I
Santa Cruz volvió a caer sobre Otaín. Desde los hayedos del monte, bajó como los lobos al ponerse el sol, y corriendo en silencio toda la noche llegó a las puertas de la villa, cuando cantaban los gallos del alba. Llevaba consigo cerca de mil hombres, vendimiadores y pastores, lañadores que van pregonando por los caminos y serradores que trabajan en la orilla de los ríos, carboneros que encienden hogueras en los montes y alfareros que cuecen teja en los pinares, gente sencilla y fiera como una tribu primitiva, cruel con los enemigos y devota del jefe. Aldeanos que sonreían con los ojos llenos de lágrimas oyendo cuentos pueriles de princesas emparedadas, y que degollaban a los enemigos con la alegría santa y bárbara, llena de bailes y de cantos, que tenían los sacrificios sangrientos, ante los altares de piedra, en los cultos antiguos.
Quinientos infantes habían quedado guarneciendo la villa, cuando con un revuelo de gerifaltes, cayó sobre ella la partida del Cura. Dos escuadras de cien hombres entraron delante dando gritos, una por el camino del río, y otra por la Calle del Mercado. Quemaban las puertas de las casas, apaleaban a los viejos y hacían correr a las mujeres con los niños en brazos. Los soldados republicanos, sorprendidos en los alojamientos, salían despavoridos, restregándose los ojos. Sostuvieron algún tiroteo en las calles inmediatas a un convento, convertido en fuerte cuando ganó la villa a los carlistas Don Enrique España. Retrocedían sin orden, revueltos con los voluntarios, que cargaban a la bayoneta. El Cura, con el resto de su gente, guardaba todas las salidas de Otaín. Pero como las cornetas republicanas tocaban retirada en lo alto del fuerte, comprendió que la guarnición se encerraba entre aquellos muros, y entró por la villa a sangre y fuego. Sobre su cabeza se abrían las ventanas y clamaban muchas voces:
—¡No hagáis mal! ¡Todos somos partidarios! ¡Viva Carlos VII!
II
Santa Cruz levantó parapetos y emplazó dos cañones que había ganado en el encuentro de Hernani. Después de haber intimado la rendición a los del fuerte, que no quisieron admitir las condiciones impuestas por el faccioso, rompió el fuego, que duró todo el día. Por la tarde, cuando cesaba el tiroteo, se le unió la partida de Miquelo Egoscué. Los dos cabecillas se saludaron secamente: Egoscué, con bien declarado despecho, el otro, receloso y sin mirarle. Santa Cruz estaba entre una guardia de doce partidarios, en el atrio de la iglesia. Egoscué se le acercó a caballo:
—Don Manuel, todos se quejan en la villa de que los ha tratado como a enemigos.
El Cura repuso sordamente:
—Los he tratado como merecían... Y lo que tengas que decirme, no me lo digas a caballo.
Se destacaron tres hombres de la guardia del Cura. Egoscué les dejó las riendas y se apeó entre ellos. Santa Cruz se había arrimado al muro de la iglesia, y el otro cabecilla se le acercó con la mano tendida:
—¡Pues aquí estoy con mi gente, Don Manuel!
—Como siempre, a media misa. ¿Y cuántos son los tuyos?
—A trescientos no llegan.
—¿Tienen municiones?
—No tienen ni un cartucho.
El Cura quedó con la vista en el suelo, y levantándola lentamente, miró de través a los voluntarios que había en la plaza. Eran como cien hombres, y entre ellos no se contaban veinte de la partida de Egoscué. Los otros corrían las casas en busca de alojamiento. Don Manuel Santa Cruz estrechó con fuerza la mano del otro cabecilla y le miró a la cara:
—Pues soldados sin cartuchos para nada valen... Y no te agradezco la ayuda que me traes. Tener a la gente sin cartuchos, en la otra guerra fue de traidores y en ésta también.
—¡Yo no soy traidor, Don Manuel!
—Tampoco te digo que lo seas. Te digo que tener a la gente sin cartuchos, cuando no dice traición dice no saber mandarla. Tú ibas bien cuando con andabas doce hombres...
—¡Y ahora voy bien!
—No seas un bárbaro orgulloso. Ya hablaremos de eso. Hoy cenamos juntos, y mañana se batirán juntos tus mocetes y los míos. Yo tengo cartuchos para todos.
Don Manuel Santa Cruz entró en la iglesia con los doce de su guardia. Iba entre ellos con la mirada recelosa, sin armas, sin insignias, y más parecía un prisionero que un capitán vencedor. Era fuerte de cuerpo y menos que mediano en la estatura, con los ojos grises de aldeano desconfiado y la barba muy basta, toda rubia y encendida. Su atavío no era sacerdotal ni guerrero. Boina azul muy pequeña, zamarra al hombro, calzón de lienzo y medias azules, bajo las cuales se descubría el músculo de las piernas. Aquel cabecilla sobrio, casto y fuerte, andaba prodigiosamente, y vigilaba tanto, que era imposible sorprenderle. Los que iban con él contaban que dormía con un ojo abierto, como las liebres.
III
En Octubre de 1873, las tropas republicanas ocupaban muchas aldeas y caseríos en el valla de Baztán. Cada día llegaban nuevos regimientos que empobrecían con tributos aquella tierra feraz. Estas fuerzas, siempre volantes, ahora tenían orden de concentrarse para caer sobre Estella. Moriones, que acababa de ser nombrado comandante general, deseaba apoderarse de la ciudad, arca santa del carlismo. Era la victoria que mayor sonoridad podía tener, y también el deseo de todo el ejército republicano. Era la voz unánime en el Estado Mayor:
—Hay que dar una gran batalla, y ganarla.
Los soldados sentían el cansancio de la guerra y deseaban volver a sus casas. En continuas marchas y contramarchas, apenas tenían tiempo de reposarse en alguna aldea, oyendo siempre detrás el paso redoblado de las partidas carlistas, señoras de Navarra. Y el comandante general buscaba la ocasión de una batalla para darle el triunfo, como un pan de comunión, a todo el Ejército. Era preciso apagar el grito que resonaba por valles y montes:
—¡Viva Carlos VII!
Don Enrique España tenía el mando de las fuerzas concentradas en el Baztán. El veterano general dictaba órdenes llenas de malhumor, pasaba revista a los batallones y salía a caballo con sus ayudantes. Algunas veces murmuraba, tascando el cigarro:
—Farsas del Estado Mayor.
Don Enrique España temía que no se hubiese pensado nunca en llamarle sobre Estella. Lleno de años y de experiencia, oía distraído la lectura de las órdenes que llegaban constantemente del Cuartel General. Si alguna vez tomaba el pliego de manos del ayudante que leía, era sólo para ver el prodigio caligráfico del escribiente. Le gustaban los limpios rasgos de la letra española, y sonreía, dejando caer en el papel la ceniza del cigarro. Sin duda recordaba cómo en una oficina, con galones de cabo en las mangas, había comenzado su carrera militar hacía treinta años. Y levantando el papel y sacudiéndolo en el aire, solía decir:
—Estos pobres son los que trabajan en el Estado Mayor.
Obedecía las órdenes sin concederles ningún valor, convencido de que la guerra acabaría cuando todos se cansasen. Tenía la misma desilusión que los soldados y la misma desconfianza. En medio de un constante malhumor, porque perdía al juego y no adelantaba en la guerra, apenas recataba sus pensamientos:
—Todos los generales conspiran por el hijo de Doña Isabel. Yo soy el único leal a la República... ¡Por eso me paga como el diablo a quien bien le sirve!
Sentía un sordo despecho por haber tenido que retirar sus tropas de Otaín. Juzgaba la concentración como una malicia pueril del nuevo comandante general y del Estado Mayor. Era una censura solapada de todos los planes anteriores, una labor de intriga para desprestigiar a los que habían tenido el mando y el consejo. Del Estado Mayor llegaban todos los días órdenes tan oscuras, que parecían dictadas por antiguos oráculos. Don Enrique España las mandaba archivar y pedía una aclaración que no llegaba nunca. El Estado Mayor, en medio de un gran vacío de pensamiento, quería mantener el prestigio de que meditaba profundas combinaciones estratégicas. Era un afán hueco y sonoro, un mugir de bueyes que no aran. Don Enrique España no les guardaba el secreto:
—Nos sacan de donde hacíamos falta, para llevarnos no saben adónde. Atacarán Estella, pero será con las fuerzas de la Ribera. Nosotros perderemos todo lo ganado, detenidos en estas delicias de Cápua. No caben tantos soldados en las cabezas del Estado Mayor General.
Y rodeado de sus ayudantes, dejando al caballo que mordiese la yerba del camino, tendía los ojos por el valle, todo en verdor y en paz. Era de un encanto primitivo, con la gracia de esos paisajes donde los evangelarios antiguos hacen florecer la infancia del Niño Jesús. Por los caminos blancos, entre mieses estremecidas, viñedos en fruto y dorados castañares, veían llegar nuevas tropas, que dejaban sin guarnición todas las villas desde Urdax a Tolosa.
IV
Tres confidentes llegaron uno en pos de otro, con la noticia de que atravesaba los puertos la partida del Cara. Iba de prisa y en silencio, como los lobos cuando bajan al poblado. Oyendo a los perros había cruzado sin detenerse las aldeas dormidas, San Paul, Astigar, Arguiña. Pero las confidencias no aventuraban adonde fuese el terrible cabecilla, que anochecía en un paraje y amanecía a veinte leguas. Los tres espías, sentados en el banco que tenía a su entrada el alojamiento del general, loaban aquel prodigio, hablando en vascuence. Aún estaban descansando cuando llegó un viejo con noticias de la sorpresa de Otaín. Montaba su buena mula y dijo que lo enviaba la Señora Marquesa. Después de oírle, el general le mandó salir, señalándole la puerta con leve movimiento de la mano, y se volvió a sus ayudantes:
—¡Tejer y destejer! Ahora correrán órdenes para que reforcemos la guarnición de la villa, porque es indudable que resistirá en el fuerte.
Entró un coronel con levita de uniforme y pantalón de paisano. Era el jefe del Estado Mayor:
—¿Y si no resiste, mi general?
Don Enrique España hizo un gesto lleno de aspereza:
—Será cuenta suya.
Replicó el coronel:
—Y lo peor es que ahora no puede enviarse ni un soldado sin consultar al general en jefe. Acabamos de recibir esta orden telegráfica.
Y desdoblaba un papel azul que traía en la mano. Don Enrique España lo rechazó:
—¿Qué dice?
—Que estemos dispuestos para operar con las tropas que ocupan la línea de Tafalla a Puente la Reina. Hasta las jornadas nos fijan.
El general movía la cabeza con aire aburrido:
—¿Ya no debemos bajar a Vera?
—No, señor.
—¿Pero no era el plan que entrásemos por la Barranca? ¡Tienen la estrategia de las veletas! ¿No íbamos a operar con la columna del general Primo?
Y extendió el brazo reclamando el telegrama, que volvía a recorrer con la vista el jefe del Estado Mayor. El general se acercó a la ventana, miró por todos lados el papel y se lo entregó a uno de sus ayudantes:
—Lea usted despacio.
Todos atendieron con religioso silencio. El Estado Mayor General ahora quería atacar a Estella por las posiciones carlistas de Santa Bárbara de Mañeru. Se le comunicaba un itinerario al general España. Por el Puerto de Velate debía ser el avance de todas las fuerzas concentradas en el Baztán: Bajarían por Alcoz a Oteiza. Tomarían posiciones dominando la orilla del Arga: El flanco derecho en Cizur, el izquierdo en Puente la Reina, el centro en Belascoaín.
Todos seguían con la imaginación aquella marcha larga y pesada por una tierra donde hacían constante correría las partidas carlistas, dueñas de los montes. Cuando el ayudante terminó de leer, el anciano general se limitó a decir:
—Hay que pedir aclaración de esa orden.
Preguntó el jefe del Estado Mayor:
—¿En qué sentido, mi general?
—En cualquier sentido. Telegrafíe usted también el suceso de Otaín. Como hemos dicho antes, no puede enviarse ni un soldado sin consulta previa. Yo confío que la guarnición resistirá en el fuerte.
—Es de suponer. Nada dispone tanto para las defensas heroicas como la crueldad del enemigo.
Murmuró estas palabras a media voz el jefe del Estado Mayor. El general aprobó con la cabeza:
—Lo hemos visto en la otra guerra...
—Como que eso explica tantas hazañas colectivas en la antigüedad.
Y se puso a redactar un largo telegrama para el Estado Mayor General. De pronto ladeó la cabeza:
—Me parece que tardarán en recibir ayuda los sitiados de Otaín.
Y miró a todos burlón y enigmático. Don Reginaldo Arias era un hombre pequeño y calvo, con la nariz torcida y la mirada aviesa de usurero pleiteante y sagaz. El general alzó los hombros:
—¿Por qué dice usted eso, coronel?
—Si quisiese explicarlo no sabría...
Interrogó desde la ventana un capitán de húsares, que estaba en el grupo de los ayudantes:
—¿Que no sabe usted explicarlo, mi coronel?
—No sé, querido Duque... No sé...
—Pues yo sí... La República necesita que haga una degollina Santa Cruz. Los carlistas trabajan en las cortes europeas por obtener la beligerancia.
Aprobaba con una mirada maliciosa el jefe del Estado Mayor:
—Y se comprende, querido. La beligerancia equivaldría a tener abierta la frontera y el comercio de armas.
El Duque de Ordax exclamó riéndose:
—Pues pensamos lo mismo. Hace falta una degollina para presentar a los carlistas como hordas de bandoleros. Entonces Castelar alzará los brazos al cielo, jurando por la sangre de tantos mártires, y pasará una nota a todos los embajadores. Ahora la suprema diplomacia es ayudar al Cura.
El general se levantó encendiendo el cigarro:
—Yo desearía que fuesen ustedes más prudentes al emitir esos juicios. Es un ruego amistoso.
Concluyó el jefe del Estado Mayor:
—Que Santa Cruz ande ahora más perseguido de los carlistas que de nosotros, nada dice. Santa Cruz es fuerista, sin reconocer la suprema autoridad de Don Carlos.
Y continuó escribiendo el telegrama para el Estado Mayor General. Los ayudantes hablaban en voz baja, retirados al fondo del balcón, y entre la pared y la mesa, en un hueco de tres pasos, iba y venía, tarareando, Don Enrique España. De pronto se detuvo y miró a los ayudantes:
—Imposible que por una intriga política el general en jefe sacrifique a esos valientes encerrados en el fuerte de Otaín. Les prohíbo a ustedes que lo digan y que lo piensen. Rompa usted ese telegrama, coronel. Ahora mismo van a salir fuerzas en socorro de esos valientes. Rompa usted ese telegrama.
El veterano se acercó a la mesa, y arrugó el papel entre sus manos trémulas.
V
Santa Cruz quiso castigar a la villa, porque y olvidando su claro abolengo legitimista, había consentido a la tropa republicana que sacase bagajes y raciones. Temerosos andaban escondiéndose los merinos, y dio un pregón condenándolos a muerte si antes de la noche no se presentaban en la rectoral donde tenía el Cuartel. Era tal el terror que inspiraba, que acudieron todos... Y después de oírlos un momento, mientras bebía un vaso de vino y tomaba una rebanada de pan blanco, les mandó dar cincuenta palos en la Plaza de los Fueros:
—¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!...
Marcaba la pauta el tambor redoblando. Los contaba muy recio un sargento destacado al flanco, y a coro con él contaban los niños de la escuela encaramados a los árboles, y alguna vieja antigua que tenía el recuerdo sagrado de la otra guerra:
—¡Veintuno! ¡Veintós! ¡Veintrés!...
Toda la villa acudió a presenciar el castigo, se llenaron balcones y ventanas, sólo estuvo cerrado el palacio de Redín. Algunos voluntarios habían entrado con un teniente para prender a la Marquesa. La anciana señora, advertida por sus criados, los esperó en la saleta de su tertulia sentada en un sillón, erguido el busto y la mano apoyada sobre el cojín de la muleta.
Era la misma actitud solemne con que había recibido al Señor General Don Enrique España. A su lado, en pie, un poco trémula, estaba Eulalia. La Marquesa de Redín, viendo entrar a los voluntarios, levantó muy severa los ojos hasta su nieta, y le advirtió en voz baja:
—Eulalia, no olvides que esta gente puede matarnos, lo que no puede es vernos temblar... ¡Nada de lágrimas ni de súplicas, hija mía!
Y acarició a hurto la mano de la niña. Eulalia no respondió, suspensa y con los ojos fijos en aquellos soldados que invadían la saleta. La Marquesa, que se había puesto los espejuelos, los interrogó con ese tono avinagrado y cortés de algunas viejas:
—No les conozco a ustedes, y me extraña mucho esta visita.
Los voluntarios sonreían, mirándose en los espejos con un destello de honradez aldeana sobre las frentes meladas, francas y anchas bajo las boinas azules. El teniente se detuvo en el centro de la sala:
—Tiene que comparecer en la rectoral, donde está el cuartel. Si no puede andar se la llevará en el sillón.
La Marquesa de Redín miró a su nieta, que se inclinó, ayudándola a ponerse en pie. Las dos estaban muy pálidas. Eulalia dijo al oído de la vieja:
—¿Voy con usted, abuelita?
La Marquesa movió la cabeza:
—No sé... No sé... Mejor será que te quedes.
Y fue hacia los voluntarios sola, encorvada sobre la muleta. En medio de la sala se detuvo y requirió los espejuelos para ojear al teniente que era muy alto. Dejándolos caer, murmuró seca y desabrida:
—Vamos al Cuartel.
Salió reprimiendo una lágrima y sin volver los ojos para mirar a su nieta, que la siguió hasta la escalera, en medio de la servidumbre consternada. En el primer peldaño se detuvo y llamó a su doncella:
—Tú vendrás conmigo.
La doncella, que ya tenía los cabellos blancos, se adelantó muy compungida y le dio el brazo. Bajaron entre los soldados, con gran lentitud. En la plaza seguía resonando el tambor, y el coro de viejas y niños llevaba la cuenta de los palos al último merino que sufría el castigo impuesto por el Cura:
—¡Ocho!... ¡Nueve!... ¡Diez!...
Cuando salió la Marquesa de Redín hubo un vano de silencio. Luego, definitivamente, cesaron algunas voces, y otras siguieron contando más indecisas. La gente se apartaba y hacía sitio con temeroso respeto a la vieja dama que iba entre soldados. Caminaba apoyándose en su doncella, con los ojos adustos levantados sobre los voluntarios carlistas, y murmurando de tiempo en tiempo:
—¡Qué inquisidores!
VI
Santa Cruz estuvo alerta toda la noche, paseándose solo en la solana de la rectoral. Al amanecer bajó al zaguán, y a los voluntarios que dormían escombrando el paso, les tocaba con el palo para despertarlos. Después de oír misa, hizo formar en el atrio y municionar a los doscientos hombres que habían venido con Egoscué:
—¡Ahora a tumbar herejes!
