I
¿Empieza ó acaba?
María Luisa habia pasado la noche en tristes y agitadas vacilaciones. Su casto lecho de viuda estaba, cuando el dia llegó, deshecho y revuelto; las sábanas, rebujadas; la fina colcha de punto, labor común de un producto inglés y una virtud china: el algodon y la paciencia, cubría apénas con un velo de pudor el seno hermoso de María Luisa y la curva griega de su talle. Los brazos salían fuera de' este rebozo, dejando descubierta su bella proporcion hasta mucho más arriba de los codos. Eran brazos morenos, suaves, de seda casi, bajo cuyo cutis corría el humor rosáceo de la vida con la agitación que produce una noche de placer ó una noche de calentura. Dieron las cuatro en un reloj de caja, previo el balbuceo de la campana ronca, y la lamparilla que ardia sobre un viejo taburete de piano, forrado de hule, se apagó, lanzando una ojeada ansiosa á los objetos del mueblaje y un chisporroteo chirriante como el del fósforo al encenderse. María Luisa alzó entonces de las almohadas la cabeza, apoyándose con las manos en el lecho, y miró la oscuridad del cuarto, y el filo blancuzco que en el maderaje de las dos ventanas trazaba el nuevo dia, y oyó el cacareo de un gallo y las campanillas de la muía dé un labrador que iba á sus faenas, arras-x trando la rama del arado sobre el piso polvoriento. Des-pues se levantó, puso sus piés desnudos en la piel de cordero que cubria el pavimento á la derecha de la cama, y palpó las sombras hasta tocar el frió hierro de aquella cuna donde reposaba Justina. Aproximó su rostro á otro rostro infantil, y sin equivocarse, sus labios fuéronse á posar dulce y amorosamente en una cabeza que dormía.
—¡Oh! —dijo María Luisa — por tí al ménos, ángel mió... ¡ Es preciso!
Buscó sobre la mesa de noche la caja de cerillas y encendió la bujía. Al pié del lecho estaban sus ropas, y con rapidez se las vistió. La bata de percal negro con lunares blancos, y un pañuelo oscuro de seda, que anudó á su cabeza, prestáronle abrigo contra el relente del amanecer, que se colaba, á pesar de los burletes, por mil resquicios. Entonces abrió las maderas de una ventana, y cierto albor dudoso llenó la estancia. La casa despertaba toda. El campo empezaba á ser, y al salir de la noche parecía salir de la nada. El horizonte caia en lento declive hácia un camino de herradura, cuya amarillenta línea, serpeando entre sembrados, huertos y eriales, parecía un símbolo del Fisco, que en todas partes mete su importuna curiosidad. Allá lejos, despues de deseender poco á poco, subíase sobre los hombros del Cerralvo, un monte azulado, del cual caía la. luz como una sutil lluvia de nieve, y seguía culebreando hasta que la vista le dejaba de ver bajo un vapor ceniciento de nubes amontonadas. Este segmento deshabitado del horizonte faé el que contempló María Luisa al abrir la ventana. Despues, como oyera movimiento en la cuna, acercóse á ella.
—¡Mamá, mamá!—exclamaba, áun dormida, la niña. —¿Dónde estás? Soñé que te habias ido.
—Aquí estoy. Te he despertado ántes de tiempo. Quieres dormir más ? Yo tengo que salir. Si tienes sueño, iré sola.
—¡Salir!—repitió Justina con asombro.—¿Qué hora es?
—Las cuatro.
—¿Y á las cuatro vas á salir? ¿A dónde?
La lógica inflexible de la niña no podía ménos de extrañar el madrugón de su madre.
—A San Juan de Cabuérniga — repuso ésta.— Es un asunto que he de despachar hoy mismo con D. Saturnino Ceano.
—Pues no tengo sueño. Quiero ir contigo.
—Es que hace mucho frió.
—No importa. Me pondrás el capoton de papá, qúe otras veces llevo cuando salimos en invierno al campo.
—No seas caprichosa, niña—dijo con firmeza María Luisa.—Tu empeño puede costarte una pulmonía. ¡Quie-tecita aquí hasta que yo vuelva!
Cogió las dos manos, que Justina sacaba fuera de las mantas, y volvió á meterlas dentro del lecho. Hemos dicho que éste era una cuna. Es cierto. Aun cuando Justina contaba ya ocho años, no habia querido abandonar el nido de su sueño primero. Tal capricho fué respetado por María Luisa, por la razón sencilla de que respetaba todos los de su hija, y la criatura siguió durmiendo en aquel cascaron de acero, que giraba sobre sí mismo en loco columpio cuando Justina se enfadaba.
—¡No quieres llevarme contigo!—dijo la niña abriendo sus grandísimos ojos negros, que llenaban su palmito descolorido y delgado.—¡Bueno! Me quedaré pero ya sabes que el médico te tiene dicho que no me hagas llorar... y yo... yo... me es...ta...ré... llorando... has...ta que vuelvas.
Hablaba y lloraba todo á un tiempo, poniendo juntas y confundidas lágrimas y palabras en un rosario conmovedor.
—¡Vamos! No llores... Eso no... Te levantarás, te vestiré... y se hará lo que quieras... Pero no llores. Seca esos ojos.
María Luisa pasó su mano fina y mórbida por el rostro de Justina, la cual, rompiendo en un terrible llorar de profundo desconsuelo, no fué dueña de obedecer á sumada. Era un temperamento nervioso, en el cual los sentimientos provocaban sensaciones violentas, que no podia dominar súbito una vez iniciados. El llanto de Justina duró lo bastante para que ántes de que se hubiese acallado pudiera María Luisa cogerla en brazos, abrigarla con un mantón negro y apretarla contra su pecho, llenándola de besos el rostro, la frente y las trenzas negras, medio deshechas por el agitado dor-¡ mir de una niña que ve juntos en sueños fantasmas y ángeles. El llanto de Justina causaba profunda emocion á María Luisa. Hubiera querido cortarle con un beso, como se corta con un dedo el correr del agua en una fuente; al oír aquel sollozar sin fin poníase más triste, y las arrugas que, no la vejez, sino el dolor, habia marcado en su frente ebúrnea, crecían en número é intensidad. Digámoslo de una vez, áun cuando parezca prematuro: María Luisa experimentaba un dolor íntimo de arrepentimiento, y el llanto de Justina le avivaba más y más.
Luego la niña empezó á serenarse; dejó de arrojar lágrimas, y sólo algún suspiro tembloroso exhalaban sus labios pálidos. Por fin quedó tranquila, y del gesto de la contrariedad pasó á la sonrisa, sin ese crepúsculo de sombras que separa de ordinario la alegría del dolor.
Vamos á ir, verdad? — dijo en tono mimoso.— ¿Han enganchado á Chuleta? Yo iré en el pescante con Pacorro, llevando las correas y cantando: «¡Arre, arre, arre, que llegamos tarde!....»
Calló la niña, fijó más sus ojos en los ojos de su madre, y una y otra se miraron en silencio. Hay algo más grande que la contemplación del mar: la contemplación de un amor como aquel. Aquellas cuatro pupilas sin pestañear se contemplaban, y Justina distinguía las levísimas ramificaciones venosas que cruzaban los ojos de su mamá, y sus pestañas rubias, de un rubio mate; color, matiz y tono que sólo se encuentran en el rayo de sol despues de pasar por una gasa blanca. Veia la intensa pupila, que, siendo azul, parecia negra, y los párpados delgados, comparables á hojas de rosa, cuyos bordes, un tanto encendidos, hablaban de lágrimas recientes; veia la nariz recta, de punta redonda; los labios carnosos y unidos con gesto de pena; la tersura de las mejillas, en que, mirando atentisimamente, se hallaban unas menudas vetas más claras que el resto del cútis, especie de tributo que aquella mujer morena pagaba á la rubicundez de su cabello. Veia también la frente cargada de bucles descompuestos y pensamientos desordenados, y oia la respiración del seno que la engendró, que al aspirar se acercaba hasta su frente con su atmósfera tibia y su contacto dulce, y al contraerse para expirar el aire, permitía llegar el frió ambiente exterior ¿asta la mejilla derecha de Justina, posada en aquel caliente regazo de madre amorosa.
—¿Te he incomodado?—preguntó Justina cogiendo entre sus manos la cabeza de María Luisa. — Por todo lloro ¿Tú me perdonarás? ¿Cuántos besos te doy, y me perdonas?
Era un contrato, un puro contrato mercantil lo que la niña proponía. La madre le aceptó, y el ruido de besos que sonó en la estancia le puso el sello. ¡ Una madre y una niña que se enojan y se besan! Esto no puede ser el final de un drama. Veamos.
II
Mirada al frente.—Mirada atras.—Mirada al rededor.
Terminaba Maria Luisa la faena de vestir á Justina, cuando entró en la estancia una señora que frisaría en los cincuenta años, áun bien conservada, fresca, gruesa, oronda y de pausado andar. Era su rostro redondo, con brillo aterciopelado en las mejillas fofas y blandas, y unas chapitas doradas en la frente y bajo los ojos. Sobre éstos se plegaba un cortinaje de piel rugosa, que, al correrse con lentitud, dejaba descubierta una pupila fria, verde y sin movimiento casi, y dos pestañas claras, siempre trémulas, como si les costase trabajo mantenerse en línea curva y la gravedad del sueño las mandase con su magnética influencia dormir hasta el fin de los siglos. Las cejas peludas y negras acentuaban por extraño modo este rostro, dándole sombra en su eterno sopor. Eran como los sauces de aquel cementerio humano. Cuando se movía la dueña de este rostro, las mejillas temblaban, cual si en vez de carne, de blanda gelatina fueran.
Vestía de telas negras: merino, orleans y estameña; de su desaforada cintura colgaba la correa de charol del hábito de los Dolores, y en su extremo, allí donde la piedad habia puesto un corazon de plata con sus siete espadas de lo mismo, descubríanse los arañazos de Ge-deon, un gatito rubio que la perseguía como el ratón al elefante de la fábula, jugando con los ámplios vuelos de su falda y con el ovillo de su labor de aguja. Llamábase esta respetable dama doña Pazita Güemes y estaba unida á María Luisa por estrecho parentesco: era hermana de Bartolomé Güemes, el difunto padre de Justina. Permanecía soltera, porque nunca se ha casado el egoísmo sublime, y ella era el egoísmo en forma de paquete de gelatina. Dicen que fué egoísta de por vida y que nació con ese defecto; pero es incuestionable que se desarrolló más tan lastimosa disposición con la atmósfera reinante en casa de los Güemes, comerciantes de ferretería, en Pamplona. El mismo Bartolomé era un egoísta de marca mayor, y al casarse en Pamplona con María Luisa, pobre hija de un mísero oficial del Gobierno, pareció ponerse en contradicción con sus antecedentes de hombre calculista y frió. No fué pequeño el disgusto que tan desigual matrimonio produjo en el hogar de los Güemes. El tio Juan Güemes, fundador del comercio de las Tres Menas, el más antiguo de Navarra, que poseyendo más de dos millones de duros en el Banco de Bilbao, paseaba su achacosa persona bajo los porches de la plaza, con un sombrero bajo y mugriento en la cabeza y un garrote de acebo en la mano, dijo, al saber que Bartolomé se casaba con María Luisa:
—¡Ese picaro nos deshonra!.... ¡Retaco!.... La hija de ese sorbetinteros traerá á mi casa la mala suerte.....
