, pero la joven herida por la vergüenza y el remordimiento, ruborosa con el recuerdo de la ingratitud con que había tratado a aquel hombre, bajó siempre la cabeza y escudándose en su padre huyó ligera.

Después de la vigilancia de la baronesa y la promesa hecha al padre Claudio al pie del confesonario, y en un momento de exaltación mística, la habían alejado moralmente más aún de su antiguo amor.

Pero en aquella tarde, por un fenómeno de su alma, sentía renacer con fuerza su antigua pasión y gozaba recordando todas las dulzuras experimentadas en las gratas mañanas del Retiro, cuando en vez de encontrarse bajo la irritante vigilancia de la baronesa estaba bajo la protección de la cariñosa y condescendiente Tomasa.

Enriqueta estaba arrepentida de su debilidad y se lamentaba de haber cedido por cariño a las indicaciones de su padre, y por terror a las del padre Claudio, perdiendo para siempre aquella pasión que tan feliz la hacía.

¿Quién sabe lo que a aquellas horas haría el capitán Álvarez? Tal vez la hubiese olvidado en vista de aquella carta cruel que ella le envió y hasta bien pudiera ser que ahora amase a otra joven más fiel y que supiera defender mejor su cariño.

Enriqueta pensando en esto, ya no miraba a la calle y de espaldas a los vidrios mirando al oscuro fondo del gabinete lloraba silenciosamente.

Ya no se oía ningún rumor en el salón inmediato. El padre Felipe acababa de irse, y la baronesa no tardaría en llamarla para decirle que se vistiera con objeto de ir como todos las tardes a las Cuarenta-Horas.

Esperando la joven que de un momento a otro se presentase su hermana en el gabinete, secábase ya apresuradamente las lágrimas y hacía esfuerzos para recobrar su serenidad, cuando un carruaje que apresuradamente bajaba la calle produciendo gran estrépito, paró repentinamente en el centro de la vía frente a la misma puerta de la casa.

Enriqueta miró y vio bajar de una berlina de alquiler al padre Claudio que entregando una moneda al cochero atravesó con gran prisa la calle y entró en la casa. La joven respiró con satisfacción. Aquella visita era muy oportuna, pues la libraba a ella del pesado tormento de fingir una completa tranquilidad ante los sagaces ojos de su hermana.

Comenzaba la caída de la tarde. En las calles los últimos rayos del sol doraban las puntas de las chimeneas de los tejados fronterizos, pero en las habitaciones se iba extendiendo esa penumbra de los rápidos crepúsculos del invierno.

Oyó Enriqueta cómo entraba en el salón el poderoso jesuita y casi al mismo tiempo, en la barnizada madera de la puerta cubierta en parte por los cortinajes surgió un punto de luz. Era que acababan de encender la lámpara del salón, cuyas ventanas cargadas de pesadas cortinas apenas si a mediodía dejaban pasar una semi luz que envolvía la vasta pieza de una claridad mística.

A los oídos de la joven llegó el eco de la voz del jesuita aunque sus palabras no podían determinarse, y prefiriendo volver a abismarse en sus recuerdos, apoyó su rostro en los cristales que producían una grata sensación de frescura en sus mejillas abrasadas por el llanto.

Un grito estridente, agudo, que punzaba los oídos, vino a sacarla de su abstracción.

Era Fernanda quien había gritado. ¿Qué sería aquello?

Y Enriqueta, conmovida por aquel grito que parecía haberle arañado en lo más hondo del pecho, se retiró del balcón y quedó indecisa en el centro del gabinete no sabiendo si ir a buscar la otra puerta para entrar en el salón o escuchar tras la que tenía más cerca y que estaba cerrada.

Al fin se decidió por lo último y aplicó un ojo a la luminosa cerradura.

Desde allí no veía al jesuita, pero distinguía bien a su hermana que, sentada en una butaca y con la cara hacia la puerta que ocultaba a Enriqueta, parecía víctima de un terrible espasmo.

Tenía impresa en el rostro una expresión de inmenso terror; sus ojos miraban con el mismo espanto que si contemplaran una visión horrible y todo su cuerpo estaba agitado por una nerviosa conmoción.

Enriqueta sintió miedo, y tal vez por esto se apresuró a retirarse del ojo de la cerradura, pero apenas se vio en el centro del gabinete, volvió a dominarla la curiosidad y entonces aplicó una oreja al luminoso agujero.

Estaba hablando el padre Claudio y en el timbre de su voz siempre tan seguro, demostraba ahora gran agitación.

—Pero ¡Dios mío!, cálmate Fernanda; no te entregues de tal modo a la desesperación. Piensa que si no sabes dominarte, te va a dar algún accidente y entonces el efecto será fatal, pues tu hermana, esa pobre niña, sabrá lo que por caridad debemos ocultarle. Yo te creía más fuerte y de saber que carecías de serenidad no te hubiese dado tan pronto la noticia. Vamos, llora, ¡llora que tal vez las lágrimas desahoguen tu pecho! No te detengas hija mía; sobre todo que Enriqueta no se entere de lo que pasa.

Enriqueta sentía tanto temor como curiosidad. ¿Qué noticia tan siniestra era aquello?

—¡Ay, padre mío! —dijo por fin la baronesa dando un suspiro ruidoso, que tenía mucho del estampido del tapón al saltar con el empuje de los oprimidos gases, e inmediatamente comenzó a llorar, acompañando su llanto con un hipo doloroso.

El padre Claudio nada decía. Esperaba sin duda para hablar que pasara el primer ímpetu de dolor en la baronesa.

Transcurrieron algunos minutos, que fueron para Enriqueta verdaderos siglos de angustia. Su curiosidad, tan vivamente despertada, se agitaba con el ansia de conocer aquel misterio.

Por fin la baronesa pareció calmarse y preguntó al jesuita con acento quejumbroso:

—¿Cuándo ocurrió la desgracia?

—Esta mañana, a las once. El conde, según dicen los empleados, al comprender que había sido encerrado en un manicomio, se entregó a un acceso de violenta locura, golpeándose e intentando derribar la puerta.

—¡Ay!, ¡pobre padre mío! —gritó la baronesa.

—¡Chist! Más bajo, hija mía. No grites tanto; piensa que puede oírte tu hermana.

Doña Fernanda reanudó su llanto silenciosamente, y el jesuita, después de una larga pausa, siguió hablando:

—Los empleados del manicomio oían desde fuera el estrépito que el conde producía derribando los muebles, golpeando la puerta y revolcándose en el suelo. Cuando se restableció el silencio, creyeron que el conde descansaba de su fatigosa ejecución; pero el estampido de un tiro vino a hacerles conocer la terrible verdad.

Se detuvo el padre Claudio como si se gozara en apreciar el efecto que producían sus palabras.

—Entraron inmediatamente en la habitación y vieron al conde de rodillas, con el pecho cubierto de sangre y una pistola en la mano. Por pronto que acudieron a quitarle el arma de la mano, ya tu padre se había disparado un segundo tiro en la sien y moría con la sonrisa en los labios, diciendo que ya tenía bastante. Ha sido una catástrofe horrible. Mira si el personal del manicomio quedaría impresionado, que hasta algunas horas después no ha pensado en noticiar el hecho. El doctor Zarzoso está aturdido por la desgracia, y cuando vino con Peláez a mi casa a participarme la fatal noticia, dijo que se consideraba falto de fuerzas para venir a relatarte lo ocurrido.

El padre Claudio cesó de hablar y lanzó en derredor una mirada de alarma. La baronesa notó aquella impresión.

—¡Eh!, ¿qué es eso, reverendo padre?

—Creía haber oído algo así como un suspiro o un lamento lejano.

La baronesa puso igualmente atención y los dos quedaron por algunos instantes silenciosos y aguzando el oído.

—No ha sido nada, reverendo padre. Alguna ilusión de sus sentidos. Estas catástrofes conmueven de tal modo, que hasta hacen ver visiones.

Enriqueta había oído perfectamente la terrible relación. Nunca se había imaginado que fuese ella capaz de tanto valor.

Era un verdadero golpe mortal saber de repente que aquel padre al que amaba con toda la fuerza de una pasión reciente y al que creía de viaje, acababa de morir en el fondo de un manicomio, habiendo sido antes despojado de su razón; pero a pesar de lo abrumadora que era la noticia, la recibió con valor, y ella, que se conmovía profundamente con la más pequeña desgracia, resistió con hercúlea firmeza la inmensa pesadumbre que caía sobre su corazón.

Aquella noticia, tal vez por su misma inmensidad dolorosa, no la conmovió tanto como era de esperar. Parecía que su inteligencia se negaba a creer aquella catástrofe tan inesperada como terrible.

Un rudo golpe en el corazón y una rápida y creciente debilidad en las piernas fueron todos los efectos físicos que en ella produjo la noticia en el primer momento. Pero después sus pulmones parecieron contraerse, agarrotados por una mano de hierro, le faltó aire que respirar y un gemido sordo fue subiendo y subiendo lentamente a lo largo de su garganta, saliendo al fin amortiguado de sus labios con la triste entonación del balido del inocente cordero cuando se ve próximo al sacrificio.

Aquello fue lo que oyó el padre Claudio.

Los oídos de la joven zumbaban, su cráneo parecía comprimido por un aro de hierro y sintió que el suelo la atraía y que sus piernas negábanse a sostenerla. Pero la alarma del jesuita y de la baronesa que habían quedado silenciosos y en acecho y un arranque propio de su carácter que tenía en ciertos momentos toda la inflexible energía del de su padre, la hizo sostenerse con un valor impropio de su edad y su sexo. ¡Qué! ¿Iba ella a desmayarse como una necia? ¿Iba a imitar a las damas del teatro que siempre caen desvanecidas al suelo en las circunstancias más críticas y en que más necesaria es su presencia de ánimo? No; ella escucharía ahora, y después daría rienda suelta a su dolor llorando al conde cuanto quisiera. Ahora lo importante era enterarse de aquella conversación que le revelaba desgracias inesperadas. ¡Su padre en un manicomio! ¿Cómo podía ser aquello?

Y sostenida por tal decisión siguió con el oído aplicado a la cerradura, haciendo esfuerzos por contener sus suspiros y librarse de aquella dolorosa angustia que hacía temblar sus piernas.

Resultaba sublime la energía de aquella joven hermosa y delicada. El carácter de Baselga estaba en ella así como en su hermanastra, la baronesa, sobrevivía el espíritu de Pepita Carrillo.

Cuando doña Fernanda y el jesuita se hubieron convencido de que no les espiaba nadie, continuaron su conversación.

La baronesa, repuesta ya de la emoción que le había producido el suicidio de Baselga, parecía más consolada. Su dolor era más bien hijo de la sorpresa que de un verdadero sentimiento. El padre Claudio sabía bien hasta dónde llegaba el afecto que doña Fernanda profesaba a su padre.

La baronesa sentía ya más curiosidad que dolor. Por esto se apresuró a continuar la conversación.

—Pero, padre mío, me resulta muy extraño el triste fin de mi padre. ¿Cómo pudo proporcionarse la pistola con que se dio muerte?

—Esto es lo que yo mismo me pregunto y lo que produce gran extrañeza en los empleados del manicomio. Nadie sabe cómo llegó a sus manos dicha arma, y lo más natural es creer que él la llevaba en el bolsillo siempre y que al hallarla después de su acceso de furor pensó utilizarla suicidándose. Era una pistola pequeña.

—Me parece haberla visto varias veces en la mesa de su despacho.

—Ha sido una gran desgracia que la llevara al ir al manicomio. ¡Si yo hubiera podido pensar esta mañana que la tenía en sus bolsillos, me hubiera apresurado a quitársela con cualquier pretexto!… ¡Oh, Dios mió! ¡Qué desgracia tan terrible! ¡Cómo nos aflige el Señor cuando menos lo esperamos!

La baronesa creyó del caso volver a sus gimoteos, aunque esta vez no fueron tan naturales y espontáneos como antes.

Enriqueta seguía escuchando.

La emoción que aquellas palabras le producían no podía compararse a la que le hizo experimentar la primera noticia que fue la más fatal; pero servían para exacerbar su dolor detallando el trágico fin de su padre.

El curso que tomó la conversación entre el jesuita y la baronesa, aún excitó más su curiosidad.

—¡Ha sido muy grande esta desgracia, hija mía! —continuaba el padre Claudio—. Pero no por esto debemos rebelarnos contra Dios, que todo lo dispone y lo dirige; cuando da a una de sus criaturas tan triste destino, sabe bien por qué lo hace. Llora la muerte de tu padre, ya que para un dolor tan justo y natural no son útiles los humanos consuelos; pero no olvides que Dios saca siempre el bien del mal, la felicidad de la desgracia, y que tal vez ha dispuesto esta catástrofe para facilitar los planes que tú ya conoces y que son para mayor gloria del Señor.

—¡Ah! ¡Nuestros planes!… —dijo la baronesa con aire de distracción.

—Sí, nuestros planes, hija mía, nuestros planes, que tú, sumida en tu dolor, pareces haber olvidado. ¿Acaso ya no piensas en que tu hermana abrace la vida religiosa?

—Nunca he desistido de ello.

—Pues por esto digo que tal vez esa desgracia que hoy nos aflige, sea para nuestro bien. ¿No recuerdas de qué modo tan terco se oponía tu padre a que Enriqueta fuese monja?

—Sí, era inflexible en este punto, y con tal de que mi hermana no entrase en un convento, prefería lanzarla al gran mundo y pasearla por esos salones donde sólo se aprenden pecados.

—Debemos llorar la muerte del conde, mas no por esto hemos de dejar olvidado nuestro asunto que tanto interesa a Dios. Es preciso que aprovechemos los momentos y que decidamos a Enriqueta a que entre en el convento. Tal vez la reciente desgracia contribuya a alejarla del mundo para siempre; además, tenemos la promesa que me hizo en confesión y de la que ya te hablé.

—Sí, padre mío. Es preciso que aprovechemos la ocasión y decidamos a Enriqueta a que abrace el estado religioso. Yo me comprometo a alcanzar su definitivo consentimiento dentro de pocos días.

—No creo que ella presente gran resistencia.

—Creo que así será. Pero aunque se resistiera… ¿Acaso no mando yo en ella? ¿No soy su segunda madre?

Y la baronesa decía estas palabras en son de amenaza, dando a entender de lo que era capaz para domar una voluntad rebelde.

—Seguramente —dijo el jesuita— lograremos ver realizados nuestros planes. Ya no tenemos obstáculos. Convéncete, hija mía, de que aún tendremos que dar gracias a Dios por haber dispuesto de un modo tan trágico de la vida del conde.

Enriqueta ya no oyó más.

Adivinaba en aquella conversación algo que le causaba inmenso terror. El extraño e inesperado fin de su padre hacíala pensar si éste sería obra de una traición premeditada. En su cerebro surgía y se agrandaba la sospecha de que el padre Claudio podía tener su parte en aquella catástrofe.

Las palabras amenazantes y proféticas que había pronunciado al confesarla en la Colegiata de San Isidro, renacían en su memoria como pruebas acusadoras contra el poderoso jesuita. Recordaba aquella afirmación de que los poderes celestiales anulaban a todos cuantos se oponían a su voluntad, asegurando que el conde sería castigado si se negaba a permitir que su hija entrara en un convento.

Enriqueta, envuelta en las sombras crepusculares que habían invadido el gabinete, sentía miedo. No creía que el padre Claudio hubiera influido directamente en el triste fin del conde, pero se imaginaba ya al jesuita como un ser terriblemente poderoso y sobrenatural que sólo necesitaba mirar con indignación a una persona y desearle la muerte para que inmediatamente la fatalidad acudiese en su auxilio exterminando al ser odiado.

La oscuridad que rodeaba a la joven, el lúgubre silencio de aquel gabinete solamente interrumpido por el rodar de algún carruaje que con su estrépito conmovía sordamente las paredes, las lúgubres imágenes que en su cerebro evocaba aquella terrible revelación y el desfallecimiento creciente que de su cuerpo se apoderaba y que aún hacía mayor el miedo, obligaron a Enriqueta a salir de allí.

Temblorosa, con paso vacilante y casi sin darse cuenta de lo que hacía, salió del gabinete la joven con dirección a su cuarto evitando el tropezar con los muebles.

El jesuita y la baronesa seguían hablando de la vocación religiosa de Enriqueta y del entusiasmo místico de su hermano Ricardo, que prometía ser un excelente soldado de la Compañía de Jesús.

Cuando la joven llegó a tientas a su cuarto, sin darse cuenta exacta de lo que hacía encendió una bujía y cerró con llave la puerta.