Y con gesto taciturno y huraño los vio desfilar hacia las trincheras, donde ya comenzaba el fuego contra los sitiados del fuerte. Había dispuesto que se hiciese una mina, y trabajaban en ella sin descanso todos los vecinos leales, ayudados de algunas mujeres. A las doce, los voluntarios fueron racionados en las trincheras, ración de balas, de vino mosto y pan caliente, que recibieron relinchando. El Cura paseaba entre ellos, taciturno, con la frente obstinada y el garrote en el puño. En algunos sitios se detenía y daba orden de no interrumpir el fuego. Los cañones del fuerte respondían alternativamente, y las balas se enterraban en la tierra de los parapetos. Santa Cruz iba tranquilo, sin alarde, con la cabeza inclinada y santiguándose. En el camino de los viñedos, donde estaba la vanguardia, sentose a descansar en una piedra, contemplando las líneas de tiradores..
Reparó que venía a caballo por la misma senda un viejo, a quien todos en la partida llamaban el Secretario. Y viéndole correr, sintió una ráfaga jovial.
—Aquí no hace falta el tintero de cuerno, Don Rafael.
Cabeceaba el viejo sobre la silla:
—Salí por inspeccionar esas viñas tan lozanas.
—¿Son de usted?
—¡Mías!... Ni aun al dueño conozco.
Vieron caer a su lado una bomba que levantó al sol, en surtidores, el agua de una acequia: Santa Cruz continuó sentado, mientras el caballo del otro daba una huida por el campo:
—Vuélvase, Don Rafael. En el establo de la rectoral han metido a la Marquesa de Redín. Mándele un confesor, Don Rafael.
Hablaba con voz vagarosa y soñolienta, sin mirar al viejo, que ponía un gesto muy apenado:
—¡Ilustre caudillo, primero le formaré tribunal, y la haré comparecer! Así, Lizárraga no dirá que fusilamos sin proceso.
Santa Cruz, al oír el nombre del general carlista, volvió a poner los ojos sobre las filas de tiradores y quedó mudo, con un frío reír entre la barba de cobre. El Secretario hizo una reverencia de letrado, y revolviendo su jaco trotó hacia Otaín. Santa Cruz entonces se levantó de la piedra, y subió hasta el viñedo donde estaba la vanguardia. Sus dos cañones, emplazados en lo alto de un cerro, no conseguían abrir brecha en los muros del fuerte. Era todo de piedra, aquel antiguo convento, y los republicanos lo tenían aspillerado. El humo de las descargas parecía inmóvil sobre los paredones rojos por los siglos. Al caer la tarde había cinco voluntarios muertos, que fueron llevados al cementerio en angarillas. Un clérigo con bonete iba detrás, entre algunas mujerucas que se cubrían con mantillas y lloraban. Rezó el clérigo un responso deprisa, y se volvió galgueando entre las mujeres, que corrían con las puntas de las mantillas apretujadas sobre el pecho. Santa Cruz, en el camino del cementerio, vigilaba el paso por donde retirarse hacia los montes. Comprendía que, los republicanos esperaban ayuda y que no había tiempo de rendirlos. Al volver de las líneas, le salió al paso un confidente. Santa Cruz le miró despacio:
—¿De dónde vienes?
—De Elizondo.
El Cura oyó la confidencia con los ojos bajos, apoyado en el bordón. Se confirmaba su recelo:
Ya sabía que llegaban refuerzos para los republicanos. Mandó esperar al confidente, y entró en la rectoral. Cerrado a solas en una sala blanca con tarima lustrosa, comenzó a pasearse. Aún estaba intacta la cama que la madre del vicario le había mullido el día antes de la toma de Otaín. Santa Cruz recapacitaba a media voz:
—Voy, los espero... Se retiran escarmentados... Ya estoy de vuelta y hago volar a éstos... Que sale mal, pues el monte conmigo... ¡Y me olvidaba de la justicia que hay que hacer en la vieja de Redín!
Abrió bostezando la boca grande, y tan bermeja, que parecía hilar sangre por la barba encendida, y fue a descabezar un sueño en la cama que le esperaba hacía dos noches.
VII
El cabecilla hizo un sueño ligero. Por la calle, bajo sus ventanas, pasaba un tumulto regocijado. El tamboril y la gaita tocaban en desacuerdo, y se trenzaban sus sones con fantasía grotesca. Santa Cruz, de una gran voz, llamó a los voluntarios de su guardia, siempre en centinela mientras dormía. Los sintió venir desde el fondo del corredor:
—¿Qué pasa?
Los mozos tenían una ingenua alegría en los ojos:
—La sentencia del Consejo, Don Manuel.
Seguía el son desacordado del tamboril con la gaita y el clamor alegre de mujeres y niños. El Cura se asomó a la ventana. En la plaza, sobre el fondo rojo del ocaso, vio a una vieja que marchaba a la jineta en las ancas de un burro, con el tamborilero delante y el gaitero detrás. Iban por medio de un gran corro de gente, y las mujeres levantaban en alto a los niños. El cabecilla, sin volver la cabeza, interrogó a los de su guardia:
—¿Es la Marquesa de Redín?
—Sí, señor.
Se retiró de la ventana, entornados los ojos y el gesto de fatiga:
—¡Con que hay un Consejo que dicta sentencias!
Los mozos quedaron serios, mirándose a hurto. Sentían la cólera del cabecilla en aquellas palabras pronunciadas a media voz. El Cura salió a la solana, donde había más voluntarios, y los miró a todos, pasando entre ellos. Llegado al otro testero, preguntó:
—¿Y el Secretario?
Respondió un mozo:
—¡Iré por él! En la bodega estaba.
Santa Cruz movió la cabeza y se fue en silencio, apoyándose en el palo con el aire huraño de un mendigo. Llegó a la bodega y se detuvo en el umbral, a la escudriña del fondo oscuro. Tres viejos arrugados, con las calvas encendidas, estaban sentados en odres a la redonda del banco de la matanza, cubierto con una toalla de lino, para que pudiese servir de mesa. Y sobre aquellos manteles, a canto de un plato con rosquillas, templaba el jarro fresco y talavereño. Los tres viejos reían contemplando el tumulto de la plaza, y por las bocas desdentadas se les escurría el vino. El Cura adelantó lentamente:
—¡Ave María Purísima!
Los viejos respondieron, levantándose, en coro:
—¡Sin pecado concebida!
Interrogó Santa Cruz con un temblor de toda la barba:
—¿Es el tribunal?
Los viejos le rodearon con los brazos abiertos:
—¡Ya tenemos aquí al gran partidario!
—¡Al que se ríe de todos los generales!
—¡El que vale más que el Rey!
El Cura dio un salto de gato y dejó caer su mano, redonda y blanca como un pan, sobre el nombro del Secretario:
—¿Qué ha hecho usted?
El Secretario empezó a reír, y, poco a poco y doblándose bajo el peso de aquella mano, acaba por llorar:
—¡Perdón, ilustre caudillo!
—¿Qué ha hecho usted?
—¡Formé tribunal!
Y volvió a reír, haciendo una mueca a los otros viejos arrodillados en una gran mancha de vino, entre cachizas del jarro. Santa Cruz, con aquella astucia soñolienta que daba frío, miraba a los tres. Se oyó hablar a la madre del Vicario:
—¡Ay, me dejen cerrar la puerta! ¡Divino Jesús, qué vergüenza si los pudieran ver!
Era una señora alta y seca, con el pelo muy alisado, recogido sobre la nuca en un moñete como una nuez. Murmuró el cabecilla con la voz contrariada y apenada:
—¡Cierre usted pronto, Doña Angelita!
El Secretario jadeaba bajo la mano del Cara:
—¡Ha sido condenada en toda regla, y se la hizo comparecer aquí para juzgarla!
Saltó uno de los viejos:
—¡Muy entera para las balas!
Y cantó el otro, moviendo la cabeza como el badajo de una campana:
—¡Qué balas ni qué castañas pilongas! ¡Qué balas ni qué castañas pilongas!
Detuvo la cabeza, y comenzó a hipar un sollozo largo, largo, que reventó como una ola. Pero entonces el otro viejo comienza a repetir:
—¡Castañas pilongas! ¡Castañas pilongas! ¡Castañas pilongas!
El Secretario temblaba como una res, bajo la mano del Cura:
—¡Ahora están calamucos, porque han bebido! ¿Quién puede negarlo? Pero antes no lo estaban... ¿Quién puede negarlo?... Como se ponía la vieja tan entera pidiendo ser fusilada, pues vino sobajarle el orgullo... Pues fue decir ella vuelo muy alto, pues fue decirle ya te daremos plumas... Pues fue decir no temo las balas, porque soy la esposa de un héroe, pues fue nosotros el decir, castañas pilongas.
Se oyó la voz ronca de la madre del Vicario, que atendía a espaldas de Santa Cruz:
—¡Borrachos!
El Secretario, revolviéndose bajo la mano del cabecilla, gimió con una voz muy cortesana:
—¡Los que lo sean, los que lo sean, Doña Angelita!
Santa Cruz le sacudió con gran violencia:
—¡Alma de Faraón!
El otro se dobló, gritando:
—¡Todo el mal viene de las mujeres!... ¡Sin aquella sobrina mía, que vive en la Calle del Mercado Viejo!... Me trajo una orza de miel, y como al ir a catarla le hallé un sapo dentro, pues intacta la dejé. Tampoco quise regalarla, por ser el sapo un animal con ponzoña. ¡Y era una miel dorada!
Exclamó, enternecido, uno de los viejos:
—¡Cuando untamos el cuerpo de la acusada, parecía un caldero de cobre!
El Secretario le miró lleno de amor, y luego comenzó muy de prisa:
—Pues me vino la idea de mandarla emplumar. Era un castigo que divertía mucho a los antiguos...
Interrumpió la madre del Vicario:
—Y a los modernos. Yo lo he visto cien de veces en la otra guerra.
—Había que aprovechar la miel regalo de mi sobrina... A la buena señora la dejamos con enaguillas por la decencia, y se le untó el cuerpo. ¡Sí que parecía un monstruo! Se llevó en el pergamino una miel de regalo... Esta sobrina es hija de la mayor de mis hermanas, que fue para mí como una madre... ¡Sí que parecía un caldero de cobre! En nada se faltó a la decencia. Como es muy vieja, la señora conserva muy pocos encantos, sin que yo, pobre de mí, le quite el ser Marquesa. Se la vistió con el plumaje de unas gallinas que matamos, y se la echó a volar sobre el borrico del aceitero. Es un castigo de los antiguos, que en sus sentencias cumplían siempre dos fines: Penar al malo y divertir al bueno... Pan y circo... ¡Pan de justicia!
Terminó de hablar con un gemido, porque el cabecilla le empujó violento contra los otros dos, que permanecían arrodillados en la charca sangrienta del vino. Silencioso salió Santa Cruz de la bodega, la barba en el pecho, la mirada esquiva, y muy en lo alto del bordón, que le ayudaba a mesurar el paso, la mano blanca y pecosa, cubierta de un vello dorado. Fuera tocaba un aire el tamboril y otro el gaitero: Se trenzaban grotescos, como los zuecos de esos vejetes ladinos que en las fiestas de aldea rompen bailando el corro de las mozas.
VIII
El Cura abrió la ventana y miró al cielo. Apenas brillaban las estrellas. Estúvose quieto y meditando, con los ojos fijos en la sombra de los montes. Bajo la bóveda de la noche, todos los rumores parecían llenos de prestigio. El ladrido de los perros, el paso de las patrullas, el agua del río en las presas, eran voces religiosas y misteriosas, como esos anhelos ignotos que estremecen a las almas en su noche oscura. Y todas las cosas decían una verdad que los hombres aún no saben entender. Las sombras y los rumores, las estrellas que se encienden y se apagan, las aguas de plata que las llevan en su fondo, los pasos que resuenan sobre la tierra, todo tenía una eternidad y una eficacia en el gran ritmo del mundo, donde nada se pierde, porque todo es la obra de Dios.
Pero aquel cabecilla que había dejado su iglesia para hacer la guerra a sangre y fuego, sólo veía en la noche la oscuridad propicia para sus sueños de batallas. Meditaba ir con su banda al encuentro de las tropas que venían sobre la villa. Temblaba antes de decidirse, y toda su alma se tendía en acecho, iluminada por un resplandor como el que tienen los gatos en los ojos. Era preciso levantar el cerco y salir en las tinieblas con tal sigilo que los sitiados no lo advirtiesen. Se decidió con un sentimiento torvo y lleno de recelo que le ponía un gran frío en las mejillas. Sólo dejó cien voluntarios, porque al alba del día hiciesen alarde ante el fuerte y entretuviesen a los sitiados con parlamentos para que se rindieran. Salió la partida en grupos de pocos hombres, tal que los del fuerte no pudiesen descubrir la línea oscura de la formación en el claro de la carretera. Santa Cruz, al salir de Otaín, llevaba consigo, atados en cuerda, a los tres viejos. Cuando subía un alto del camino se detuvo y mandó detener a su gente:
—Muchachos, ya visteis la justicia que hice en los merinos de Otaín. Fue por la ayuda que dieron a los republicanos cuando entraron en la villa. Si alguno lo ignoraba, ya lo sabe.
Los voluntarios respondieron a una:
—¡Conformes! ¡Conformes!
El cabecilla quedó un momento silencioso ante el vocerío de la hueste tendida por el vericueto del camino. Se fundía con el murmullo del hayedo la respiración de aquella banda de aldeanos. El Cura miró muy fijo a los tres viejos que llevaba en cuerda:
—Ahora cumple castigar a los que hicieron de una sentencia un carnaval. Burla de judíos, que inventaron el cetro de caña para escarnecer a Nuestro Señor Jesucristo. La Marquesa de Redín debía ser fusilada por traición, que nacida en esta tierra va contra los fueros y favorece a la República. Yo mandé darle un confesor, pero tres odres de vino la condenaron a pasear sobre un asno. ¿Qué se hace con ellos?
La banda respondió con un murmullo, y luego resonaron algunas voces escalonadas:
—¡Que castigue Don Manuel! ¡Que castigue Don Manuel!
El Cura volvió lentamente la mirada a los tres viejos, y los reparó despacio. Luego, apoyadas las dos manos en el bordón, habló a la banda inmóvil ante él, bajo la luna naciente:
—También os digo que hasta hoy fue gente leal, con buenos servicios para la Causa... Por tanto, que les sean desatadas las manos y que vayan al frente. ¡A cada uno su fusil!
Gritó el Secretario con la voz aguda y penetrante:
—No es castigo, es honra, y le doy a usted las gracias, Don Manuel.
Los otros hablaron entre sí muy quedo mientras los desataban. Después del concilio volvió a levantar la voz el Secretario:
—Mis compañeros tampoco lo estiman como castigo, y le dan a usted las gracias.
Hicieron los tres un saludo y marcharon alineados a ocupar su puesto en el frente. Allí, uno de ellos murmuró volviéndose al Cura:
—Le agradecería a usted que no me entregasen el fusil hasta dar vista al enemigo. Señor Don Manuel, tengo setenta años y el hombro derecho roto de una bala. Pero he sido soldado y cazador, y todavía, todavía...
El Cura respondió brevemente:
—Está bien. Que vaya sin fusil.
Se apartó entre unos árboles, y mandó desfilar. Unido a la retaguardia iba por la orilla del camino, meditando, apoyado en su bordón. Era su pensamiento constante el de la guerra. Sentía a su paso nacer el amor y el odio, pero se miraba en el abismo del alma, y veía todas sus acciones iguales, eslabones de una misma cadena. Lo que a unos encendía en amor, a los otros los encendía en odio, y el cabecilla pasaba entre el incendio y el saqueo, anhelando el amanecer de paz para aquellas aldeas húmedas y verdes, que regulaban su vida por la voz de las campanas, al ir al campo, al yantar, al cubrir el fuego de ceniza y llevar a los pesebres el recado de yerba. Era su crueldad como la del viñador que enciende hogueras contra las plagas de su viña. Miraba subir el humo como en un sacrificio, con la serena esperanza de hacer la vendimia en un día del Señor, bajo el oro del sol y la voz de aquellas campanas de cobre antiguo, bien tañadas.
Se acordaba entonces de su iglesia de Hernialde, en lo alto de Hernio, y de su misa al amanecer. Con ternura memoriosa de aldeano, sentía dentro de sí ondular los caminos en el amanecer, cuando bajaba a otras aldeas para cantar en las fiestas de los viejos Patronos Gloriosos: Santiago, San Clemente, San Frutos. La noche serena acrecentaba aquel ensueño, y al pasar bajo los hayedos oscuros, que apenas dejaban ver la luna, toda su alma temblaba y abría las alas en la niebla luminosa de las procesiones, entre el humo del incienso y el oro de las vestiduras. Anhelaba volver a sentir aquella gracia que le hacía amar el presbiterio y su casa frugal y campesina, con el galgo a la puerta y el maíz secando en la solana. La casa vecina de la iglesia y la misa al alba.
El cuervo tenía el benigno volar de una paloma.
IX
En el Crucero de Belda halló el Cabecilla a un confidente que venía cruzando los prados, llenos de amorosa fragancia, bajo la luna. Santa Cruz se apartó mucho de su gente para hablar a solas con aquel hombre, y al emparejarse murmuró las palabras torvas con que recibía, a todos los confidentes:
—¿De dónde vienes?
—De Arguiña.
—Puedes empezar. Cuida de no engañarme.
—Pues a los guiris no los tengo visto, y nada digo, que tampoco quiero aparentar. Mi vereda ha sido toda por medio del valle dende que salí. Para llegar antes no me detuve siquiera a mirar que estaba todo en sudor, y pasé el río por el vado, que me quedaba la puente a la mano izquierda y no quise ir a buscarla.
El Cura le interrumpió, muy reposada la voz:
—Di, qué traes.
Saltó el otro con una gran viveza:
—¡Pues que ha muerto de las heridas el Estudiante! Mañana lo entierran.
—¿Tú lo viste?
—Yo lo vi. Toda la casa estaba llena con los gritos de las mujeres y de los mutiles de la partida.
—¿Cuántos hombres?
—En Arguiña habría hoy cerca de los dos cientos. Se fueron de tarde para ir a juntarse todos con los voluntarios del general Lizárraga.
Nada repuso el cabecilla, que, con la barba en la mano, siguió andando. Cerca de una foz, por donde la gente tenía que desfilar muy despacio, llamó a un voluntario de tierra del Roncal. Era el andarín de la partida, donde todos le llamaban Cepriano Ligero. Se cuadró ante el Cura, sonriendo:
—¿Qué me mandaba, Don Manuel?
Habló muy lento Santa Cruz:
—Vuelve a Otaín, y a los hombres que dejé, me los encaminas a Larraga.
—¿Hay que correr, Don Manuel?
En la voz del voluntario temblaba una risa ingenua. El Cura repuso, poniéndole la mana en el hombro:
—Hay que correr, Cepriano... Que sea aquello de llegar tú y ponerse todos al camino.
Y Cepriano exclamó con cierta alegre timidez:
—¿Aventuro que salió otra liebre mucho más grande, Don Manuel?
—¡Mucho más grande!
—¿Se deja lo de Otaín?
—Por ahora, sí.
—¡Pues, vamos a correr!