¡Betaco!
María Luisa supo estas frases, que corrieron allí de l»oca en boca, y bajo tan triste impresión entró en la nueva vida de esposa. Ademas, no se casaba por amor. Bartolomé Güemes era entónces un robusto hombre de treinta años, de anchas espaldas, manos velludas, cara afeitada y labios enormes. Esto era lo de afuera: por dentro era un espíritu que no era; oscuridad, ignorancia de las delicadezas del corazon; recto sentido moral, eso sí, pero limitado á los achaques del comercio. Pagar á 15 reales una barra de hierro valiendo 20, era, según él, crimen horroroso. Permitir que su mujer viviera, no trascurrida aún la primera semana del enlace, abrumada bajo la pesantez de los desdenes del viejo trajinero y de sus hermanos Tadeo y Lúeas, mayores que él y más groseros aún, era cosa natural, en la que nada reprochable enconr traba. ¡ Imaginaos, amigos míos, qué tormentos no*sufriría tan linda y delicada criatura, de cuerpo de ámbar y alma de luz, en su choque continuo y rudo con aquellos cíclopes sin caballerosidad ni delicadeza, vestidos de pana, que fumaban tabaco caporal de contrabando en pipa de barro, que comian juntos metiendo todos las manos en la misma cazuela, que echaban ternos sin cesar, y que al expresar cualquiera idea, su lenguaje era una lapidación inicua de todo lo que había soñado María ! Esto podréis imaginarlo sin que yo me esfuerce en la ponderación. Lo que no sabéis es que el padre de la desventurada María, único promotor de aquella boda, era un viejo verde, cuya viudez y ancianidad diariamenT te se manchaban con los más feos pecados de decencia, arrastrándose por sitios donde la juventud se pudre y la vejez se envilece; ¿i sabéis tampoco que este perverso hombre molestaba de contínno á su hija con demandas de dinero. ¡Dinero María, cuando Bartolomé no le dió una peseta miéntras vivió con sus padres! Yed cuán horrible sittiacion. María Luisa se sintió herida en lo más delicado de su alma: en sus ilusiones, por la vida de humillación y de prosa que le obligaban á llevar su marido y su suegro; en su sensibilidad, por las recriminaciones del autor de sus dias, que la increpaba de este nxodo :
—«¡ Para eso te he casado yo con un hombre rico! ¡Hija desnaturalizada! ¡Tú en la opulencia, y tu padre en la miseria, atenido á un sueldecillo ruin! ¡ Entrañas de fiera! ¡ Cuando estabas en mantillas te tragaste un dia una piedrecita de arroyo! Esa piedrecita se te quedó en el pecho y ahora te sirve de corazon.»
La pobre niña sentía que la zarza punzadora de las desdichas rodeaba el árbol frondoso de sus dulces esperanzas, y no tenía el derecho de quejarse, no podia comunicar sus penas á ningún mortal. La oracion era su consuelo, pero al cabo de muchos meses de rezar en vano, perdió la fe. El martirio era lo que á lo léjos la sonreía con la triste sonrisa del ángel de la muerte. Bartolomé ignoraba todo este misterioso drama. ¡Qué entendía él de contrariedades morales! Su amor, que no fué amor, sino deseo físico, estaba satisfecho poseyendo aquel bello cuerpo de diez y ocho años, que en lo más sombrío de la sala de despacho iluminaba la luz de su propia hermosura, bordeándose de una irradiación fulgente. El beso que él ponía todas las noches en la frente suavísima de María do pasaba de la carne. La niña, al cerrar su costurero, dejaba dentro el alma; y esta hechicera señora, que todo lo puede en amor, jamas tomaba parte en el cumplimiento de aquello que es, ora santa consumación de un misterio divino, ora la más abyecta de las servidumbres. Quedábase allí el alma, sí, entre las agujas y los carretes de hilo, pensando ¡ oh!.... pensando en un breve pedazo de délo que habia visto pasar junto á ella, en una cabeza varonil, morena, vigorosa, llena de sublimes propósitos y de genio, que se inclinaba sobre un libro donde estaban pintados ciertos demonches de signos incompren, sibles para ella. Fué un soplo de perfume que había aspirado María Luisa un año ántes de casarse, cuando bu padre hospedó durante dos meses á un joven de la Vierzosa, de cuya familia era amigo. Este muchacho acababa de cumplir veinte años, estudiaba matemáticas, préparábase para entrar en la Escuela de Ingenieros de Caminos; pero áun cuando jamas leia libros de poesía, sino Geometría y Cálculo diferencial y logaritmos, ¡era tan poeta! era más poeta que muchos que tienen por oficio el serlo; y cuando hablaba de la Vierzosa, de su madre, de su hermana, la pobre María Luisa no podía contener las lágrimas. Es que el amor se disfraza de ángel muchas veces, ó mejor aún, que el amor es el único ángel que Voltaire ha dejado vivo.
A los dos meses de hallarse Genaro en fraternal intimidad con María, el padre de ésta cometió una imprudencia de las suyas. Una noche en.que el joven estudiaba entró en su cuarto y le pidió prestada una suma. Genaro ñola poseia. Era pobre. Su tio, haciendo un sacrificio .heroico, lograba apénas sufragar los gastos de su pupilaje. « Es un grave compromiso el que me aprieta— dijo el empleado.—Déjeme V. su reloj. Yo le empeñaré, y á fin de mes... volverá á poder de V.» El joven accedió, y aquel reloj de plata sobredorada, que atrasaba en los meses de frió y se paraba siempre en Agosto, dejó de latir, como el corazon alegórico de la Yierzosa, sobre el pecho del matemático. El acaso malo—¡porque hay también un acaso bueno! — dispuso que el tio de Genaro llegase al otro dia. Apénas midió á su sobrino con una mirada curiosa y severa, todo áun tiempo, notó la desaparición del reloj. De la juventud se duda siempre. La juventud es el borde del precipicio. Los viejos se asombran todas las mañanas de que el nuevo sol alumbre áun vivos á los adolescentes incautos que duermen en ese plano inclinado. Hé aquí por qué el tio de Genaro supuso que él habia empeñado el reloj para ¿quién sabe para qué? Reprendióle duramente; Genaro no se defendió, prefiriendo aparecer culpable á revelar el secreto del viejo empleado. María Luisa vió esto no lo vio, lo admiró, y aquella noche rezó á San Pedro, á San Pablo y á San Genaro. « ¡ Qué bueno es usted!» — le dijo—y estrechó su mano en que él, ruboroso, im*-primió muchos besos.—«¡Qué sacrificio!»—añadió ella. —«Por V. haria áun más»—replicó Genaro en voz baja. María Luisa se sintió morir. Cerró los párpados y no oyó otr&s cosas que el joven la decia. ¿Qué iba á oir más? El amor no tiene diccionario; sólo tiene una pala* bra, y una vez pronunciada enmudece y ciega. Dos dias despues Genaro se fue á la Yierzosa, y no escribió como había prometido. A los seis meses conoció María Luisa' al que poco despues füé su marido. «Yo—pensaba ella — soy desgraciada porque soy como el mundo: primero conoció á Dios; despues, al demonio.
María Luisa no supo ni pudo resistir al enlace que su padre le proponía. Naturalmente tímida en adoptar determinaciones importantes, carecia efe esos consejos que hacen fuerte la propia iniciativa y dan el triunfo al rebelde contra un abusivo poder. Cedió, pues, sin intentar la resistencia. ¡Triste sometimiento! En aquella unión no halló más que dolores, pero dolores sordos, lentos, graduales, que comenzaron con la pérdida de los ideales, y acabaron viendo alzarse en derredor de ella barreras infranqueables. En una estaban grabadas estas palabras: « Dios lo manda. » En otra decia: «t La ley lo manda.»
En otra: «El mundo lo manda » Vino al fin esa muerte moral que algunos llaman resignación. Era un pájaro que ya no podia vojar. No tenía ni alas ni cielo.
Al morir el tio Juan Güemes, sus hijos dividieron la herencia, y á Bartolomé le tocó la hacienda de Casa-Ari-jona, en el límite de la provincia por la parte N. E. Partido el hogar de los Güemes, Bartolomé trasladó el suyo á Casa-Arijona, su hermana Pazita entró en el convento de Siete Pecados, como novicia, proponiéndose, profesar, y Tadeo y Lúeas siguieron traficando en hier--ro, plomo y mena de acero. El abandono de aquel mos-: trador de encina, de aquella casa ahumada, de aquella sociedad grosera y materialista, la vida nueva del campo, la contemplación de bellos horizontes, y más que todo esto, la irresistible tendencia humana de armonizar los propios pensamientos con los de quienes nos rodean, motivaron cierto cambio en el carácter de Bartolomé; cambio brusco, ilógico, absurdo casi. No creáis que se hizo su naturaleza sensible; pero aquel pedazo de granito quiso tener nervios como los hombres. El deseo físico que él habia tomado por amor se sublimó un tanto. El plomo, anhelando ser oro, se convirtió en cobre. Algo es algo, y este algo parecía un milagro. María Luisa vió llegar hasta ella un reflejo del cielo, la consideración de su esposo, y la agradeció profundamente. Entonces nació Justina. De la sonrisa del cíclope salió un ángel.
Bartolomé Güemes no podía explicarse lo que le ocurrió cuando por vez primera aquel precioso monigote de nieve pateó sobre sus rodillas. Sintió un temblor en el pecho, como el de la tierra cuando truena la tempestad, y no pudiendo decir otra cosa, pues el lenguaje de los. sentimientos era ignorado por él, profirióla interjección familiar de los Güemes:—¡ Retaco!.... ¡ Retaco! — y dos lágrimas se escaparon de sus ojos.
El mismo diadel bautizo, doña Pazita escribió á su hermano participándole que iba á salirse del convento y deseaba vivir con ellos. La angustiosa vida de los húmedos claustros ahogaba su exhuberante personalidad. La mujer de gelatina no podia ser esposa de Jesús, y el médico del convento testimonió que si no abandonaba Pazita el lóbrego paraíso de los Siete Pecados, su sangre se convertiría en agua caliente, sus músculos en cintas de lana, su persona toda en un montón de tegumentos hinchados por la linfa. Pazita llegó á Casa-Arijona, se instaló en un cuarto de la planta bajá, empezó una labor de aguja, medias de hilo ó mitones de estambre, y con ella y su gato Gedeon, y la siempre repetida historia de lo que ocurria en el convento, dejaba pasar su existencia, que rodaba lenta y tranquila como un tonel vacío por un camino llano. Al cumplir Justina seis años murió su padre, y María Luisa, que no le habia amado, le lloró sinceramente. Despues... despues pasaron cosas que os serán referidas más adelante.