Después, desalentada, inerte y como si la vida se escapara de su cuerpo, dejóse caer como un cadáver sobre su blanco lecho.

Un suspiro angustioso levantó su pecho y rompió por fin a llorar. Tenía necesidad su espantoso dolor, tan firmemente detenido, de tal desahogo físico y por esto Enriqueta permaneció más de una hora inerte, sin pensar en nada ni dar otras muestras de vida que aquel llanto incesante y sin término que parecía una verdadera fuente de lágrimas.

Pasó mucho tiempo antes de que Enriqueta, algo aliviada de aquel dolor que le producía una angustia asfixiante, se diera cuenta de dónde estaba.

Cuando pudo reflexionar y su razón ya fría y despejada recordó cuál era la desgracia que la había sumido en tal postración, su dolor volvió a renacer aunque más punzante y vivo.

Se sentía anonadada por aquella desgracia inmensa y pensaba en su padre con la misma viveza de pasión que si se tratara de un amante. Había conocido demasiado tarde el verdadero carácter de aquel hombre tan adusto exteriormente como cariñoso y tierno en la intimidad, y esto contribuía a aumentar su desesperación. ¡Morir cuando ella casi acababa de encontrar en un ser, misantrópico y terrible, un verdadero padre!…

Enriqueta, con la mirada fija en la pared y siguiendo la inquieta danza de sombras que arrojaba sobre ella la vacilante luz de la bujía, permaneció mucho tiempo con todo el aspecto de una sonámbula.

Un ruido que resonó en todo el cuarto la sacó de su ensimismamiento.

Llamaban a la cerrada puerta y la voz de la baronesa preguntaba:

—¡Enriqueta!, ¡niña mía! ¿Qué haces? ¿Estás enferma?

La joven dudó en contestar, pero por fin, siguiendo instintivamente el hábito de disimular y mentir que había inspirado aquella educación monjil, contestó:

—Me encuentro bien. Déjame tranquila, Fernanda. Estoy rezando.

—Bueno pues reza. Ya nos veremos a la hora de cenar.

Alejose la baronesa y Enriqueta continuó en la misma posición y con la mirada fija en la pared.

La presencia de su hermana había cambiado repentinamente el curso de sus pensamientos y ahora su actual situación se le aparecía con terrible claridad.

Sin el poderoso apoyo que encontraba en su padre, sometida por completo a la voluntad de su irascible hermana, iban a obligarla a que entrase en un convento y serían infructuosos cuantos esfuerzos hiciese por resistirse. Ella no quería ser monja. La elocuencia artificiosa del padre Claudio la había arrastrado en un momento a prometer que entraría en el claustro; pero ahora no estaba dispuesta a tal suicidio.

Además, sin que ella pudiera explicarse el porqué, sentía gran repugnancia al pensar en la baronesa y su director el jesuita. Parecíanle dos miserables de la peor especie, y aun cuando no tenía ninguna prueba, empeñábase en considerarlos como los autores del trágico fin de su padre, como los que le habían empujado a acabar de un modo tan horrible con su vida.

El hallarse su padre encerrado en un manicomio en el instante de morir producíale grandes reflexiones. ¿Qué locura era la suya? ¿Cómo ella que vivía al lado de su padre no se había apercibido de nada? ¿No podía ser todo el resultado de una diabólica maquinación de Fernanda que nunca había querido a su padre? ¿Y por qué aquel empeño tan tenaz de procurar su salvación eterna, metiéndola en un convento? Enriqueta, atropelladamente y sin la menor hilación, hacíase todas estas preguntas, y aunque a ninguna de ellas sabía responderse satisfactoriamente, en el fondo de su pensamiento siempre quedaba latente la sospecha de que allí mismo, en aquella casa estaba la verdadera causa de todas las desventuras que caían sobre la familia.

El porvenir aparecíase a la joven sombrío y execrable. Ella podría resistirse a los mandatos de su hermana, podría negarse tenazmente a obedecerla y a entrar en un convento, pero su vida sería un verdadero infierno y tendría que sufrir toda clase de castigos. Recordaba aquella escena violenta ocurrida el día en que la baronesa descubrió su correspondencia amorosa con el capitán Álvarez, y aún le parecía sentir en su rostro el escozor de los golpes de su fiera hermana.

Aquella beata, era capaz de todo cuando su voluntad encontraba obstáculos.

Estremecíase de terror al pensar en su porvenir de huérfana sometida a la autoridad de una hermanastra que siempre la había odiado.

Lo futuro se le aparecía como un mar de sombrías ondas poblado de horribles monstruos; pero sobre aquellas aguas oscuras, infectas y mugiente, su imaginación le hacía ver una isla de luz en la cual erguíase la figura de un ser amado, del único protector que le quedaba y que estaba aguardándola con los brazos abiertos.

Ella podía llegar allí. Todo consistía en un esfuerzo supremo. Bastaba un momento de decisión para salir del lóbrego mar de su existencia futura y poner el pie en aquella isla de esperanza.

Permaneció Enriqueta mucho tiempo sentada en su lecho y con la cabeza inclinada, entregándose a una lucha interna y tempestuosa que agitaba su pensamiento de un modo horrible.

Varias veces se levantó con la expresión del que adopta una resolución desesperada, y otras tantas volvió a arrojarse en el lecho, pálida, desalentada y mirando con terror a todas partes como asustada de sus propios pensamientos y de algún poder oculto que la retenía prisionera en aquella habitación.

Por fin, levantó la cabeza con arrogancia como si desafiara a ocultos escrúpulos que la martirizaban, y plantándose en el centro de la habitación, miró en derredor como si fuera a hablar con las sombras de los rincones.

—Me iré;, me iré —murmuró—, ¿por qué he de quedarme aquí? ¿Tengo a alguien que me quiera?

Y lentamente, sin precipitación ni alarma, sacó de su ropero un vestido negro y se lo puso. Echose a la cabeza una mantilla de tupido velo, colocó éste sobre su rostro y abrió con precaución la puerta, evitando el chirrido de la cerradura.

Deslizose por las oscuras habitaciones tan silenciosamente como una sombra, y al pasar cerca de un gabinete escuchó la voz de la baronesa que hablaba con toda la servidumbre, dándole instrucciones sobre el modo como debían observar el luto por la muerte del dueño de la casa, recomendándoles que por aquella noche nada dijeran a la Señorita, pues ya se encargaría ella de hacerle saber al día siguiente la fatal noticia.

En la antecámara no encontró Enriqueta a nadie, y bajando rápidamente la escalera pasó con no menor celeridad por delante de la portería, en cuyo interior el obeso conserje estaba muy ensimismado leyendo un folletín de Las Novedades.

Cuando la joven puso sus pies en la acera lanzó un suspiro de satisfacción, y bajando más aún su velo sobre el rostro, se alejó calle arriba con rápido paso, confundiéndose entre los transeúntes.

Dos mozalbetes, que caminaban en dirección contraria, al ver a la joven enlutada detuviéronse indecisos, y riendo la siguieron por fin, marchando junto a ella y hablándole con aire de calaveras.

Poco después dieron las ocho y una berlina de alquiler que bajaba la calle con paso tardo, paró frente a la casa de Baselga.

El portero abandonó su folletín y asomó la cabeza por la puerta de su habitación, viendo cómo sobre la acera discutía por cuestión de la propina el cochero de punto con una mujerona que llevaba agarrado con ambas manos un gran saco de noche.

Cuando la mujer entró en el portal y la luz del lujoso farol le dio en el rostro, el portero la reconoció inmediatamente.

Era Tomasa, la antigua ama de llaves.

XXVIII. DÚO DE AMOR

Desde las siete que el capitán Álvarez, fumando cigarrillo tras cigarrillo, estaba en su cuarto ocupado en escribir a la luz de un mezquino quinqué.

En fino papel de seda escribía con gran cuidado largas cartas que firmaba con un complicado garabato y que iban dirigidas a otros tantos nombres simbólicos sacados en su mayoría de la antigua historia romana.

Aquello olía a conspiración y los párrafos numerados que formaban aquellas cartas debían ser instrucciones dirigidas a los conjurados.

Así era, efectivamente. Álvarez, que era el secretario de la Junta Militar Revolucionaria, había recibido del general Prim, aquella misma tarde, una minuta encargándole sacase copias en la forma acostumbrada y las remitiera, por el sistema de comunicación que los conspirados habían establecido, a todos los compañeros de provincias que estaban dispuestos a desenvainar su espada contra la reacción imperante.

Álvarez cuando escribía fumaba automáticamente, sin darse cuenta del prodigioso número de cigarros que consumía; y en torno de su persona formábase una espesa nube de humo que empañaba la luz del quinqué y envolvía todos los objetos de la habitación en una vaguedad brumosa.

Nada molestaba tanto al capitán como ejercer de amanuense copiando un sinnúmero de veces las mismas palabras. Su imaginación se rebelaba contra aquella monótona y embrutecedora tarea, y como su memoria a las pocas copias retenía ya todo el contenido del original, podía entretenerse silbando y canturreando mientras la fina pluma corría diligente sobre el tenue papel.

Tenía ya escritas el capitán cerca de la mitad de las copias encargadas, cuando en la cerrada puerta del cuarto sonaron dos discretos golpes.

Álvarez levantó la cabeza con cierta alarma, instintivamente puso su mano sobre los papeles y gritó enérgicamente:

—¿Quién va?

—Soy yo, mi capitán —contestó la voz algo bronca de Perico, su asistente—. Ahí fuera le buscan a usted.

—¿Quién es?

—Una señora vestida de negro,

—¿La conoces?

—No, mi capitán. Lleva el velo echado a la cara. Dice que le es muy urgente hablar con usted.

—Déjala pasar.

Y el capitán se levantó a abrir la puerta, volviendo después a su mesa para ocultar las copias bajo un montón de libros.

—Pase usted, señora —dijo el asistente—. En esa habitación está el capitán. Cuando éste miró a la puerta vio en ella a una muchacha de gallarda figura con el rostro velado.

El nebuloso ambiente de aquella habitación parecía turbarla y permanecía inmóvil en la puerta sin atreverse a avanzar un paso.

El capitán creía ver brillar bajo aquel velo unos ojos fijos en él.

—Pase usted, señora —dijo con galante acento—. Pase usted y tome asiento. Dispense el desorden de esta habitación. Ya ve usted, en mi estado nadie es, por lo regular, un modelo de arreglo.

Y Álvarez se esforzaba en aparecer galante y ofrecía a la desconocida un sillón viejo y descosido, que era el mejor asiento que tenía en su cuarto.

Avanzó aquella mujer, y antes de sentarse, echó atrás su velo, diciendo con voz dulce y tímida:

—Soy yo.

El capitán Esteban Álvarez no supo hasta aquel momento lo que era experimentar una de esas sorpresas en que lo inverosímil se convierte en real.

Retrocedió como si se encontrara en presencia de una visión, y mirando con ojos de espanto a Enriqueta, sólo supo decir:

—¡Tú!… ¿pero eres tú?

Reinó un largo silencio. Enriqueta estaba con la vista fija en el suelo, como avergonzada de su atrevimiento, al llegar hasta allí, y el capitán la contemplaba con ansia. Después de una ausencia para él tan larga, sus ojos tenían hambre de contemplar al ser querido.

Estaba hermosa como siempre; pero la expresión dolorosa impresa en su semblante y las huellas que en éste había dejado el llanto, daban a su belleza tan esplendorosa un tinte ideal.

Los dos amantes permanecieron silenciosos. Enriqueta estaba avergonzada al verse en presencia del hombre amado, y el recuerdo de su injusto y cruel rompimiento la martirizaba ahora. El capitán se hallaba tan emocionado por aquella situación inesperada, que no sabía qué decir y parecía abstraído en la contemplación de Enriqueta.

Esta fue la que por fin rompió aquella situación embarazosa, levantándose del sillón y dirigiéndose a la puerta.

—Me voy —dijo con tímida voz.

Aquello hizo que el capitán recobrara la serenidad.

—¡Eh! ¿Qué es esto? ¿Dónde vas, Enriqueta?

Y avanzó hacia la joven, cogiendo con suavidad una de sus manos.

—Me voy, sí —continuó diciendo Enriqueta—. Veo que te molesto y que mi presencia te es embarazosa. Tal vez me hayas olvidado. Haces bien; ¡fui tan vil contigo cuando te escribí por última vez!…

Y la joven, llevándose una mano a los ojos, pugnaba por desasir la otra que cada vez oprimía más cariñosamente el capitán.

—No, ángel mío, no te irás —decía éste—. Después de tanto tiempo sin verte, ¿crees que voy a dejarte marchar hoy que apareces aquí como llovida del cielo? Vamos, reina mía sé razonable, siéntate otra vez, permanece tranquila. ¿Es posible que yo te olvide? ¡Si supieras cuánto he pensado en ti!…

Y Esteban, turbado por una dulce emoción, sin saber apenas lo que decía y dejando escapar palabras sin hilación, pero que respiraban profundo cariño, tiraba dulcemente de la mano de Enriqueta, conduciéndola al sillón en que la joven volvió a sentarse.

El capitán colocose junto a ella y estrechando sus manos entre las suyas, sintióse como embriagado por la mirada triste de la joven.

Otra vez no sabía qué decir; pero de pronto se le ocurrió pensar en lo extraña que era la aparición de Enriqueta, y se fijó en su semblante de aflicción.

—¿Pero qué te sucede, ángel mío? ¿Cómo es que has venido aquí? ¿Qué misterioso encanto es éste? Di, ¿qué te ocurre? Yo soy tu amante, tu esclavo; di lo que quieres, para qué me necesitas e inmediatamente te obedeceré.

Álvarez sentía un entusiasmo sin límites. Aquella inesperada aparición tenía mucho de novelesco y él, creyendo adivinar una aventura prodigiosa, se sentía capaz de los mayores esfuerzos y adoptaba un tono caballeresco. Todo lo había olvidado, las órdenes del general, la conspiración y la tarea que todavía le quedaba por hacer.

Enriqueta, al escuchar aquel ofrecimiento ingenuo, lanzó una dulce mirada de agradecimiento a su amante, y murmuró:

—¡Cuán bueno eres, Esteban!

—Pero di, ¿qué te sucede?

Aquella pregunta sacó a la joven de la felicidad que sentía entregándose a la contemplación de su amado, y la arrojó en la horrible realidad. Una densa palidez veló su rostro, y sollozando dijo al capitán:

—Mi padre ha muerto esta mañana.

Álvarez experimentó una terrible impresión. Todo lo esperaba menos aquello, y su asombro subió de punto cuando la joven le fue relatando que el conde había sido conducido a un manicomio y cómo ella había oído horas antes la conversación de la baronesa con el padre Claudio.

Aquella espantosa tragedia pasmaba al capitán a pesar de ser hombre incapaz de impresionarse por el terror.

Después la joven, siempre sollozando y con voz balbuciente, interrumpiéndose muchas veces y volviendo a hablar cuando el capitán se lo rogaba con cariñosas palabras, expuso la idea que la había arrastrado hasta allí.

Ella no quería ser monja. Por cariño a su padre había escrito aquella malhadada carta que produjo el rompimiento de sus relaciones amorosas y de la que tan arrepentida estaba, pero ahora que su padre no existía, ella quedaba libre de sus compromisos, no tenía ya por quien violentar su pasión ni sacrificarla, y venía a buscar su amor huyendo de su hermana y del poderoso jesuita, de aquellos seres tétricos que le causaban terror, sin poder explicarse el porqué.

Ella era una huérfana desamparada que veía su libertad en peligro y corría a ponerse bajo el amparo del único hombre que la amaba y podía protegerla.

Y al hablar así interrogaba con triste mirada al capitán, como temerosa de que aquel hombre no la amara ya y la abandonase a su triste suerte.

—¡Oh, sí!, ¡pobre Enriqueta mía! Yo te protegeré. Descuida; tu hermana y todos los jesuitas juntos no lograrán meterte en un convento; me basto yo para todos.

Y Álvarez levantaba con arrogancia su cabeza como si tuviera enfrente a toda la Compañía de Jesús y la desafiara con sus ojos.

Tan grande era la fe que le inspiraba su amor, que no veía en el porvenir obstáculo alguno; y él, pobre, humilde y sin otra protección que la que a sí mismo se pudiera proporcionar, creíase capaz de vencer a aquellos poderosos enemigos que perseguían a Enriqueta.