El roncalés se aseguró bajo los dientes las cintas del sombrero, y trepó como un chivo por aquellos cuetos. Santa Cruz permaneció apartado de su gente, con cierto remordimiento por abandonar la empresa de Otaín. Pero una ambición más grande le llamaba como llama en la guerra una bandera tremolante. Quería reunir bajo su mando todas las partidas guipuzcoanas, y realizar el sueño que tuvo una mañana inverniza, al salir con tres hombres de su iglesia de Hernialde. Iba a ser sólo. Haría la guerra a sangre y fuego, con el bello sentimiento de su idea y el odio del enemigo. La guerra que hacen los pueblos, cuando el labrador deja su siembra y su hato el pastor. La guerra santa, que está por cima de la ambición de los reyes, del arte militar y de los grandes capitanes. El Cura sentía dentro de su alma palpitar aquella verdad, que le había sido dada en el retiro de su iglesia, cuando leía historias de griegos y romanos: En las tardes doradas paseando en la solana, y durante las noches largas, bajo el temblor de la vela que se derrama. Ahora aquella verdad era su verdad, la sentía sagrada y sangrienta, toda llena del arcano profético, como las entrañas de una res sacrificada por el vate druida.
Caminando bajo el hayedo del monte, apoyado en el bordón como un peregrino fatigado, tenía los ojos llenos de lágrimas al recordar la destrucción de las ciudades antiguas que no querían ser esclavas de los grandes Imperios. Le resonaba interiormente la armonía clásica con que narran tantas hazañas Nepote y Salustio. Era un divino son latino, más bello y más grave que el canto llano. Y con el odio por las legiones y las águilas augustanas, como solía decir recordando el lenguaje del pulpito, sentía el entusiasmo por las tribus patriarcales y guerreras de los libres vascones. Soñaba que su hueste fuese el ejemplo de aquéllas, y que saliese de las batallas con sangre en las armas y en los brazos. Llevaba consigo segadores con la hoz, y pastores con hondas, y boyeros con picas. Su alma se comunicaba en el silencio con el alma de todos, sabía cuáles eran los más fuertes, cuales los que se consumían en una llama fervorosa, y los que peleaban ciegos y los que tenían aquel don antiguo de la astucia. Para gobernarlos y valerse de ellos, los tenía en categorías: Lobos, gatos, raposas, gamos. A uno solo le llamaba el ruiseñor, porque era un versolari. Jamás hubo capitán que más reuniese el alma colectiva de sus soldados en el alma suya. Era toda la sangre de la raza, llenando el cáliz de aquel cabecilla tonsurado. Y en medio de la marcha, de tiempo en tiempo se detenía y rogaba de quedo, con la fe ardiente de un guerrero antiguo:
—¡Señor, líbrame de enemigos!
X
Pasada la foz, donde el camino se ensanchaba, emparejó con Miquelo Egoscué. Después de ir a su lado buen espacio, con la mirada esquiva y silencioso, musitó como si saliese de un sueño:
—Miquelo, mañana entierran a Sorotea.
El otro levantó los ojos hasta las estrellas, con serena calma:
—¡Sorotea!... Era un buen partidario. ¡Valiente! Salimos juntos de Larraiz, y tuvimos que pasar el río a nado para llegar al campo carlista. No dejaré de rezar por el bien de su alma.
El Cura adelantose, sin que mediasen otras palabras, y comenzó a marchar con paso de lobo, recorriendo el flanco de la partida y dando órdenes en voz baja a todos sus tenientes. Llegó hasta las últimas parejas del frente y se detuvo a un lado del camino, en medio de su guardia. Se apoyaba en el bordón como un cabrero que hace desfilar bajo los ojos su rebaño, para contarlo. Al pasar Egoscué, le llamó y retuvo a su lado:
—Hemos de seguir hablando, Miquelo.
Había desfilado toda la banda, y los dos cabecillas quedaban sobre la orilla del camino oyendo cantar los ruiseñores. El Cura se recostó en una piedra, con la cara vuelta al cielo estrellado. En torno, conversaban despacio los voluntarios de la guardia:
—Hoy ha muerto en Arguiña uno de los buenos.
—No es verdad.
—Lo tiene dicho Don Manuel.
—¡Y hablaban que no eran graves las heridas!
—Mala cura que tuvo.
—¡Era un buen partidario!
—¡Bueno!
—Aún no tenía bien cerrada la barba y podía contarse de los primeros. Para que digan que la muerte no elige.
—¡Vaya, y se prenda de los buenos mozos!
—¡Condición de las viejas, malditas sean!
—Dicen que la gente ha recibido emisarios para que se una al general Lizárraga.
—Lizárraga anda por cerca de Tolosa.
Santa Cruz se incorporó en la peña y miró a todos vagoroso y huraño, como si no los reconociera:
—¡Miquelo! ¡Miquelo!
El otro cabecilla, que estaba al pie de un roble, se volvió con arrogancia:
—¡Aquí!
Y salió de la sombra del ramaje al claro de la luna. Santa Cruz se puso en medio de su guardia, de pronto prevenida y muda. Rodaban de la altura algunas piedras desprendidas al paso de los partidarios que cruzaban los puertos. Iban ya muy lejos. Egoscué sintió en torno suyo aquel silencio del monte y concibió un gran recelo. El Cura, con la frente contra el bordón que tenía abrazado, le hablaba sin mirarle:
—Miquelo, un secreto mío lo vendiste al general Lizárraga.
—¡Mintió quien lo dijo!
—¿Dónde están los fusiles que enterré en el caserío de Gorostiza?
—Allí estarán, si no fueron por ellos.
El Cura repuso con la voz encalmada:
—Otros irían... Y para fin de traiciones, tienen que acabarse tantos cabecillas, y no quedar más que uno. ¡A ti te lo digo!
Egoscué adivinó de pronto la sima de vértigo y de sombras que cavaba la ambición en el alma del tonsurado, y sintió frío en la raíz de los cabellos. Le increpó dando voces:
—¡Me llamaste a tu lado, y estoy viendo que era un cepo para que cayese, mal clérigo!
Santa Cruz replicó muy frío, sin apartar la frente del bordón:
—Tienes media hora.
Egoscué le clavó los ojos fieros y angustiados respirando con ansia, sin poder desatar el nudo de la voz. Quiso poner mano a sus armas, pero en el mismo instante, obedientes a una señal, le cercaban los mastines de la guardia y le ponían preso. El Cura levantó su mano, que era como un vellón blanco en la noche azul y serena del monte:
—Llevadle a la foz, y cuatro tiros.
Sin oír los denuestos del otro cabecilla, se echó el palo al hombro y corrió monte arriba para juntarse con sus partidarios. Se veía mandando todas las partidas guipuzcoanas y haciendo la guerra conforme la tradición pedía. No le turbaba el remordimiento. Era su alma una luz clara y firme como piedra de cristal. Sabía la verdad de la guerra y el mezquino don de la vida. Cuando al ordenar un fusilamiento, en pos de otro fusilamiento, veía palidecer a sus tenientes, recordaba, despreciándolos, el duelo de las mujerucas enlutadas mientras cantaba los responsos en su iglesia de Hernialde. Sentía renacer aquella mística frialdad y aquella paz interior. Consideraba con una delectación áspera, el hilo tan frágil que es la vida, y cómo el aire, y el sol, y el agua, y un gusano, y todas las cosas, pueden romperlo de improviso. Muchas veces, al cruzar ante los prisioneros vendados y pegados a una tapia, los miraba a hurto y pensaba como si les pagase un tributo:
—También yo caeré algún día con cuatro balas en el pecho.
Y si había inquietud en su conciencia, con aquel pensamiento la soterraba.
XI
Muchas horas después de haberse retirado los últimos voluntarios carlistas, aún permanecía encerrada en el fuerte la guarnición republicana de Otaín. Con recelo de una celada, seguía arma al brazo, avizorando tras los muros aspillerados, puestas atalayas en la torre sin campanas. A media tarde asomaron por la vega algunos jinetes de húsares que venían destacados en patrullas, explorando por el frente y flanco izquierdo, únicos sitios donde los carlistas podían emboscarse para un ataque. La infantería avanzaba por secciones a paso de marcha, metiéndose a veces en las siembras, porque era el camino muy angosto y pedregoso. De pronto se llenó la vega con el son de las cornetas, y otras cornetas respondieron roncas y claras, desde los muros del viejo convento. Cuatro compañías de África y cien jinetes, llegaban en socorro de los defensores de Otaín. El Duque de Ordax, ascendido a capitán, mandaba el pelotón de los húsares, y toda la fuerza el coronel Guevara. Se ordenó el alto en la Plaza de los Fueros. De tiempo en tiempo, asomaban corros de chiquillos, que gritan al amparo de una esquina, y escapan corriendo:
—¡Abajo los guiris!
El Duque de Ordax estaba bajo el balcón saledizo de la posada, viendo cómo le herraban el caballo, cuando llegó un soldado que le habló en voz baja:
—¿No podrías darme la boleta de alojamiento para casa de mi abuela?
El Duque se echó a reír:
—¿Temes que sin ella no te admitan?
—¡Naturalmente! Mi abuela me tiene en entredicho, como toda la parentela, y mandará que los criados me pongan a la puerta. Con la boleta le haré comprender que no entro allí como su nieto. ¡Ten compasión, querido Jorge! Mira que me tienen abandonado y necesito conmover el duro bronce de mi abuela para sacarle algún dinero. Con mis padres, no hay que contar. Son cosa perdida.
El Duque de Ordax se negaba con un leve movimiento de cabeza:
—Parecería una burla. Preséntate sin boleta.
Lamentó el soldado, que era casi un niño, con los ojos azules, las cejas de oro pálido y la tez lechosa:
—¡No tengo desahogo bastante, Jorge!
—¡Por Dios, Agila!
—No, no lo tengo.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre. Yo, para atreverme a una cosa, necesito no haberla pensado.
El Duque repitió con mayor seriedad:
—Lo siento, pero no puedo prestarme a esa burla, Agila... Y menos ahora, cuando tu abuela acaba de sufrir un ultraje tan grave de los carlistas. Me dicen que está enferma. Yo iré a visitarla dentro de algunos momentos, apenas sepa el forraje que hay para los caballos. Tú debes hacer lo mismo.
—¡Si fuese grave su enfermedad!
—En los viejos, todas las enfermedades son graves.
—Si la sacramentasen, yo entraría muy devoto con el cortejo, hasta el borde de su cama, y le besaría la mano. Entonces puede ser que me perdonase...
El Duque volvió a reír sonoramente:
—¡Hombre, puede ser!
—Un perdón como yo lo necesito. ¡Si no afloja la bolsa, qué consigo con su bendición, querido Jorge! ¿Tú no quieres darme la boleta?
—No.
—¿Resueltamente?
—Resueltamente.
—Pues desesperado, haré un disparate.
—Pues hazlo.
—A la orden, mi capitán.
Agila saludó, alzando a la carrillera del chacó la mano derecha, y se fue dejándola caer de palma y con estruendo sobre el anca del caballo que herraban. Jorge le gritó:
—¡No seas bárbaro!
Y ayudó a contener el caballo, que se alzaba. Comentó el posadero santiguándose, metiéndose los dedos en la faja:
—¡Vaya un mozo!
En la plaza se oía el rasgueo de las guitarras, los soldados encendían fogatas, y en grupos, cogidos de las manos, se acercaban a las mozas que estaban en las puertas, y les proponían armar un baile. Pero las mozas, casi sin oírlos, se entraban esquivas en los zaguanes.
XII
El Duque de Ordax cambió de uniforme en la posada, y después de rizarse los mostachos ante un espejo roto que le presentó su asistente, se dirigió al palacio de Redín. En la antesala halló a un viejo vestido de negro, con la levita salpicada de rapé. Era el mayordomo tan arrugado y consumido, que parecía una momia descubierta en el fondo de alguna alacena polvorienta. Tenía el rosario entre las manos, y rezaba sepultado en un sillón de cuero, frente a una litografía de Napoleón en Santa Elena. Se levantó consternado:
—¡Señor Duque, qué afrenta para una familia de tanta alcurnia, y para toda la nobleza, y aun para los que servimos en estas casas conociendo lo que representan y lo que fueron en la Historia!
Moviendo el cráneo pelado y amarillo, donde se dibujaban las suturas de los huesos, levantó el tapiz de una puerta para ofrecer paso al Duque. Entraron los dos al salón, colgado de damasco carmesí como una sala capitular, frío y sin alfombra, luciendo dos grandes braseros apagados, uno a cada testero. Y cerca de un balcón muy chato, con cortinas de muselina en los cristales, están como una tradición familiar, la butaca y el velador donde jugaba a las damas la Marquesa. El Duque se detuvo en medio del salón, mirándose en los espejos de las consolas, también velados por muselinas. Se oyó el roce da una puerta y entró Eulalia. Tenía los ojos llorosos, estaba un poco pálida y sonreía:
—¿Lo sabes todo?
—¿Qué te parece?
—Una barbaridad.
—La abuela no ha dejado de delirar. Fue una cosa horrible las barias del populacho. Iban detrás tirándole lodo. Me la entregaron medio muerta. ¡No, no es posible que pueda resistirlo!
Se cubrió los ojos sollozando. Jorge le tomó una mano, y la retuvo entre las suyas:
—No llores, que te pones más guapa, y eso es terrible para mí.
Eulalia le miró risueña y sofocada:
—Deja ahora esas tonterías, Jorge.
Se levantó del sofá donde estaban juntos, y fue a sentarse algo más lejos, en un sillón, sin mirar al Duque. Al cabo de un instante, preguntó con aturdimiento, y como si quisiera recordar que los separaba un abismo:
—¿Qué es de tu mujer? ¿No habéis hecho las paces?
Se nubló de pronto el rostro del arrogante capitán:
—Ni aun sé por dónde anda.
Dejó caer las palabras lentamente, y sostuvo con afectación en los labios una sonrisa tirante. Eulalia, inquietada por otro pensamiento, murmuró sin advertirlo:
—¡Pobre mujer!... ¡Cómo has labrado su desgracia!
Jorge echó hacia tras la cabeza, mortificado y violento, mientras la muchacha sonreía mirándole de pronto franca y fraternal:
—¿Pero tú conoces a mi mujer?
Y el duque de Ordax, con una expresión extraña, que cambió de ser dolorosa hasta ser cínica, se corrió un poco en el sofá para acercarse a Eulalia. La muchacha recogió el ruedo de su falda y escondió los pies enderezándose en el sillón. Sentía una gran alarma interior, y que le recorría los nervios la memoria sensitiva y oscura de un sueño, el sueño de aquella noche, en que ella iba por un camino desconocido, a la -caída de la tarde. Jorge, que estaba un poco pálido, entreabría los labios pasando los dedos por su barba de oro. De pronto, acentuando la sonrisa, exclamó:
—No sé nada de mi mujer... Ni siquiera quién es ahora su querido.
Eulalia se puso roja, con tal llamarada de sangre, que hasta los ojos le encendía. Respiraba con angustia:
—Perdóname, Jorge... ¡Y no me digas a mí esas cosas!
Jorge le tomó la mano:
—¡Perdóname tú!
Quedaron los dos silenciosos y conmovidos. En aquel gran salón de la abuela evocaban el aspecto amoroso y romántico de los héroes novelescos que en las litografías del año treinta se dicen sus ansias bajo una cornucopia, enlazados por las manos en el regazo del sofá, que tiene caído al pie un ramo de flores. Jorge se alejó lentamente, y estuvo algún tiempo en el balcón de la abuela. Su figura desaparecía entre los cortinajes de damasco carmesí. Experimentaba una emoción dulce y familiar en aquella sala, tan distinta de los alojamientos que le solía deparar la vida de campaña. Era el renacer de un amor juvenil y lejano bajo el perfume de las rosas, marchitas en los grandes floreros de las consolas. Del cardo seco que era su alma, volaba una mariposa. Y aquella vida, triste en medio del ruido de una baja locura, abrasada por el aguardiente de todas las cantinas, llena de todas las músicas plebeyas de los cuerpos de guardia, ahora sentía, como en un tiempo lejano, llegar el amor con la melancolía. Una divina emoción de adolescente, anhelo y recuerdo, era la gracia lustral que le purificaba. Respiró con delicia, cerrando los ojos:
—¡Qué feliz soy!
Sintió abrirse una puerta allá en el fondo, y pensó que salía Eulalia. Pero en el mismo momento oyó la voz melosa de Agila:
—¡Hermana! ¡Hermanita del alma! Y volvió la cabeza, y en el umbral descubrió abrazados a los dos hermanos.
XIII
Eulalia se conmovió un poco ante su hermano vestido de soldado y oliendo a cuadra:
—¡Pero, Agila, qué has hecho!
El muchacho repuso con una sonrisa infantil, que reclama indulgencia:
—Estoy arrepentido, hermanita.
—¿Y cómo te acostumbras a esta vida?
—No me acostumbro... Me han cogido como a un criminal y me llevaron al cuartel. ¡No me acostumbro, pero me resigno!
Eulalia le miraba muy grave:
—¿Por qué has dado motivo con tus locuras a ese castigo?
Agila levantó la mano con aire desdeñoso y un poco fanfarrón:
—¿Quién no hace locuras en la vida, hermanita?... Nadie intercedió por el pobre Agila. ¡Ay, si hubieras estado tú en Madrid!
Eulalia seguía mirándole, con una llamarada en las mejillas:
—¿Y no te avergüenzas de verte así?...
—¿Con uniforme de soldado? No, no me avergüenzo. Me avergüenzo de que mi padre me lo haya impuesto como un castigo por mis locuras, por mis vicios.
—¿Por qué no le escribes pidiéndole perdón?
—Aún no es tiempo... Cuando haga una heroicidad... Si tengo la suerte de que me hieran, le escribiré desde el hospital... A la abuela es a quien deseo pedirle perdón. ¿Está muy enojada conmigo?
Una sonrisa serena y buena iluminó la boca de la hermana:
—Está enojada, como lo estamos todos.
Agila inclinó la cabeza sobre el pecho, con una mirada mortecina:
—¡Qué enfermo me encuentro, Eulalia!
Y empezó a toser cavernosamente. Eulalia, con un poco de zozobra, le dijo risueña:
—Déjate de comedias, Agila.
El muchacho hizo un gesto de trágica conformidad con el destino, y se oprimió el pecho. Eulalia llamó a Jorge, que permanecía alejado en el fondo del balcón, y le recibió con una carcajada:
—¿Cómo tenéis a este chico en filas? ¡Se está muriendo!
Jorge, acariciándose la barba, se encaró con Agila:
—¿Ya estás en rol de Margarita Gautier?
El otro acogió tales palabras con una sonrisa suprema y generosa. Vago el gesto, y levantando un poco la cabeza, prestó atención a los clarines lejanos, que tocaban en el fuerte:
—¡Adiós, Eulalia!
—¿Te vas? ¡Espera, muchacho!
Agila respondió hueca la voz y dolorida, como un ermitaño que hablase desde su cueva:
—Es el toque de rancho, y no quiero quedarme sin comer.
Ya no pudo Eulalia reprimir las lágrimas, y con los ojos brillantes se volvió a Jorge:
—¿Es verdad?
El Duque de Ordax humeó lentamente el cigarro:
—¡Ni media palabra, hija!
El muchacho se cuadró:
—Perdone vuecencia, mi capitán.
Eulalia los miraba y sonreía un poco recelosa:
—¿Vuecencia también? ¡Cuánto respeto!