—¿Estás loca, María Luisa? ¡ Levantar tan temprano á la chica! En cuanto anochece se está durmiendo por los rincones como una marmota—exclamó Pazita.
—Se ha empeñado.
—Sí, es una polvorilla, y tú no sabes darla crianza, ¡ Crianza sin lágrimas es imposible!
Crianza decia Pazita para hablar de buena educación. Hizo un par de viajes pesadamente al rededor del cuarto.
—Anoche—dijo—se me olvidó aquí la labor. ¿La has visto?.... ¡Zape, Gedeon, que te voy á pisar!
—Si no estuviste aquí—repuso María Luisa poniendo á Justina sobre los hombros una pañoleta de punto. —Estará en el comedor.
Pazita salió para el comedor, seguida del gato. Así vivía: buscando su calceta, que se la extraviaba todas las noches y que encontraba al dia siguiente, enredada por Gedeon entre los palos de las sillas.
Habia amanecido por completo, y un reflejo dorado daba indicio y señal de que á toda prisa el astro de la luz sobre los horizontes hispanos venía. En lo lejano del Cerralvo la luz simulaba tintas rojas y encarnadas, rodeando de nimbos multicolores los recortes de las pieidras. En los campos de pan llevar, que circundaban á Casa-Arijona, verdegueaban los nacientes tallos; las cercas de piedra viva que separaban unas heredades de otras daban al terreno la apariencia de un tablero de ajedrez, trazado en raras figuras por un geómetra loco: á la derecha, la fábrica de Doñana escupía á las nubes fius espirales de humo azul, y cuando el vientecillo sutil y helador no soplaba, oíase ruido de máquinas, herramientas y rodaje.
¡Las palomas de Casa-Arijona paseaban por el tejado su buche henchido como una bola de espuma de jabón, y bajo los canalones mohosos y llenos de musgo corrían y piaban enjambres de currucas y gorriones. Abajo se oyó una voz recia que decía:
—¡Alza, Chuleta
Despues, una vieja tartana, de capote de cuero rojo, rozado en sus esquinas, salió rodando de la corraliza. Despues, una familia de pavos, gansos y gallinas salió por la misma puerta que la tartana, diciendo cada cual en su idioma:
—¡Buenos dias, buenos dias!
III
Viaje alrededor de un notario.
Abriéronse sucesivamente, una tras otra, todas las ventanas del edificio. Una cabeza de mujer ruda y salvaje, especie de busto de barro crudo á medio esbozar, fué apareciendo detras de las viejas persianas verdosas, y sus manos las empujaban hasta que, chocando con la pared, producían la caida de fragmentos de yeso y tierra. Aquel gran caserón era un anacronismo de manipostería. El tejado hundido, con sus hileras de tejas en línea curva, como si el fantasma del tiempo hubiese paseado muchas veces sobre él sus tarsos abrumadores, hacía perfecto maridaje con las paredes, de piedra hasta su mitad y desde allí de yeso, manchadas, parduscas, llena» de grietas, hendiduras, oquedades y bultos. Lluvia y viento habían escarbado con sus mil uñas aquel edificio,’ y en su larga labor de las noches de invierno, ¡cuántas* horas pasó Casa-Arijona gimiendo y retorciéndose en los brazos de la tormenta como un viejo paraguas de varillaje desgobernado, temiendo que el techo volase, qué los lienzos vinieran á tierra, que las puertas girasen sobre sus chirriantes goznes y se cerráran para adentro' con estrépito, montándose una hoja en otra y quedando hasta el fin de los siglos en la contorsion de la boca de nn epiléptico! Era un inválido con la pata de pino podrida, el chapeo arrugado, los ojos ciegos, las cruces percudidas de herrumbre. Pasaría un niño jugando, y de un pelotazo echaría por tierra toda aquella máquina de vejeces.
Cuando la cabeza de barro crudo hubo aparecido en cinco ventanas distintas, y abrió la sexta, que era la de la esquina, sacó medio cuerpo fuera é hizo con la mano gestos de despedida, miéntras contraía sus mejillas en gruesos pliegues una sonrisa de afecto. Saludaba á Justina, que puesta de brazos en la ventanilla única de la tartana, decía, devolviendo gesto por gesto y sonrida por sonrisa:
—Adiós, Pajaróla!... ¡Que eches trigo á mi palomita...! No se te olvide Cuando vuelva.....
Las últimas palabras no llegaron á oidos de Pajaróla, porque un golpe de viento se las llevó. Los golpes de viento que se llevan las palabras parecen el soplo de la indiferencia incomunicando á los hombres. La tartana rodaba, rodaba, moliendo la arena del piso, y desde Casa- Arijona se veian aparecer y desaparecer bajo la bolsa del carruaje, hecha de cordeles tejidos, las patas blancas de Chuleta, envueltas en unos manguitos naturales de pelo, del que pendían pedazos de barro seco. Las cuatro campanillas del pretal del jaco sonaban con alegre timbre, y al restallar el látigo, aligerábase momentáneamente el andar de la tartana, para volver á aminorarse poco despues. Ver un paisaje por la ventana trasera de un vehículo es ver un desfile de cosas que son cuando ya no podemos gozarlas. María Luisa miraba aparecer en aquel marco de la ventanilla los tejados de Casa-Arijona y el humo de su chimenea; despues, los álamos de Arroyo-Corambre, que venía alborotador y abundante de aguas turbias por efecto de las nieves últimas; luego, las cercas de Pilar-Mojado y Aguacierzo, de su propiedad, entre cuyas hierbas doradas, altas y aguadísimas por el viento, como un mar de arenas menudas, movíanse lentamente cabezas de bueyes y muías, levantando sus ojos del suelo para examinar curiosos al transeúnte. Los andamios de la fábrica y la gran escalera del depósito de herramientas de Doñana se perdieron en una brusca revuelta del camino, y el sol se hundió súbitamente en una nube rosada, inflamándola de resplandores de horno y marcando en su centro una como protuberancia blancuzca, especie de tumor de luz que amenazaba reventarse volviendo á inundar el horizonte de resplandores. El aire estaba cargado de humedad. Cada átomo de aire tenía un átomo de agua. Respirar era beber.
El camino fué silencioso durante largo rato. Justina contemplaba el paisaje con ánsia de ver más y más. Sus Djos negros eran la curiosidad interrogadora, y al mirar un pájaro que volaba, movíanse queriendo hacer de las pestañas de seda alas de pluma para seguirle. También miraba correr los arroyos que de sí echaba la tierra por todas partes, y que deslizando su hilo de cristal por entre las quebraduras de la cuesta, recordaban el serpear de las lágrimas entre las arrugas de un rostro envejecido.
Cuando las nubes reducían su extensión, como un abanicó dé plumas que se cierra, todo el campo relucía y cen-. telíeaba; y cuando las ninfas de la luz iban á besar los lejanos árboles de Lugareda, diríase que en el aire volaban partículas mil de diamante jugando con el sol cual microscópicos geniecillos de fósforo y fuego.
—El dia está entre merced y señoría—dijo Pacorro, que iba sentado en la vara derecha de la tartana.—Con un ojo rie y con otro llora... ¡Alza, Chuleta!
Su apreciación meteorológica no obtuvo respuesta, porque María Luisa iba sumamente preocupada. Sólo al cruzar la tartana el puente de Arroyo-Corambre, el ruido seco de las ruedas botando en los agudos guijos de que estaba empedrado la sacó de su abstracción, y entonces reparó que habia permanecido muda durante media hora de camino y que ya faltaba poco para llegar á Lugareda. Eran las ocho, y la campana de la iglesia de San Ildefonso cantaba su sinfonía. Ora sonaba cerca, ora léjos, según lo quería el aire. Trepó Chuleta un razonable repecho, y entró la tartana por una puerta de piedra desmantelada, en cuyo frontispicio áun se divisaban escudos de granito. Luego empezó á embutirse el carruaje en unos tubos de cal y canto á que los hiperbólicos topógrafos de Lugareda llamaban calles. No Lugareda, sino Villa-Sonora debía nombrarse aquel pobla-chon, que yo he visitado há pocos dias, según hallaban eco en las altas paredes los menores ruidos. El adoquinado de las calles, hecho de grandes trozos de cuarzo y granito, devolvía centuplicado el chocar de las herraduras, y se lo enviaba á los viejos balcones de madera, de los cuales pendían ramos de olivo, trapos y tripas de vaca henchidas de aire, que simulaban fantásticas serpiente». Allí era imposible el sigilo, Las calles delataban al transeúnte* y los rostros de los vecinos, asomando de continuo á aquellos agujeros con pestañas de hierro, y pálpebras de madera podrida, daban terrible publicidad á los más insignificantes sucesos de la vida en Lugare-da. Inútil es decir, pues, que la entrada de Chuletai despertó á todos aquellos ojos con pestañas de hierro y pálpebras de madera podrida, y que ántes de pisar la plaza del Alumbrado, donde vivia el notario Ceano, éste habia sido advertido de que llegaba la tartana de Doña María Luisa, ó, según la frase de la gente, la tartana de Casa-? Arijona.En el dintel de la puerta de su casa, puestas las gafas sobre la aguda nariz de gallo, ambas manos en los bolsillos del pantalón, enarcados los brazos á la manera de asas de ánfora, torcido sobre la sien derecha el gorro de pana parduzca con borla de seda, oscilantes las faldas del levitón ala de mosca sobre los tobillos, á que la impaciencia de su dueño imprimía un movimiento vibrátil nervioso, esperaba el señor D. Saturnino Ceano, representante averiado de la fe pública en aquella comarca, cuando Chuleta detuvo sus pezuñas barrosas, y se abrió la puerta de la tartana, y Justina saltó al suelo como un pájaro, y su madre buscó con el pié pequeño y de nobles curvas, aunque calzado con desaliño, la mano férrea del estribo del carruaje. Entonces la figura tiesa y erguida del Sr. D. Saturnino sacó las manos de los bolsillos, alargólas á María Luisa, y ayudándola á bajar, dijo con una voz recia y vibrante, que se confundía con el badajeo de un esquilón roto:
—¡Dichosos ojos que vená V...! La salud buena... ¿no es eso...? A esta golondrina la encuentro tan guapa... ¡Yamos, más vale así...! ¿Y aquella excelente Doña Pa-. zita...? Buena también... ¿verdad? Mucho me alegro... ¿Ha visto V. qué tiempo? ¿Llueve ó nieva ó hace sol...? El cielo está loco, y perdóneme el Padre Eterno la herejía... ¡Muérdago, demonio, si se atrapa un constipado sin sentirlo...! Pues como decía á V... no, áun no la he dicho nada... pero es lo mismo... Iba á decirla que hoy pensaba haber salido yo para Casa-Arijona, porque ocurren casos que... ¡no hay que alarmarse...! Ayer lo supe, no ánte3; que si ántes lo hubiese sabido... Pero la ley es así... tardía, pesada, perezosa. Ellos han iniciado la demanda un mes hace cuando ménos, y hasta ahora no ha venido á resultar. ¡ Muérdago, demonio! ¡Si esto es una pesadez! ¡Qué procedimiento, qué jueces, qué tribunales...! Esa familiota de juececillos nuevos, esos filosofastros que han estudiado por Dupin... van á echarlo todo á perder... ¿Usted qué trae por aquí? ¿Ha sabido usted lo que ocurría..., ó es otra cosa...? Vamos, ¡muérdago, demonio! dígamelo V., que estoy impaciente.