—Has hecho bien, vida mía, en venir a buscarme. No entrarás en un convento y vivirás eternamente conmigo. Serás mi esposa. Tu hermanastra ya sabemos que se opondrá; pero como ella desea hacerte monja y tú antes que entrar en un convento quieres unirte al hombre que tanto te ama, es seguro que saldremos vencedores a pesar de la ayuda que prestará a la baronesa ese padre Claudio, redomado perillán que un día me ofreció su protección y ahora conozco es uno de nuestros más temibles enemigos. Yo no conozco las leyes, pero ¡qué diablo!, algo habrá en ellas que se pueda aplicar al presente caso y que libre a una huérfana de las persecuciones de esa gentuza devota que sin duda al preocuparse tanto de tu salvación eterna va en busca de tus millones.

Enriqueta sentíase dominada por la optimista confianza que demostraba su amado y comenzaba ya a tranquilizarse.

Se felicitaba de su enérgica resolución que la había arrastrado allí y creía que en adelante no tendría que luchar con nadie. La ley protegería sus amores, se casaría ella con el capitán y serían eternamente felices. Era aquello un cuento de color de rosa que Enriqueta se relataba a sí misma allí en su imaginación.

La joven, acariciada por tales ilusiones, comenzó a considerarse ya como en su propia casa, en un nido de amor fabricado por ellos para ocultar al mundo los arrebatos de su pasión, y librando sus manos de las del capitán que las oprimía cariñosamente, quitose la mantilla y después de colocarla doblada sobre una silla, volvió a ocupar aquel sillón con una graciosa majestad de dueña de casa.

Álvarez la contemplaba embelesado, y al ver en su propia habitación en aquel desarreglado cuarto de soltero, a la misma a quien algún tiempo antes sólo veía furtivamente bajando de su coche en el vestíbulo del Teatro Real o a la puerta de algún palacio donde se verificaba una aristocrática fiesta, dudaba que aquello fuera verdad y hacía esfuerzos de pensamiento para convencerse de que estaba despierto.

Enriqueta, tranquilizada ya, paseaba su vista por la habitación fijándose en todos los detalles, con esa complacencia que inspira lo perteneciente al ser amado.

Aquel nido de amor resultaba bastante desarreglado y tenía demasiado humo. Varias veces tosió por no poder respirar bien en una pesada atmósfera que olía a tabaco.

—Abriré, vida mía —dijo el capitán dirigiéndose al cerrado balcón—. Debe incomodarte el humo del cigarro.

—No, no abras. Fuma cuanto quieras. Me parece, envuelta en este humo, que estoy rodeada de ti por todas partes.

Enriqueta decía la verdad. Todo lo que era de aquel hombre al que tan injustamente había abandonado y al que amaba ahora con un recrudecimiento de pasión, agradábale en extremo; le parecía un avance en su intimidad y por esto aquel humo que producía grande molestia en sus pulmones, parecíale a su imaginación grato perfume que causaba vértigos de placer.

Los dos amantes, con las manos cogidas, las miradas fijas y embriagándose con sus alientos, entregábanse a esa charla insustancial, del amor, compuesta las más de las veces por palabras estúpidas, pero que despiertan hondo eco en el corazón.

Ambos sentían verdadera ansia por saber lo que había sido del otro, durante el tiempo que permanecieron alejados.

Enriqueta, con graciosa ingenuidad, pedía cuentas al capitán sobre su conducta en dicho tiempo y contrayendo lindamente su entrecejo con cómico furor, le preguntaba cuántas novias había tenido desde que ella accedió a escribir aquella maldita carta por satisfacer a su padre.

Esteban, por su parte, la asediaba a preguntas sobre el género de vida que su hermana le había hecho sufrir desde el rompimiento amoroso; interesábale también saber cómo ella había llegado hasta allí, y escuchaba con atención el relato de Enriqueta, verdadera odisea callejera que comprendía desde que salió, loca de dolor, de su elegante vivienda hasta que entró en aquella modesta casa de huéspedes.

Enriqueta había sufrido mucho en aquella peregrinación por las calles de Madrid, que nunca había corrido sola. Recordaba la calle y el número de la casa donde vivía Álvarez por habérselo oído a éste y a Tomasa en varias ocasiones pero no sabía a punto fijo a qué lado de Madrid se hallaba; y conocedora únicamente de las principales vías de la capital, vagó sin rumbo fijo y sin darse cuenta de lo que hacía, antes de que se le ocurriera rogar a un viejo guardia que la orientara.

Para hacer mayor su desdicha, estaba en las primeras horas de la noche, el momento en que el vicio levanta todas sus esclusas y lanza en plena sociedad tropeles de desgraciadas, pasto cotidiano de las virtudes hipócritas. Su aspecto misterioso de enlutada joven, con el rostro cubierto, hacia que se fijaran en ella con marcada predilección los transeúntes, y dos mozalbetes la siguieron mucho tiempo, asediándola con infames proposiciones y deslizando en su oído palabras cuyo solo recuerdo la hacía enrojecer.

¡Qué repugnante himno de obscenidades, de insultos y de horribles proposiciones la había acompañado en su desesperada carrera por las calles de Madrid siempre en busca de aquel protector, de aquel hombre amado, que le parecía ahora más adorable, comparándolo con el tropel de lobos lujuriosos que le salían al paso! ¡Qué repugnancia le producían aquellos hombres, que ella desde su carruaje y a la luz del sol había visto siempre graves, estirados y con todo el aspecto de virtuosos incorruptibles! Estaba horrorizada y aceleraba su paso marchando siempre en la dirección indicada por el viejo guardia, y así, después de muchas vacilaciones y no pocos equívocos, consiguió encontrar la tan buscada casa te huéspedes, amparándose en ella como en un refugio contra la impudicia pública.

El capitán estaba admirado del valor y la energía de una criatura tan delicada y débil, y esto aumentaba su amor. Aquel hombre nacido para la guerra, sentía inmensa satisfacción ver que su futura compañera era tan fuerte como él.

Hablaban los dos amantes sin pausa alguna, como si temieran que acabasen sus existencias antes que ellos pudiesen decirse todo cuanto pensaban, y así transcurrió veloz el tiempo sin que llegasen a notarlo.

El cuc-cuc que la patrona de la casa tenía en lo que ella llamaba la gran sala, dio las diez.

—¡Cómo pasa el tiempo! —murmuró Álvarez.

Y después, como si quisiera reparar una distracción lamentable, dijo a Enriqueta:

—Pero tú no habrás comido. ¿Quieres algo? Habla con entera confianza, piensa que en adelante hemos de vivir juntos.

No, Enriqueta no quería nada, no sentía la menor necesidad; pero Álvarez creía que era una prueba de que la joven iba a quedarse allí y a no desvanecerse como las apariciones fantásticas de las leyendas, el que comiese algo, y mostró tal empeño, repitiendo varias veces lo que su asistente podría traer a aquellas horas, que al fin accedió a tomar una copa de Jerez con bizcochos.

Salió el capitán a dar sus órdenes al asistente, que muy preocupado por aquella visita extraña, estaba ya dos horas paseándose y atisbando cerca de la habitación.

Cuando Perico, un cuarto de hora después, entró con su botella de Jerez y su paquete de bizcochos, al ver a aquella linda señorita, experimentó una sorpresa únicamente comparable con la grotesca impresión que en el Don Juan sufre Ciutti sirviendo a la mesa, al verse ante la viviente estatua del Comendador.

Él conocía bien a aquella señorita, y al verla, se quedó inmóvil en la puerta, con un aire de admiración tan estúpido que aquella y el capitán no pudieron menos de reírse. Faltó poco para que la bandeja con su botella y sus copas se escapara de las trémulas manos de Perico.

—¡Qué!, ¿conoces a esta señorita? —dijo el capitán poseído de satisfacción infantil al notar el asombro que causaba en su asistente ver en el cuarto una mujer tan hermosa.

—Sí, mi capitán, la conozco. He visto muchas veces a la señorita, aunque de paso, cuando iba en busca de mi tía Tomasa.

Enriqueta sonreía complacida por aquella turbación respetuosa del sencillo muchacho.

—En adelante —continuó el capitán— has de considerarla como tu dueña y obedecerla en todo.

—Está bien, mi capitán —contestó Perico con la misma expresión que si recibiera una orden en el cuartel.

Salió el asistente muy preocupado por aquel inesperado suceso, y calculando únicamente la parte que le haría perder en el afecto de su amo aquel ser que se introducía en la inquebrantable sociedad formada por el señor y el criado.

El capitán sirvió a Enriqueta una copa de Jerez, en la que la joven apenas si mojó más de un bizcocho.

Pasada ya la primera impresión, la grata novedad que en su ánimo había producido la presencia del hombre amado y aquella intimidad protectora, volvían a su memoria los tristes recuerdos, y el suicidio de su padre la obsesionaba de nuevo, haciéndola en ciertos momentos arrepentirse de su audaz resolución.

Álvarez la veía palidecer y cómo de su rostro desaparecía aquella animación que tanto la hermoseaba poco antes.

—¿Qué tienes, vida mía? —preguntaba con ansiedad—. ¿Por qué esa tristeza?

Pero Enriqueta, con la cabeza inclinada, negábase a responder y por fin comenzó a llorar.

Aquel llanto desconcertó al capitán.

—Pero ¿qué te ocurre? —preguntó con angustia—. ¿Te incomoda algo? ¿He podido yo ofenderte?

No; ella no sentía el menor resentimiento contra él y bien lo demostraba estrechando cariñosamente sus manos. Era que los más tristes recuerdos le asaltaban, que su imaginación evocaba sin cesar el trágico fin de su padre y que a ella le parecía un crimen encontrarse en la misma noche, en una casa extraña, en una habitación cerrada y al lado del hombre a quien quería. ¡Cómo sufriría su honradez! ¡Qué dirían de ella al saberlo las gentes de su clase! ¿Y si su padre se levantara de la tumba y la viera en tal situación?

Y mientras la joven, después de decir esto con voz entrecortada por los suspiros, gemía y lloraba, el capitán hacía esfuerzos por alejar de su imaginación tan tristes ideas.

¿Por qué recordar desgracias que ya no podían remediarse?

Había que tener calma y despreciar lo que el mundo pudiera decir. Ellos se amaban, no tardarían en ser esposos y todas las murmuraciones acabarían muy pronto; el día en que los dos se unieran con el lazo del matrimonio. Para conquistar la felicidad, había que despreciar lo que las gentes pudieran decir en sus murmuraciones.

Además, él no pensaba oponer ningún obstáculo a la voluntad de su amada, ni quería que su honra sufriera en lo más mínimo. Si estaba arrepentida de su radical resolución, aún se hallaba a tiempo para remediar lo hecho; él lloraría su decepción, su dicha, que sólo había durado algunos instantes; pero se encontraba pronto a acompañarla a su casa, dejándola en poder de la baronesa.

El infeliz decía esto con el mismo desaliento del que se cree en plena felicidad y al despertar conoce que todo ha sido un sueño. Se estremecía de temor al pensar que Enriqueta pudiera aceptar su proposición alejándose de su lado para siempre, pero a pesar de esto, seguía valerosamente instando a su amada a que se decidiera, si es que sentía escrúpulos y permanecía violenta en aquel lugar.

La joven al oír el nombre de su hermana experimentó una reacción. ¿Volver a aquella casa para vivir en una guerra continua, ser martirizada, e ir por fin a encerrarse en un convento donde llorar un amor perdido voluntariamente? No, antes la deshonra y sufrir todos los mordiscos de la maledicencia social.

Y Enriqueta con un ademán indicó a su amado que no estaba dispuesta a salir de allí.

Aquello dio a Álvarez nuevas fuerzas para seguir persuadiendo a su amada, instándola a que desechase todos sus escrúpulos. ¿Por qué temer a su padre? Los muertos nunca volvían a este mundo, y además si el conde veía desde la tumba lo que a su hija le ocurría, tal vez se tranquilizara y durmiera mejor el sueño eterno contemplándola al lado de un hombre honrado que sabría protegerla. Esto siempre le satisfacería más que verla sometida a la dirección de la baronesa con su cohorte de jesuitas, que bien pudieran ser los verdaderos autores de su muerte.

Y al llegar aquí, Álvarez manifestó que, aunque carecía de pruebas, tenía la convicción de que doña Fernanda y el padre Claudio habían sido los que por sus fines particulares habían declarado loco al conde sin estarlo. ¿Quién sabe si su suicidio había sido hijo de la desesperación propia de quien con sano entendimiento se ve encerrado en un manicomio? El capitán se expresaba así únicamente por aumentar el odio que Enriqueta sentía contra la baronesa y el poderoso jesuita; ignoraba que aquello era la verdad de todo lo ocurrido.

Tanto se extremó Álvarez en desvanecer los escrúpulos de Enriqueta, que al fin ésta pareció más tranquila. Únicamente miró a su adorador con timidez, como si no se atreviera a formular una exigencia.

—¿Qué quieres? —dijo con acento apasionado Esteban—. Ordena lo que gustes que te obedeceré inmediatamente. Pide, vida mía… Pero no me abandones.

—Esteban —contestó la joven con gravedad—. Sé bien lo que el mundo dirá de esta audaz aventura, de la que tú no tienes culpa alguna. Pero aunque todos me injurien con sus murmuraciones, quiero tener mi conciencia tranquila. Me basta con ser honrada para ti, aunque a los ojos de los demás no lo parezca ¡Júrame por la memoria de mi padre que me respetarás, que no te acercarás a mí hasta el instante en que seamos esposos! Si no te sientes capaz de prestar este juramento, yo me iré inmediatamente.

—Te lo juro —se apresuró a contestar el capitán con solemne acento.

Él no había pensado ni por un solo momento aprovecharse de aquella desesperación de su amada que la arrastraba hacia él; era en todos sus actos un caballero y respetaba su amor lo suficiente para no mancharlo, valiéndose de los medios que le proporcionaban las circunstancias.

Hablaba el capitán con tal calor e ingenuidad, que la joven lo contemplaba con admiración, comparándolo interiormente con aquellos hombres que en la calle la habían insultado con infames proposiciones.

—Sí, alma mía —siguió diciendo el capitán—, juro respetarte y puedes descansar tranquila con la seguridad de que no intentaré nada contra ti. Mañana mismo comenzaré a ocuparme de nuestro casamiento; no faltará quien me ilustre sobre tal punto y pronto serás mi esposa. Yo no sé cómo se arreglan esta clase de asuntos, pero no he de descansar hasta dejarlo todo ultimado. Entretanto vivirás aquí, pero separada de mí. Dormirás en esta habitación, y yo ya pediré a la patrona que me coloque en otro sitio de la casa. Nuestra situación no es muy hermosa, pero ¡qué diablo!, todo se arreglará con el tiempo, y ya verás cómo un porvenir feliz nos compensa de todos los contratiempo actuales. ¡Si supieras cuán brillante porvenir me está reservado!

Y Esteban Álvarez, poseído de entusiasmo, dio a conocer a su amada todas sus gloriosas ambiciones que iba a ver realizadas después de la revolución que se estaba fraguando. El general Prim lo estimaba como uno de sus más inteligentes y atrevidos subalternos; la revolución tenía en él su más activo y audaz agente; estaba decidido a hacer heroicidades en la próxima lucha por la libertad; en una palabra, era un hombre que o dejaría su cadáver tendido a la puerta de su cuartel o llegaría a general muy joven.

Y Álvarez al hablar así estaba magnífico, con su mirada centelleante y sus nerviosos ademanes que delataban una gran agitación interior. Enriqueta seguía contemplándolo con admiración y sentía cierto orgullo al pensar que iba a ser esposa de un futuro héroe.

Ella, en su carácter de aristócrata de nacimiento, no comprendía bien aquello de morir por el pueblo, que en su limitado concepto era una masa de gentes desharrapadas y sin educación; no sabía lo que significaba la palabra democracia, que tantas veces repetía Esteban; pero en cambio le parecía muy bien que él fuese general dentro de breve plazo, y le lisonjeaba mucho la ilusión de que algún día podría presentarse en los salones del brazo del hombre amado, convertido ya en personaje ilustre, excitando la envidia de sus mismas amigas, que ahora tanto murmurarían contra ella al saber que había abandonado su casa para ir en busca de su amante.

Aquellas risueñas ilusiones sobre el porvenir, que aún aumentaba Álvarez con sus optimismos revolucionarios, contribuyeron a que Enriqueta comenzase a olvidarse de las tristes ideas que la obsesionaban momentos antes.

A los veinte años y sintiendo un verdadero amor, se desechan con pasmosa facilidad los pensamientos fúnebres.

Enriqueta, acariciada por aquella sinfonía de amorosas ilusiones, fue entrando en un período de restablecimiento moral. Sus ojos, amortiguados por el llanto, volvían a recobrar su hermosa brillantez y las mejillas se teñían nuevamente de un carmín pálido.