Explicó apresurado Agila, humillando la cabeza:
—Por Grande de España, no por ser capitán .
Jorge dio algunos pasos, riendo con aquella risa insolente, un poco de gallo:
—¡Qué farsante eres, maldito!
Y como Agila permanecía cuadrado, mordiéndose un labio, Jorge vino y le cogió por los hombros:
—¡Vamos a ver!... ¿Cuándo has comido tú rancho?
El muchacho le sostuvo la mirada y respondió con la sequedad de un pistoletazo:
—¡Siempre!
El Duque le soltó asombrado, echándose atrás para mirarle a todo talante:
—¡Estás loco!
Agila repitió obstinado:
—¡Siempre, mi capitán!
Eulalia se cubría los ojos con el pañolito, muy agitado por un sollozo el pecho de suprema armonía. Jorge la mira y siente una ternura inefable, como si un rocío de lágrimas regase la rosa recién abierta en su alma:
—¡No llores, Eulalia!... Yo te doy mi palabra de honor... ¡Es mentira!
Olvidado de Agila, se acercaba, pero ella le detuvo con el gesto, al mismo tiempo que retrocedía. Y Jorge, entonces, se vuelve al muchacho, mirándole como a un sacrílego:
—No hagas llorar a tu hermana.
Agila, siempre cuadrado, parpadea muy de prisa:
—Con el permiso dé vuecencia, me retiro.
Dio media vuelta para salir, pero su hermana le agarró por un brazo:
—¡Si no creo una palabra! ¡Lloro porque soy una tonta! ¡Tú no tienes que comer rancho! ¡Eres un farsante!
Y abrazándole por el cuello, le besó en las mejillas, que tenían un reflejo impasible y burlón. De pronto se apartó, mirándole dolorida y resentida:
—¡Tienes dentro del cuerpo el demonio manso!
Eran las mismas palabras, llenas de un perfume supersticioso e ingenuo, con que de niños expresaban los momentos malos de Agila, la terquedad pérfida, silenciosa, encalmada, que oponía ante los castigos y los halagos. Eulalia le miraba como entonces, y a su rostro parecía volver algo infantil. Jorge se emocionaba un poco:
—¡Eulalia, tú tienes fe en mi palabra!
—Sí, hombre, sí... ¿Dispongo de este recluta?
Jorge se inclinó:
—¡Y del capitán y de todo el escuadrón!
—No quiero que me nombren patrona de la Caballería.
El Duque rió largo y sonoro, volviéndose con las barbas de oro iluminadas, hacia el hermano, que permaneció cuadrado e impasible, con el labio entre los dientes. Pensaba recriminarle, pero se olvidó oyendo la voz de Eulalia:
—El capitán y el recluta se quedan a cenar. Voy, que necesito preparar a la abuela.
Y salió ligera y muy feliz. Jorge, al verla desaparecer, clavó en Agila una mirada de desprecio, y se alejó sin hablarle.
XIV
Agila, muy despacio, llegó hasta la puerta, y pegando los hombros, se escurrió. Anduvo por los anchos y vacíos aposentos, misteriosos y olorosos como cajas de sándalo llenas de secretos. Perdido en ellos, sin oír voz ni rumor, le parecía que eran sus pasos grandes y resonantes. Al verle de lejos hacía su reverencia el mayordomo, que daba cuerda a un reloj. Agila pasa, y al desaparecer por otra puerta, siente en la espalda la sensación magnética de unos ojos que miran fijos. Por un salón reflejado en el fondo de un espejo, viene una vieja muy encorvada. Agila sonríe pensando que aquella vieja tan menuda, presa en el cristal, quiere salir para bailar sobre la consola dorada, entre los daguerreotipos. Pero de pronto, la vieja huye del espejo y entra por una puerta. Anda menudamente, y sobre el alda negra, las manos son amarillas. Salen de unos puños muy apretados. En una mano trae el bolsón de la calceta, y en la otra una alcuza de aceite. La sombra de la vieja es muy grotesca en la pared, y la alcuza marca el garabato de una nariz bajo el borde pringado del manto. Agila se acuerda de la Rosalba... ¡Tía Rosalba, que vivía en un desván del palacio y salía siempre al trasluz! ¡Tía Rosalba, hermana de la abuela, hija de una criada y del bisabuelo! Después recordó de niño, cuando había tenido fiebres y aquella vieja menuda estaba a la cabecera de día y de noche. Y recordó la convalecencia a su lado en el desván, jugando con un yesquero de oro, que había pertenecido al bisabuelo:
—¡Eres tú, marquesito!
—¿Cómo va, tía Rosalba?
—¿Y cómo quieres que vaya? ¿Y cómo quieres que vaya?... Ya sé tus historias, y que has salido un perdido. ¿A quién te pareces, hijo? ¿Aún no has visto a mi hermana Paquita?
—No, señora.
—Pues eso no está bien.
Agila mostró una gran humildad:
—Tengo miedo, tía Rosalba.
—¡Miedo! En los años que cuento, poco oí decir de cobardes, marquesito.
—Soy muy culpable con toda la familia, tía.
Agila se pasaba la mano por la frente de terso marfil, donde las cejas parecían dos arcos de oro. La vieja tosió levemente:
—Tía Rosalba es un parche mal pegado en la familia, y nadie la oye. Pero desde que contaron aquí tus historias, tuviste mi absolución, y dije que la culpa era toda de tu padre.
Suspiró Agila:
—¡Es usted muy buena, tía Rosalba!
—No, hijo, no. Soy muy vieja, y las viejas tenemos que ser alcahuetas de los jóvenes. Cuéntame qué has hecho para merecer tanto rigor, criatura. ¿Saltar por la ventana e irte de mozas? ¡Vaya un pecado grande!... ¡Mira qué cosa, nunca pude soportar a tu padre! Reconozco que es un gran señor, pero tiene por alma un fierro de estoque... Es una prevención de toda la vida. Ahora tu padre dice que soy una bruja. Antes, cuando era pretendiente de tu madre, no decía eso, y me hacía sus regalitos, y me llamaba tía Rosalba!... ¡Pues hijo, a mí siempre me pareció lo mismo!... Vaya, ven conmigo y le pedirás perdón a mi hermana Paquita.
A todo esto, la vieja le ofrecía el bolsón de su calceta para que se lo llevase, como cuando era niño. Agila se puso a su lado, con una risa de burla en los ojos verdes e infantiles. Salieron a la antesala, y dijo la tía tocando el brazo del muchacho, al mismo tiempo que sacaba la alcuza bajo el borde pringado de la mantilla:
—Antes nos llegaremos al Cristo del Gran Poder. Tengo que alumbrarle.
El Cristo del Gran Poder era una imagen antigua que había en una calle estrecha, cerca del palacio. La devoción de la vieja movió en el alma de Agila un despecho egoísta y frío. Hubiera querido que le llevase derechamente al lado de la abuela. Comenzaron a bajar la escalera en silencio. Agila miraba a la vieja y sentía la tentación de empujarla para que rodase. Era un pensamiento que le salía a los ojos, un deseo pueril y bárbaro de niño cruel. Le atraía la escalera larga, toda de piedra, un poco oscura, con el claro de la puerta abierto sobre el vasto zaguán, allá en lo hondo. Se quedó un poco atrás y empujó a la tía Rosalba. Al mismo tiempo sentía un gran frío en las mejillas y oprimido el corazón. Rodó la vieja con ruido mortecino, y a su lado la alcuza iba saltando hueca, metálica y clueca.
XV
Eulalia estaba en la saleta arrodillada a los pies de su abuela, oidora en silencio, la cabeza con tembleque y un poco torpe la atención. La nieta le lava las manos en una salvilla de cristal que adornan filetes de oro. Después le recoge y prende la toca de encaje, caída sobre un hombro todo a lo largo de la espalda. La Marquesa mira tan obstinadamente, que da miedo. Había sido trasquilada con grandes escaleras, por quitarle la miel, que ya de otro modo no se soltaba del cabello, y tenía el aire de una mendiga vieja y loca. No cesa un momento el temblor de aquella cabeza cenicienta y salpicada de roeles blancos, con las orejas despegadas, casi tocando los hombros, que se hispan como dos alones sin plumas. Eulalia intercede por su hermano, pero la vieja señora, con los ojos parados, divaga y se distrae. De pronto, la nieta se levanta y mira en redor suyo, hacia las puertas. En otra sala resuenan roces de susto. Una doncella asoma pálida y apresurada. Eulalia se vuelve, hurtando con el cuerpo la vista a su abuela, y se lleva un dedo a los labios. La doncella queda incierta un momento y luego se va. Ante los ojos de Eulalia flota un lazo blanco del delantal. La Marquesa interroga torpemente:
—¿Qué sucede, hija?
—Nada, abuela.
La vieja escucha mientras su nieta le pone los mitones de seda:
—Sí... Algo sucede. ¿Por qué dices que nada?
Eulalia intenta sonreír:
—Nada, abuela.
La abuela acrecienta el temblor de su cabeza:
—No seas embustera, niña. Ve a enterarte.
Eulalia sale. Va corriendo. Tras ella las puertas quedan abiertas. Por el fondo de una sala llevan en brazos a la tía Rosalba. Agila ayuda a llevarla. Eulalia, cuando llega, interroga en voz baja:
—¿Qué fue, tía Rosalba? Agila tiene un momento de ansiedad, y siente que los labios se le hielan. Pero la tía se remueve suspirando:
—¡Los años, hijita, los años!
Entonces el mayordomo explica arqueando mucho las cejas:
—Algún soponcio, señorita. Ha rodado toda la escalera.
Tía Rosalba, con un hilo de voz, ruega porque la dejen sobre el canapé. ¡Que no se fatiguen! ¡Que no se cansen! Y los criados, con ese aire de los cofrades que llevan las andas en la procesión, la posan y esperan a su lado. Tía Rosalba sonríe y se mete una mano por el justillo para palparse. Desde la frente, un hilo de sangre le corre hasta la mejilla. Eulalia se entera por palabras sueltas que tienen un rumor de vuelo, y se acerca a la tía para que beba un sorbo de agua con vinagre:
—Se le irá el susto, tía Rosalba.
La tía aparta a todos con una mano:
—Dejadme, dejadme. ¡Que no se entere mi hermana Paquita! ¡Tendría un disgusto muy disforme!
Da un gran suspiro, y cierra los ojos palpándose un hombro. Todos guardan silencio y esperan en redor. Eulalia, después de un momento, toca en el brazo a su hermano que se mira en un espejo, con el gesto fijo y obstinado de un magnetizador:
—No hagas eso, Agila.
Agila parece salir de un sueño:
—¿Qué hago?
—Eso... Mirarte así... Oye, intercedí con la abuela.
—¿Qué dice?
—Ten paciencia.
Agila responde alzando los hombros:
—¡Todo me es igual!
Sus palabras tienen un dejo de fría vaguedad, que tanto les da un aire pueril como desesperado. Eulalia hace un gesto incrédulo y gracioso:
—¡A tus años debes aborrecer la vida!
Y vuelve a fijarse en la tía Rosalba. La vieja sigue suplicando que la dejen reponerse sin moverla del canapé. Eulalia, viéndola ya serena y con la frente vendada, sale muy veloz, para que la abuela no esté en alarma. Jorge, asomado a una puerta sobre fondo de antigua tapicería, le sonríe. Eulalia se pone encendida:
—¡La Rosalba, chico! ¿Te acuerdas de la Rosalba?
Y pasa sin otra explicación. Pero a corta distancia, se detiene viendo a un soldado de caballería, que con el sable recogido, adelanta pisando lleno de respeto la tarima encerada. El soldado se cuadra ante su capitán:
—Orden de coronelía para que inmediatamente se presente vuecencia, mi capitán.
—¿Qué ocurre?
—Yo recibí esa orden del cabo Turégano.
—Ya lo supongo que recibirías la orden, idiota. ¿Pero has visto si hay alguna novedad en la fuerza? ¿Si ha llegado algún confidente?
—Trajeron el cuerpo de un centinela que apareció muerto cerca del rio. Debieron matarlo los carlistas tirando de la otra vera.
Jorge se acercó a Eulalia:
—Si puedo volver, aquí estoy.
Ella preguntó un poco emocionada:
—¿No sabes lo que sea?
—No sé... Tal vez quieran destacar patrullas de caballería.
—¿Tú tendrías que salir?
—Según... Hasta luego o hasta siempre, divina Eulalia.
Tenían enlazadas las manos, y se miraron en el fondo de los ojos, los dos muy fijos, hasta que bajó los suyos Eulalia.
XVI
Veintitrés voluntarios se desertaron en las angosturas del monte, cuando corrió por las filas aquel rumor medroso y cauteloso que anunciaba la desaparición de Egoscué. Fue el primero en volverse desandando camino, el pastor que una noche había sacrificado sus siete cabras para ofrecerlas en un banquete con cantos de versolaris, como en un pasaje antiguo, a los soldados del amo Miquelo. Descarriado de la partida, Ciro Cernín, trepaba a los riscos más altos, negro y quimérico bajo la luna. Erguido sobre ellos llamaba, dando a la voz un ronco y prolongado son de bocina:
—¡Amo Miquelo!... ¡Amo Miquelo!...
Y la voz, llenándose de sombras, rodaba por el nebuloso cimear de los hayedos y pasaba por entre las foces resonantes:
—¡Amo Miquelo, corazón de león!
Iba corriendo anhelante, sin saber nada cierto, y seguro al mismo tiempo de la desgracia del amo Miquelo. Repetía en alta voz con el aliento entrecortado y una obstinación fiera:
—¡Fue traición del Cura! ¡Fue su traición!
Y otras veces gemía con un dolor cristiano, metiéndose en los jarales y andando por ellos de rodillas, desgarrándose la carne:
—¿Tú que lo ves, Rey de los Reyes!... ¡Tú que lo ves! ¡Tú que lo ves!
Y se alzaba sollozando e iba así muy largo camino. De pronto se embravecía mirando los peñascales erguidos como ruinas de torreones, y trepaba de nuevo a lo más alto. Allí, la voz aún impregnada de lágrimas, volaba en grandes ondas de bocina:
—¡Amo Miquelo, mastín leal!
Seguía el sendero de las cabras por la cornisa de una foz, cuando sintió frío en las sienes y en los párpados. Se detuvo, presintiendo que el lobo andaba cerca, y requirió fuerte el palo, endurecido en la majada al fuego de las hogueras. En el mismo tiempo se encomendaba al ángel San Miguel. Temblando, vio cómo el lobo estaba en un saliente de la peña. Destacaba por oscuro, a mitad del tajo en claro de luna. El pastor, con ánimo de espantarle, hizo rodar algunas piedras de la altura, pero estaba encarnizado devorando una presa, y no se movió. Ciro Cernín catea entonces un guijarro recio, y lo pone en la honda. La piedra se disparó silbando, y el lobo apartó el hocico de la presa, rugiendo fiero y lastimero. El pastor, con lo ferrado del palo, luego se puso a socavar un peñasco, que al desarraigarse y rodar llevó un fragor de torrente por el hayedo bajo que llena la hondura de la foz. El lobo dio un salto y desapareció. Ciro Cernín, llevado de un impulso extraordinario, bajó a la piedra donde le había visto estar devorando, negro en el claro de luna. A poco de meterse por la jara, le pareció que en una quiebra se levantaba y abatía el brazo de un hombre. Con un respeto sobrenatural, siguió bajando. Aquel brazo que se levanta y abate desigualmente, simula llamarle. Pero de pronto esta ilusión de sus ojos desaparece, y reconoce el poncho del amo Miquelo: Está prendido en los espinos y tremola un pico al paso del viento. Prorrumpe el pastor en voces que despiertan una gran onda en la bravía oquedad:
—¡Capitán valeroso! ¿Qué enemigo te mató? ¿Qué bala traidora muerte te dio?
El cuerpo ensangrentado y roto del cabecilla está clavado en el ramaje de las hayas. La cabeza, negra de sangre, le cuelga hasta posar en tierra. Ciro Cernín se abrazó con aquel despojo y lo subió hasta el camino. Estaba enterrándole al pie de un gran roble que tenía la copa vieja y armoniosa, toda llena de paz, cuando el frío de los párpados le advirtió que tornaba el lobo. Se apercibió requiriendo el palo. Venían por entre los árboles unos ojos en lumbre: Se detuvieron mirándole muy fijos, y comenzaron a cerrar camino, más despacio. Se le vinieron de pronto encima, con un gañido fiero. Ciro Cernín pasó el palo zumbando, al vuelo de la tierra. Era el molinete que hacen los pastores para quebrarle las patas al lobo. Comenzó una lucha de astucia y de fiereza. Ciro Cernín se esquivaba rodeando el tronco del roble, y alguna vez subiéndose a las ramas. Al fin, el lobo quedó vencido: Se arrastraba sobre la yerba, todavía con los ojos en lumbre, pero aullando lastimero. Ciro Cernín le dio un gran golpe en la cabeza, enarbolado el palo a mandoble, y luego, desenvainó el cuchillo, clavándoselo por el ijar, para llegarle al corazón. Acabó de echar tierra sobre el cuerpo del capitán, y cargó con el lobo, como un trofeo. Iba repitiendo:
—¡Tú que lo ves, Rey de los Reyes! ¡Tú que lo ves! ¡Tú que lo ves! ¡Tú que lo ves!
Le sorprendió el rayar del día por una cima lejana, y se sentó a descansar. Entonces se durmió, y como un niño, tuvo un sueño, bajo el oro angélico de la aurora.
XVII
Agila, al cruzar la cocina de su alojamiento, vio dos sombras que estaban calentándose cerca del fuego. Y al subir la escalera del sobrado, oyó la voz asombradiza de la dueña:
—¡El Demonio lo hace!... Cubre con la anguarina el cuerpo del lobo. ¡El Demonio lo hace, pues se me representa mi marido, Don Diego!
Agila iba casi huyendo, con el alma recogida y atenta. Salía del palacio donde la vieja se quejaba apretando los labios, y había tenido un gran miedo de que viéndole salir le llamase. ¿Qué le hubiera dicho entonces la tía Rosalba? Agila recordaba su expresión dulce y pueril, con la frente vendada, y seguía pensando en lo mismo. ¿Qué le hubiera dicho? Probablemente le hablaría bajando mucho la voz, para que los criados no se enterasen, y le amenazaría con la mano igual que a un niño:
—¡Eres muy travieso, marquesito!
Agila recordaba aquel momento de rodar la vieja. Lo recordaba claramente con una gran sequedad interior, y experimentaba la sensación desengañada del niño que ha roto un juguete para sacar tan sólo una espiral de alambre. Cruzaba la cocina de su alojamiento con una basca triste, con una angustia de odio y de venganza.