Era un flujo de palabras, una estrangurria hablada, un fuego artificial de pensamientos cortados y chisporroteantes, de los cuales unos ahogaban á los otros, sin que en la vida de D. Saturnino hubiese podido salir jamas de sus labios gruesos, afeitados y pergaminosos una oracion cabal y completa. ¡Muérdago, demonio! Aquel señor era insoportable con sus eternas divagaciones, con su afan de generalizarlo todo y levantar sobre cada hecho un sistema, y con la ingenuidad y trasparencia de su cerebro, donde la asociación de ideas revelaba á veces con una claridad medrosa lo que pensaba de cada persona y de cada suceso. Un día, hablando con don Nicasio Zomeño, el propietario de la fábrica de Doñana, de cuya honradez se decían cosas enormes, como éste exclamára: — «¡Mal va mi industria!», don Saturnino respondió: «Ayer han descubierto una partida de bandoleros en Cerralvo.» Don Nicasio no entendió lo que esta asociación de ideas significaba, ni el mismo Ceano lo entendía tampoco; y esto era lo más terrible de su lenguaje, que abrumando con una horrible injuria, con un insulto feroz ó con una suposición desagradable, quedábase luégo sereno como un niño, que ignora el valor de las palabras por él pronunciadas.
—Pasen ustedes... ¡ Hace demasiado frió para permanecer en la calle...! ¡Pacorro, mete la tartana en el corral...!
Entró en el portal y gritó :
—¡Tia Enjundias...! ¡Abra V. la puerta del corral! ¡Cuidado con el averío, no se escape el ganso...! ¡Por más que yo no dudo de la honradez de Pacorro!
Justina, levantada la cabeza, no apartaba sus ojos del Notario; maravillábale la agitación de ardilla de aquel viejo y su hablar ensordecedor y descompuesto. María Luisa quería preguntar qué nuevo peligro amenazaba su tranquilidad, y qué demanda era aquella de que habia hablado; pero él, enlazando una frase en otra, no le daba ocasion para usar de la palabra.
—¡Una demanda! — exclamó por fin la viuda.—r ¿Qué demanda, es ésa?
—¿Usted no lo sabía?—repuso — ¡ Muérdago! Pues es una cosa de importancia. La ven á V. sola, sin amparo de hombre, y pretenden amedrentarla... pero á bien que la ley...
Y siguió hablando lo que quiso del modo que mejor le pareció. Entre tanto, habían cruzado el portal, cuyo suelo estaba empedrado de pequeñas piedras rodadas grises y blancas, y habían entrado en el despacho del Notario. La puerta, á la derecha; frente, un estante de pino pintado de verde, con tres filas de protocolos, sobre cuyos lomos robustos y forrados de vieja badana lucia una pla-quita de metal, en que estaban grabadas en hueco estas palabras: Nihilprius fide.—Pero más allá de la fe estaba una arquita de caoba, con cerca de diez mil clavos, una verdadera erupción de clavos dorados, y cuyo frontal representaba una columnata mudejar con sus arcos de hueso y sus chapiteles de cobre. Fuerte cerrojo aseguraba su contenido de todo ataque. Allí debía guardar den Saturnino algo más sustancioso que la fe. Tres sillones de vaqueta había alrededor de la mesa; uno era el del Notario, los otros estaban destinados á los clientes, y sus respaldos, lustrados de ludir con toda clase de chaquetas, blusas y levitas, hablaba de un tormento no referido en los anales de la Inquisición, pero mucho más espantoso, el de escuchar aquel desbordamiento inacabable de frases que eternamente salía de la boca del digno Ceano. Hallábanse representadas las artes inicuamente en las dos paredes fronteras á la mesa, por tres cuadros.
Uno era la entrada de las tropas españolas en Tetuan, otro nna ilustración de las obras de Chateaubriand, en que bajo un verdadero cáos de colores abigarrados decia: Donna Marine danqant la zambre. El tercero era un perro de lentejuelas, bordado sobre un retazo de terciopelo azul, y teniendo al pié esta inscripción, hecha también con lentejuelas: Me hizo Lola Ceano.—Año... No digamos el año, por buenos respetos á la hermana, viva y soltera, del señor D. Saturnino. Digamos sólo que parece imposible que un perro y una doncella duren tantos lustros. En nada de esto fijó su atención la niña, sino en un reloj que, contando los segundos desde un rincón . de la estancia hubiera podido creerse la batuta con que el dios del charlar llevaba la medida del monólogo eterno del Notario. El reloj era el busto de un hombre que, al andar la péndola, movia de derecha ¿ izquierda las pupilas desconcertadas y convulsas, siendo de notar que, por hallarse desgobernado el mecanismo, una de las órbitas se quedaba sin pupila al pasar hácia la derecha la péndola, lo cual producía una sensación de mareo indo-minable al que contemplaba tales visajes. ¡ Qué cosas . no habia presenciado el personaje del reloj, cuando se habia quedado bizco! El resto del mueblaje le concluía un armario encarnado con rejilla de alambre, tras de la cual asomaban sus rostros pergaminosos y polvorientos siete tomos del Calepinus Linguarum, la Guía del papel sellado, montones de Gacetas añejas atadas con cintas de balduque y un librejo titulado Tresillo de voltente y niediator y otros juegos de espada y basto, que consultaba con frecuencia el Notario, consumado jugador de mus.
—La demanda—dijo Don Saturnino poniendo entre sus manos la salvadera y haciéndola girar con los dedos —está sustentada por los hermanos de su difunto esposo, y se funda en que V. no ha cumplido las mandas piadosas del testamento... El buen resultado de su primer pleito les alienta contra V.....
—¡Qué falsedad!—se apresuró ádecir María Luisa.— Todas las mandas están cumplidas. ¿Cómo pueden suponer...? ¡Infames! Atribuirme... ¡Oh qué horror...! ¿No les bastaba para su odio salvaje haber dejado casi pobre á la hija de su hermano? .
—No se agite V. inútilmente. La ley es sábia, es recta, es sublime... Échese V. en sus brazos... ¡Muérdago, demonio! Fie V. en mi celo... Los difamadores serán humillados, vencidos, morderán el polvo, sí, señor.
Y como al hablar miraba el polvo de la salvadera, creíase que éste era el polvo que iban á morder.
—Pero es horrible lo que me sucede...
—No hay que asustarse... Todo ello se reduce á otro pleito.
—¡Un pleito...! Esto es :1a intranquilidad, el desasosiego de muchos dias, y por fin y remate, acaso la miseria... ¡Yírgen del Pilar! ¿Qué te he hecho para que me abandones?
—Muy santo y muy bueno que V. se encomiende á la Yírgen—replicó Ceano, subiéndose hasta los párpados las gafas que se le escurrían por el plano inclinado de la corva nariz—pero no deje V. de ponerle una vela á la ley.
Justina no entendía jota de aquel diálogo; mas ese instinto adivinatorio y profético de los niños la hizo comprender que era una cosa grave lo que habia participado á su mamá el viejo notario. Acercóse á ella, y cogió sus manos, mirándola atentamente á los ojos. No de otro modo el polluelo busca el ala protectora de la madre al oir los maullidos del gato hambriento.
—Ademas de anunciarme un peligro, que temo más que nada por mi hija—añadió María—lo que V. acaba de comunicarme desbarata un plan que tenía concebido y que es necesario realizar.
—¡Un plan!—exclamó el Notario.
—Sí: abandonar Casa-Arijona, irme á Madrid, áun cuando sólo fuese durante un año...
—¡Muérdago, demonio! no sé si seré indiscreto preguntando qué motivo...
—La salud de Justina—repuso María Luisa con un rubor que el Notario juzgó ilógico—exige cuidados que aquí ¡ Pobre hija mia! Está malo mi ángel—añadió despues de una breve pausa, en que logró dominar ímpetus de dolor que palpitaban en sus ojos con oleadas de luz y sombra.—Sus nervios necesitan que un buen médico, un sabio de esos que hay en Madrid, la examine, la cure Créalo V., esta niña es un reloj descompuesto.
Habia cogido la cabeza de Justina y besaba sus cabellos bonitos, lacios y brillantes como hebras finísimas de cristal negro.
—Yo me aventuro á dar á V. un consejo—afirmó Cea-no, mirando con curiosidad á la madre primero y á la niña despues. — Por de pronto su ausencia puede perjudicarla Porque ¡ muérdago, jinojo!—y alzó la voz al proferir sus interjecciones favoritas—el ojo del amo engorda el caballo, y pleito en que el interesado no vigile.....
ya me entiende Y ,Yo creo que la salud de Justinilla bien puede resistir á que esto acabe No ha de ser cosa larga, no señor, no señor Yo velaré por usted.....
y pienso que todo será obra de un par de años.
—¡Un par de años! ¡Qué desventura!
—Tenga V. en cuenta que los trámites las formalidades de la ley la seriedad de las togas no consienten prisas ni carreras. Mire V., en primer lugar el negocio se ventila en el Juzgado, y hasta que se ventile tiene que ir un par de veces á la Audiencia, y una por lo ménos al más altó Tribunal de la Nación Luégo viene otra vez al Juzgado Despues va otra vez á la
Audiencia.....
—Y en tanto que duran esos viajes, y los papeles vienen y van, y suben y bajan, la fortuna de mi hija está amenazada y se duda de la consideración que yo he guardado á mi á mi marido.....
María Luisa se expresaba con ardor primero, con desaliento despues, y su espíritu, pasando por los matices de la indignación y del dolor, reflejábase en su rostro agitado y torvo.
—Yo—añadió despues de una breve pausa—venía únicamente á decir & V. que tenía resuelto mi viaje, y & suplicarle que me aconsejase respecto al mqor medio de arrendar la heredad de Arbolejo, que con la de Agua Cierzo sabe V. es lo único que queda á mi hija déspues de aqtiel maldecido pleito.