La momentánea alegría parecía devolverle algo de su vigor, y como si con esto se diera cuenta de las necesidades de su estómago, mojaba bizcochos en el Jerez que le servía su amante.

La conversación resultaba interminable, pues los dos se enfrascaban cada vez en embellecer su porvenir, presagiando la felicidad que les esperaba.

Así transcurrió veloz el tiempo sin que el capitán pensara en retirarse, como lo había prometido, ni Enriqueta se lo exigiera.

Era ya la una; en la solitaria calle sólo sonaba la estridente voz de algún vecino trasnochador llamando al sereno para que le abriera la puerta, y dentro de la casa se había extinguido ya todo ruido, pues la mayoría de los huéspedes acababan de entregarse al sueño.

Aquel silencio absoluto envolvía a los dos amantes en un misterio que les complacía, por dar a sus palabras cierto tono de solemnidad.

Enriqueta, después de las continuas crisis de dolor que había sufrido en pocas horas, se encontraba ahora decaída y cierta plácida languidez se posesionaba de todo su cuerpo.

Tenía los ojos abiertos y el rostro animado, pero las impresiones sufridas en aquel día dormitaban ya; sentía su cerebro embargado por un dulce sopor y, a través de un velo de color de rosa, veía a su amante que seguía hablando con creciente apasionamiento.

El amor, la hora y aquel misterioso silencio que los rodeaba contribuía a que la joven fuese perdiendo lentamente su dolorosa preocupación y olvidase qué serie de terribles acontecimientos la había arrastrado hasta aquel lugar.

Ella misma era la que soñolienta, inconsciente y sin preocuparse de lo que hacía, había apoyado un brazo en los hombros de Álvarez e inclinaba hacia él su encantadora cabeza, como atraída por el brillo viril de sus ojos y deseosa de oír sus palabras de más cerca.

Aquella situación iba tomando el aspecto de una noche de bodas, y ya no parecía la tranquila conversación de dos amantes a los que separaban recientes tristezas y un juramento de respeto.

Esteban, agitado por el contacto del brazo robusto y tibio, cuya satinada piel se notaba a través de la ropa, y embriagado por aquella atmósfera de sana y atráyente belleza que envolvía a su amada, sentía desvanecerse la fuerza de voluntad que poco antes poseía, y como un niño que, poco a poco, sin que se aperciba la madre, va acercándose a la golosina que acaricia, iba lentamente y sin cesar de hablar, llevando a sus labios aquella mano pequeña y suave, que al fin rozó con ligeros besos.

Enriqueta sonreía. Aquello le parecía natural. ¡Besos en las manos! Esto era lo mismo que ocurría en aquella novela de Joaquinito Quirós, que, por tener un epílogo moral y ser el autor amigo de la casa, era el único libro profano que le dejaba leer la baronesa de Carrillo.

La joven no hizo la menor resistencia, antes al contrario sintióse halagada por el homenaje y se creyó toda una heroína de novela al estilo de aquella Eulalia que ojerosa, pálida y siempre vestida de blanco, ejercía de protagonista en el soporífero libro de Quirós.

Aquel silencioso consentimiento de la joven, y su languidez marcada, excitaron la pasión de Álvarez que se mostró cada vez más audaz.

¡Adiós tristes ideas y formal juramento de respeto! El fuego de la juventud, el ardor de los cuerpos exuberantes de vida derrite las más firmes promesas.

Enriqueta no supo cómo fue aquello, pero despertó de aquel ensueño de amor que la acariciaba despierta, al sentir en sus labios una impresión ardiente.

Esteban la estrechaba entre sus brazos; Esteban la besaba en la boca con interminable frenesí.

Enriqueta se revolvió como una fiera herida y librándose de aquellos brazos que la oprimían cariñosamente, irguióse pálida, altiva y llevando en sus ojos la llamarada de la indignación.

Pero esta impresión no duró mucho tiempo. Vio casi a sus pies al capitán que parecía avergonzado y confuso por su arranque, y se sintió conmovida.

—¡Márchate! ¡Sal de aquí inmediatamente! —había gritado en el primer instante; pero al ver a Esteban en aquella actitud humilde y como pidiéndole perdón, se conmovió y las lágrimas asomaron a sus ojos.

Lloraba una decepción sufrida, la pérdida de una ilusión.

Ella había creído a Esteban un hombre diferente a todos, un ser incapaz de dejarse dominar por la pasión y firme hasta el punto de domar la carne y cumplir sus juramentos caballerescos; y ahora encontraba que era semejante a la vulgaridad de su sexo; un organismo que se sublevaba ebrio de pasión al sentir el contacto de un brazo femenil.

Enriqueta creía encontrarse con un ángel y se hallaba al lado de un hombre.

Desalentada por aquella decepción, profundamente ofendida por lo que creía un abuso de su situación, y llorando con el desconsuelo de ver que el protector sólo era un amante, se dirigió al fondo del cuarto sin saber lo que hacía y se dobló dejando caer su hermoso busto sobre la cama de Esteban.

Su hermoso rostro chocó con aquellas ropas, e inmediatamente sintió algo que la conmovió de pies a cabeza. Parecía como que sus músculos y sus venas estallaban, abriendo infinitos orificios por donde entraba algo extraño, punzante y embriagador, como esos licores fuertes que abrasan en la garganta, pero que provocan una feliz locura en el cerebro.

Era el olor del macho. Su organismo virgen, pero robusto y sanguíneo, abríase como la rosa que hace estallar sus rojos pétalos a las caricias del ardiente sol.

El sexo se rebelaba en ella con una fuerza incontrastable y parecía que de aquella cama surgía un vapor venenoso que se esparcía por sus venas como torrente de fuego.

Enriqueta se irguió loca, y llevando en sus ojos una extraña luz parecía una mujer fenicia poseída de la lujuriosa demencia de las fiestas de Adonis.

Álvarez seguía en el fondo de la habitación en actitud suplicante.

La voz trémula de Enriqueta le sacó de tal situación.

—Ven, alma mía. ¿Para qué resistir?… Ya que el mundo ha de hablar, que sea verdad.

Esteban corrió a ella.

¡Descansad en paz juramentos de respeto! Ahora podían hablar ya las lenguas maldicientes seguras de que por mucho que dijeran, ni Enriqueta ni Esteban las desmentirían.

XXIX. LOS PLANES DE QUIRÓS

A las diez de la noche salió Joaquinito Quirós del ministerio de la Gobernación.

Había esperado al ministro más de dos horas, por estar éste reunido con sus compañeros en Palacio, y cuando al fin llegó, retuvo al joven escritor católico otra hora larga, haciéndole que repitiera varias veces la delación, como si temiera que algún detalle importante quedase olvidado.

El alto funcionario despidió por fin a Quirós, a quien había tratado algo en los aristocráticos salones y le prometió hacer que el gobierno premiase con largueza sus servicios.

El escritor católico estuvo elocuente. ¡Oh! Él no hacía la delación únicamente por ser recompensado; sino que le impulsaban sus principios políticos y religiosos, su afecto inmenso a la virtuosa reina, su adhesión incondicional al gobierno, su amor a la causa del orden y del catolicismo, puesta en peligro por los picaros revolucionarios, su…

Y así siguió el hipócrita agente de los jesuitas, enjaretando mentiras y lugares comunes. Después de dejar sobre la mesa ministerial el papel en que estaban las señas del capitán Álvarez, y el domicilio donde se reunían los conspiradores, salió Quirós del despacho y aún pudo oír antes de atravesar la antesala, cómo el ministro daba órdenes para que fuesen llamados con urgencia su colega en la cartera de la Guerra y el gobernador de Madrid.

Cuando Quirós, pisando la gran acera de la Puerta del Sol, miró el reloj del ministerio y vio que eran más de las diez, púsose a pensar cómo pasaría la noche.

No estaba de humor para asistir a ninguna reunión aristocrática, pues le faltaba fuerza para vestirse y prefería pasar la noche de un modo más divertido que bailando con señoritas insufribles, que al fin y al cabo no habían de casarse con un pobre como él, o entreteniendo a las devotas mamás que lo consideraban como un juguete entretenido con sus puntas y ribetes de preceptor moral.

Ya estaba decidido lo que haría. Hasta medianoche se entretendría en un teatrillo por horas donde se representaban piezas bufas, con gran exhibición de pantorrillas, algunas de las cuales había manoseado con intimidad el escritor católico, y después iría a charlar hasta las primeras horas de la madrugada con los redactores de La Voz del Catolicismo, diario en el que publicaba de vez en cuanto artículos críticos, y en los cuales magullaba a todos los grandes hombres revolucionarios aún cuando éstos nunca llegaban a enterarse.

Cuando a medianoche salió Quirós del teatro, iba pensativo y malhumorado.

Aquel género escénico, punzante afrodisíaco que conmovía de lujuria a todo el público culto, sensato y conservador que ocupaba las butacas, no había conseguido divertirle como en otras noches.

Le preocupaba la idea de que a aquellas horas la autoridad estaba preparando la red para apresar al capitán objeto de su denuncia. Y no es que él experimentase compasión alguna. Lo único que le interesaba era la recompensa que le daría el gobierno, Y le era indiferente que aquel desgraciado militar fuese fusilado o cuando menos saliera para los presidios de África; pero no dejaba de causarle cierto escozor la idea de que había contribuido a la eterna ruina de un joven que como él, era pobre y trabajaba por conquistarse una posición.

El aventurero aristocrático, no podía evitar cierta simpatía a favor de aquel desconocido que audazmente y con riesgo de su vida buscaba el engrandecerse. Quirós no se sentía capaz de buscar la fortuna de un modo tan franco y peligroso.

Aquella preocupación era, pues, producto del espíritu de clase, y de la admiración que le inspiraba el valeroso desconocido.

Absorto en tales pensamientos caminaba Quirós, hasta que una sensación de frío le hizo volver en sí. Soplaba un vientecillo helado que punzaba la cara y el joven levantose el cuello del gabán al mismo tiempo que pensaba en la conveniencia de entrar en el café Suizo ya que se encontraba frente a él.

Con aquel frío no vendrían mal unas copitas de ron. Además, en aquel café siempre se encontraban algunas tertulias de compañeros, jóvenes periodistas que aunque liberales y poco afectos a la hipocresía, eran buenos muchachos y hacían pasar agradablemente el rato con sus chistes.

Quirós entró en el café y allí permaneció hasta las dos de la madrugada, hora en que se disolvió la tertulia. Aquella noche no estaban en el Suizo más que unos cuantos escritores de perversas ideas, mordaces hasta la crueldad que se recrearon tomándole el pelo al publicista católico, cuyas verdaderas costumbres conocían al dedillo.

El joven abandonó el café con un humor endiablado. El fastidio le perseguía y se encaminó a su querida redacción con la esperanza de pasar allí mejor el rato.

Cuando después de subir casi a tientas la mal alumbrada escalera tropezando con un aprendiz de la imprenta que se llevaba el último original entró en la sala común de la redacción, vio a sus compañeros enfrascados en una discusión que debía ser violenta a juzgar por el calor con que se expresaban.

—Aquí está Joaquín —dijo con alegría uno de los redactores al verle entrar—. Él es amigo de la casa y podrá ilustrarnos con su opinión mejor que nadie.

—¿De qué se trata? —preguntó con tono indiferente Quirós que esperaba ser consultado sobre alguna murmuración del gran mundo.

—Vas a hablarnos con franqueza —continuó el periodista—. ¿Cuál es tu opinión sobre lo del conde de Baselga?

El joven hizo un gesto de extrañeza.

—¿Y qué es lo que le ha ocurrido al conde?

—Vamos, hombre; no te hagas el lila y contesta. Éstos dicen que Baselga se ha matado en un momento de locura, y yo aseguro que ese suicidio ha sido preparado hábilmente por alguien. Es muy raro entrar en un manicomio y matarse inmediatamente.

—¿Pero el conde de Baselga se ha suicidado?

Quirós dijo esto con tal expresión de sorpresa que los periodistas se convencieron de que recibía por primera vez la fatal noticia.

¿Conque no lo sabía Joaquín a pesar de ser íntimo de la familia? Pues sí, señor; el conde se había suicidado aún no hacía dieciséis horas, y su hija, la baronesa de Carrillo, había enviado la esquela mortuoria para que la publicasen al día siguiente en la primera plana del periódico, y al mismo tiempo rogaba al director con una conmovedora cartita, que se ocupara con gran prudencia del suceso y defendiera el honor de la familia si algún diario indiscreto, a pesar de sus súplicas, se atrevía a decir que el conde habíase suicidado.

Quirós escuchaba con el mayor asombro aquellas noticias que le comunicaban sus amigos.

Su sorpresa no tenía limites, y en su interior surgía una sospecha que poco a poco iba adquiriendo certidumbre.

Él no quería mediar en la discusión de los periodistas y se negaba a decir si el suicidio había sido por voluntad propia y espontáneo o hábilmente preparado por enemigos; pero en su interior tenía ya la opinión formada y sentía cierto respetuoso temor al pensar en el padre Claudio. ¡Oh, gigantesco maestro! ¡Y con qué limpieza sabía barrer a un hombre del mundo cuando le estorbaba!

A Quirós no le cabía duda alguna de que en aquella tragedia había intervenido el diabólico talento del padre Claudio. Él no podía precisar la verdadera causa de aquel hábil crimen y los procedimientos de que se había valido el poderoso jesuita; pero presentía la verdad del hecho y veía el invisible brazo del padre Claudio moviendo la mano del conde que empuñaba la pistola suicida.

Las sospechas que le habían acometido al saber que a Baselga lo declaraban loco y que iba a ser conducido a un manicomio, volvían a reproducirse ya en su imaginación como hechos indiscutibles. Él tenía la solución del oscuro problema. La Compañía deseaba los millones de los hijos de Baselga, y era capaz el padre

Claudio de suprimir a cuantos se interpusieran en su camino.

Sentado junto a la gran mesa de la redacción, con la cabeza entre las manos, bajo la mancha de amarillenta luz de gas que arrojaba una gran lámpara con colgantes de percalina verde y dejando vagar su mirada por el montón de periódicos de provincias revueltos con tinteros y plumas, permaneció Quirós mucho tiempo entregado a sus pensamientos y arrullado por aquella discusión interminable que excitaba la bilis de los periodistas.

¿Qué haría él? Esto era lo que se ocupaba en reflexionar Quirós, pronto siempre a pensar en sus negocios aún en los momentos más difíciles.

Él había tenido ciertos planes en otro tiempo que después desechó por imposibles. Viviendo el conde, resultaba absurdo abrigar un pobre como él ciertas pretensiones acerca de Enriqueta; mas ahora, libre ya de tal estorbo y quedando la joven bajo la dirección de su hermana, tal vez pudiera lograr algo. Él se tenía por el hombre de confianza de la baronesa; sabía que ésta le apreciaba, y no era aventurado esperar algún éxito en sus pretensiones; pero… ¡maldición!, estaba en medio el padre Claudio, aquel diabólico jesuita a quien siempre encontraba obstruyéndole el camino y al que eternamente tendría que pedir permiso para intentar el menor avance. ¡No poder el librarse de tal servidumbre! ¡Verse obligado a no trabajar jamás por su propia cuenta y riesgo!

Pero Quirós no quería dejar pasar aquella ocasión, que parecía venírsele a las manos con la muerte del conde. Creía él que la fatalidad colaboraba con sus ambiciones y que sería una necedad imperdonable despreciar sus favores.

Adelante pues; ya se entendería con el padre Claudio cuando llegase el momento y buscaría el mejor medio de engañarlo si es que la baronesa acogía bien su plan. Ahora lo importante era tener de su parte a la hermana de Enriqueta.

Y pensando en esto se le ocurrió a Quirós cuán triste debía ser el estado de ánimo de doña Fernanda a aquellas horas.

Era una verdadera desgracia que él no hubiese tenido antes noticias del triste fin del conde. En aquella casa debía reinar la desolación y en tales instantes es cuando se conocen los amigos verdaderos. Su puesto desde aquella tarde estaba en la casa de Baselga al lado de la baronesa y de Enriqueta, prodigándoles cristianos consuelos. ¡Diablo! ¿Por qué habían tenido tan oculta aquella noticia? Él era un ser imprescindible en ciertas familias tanto en tas desgracias como en las alegrías. Por cosas menos importantes, por un casamiento o un bautizo, lo llamaban, lo consultaban y encargábanle las invitaciones, las formalidades consiguientes en los centros públicos y hasta el arreglo de la mesa, y ¡ahora que se trataba de una familia por la que tanto interés sentía, no encontraba hasta en aquel momento una buena alma que le avisara lo sucedido!