Hubiera querido que los carlistas incendiasen el palacio de su abuela, tras de haber emplumado a todas las brujas de Otaín. Se acostó en una sala grande, donde había otra cama, y con los ojos cerrados para no ver luz, siguió removiendo ideas de odio, como remueve el sepulturero la tierra llena de larvas. Pero acabó por sumergirse en los círculos infernales de la idea fija, por devanar un pensamiento largo, constante, igual. La impresión de mareo que esto le producía, acabó por recordarle el cable que una noche de luna soltaban en el mar fosforescente, desde la sombra de un bergantín carbonero. Y de pronto, vuelve a encontrarse mirando dentro de sí con una obstinación egoísta y sentimental. ¡Se dejaría matar! Agila, en aquel momento, tendido en el lecho, con los ojos cerrados, con las manos juntas, encuentra que la muerte es un paso muy suave. Sus ideas, enlazadas con el quimérico razonar de las pesadillas, le muestran en el sacrificio de su vida una bella venganza. La evocación de su casa, trastornada bajo la noticia de su muerte, le da una impresión dolorosa y voluptuosa. Recorre todas las estancias con el pensamiento: Ve a los criados, que llevan libreas de luto y andan como sombras, ve a sus padres, lívidos por el remordimiento, sentados frente a frente, odiándose y acusándose. ¡Se dejaría matar! Devanaba incesantemente aquel pensamiento largo, igual, que ahora se correspondía con una sensación oscura, tan lejana, que parece sensación de otra vida. Descubría en sí el recuerdo anterior de todo aquello que pensaba, el hilo inconsútil de otra conciencia que, al seguirlo, se quiebra en círculos de sombra. Tan vago era todo aquello, tan en los limbos del olvido, que ya ningún recuerdo podía florecer en ellos su rosa de luz. Agila modula a media voz con ahogo de niño:
—¡Me dejaré matar!... ¡Me dejaré matar!
En él mismo momento abre los ojos. Ha sentido un soplo magnético en los párpados, que se hacen ligeros, casi ingrávidos. Un hombre vestido de pieles está mirándole muy fijo desde el fondo de la estancia, y la puerta se va cerrando quedamente por sí sola. El hombre que acaba de entrar y le está mirando parece un pastor. Tiene en las pupilas una luz montañera, y en las pieles del vestido el aroma de las urces quemadas en la majada. Recogido en sí mismo, le reprende con los ojos extáticos, y tienen sus palabras la clara ingenuidad de los que beben en la fontana de Cristo:
—¡Mal idear tienes, compañero! ¡Malas ideas son las tuyas si eres cristiano!
Agila no recuerda que habló en voz alta, y se estremece oyendo al pastor. Bajo la mirada fija de aquel iluminado, cierra los ojos, y con los labios helados, aún intenta sonreír.
XVIII
El cabrero sacó del zurrón un ángel, esculpido por él en madera olorosa de limón, y sentado sobre la cama, cerca de la luz, se aplicó a perfilarle el plumaje de las alas con la punta de su cuchillo. Agila le miraba lleno de curiosidad. El pastor, al cabo de un momento, levantó los ojos, que tenían la pureza de los horizontes montañeros:
—¡No es buena cosa la guerra!
Agila respondió moviendo la cabeza:
—No, no es buena cosa.
—¿Extrañas la casa de tus padres, mocé?
Agila, temeroso de que la voz delatase su emoción, afirmó con un gesto. Y el pastor le miraba profundamente:
—Tienes malos pensamientos. Tú dices: Esta vida no es buena, me dejaré matar, y no piensas que si tus padres te la dieron, no será tan mala.
El cabrero se detuvo contemplando el rayado que hacía su cuchillo en las alas del ángel. Agila le interrogó:
—¿Tú, cómo estás aquí?
—Voy al Santuario de San Miguel.
—¿Muy lejos?
—Cimero, cimero en el monte Aralar.
—¿Tienes allí tu rebaño?
—Tengo mi devoción. Si no te gusta la guerra, bien harías en seguir conmigo.
Agila quedó caviloso:
—No puede ser... Me cogerían.
El pastor le reconvino dulcemente:
—Si no te gusta la guerra, no andes en ella más tiempo.
Agila cerró los ojos y cruzó las manos sobre el pecho. Sólo se oía el cuchillo del pastor rascando la madera olorosa a limón. Al cabo de algún tiempo detuvo la punta, y calentándola en la luz, posó los ojos en Agila:
—Yo también anduve en la guerra... Y me fui por la gran maldad de un capitán, que hizo matar a otro.
—¿Tú eras carlista?
—Sí.
—¿Y no temes que te delate?
Agila interrogaba con una sonrisa antipática y llena de indiferencia, sin alzar la cabeza de las almohadas. El pastor contemplaba el cuchillo que enrojecía en la luz del velón:
—No lo temo, no... Algún día pudo ocurrir que nos hallásemos frente a frente en una trinchera para matarnos... Pero ahora ya por nada de este mundo me determinaría a causarte mal. ¿Y tú a mí, compañerito?
Los verdes ojos de Agila eran dos piedras verdes, de una dureza cruel:
—¿Yo a ti?...
Pero los ojos del pastor estaban llenos de luz, y Agila sintió una emoción extraña. Había querido replicar con perfidia, y le quebraba la voz aquella emoción que le invadía. Balbuceó apenas:
—Tampoco yo a ti, compañero.
Se le humedecieron los párpados hasta cegar en gran resplandor, como si volasen sobre ellos las tórtolas de luz que temblaban en los mecheros del velón. Murmuró en voz muy baja:
—¿Por qué no temes, hombre de Dios?
—Hombre de Dios soy... Es la verdad del mundo que todos lo somos.
Agila le miraba sin comprender:
—Todos, sí...
—Los hombres todos son de Dios. Las almas, unas son de Dios y otras del Demonio. ¡Pero los hombres, todos de Dios!
—Todos, sí...
—Tú, por muy malo que seas, siempre eres de Dios. Tienes tú que morir para ser del Demonio.
Agila hizo un esfuerzo para responder:
—¡No hay Demonio!
El pastor se rió abrazado a su ángel:
—¡Dice que no hay Demonio! Mi San Miguel pequeño, dice que no lo hay porque tú le tienes puesta la lanza encima.
Agila repitió con mayor firmeza:
—¡No hay Demonio!
Empezó a temblar el pastor:
—¡Lo hay! ¡Lo hay! ¡Lo hay! ¿Pues quién está hablando dentro de ti?
Agila sintió que le recorría la carne una sabandija veloz. Se cubrió los ojos con la mano:
—¡Calla, hombre de Dios!
—¡De Dios, porque todos en el mundo lo somos. Digo, tocante al nombre que me dieron con la santa agua, Ciro Cernín.
Agila le sonrió como a un hermano infeliz:
—¿Y por qué no temes, Ciro Cernín?
—Porque el Ángel se me apareció, ordenándome ir con los pastores que tienen sus ganados por los contornos del Santuario. Y el mandato del Ángel toda la vida se ha cumplido. Un caballero que murió sin quererlo cumplir, tuvo por castigo hacerse piedra. Y rodando, rodando por los caminos miles de años, llegó aquella piedra a la misma puerta del Santuario. Y conforme llegó fue perdonada.
Agila pensó desesperado:
—¡Piedra mía, corazón mío, piedra la más dura, qué caminos aún rodarás para ser perdonada!
Osciló la luz. Una patrulla de caballería pasaba trotando bajo la ventana.
XIX
Todas las confidencias daban en la frontera al Cura Santa Cruz.
El terrible cabecilla, perseguido de los carlistas y de los republicanos, tenía que andar con un pie en la raya de Francia. El Rey Don Carlos, tiempo atrás habíale mandado llamar, pero el rebelde, fingiéndose enfermo, esquivó presentarse en la Corte de Estella. Desde entonces, por los mercados de las villas se anunciaba que iba sobre él, con muchas tropas, el general Don Antonio Lizárraga. El Cura, ante aquellas nuevas, permanecía en los montes de la frontera, al acecho de una ocasión propicia para invadir el solar de Guipúzcoa. Tenía allí muchos amigos, y esperaba poder burlar a republicanos y carlistas, aun cuando los dos bandos se juntasen para perseguirle. Y tal suceso, de juzgarle como a un bandolero, lo iban pregonando por aquellos caseríos algunos cabecillas parciales del general Lizárraga.
En Arguiña, donde sólo una noche tuvo campo, se le habían unido los voluntarios de Sorotea. Pocos iban de grado, pero contrario a seguirle no se declaraba ninguno. Estaban faltos de capitán, y sin descubrir entre ellos quién pudiera serlo. Fue en esta gran desesperanza, cuando llegó y los metió en sus filas Santa Cruz. Cayó la partida con revuelo de gerifaltes. El dónde eran, y los mandó formar. Rezaron juntos el rosario los veteranos y los nuevos, y aquella misma noche, cantando la letanía, los sacó a todos de Arguiña. Encomendó a Juan Elizalde, primo hermano suyo y gran veredero, que guiase la partida a través de los montes, y él, sólo con treinta perros mastines, se volvió desandando camino.
El Cura Santa Cruz, por castigar las deserciones que comenzaban en su hueste, bajó a incendiar los caseríos, donde, al huir de su bandera, se habían acogido algunos partidarios de Miquelo Egoscué. En esta correría, que parece un romance de algara, retomó hasta las puertas de Otaín. Hizo con sus mastines una jornada de veinte leguas. Cerca de Belza, cogió prisioneros a siete fugitivos, y después de llevarlos descalzos por caminos fragosos, los mandó fusilar, bajo la gloria del sol, en el robledo centenario de Arguiña. Los cuerpos fueron entregados a las mujeres para que los amortajaran. Y después, como los otros desertores ya podían estar en salvo, por caminos escusados salió al encuentro de los suyos, que aún iban atravesando los montes. En la marcha sobre la frontera, fue dejando como retaguardia patrullas de pocos hombres, que, corriendo el campo por la línea del río, llegaron alguna vez a tirotearse con los centinelas de Otaín y de Elizondo.
Un día tuvo libre el paso a Guipúzcoa. Y aquel día supo que un viejo cabecilla, recuerdo de la otra guerra, estaba escondido en un caserío, enfermo de mal de piedra. Esto bastó para encenderle y abrirle las alas. Con aquella ansia por juntar en su puño todas las partidas, bajó del monte, y en una marcha nocturna, atravesó las líneas carlistas y las republicanas. Al rayar el sol, ya tenía cercado el caserío donde agonizaba sentado en un sillón, con la capa sobre los hombros y la barba crecida, el veterano Don Pedro Mendía.
Estas audaces apariciones, repetidas muchas veces, ponían un acento de asombro a las confidencias que seguían dándole en la raya de Francia.
XX
Eulalia, cuando entró en la saleta de su abuela, venía sofocada y riente, seguida de Jorge. Al verla, un grupo de muchachas que rodeaba a la vieja señora, se alzó con rumor de bandada volando a besarla. Sólo una dama flaca, morena y bizca, permaneció sentada cerca de la Marquesa. Era la madre de aquellas niñas, y tenía un parentesco de tradición con la casa del general Redín. Muy amable, de palabra melosa, estaba casi en el suelo, y acariciaba sobre sus rodillas una mano de la tía Paquita. Su figura se destacaba por oscuro sobre una cortina de encaje, delante de un balcón. Tenía el perfil triste, la silueta flaca, toda la figura muy severa, de una rancia hidalguía castellana. Pero hablando se metía en el corazón con sus palabras de miel, a veces de una malicia bobalicona y graciosa, un poco de priora. Por su matrimonio con un viejo calavera y devoto, muy afecto a los fueros, era Condesa de Santa María de Vérriz. Las niñas, feas, morenas y con los ojos negros, tenían el perfil de su madre. Eulalia les decía al pagar sus besos:
—¿No pensaréis en iros hoy?
Acababan de llegar en un landó, tirado por cuatro mulas que aún cascabeleaban a la puerta del palacio. Venían de su granja, un predio de leguas, con iglesia en su término, dependiente en lo antiguo de los abades de Vérriz. Era una jornada muy larga por el camino real, y algunos trajinantes la dividían en dos, haciendo alto en la Venta del Galán. Eulalia les preguntó cuándo habían salido, y el coro de niñas hizo una escala de huecas flautas:
—Aún era de noche. Comimos en vuestro robledo de Ormaz. ¡Estaba un día de sol!...
La Condesa levantó su voz dulce y persuasiva:
—Venimos para llevaros, Eulalia. Eso le estoy diciendo a la tía. Con esa condición nos quedamos, hermosa.
Eulalia se acercó a la Condesa de Vérriz:
—¡Tú estás muy buena, Estefanía!
—Muy resignada con mis arrugas, hija... Pues tuve telegrama de tus padres, suplicándome que convenza a la tía...
Eulalia preguntó con descuido:
—¿Dónde están ahora?
—¿No te han escrito?
—Sí, pero no recuerdo dónde están.
Comentó, con los labios estirados, la vieja Marquesa:
—Sabe que están buenos, pero no recuerda dónde fechaban. ¿Qué extraño es? Yo tampoco lo recuerdo... Si Rosalba no hubiera perdido la carta.
Toda mieles hizo un mimo la otra señora en la mano arrugada de la vieja:
—Tiene razón, tía, razón que le sobra. A mí me pasa lo mismo, tampoco leo nunca la fecha, y me suceden unas cosas...
La vieja desentendiose, y dándole un temblor a la cabeza, preguntó a la nieta:
—¿Qué le pasó el otro día a Rosalba?
—Le ha dado un soponcio, abuela. ¿Cómo se acuerda ahora?
—Porque no estoy desmemoriada, niña. Aun cuando tengo muchos años, no estoy desmemoriada. ¿Y qué me has dicho? ¿Que se ha caído?
—Sí, señora.
—Se habrá lastimado.
—No, señora.
—Hija, pues que te diga cómo ha hecho. La contrataremos en un circo.
Viendo reír a la nieta, le hacía coro la abuela, con esa risa rasgada de las encías sin dientes. Estefanía Vérriz daba un nuevo apretujón a las manos amomiadas de la tía Paquita:
—¡Qué ingenio tan lozano! ¡A Madrid con nosotras, tía Paca! Tiene usted que conocer a Cánovas del Castillo. Son ustedes muy parecidos, tía Paca.
Se animaron los ojos de la anciana:
—Dicen que tiene mucho talento. ¿Tú le conoces, Estefanía?
—Sí, señora. Pero donde usted tendrá mil ocasiones de verle es en casa de sus hijos.
Estas palabras quedaron flotantes en un círculo de silencio. Las cuatro niñas feas interrumpieron su escala de flautas, y hubo rápido cambio de miradas entre aquellos ojos negros, impregnados de una malicia grave. Eulalia, un poco sofocada, tomó el brazo de sus dos primas mayores, poniéndose en medio, y se las presentó a Jorge:
—¿Cuál eliges por patrona del Arma de Caballería?
La Marquesa se ponía su lente de carey:
—Eulalia, si estas niñas no están cansadas, llévalas al jardín. No las tengas aquí prisioneras.
Las niñas no estaban cansadas, y se agruparon en torno de su prima, felices de poder murmurar sus secretos en la soledad del jardín, paseando del brazo entre los mirtos centenarios. Al cruzar la antesala, percibieron una voz desvariada que hablaba de prisa y se interrumpía quejándose con mucho dolor. Ante el asombro de las primas, Eulalia les explicó:
—Es la tía Rosalba.
Miraron todas por la puerta de cristales. La vieja estaba en el canapé: Se recogía sobre el pecho un brazo amoratado, tenía el pelo revuelto en una greña sucia, y los ojos vidriados. A sus pies, sentada en un taburete de escuela, hacía calceta una niña. La vieja habla muy voluble entre quejidos, y la niña se mece en el banco. Era la hija de una criada antigua en la casa, y su madre le había encomendado el cuidado de la tía Rosalba. Eulalia cuchichea entre sus primas:
—Lleva tres días sin acostarse. No quiere que nadie la toque ni se le acerque. ¡Es una vieja más ridícula!...
Hizo un gesto la menor de las primas:
—¡Se llenará de miseria!
La reprendió una de sus hermanas:
—¡Calla, tonta!
Insistió la pequeña:
—¡Cómo nos está mirando!... Y tiene los ojos de loca...
Todas sintieron miedo y se alejaron corriendo hacia el jardín.
XXI
A prima noche, después de haber comunicado el santo y seña, salió de su alojamiento el coronel Guevara. Era pequeño y tripudo. Viéndole andar, sin saber por qué, daba la sensación de un viejo maestro de baile. Con saltos menudos atravesó la plaza, toda clara de luna, y entró en el palacio de Redín. Desde el comienzo de la guerra, los jefes que hacían alto en la villa, concurrían a la tertulia de aquella dama contemporánea de Espartero. Hablando con el coronel, preguntándole noticias de la guerra, la vieja se animaba. Pero de pronto, tenía un gesto de enfado:
—Lo que hacen ustedes no puede llamarse guerra.
La Marquesa murmuraba de los generales, se quejaba de los robos que hacían los soldados, y refería una historia muy larga, de cuatro valencianos y de un convoy que iba, que venía. Los valencianos se hacían ricos y continuaban llevando nuevos convoyes, que se perdían muchas veces. De repente, se quedaba con los ojos obstinados, fijos en el coronel:
—¿Es usted casado?
—No, señora.
—¿Ni tiene usted hijos?
—Tampoco. ¡Así estoy más libre para batirme!
—No sé... Los hombres solteros, son ustedes unos egoístas... Y el egoísta ama mucho su vida. Si usted no tiene ni mujer ni hijos a quien dejar su nombre, lo estimará menos que otro obligado a dejarlo por herencia.
—Yo puedo querer dejárselo a la Historia.
Se rió la vieja hablando con su sobrina la Condesa de Vérriz:
—¡La Historia! ¿Sabes tú quién hace la Historia, hija mía? En Madrid los periodistas, y en estos pueblos los criados. ¡Vaya unos personajes! En Inglaterra ahora acaban de publicar una biografía del difunto general Redín.
Estefanía puso sus manos, con extremo de cariño, sobre las manos de la Marquesa:
—¡La devoré, tía Paca! ¡La devoré!
Quedó la vieja mirándola, adusta y un poco en babia:
—¿De cuándo sabes inglés?
La Condesa sonrió encantada:
—Como era la biografía del tío, al aya de mis hijas hice que me la tradujese. Y hubiera ido a la Embajada. ¡Ay, qué tía más picarona!
La tía desentendiose, dando a su cabeza aquel temblor de vieja adusta y desengañada:
—Toda la biografía está hecha sobre datos del ayuda de cámara que tuvo mi marido cuando la emigración en Londres.
Preguntó con energía el coronel Guevara:
—¿Datos ciertos?
La vieja empezó a reír, moviendo la cabeza:
—¡Como decir que tuvo dos hijos de una inglesa! Yo podría negarlo, pero sería ofender la memoria de mi pobre marido. No pudieron buscar mayor imposible esos hijos de la pérfida Albión. ¡Ay, qué extranjis de mis pecados! Los franceses son peores, una gente que nunca se entera. Nosotros también estuvimos emigrados en París. ¡Nos visitaba Luis Felipe!
Estefanía quiso cortar la divagación:
—¿Es verdad, señor coronel, que se prepara una gran batalla sobre Estella?
El coronel respondió midiendo las palabras:
—Todos hablan de eso, pero ninguno sabe nada... La batalla, en mi opinión, será cuando nadie hable... Nosotros tenemos orden de incorporarnos a la columna que opera cerca de Tafalla.
La Marquesa de Redín inclinó el busto poniendo atención:
—¿Qué decía usted, señor coronel?
—Que tenemos orden de corrernos por la Barranca.