—Sí, sí, ya sé Yo aconsejaré á Y pero el viaje el viaje me parece del todo inoportuno es más.....
no sólo inoportuno, sino de consecuencias irremediables acaso Dirían los desalmados hermanos del difunto señor D. Bartolomé que V. rehuía presentarse frente á ellos;' que V. no habia cumplido sus deberes de madre.....
¡Qué sé yo lo que dirían! ¡muérdago, demonio, jinojo! —soltó toda su letanía de interjecciones, levantando las manos al cielo.—¡Las lenguas délos maldicientes tienen una legua de largas y están sembradas de zarzas! La honra más intachable no puede librarse de sus arañazos.
Hablaron de otros asuntos pecuniarios, porque D. Saturnino administraba fincas de la viuda, y al retirarse ésta de aquella casa fría y húmeda como un sepulcro, donde se pudría el cadáver de la ley, para volver á entrar en la tartana, avínole una idea que hubiera podido expresar en estas frases :
—¡Hay un Dios que se llama fatalidad í ¿ Por qué?.... Tenga calma el curioso; que á su tiempo sabrá cuanto desee, si es que acertamos á referirlo.
IV
Arijona de Arriba.—Historia urbana.
Una mañana ¡si parece cosa de cuento!.... en lo más alto del Cerralvo apareció un objeto extraño é inverosímil, que los labradores de Aríjona de Arriba no supieron nombrar. Era un tubo dorado y coruscante, que puesto sobre tres patas agudas servia para «^ue una por-cion de señores extranjeros inspeccionáran el país con una curiosidad irritante. Los círculos sociales de Arijona se alarmaron. Gran contienda hubo en la posada del Zurdillo, y no menos animada fué la que en el hospedaje del Agujero se movió sobre qué significaban aquellas operaciones y quiénes eran aquellos caballeretes vestidos de gruesos capotes y gorras de piel, que fumaban magníficos vegueros con delectación y parsimonia. En la botica fué donde las explicaciones sabias de la gente culta levantaron la punta del velo.
—Son los ingenieros —afirmó el doctor Buendia.
—Vienen á hacer el trazado del ferro-carril directo ¿ Beimiel—añadió el boticario.
—¡Anda!—exclamó una mujer que habia entrado en la botica por media onza de pomada—pues si mi tio está hace tantos dias á caballo comprando tierras para los ingenieros.
—¿Comprando tierras?—preguntó el médico.—Usted no sabe lo que se dice, tía Venceja.
—Sí que sé—repuso la Venceja levantándose la falda de percal azulado para sacar del bolsillo un puñado de mugrientas piezas de cobre;—y si no ya verá V. cómo es verdad.
—Sí es verdad—añadió el Boticario echando una mirada de inteligencia al médico.—Nepomuceno Clavo sabe lo que se hace.....
Pero en las tabernas, tan abundantes en Arijona de Arriba, en los patios y cocinas de las tres posadas, en el atrio de la iglesia y en la plaza de la Libertad, en suma, donde se reunía la plebe, tales palabras aclaratorias del misterio no hallaron eco. La ignorancia hace sus ido-? los con el barro de la superstición, y Arijona de Arriba creyó á pié juntillas que el anteojo de Cerralvo era el anteojo del diablo, y hubo comadre aspaventera y curiosa que aseguró haber visto salir de aquel tubo dorado rayos y centellas, que secaban los sembrados por donde cruzaban, y hundían las casas contra las que asestados iban. A los dos dias, cuando los madrugadores del pueblo abrieron las puertas de sus casas, se hallaron con que las calles estaban llenas de gente forastera. Más de mil hombres, con gorras de pana, blusas y mantas de Zamora vestidos, llamaban en las tiendas de comidas, acoceaban los portones de las posadas, y echando por la boca pala-bruchas como éstas: ¡Parbleu! ¡ Sacre tonerre! ¡Namde biche! jNom du chienf y otros parecidos, que nadie entendía, demandaban pan, vino, carne de cerdo, chorizos, tabaco; y añadiendo á cada una de sus peticiones un &il vousplait, lindamente se apoderaban de ello, devorando como lobos, bebiendo como molinos, fumando como chimeneas, y sin interrumpir aquel gorjeo hablado y una sinfonía mareante de risotadas y maldiciones. Fué la invasión de los hunnos. La antigua Arijona, la villa vetusta y clásica, á quien los geógrafos contemporáneos de Plinio nombraron Urbs Gorgonce (ciudad de la Gorgona) por una estatua gigantesca labrada en sus muros, y de que áun se guardan restos informes, sintióse estremecida en presencia de tal ejército de extranjeros. En la calle de la Grajada, que da al puente sobre Arroyo-Corambre, hubo aquella noche tremenda pelea entre los mozos del lugar y los franceses de las gorras de pana. Derramóse la heroica sangre, y Breno hubiese podido repetir su frase ¡Vce victis!y iendo correr á los intrusos delante de las navajas arijonenses, célebres en todos los juzgados de la provincia por sus fechorías y desmanes. Arijona de Arriba era una poblacion de estas que suelen hallarse en las provincias del Norte, de callejas lóbregas y húmedas, medio tapizadas por la hierba. Poseía un templo de arquitectura románica, verdinegro por defuera y polvoroso por dedentro; dos conventos de piedra, uno de los cuales, medio hundido y quemado, mostraba en sus ventanas cercos negros como ojeras de pupilas trasnochadoras, que recordaban el fuego de la guerra civil que le habia ahumado; en el otro convento vivían como hormigas santas las monjas de ambos asilos del Señor. Poseía también un cuartel de caballería, ¿ la sazón vacío, y muchas casas solariegas llenas de escudos berroqueñas, matas de helecho arbóreo, palmas de Ramos, arranques de arcos derrumbados que ántes unían las fronteras paredes, bodoques de mampostería, vigachos podridos, tubos de chimenea y alcantarilla enjalbegados á trechos, todo lo cual llenaba las fachadas de una abigarrada espetera de puntos salientes, sombrajos, suciedades y detalles arquitectónicos, no exentos de esa poesía misérrima y lúgubre del sepulcro profanado.
Arijona de Arriba tenía una hermana menor, Arijona de Abajo, y una rival temible y odiada, Lugareda, cuya rivalidad habíase recrudecido y excitado con la victoria conseguida por este pueblo de establecer en sus muros el Juzgado de primera instancia. La topografía urbana de Arijona honrábase con pomposos nombres de retumbante sonoridad, bajo los cuales habían querido encubrir Ayuntamientos innovadores antiguos distintivos no de muy buen gusto léxico, áun cuando conmemoratorios de hazañas municipales, como el plebeyo endiosado quiere ocultar bajo placas de brillantes su oscuro origen. Así, la calle de la Tripería fué llamada desde 1854 calle del Progreso; la plazoleta del Vertedero cambió su título por el de plaza de la Constitución, y el callejón de la Pingarrona mudó su nombre por el de paseo del Con-de-Naharro, para justificar la primera parte del cual fué preciso limpiarle de escombros seculares y plantar dos docenas de arbolillos, que al año murieron de pseu-do-pulmonía. Habia allí pasadizos húmedos, con olor de claustro abandonado, inmundas escombroneras en las esquinas de desusado tránsito, ausencia de toda limpieza urbana, como si la calle no fuese del Rey, según el adagio castellano, sino del demonio, y todos los vecinos se complacieran en desahogar en ella sus nada pulcros hábitos. Sin duda por este aspecto inhospitable de las calles las gentes iban aprisa, sin pararse á ver quién pasaba, y los mozos no aguardaban en las bocacalles el desfile de las niñas bonitas. Sólo en los porches de la plaza se formaban corrillos á la hora del mercado, pero á las doce se disolvían las reuniones, y la gran área de la plaza permanecía solitaria y triste, aunque bañada en el sol, que pintaba sobre las musgosas paredes los hierros de las rejas boleadas y sus adornos de cobre repujado y hojarasca de metal herrumbroso. En tales horas medias del día no se escuchaba allí otro ruido que el soplar de la fragua del veterinario y el compás vibrante de sus martillos golpeando la dura bigornia, que hacía retemblar el piso. Un pintor de género, animado del genio de las ruinas, hubiese podido representar la fisonomía toda del lugar, poniendo en su lienzo la pared altísima y negruzca de la casa de Nepomuceno Clavo, y á su pié la figura escueta y angulosa de su jaco pío, sin brida ni aparejo y en pelota, triste y lánguido, royendo con su enorme dentadura amarilla el salitre del muro; ¡ imágen semoviente del hambre amarrada á las puertas de la miseria!
Cuando el reloj de la iglesia tocó las tres de la tarde, volvió á animarse la plaza, pues cruzaron por ella media docena de sombras negras, que iban despacio, em* hozadas en sus hábitos clericales, á la iglesia, donde cantaban maitines. En sa andar reposado y tranquilo, y vistos desde lejos, los sombreros de teja parecían fantásticos martillos marchando á un Congreso diabólico de utensilios de herrería. En tanto voceaba allá en lo alto de la torre el cimbanillo, y los padres curas se sal adaban unos á otros con sonrisas de felicidad satisfecha, ó poniendo la mano delante de la boca, abierta como una O para despedir á la siesta interrumpida, entraban en el atrio, donde una lechigada de tullidos, ciegos, restos de hombres y pedazos de mujeres, á quienes sólo quedaba una boca con que rezar y una mano con que pedir, ponían á prueba la caridad cristiana de sus mercedes.
Poco despues la puerta de la casa habitada por Ne-pomuceno Clavo se abrió, y salió por ella Rosario la Yenceja, cargada con una vieja silla española, que echó murmurando sobre los matados lomos del jaco, el cual hubo de hacer un equilibrio para no caer bajo el inopinado peso. Habíase oscurecido el cielo; el viento levantaba en la plaza remolinos de arena é hinchaba unos como cilindros de polvo, haciéndolos rodar hasta que se estrellaban con las paredes. Yárias ventanas mal cerradas giraban locamente en sus goznes, pidiendo clémencia con chirridos que semejaban gritos de aves perseguidas. Rosario la Yenceja era una mujer como de cuarenta años, seca, pequeña, de perfil curvo y anguloso. Iba mal vestida, y en sus movimientos y actitudes, sin aliño ni pretensión de bienparecer, descubríase un profundo desprecio del qué dirán. Ella era para la casa de su tio Clavo, criada en el corral, cocinera en el fogon, recadera en las calles, mozo de muías en la cuadra, y no ama de llaves en la despensa, porque las llaves todas las tenía aquel viejo avaro, nuevo Harpagon con forro, antico-moderno. Rosario debía su apodo á la negrura semi-abisinia de su cútis y á la velocidad semi-alada, irregular y tortuosa de su paso, y era la bestezuela servicial é incansable de aquel arcon apolillado, donde moraba? la usura.
Cuando hubo embridado al caballo con un freno roto, y atado por cordeles, entró en el portal y dijo :
—Ya está, tio Se le ha caido una herradura.