¡Cuánta falta haría allá para aliviar a doña Fernanda de las enojosas tareas de arreglar el entierro y demás formalidades! ¡Cómo hubiera él adquirido nuevo realce a los ojos de la baronesa que le consultaba continuamente sobre asuntos de las cofradías, encargándose de todas esas comisiones engorrosas que produce la muerte, en una familia del gran mundo!

Pero nada se había perdido; aún era tiempo de acudir, y apenas Quirós formuló tal pensamiento en su mente, púsose en pie.

¿Qué era tarde? ¿Qué resultaría extemporánea su visita? Mejor aún; así podría parecer espontánea e hija del cariño y doña Fernanda la agradecería más.

Quirós, sin despedirse apenas de sus amigos, abandonó la redacción y con paso apresurado dirigiose a la calle de Atocha.

Al llegar frente a la casa de Baselga detúvose algo cohibido al ver la oscura fachada en la que no se notaba el menor signo de vida interior.

De seguro dormían y su visita iba a resultar inoportuna en extremo.

Pero en Quirós la duda duraba muy poco y no era hombre capaz de retroceder así que adoptaba una resolución.

Empuño el pesado aldabón de bronce y dio un golpe no muy fuerte como si procurara atenuar su inoportunidad.

«De seguro, no me oyen», pensó Quirós al dar un golpe.

Pero con gran sorpresa oyó inmediatamente tardas pisadas en el portal; abrióse el postigo y el obeso portero sin otro traje que pantalones, camisa y bordados tirantes, apareció con la luz en la mano y tiritando de frío.

—¡Ah! Es usted, don Joaquín —dijo el portero después de cerrar el postigo tras el recién llegado—. Hace ya más de una hora que lo espero a usted. Suba usted en seguida, la señora baronesa lo espera con gran impaciencia. Hace ya más de una hora que el ayuda de cámara fue a buscarle a su casa. ¡Qué desgracias, Dios mío, qué desgracias! Cuando el diablo se mete en una casa, tarde sale.

Y el obeso portero expresaba con ademán trágico su desesperación, mientras subía la escalera alumbrando a Quirós.

Éste se sentía satisfecho y adquiría mayor confianza al saber que la baronesa se había acordado de él, mandando que lo llamaran. Por esto se felicitaba de su resolución que resultaba oportuna.

La baronesa recibió a su amigo en un gabinete que servía de antecámara a su dormitorio, y al verla Quirós, no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

Doña Fernanda tenía un aspecto de quebrantamiento que a los ojos del joven escritor demostraba la cruel y profunda impresión que en ella había producido la muerte de su padre.

Toda la casa estaba en conmoción, pues Quirós en las habitaciones exteriores había visto a los criados vestidos y prontos a acudir al servicio de la señora, aunque apoyándose en la pared o medio tendidos en los divanes de la antecámara, cabeceaban de vez en cuando, entregándose al sueño.

La baronesa, que contraía su rostro con una mueca natural e indefinible entre el dolor y la rabia, estrechó lánguidamente la mano que le tendía el joven con ceremoniosa aflicción.

—Baronesa, he venido sin perder tiempo, porque en estas ocasiones es cuando se conocen los verdaderos amigos.

—Gracias, Joaquinito. Ya sabrá usted mi desgracia en toda su extensión. En esta casa se repiten los sucesos tristes con una rapidez abrumadora.

—Efectivamente, baronesa. La muerte del conde es una desgracia…

—Pues ¿y lo otro? —exclamó la baronesa, interrumpiendo a su amigo. Este hizo un gesto de extrañeza, como preguntando qué era lo otro. La baronesa le comprendió.

—¡Cómo! ¿Usted no sabe lo ocurrido aquí esta noche? Pero ¡Dios mío!, ¡cuán loca soy! Usted no puede saberlo, pues ninguno de mis amigos, ni aun el padre Claudio tiene noticia de lo sucedido.

—Pero ¿qué ocurre, baronesa? ¿Otra desgracia después de la muerte del conde?

—Sí, Joaquinito. Mi hermana Enriqueta ha huido de casa esta misma noche.

Quirós aún quedó más asombrado al escuchar aquello que al saber el suicidio del conde.

Le resultaba el mayor de los absurdos la fuga de aquella joven tan humilde y recatada que él consideraba poco menos que tonta.

El inesperado suceso dejó absorto por mucho rato al joven, que vio por el suelo sus más risueñas ilusiones. Después de esto, resultaba imposible aquel magnífico proyecto de casamiento que le había de hacer rico y poderoso.

—¡Pero baronesa! ¿Cómo ha sido eso? —preguntó Quirós cuando se repuso de aquella primera impresión.

—¡Dios mío! ¡Si yo misma no puedo explicármelo! ¿Quién había de esperar semejante cosa de Enriqueta? Yo no puedo comprender qué idea ha enloquecido a esa muchacha hasta el punto de hacerla abandonar su casa.

—¿Sabe Enriqueta la muerte de su padre?

—No; es decir, yo creo que no, pues nadie en esta casa le ha hecho la menor indicación. Vea usted lo que ha sucedido.

Y la baronesa relató a Quirós la inmensa y dolorosa sorpresa que había producido en la casa la desaparición de Enriqueta.

Justamente a las ocho de la noche, había llegado de las posesiones que el conde tenía en Castilla, la antigua ama de llaves Tomasa, a la cual la baronesa seguía profesando un odio irreconciliable. Había hecho el viaje alarmada por cierta carta que una persona de la servidumbre (la doncella de la baronesa), le había enviado dando cuenta de la locura del conde, y acudía presurosa la sencilla aragonesa creyendo que con su presencia podía aliviar el triste estado de doña Fernanda.

Cuando Tomasa supo la desgracia que acababa de ocurrir, y la habladora doncella le hubo relatado el suicidio con tantos detalles como si lo hubiera presenciado, la pobre mujer que era ruidosa en extremo, tanto en sus alegrías como en sus tristezas comenzó a dar alaridos al mismo tiempo que sus ojos se cubrían de lágrimas.

El único deseo que manifestó en medio de su dolor fue ver a su señorita, a su querida Enriqueta, pero la baronesa se lo prohibió por no querer que su hermana conociera repentinamente el trágico fin de su padre. A la hora de cenar, doña Fernanda no se alteró al ver que su hermana no bajaba y dio a las once y media orden a toda la servidumbre para que fuera a descansar; pero entonces fue cuando la antigua ama de llaves antes de ir a recogerse en el cuarto de la doncella, se deslizó hasta la habitación de Enriqueta.

Momentos después volvió asombrada gritando que en el cuarto no estaba la señorita.

A la baronesa, según sus propias palabras, le dio un vuelco el corazón cuando supo que su hermana no estaba en el cuarto. Corrió a éste y al verlo vacío se lanzó con presteza por toda la casa llamando a gritos a Enriqueta.

Nada, el silencio más completo en todas partes; no había ya duda, Enriqueta habíase fugado de la casa paterna.

Cuando la baronesa, se convenció de aquella terrible verdad, su indignación no tuvo límites, y deseosa sin duda de hacer responsable a alguien de aquel suceso fijó sus ojos en Tomasa, cuya inesperada aparición ya le resultaba muy extraña.

Aquella mujer tenía, sin duda, su parte en la fuga, y por evitar responsabilidades había ido allí a hacer una comedia lamentándose de un suceso que con anterioridad conocía.

Doña Fernanda, presa de una terrible indignación, dirigiose contra Tomasa insultándola con soeces palabras; pero procuró no irse con ella a las manos como en otras ocasiones había hecho, pues recordaba aún los golpes que recibió el día en que el difunto conde hubo de separarlas a viva fuerza cuando se tiraban de los pelos por cuestión de los amoríos de Enriqueta.

Tomasa apenas si contestó a los insultos de la baronesa.

La muerte del conde y la fuga de su hija eran terribles noticias que la habían dejado atolondrada y por esto apenas si desmintió con algunas palabras a la procaz doña Fernanda.

La suerte de Enriqueta era lo que a ella le preocupaba, y únicamente pensaba en encontrarla aunque para ello tuviera que correr medio Madrid.

De pronto y cuando la baronesa más recrudecía sus injurias, Tomasa sonrió como si hubiese visto el cielo abierto. ¡Qué torpe era! ¡No habérsele ocurrido antes dónde podría estar Enriqueta!

Y apenas apareció en su imaginación la figura del amo de su sobrino, salió corriendo para su casa. Era entonces la una de la madrugada.

La baronesa, ante tan rápida fuga, se convenció más aún de que la vieja sirvienta tenía participación en aquel suceso que ella calificaba de rapto.

Deseosa de vengarse y de evitar el escándalo que produciría la fuga de Enriqueta al hacerse pública, quiso adoptar alguna resolución que hiciera volver a la fugitiva a su hogar antes que amaneciera.

Para doña Fernanda, no había duda sobre el lugar donde estaba su hermana. Desde el primer momento había pensado en aquel odiado capitán cuya correspondencia amorosa tan grande indignación le había producido, y la precipitada fuga de Tomasa había ratificado sus sospechas. Acudir a la policía en demanda de auxilio era el medio más apropiado para que el suceso se hiciera público y por esto la baronesa pensó en sus amigos más íntimos para encargarlos de la delicada misión de volver la joven a su casa.

Al principio pensó en el padre Claudio; pero hacer que despertasen a éste a altas horas de la noche era empresa difícil, pues el poderoso jesuita daba a los suyos severas órdenes para que no turbasen su descanso, y al fin, la baronesa pensó que sería mejor llamar en su auxilio al amable Quirós, y envió a un criado a su casa.

—Mucho ha tardado usted, Joaquinito —siguió diciendo la baronesa con precipitación—, pero aún es tiempo. Sobre todo no se entretenga usted. Piense que la honra de mi hermana va en ello. ¡Dios mío! ¡Cuánto agradeceré a usted cuanto haga en esta ocasión!

Quirós, que aún se sentía turbado por aquella inesperada noticia, no pudo menos de fijarse en lo mucho que aumentaría la simpatía de la baronesa hacia él si lograba devolverle a su hermana.

Además, por egoísmo, le interesaba mezclarse en aquel asunto. Si Enriqueta era de otro, todos sus más hermosos planes, que le hacían entrever un porvenir de grandezas, caerían inmediatamente faltos de base.

El joven estaba resuelto a hacer cuanto le mandara la baronesa, y así se lo manifestó con entusiasmo teatral.

—Pues bien —dijo doña Fernanda—, corra usted inmediatamente a casa de ese capitán donde indudablemente se encuentra mi hermana y tráigala usted sin reparar en medios. No vacile usted si ha de emplear la fuerza; ya sabe usted que tenemos buenos amigos.

—Está bien, baronesa. Voy allá inmediatamente. ¿Pero dónde vive ese capitán?

Doña Fernanda hizo un cómico gesto de admiración.

—¡Dios mio! ¡Cuan loca soy!… Pues no lo sé. Olvidaba que ignoro dónde vive el tal capitán.

—Esto no fuera obstáculo si el asunto no fuera tan urgente y tuviéramos más tiempo; pero conviene encontrar a Enriqueta antes del nuevo día, y esto es imposible no sabiendo el lugar donde se encuentra. ¡Si usted pudiera proporcionarme algún otro detalle! Por ejemplo, ¿cuál es el nombre de ese capitán?

—¡Oh! Eso sí que lo sé. Permítame que lo recuerde. Le llaman…, ¡ah!, ya me acuerdo. Le llaman Esteban Álvarez.

Únicamente por su gran fuerza de voluntad pudo evitar Quirós hacer un movimiento de sorpresa; pero a pesar de esto, murmuró con extrañeza y admiración:

—¡Esteban Álvarez!

—Sí, señor; ése es su nombre. Lo recuerdo perfectamente, pues lo leí en varias cartas que él dirigía a mi tonta hermana. Mientras yo estaba de viaje tuvieron ciertas relaciones, de la que esa Tomasa era cómplice. ¡Cosas de niños! ¡Tonterías ridículas que yo evité a tiempo!

El joven estaba pensativo. Preocupábale aquella extraña coincidencia. El que había delatado pocas horas antes para lograr un ascenso en su carrera, salíale ahora al paso como raptor de la mujer en que él cifraba su definitivo engrandecimiento.

Pero una súbita alarma desvaneció inmediatamente sus pensamientos. La policía caería de un momento a otro sobre el domicilio de Álvarez, tal vez estaría ya allí en aquel momento y Enriqueta sería detenida, haciéndose visible su deshonra y quedando complicada en una causa por conspiración que seguramente sería ruidosa.

El joven quería evitar tal desgracia, no porque le doliese la deshonra de la joven, sino porque tras un escándalo tan grande era ya imposible que él la hiciese su esposa, quedando dueño de sus millones.

Había que obrar cuanto antes y por esto Quirós se despidió de la baronesa diciéndole al salir:

—Descuide usted, antes que sea de día Enriqueta estará aquí. Podrá costarme encontrar el sitio donde se ocultan, pero yo daré con ellos.

—¡Adiós, Joaquinito! Que Dios le ayude y cuente usted con mi agradecimiento. Estos servicios no se olvidan nunca.

Cuando Quirós se encontró en la calle, el frío viento de la noche pareció refrescar sus ideas desvaneciendo la preocupación que en él había producido la noticia de aquella fuga.

Subía la calle de Atocha sin tener aún ningún plan formado y sin otra idea que ir a casa de Álvarez, cuyas señas había dado algunas horas antes en el Ministerio de la Gobernación.

Hacía el joven los mayores esfuerzos intelectuales por encontrar una idea que le gustase, y su cerebro sólo sabía producir disparates, por lo que se indignaba contra sí mismo.

La soledad lóbrega de las calles parecía reinar en su cerebro y sus pasos que resonaban con gigantesco eco sobre las desiertas aceras, repercutían en la bóveda de su cráneo como un taconeo incesante y diabólico.

Urgíale formar un plan antes de llegar al punto donde se dirigía y su inteligencia, siempre tan pronta a servirle, se mostraba ahora rebelde.

De repente Quirós encontró la solución a aquel conflicto en que se hallaba.

Si avisaba al capitán de la llegada de la policía y le incitaba a huir, fracasaba su plan, pues el gobierno no le daría recompensa alguna, y si dejaba que Álvarez cayese en poder de la autoridad se descubriría la falta de Enriqueta, en cuyo caso ésta sería objeto de la maledicencia social, y ningún hombre incapaz de romper con las públicas conveniencias se atrevería a solicitar su mano.

Él había ya adivinado el medio de salvar aquel conflicto.

—La combinación es infalible —se decía el elegante aventurero apresurando el paso—. Con tal que llegue antes que la policía lograré que el amante se escape, dejándome en depósito la dama. Después ya sabré yo arreglarme, y el temor al escándalo hará todo lo demás.

Y Quirós, halagado cada vez más por su plan, que conceptuaba magnífico, corría por las desiertas calles temeroso de llegar demasiado tarde.

En su interior sentía la sonrisa de la fortuna anhelada que, aunque tarde, llegaba por fin a favorecerle.

XXX. DESENLACE INESPERADO

La fiel Tomasa, al encontrarse frente a la casa donde vivía el capitán Álvarez, hubo de sostener una breve discusión con el vigilante de la calle, y desprenderse de una peseta para que le abriera el portal, y después pasó más de un cuarto de hora en la escalera tirando del cordón de la campanilla sin que ninguno de los durmientes en aquella casa acudiese a su llamamiento.

Por fin, oyó unos pasos pesados con acompañamiento de bostezos, y tras la consiguiente pregunta de «¿quién va?», dada por una voz soñolienta, abrióse la puerta apareciendo su sobrino Perico, casi en paños menores y alumbrándose con una candileja.

La sorpresa que experimentó el muchacho fue grande al ver a su tía, a quien creía lejos de Madrid, a una hora tan intempestiva.

Tomasa entró prontamente en la habitación, preguntando con ansiedad:

—¿Dónde están ésos?

—¿Quiénes son ésos, tía?

—¿Por quién he de preguntarte grandísimo tonto? Por tu señorito y mi señorita Enriqueta.

—¡Ah! Luego usted sabe… —exclamó con sorpresa el asistente.

—Yo lo sé todo —contestó Tomasa, interrumpiéndole—. Dime al momento dónde están.

—En su cuarto, tía.

—Pues llamémosles inmediatamente.

Y la vieja y su sobrino encamináronse a la habitación del capitán, cuya puerta golpearon repetidas voces.

Reinaba un silencio absoluto en el interior del cuarto y la mortecina luz del quinqué apenas si lograba disipar la densidad de aquella nebulosa atmósfera que lo envolvía todo en espesa penumbra.