—¿Pero, qué decía usted de Tafalla?
—Tafalla es el final del movimiento, donde debemos unirnos con la columna del general Primo.
La barbeta de la vieja empezó a temblar:
—¿Qué guarnición dejan ustedes en Otaín?
—Hay orden de levantar todas las guarniciones. Muy numerosas, merman el número de combatientes, y reducirlas es entregarlas a los carlistas. Ya se ha comprobado más de una vez. El Estado Mayor aleccionado por la experiencia...
Crecía el temblor de la Marquesa:
—¡Y las villas que se defendieron contra los carlistas, quedan entregadas a la venganza de esos fanáticos! El Cura Santa Cruz volverá para quemarnos vivos...
Dijo la Condesa con su voz de mieles:
—¿Por qué se apura, tía? ¿No está decidida a dejar este infierno? Pues no vale la pena de que usted se disguste.
Insistió la Marquesa:
—Todo quedará bajo ese castigo de Santa Cruz. ¿Usted es soltero, señor coronel?
—Sí, señora.
—Yo, si fuese hermosa y joven, le ofrecería, mi mano a cambio de la cabeza de Santa Cruz. Soy una vieja, pero al que me trajese en un saco la cabeza de Santa Cruz, y me la pusiese sobre la mesa...
Gritó la Condesa:
—¡Jesús, qué horror, tía Paca!
—¡Horror! ¿Te da horror?... Mírate al espejo, hija mía.
Intervino Jorge, hablando con la voz un poca bronca, protectora y simpática:
—Querida tía, puede usted ofrecer como galardón la mano de Eulalia. Seguramente se formaría un ejército para perseguir a Santa Cruz.
Eulalia le gritó, descollando la cabeza por encima de sus primas, agrupadas en torno de un clave del tiempo de Carlos IV.
—¡Calla, guasón!
Y los ojos de la muchacha, llenos de luz bajo los rizos, le llamaban al corro. El coronel se inclinó hacia las señoras mayores:
—Acaso pueda yo ofrecer la cabeza de Santa Cruz, sin otro premio que el de su buena amistad, Señora Marquesa.
La anciana se estremeció:
—¿Piensan en perseguirle activamente?
El coronel hizo un gesto imponente, cerrando el puño:
—Le tenemos ya cazado. Hay cartas de los mismos generales carlistas, proponiendo una suspensión de hostilidades para perseguirle. Lizárraga le cerrará el paso a la frontera, y nosotros lo estrecharemos por el frente. Es seguro que cae. Esta noche a las dos tocamos diana.
Preguntó alarmada la Marquesa:
—¿Qué tropa queda en Otaín?
—Cuarenta hombres en el fuerte. Lo bastante para defenderlo de un golpe de audacia. Señora Marquesa, mañana mismo estaremos de vuelta trayendo prisionero a Santa Cruz.
Se irguió la vieja muy agitada:
—Coronel Guevara, sólo le pido a usted que lo fusile en lugar donde yo pueda verlo desde mis ventanas.
El coronel, después de prometerlo solemnemente, levantó la voz dirigiéndose al Duque de Ordax:
—Ya sabe usted, querido Jorge, que se toca diana a las dos en punto.
El Duque se acercó un poco sorprendido:
—¿Pero el general autoriza el movimiento?
—Sí, señor, lo autoriza.
—¿Y el Estado Mayor General?
—A mí me basta con que lo autorice el general España. No se puede perder tiempo en consultas.
La Marquesa se volvió con los ojos llenos de lágrimas:
—Señor coronel, permítame usted un ruego. Entre los soldados va un nieto mío, una mala cabeza... Coronel Guevara, póngale usted donde le sea dado distinguirse, para que su abuela tenga el consuelo de poder perdonarlo. Él, que ha olvidado tantas cosas, no olvidará que corre por ¿sus venas la sangre del héroe de los Arapiles.
El coronel Guevara, muy conmovido, estrechó las manos de la anciana Marquesa de Redín, Condesa de los Arapiles.
XXII
Era casa cristiana y de mucha labranza aquella donde tenía su alojamiento el soldado de húsares Agil a Palafox y Redín. Los dueños, carlistas de abolengo, le trataban con generosa largueza, pero sin agasajo. Tampoco sabían que fuese nieto de la Marquesa. Hasta el domingo no corrió la voz por Otaín. Don Teodosio de Goñi supo la nueva en la misa mayor, y al retorno, por encima de la puerta, enteró a la dueña de la casa. Hicieron los dos un comentario lamentando el extravío de los jóvenes, y el caballero se despidió porque le esperaba su chocolate. Sacando por el embozo de la capa la punta de los dedos en un guante verde, saludó con finura de antiguo lechuguino:
—¡Vaya, consérvate siempre tan guapa, Serafinita!
Doña Serafina Peralta estaba casada con aquel gigante de las antiparras negras, llamado Don Diego Elizondo. Era una familia patriarcal, con cinco hijos mancebos, castos, silenciosos y fuertes. Los hijos, aconsejados por los padres, esperaban dejar hecha la vendimia para irse a la guerra. Aquella noche, Don Diego y Doña Serafina, ya sentados ante la cena, encomendaron al mayor que fuese en busca del alojado y le dijese si quería honrar sus manteles. Descendió Agila con el primogénito, y los amos le recibieron con gravedad de señores antiguos. Cenaban en la cocina, bajo la gran campana de la chimenea, y le dejaron sitio en un banco adosado a la pared del fondo, toda negra. Gritó Don Diego, llenando un vaso y ofreciéndoselo al nieto del famoso guerrillero navarro:
—En ese banco, cuando la guerra de los franceses, dormía el general Redín. Siempre lo contaba mi padre, y decía que entonces sólo mandaba once hombres. Después vino el haberle conde, y marqués...
Los hijos sonreían oyendo el discurso del padre, y acabó Doña Serafina:
—Pues que se siente el nietecico donde el abuelo.
Y su mano menuda y blanca, de señora enferma, se posó sobre el hombro de Agila. Luego bendijo la mesa, y todos se sentaron. Don Diego Elizondo se quitó las antiparras, y descubrió los ojos estriados de sangre, que tenían una expresión carnicera. Se ocupaba en llenar el vaso de Agila:
—Es vino de casa, y se puede beber a la confianza.
Agila se encandilaba:
—¡El mejor que hallé en Navarra, Don Diego!
La madre y los cinco hijos, mirándose con una vaga sonrisa, también alzan los vasos y tocan el vino con el borde de los labios, para convencerse. No habla ninguno de los cinco mancebos, familiares con la madre y llenos de respeto con el padre. En torno de aquel lobo cano y ciego, parecen cinco lobeznos guardando la cueva. Dijo Doña Serafina, al mismo tiempo que, subida en su escabel, alcanzaba un queso puesto a curar:
—También es de casa... Regalo del pastor que teníamos. Su regalo, pero de nuestras ovejitas.
Agila recordó a Ciro Cernín. Habíale ya buscado, sin encontrarle, y preguntó dónde estaba. Murmuró con un gesto de lástima Doña Serafina:
—Ya se fue el pobrecico.
Agila, al pronto, no comprendió la razón de aquella lástima. Luego, recordándolas palabras del pastor y su aspecto de iluminado, percibió una claridad. Don Diego Elizondo le llenaba el vaso:
—¡Ciro Cernín!... Nuestra dueña dice que está loco... Si está loco el pastor, nuestra dueña no está muy cuerda.
Los ojos encarnizados del gigante, llenos con el reflejo de las llamas, eran bien los de un lobo.
Reía con una risa violenta que le volvía el vino a la boca y le amorataba la cara. Doña Serafina cruzó las dos manos y arqueó las cejas:
—Dice lo que dice, porque se le dio un rebaño... El pobrecito de Dios está loco, pero no tanto que no pueda guardar un rebaño.
Don Diego Elizondo mordió una rebanada da queso:
—¡Muy sabroso! ¡Ya veremos si para hacer los quesos no está loco el nuevo pastor!
Doña Serafina se puso muy seria, estirando la barbeta dentro del cuello de su casabé:
—¡Claro está que no, hombre!
Entonces el lobo se volvió a los lobeznos, que devoraban al redor de la mesa, siempre mudos:
—¡Probadlo, muchachos!
Luego levantó el vaso hasta los ojos del huésped:
—¡Hay que beber, amigo! Hay que beber, o no decir que el vino es bueno.
Sostenía el vaso muy alto, y la mano temblorosa y velluda lo estaba derramando. Agila volvió a pensar en Ciro Cernín:
—¡Una noche tuve de compañero al pastor!...
Murmuró Doña Serafina como niña ruborosa:
—Eso habrá de perdonar. Fue no pensarlo. Como se llevan las camas para los hospitales, sólo esa alcoba tenemos habilitada para los huéspedes. A los alojados siempre les gusta dormir con compañía.
Agila se rió con la alegría violenta del vino, mirando muy burlón a la vieja:
—Y a todo el que tiene calzones, patrona.
Los cinco lobos se miran asombrados y airados, prontos a incorporarse. La madre se lleva un dedo a los labios y les impone quietud. Agila sigue riendo brutalmente. Y permanece impasible, con los ojos llenos de sangre y de llamas, Don Diego Elizondo. De pronto se ha vuelto rostro con rostro para Agila:
—¡Hay que tener respeto con las canas de nuestra dueña, Don Periquito!
Y le temblaban las manos, y le temblaba la cabeza, y temblaba toda aquella torre de huesos. Agila le sintió el aliento. Quiso levantarse, en un impulso de rabia, pero la mesa le dio vueltas. Se tambaleó para caer. Acudió a tenerle Doña Serafina. Le reclinó sobre el pecho, y como a un hijo, le limpió en los labioseas heces del vino. Agila, con los ojos entornados, en un reír de boba insolencia, tarareaba compases sueltos de una canción francesa.
XXIII
Doña Serafina y una maritornes se fueron por la escalera, sosteniendo en vilo el cuerpo de Agila. Y los hombres, con una burla grave en los ojos, parecían desdeñarlo mientras lo miraban. A poco de subir, bajó Doña Serafina muy compadecida, y uno de los hijos le tomó de la mano el farol que traía:
—No apague, madre.
—¿Está por acomodar el ganado?
—Ahora vamos a ello.
Desaparecieron algunos lobeznos por el arco negro que había en el fondo de la cocina, y la dueña murmuró, sentándose en el banco al lado del marido:
—¡Mucho le hiciste beber, pecador!
Y le acaricia el hombro con su mano menuda y arrugada. El lobo cano ríe muy socarrón, mascando una cuerda de tabaco, y bajo los ojos ensangrentados, dos bolsas se le inflan y desinflan. Aún le dura la risa cuando vuelve el hijo mayor:
—¿Está seguro el alojado?
La madre se levanta:
—Para toda la noche.
El mozo habla quedo, y la madre responde en el mismo son. Pero el hijo insiste, mirando en redor:
—Pásele usted el cerrojo a la puerta de la escalera, señora.
Don Diego clava en el primogénito sus ojos autoritarios y carniceros:
—¿Qué hay, muchacho?
—Que parió el heno, padre.
—¿Y qué ha parido el heno?
—Tres partidarios de los que andaban con Miquelo.
La maritornes, acurrucada cerca del fuego, deja de roer un mendrugo de la cena, muy atenta a la caía de los amos, y la dueña le manda que ponga el cerrojo a la puerta de la escalera. Y va explicando el hijo:
—Cuando entramos, estaban los tres enterrados en el heno, bien cubiertos... Uno se descubrió, y luego los otros fueron asomando las cabezas. Cuentan haber pasado el río nadando, y que mataron a un centinela...
Estaba el lobo viejo sentado en el banco y muy atento a las palabras que decía el hijo:
—¿Y no dicen dónde está Miquelo?
—¡Sí dicen! ¡Sí dicen!
Y en la voz recatada del mancebo había un asombro. Exclamó la madre adivinando:
—¿Sale cierto lo que contaba el pastor?
El hijo afirmó:
—¡Todo cierto, madre!
Le temblaron las manos al viejo, que se puso entre el primogénito y la dueña. Tenía un aspecto horrible, con la boca apretada hasta sumirse los labios entre las arrugas, con los párpados encarnizados y lacrimosos:
—¡Santa Cruz le hizo traición!
Repuso el hijo ahogando la violencia de la voz:
—¡Tal como lo declaró el pastor!
Suspiraba Doña Serafina:
—¡Ved cómo no estaba loco Ciro Cernín! ¡Ay, mi alma me lo daba, Divino Señor!
Interrogó el hijo, apremiante, sin que su voz perdiese aquella oscuridad de asombro:
—¿Qué hacemos, padre?
Los brazos del gigante tocaron la ahumada techumbre de la cocina:
—¡Qué hacemos! Mozo, sólo una cosa puede hacerse. Tú la sabes como yo, y como tu madre.
Murmuró resabida la dueña, hundiendo la barbeta en el cuello del casabe:
—Sola una cosa, mi hijo, sola una, es bien entendido... Solamente una, o sea aquella qua manda Dios.
Dijo entonces el viejo lobo:
—Serafina, cubre el fuego. Hijo, coge la bota. Vamos al establo, que es paraje más apartado para hablar en secreto.
Con las manos trémulas, cubrió el fuego Doña Serafina. A la zagala y a la vieja que intentaron ayudarla, les ordenó que subiesen al piso alto y velasen en la escalera, atentas a la puerta de la sala donde dormía el nieto de la Marquesa de Redín.
XXIV
Los tres voluntarios carlistas estaban chorreando agua, con las ropas pegadas al cuerpo. Traían sus armas, aun cuando el río lo hubieron de pasar a nado, buceando bajo la puente, para no ser descubiertos por los centinelas, y surgiendo lejos, en los rieles de la luna. Después habían venido agachados por las huertas, unas veces deteniéndose a escuchar cerca de las higueras y entre las viñas, otras, arrastrándose por los surcos donde dormían las codornices.
Los tres habían pertenecido a la hueste de Miquelo Egoscué. Contaban que, con otros siete, luego extraviados en el monte, venían huyendo de la partida del Cura. No querían servir bajo sus banderas, después de la traición con que anduvo para juntarse con ellos y matarles el capitán. Les preguntó Don Diego:
—¿Y adónde vais?
Los tres voluntarios se miraron indecisos. Al cabo, uno se decidió con gesto arrogante:
—Vamos adonde no pueda fusilarnos el Cura Santa Cruz.
—¿Y os metéis en Otaín?
Respondió con alegría ingenua un viejo que había sido molinero en Arguiña:
—¡Tan estrechados estábamos!... Don Manuel anda empeñado en cogernos para fusilarnos. Ante toda su gente lo sentenció, y sola mente así pudo evitar el escarrio de muchos... En cuanto a meternos acá en la villa, fue cosa de todos.
Miraba a sus compañeros, y dijo uno de ellos:
—Ya le tenía yo contado a este mozo castellano, y a este otro, un navarro bueno, cómo me había ido a la facción pasando el río.
Preguntó Doña Serafina, muy cordial:
—¿Hijo, tú eres nativo de Otaín?
—No soy de aquí, pero aquí tenía mis amos cuando me fui a la guerra. En una noche nos fuimos once, y en la pared de la iglesia le dejamos una despedida en coplas al general España.
Dijo el carlista castellano con altanería inusitada en Navarra:
—Óigame a mí, Señor Don Diego. Nos metimos acá, porque era el único paraje donde estar seguros del Cura. Así lo pensé y así lo propuse a éstos, si sabían de alguno con pecho para escondernos. Dijeron ellos que lo sabían y lo abonaban, y acá nos metimos, Señor Don Diego.
El voluntario, al terminar, se levantó de entre el heno, y el lobo cano le vio con asombro entre sus lobeznos descollando toda la cabeza. El mozo castellano era muy hermoso, y tenía la estatura agigantada de Don Diego. Preguntó Doña Serafina:
—¿De dónde eres, hijo, que tanto imperio traes?
—De Viana del Prior.
—¿Y adonde cae de la España?
—Cerca de Santiago de Galicia.
Sonrió desdeñoso Don Diego:
—¡Gallego eres! ¿Por qué te dicen castellano?
El voluntario miró con reto al padre y a los hijos:
—¡Porque no estoy cavando la tierra para que otros coman! ¡Porque tenía criados en mi casa! ¡Porque hago mi ley! ¡Porque cuando un soldado va por el mundo, ya es de Castilla!
Murmuró Doña Serafina:
—En eso lleva razón, pues acá no distinguimos.
También estuvo conforme Don Diego:
—De Álava para allá, todo el que viene, ya forma en las partidas castellanas.
Replicó Doña Serafina:
—¡Extraño que no vayas en ellas, mocé!
—Aún no tuve tiempo de incorporarme. ¡Ya oirán hablar de mí!
—Dinos cómo te llamas, hijo, que de otro modo, aun cuando oyésemos tu historia a los ciegos, no sabríamos que era la tuya.
—Miguel Montenegro me llamo.
Los otros fugitivos se rieron con risa aldeana y maliciosa:
—Dos mujeres que venía escoltando en un carro, le llaman Cara de Plata.
Don Diego le dio la bota:
—No te lo podrán llamar cuando te crucen las cicatrices.
Suspiró Doña Serafina:
—¡Y en último término, los años!
Bebió Cara de Plata, y a un gesto del amo pasó la bota a los otros que venían con él. Doña Serafina trajo queso, tasajo y pan. Se disculpaba de no darles cosa caliente, porque en hora tan avanzada, el humo sobre la casa era ya motivo para infundir alarma. Reconfortados con la bota, los voluntarios se lo agradecían a Doña Serafina. La señora notándolos cansados, se lo advirtió al marido y a los hijos, ordenándoles, al mismo tiempo, que trajesen unas jalmas para que aquellos mozos pudiesen dormir más a gusto en la cama del heno.
Con el alba, vino ella misma a despertarlos, y los tres voluntarios salieron al campo, escondidos en las tinajas de la vendimia, que los hijos del lobo cano conducían en carros de bueyes, cantando por los caminos.
XXV
Santa Cruz, de quien andaban huyendo aquellos tres voluntarios, ahora tenía cercado y preso, en el caserío de Urría, a un viejo guerrillero de la otra guerra, Don Pedro Mendía, que achacoso y casi ochentón, había juntado una partida de sesenta hombres, siendo de los primeros en echarse al campo por Carlos VII. Este Don Pedro Mendía, hidalgo de cuenta en la montaña navarra, es el mismo capitán a quien, en algunos escritos de la otra guerra, llaman Don Pedro de Alcántara. Ahora, enfermo de mal de piedra, habíase refugiado en el caserío de Urría, y los días dorados del otoño le sacaban en un sillón a la solana. Desde allí, sus ojos callados contemplaban los montes, menos altos y enteros que su fe. Una mañana, rayando el alba, vio entrar en la sala donde dormía al Cura Santa Cruz. El viejo, insomne por los grandes dolores, se incorporó en las almohadas con el rostro amarillo y el ceño adusto:
—¿Qué traes, hijo?
El Cura, desde que entró, miraba la escopeta de caza que el veterano tenía a la cabecera de la cama:
—Pues visitarle, Don Pedro.
Murmuró el viejo con una burla incrédula:
—Cumples las obras de misericordia... ¿Pero alguna otra cosa traerás?