—Bueno—respondió dentro una voz quebradita y agria—búscala entre la paja de la cuadra. Cuando vuelva se la pondré.
Salió á la plaza D. Nepomuceno con su levitón, raido y lustroso del mucho uso, sin botones ni forma casi. Calzaba terribles borceguíes, que podían servir para me-: dir medias fanegas, y en la cabeza llevaba un á modo de sombrero de castor, grosero y viejo, cuyas alas, caídas como las de un pájaro moribundo, daban sombra á un rostro pequeñin, agudo, afilado y arrugadísimo, donde se revolvían dos ojos oblicuos y dorados, llenos de resplandores felinos, que parecían dos hormillas de botones de metal viejo. A pesar de la crudeza de la estación, no traia el buen viejo capa ni gaban ó capote. La avaricia le habia hecho insensible á los accidentes atmosféricos, y entre morir de una pulmonía ó comprarse una capa, optaba sin vacilaciones por lo primero.
—Voy á casa Arijona... á casa Arijona, ¿sabes?... ¿sabes?... y si vienen los de Güemes... los de Güeraes, que vuelvan mañana... mañana, porque corre prisa firmar la escritura... la escritura. Si á las ocho no está aquí la Petrilla... la Petrilla, te vas á la fábrica á buscarla.
Lo único que Clavo no economizaba eran las palabras, pues como habrá observado el lector, siempre repetía la última de sus oraciones para enlazarla con la inmediata.
Montó á caballo ligeramente, y espoleó, ó por mejor decir, aporreó con los tacones de sus borceguíes los costados sumidos y enjutos del rocín, que tomando entre los dientes el freno para no caerse, como un cojo toma la muleta, salió trotando de medio lado con un airecillo tristón y melancólico.
V
Petrilla.
A las ocho dejó de sonar el fuelle de la fragua y salió la luna. Petrilla venía ya en busca de su puchero de garbanzos y su dura cama. Guiñapos de un mantón cubrían sus hombros, y los zapatos que llevaba á la rastra por el piso escarchado eran más anchos que sus piés y más viejos que su actual usufructuario. Sonando el palo de punta aguzada, tanteando piedras y paredes, siempre arrimada á éstas y huyendo de aquéllas, alzando los piés á veces como una garza que se contonea, apresurándose luégo como quien teme algo, volviendo el infantil rostro hácia el negro hueco que la entrada de la calle tortuosa marcaba en el nocturno y tormentoso panorama campestre, no interrumpía su marcha la buena muchacha, que era toda valor y resolución. Iba cantando alegremente :
«Salió la luna,
¡Ay qué tormenta!
¡Virgen del cielo,
Dame fortuna!»,
con un aire de romance de feria, y luégo, haciendo bailar la cabeza sobre los hombros, añadía en tono de estribillo:
a ¡Ay, que los desgraciados Ni en el mar pueden mojar las manos!
¡Los desgraciados, los desgraciados!!!?
Al entrar en la plaza y oir los lúgubres aullidos del perro encadenado en el corral de la posada, cantó sin detener su paso:
«Cuando el perro ladra,
La estrella se pára,
La luna se esconde Y el niño se espanta.
»i Ay, que los desgraciados Ni en el mar pueden mojar las manos!
¡Los desgraciados, los desgraciados!!!»
—¡Petrilla! ¿Ya estás ahí tú, renacuajo? Eres una voz con un palo, y en oyendo una copla con acompañamiento de garrote sobre las piedras... ya se sabe... es la Pe-trilla—dijo un hombre cerca de ella.
Miró hácia donde sonaba esta salutación... ¡Ah, palabra cruel! ¿Cómo habia de mirar si era ciega? Pero si no miró, levantó la cabeza y repuso:
—Bien le conozco á V., señor amo.
—¿Cómo saliste ántes de las ocho de la fábrica, mala pécora?
—¡Si ya han dado las ocho!—se apresuró á replicar Petrilla.
—En el reloj de los holgazanes... que es el tuyo—repuso con mal talante el señor amo.
—Bueno... el reloj de los holgazanes es el que tiene nsted en su fábrica.
—¡Anda de ahí, trasto, mal hablada!
La muchacha siguió andando con sus tres pies, los dos del cuerpo y el que suplía la vista, el palo. Y no estuvo ociosa su voz, que canturreó :
«Dió el reloj las cuatro;
Me dijo mi chacho:
«¿Vamos á comer?
¡No tengo de qué!»
¡Ay, los desgraciados, ay, los desgraciados Ni en el mar pueden »
El reloj de la iglesia la interrumpió tocando las ocho y media. Volvióse hácia la cuesta de la calle, en que áun sonaban los pasos del viejo que lehablára ántes, y gritó con todos sus pulmones:
—¿Oye V., señor amo? Son las ocho y media.
Pero no obtuvo contestación sino de varios perros, á quienes sus voces habían excitado en su vigilia perpé-tua, y que ladraron en concierto furioso.
—¡Los músicos, los músicos de mi calle—murmuró la niña.—¡Abra V., señá Rosario! ¡Tan, tan!,.. Aquí estoy yo.
((La puerta cerrada,
La noche nublada,
Cayendo granizo, *
¡ Y nadie me ampara!»
¡ Ay, los desgraciados, ay, los desgraciados Ni en el mar pueden mojar las manos!!
Era un balbuceo musical, alegre y jacarandoso, bien contradictorio de la idea que expresaba. Petrilla cantaba copla tras copla desde que el Señor amanecía hasta la hora de la queda, sin que sus labios interrumpieran jamas tal rosario de poéticas lamentaciones. ¡ Dios sabe qué vate las escribió! Acaso no las escribió nadie. Más bien parecían improvisadas por la fecunda imaginación de la criatura ciega sobre cada uno de los pequeños sucesos de su vida. Las contrariedades y los gustos eran igualmente recibidos con coplas por Petrilla. Cada minuto se llevaba su verso; el perro, la luna, la puerta, la Yírgen, la noche, la fábrica de cristal, el frió, el sol, las flores, el polvo; cuanto ella sentía, anhelaba, odiaba ó amaba era inmortalizado en la historia del arte con una estrofa por aquel Homero infantil y con faldas. La voz no era bonita, ni era voz casi. Era un suspiro cantado, un delgadísimo hilo de música, que ella arrollaba en la rueca de su vivir triste, á par que tranquilo, sin esperanzas ni aspiraciones.
Abrióse la puerta, sin que persona alguna hubiese puesto mano en el picaporte. Un cordel que subia al piso alto de la vivienda por el agujero practicado en el pavimento de arena y yeso puso en acción el hierro, como en los cuentos de los niños, en que las casas que habitan los duendes son servidas por invisibles criados, tan atentos como económicos.
—Súbete ese haz de sarmientos—gritó desde arriba la Yenceja.
El palo de la chica buscó el haz por el suelo, tocando aquí y allí; luégo que hubo hallado lo que se le pedia, la Petrilla cargó con el brazado de palitroques y subió la escalera. Los sarmientos iban arañando las paredes, como si gruñeran: «Déjennos en el portal y tengan lástima de nosotros. De ningún modo queremos entrar en la cocina. Somos los mártires de vuestras comodidades. Nos dejaremos las uñas en las paredes, y no habrá fuer-* za que nos haga pasar de aquí ni una pulgada.» Petrilla llegó á la cocina y tiró los sarmientos.
—¡Madre, qué frío!—dijo.
Sentíase más que en la calle en aquella enorme cocina, destartalada y desnuda de muebles. El hogar yacia sin lumbre, y por la alta chimenea bajaba el soplo del viento, levantando nubes de ceniza y haciendo oscilar alrededor de las flacas piernas de la Venceja la faldamenta parduzca y raida. Las ventanas carecian de maderas, y los canalones, despegados del alero, batian como siniestros péndulos un ritmo desagradable sobre las paredes, Ideas de hogar abandonado y maldito, de familia espantada y disuelta, de nido robado y deshecho cruzaban por la mente del que entraba en aquella estancia. Pe-trilla tiró su palo y anduvo sin guía de derecha á izquierda. Parecía el perrillo que inquiere los rincones anhelando lugar para hacer la rosca, ó el pájaro medio muerto que recorre una rama buscando abrigo.
—¿Qué haces?—preguntó la Venceja, que se habia arrodillado para cortar en pequeños trozos un sarmiento.
—Busco mi jergón—repuso Petrilla, como hubiese dicho un rey destronado: «Busco mi trono.»
—Ya no está aquí.
—¡Ay, Virgencita! ¿Si querrá el señor Clavo que duerma en la calle?
—Calla esa lengua, viborilla... Respondona, urraca. El señor Clavo te trata demasiado bien... ¡ Miren el diablo de la ciega! Tienes la cama en la sala; en el mejor sitio de la casa. Mañana llegarán tres carros con los equipajes de Güemes el Americano, que han de llenar la cocina... y mira, mira... ¿Yes esto?
La Petrilla lo vio, porque lo tocó con ambas manos, pasando sus palmas por la ropa que le presentó la Yen-ceja tomándola de sobre una silla inmediata.
—¡Yirgencita! ¡Qué suave! ¿Esto es rasóles terciopelo ó es el manto de una Yirgen?
—Ya á ser el manto del demonio, porque es para tí.
—¡Anda, que se quiere V. burlar de la Petrilla!
—¡Ojalá! ¡Eso es para tí!... No sé; pero mi tio debe estar loco.....
—¿Y quiere que yo me ponga estas telas tan majas?... ¡Ay qué gozo!
Esto es porque anoche recé á la Virgen pidiéndola cosas buenas.
—¡Cosas buenas! ¿ Sabes tú siquiera lo que es bueno ? ¡Una ciega una ciega que quiere saber lo que es bueno y lo que es malo!
—¡Que no lo sé!—¿Usted cree que yo no veo?... Pues sí que veo porque como no hace más que cinco años que me quedé ciega, me acuerdo de todo y comprendo lo que es bonito y lo que es feo. Esta cocina es fea. El cielo es bonito.
—¿Ytú y tú, cómo eres?
«—j Ah yo yo eso no lo sé.
—Pues yo sí Tú eres fea, tonta, holgazana, bullanguera, mal criada y más.pobre que una rata sin rabo Yaya y déjame aderezar en paz la cena, que á las nueve viene mi tio—gritó ásperamente la Yenceja.
Volvióse á arrodillar delante de la fria losa de la chimenea y puso uno sobre otro varios pedazos de sarmiento. Luégo encendió una cerilla y la metió entre aquella trabazón de palos, hasta que una llama azul brotó del humo, como del cáos la luz. Petrilla tenía entre las manos su falda de tela de percal y la examinaba de arriba abajo.