Después de golpear muchas veces la puerta y de llamar Perico a su señor, éste se levantó abriendo aquella, aunque cuidándose de obstruir con su cuerpo la entrada.

Al ver el capitán a la vieja aragonesa, experimentó una sorpresa aún mayor que su asistente.

—¡Tomasa! ¡Usted aquí! —dijo como avergonzado.

—Sí, aquí estoy. ¿Dónde está la señorita?

No necesitaba hacer tal pregunta, pues dentro de la habitación sonó un suspiro ahogado y el ruido de un cuerpo al caer sobre la cama.

—¡Oh mi pobre señorita! ¿Qué le sucede? ¡Por Dios! Don Esteban, déjeme usted el paso franco o no respondo de mí.

Y la enérgica aragonesa, empujando ruidosamente al capitán, entró en la habitación. Enriqueta estaba allí tendida sobre la cama, inerte e inanimada como un cadáver.

La pobre joven había despertado de su delirio de amor al oír aquellos golpes en la puerta y notar que su amado se levanta para abrir.

Cuando la voz de Tomasa llegó a sus oídos, experimentó una emoción sin límites.

Toda la enormidad de la falta cometida aparecióse rápidamente en su imaginación; sintióse arrepentida y avergonzada, y el rubor pudo sobre ella lo que el dolor no logró alcanzar.

Tan vehemente era su deseo de ocultarse a los ojos de todos, tanto temía las acusadoras miradas de aquella antigua y cariñosa doméstica, que, después de incorporarse sobre la cama, cayó nuevamente en ella temblorosa y desalentada, sintiendo que rápidamente perdía la noción de su ser.

Aquel valor que la sostuvo al oír la relación del trágico fin de su padre y que la impulsó a abandonar su casa, faltábale ahora, quebrantada como estaba por la revelación de secretos de la naturaleza que hasta poco antes le eran desconocidos y por el remordimiento de su falta. El recuerdo de su padre y la consideración de que estando todavía caliente su cadáver, ella había perdido su honra en los brazos de un hombre, fue lo que produjo aquel desmayo, desvaneciendo los últimos resto de su energía.

Tomasa acudió inmediatamente en auxilio de su señorita a la que prodigó toda clase de cuidados.

Álvarez, en un extremo de la habitación, permanecía absorto y como avergonzado de su anterior conducta. La presencia de aquella vieja le llenaba de rubor, a pesar de que ésta no le había dirigido la menor recriminación.

En cuanto al fiel asistente había desaparecido para demostrar su discreción; pero andaba por las habitaciones inmediatas pronto a acudir al menor llamamiento.

Por fin volvió Enriqueta en sí, y al ver junto al lecho a su antigua doméstica prorrumpió en tristes lamentos y se abrazó a ella llorando copiosamente.

—Vamos, calma, señorita Enriqueta —dijo Tomasa con expresión bonachona—. No se entristezca usted tanto, pues al fin, lo mismo que usted ha hecho, lo hacen otras muchas y con menos motivo. Todo tiene arreglo en este mundo, y no es muy aventurado pensar que dentro de poco usted podrá pasearse del brazo de ese guapo mozo que ahí está, presentándose en todas partes como su legítima esposa. No se apure usted, señorita. ¡Quién sabe si todo esto que le sucede será por su bien! Tal vez sea el único medio de que usted se libre de aquella arrastrada baronesa.

Y Tomasa seguía consolando a su señorita, que bien fuese por las palabras de la animosa vieja o porque el dolor moral comenzaba a calmarse naturalmente en ella, recobró un tanto su tranquilidad.

Aquel lecho parecía quemarle, pues le recordaba su reciente deshonra, y pálida, ojerosa y quebrantada, se incorporó bajando de él apoyada en los hombros de Tomasa.

La embriaguez del amor se había disipado por completo y tanto Enriqueta como Esteban evitaban mirarse como avergonzados de su falta.

Transcurrió mucho tiempo sin que ninguno de los tres hablara; pero por fin, Tomasa rompió aquel silencio embarazoso.

—¡Vamos a ver! ¿Y qué piensan hacer ustedes? ¿Vamos a permanecer de este modo hasta el día del Juicio? Urge adoptar una resolución y es preciso que usted, don Esteban, que tanto sabe, nos diga qué será lo más conveniente. Aquella mujer —continuó aludiendo a la baronesa— está hecha un furia y es muy capaz de llamar a la justicia para que les eche el guante a ustedes, y esto… (y soltó un taco redondo como era su costumbre cuando se enfadaba), esto no lo puedo yo consentir. ¡Ver yo a mi Enriqueta tratada como una cualquiera! Vamos, don Esteban, diga usted algo; aconséjenos qué es lo que se ha de hacer.

¡Bueno estaba el capitán para dar consejos! Encontrábase aturdido por lo que acababa de sucederle, y los gozados placeres del amor, en vez de halagar su memoria, punzábanle como terribles recuerdos. Sin embargo, tenía que satisfacer las incesantes reclamaciones de Tomasa y por esto contestó:

—Yo creo que debíamos aguardar el nuevo día para hacer algo. A la madrugada nos presentaremos a la autoridad y Enriqueta quedará bajo su protección mientras yo sufriré todas las consecuencias. Yo creo que la ley nos apoyará y a su amparo nos uniremos para siempre.

Tomasa aceptó aquella proposición como otra cualquiera, pues con tal de que Enriqueta no volviera a casa de la baronesa cuyo genio conocía, todo le resultaba perfectamente bien.

Decidióse, pues, entre los tres, dejar que transcurrieran las últimas horas de la noche y sumidos en un embarazoso silencio, permanecieron cerca de media hora hasta que algunos vigorosos campanillazos en la puerta de la escalera, los sacaron de su abstracción.

Momentos después, Perico asomó prudentemente su cabeza, y dijo con gran alarma:

—Señorito, salga usted inmediatamente. Ahí fuera le busca un amigo. Salió el capitán muy extrañado por tal visita y en el comedor, que era una pieza inmediata, vio a un hombre envuelto en una capa andaluza.

La luz de la lamparilla que el asistente había puesto sobre la mesa y que apenas si conseguía trazar en aquella sombra un débil circulo de claridad, no dejaba ver el rostro del recién llegado; pero éste se adelantó diciendo al capitán:

—Soy yo, Esteban. Vengo de prisa y únicamente por hacerte un favor. Álvarez reconoció a su amigo el insustancial alférez Lindoro, vizconde del Pinar. Esto aumentó aún más su sorpresa.

—¿Qué te trae por aquí a estas horas? —Tu salvación, desgraciado. Mira, no pierdas tiempo, pues la policía va a llegar de un momento a otro, y si no quieres ir a Melilla o morir fusilado, debes poner inmediatamente pies en polvorosa.

—Pero ¿qué maldita broma se te ha ocurrido? ¿Qué es eso? ¿Por qué debo huir?

—Ya sabes, Esteban, que te conozco bien y hace tiempo que noto te encuentras metido en terribles compromisos. Si nada te he dicho es porque no quería meterme voluntariamente en tus líos; pero ahora que te veo en peligro, el compañerismo me arrastra a interferir en tus asuntos; conque escápate sin perder tiempo.

—Pero ¿por qué? ¡Explícate, por mil demonios!

—Pues bien; tú eres de los que conspiras con Prim y hasta creo que posees todos los secretos de la conjuración. Esto lo sabe el gobierno y a estas horas ya habrá dado orden para que te aprendan.

Al capitán Álvarez le pareció que el cielo caía sobre su cabeza y como si sintiera una necesidad imprescindible de protestar contra los sucesos, lanzó una terrible maldición contra la Providencia, capaz de hacerla palidecer de horror si es que realmente existiese.

¡Descubrirse sus trabajos revolucionarios, justamente cuando tan comprometido se hallaba en una aventura amorosa! ¡Verse obligado a huir teniendo a pocos pasos de allí a la desconsolada Enriqueta, que acababa de sacrificarle su honor!

El capitán se llevó las manos a la frente como si no pudiera con aquella fatalidad que sobre él caía.

El terror que mostraba en su rudo rostro aquel fiel asistente que mudo y sombrío presenciaba la conversación de los dos militares, demostraba a Álvarez lo terrible de su situación.

Sin embargo, el infeliz capitán, como todos los desgraciados, no se convencía por completo de su infortunio y se asía a un rayo de esperanza con la tenacidad desesperada de un náufrago.

—¿Pero cómo sabes tú eso? ¿No te habrán engañado?

—No, ¡mal rayo me parta si lo que te digo es mentira! Aún no hace media hora que cenando en Fornos con algunos amigos, uno de éstos, que es ayudante del ministro de la Guerra, me ha dicho cómo su superior había conferenciado con el de la Gobernación, ordenando, en vista de pruebas claras y concluyentes, que te detuvieran esta misma noche. Ya ves que la noticia no puede ser más auténtica. Conque no pierdas tiempo y escapa.

Álvarez estaba aturdido por la noticia. La idea de que para salvarse había de abandonar a Enriqueta, le tenía clavado en aquel sitio y su indecisión parecía molestar mucho al aristocrático alférez.

—Mira, Esteban, yo no voy a estarme aquí como un papanatas esperando que llegue la Guardia Civil y me prenda a mí también sin tener culpa de tus calaveradas. Ya sabes que mis convicciones de familia y mi posición social me impiden mezclarme en aventuras revolucionarias y que sería para mí un terrible descrédito el aparecer complicado en tu proceso. Ahora ya estás avisado de lo que ocurre y no puedes decir de mí que he sido un mal amigo. Conque… ¡qué Dios te proteja!

Y el vizconde, sin aguardar contestación de su amigo, salió del comedor y abriendo a tientas la puerta de la habitación se lanzó en la oscura escalera, bajándola con una rapidez no exenta de peligro en aquellas tinieblas.

Preocupábale la idea de que los agentes del gobierno le pillasen dentro de aquella casa y justamente en el instante que más pavor sentía, oyó el ruido producido por la puerta de la calle al ser abierta y en los primeros peldaños tropezó con un individuo que, a juzgar por cierto roce, estaba ocupado en encender un fósforo.

El alférez, creyéndose ya cogido, tuvo un arranque de fiereza y empujando rudamente al desconocido pasó adelante y ganó el portal, desapareciendo inmediatamente.

Aquel desconocido quedó por algunos instantes inmóvil y como indeciso; pero por fin encendió el fósforo y continuó subiendo la escalera.

Mientras tanto el capitán Álvarez seguía en el comedor absorto, con la cabeza inclinada y creyendo que aquella calamidad que sobre él caía, por ser tan inmensa, no podía ser real, sino producto de una pesadilla que le dominaba en aquel instante.

Mas ¡ay!, pronto vino a convencerlo la voz del fiel Perico, que no lo abandonaba, de la certeza de aquel peligro próximo.

—Pero ¿qué hacemos, mi capitán?

—¿Qué hacemos? —contestó Álvarez con desesperación—. Pues no lo sé.

—Yo creo que debemos huir inmediatamente.

—¡Abandonar a Enriqueta!

—¡Bah! La vida es antes que todo. Piense usted en que si lo cogen lo fusilan antes de tres días. Bien mirado esa gente que ahora manda tiene motivos de sobra. Conque… ¿qué es lo que hago?

—Lo que quieras.

—Pues a huir. Voy a arreglarlo todo en un momento y usted, entretanto, puede despedirse de la señorita, si es que tiene fuerzas para ello.

Desapareció el asistente e iba ya a entrar el capitán en la habitación cuando oyó en la antesala ruidos de pasos.

¡La policía! Éste fue el pensamiento que se le ocurrió inmediatamente a Álvarez. Ya estaban allí sus aprehensores. Sin duda el aturdido vizconde había dejado abierta la puerta de la habitación y la policía había encontrado el paso franco.

Entró un hombre en el comedor con un gabán abrochado y al ver a Álvarez, que se vestía de paisano, se quitó cortésmente su sombrero de copa preguntándole con rapidez:

—¿Don Esteban Álvarez? ¿Está visible a estas horas?

—Soy yo, caballero. ¿Quién es usted?

—Mi nombre es Joaquín Quirós y soy empleado en el ministerio de Estado. Vengo aquí comisionado por mi amiga, la baronesa de Carrillo, para buscar a su hermana Enriqueta y al mismo tiempo por el deseo de hacer un bien. Si dispusiéramos de más tiempo le diría los motivos de simpatía que me impulsan para dar este paso; pero en vista del peligro inmediato que le amenaza, me limito a rogarle que escape usted inmediatamente.

—¡Escapar! —dijo Álvarez con desesperación—. ¡Y cómo! ¿Voy a dejar abandonada a esa mujer que está ahí dentro? Eso sería impropio de un caballero.

—Huya usted; todo tiene arreglo en este mundo. Lo que no tendría apaño posible es que usted se dejase prender, pues antes de tres días lo fusilarían. Pero ¿por qué está usted tan quieto? Piense que la policía va a llegar dentro de poco; tal vez ahora mismo, y que un hombre sólo debe despreciar su vida hasta cierto punto. Usted tendrá papeles comprometedores en su poder y dejando que caigan en manos de la policía, puede causar la ruina de muchas familias. Vamos, señor Álvarez, más decisión y a huir inmediatamente.

La consideración de que quedándose en aquel lugar causaba la pérdida de algunos centenares de compañeros fue lo que hizo salir al capitán de su inercia moral.

—Para huir —dijo mirando con expresión suplicante a aquel desconocido— necesito que alguien se encargue de Enriqueta. ¡Si yo tuviera un verdadero amigo!

—¿No me tiene usted a mí? —contestó Quirós como escandalizado de que se dudase de su afecto—. Es verdad que usted no me conoce; pero día llegará en que, modestia aparte, me aprecie usted en lo que valgo. En casa de Enriqueta me conocen bien y saben que me desvivo por servir a todo el mundo. Además, entre jóvenes como nosotros, debe reinar siempre cierta simpática solidaridad. Hoy por ti, mañana por mí. Yo me encargo de todo, pero no perdamos el tiempo y resulte todo esto infructuoso. La policía va a llegar y no es cosa de que nos pille a todos aquí. ¡Vayamos listos, señor Álvarez!

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! —dijo el capitán enternecido, estrechando con efusión la mano de aquel joven que se le aparecía como un ángel salvador.

Álvarez, decidido ya a escapar, se dirigió a su cuarto; pero en la puerta encontró a Tomasa que había estado escuchando la conversación.

La llegada del vizconde había excitado ya su curiosidad, y cuando oyó que en el comedor entraba otro hombre, no pudo permanecer sentada por más tiempo y salió a escuchar.

El capitán la interrogó con la mirada al mismo tiempo que decía angustiosamente:

—¿Qué hago, Tomasa?

—Huir sin perder tiempo. La vida es lo primero; después como ha dicho muy bien el señor Quirós, todo se puede arreglar.

Joaquinito saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza a la ama de llaves, a pesar de que ésta siempre le había mirado con marcada antipatía al verle visitar la casa del conde de Baselga.

Los dos hablaron con gran animación del peligro que amenazaba al capitán, y éste, entretanto, entró en su cuarto, saliendo al poco rato con un abultado fajo de papeles.

—¿Quién guarda esto? —preguntó—. Es lo más comprometedor que tengo, y en ello va la muerte de muchos padres infelices. Pueden prenderme en la calle y no conviene que me encuentren encima tan horribles pruebas.

—Vengan aquí los papeles —dijo Tomasa con energía—. Una mujer, en estos casos, resulta menos sospechosa que un hombre.

—Pero ¿sabe usted a lo que se expone? —preguntó Álvarez.

—¡Bah! —contestó la vieja con sencillez heroica—. De cosas más grandes me siento capaz.

El capitán reflexionaba, temeroso de que se le olvidase algún otro documento acusador.

No se había despedido de Enriqueta. ¿Para qué? Sería aumentar su dolor y ya había sentido honda impresión de tristeza cuando, buscando aquellos papeles, la había visto en un extremo de la habitación cabizbaja, llorosa y con todo el aspecto de un ser infeliz, sin razón ni voluntad.

No, él no se sentía con fuerzas para decirle que, perseguido por ideales políticos, huía de ella tal vez para siempre.

Quirós y la vieja aragonesa, mientras el capitán se arreglaba su traje en desorden y buscaba la capa y el sombrero, poníanse de acuerdo sobre el medio de salir de allí.

Ella iba a ocultarse los comprometedores papeles y saldría sola de allí para ir a esperarlos a la puerta de la casa de Baselga. El joven la había convencido de la necesidad de que fuese completamente sola para ser menos notada, encargándose él por su parte de conducir a Enriqueta por otras calles a casa de su hermana, en cuya puerta se reunirían los tres.