Santa Cruz sonreía astuto, viendo adivinada su intención, y esquivaba los ojos:
—Alguna otra cosa, cierto que sí, Don Pedro. ¿Sabe usted la persecución que me hace el general Lizárraga?
El veterano pareció recapacitar, aun cuando sabía muy bien toda aquella historia. Hidalgo y clérigo se conocían de antiguo, y tenían las mismas mañas astutas:
—Algo me contaron... Ya veremos de poner acuerdo entre vosotros.
El Cura respondió con la voz muy apagada:
—Eso tiene que ser... Si usted quiere mediar, mi consentimiento lo tiene, Don Pedro. Pero en tanto, yo necesito saber quiénes son mis amigos. No se me acalore, que ya conozco su genio.
Se levantó presto, y se acercó a la cama apoderándose de la escopeta. El viejo caballero, le miró con apagamiento desdeñoso, hundido en la almohada:
—¡Por lo visto ya sabes con quién está Don Pedro Mendía!
—Sí, señor.
—¿Y qué intentas? ¿Fusilarme como a Miquelo?
El Cura volvió a sentarse, muy despacio:
—Miquelo nos hacia traición, y usted es el más leal de los cabecillas, Señor Don Pedro.
—¡A mí no me incienses, cogulla! Poca autoridad tienes tú para dirimir el pleito de quiénes son leales y quiénes traidores. ¿Por qué no te has presentado en Estella cuando el Rey te llamó?
—La orden no venía firmada por el Rey. Era un engaño de Lizárraga.
—¡Lizárraga!... ¡Es demasiado santurrón!... ¡Tampoco me gusta cómo hace la guerra!
Se levantó el Cura riendo con una expresión franca, de buen aldeano:
—¡Más tiene ese de clérigo que yo!
Replicó malicioso Don Pedro:
—¿Tienes tú algo de clérigo? Por no tener, ni el ama.
Santa Cruz seguía riendo con aquella expresión abierta, en él tan desusada, y Don Pedro reía con una mueca, retorciéndose en la cama con el dolor triste del mal de ijada. Hizo un esfuerzo y murmuró con los labios apretados:
—¡Siempre queda tu recelo de comparecer ante el Rey!
—Fue recelo de la camarilla. No nací para pisar estrados, Don Pedro. ¡En el campo no me vencen, pero allí me vencieran!
Don Pedro guardó silencio. Acaso recordaba, cerrados los párpados y las manos en cruz, como si hubiese llegado la muerte, que también él, treinta años antes había estado en entredicho con el abuelo de Carlos VII. De pronto abrió los ojos, mirando a Santa Cruz:
—¡Cura de Hernialde, tú vienes por llevarte mi gente!
Afirmó Santa Cruz con el rostro terrible de impasible:
—Lo adivinó, Don Pedro.
—¡Manda que me fusilen!
Santa Cruz tuvo un leve movimiento en los ojos, al mismo tiempo que decía con la voz exenta de cólera:
—Amigo Don Pedro, no le fusilo porque he visto desertarse, aún hace muy pocos días, a veintitrés voluntarios de Miquelo Egoscué. Sin esa lección, no hubiéramos hablado tanto.
El moribundo levantó la cabeza, melancólico:
—¡Es lástima, porque me habrías ahorrado los dolores de este mal tan triste!
Y la dueña del caserío, que ha llamado con los nudillos en la puerta, entra empujándola, despacio. Trae en las manos una taza que bailotea en su plato azul y esparce el aroma de un cocimiento de yerbas. El veterano se incorpora en las almohadas, y sonríe muy amarillo, alargando una mano de huesos. Santa Cruz, puesto en pie, le mira con aquella hondura triste y experimentada de los que han visto muchos moribundos. Era la mirada del clérigo, que, en su aldea, acompañaba en la hora de la muerte a todos los feligreses, desde los niños de siete años a los viejos de cien.
XXVI
Los dos cabecillas estaban en la solana. El cuadrante de piedra puesto en un esquinal de la casa marcaba la hora de mediodía. Santa Cruz, con las manos a la espalda, paseaba despacio, y el veterano de la otra guerra, hundido en su sillón, temblaba bajo el hermoso sol de Otoño, con los ojos puestos en los montes y una noble expresión sobre el rostro mortal. En el ambiente campesino resonaban los gritos de algunos voluntarios que jugaban un partido de pelota, corriendo por el fondo de un campo húmedo, verde y sonoro. Don Pedro se levantó muy encorvado, y dio varios paseos con el Cura. Realizado aquel esfuerzo de entereza, volvió a sentarse. Santa Cruz le miró con lástima:
—Don Pedro, déjese de valentias.
Replicó colérico el viejo:
—No son valentías. Caíste acá pensando hallarme moribundo, y te duele no verlo realizado.
Santa Cruz murmuró con fría entereza:
—Peor lo hallé que pensaba. Pudiera ocurrir que yo muriese antes, y para ello estoy preparado, pero usted nunca muy largo plazo tiene, Don Pedro.
El hidalgo había cruzado los huesos de sus manos:
—¡También yo estoy preparado!...
El Cura vino y tomó asiento a su lado, en un banco sin respaldo, donde la dueña solía subirse para alcanzar los racimos que maduraban en la cuelga. Se miraron los dos profundamente y austeramente: Dijo Don Pedro con la nobleza de quien aconseja exento de mira egoísta y sólo por el fuero del bien:
—Si tan cercano tengo mi fin no te aceleres, hijo, haciéndome fusilar, y echando sobre tu alma otro remordimiento.
Respondió el Cura, casi humilde en su gravedad:
—Tengo remordimientos, porque solamente los pecadores empedernidos no los tienen... Pero ninguno tengo por haber fusilado.
—¡Yo sí!
A los ojos áridos del viejo acudían dos lágrimas, y Santa Cruz tuvo lástima de aquella ruina de soldado:
—Ese remordimiento, lo tiene ahora porque está enfermo, Don Pedro. Yo también los tendré en su día, cuando acabe la guerra, pero en tanto no les doy entrada. Necesito saber que hago bien, para seguir haciéndolo. Si una vez admitiese la duda, había concluido por siempre jamás Manuel Santa Cruz. ¿Sabe cuáles son ahora mis remordimientos? Las faltas que cometí cuando estaba en mi iglesia de Hernialde. Ahora que soy soldado, llevo ante los ojos la vida anterior de cuando decía misa... ¡Y cuando vuelva a mi iglesia, tendré la vida de cuando era soldado!
Murmuró Don Pedro:
—Yo este remordimiento lo tuve siempre... A veces se me esparcía por un año entero, pero volvía... Unas veces de noche, otras yendo solo por un camino... ¡Siempre ha vuelto!
Santa Cruz le interrogó muy severo:
—¿Lo tiene confesado en el Tribunal de la Penitencia?
Sonrió con amarga dignidad aquel clásico hidalgo de Navarra:
—¡Pesaba demasiado para llevarlo solo!
Aprobó el Cura con aire taciturno, y los dos quedaron silenciosos. Don Pedro, todo amarillo, temblando bajo el sol, miraba a una niña que jugaba en la corraliza, le sonrió primero, y luego la llamó:
—Ven acá, Mari-Juanica.
La niña subió con una mimbre verde en la mano. Avanzaba un poco recelosa, balanceándose sobre los zuecos, anegada en el ruedo de su refajo azul:
—¿Llamo a mi madre, Señor Don Pedro?
Denegó el hidalgo moviendo la cabeza, al mismo tiempo que ponía una mano sobre el hombro de la niña:
—¿Oye, Mari-Juanica?...
La pequeña, muy resabida, cruzó los brazos como al dar la lección de doctrina:
—Mándeme usted.
—¿Cuándo ha dicho tu madre que me enterraban?
—No me arrecuerdo bien.
—¿Dijo en esta semana?
—No me arrecuerdo bien. ¿Quiere que le pregunte?
—No, hija.
Se fue corriendo la niña, y Santa Cruz murmuró severamente:
—¡Es usted contumaz, Don Pedro! ¡Tiene el alma pagana! ¡Aún no está convencido!
Don Pedro movió la cabeza muy despacio, con una sonrisa triste, y una claridad mortecina, un poco burlona, en el fondo de los ojos:
—Ya no tengo ánimos para contradecirte, hijo. ¿Pero, qué quieres? ¿Encaminarme el alma?
—Ya le dije lo que quiero. Que me deje su gente, Don Pedro.
Repitió pensativo el viejo:
—¡Que te deje mi gente!... Tú te la llevarás, que para eso has venido, pero no será mientras yo viva, so pena de hacerme violencia.
—¡Usted aconséjelos para después!
—Los aconsejaré. Y te hago juramento que si pudiese disponer de mis mocetes como de mis bienes, mejor te los dejaba a ti en herencia que a otro cabecilla... Y a cualquier cabecilla mejor que a los generales de Estella. No conocen la guerra, y, por hacer un ejército, dan por el pie a las partidas.
Repuso el cura austeramente, poniéndose una mano en el pecho:
—¡Tengo la espina aquí! La guerra se perderá por los generales.
—¿Habrá otro convenio?
—Habrá muchos convenios.
—¡También yo me muero con esa espina!
Y el viejo guerrillero dobló la cabeza como si en realidad fuese a morir.
XXVII
Santa Cruz había dispuesto que una parte de sus voluntarios, distribuida en parejas, vigilase las veredas del monte y los vados del río. Hecho esto, bajó con su guardia de doce hombres a pedir raciones en los poblados de Belza, Urría y San Pedro de Olaz. Por aquellas labranzas, alquerías, molinos e iglesarios, estaban repartidos los setenta mozos que iban en pos de Don Pedro Mendía, y que comenzaban a mal sufrir el enojo de tantos días de paz. Sentían renacer el tiempo de los romances viejos, oyendo el relato de las mujerucas que por las tardes les remendaban los ponchos, bajo la parra sin hojas. Eran aquellas las abuelas que parecen hermanas de los sarmientos. Encendidos los mozos con el recuerdo de la otra guerra, ardían como cirios votivos. Santa Cruz, avizorado y astuto, de todo se daba cuenta, e hizo que los suyos, mezclándose en los antiguos juegos, ágiles y fuertes, pudiesen hacer algún alarde de sus correrías mientras descansan bebiendo la sidra en el nocedal. Al mismo tiempo, por ganar la voluntad del cabecilla moribundo, enviaba a pedirle una orden para el alojo de la gente, aparentando que en toda aquella tierra no regía otro fuero que el de Don Pedro Mendía.
El Cura veló toda la noche esperando la llegada de sus confidentes. Acudían en rosario adonde quiera que ponía el real. Llegaban de todas partes y por todos los caminos, con las almas llenas de fe, como a una romería. Eran de muy varia laya: Aldeanas de gran refajo, que hablan con los brazos quietos y abiertos, asustados los ojos bajo el pelo tirante; graves labradores que vienen en su mula; algún mozo con capusay y larga vara; algún mendigo que duerme en los pajares; el loco que duerme en los caminos y habla con la sombra de las cosas; un leñador, un afilador, un ciego de romances, que hacen la vía para una feria; y la mujer del borracho, que al ir a la busca del marido escuchando por las puertas, se enteró y vino corriendo... Pero los que llegan siempre en mayor número, son los pastores. Viejos y niños zagales, como en las Adoraciones: Entre las pieles del zamarro traen una gracia de rocío y un bautismo lunar.
Santa Cruz oía todas las confidencias con la cabeza baja y sin hablar palabra. Oyéndolas parecía tranquilo, pero sentía revolar el pensamiento, con aquella violencia del pájaro que bate en lo oscuro. Paseando bajo los nogales del huerto, experimentaba una gran amargura sabiéndose cercado por los batallones carlistas, que se concertaban con los republicanos para prenderle y matarle. Su vida y su campaña se le aparecían claras y fuertes, sujetas a la pauta de la conciencia. Las torturas, los incendios, las muertes, eran males de la guerra, no pecados del hombre. Él había salido de su iglesia puro y con las manos inocentes. Jamás había tomado venganza de los enemigos ni derramado sangre mientras fue pastor que guiaba un rebaño de almas. Ahora sentía una gran inquietud mística, y arrodillado en la sombra de los nogales, rezaba con los brazos abiertos. En aquella oración, ardiente se fortalecía para seguir en la guerra y hacer frente a todos los enemigos. Salía mejor armado, con el alma fuerte y resplandeciente, dispuesto a pasar entre las foces enemigas como el acero de una hoz.
XXVIII
El Cura Santa Cruz, despedido el último confidente en la cancela del huerto, se volvió despacio, mirando receloso bajo la sombra de los manzanos donde ladraban tres perros atados con cadenas. Había luz en una ventana del pisa alto. Recogido en la cocina del caserío, al amor de la lumbre, oía los gritos con que en el sobrado dolíase Don Pedro Mendía. Se levantó cauteloso y subió la escalera, sin despertar a la dueña que sentada en el primer peldaño, adormecía con el gato en la falda. Santa Cruz se detuvo en la puerta de la sala donde el viejo guerrillero jadea dolido, postrado en el sillón. Tiene un libro de rezos entre las manos, y el candil que cuelga de la viga, pone sobre ellas un resplandor de oro pálido. El resto de la figura, arrugada y consumida, queda en la sombra. Murmura el Cura desde la puerta:
—¿No puede dormir, amigo Don Pedro?
—¡Dormir!... ¡Cuánto tiempo que no duermo!... El sueño es peor que la vigilia cuando está poblado de fantasmas. Hay un mozo de pocos años que yo hice matar por sospechas de que me vendía... Siempre se me aparece en el sueño y mana sangre del costado, como el Divino Jesús... Tú tampoco puedes dormir, ¡Cura de Hernialde, sientes hervir bajo la almohada las ollas de la sangre!
Respondió muy firme Santa Cruz, inmóvil en el umbral de la puerta oscura:
—Yo, Señor Don Pedro, no duermo, porque quien manda soldados, no debe dormir. El buen capitán ha de ser como aquellas aves del Capitolio. ¡Semper Vigilans!
—¡Tú no eres hombre, sino fiera!
—Hombre soy y materia flaca, porque siento las tribulaciones y el sudor frío. Pero quisiera ser de piedra dura, como me dicen los enemigos y las monjas de la Corte del Rey. ¡Ay, quién pudiera ser clara roca de cristal, con la luz del alma y de la inteligencia para alabar a Dios!
Suspiró el viejo caballero con los ojos fijos en su libro de rezos:
—¡Clara como la roca de cristal es el agua, pero con el alma más benigna! ¿Tú la has visto correr? Es una vida. Agua yo la quisiera ser... El agua tiene la misma virtud que las buenas obras y las palabras santas. De todas las cosas, es la que se reparte entre los hombres con más igualdad. Yo me muero de este mal tan triste, porque las partes del agua se descomponen dentro de mí y se hacen piedra. ¡El agua está en todas las cosas criadas y hasta en el centro de las rocas se encuentra!
Dijo el Cura contemplando la sombra del viejo:
—Y es una gracia lustral la que redime nuestro primer pecado.
Murmuró de pronto Don Pedro con una risa extraña:
—En esa puerta oscura, otras noches se pone un perro... Entra tú. ¿No quieres entrar?... ¡Tú rondas como el perro!
Repuso Santa Cruz con la voz oscura, como cerrada en niebla:
—A los dos nos ronda la misma bestia flaca, lucida de ojos.
—¿Tú también le viste la cola en la sombra?
—Le sentí el aire frío, Don Pedro.
El viejo sonrió y quedó pensativo, dejando decir a los labios, como si pasase sobre ellos un eco lejano:
—¡Pecador de mí! ¡Pecador de mí!
XXIX
Don Pedro parecía muerto en el sillón. Ya no se quejaba, y la cabeza caída sobre el respaldo recibía, como las manos, el reflejo del candil. Era pálida y consumida, con la mitad de los pómulos temblando en un círculo de sombra, y en claro la frente y el perfil. Santa Cruz, inmóvil en la puerta, como guardándola, le miraba duro y obstinado:
—Amigo Don Pedro, haga por recobrar el habla.
El veterano no cambió de actitud:
—¡Quieres arrebatarme mi gente, y dejarme morir olvidado en este caserío!
Apremió el Cura:
—Don Pedro, estoy cercado, y con su gente me salvo. Para matarme, vienen en un acuerdo carlistas y republicanos. Don Pedro, hablando franco, estoy seguro que con su gente y sin su gente, yo me salvo, pero no quiero dejarle a Lizárraga la herencia de los setenta cachorros del más bravo león de Navarra: Es mucha herencia, amigo Don Pedro, y si usted no quiere entregármela ahora, yo quedaré aquí hasta que usted cierre los ojos.
Murmuró Don Pedro con apagado y compasivo desprecio:
—¡No eres generoso!
—¿Y es generosa su obstinación? O me cuesta caer prisionero en este caserío, o me cuesta cien hombres. Porque Lizárraga se le llevará la gente, Señor Don Pedro. El viejo se afirmó en el sillón con gran entereza, sobreponiéndose a los dolores de su mal:
—¡Ni tú, ni él!
El Cura le miró con fría lástima, recogiéndose en sí mismo:
-El sí, amigo Don Pedro. No viene con sólo treinta hombres, como Manuel Santa Cruz. Lizárraga tiene gente para hacerle fuerza, y se la hará.
Gimió el viejo con un estertor que le ahogaba:
—¡No me la hará!
—Como yo se la hubiera hecho, y se la haré si algún día puedo volver con toda mi gente. ¡Ya está emplazado, Señor Don Pedro!
Iba a salir, y le llamó el viejo, con la voz trémula:
—¿Qué dicen tus confidentes?
—Me dan por cercado... Adiós, Don Pedro, si caigo, cuente usted que acaba conmigo la guerra de partidas, la verdadera guerra.
Declaró muy afligido el viejo:
—¡La nuestra!
Y contestó recogido y apagado Santa Cruz:
—¿Por qué la traiciona si es la nuestra? ¡Me niega sus hombres para tenerlos en mando una hora más, y mañana vendrá por ellos un general del Rey. Así, una tras otra, se acabarán las partidas y acabaremos nosotros. Quedará la guerra de los generales de farsa que van con el Rey.
Se acercaba, y el moribundo le apartó con desvarío:
—¡No me acoses, verdugo! Te veo negro y con dos hileras de dientes blancos, como un mastín de la muerte. ¡No me acose más, mi señor el arcipreste, que canta en latín y cobra en romance!...
Le habló el Cura inclinándose a levantarle la cabeza y mirándole en los ojos turbios:
—¡Don Pedro, rece el Yo pecador!
El hidalgo cruzó las manos, obediente como un niño, y rezó balbuceando. Al terminar se quedó fijo en Santa Cruz, con los ojos cargados de tristeza:
—Si me tienes puesta la horca, huye, verdugo, y llévate la gente mía.
El Cura afirmó con la cabeza, y acabó su rezo santiguándose. Después preguntó sin mostrar agrado ni sorpresa:
—¿Podrá tenerse a la ventana para verlos desfilar?
Declaró Don Pedro:
—No, no podré. Que me dejen cavada la sepultura.
El Cura sonrió vagamente:
—Yo me la dejé cavada el día que salí de Hernialde.
Suspiró con gran ahogo Don Pedro:
—¡Te llevas setenta leones!
—¡Bien fieros los necesito!