—¡Qué gozo!—dijo—¡ Qué gozo vestirse así, ir á la iglesia como la señorita Beatriz, que la gente la mire á una ¡Virgencita! Yo note he pedido nunca lujos.....
pero ¡ay si me los concedieras, qué dicha...! ¡Yaya, es muy bueno llamar la atención, que hablen de una, que los mozos la digan lo que oye la señorita Beatriz cuando sale de misa: — g ¡ Sacristan, anda listo que se te ha. escapado hoy una imágen b O lo que el otro dia dijo uno de los que van á trabajar en ese cerro-carril, cuando supo que era hija del amo de la fábrica de cristal: «¡ Es usted tan delicada, que parece que la han hecho en la fábrica de su papá de V.»
Esto lo hablaba ella quedamente, sin mover los labios apénas, en un á modo de súbito arrebato de coquetería con que la mujer despertaba bajo la crisálida de la hiña montaraz y ciega. No creáis que era una criatura sensible y flébil, á quien el viento hubiera podido herir como á una magnolia con el florete agudo de la pulmonía. Era un ser robusto, de aficiones andariegas, de buen apetito, que dormía á pierna suelta sobre un lecho removido cada noche por las manos del cansancio, para que, duro é incómodo como era, le pareciese á ella blando, muelle, delicioso. El instinto de conservación, obrando dentro de esta conciencia vivaz y clara, habia prestado tenacidad á su querer, impulso y vuelo á su pensamiento, donaire incisivo á su palabra, y un buen humor eterno é inalterable á su vida toda. Sin padre,, sin madre, sin vista, sin amparo sin nada, aquella Petrilla, en quien hasta el nombre, según observaba el cura, gran etimólogo, decia lo que era: la piedra abandonada, el guijo rodado que va del monte al arroyo, del arroyo al rio, del rio al mar, y del mar al fondo, siempre juguete de los elementos, átomo fabricado por el acaso, de quien nadie se acuerda, y que, juntándose á otros muchos de su clase, forma esa masa que, humedecida con el llanto, sirve á la desgracia y al crimen para moldear sus estatuas;—esa muchacha, digo, es la alondra, dichosa con un grano de avena y un nido pobre. Yiendo á Petrilla se pensaba: la felicidad es una cosa que se compone de ignorancia y resignación.
—¿No cenas?—preguntó la voz áspera de la Ven-ceja, que soltaba las palabras como una honda las pie^ Üras.—‘¿Qué haces ahí embobada?
—Es verdad cenaré pero ¡ si no tengo gana de cenar....! No sé qué me pasa.
—Mejor Loque hoy no cenes lo almorzarás mañana.
Media hora despues llegó el viejo Clavo. La noche fría, el viento desencadenado, la nieve cayendo én copiosa abundancia sobre el mundo, no habían hecho tiritar nn momento á aquella fea estatua de la actividad. Clavo era un clavo por lo duro é insensible.
—¡La cena, presto la cena!—dijo.
Luégo, cogiendo á Petrilla la barbita aguda y fina, trató de hacerla una caricia, pero no supo. Quiso buscar una palabra dulce, y sus labios no encontraron sino éstas :
—¡Chiquilla! ¿ Te gusta esa ropa ? Es para tí.....
Es preciso que estés contenta Ya ves; esa tela ha costado mucho dinero. No digas luégo que aquí se te maltrata. ¿Donde encontrarás más cariño?
Petrilla no respondió nada, porque no sabía qué responder ni qué pensar.
—¡Virgencita! ¿No quieres decirme qué significa esto?—murmuró su alma como murmuraba las oraciones —¿Se va á hundir el mundo? ¿Es que los ángeles hau bajado á la tierra y han hecho buenos á todos los hombres malos? ¿Es que yo me he encontrado hoy á la Vnv gen en mi camino, y sin verla la tengo delante de mí?
Así pasó mucho rato, Miéntras cenaron la Yenceja y Clavo en una mesa sumamente baja, de pino negruzco y mugriento, sin mantel ni vajilla, con dos tenedores de peltre y bebiendo agua del pozo en una jarra desportillada, la Petrilla no pudo salir del estupor que le cau? saron las caricias del viejo, el vestido nuevo y otros detalles de consideración hácia ella, que con su perspicacia de ave tímida y perseguida descubrió prontamente.
—¿No cenas?—le dijo dos veces el tio Clavo.
Ella se excusó con la falta de gana, y el viejo insistió en que debia comer.
— Es preciso que mañana estés alegre, fuerte,san-tarina más que nnnca más que nunca, porque no irás ya á la fábrica á la fábrica. ¡ Se acabó el hacer vasitos y copitas y se acabó el trabajo el trabajo! Yas á vivir como una princesa.....
La Yenceja participó del asombro de la niña al oir tales palabras.
—Tío—exclamó—eso es que V. está gastando broma.
—¡Yo no gasto broma ni gasto nada—gritó Clavo mirando con ojos de furor á la Venceja.—Guárdate tu curiosidad en tu armario y no me hagas preguntas. ¿No nos manda Dios ser caritativos? ¿No soy yo cristiano, buen cristiano, que comulga por Pascua florida y cumple todos los demas preceptos de la Iglesia.....? Pues ¿qué te extraña que yo dé mi amparo á esta criatura bonita y pobre como un cordero ? ¡Desventurada cieguecita de mi alma! Yira tranquila; Dios es bueno y las gentes tienen corazon.
¡Qué diferencia! La noche ántes habia sido apaleada la pobre Petrilla, y veinticuatro horas despues era tratada como un ángel.
—Esto es milagro de la Virgen—pensó la muchacha, acercando su inteligencia á la luz que esta idea derramaba en medio de sus dudas, como el pájaro preso se acerca á la ventana que á través de un cristal le enseña el aire libre. —Virgencita, ¡cómo te quiero! ¡ No me dejes de tu mano! ¡ Que no me peguen más; que no se canse el tio Clavo de ser bueno conmigo ! ¡Ay, pero sí se cansará! ¡Debe costarle tanto trabajo!
En aquella casa, cuando era acabada la cena se apagaba la vela de sebo que servia de alumbrado, y en su lügar se encendía un farolillo de vidrios pequeños, verdosos quebrados, con cua luz, que iba pasando de una estancia á otra, se acostaban primero el tio Clavo y lué-go la Yenceja. Aquella noche sólo se alteró el programa en que precedió á todos en retirarse á su cama la ciegue-cita, por haberlo exigido así el tio Clavo. Pasó, pues, la Petrilla á la sala, que era un gran cuadrilátero, lleno de mil objetos en desorden, sobre los cuales habia hecho préstamos el Bohtschild de Arijona. Petrilla no necesitaba luz. ¡Yentajasde ser ciega! Un resplandor tenue de estrellas lejanas luna oscurecida penetraba por las cuatro rejas desprovistas de maderas, esta luz espectral acrecentaba lo disforme raro del mueblaje. Componíanle más de cuarenta sillas de diversas estaturas, pillones viejos, bancos de cocina, tres cómodas nuevas, sobre las cuales habia multitud de cajas de distintos tamaños, dos relojes parados. Dos más habia en la pared, puestos en movimiento, sus dos péndolas, jamas de acuerdo, parecían un matrimonio mal avenido. En las mismas descubríanse perchas altas, de las que pendían capas, mantas, arreos de caza y escopetas, y en medio un gran monton de trigo, con su media fanega escondida casi entre el grano. El desorden, el amontonamiento, ún ánsia de recogerlo todo de alcanzarlo todo, cierto anhelo de urraca, formaban la fisonomía de la estancia. Cinco ó seis espejos, en que se miraba desde contrapuestos lugares, copiando, á través de una gasa de polvo, sillas, capas, escopetas cómodas, simulaban conciencias .vigilantes de pobres despojados que asistían á aquel panteón de objetos queridos para los que los poseyeran.
¡Fué imposible para Petrilla dormir durante la primera hora! La curiosidad venía á abrirle los párpados con sus dedos Henos de sortijas de oro, que brillaban mostrándole horizontes fabulosos de dicha inconcebible. Luégo se durmió, y pasó del imaginar discreto de la vigilia á la torpe y absurda creación de la mente aletargada.
Vió la fábrica de cristal, los hornos encendidos, en cuya boca los tres fuelles arrojaban su aliento, levantando en la brasa nubes de polvo ígneo. Pero estas partículas fu--v gaces de carbón encendido no caian allí en lluvia de ceniza como insectos de pluma muertos, sino que se convertían en astros de magnitud disforme y giraban unos alrededor de otros como bolas de acero en manos de un juglar. Contemplaba la caldera enorme del cristal fundido, llena de agua, que se trocaba en hielo, y de la cual’ mil manos blancas iban sacando copas, muñecos, espadas de vidrio, corazones trasparentes, caballejos con las crines hechas de hebras de sílice, ó grandes láminas clarísimas, y fanales bajo los que hubiese cabido el mundo. Yeia la agitación de los talleres de bruñido, y las largas mesas donde tanto niño manipulaba como un ejército de ángeles, sin quebrar una sola copa ni romper uno solo de los objetos de la frágil materia. Eran los talleres de una ninfa trasparente, alada, aérea, y léjos del fragor de los hornos, en que las bocas de unos forzudos cíclopes soltaban muchas maldiciones; todo parecía delicado, sutil, frágil, bonito. Pero allí no estaba ella, y los niños1 de las mesas preguntábanse unos á otros tristemente :
—¿Y Petrilla? ¿Y la ciega?
VI
No descansan ni el viento ni el avaro.
Aquel hombre dormía poco. Sus jergones de hoja de maíz, que crujían bajo el peso del cuerpo, dieron señal con su ruido de que la inquietud se habia apoderado de Clavo. Tocó las tres el reloj de la iglesia, y poco despues sonaron también en los dos relojes de la sala. El avaro no pudo aguantar más su impaciencia y se levantó; vistióse con rapidez, encendió el farolillo y salió á la sala. Allí, en medio de tanto mueble desigual y desordenado, dormía la niña, y su respiración tranquila simulaba el andar de una péndola. Clavo tuvo que saltar por encima del lecho para acercarse á una mesa donde él solía trabajar. Cubríala un paño verde por todo extremo raido y traspillado, y sobre él*estaba el mísero recado dé escribir: un tintero de cobre y dos plumas de ave, apuradas hasta cerca de las barbas. En la pared habia unas manchas de tinta lineales, paralelas, lo cual decía que Clavo secaba allí sus escritos para ahorrarse el gasto ruinoso de la arenilla.
—A las cuatro—se dijo miéntras, sentado ya frente á la mesa, abría uno de sus cajones—llegará Güemes... Güemes.
Ni al pensar omitía él la repetición de la última palabra de las oraciones.
—Todo está listo—continuó pensando.—Estas son las cuentas... las cuentas, que montan á 6.004 rs., ni un céntimo ménos.
Y ojeó un monton de papeles y volvió á atarlos luégo.