Tomasa aceptaba el plan, pues estaba tranquila de la fidelidad de aquel beato, al que ella llamaba siempre en sus murmuraciones con la servidumbre, «el perro de la baronesa».

Acababan los dos de convenirse de este modo, cuando entró Perico embozado en su bufanda y llevando en un pequeño fardo el poco dinero y los escasos objetos de algún valor que constituían el tesoro de aquella asociación de amo y criado.

El pobre muchacho tenía en su curtido rostro una expresión de tranquila fiereza. Mientras recogía y empaquetaba efectos, habíase hecho el propósito de morir antes de ver cómo su señorito caía en manos de sus perseguidores.

Tomasa estampó dos ruidosos besos en las curtidas mejillas de su sobrino.

—¡Adiós, hijo mío! Se fiel siempre a tu señorito y no le abandones ni aun en los mayores peligros. Algunas lágrimas se le escaparon a la valerosa mujer y su voz se hizo temblona por la emoción; pero inmediatamente hizo un esfuerzo por recobrar su serenidad, y señalando la puerta de salida dijo al capitán:

—Huya usted al momento. No perdamos el tiempo tontamente. Álvarez estrechó nuevamente la mano de Tomasa y la de aquel útil amigo que tan inesperadamente acababa de presentársele, y encargándoles con entrecortada voz que se interesaran por Enriqueta y le explicasen el motivo de aquella huida, salió de la habitación seguido de su asistente.

—Ahora don Joaquín —dijo la enérgica aragonesa cuando ya los pasos de los fugitivos sonaban en la escalera—, hagamos lo que nos toca. No hay tiempo que perder.

Y seguida de Quirós entró en el cuarto del capitán.

Enriqueta al ver al amigo y confidente de su hermana, apenas si hizo el menor ademán de sorpresa.

Estaba tan quebrantada por su dolor y su remordimiento, que ningún suceso podía herir vivamente su inteligencia, que parecía embotada y dormida por la desgracia.

Tomasa, vuelta de espaldas y mientras se escondía aquel fajo de comprometedores papeles en el pecho, relataba en breves palabras a su señorita, el peligro que amenazaba a Álvarez y la necesidad en que éste se había visto de huir; pero la vieja doméstica no estaba muy segura de que Enriqueta la entendiese, según se mostraba de fría e indiferente.

Quirós presenciaba silencioso la escena y se decía que aquella muchacha era una idiota rematada.

Únicamente, cuando Tomasa, acabando de acomodarse los papeles sobre el pecho, le repitió la necesidad que había de huir de allí cuanto antes, aquella mujer que parecía una muñeca con sus ojazos brillantes y fríos, fijos sin expresión alguna en el suelo, dio muestras de pensar y entender, levantándose inmediatamente del asiento y colocándose el velo que aún estaba sobre una silla tal como ella lo había dejado algunas horas antes.

—Ya estamos arregladas, don Joaquín-dijo la aragonesa acabando de cruzarse la mantilla sobre el pecho—. Ahora en marcha.

—Salga usted antes, señora Tomasa —contestó Quirós, pues usted es la más comprometida por llevar ésos papeles… Ya sabe usted dónde nos juntaremos.

—Hasta luego, señorita —dijo la vieja besando a Enriqueta—. Tenga usted confianza en don Joaquín que es un buen amigo y todo cuanto hace es únicamente en bien de usted y de don Esteban.

Se fue la vieja y los dos jóvenes permanecieron minutos en aquel cuarto completamente solos y en el más absoluto silencio, hasta que, por fin, dijo Quirós:

—Ahora nos toca a nosotros. ¡Vamos, Enriqueta! Mucho ánimo y obedézcame en todo, que cuanto haga será por salvarla.

Al pasar por el comedor agarró Quirós la candileja que había dejado encendida el asistente y alumbrándose con ella, bajo la escalera precediendo a Enriqueta que andaba torpemente.

La patrona de la casa de huéspedes no había percibido nada de aquella larga escena en que tantas personas habían intervenido. Tenía la buena costumbre de no inmiscuirse en las cosas de sus huéspedes y menos en las del capitán que era su mejor pupilo. Había oído por dos veces los campanillazos en la puerta de la escalera, pero siguió tranquila en su lecho, pues en las llamadas nocturnas de tal clase, se encargaba siempre de acudir el servicial Perico que tenía el sueño ligero.

La pobre mujer estaba muy lejos de pensar que el cuarto del capitán quedaba vacío a aquellas horas y que dentro de poco rato iba a recibir una desagradable visita.

Al hallarse los dos jóvenes en la calle, Quirós ofreció su brazo a Enriqueta, que se apoyó en él trémula y silenciosa, dejándose llevar con la paciente obediencia de un autómata.

Doblaron la esquina de la calle y al entrar en otra, encontráronse frente a un grupo de hombres que marchaban apresuradamente. Iban delante un teniente de la Guardia Civil y un caballero con bastón de autoridad, y tras ellos seguían algunos guardias civiles con su capilla azul y el fusil terciado y un buen número de agentes de policía, unos con uniforme y otros con descomunales garrotes y gorras de pelo que aún hacían más horrible su catadura de presidiarios.

Aquel encuentro pareció reanimar y volver en sí a Enriqueta cuyo brazo tembló convulsivamente.

Pasó la joven pareja junto al grupo, sufriendo las recelosas miradas del oficial y el comisario, y cuando se hubo alejado un poco del armado tropel, Enriqueta dijo con débil voz a su acompañante:

—¿Son ésos?

—Sí, ésos son. Buscan a Álvarez, pero llegan ya tarde. A no ser por mi aviso lo pillan, y en tal caso tal vez pasado mañana lo hubieran fusilado.

—¡Oh! ¡Dios mió! —exclamó la joven llevándose una mano a los ojos, aunque sin dejar de andar como si deseara alejarse lo antes posible de aquel horrible grupo.

—Vamos, Enriqueta; ahora no es momento de llorar. Hay que tener serenidad y sobre todo obedecerme en este trance supremo. Ha de callar usted y aprobar cuanto hago, o de lo contrario su suerte y la de Álvarez corren peligro.

—¿Pero, adonde vamos? —objetó tímidamente la joven.

—Tenga usted en mi confianza; recuerde lo que hace poco le dijo esa vieja criada que tanto la quiere. Vamos a salvar el buen nombre de usted, y a evitar que la situación de Álvarez empeore. Guárdese usted de no aprobar cuanto yo diga, pues de lo contrario sería ya imposible que yo pudiera seguir ejerciendo estas funciones de amigo desinteresado y servicial.

Quirós comprendió que aquella desgraciada criatura estaba dispuesta a obedecerle en todo, y que en su interior sentía un tierno agradecimiento por el interés que le manifestaba a ella y al fugitivo capitán.

Esta convicción hizo asomar al rostro del elegante aventurero, una sonrisa de alegría diabólica.

Atravesaron calles y plazas sin que Enriqueta supiera darse cuenta de dónde estaba. La infeliz parecía en aquellos momentos una idiota, y tal era su decaimiento, no sólo moral sino físico, que comenzaban ya a flaquearle las piernas y casi se arrastraba cogida de aquel brazo que tiraba de ella hacia delante.

Ella recordaba, al día siguiente que se detuvieron frente a una puerta abierta alumbrada por un farol rojo, y que entraron en un portal, donde sentados en bancos de madera estaban soñolientos y silenciosos algunos hombres con uniforme.

Quirós preguntó por el inspector, y Enriqueta se vio sentada en una vieja butaca en el interior de una sala pequeña y fea, alumbrada por amarillenta llama de gas.

Un caballero calvo, de ojazos claros y bigote gris, aparecía sentado tras una gran mesa, teniendo a su lado un joven barbudo, muy entretenido en hacer pasar el contenido de una cafetera por el colador.

Eran el inspector de policía del distrito y un amigo trasnochador que iba a hacerle compañía.

Quirós estaba de pie junto a la mesa.

—Señor inspector —dijo—, antes de que mañana se ordene a ustedes nuestra captura, venimos a presentarnos espontáneamente.

El funcionario hizo un gesto de extrañeza, no pudiendo comprender por qué clase de delitos serían perseguidos una joven tan hermosa y de porte distinguido y un muchacho tan elegante.

—Nos presentamos voluntariamente —continuó Quirós—, arrepentidos de una falta que no tiene remedio. Yo me llamo don Joaquín Quirós, y pertenezco al ministerio de Estado; mi nombre es bien conocido en la alta sociedad de Madrid. Esta señorita es la hija del conde de Baselga, que anoche huyó conmigo de su casa cediendo voluntariamente a mis excitaciones.

El inspector miró a su amigo con malicioso guiño, y después su mirada de Quirós a la joven y viceversa.

Dábale ganas de reír aquella presentación, pero logró conservar su serenidad y se limitó a decir:

—Eran ustedes novios, ¿eh?

—Sí, señor —contestó Quirós con aplomo—, nos amamos hace ya mucho tiempo.

Enriqueta dirigió una vaga mirada al amigo de su hermana, pero éste permanecía impasible. La joven, aunque sumida en aquel anonadamiento doloroso que apenas si la dejaba discurrir, creyó comprender el significado de tan extrañas afirmaciones. Aquello era para salvar a su idolatrado Esteban. Ella no comprendía la razón de tales embustes, pero recordaba el sacrificio de asentir a todo que poco antes le había recomendado Quirós y al mismo tiempo sentía un profundo agradecimiento por el interés que éste se había tomado en salvar a su amante.

—Y usted, señorita —dijo el inspector—, ¿qué dice a esto? ¿Reconoce como verdad cuanto declara este caballero?

Hizo Enriqueta una señal afirmativa con la cabeza y contestó con voz casi imperceptible:

—Sí, señor.

El funcionario reflexionó algunos instantes, y al fin dijo a los dos:

—Muy bien. Ahora mismo enviaré a por un coche y los conduciré a ustedes al Gobierno Civil.

Creyó el inspector notar una expresión de terror en el rostro de Enriqueta, y por esto añadió con benevolencia:

—No hay por qué asustarse. Usted, señorita, desde el Gobierno Civil será conducida a su casa, y en cuanto a este caballero quedará arrestado, aunque no creo sea por muchas horas. Estas cosas se arreglan siempre en familia. Un pequeño escándalo y nada más.

Y después, volviéndose a su barbudo amigo y como si no estuvieran presentes los dos jóvenes, añadió en voz baja:

—Lo mismo que en las comedias, chico. Estos lances acaban siempre en casamiento. Es el único arreglo posible.

XXXI. MAESTRO Y DISCÍPULO

Cuando el criado del padre Claudio entró en el despacho de éste anunciándole la visita de don Joaquín Quirós, el poderoso jesuita, a pesar del gran dominio que tenía sobre sus impresiones, no pudo evitar un gesto de sorpresa e indignación.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿Ese canalla se atreve aún a venir a aquí? Es más cínico de lo que yo creía.

Y después de reflexionar largo rato, dio orden al criado para que dejase pasar al visitante, y volviéndose a su secretario que seguía escribiendo como si no hubiera oído a su superior, díjole así:

—Antonio, márchate. Conviene que hable a solas con ese ingrato pillete. Tal vez sin testigos se espontanee y sepamos nosotros cuáles son sus verdaderas intenciones que tanto nos preocupan.

El padre Antonio obedeció como un autómata: dejó de escribir sin terminar la palabra que estaba apuntando, hizo una reverencia, y grave, estirado y con acompasado andar, salió por una puertecilla que estaba en el fondo del despacho.

Entró Quirós, tranquilo, sonriente, y con una expresión de alegría en el rostro como si fuera a comunicar a su poderoso amigo la más grata de las noticias.

Eran las cuatro de la tarde y el joven, que había estado detenido en el Gobierno Civil hasta bien entrada la mañana, acababa de levantarse de la cama, después de resarcirse con algunas horas de sueño de aquella noche de aventuras.

—Pase usted, granuja, pase usted —dijo el padre Claudio al verle, aunque en su rostro no se notó ninguna señal de ira—. Se necesita desvergüenza para venir aquí después de lo ocurrido.

Quirós aguardaba un recibimiento todavía peor y por esto no se inmutó gran cosa al oír estas palabras.

Adoptó una actitud encogida; la sonrisa de su rostro fue reemplazada por una expresión de arrepentimiento, y con voz compungida dijo al jesuita:

—Padre Claudio; vengo arrepentido a solicitar su perdón.

—¡Mi perdón! ¡Buena es esa!… A un pillo como usted no se le perdona, pues resulta indudable que perdonado o no, volverá a hacer otra mala jugada así que se le presente ocasión. Nos conocemos, Quirós, nos conocemos muy bien. ¡Qué!… ¿Y cómo fue el rapto? —continuó con expresión sarcástica—. ¿Desde cuándo era usted novio de Enriqueta? ¿Cómo se las arregló usted para estar al mismo tiempo en casa de las baronesa y en el sitio donde se hallaba Enriqueta? ¡Ah, farsante indigno! ¡Canalla redomado!

Y el padre Claudio, sin cuidarse ya de disimular sus impresiones, miraba al joven con la expresión de un caníbal que siente deseos de devorar al enemigo, y le lanzaba con voz entrecortada las mayores injurias.

Quirós sonreía cínicamente.

—¡Muy bien! Así lo quiero ver a usted, reverendo padre. Tenía deseos de contemplarlo alguna vez enfadado, y sin esa sonrisita que crispa los nervios. Me recreo en mi obra de anoche, viendo la indignación que ha producido en usted. ¿Qué tal ha sido el golpecito? ¡Eh! ¿Le parece a usted bueno? Vuestra paternidad debe estar orgulloso de mi hazaña. Las glorias del discípulo honran al maestro, y yo todo cuanto hago en estos casos lo he aprendido de usted.

El padre Claudio se incorporó en su asiento, iracundo y amenazador al oír tales palabras, pero volvió a su primitiva posición, murmurando:

—¡Miserable!

—Comprendo su enfado, reverendo padre —continuó Quirós, siempre en el mismo tono irónico—. Soy un pedante insufrible al querer compararme con usted que es mi maestro. Mis actos nada valen comparados con los de vuestra reverencia. ¿Querrá creer vuestra paternidad que anoche me sentí poseído de santa admiración cuando supe la muerte de Baselga? ¡Vaya un modo limpio de librarse de los enemigos! La mitad de esa sublime astucia quisiera yo tener para apoderarme de los millones apetecidos. Mi negocio de anoche nada vale comparado con ese trabajo lento, pero seguro, de vuestra paternidad, para quitar de en medio al conde de Baselga.

El padre Claudio saltó de su sillón. Aquella hermosura serena y aliñada que ostentaba en todas partes había desaparecido, y estaba horrible ahora, con sus ojos centelleantes, sus labios que titilaban a impulsos de la ira y su palidez verdosa que se transparentaba a través del colorete de las mejillas.

Con las manos crispadas y rugiendo fue a caer sobre Quirós, pero éste, que estaba preparado para todo, había retrocedido dos pasos introduciendo su diestra en el bolsillo del pantalón con ademán poco tranquilizador.

—¡Quieto ahí, padre Claudio! Si avanza usted un paso, cae inmediatamente.

Y la culata de un revólver asomaba en el bolsillo del pantalón.

El jesuita se detuvo ante la actitud resuelta del joven y después retrocedió lentamente hasta volver a ocupar su sillón.

Quirós, aunque muy complacido al ver la fiera domada, seguía, afectando una humilde sencillez.

—Hace usted mal, reverendo padre, en irritarse de tal modo. Yo he venido aquí a solicitar humildemente su perdón y siento verme obligado a adoptar cierta actitud violenta por mi propia seguridad. Comprendo que lo que hice anoche no puede ser de gusto de vuestra reverencia y que forzosamente me ha de odiar usted, pero ¿no habría algún medio de que nos entendiéramos?

Yo deseo ver realizado el negocio que anoche emprendí, pero al mismo tiempo no quiero hacerme antipático a vuestra paternidad ni atraerme su odio siempre terrible.

El padre Claudio, comprendiendo la clase de enemigo que tenía enfrente con el cual nada podía la violencia, habíase serenado, recobrando su calma al ver que el miserable aventurero, después de serle infiel, buscaba nuevamente su amistad.

Por esto al escuchar aquellas proposiciones de transacción, el padre Claudio lanzó a su antiguo discípulo una mirada de desprecio y le contestó con insolente expresión:

—Mira, niño; eres demasiado atrevido y la fortuna no siempre va con los audaces. El negocio de anoche no te saldrá bien. Le falta la principal condición: la sencillez.

Y el jesuita sonreía con expresión de superioridad como retando a su insolente discípulo a que llevase a cabo su repugnante intriga sin contar con su apoyo.