Empezó a dolerse Don Pedro:
—¡Cuatro que me caven la sepultura! ¡Cuatro que vengan y me metan en ella! ¡Señor, acelerarme esta vida ya tan corta!
Quedó inmóvil, con las manos en cruz. Fuera cantaban los gallos, y en la ventana estaba el día. Santa Cruz la abrió de par en par, miró al campo, y estuvo breves momentos silbando un aire de la montaña. Salió murmurando:
—¡Ya llega nuestra gente!
El viejo guerrillero, con el libro de rezos entre las manos, estaba atento al rumor de pasos y armas con que los voluntarios se juntaban en torno de la casa. Reconocía las voces cuando algunos subían por la escalera para darle un adiós. Entraban con los fusiles y sin quitarse las boinas, pero se arrodillaban para besarle las manos. Los rostros melados, las frentes anchas, los ojos de un alegre brío, todos tenían una apariencia de hermandad campesina, como esas cuadrillas de segadores que devoran el pan moreno a la sombra de un camino. Ninguno mostraba duelo por dejarle, que era mayor en todos el afán de la guerra. Muchos le decían:
—¡Aún nos veremos, Don Pedro!
Pero aquel hidalgo antiguo, respondía con la querella noble y austera de un santo rey a sus vasallos fieles:
—¡Otra vez nos veremos, si es voluntad de Dios! ¡Otra vez, pero no será en esta vida!
Y algunos replicaban con alegre ahínco:
—¡Don Pedro, sea lo que disponga Dios!
El viejo, afirmando con la cabeza, les hacía la recomendación de que fuesen valientes, y ellos reían mirando los fusiles:
—¡Como a su lado, Don Pedro!
—¡Buen capitán lleváis!
Alguno afirmaba requiriéndose la boina:
—¡De no estar con usted, con él!
—Andad, hijos míos, y rezadme un padrenuestro por el alma.
Los voluntarios le besaban la mano: El moribundo, alguna vez, les daba los brazos y los veía partir con una pena desolada que sabía ocultar. El rumor de armas y voces al formar los voluntarios bajo la ventana, le parecía oscuro y lejano como rumor de mar. Su pensamiento y su voluntad se desvanecían en él perdidos como en el hueco de una cueva. El moribundo comenzó a ver sombras lejanas, perfiles desvanecidos de la juventud y de la infancia, Santa Cruz subió el último al sobrado y lo encontró ya frío en su sillón, muerto de aquel triste mal de piedra.
XXX
Llovía menudo y ligero en aquella fértil tierra del Baztán. Era una cortina gris, que a los prados húmedos, tendidos detrás, daba un reflejo de naranja, agrio como una desafinación de violín. Con aquel reflejo, sol anaranjado, armonizaban extrañas las cornetas militares tocando diana. Era agresiva la clara voz del metal en la paz aldeana y religiosa del valle, con campanarios entre arboleda y caserío, con rebaños de vacas marchando bajo los castaños o metidas por los herbales. En el puente de Elizondo, y todo a lo largo de la carretera, formaba una compañía de cazadores, entre el son de las cornetas y las voces de los sargentos. Los oficiales, caladas las capuchas de los impermeables y las polainas manchadas de barro, estaban guarecidos bajo el balcón, pintado de añil, de una casa nueva, donde había taberna. De tiempo en tiempo, asomaba un hombre, que en una bandeja traía vasos de aguardiente para los oficiales. Era el tabernero, tripudo y risueño, lleno de recuerdos de sus viajes a las Islas de Ultramar. Un Sileno con chaleco de bayetón colorado y faja azul, mal ceñida, que al hablar de las Islas hablaba siempre de la canela y de la hoja del tabaco. El capitán que mandaba la fuerza, le dio un cigarro. El tabernero encendió, usando un yesquero de plata, y ufano de lucirlo, ofreció fuego a todos los oficiales. Humeando el cigarro, preguntó:
—¿Al fin cae Santa Cruz?
Los oficiales se miraron, y el capitán repuso entre dientes:
—¡Esas cosas, en tanto no se realizan!...
El tabernero guiñó un ojo:
—¡Me parece que ahora!
Recogió los vasos, y entró en la taberna para servir a cuatro sargentos que esperaban en la puerta. Les puso los vasos alineados sobre el mostrador, y llamó con una voz:
—Pasen, señores militares.
Al acercarse los sargentos, repitió la pregunta:
—¿Al fin cae Santa Cruz?
Repuso con enojo un viejo, limpiándose los bigotes con su pañuelo a cuadros azules:
—¡Si no cajo, ya no cae!
Insistió el tabernero:
—¿Tendrá pena de la vida?
Repuso el mismo sargento viejo:
—¡Siete penas de la vida!
Fuera, al abrigo del balcón pintado de añil, discutían los oficiales. Por un alto de la carretera aparecía un coche tirado por mulas, llenas de cascabeles, y el grupo de oficiales saludó militarmente a los que iban dentro, envueltos en mantas y capotes. Los sargentos acudieron a la puerta. Uno dijo:
—Ya tenemos nuevo general.
Y otro replicó:
—Todo sale cierto.
Pagaron y se volvieron a las filas, con lentitud de gente descontenta. Los oficiales se aprestaban calándose los guantes. Decía el teniente Velasco:
—Se confirma la llegada del general Venegas. ¿Se confirmará también el relevo del general España?
Repuso el teniente Nicéforo:
—¡Por confirmado!
Carmelo Nicéforo era sobrino del jefe de Estado Mayor. El capitán García, al oírle, se sopló las barbas pontificales:
—¿Usted lo sabe, Nicéforo?
El teniente se distrajo haciendo seña al tabernero que estaba en la puerta:
—¡Otra ronda, Don Baldomero!
La compañía se formaba despacio en la carretera. Muchos soldados se rezagaban: Venían por el fondo de las calles corcovadas, salían de los postigos, con el fusil al hombro, doblando el cuerpo para no tropezar en el dintel. Llegaban todos con el aliento corto y vivo, encendidos por el aire de llovizna. Se juntaban en grupos, antes de ponerse en fila, y concertados, se dirigían a una taberna que estaba en frente al parador de los oficiales. Los veteranos se distinguían de los bisoños por el aire más despierto y sagaz, pero todos tenían el mismo talante marcial, aplastados como tortugas bajo las mochilas, y sacando el brillo de los ojos entre la carrillera y la visera del ros. Las cornetas iniciaban el último toque. El capitán dio la mano a los tenientes. Fueron los tres a sus puestos, y comenzaron las voces de mando. Se oyó como un aletazo el rumor de los fusiles al ser alzados y puestos en descanso. El cacareo de un toque y el son de la marcha.
XXXI
Como el camino es llano y todo el campo descubierto, el capitán y los tenientes se han reunido entre la primera y segunda sección, para seguir hablando. Decía Carmelo Nicéforo:
—¡Por confirmado el relevo del general España!
El teniente Velasco manifestaba alguna duda moviendo la cabeza:
—¿Y le sustituye el brigadier Venegas?
—En estos primeros momentos, parece que sí.
Entre amistoso y grave, le tocó en el hombro el capitán García:
—Vuelvo a preguntarle si usted lo sabe, Nicéforo...
—¿Cree usted que lo sé, mi capitán?
Murmuró García:
—¡Hombre, yo!...
—Pues, aquello que usted crea, aquello es.
—Yo me atengo a la orden que llevo... No sé más, ni quiero saberlo.
Declaró el teniente Velasco:
—Si para hablar como amigos nos encerramos dentro de la Ordenanza.
Repuso García, abriéndolos ojos mansos como los de un buey trabajador:
—Señores, yo sé lo que ustedes quieran decirme, más no. Las instrucciones secretas que me haya comunicado el general han caído en una tumba. ¿Hablemos, pues, de lo que saben ustedes?
Murmuró Nicéforo:
—Creo que todos sabemos lo mismo...
Preguntó Velasco:
—¿El relevo del general España?
—El relevo y las causas.
—Las causas yo todavía no me las explico.
Declaró el capitán soplándose las barbas:
—Usted está en lo cierto, teniente Velasco.
—¡Yo estoy en la duda, mi capitán!
—La duda es lo cierto.
Los tenientes se miraron y sonrieron. Insistió Carmelo Nicéforo:
—A cualquier cosa que yo dijese, ustedes le atribuirían un valor que no tiene. Pondrían debajo el nombre de mi tío, que como jefe del Estado Mayor...
El otro teniente tiró varias veces del cigarro:
—De las tonterías que aquí hablemos, no puede ser responsable tu tío, el coronel Arias. García aprobó, metiendo la cabeza en el pecho:
—¡Cierto! ¡Muy bien dicho!
Aún insistió Nicéforo:
—Todo va a mi cuenta... Pues el general ha sido relevado por aceptar la proposición de los carlistas para perseguir a Santa Cruz.
Dijo muy solemne García:
—¡Ha caído como una inocente codorniz! ¡Yo declaro que hubiera caído lo mismo!
Carmelo Nicéforo continuó explicando:
—Una falta imperdonable. Si los carlistas quieren fusilarlo, será porque les hace daño. ¡En Madrid es donde han visto claro!
Sonrió García con patrio orgullo:
—¡Buena gente hay allí! Castelar, que está reputado como la primera cabeza del mundo.
Contrapuso Velasco, con el gesto del mercader honrado que pone la balanza en el fiel:
—La primera no, una de las primeras.
El capitán se mostró conciliador:
—¡Conformes! Una de las primeras cabezas del mundo.
Carmelo Nicéforo guiñaba un ojo, socarrón:
—Las cabezas hay que tomarlas a cala. La cala es el tiempo... Ya veremos lo que deja detrás. En este negocio de Santa Cruz, ha visto lo que hemos visto todos. Replicó Velasco:
—¡Aquí!... Pero allá es más difícil hacerse cargo.
—¡Más fácil! A distancia, ciertas cosas se comprenden mejor. Es como si hubiese pasado tiempo. Por lo demás, en este asunto hay muchos hilos que nosotros desconocemos.
Declaró ingenuamente Velasco:
—¡Yo, todos!
—Yo también. Pero se confirma en cierto modo aquello que decía una noche el Duque de Ordax: Santa Cruz, es nuestro mejor aliado. Por perseguirle se releva al general España...
Carmelo Nicéforo dejó el aliento en suspenso, e inquirió Velasco:
—¿El relevo y qué otra cosa?
Se decidió a decirlo sacudiendo la ceniza del cigarro:
—La retirada de las fuerzas que tiene el coronel Guevara. Se le enviaron dos correos, y ahora vamos nosotros con la tercera orden.
Preguntó asombrado Velasco:
—¿Es la orden que llevamos?
Y miró al capitán con dolor y sorpresa. Gil García apartó los ojos enrojeciendo, y comentó Nicéforo con una risa amarga y feroz:
—En Madrid hay cabezas, pero no hay lo demás que hace falta para ser hombre. Crea usted, mi capitán, que nos han dado una comisión bien desgraciada.
Gritó Gil García con ímpetu, puesta una mano en el pecho:
—¿Quieren ustedes que la renunciemos? ¿Quieren ustedes que vayamos ante el general? Ordenaré la vuelta. Yo estoy dispuesto a pasar toda mi vida en un castillo. Tampoco a mí me satisface la orden que voy a cumplir, pero el general me llamó y me habló al alma. Sépanlo ustedes, le va en ello el honor, lo más querido para un militar. Es preciso que la orden de retirada se cumpla inmediatamente, sin estrechar más al Cura Santa Cruz. ¡Hay un secreto de Estado!...
El teniente Nicéforo hizo un gesto de fatiga:
—¡El pleito de los carlistas por la beligerancia! Un secreto a voces... Yo no diré que Santa Cruz sea nuestro aliado, pero lo parece...
Interrumpió el capitán García:
—Y parece que de conservarle ahora la vida, va la salvación de la República. Por eso, sabiendo mis ideas de libertad y de progreso, me ha llamado el general España.
Los dos tenientes levantaron los ojos tristes, graves, compasivos, ante la buena fe del capitán. Y los tres, como en un tácito acuerdo, tiraban de los cigarros, muy cavilosos, mirando a los soldados.
XXXII
Santa Cruz pasó los puertos de Arga y Arguiña. Allí, reunido con su gente, quiso burlar la persecución de republicanos y carlistas, haciendo grandes marchas nocturnas para que nunca supieran dónde estaba. Era artimaña suya: Con ella conseguía que no se concertaseis para un movimiento envolvente, los republicanos y el general Lizárraga. Santa Cruz esperaba vencerlos separadamente, cada uno en su vez. Pero la ocasión no se presentaba y crecía el riesgo y el estrecho. Cerca de Belza, en un intento para pasar a Guipúzcoa, se vio perdido, con los republicanos al frente, y picándole la retaguardia desde hacía treinta horas, cuatro compañías del general Lizárraga. Hizo alto al abrigo de unos molinos, y en el encinar que desde el río subía tendiéndose por el monte, paso guardia de hombres y los tres perros del molino. Fue advertencia de una vieja, que ella lo viera hacer a los contrabandistas. En el molino no había molinero. Cuando un voluntario preguntó dónde andaba, el ama joven se encrespó sacudiéndose la halda verde:
—¡Aquí bajo lo tengo!
Era una mujer alta, demacrada y encinta. El ama vieja, que estaba en su silla baja desgranando maíz, terció al caso:
—El mutil, por mal no te lo dice, pues.
Protestó la otra:
—Preguntar es... ¿Tú andas en la guerra? Presume, presume dónde andará tu hermano. ¿No ve cómo estoy de la cintura? Pues si en la casa hizo lo suyo, ahora que lo haga en la guerra.
Asomaba Santa Cruz, y quedó silenciosa, agachándose sobre el fuego. El Cura traía muy grave el rostro, y nublado de tristeza. Se sentó y dijo con un gesto que entrasen los que esperaban, y con un resuello que todos los demás se saliesen fuera. Entró Roquito, guiado por la Josepa. Gritó el ciego con vehemencia:
—¡Don Manuel, vengo por servirle, aunque luego me mande afusilar!
—¿Qué traéis?
El Cura contemplaba los ojos llagados de Roquito, y sentía que aquellas postas sangrientas le penetraban como ningún mirar. Pero no le preguntó nada para saber por qué estaba ciego. Le parecía que era lo que debía ser: El recuerdo anterior se borraba, como si nunca hubiese conocido otro Roquito que aquel de los ojos en sangre y de las palabras arrebatadas. Roquito se sacudía todo estremecido, en perenne temblor:
—¡Vengo por el bien de la Santísima Iglesia! ¡No combatan entre sí los soldados del Rey Carlos! ¡No combatir, Caínes, y dar un mal ejemplo a la Cristiandad!
Estaba ante el cabecilla palpándose los harapos y recorriéndolos con las manos temblorosas. La Josepa le ayudó a descoser un papel escondido entre dos remiendos, y se lo metió en el puño, empujándole al mismo tiempo para indicarle la dirección del Cura. Roquito adelantó recto, extendida la mano, levantando los zuecos llenos de tierra. Santa Cruz tomó el papel y le pasó la vista. Lo quemó en la lumbre sonriendo:
—¿No traéis más?
Roquito gritó:
—¡Que no combatas contra tu hermano! Barboteó la Josepa:
—¡Calla, borrachón!... Nos entregó la carta un señor general que vino de Estella, de le besar el anillo al Rey Don Carlos. Dijo él que no tornásemos sin haberla dejado en la misma mano del Señor Don Manuel.
Murmuró el Cura entornando los párpados, como al peso de un sueño repentino:
—Está hecho. ¡Andad con Dios!
Redoblaba el temblor de Roquito:
—¡No tires la espada contra tu hermano! Si no quieres verte con él y darle los brazos, escapa por medio de los montes. Un camino te abrirán las peñas y los hayedos, separándose como las aguas del Mar Rojo. ¡El que siempre venció de los negros liberales, de su hermano no vencerá! Escapa por los montes, y si te ves cercado, échate en una hoguera, pero no vayas contra los batallones y las escuadras del Rey Carlos.
La Josepa, muy temerosa, le dio con el puño en la espalda:
—¡Calla, borrachón!
Hizo el Cura un gesto de gran imperio:
—¡Déjale que hable!
Roquito estaba en lágrimas:
—¿No te pedía los brazos, en su papel escrito, el general Don Antonio Lizárraga? ¿Qué respuesta para él das a este ciego sin fortuna? ¿Es mi cabeza, que la quieres cortar y mandársela como respuesta dentro de un cofre, conforme es el uso de Morería?
El Cura meditaba con una mano sobre los ojos. Sintió latir los perros en el encinar y abrió la ventana. Se juntaba la gente de la partida, sobre la ribera del río, para seguir la marcha nocturna por los caminos blancos de luna, por las arboledas todas en quietud. Se aprestaba sombría, con el ansia y recelo del peligro, dura a la fatiga de aquellas marchas continuas, muchas veces a la vista de las hogueras enemigas. De nuevo iba a comenzar la huida, sañuda y rebelde, con el paso a la media noche por las aldeas dormidas al claro lunar que aman las brujas. El Cura recapacitó los caseríos donde debía pedir raciones. Santa Cruz tenía parciales en todos los poblados y aldeas, sabía ganarlos unas veces con clemencia, y otras con duras justicias. En aquellas jornadas, al amanecer metíase a los montes, y descansaba hasta la noche en el resguardo de alguna quebrada, puestos centinelas.
XXXIII
El Cura, arrimado a la ventana, meditaba con la mano sobre los ojos. Volvieron a latir los perros en el encinar, y corriendo por entre los maizales, venía un mozo de ágiles piernas, capusay y luenga vara. El cabecilla descubrió los ojos, y reconoció a uno de sus confidentes:
—¿Ramuncho?
Respondió una voz:
—¡Llego!
El mozo penetró en el molino, y alumbrado por el ama vieja, pisó el umbral en la sala de las arcas, donde estaba el Cura. Se santiguó, y saludó dando con el cueto de la vara en el suelo, semejante a un mensajero antiguo, baja el capusay:
—¡Ave María Purísima! Los republicanos levantan su línea.
Santa Cruz tembló todo:
—¿Tú lo viste?
—Yo lo vi. Van de retirada sobre Elizondo. Estuvieron en una venta donde yo dormía, y escondido en el pajar los oí. Todos van pesarosos de la retirada.
Se oyó llorar. Era Roquito que estaba de rodillas en el rincón de unas arcas. Nadie hablaba, y la figura del cabecilla se destacaba sobre el cielo de la noche en el cuadro de la ventana.
Con un sentimiento de humildad, penetrado de misterio, murmuró hablando con todos:
—Recemos el rosario y demos gracias a Dios. ¡Él me salva, no sé si de ser Judas, si de ser Caín!
Se arrodilló y besó el suelo, al mismo tiempo que estallaba violenta la voz de Roquito:
—¡Satanás te salva! ¡Satanás, que guía las filas de los negros y los vuelve de la parte de Judas!
Todos callan atemorizados, y en la oscuridad se oye sollozar al Cura de Hernialde.
Appendix A
Así termina Gerifaltes de Antaño
- Rechtsinhaber*in
- José Calvo Tello
- Zitationsvorschlag für dieses Objekt
- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Gerifaltes de antaño. Gerifaltes de antaño. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-01B5-4