—¡Oh, reverendo padre! Está usted en un error y no conoce a fondo mi negocio si dice que no es sencillo. Yo seré de aquí a poco el marido de Enriqueta. La baronesa y hasta usted mismo, vendrán a pedírmelo.

—¡Está usted muy bien, Joaquinillo! Después de ingrato e insolente, ahora chistoso. Es usted un hombre como hay pocos.

—Ríase usted cuanto quiera esto no evitará que yo salga con la mía. He tomado bien mis precauciones; el escándalo no puede ser mayor y Enriqueta o tendrá que ser mi esposa o sufrirá el peso de una deshonra por todos conocida. Juntos hemos estado en el Gobierno Civil hasta esta mañana, como dos amantes fugados de la casa paterna; los periódicos comentarán pronto el suceso, en la alta sociedad no se habla de otra cosa que del tal rapto y tan conocida es la noticia; que ha quitado ya toda novedad e importancia al suicidio del conde de Baselga. La fuga de Enriqueta Baselga con Joaquinito Quirós pasa hoy como artículo de fe entre la gente del gran mundo y todos hablan ya de la necesidad de una boda para poner a salvo el honor de una familia respetable. A ver, padre Claudio, si usted con todo su inmenso poderío logra desvanecer esta creencia que hoy está arraigada en la opinión pública. Supe bien lo que me hacía al presentarme a la autoridad acompañado de la joven en cuestión. O el matrimonio conmigo o el deshonor. Me parece que el asunto no puede ser más sencillo.

El jesuita oyó estas palabras con aparente impasibilidad, pero al terminar Quirós, le dijo con desprecio:

—Joaquinito, es usted un canalla.

—Digno discípulo de mi querido maestro, reverendo padre.

—El negocio no es tan sencillo y de éxito seguro como usted cree. La baronesa dirá que no era usted el novio de Enriqueta, sino el capitán Álvarez.

—Nadie la creerá.

—Ella probará cómo usted después de la fuga de Enriqueta estuvo en su casa sin saber nada de lo ocurrido.

—¿Y qué?… Yo diré que la tal visita fue una estratagema para saber lo que la baronesa pensaba, después de haber verificado yo el rapto.

—Haremos saber que el amante de Enriqueta era el capitán Álvarez.

—Y nadie lo creerá; porque resulta inverosímil atribuir a Enriqueta relaciones amorosas con un militar pobre y desconocido de la alta sociedad y que además está fugitivo por revolucionario. Lo más lógico es creer que tales relaciones las sostenía conmigo, que he bailado con ella en los salones y soy asiduo visitante de su casa. Además, no hay que perder de vista que yo fui quien me presenté con ella en la oficina de la policía declarando ser su raptor.

—Todas esas suposiciones están muy bien; pero falta lo principal o sea, que Enriqueta afirme que era usted su novio. Tenga usted la seguridad que ella así que se reponga de sus emociones de anoche, dirá la verdad.

—Me tiene sin cuidado, reverendo padre. Al presentarse a la autoridad, lo mismo en la comisaria de policía que en el Gobierno Civil, ella asintió a todas mis palabras, declarando que voluntariamente había huido de su casa conmigo. La primera declaración es la que más vale por ser espontánea y natural, y si después Enriqueta dice eso que usted llama la verdad, el mundo se encargará de no creerla y de decir que sus palabras se las dictan usted o la baronesa. ¿Qué más obstáculos puede usted presentarme, padre Claudio?

Y el perillán sonreía irónicamente complaciéndose en la confusión que su triunfo causaba en el poderoso jesuita.

Éste se convencía cada vez más de la ventaja que le llevaba Quirós. ¡Buen discípulo había sacado! ¡Podía estar orgulloso de él!

—Oiga usted, Joaquinito. ¿Y no teme ese militar a quien ha robado la dama?

—¡Bah! A estas horas debe hallarse ya muy lejos de aquí y no es fácil que vuelva para darse el gusto de que la policía lo prenda y el gobierno lo fusile. Además, si nuestro hombre tuviera algún día ocasión de vengarse, no estaría usted tampoco muy seguro, pues alguien se encargaría de decirle que quien le ha delatado al gobierno causando su perdición, era el reverendo padre Claudio de la Compañía de Jesús.

—¿Y no me teme usted a mí? —dijo el jesuita sonriendo.

—A usted lo temo más que al capitán; pero estoy a cubierto de todas sus asechanzas. No conspiro y por tanto no puede usted buscar otro perdis como yo para que me delate al ministro de la Gobernación.

—Tengo otros procedimientos para vengarme —dijo el padre Claudio con expresión poco tranquilizadora.

—Los conozco; pero también estoy a cubierto de ellos. Llevo siempre un revólver conmigo; en adelante seré más astuto y prudente, pensando siempre que al menor descuido puede alcanzarme el puñal de alguno de los muchos brazos que dirige el padre Claudio, y por si a pesar de todo esto caigo víctima del furor de vuestra paternidad, he tenido la buena idea antes de venir aquí, de escribir un documento que está ya en lugar seguro y que se publicaría después de mi muerte, en el cual señalo a quién debe hacerse responsable de mi desgracia y relato ciertos secretillos en los que yo he mediado como simple instrumento, y que ni a usted ni a la Orden convienen que se hagan públicos.

Y Quirós miró con aire triunfante al jesuita que murmuraba:

—¡Canalla!, ¡canalla!

Quedaron silenciosos maestro y discípulo.

El padre Claudio deseaba variar el tema de la conversación y por esto preguntó a Quirós tras un largo silencio:

—¿Y quién avisó al capitán Álvarez del peligro que le amenazaba?

—Fui yo.

—¿Y por qué? ¿Cómo se atrevió usted a sacrificar la recompensa del gobierno que tanto ambicionaba?

—Me interesaba espantar al milano para apoderarme de la paloma, y por esto fui tan generoso con el capitán Álvarez.

—El registro que anoche efectuó en aquella casa la autoridad resultó infructuoso. No se encontró nada comprometedor y, por tanto, el gobierno sólo puede agradecer a usted una falsa declaración.

—Nada me importa el premio que pudiera darme el gobierno. ¡Valiente recompensa! ¡Un ascenso en la carrera! Yo pico ya más alto, reverendo padre. Ahora aspiro a hacerme millonario por medio del matrimonio, y lo lograré aunque usted crea lo contrario. Además, a la hora que quiera, lograré que el gobierno agradezca mis servicios. Tengo en mi poder los papeles del capitán Álvarez, y cuando lo juzgue pertinente podré entregarlos al gobierno exigiendo la consabida recompensa.

—Cuidado, Quirós. Juega usted con el fuego y se expone a que el gobierno, conociendo esa conducta tan extraña, lo considere a usted como complicado en la conspiración.

—¡Bah! Aunque usted me niegue su protección, no por esto carezco de buenos y poderosos amigos que sabrán defenderme. Mire usted qué pronto he encontrado esta mañana un duque que saliera fiador por mi persona pidiendo al gobernador de Madrid que me dejara en libertad. Además, puedo acreditar mi adhesión inquebrantable a las instituciones.

—Todos sus hábiles preparativos no lograrán oscurecer la verdad y que triunfe ese error tan diabólicamente combinado.

—Queda aún otra persona que puede acreditar quién fue el verdadero raptor de Enriqueta, y es esa testaruda aragonesa, antigua ama de llaves de casa de Baselga.

—Esa no hablará, reverendo padre. Si dijera la verdad serviría indirectamente a usted y a la baronesa, y ella, con tal de no dar gusto a ustedes, a quienes odia con toda su alma, es capaz de coserse la boca. Piense usted, reverendo padre, que ella, según yo creo, ha venido a Madrid alarmada por lo ocurrido al conde de Baselga, y como de antiguo, le tiene cierta inquina a la Orden, nada tendría de extraño que después de declarar ante los tribunales en mi asunto y puesta ya a hablar, promoviera un escándalo manifestando la mucha intervención que la Compañía, o más bien dicho, usted, ha tenido en los asuntos de aquella casa.

El padre Claudio perdía terreno ante aquel discípulo rebelado, y veía arrollados todos los obstáculos con que procuraba atemorizarlo. Reconocía en él facultades que hasta entonces no había adivinado, y se lamentaba de no haber sabido emplearlo en asuntos de gran importancia para la Orden. Casi se reconocía vencido, pero su orgullo y la necesidad de sostener sus planes, que estaban próximos a zozobrar por la audacia de aquel aventurero, le obligaban a permanecer altivo, negándose a toda transacción.

No, él no concedería ninguna protección al que tan insolentemente se rebelaba; antes al contrario le haría una guerra ruda, en la cual no tardaría el desgraciado a pedir clemencia.

—Hace usted mal, reverendo padre —dijo Quirós—, en ser tan inexorable conmigo. ¡Qué gran discípulo va usted a perder! Juntos podríamos hacer muy grandes cosas, y combatiéndonos resultará al fin que nos devoraremos recíprocamente como el gato y el ratón de la fábula. ¡Y la verdad!, no sé por qué me ha de tratar usted con tanta rudeza. Reconozco que he sido un mal discípulo, un miembro rebelde de la Compañía, trabajando por mi propia cuenta y sin la autorización de usted; pero… ¡qué diablo!, algún día había yo de emanciparme de esa tutela en que usted me tenía y que resultaba odiosa. Hombres como yo que se sienten con fuerzas para llegar sin descanso a la cumbre, no pueden sufrir que un superior les vaya marcando a palmos lo que deben avanzar. He visto una ocasión propicia para coger de los pelos a la fortuna, y la he aprovechado. He aquí mi crimen. Usted, en mi lugar, hubiese hecho lo mismo.

—Quirós, no se esfuerce usted. Es imposible que yo transija con esa superchería inventada por usted.

—No transigirá porque es contra sus negocios.

—Mi conciencia me impide aceptar como buena una falsedad tan censurable.

—No es su conciencia, sino su deseo de coger los millones de Enriqueta, esos millones que yo también busco.

—Joaquinito, es usted un insolente, pero a pesar de todo su cinismo no saldrá usted triunfante. Enriqueta se negará siempre a ser su esposa.

—Tal vez me pidan que lo sea la baronesa y usted dentro de poco tiempo, y hasta, si usted mucho me apura, la misma Enriqueta.

—¿Cuenta usted con algún mágico talismán para operar tal prodigio?

—No se burle usted, padre Claudio. Cuento con un suceso que tal vez ocurra dentro de pocos meses y que hará llegar el escándalo a su período álgido.

El jesuita calló, y por algunos momentos pareció entregado a la reflexión. Quirós seguía en pie, pues el jesuita no le había invitado a sentarse y sonreía mirando a su superior como si gozara al verle tan mortificado por sus palabras.

—Joaquinito —dijo el padre, saliendo de su meditación—, usted ha dicho que la antigua ama de llaves está indignada contra la baronesa y contra mí, y que se propone declarar cosas en perjuicio de nuestra Orden.

—Así es, reverendo padre. Ella misma me lo ha dicho.

El joven mentía, pues la noche anterior sólo habían cruzado breves palabras con Tomasa, pero de algunas de éstas había sacado la consecuencia de que la vieja veía en aquella continua serie de desgracias, la mano de los jesuitas y además, conocía él el odio que profesaba a la baronesa.

—Usted, querido Quirós —continuó el padre Claudio—, aunque en estos momentos se halle frente a mí no por esto debe mirar con indiferencia la honra y el prestigio de la Orden, que tanto le ha protegido y de la que es hermano laico hace mucho tiempo.

Quirós hizo una señal de asentimiento. Le agradaba el tono de dulzura que tomaba la voz del padre Claudio y más aún que le llamase querido. Aquello hacía ya esperar una reconciliación.

—Celebro mucho —continuó el jesuita— que usted esté dispuesto como siempre a ayudar a la Orden. Ésta necesita librarse cautelosamente de esa vieja aragonesa que puede comprometerla con sus declaraciones. Nada puede probar contra nosotros pero seguramente hablará de ciertas indiscreciones que el ya difunto padre Renard cometió en cierto negocio con los Avellanedas o sea el abuelo y la madre de Enriqueta, y aunque sus palabras no producirán resultado, siempre conviene evitar el escándalo. Esta mañana, Tomasa no se separa de la cama de su señorita, desde que ésta, enferma y avergonzada, llegó del Gobierno Civil, ha tenido una disputa con la baronesa y a gritos nos ha amenazado a ella y a mí, diciendo que somos los asesinos del conde de Baselga. ¡Vea usted qué lenguas tan pecadoras hay en el mundo, Que Dios perdone a la infeliz tan infernal pensamiento!

—Así sea —contestó Quirós conteniendo a duras penas una sonrisa sarcástica.

—La pobre Fernanda está indignada contra la insolente vieja y me ha llamado para rogarme que la libre de tal energúmeno. A mí me sobran medios para alejarla y castigar su procacidad; pero no quiero valerme para ello del poder de la Compañía y deseo que sea otro, usted, por ejemplo, el que se encargue de tal misión.

—Mándeme usted cuanto guste. Con tal de que vuestra paternidad me devuelva su afecto, soy capaz de todo.

—Ya hablaremos de esto último más adelante. Por ahora lo que importa es librarse de esa vieja. Hace un rato, ha dicho usted que poseía los papeles de la conspiración perseguida y esto me ha sugerido una idea. ¿No podríamos hacer que esos documentos los encontrase la policía en poder de Tomasa? Esto sería suficiente para que nos libráramos de esa importuna que iría a dar con su cuerpo en la Galera de Alcalá.

Quirós quedó sorprendido por esta idea… ¡No habérsele ocurrido a él! Rápidamente la apreció en todo su valor y la tuvo por la más favorable a sus planes. Librándose de la pobre vieja, por tan villano procedimiento, suprimía la única persona que podía acreditar con datos quién era el verdadero amante de Enriqueta y que era capaz de desbaratar su negocio. Esta consideración, más aún que el deseo de congraciarse con el padre Claudio, fue lo que decidió a Quirós a aceptar la idea.

—Estoy conforme, padre Claudio; prestaré ese servicio, y no es necesario devanarse los sesos buscando el medio de que los papeles de Álvarez aparezcan en poder de la vieja. La verdad es que ella los tiene en su poder y que los oculta en el pecho.

—¡Oh!, ¡magnifico! —exclamó el padre Claudio—. Entonces sólo falta que repita usted su delación de ayer, señalando a Tomasa como un agente secundario de la conspiración que se encargaba de llevar los documentos y avisos de un revolucionario a otro. La policía irá a prenderla a casa de la baronesa, la registrarán y después ya me encargaré yo de que la castiguen con mano fuerte. No pierda usted tiempo; haga la delación inmediatamente y evitemos que esa mujer siga por más tiempo dando escándalo e insultando a nuestra Orden.

—Obedezco inmediatamente a vuestra paternidad —dijo Quirós disponiéndose a salir—. Pero antes quisiera saber si quedamos amigos o enemigos.

—Vaya usted, cumpla lo que le he dicho y de su negocio ya hablaremos más adelante.

Quirós adoptó una entonación zalamera.

—Vamos, padrecito: una palabra nada más y me voy. ¿Puedo contar con su afecto y su protección?

—Veremos: ya se hablará de ello.

—Pero ¿qué inconveniente tiene usted en transigir? Es verdad que yo puedo hacerme dueño de los millones de Enriqueta; pero siempre me tendrá a sus órdenes y un agente rico y poderoso vale más que un pelagatos como hoy soy yo. Además —añadió el joven guiñando un ojo—, siempre le quedan a usted los millones de Ricardito, mi futuro cuñado, a quien usted trabaja hábilmente para enfardarlo en la sotana de la Compañía.

El padre Claudio sonrió forzadamente, murmurando:

—¡Pero, qué gracioso es este canalla!

—Honro a mi maestro.

Y Quirós, después de decir esto, haciendo una reverencia salió del despacho.

—¡Anda, pillete, insolente! —murmuró el padre Claudio al quedarse solo. ¡No tendrás tú mala protección! Bien has urdido la trama; pero yo buscaré el medio de anularte.

Quirós también murmuraba al salir de aquella casa:

—¡Rabia perro, ladrón! ¡Serpiente despellejada! Te sirvo porque me conviene eso mismo que me encargas. Estás fresco si crees que me fío de tus medias palabras… ¡Veremos!, ¡veremos!… Siempre veremos… Lo que tú verás es cómo yo me enriquezco terminando mi negocio a pesar de cuanto contra mí hagas.

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Rechtsinhaber*in
José Calvo Tello

Zitationsvorschlag für dieses Objekt
TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. La araña negra. La araña negra. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-024A-D