—Bien está... La escritura es ésta—dijo sacando un rollo de pliegos escritos con ancha letra.—Los dos hermanos no han venido anoche, mas véndrán hoy y la firmarán... Es negocio difícil, pero magnífico... ¡Si se me logra mi deseo!... mi deseo... ¿Es tan grande!... El ferrocarril ha de ayudarme al logro de mis planes... Hoy he comprado cinco pedazos de tierra, que no valen tres reales cada uno... Pero mañana valdrán tres mil duros como un ochavo... ¡Notable milagro!... Para eso no hay más que tirar una línea én un papel blanco, y poner encima: «Esto es un ferro-carril i», y este ferro-carril va á pasar por aquí y por allá, y va á cruzar estos cinco pedazos de erial que ha comprado el tío Clavo... ¡Ah, ah, ah! Y ahora es cuando el tío Clavo se pone encima de sus pedazos de tierra y dice: «¿Quieren VV., señores ingenieros, que pase por aquí esa mecánica negra que es* cupe salivazos como un matón, y lleva delante un farol rojo como el fantasma? Pues sírvanse usarcedes pagarme tres mil duros por cada uno ‘de estos pedacitos de arena. ¿Qué, vale ménos? Pues yo no lo doy más barato.» ¡Ah, ah, ah! Y ahí tienen Y V. al ferro-carril parado, á los ingenieros llenos de susto, al Ministerio de Madrid en crisis, y al mundo revuelto porque hay aquí un pobre viejo... un pobre viejo testarudo y pertinaz. ¡Ah, ah, ah! ¡Ustedes quieren progresar!... Bien, me parece cosa excelente, pero... ¡anden YV.!... paguen el progreso y así progresaremos todos. Y héte que por aquí voy embolsándome tres... tres y tres, seis... seis y tres.., nueve... nueve y... cinco, por cuatro... más uno y medio...
El tio Clavo se perdió en un cáos aritmético, de qué él salía, como los nadadores del agua, merced á las manos, principal instrumento contador y único auxiliar do este Newton sin par en cuantos cálculos tuviesen por objeto extraer la raíz cúbica del dinero ajeno.
La furia con que el viento soplaba afuera llenaba la noche de rumores medrosos, y retorciéndose en las calles, abofeteando las ventanas, sacudiendo las ramas de los árboles y empujando las aguas de Arroyo-Corambre, hacía pensar á los durmientes desvelados que ejércitos de sombras reñían en los aires. A veces ladraba un perro, y su quejido, desfigurado por el aire al repercutirse con violencia en los arcos de la plaza, simulaba infernal baladro. Arijona dormía en brazos de la noche un sueño agitado de niño asustadizo y nervioso.
—Vamos por partes—continuó el gran tunante de Clavo.—Ese asunto presenta cara de canónigo... Veamos el asunto de la ciega... ¡Excelente idea! ¡Siembra bien, y recogerás bien! ¡Es un axioma de.moral!...
Sacó otro cartapacio en que habia papeles amarillentos con letra menuda y ya pardusca del mucho tiempo que llevaba escrita; sobres con sellos de Cuba y los Estados-Unidos, y un retrato de mujer, hecho en la peor fotografía que ha existido desde que nació M. Daguerre. Las manos flacas del avaro tocaron el retrato, y formando un como marco de huesos al rededor de él, ofreciéronle á la expectación de aquel par de ojillos rubicundos.
Aquellas cartas... Aquel retrato... No sabríais de quién eran sin escuchar ántes lo que voy á referiros.
VII
La novela de Petrilla.
No creáis que Clavo fué siempre viejo. Apelo á vuestra credulidad para deciros que alguna vez tuvo treinta años que hubo amores desatados en su alma. De entonces data su unión con la Zaina, una moza de rumbo, morena, africana casi por su belleza y su carácter, que tantas veces fué á llenar su cántaro á la fuente del amor, que al cabo vino á quebrársele. Yióse pobre, deshonrada hermosa. Las gentes timoratas de Arijona la dejaron en ese aislamiento de que salen los pecadores arrepentidos ó llenos de perversidad. No ha que decir que Josefa la Zaina siguió el camino del pecado, porque basta referiros que se fué á vivir al callejón del Corregidor, uno de los más apartados del centro de la villa, su casa fué desde aquel dia visitada por el demonio de los amores comprados. Uno de los primeros que gozaron de la privanza con aquella sierva de Vénus fué Clavo. Apasionóse de ella, toda la continencia de treinta años de vida retirada, tranquila, virginal, en que el oro fué su único tirano, estalló como un volcan delante de Josefa. Dentro del pecho de Clavo luchaban horriblemente como bestias feroces el amor y la avaricia, y cuando ésta hundía su zarpa de oro en la hermosa visión creada por el ahogo dulcísimo de un deseo lujurioso, ó cuando esa visión de contorno lúcido y dintorno impalpable vencía y derribaba al vil vampiro del metal, Clavo pasaba por las alternativas de un cerebro sometido, ahora al hielo de los Alpes, y poco despues al incendio del Vesubio. Entregóse al fin, y sin fuerza ni aliento para la lucha, dejóse desbalijar impunemente por las bellas manos de aquel demonio familiar á quien la historia del averno llamára á la Zaina. No hubo grandeza en su caída, porque cayó en innoble postura, luchando y defendiendo la llave,de su gaveta. Josefa hizo pasar mil duras pruebas á su cortejo; le faé infiel tantas veces como primaveras pasaron; y últimamente, le abandonó por completo para seguir al hijo de Güemes, llegado casualmente á Arijona con un encargo mercantil de su padre. No se os ha hablado de este Güemes al pintar la galería de retratos de la familia, porque Patricio (tal era su nombre) no vivía en lo que faé purgatorio de María Luisa. Hallábase entonces en América, adonde faé despues de haber dilapidado su legítima en bromas y francachelas de la peor especie. No poco contribuyó á este derroche la Zaina, á quien llevó á Sevilla, su patria, con un lujo de princesa india ó loreta parisién. Acabado el dinero, se acabó el amor. Patricio Güemes experimentó desprecio por aquella mujer, qae le desdeñaba el mismo día en que se agotó el arroyo de plata en que habia ansiosa bebido, y se alejó de ella desesperado, loco, dispuesto á suicidarse, sin que en su alma restase un eco dulce, una fibra enérgica, una promesa de porvenir agradable. Josefa quedaba encinta, En su lecho de disolución iba á reposar un sé* inocente, como un pájaro en un pantano. Güemes lo sabía, pero en su alma el amor propio ofendido mandaba con mayor autoridad que el sentimiento paternal áun nacido apénas. Era hombre. violento por demas Patricio Güemes. La dureza de carácter era la única cualidad que habia heredado de su padre. Una vez concebido un pensamiento, lo ejecutaba como quien se arroja por una cuesta abajo. Para discurrir se rodeaba de la luz de los relámpagos de su pasión, y tomaba esos resplandores engañosos por claridad meridiana. Para obrar, abandonábase á los arrebatos de la tromba. Su vida era una tempestad sin calma ni descanso.
La Zaina volvió á Arijona pobre, degradada, sin fuerza para recuperar la virtud perdida, Los dolores de la maternidad, que algunas mujeres toman como evocaciones misteriosas al buen camino, agriaron la pasta de sus sentimientos, haciéndole perder su riente aspecto de odalisca alegre. Fué bajando peldaño á peldaño la escala de las afrentas. Dicen que hasta pidió limosna en las afueras de Arijona; que arrastró su hermosura ajada por aquellos caminos, dejándose en ellos los postreros jiro-r nes de su túnica de salamandra hechicera. ¿Qué hubiese sido de ella sin el amor del avaro? Una noche la encontró hambrienta, desfallecida, moribunda, y desde aquel momento Josefa se adhirió al viejo tronco sin primavera posible, como la madreselva seca á la cal del añoso muro. Clavo volvió á proteger á la Zaina, la permitió vivir en un caserón semiarruinado que poseía, la dió unos cuantos muebles, y la pasó una pequeña cantidad mensual, con que apénas podia sustentarse la triste pecadora. Su hija se llamó Petra. Era el bello fruto del placer furtivo. Clavo miró con celoso enojo á aquel nuevo sér, á la hija de su rival triunfante, prueba única de sus amores dichosos con Zaina, recuerdo para ésta del hombre que la abandonó. Impuso terribles condiciones á su querida á cambio de su apoyo.
—¡Ah—se decia él con irónica sonrisa—no es esto como ántes!... Antes era yo quien suplicaba, quien me arrastraba por los suelos, quien lloraba y me arruinaba pdra comprar con mis lágrimas y mi oro una caricia de esa mujer. Ahora sin mí sería una pobre de solemnidad, iría por los caminos con la mano tendida y el traje lleno de harapos... ¡Que se someta, que se someta!
La desventurada tenía que recatarse del viejo para acariciar á su hija. Imaginad el amor maternal proscrito, puesto fuera de la ley y en entredicho; contemplad ese cuadro de prohibiciones que luchan con la sublime naturaleza, y deducid despues el calvario de la Zaina, la cruz que el acaso echó en sus hombros, la corona de espinas que hincó en su frente, la hiel en que humedeció sus labios, ansiosos de besar las rosas suspirantes de los de Petrilla. Cuando la Zaina murió, el Dr. Buendía dijo .que la habia matado una enfermedad del pecho. Es verdad; el corazon está en el pecho, y ella murió de una herida en el corazon, herida invisible para el microscopio de la medicina, pero clara y patente para el microscopio del psicólogo. Horas ántes de morir quiso hablar á Clavo*
—¡Clavo! perdóname—exclamó con una voz trémula y ahogada, que parecía pronunciar ya palabras del solemne vocabulario de los muertos.—¡Yo te he engañado. Pero no ha sido á tí solo... Es al mundo, es á mi madre, es á Dios!,.. Ya que el señor cura no quiere venir á confesarme porque dice que en esta casa se ha hecho el tráfico del demonio, voy á confesarte á tí mis culpas... Pero ántes no quiero cometer una nueva, mayor que todas, dejando sobre mi sepultura á esta criaturita...
La Zaina tenía entre sus brazos temblorosos y helados el cuerpo débil de su hija.
—...Ampárala.
—¿A la hija de Güemes?... Nunca—balbuceó el avaro sintiendo soplar el odio en el ascua de su amor propio.
—¡Quieres que me condene! ¡Quieres que me hunda para siempre!... No seas monstruo, no seas vil... ¡Al decir «nunca» me has parecido la imágen del diablo!... Huye de aquí, avaro, miserable... No te pido dinero para este angelito... Yo he sabido conservar algo para él... En medio de mi infamia he guardado un sentimiento noble... ¡Petrilla, Petrilla!—gritó besando á su hija, que lloraba, agitando las piernecitas entre las bayetas amarillas de su envoltura.—Tú no morirás de hambre... Tendrás un pecho que te alimente, un pecho robusto, en el cual puedas beber la vida... Oye, Clavoj quisiera que creyeses en algo para que me jurases por ello cumplir mi última voluntad... Pero no lo harías... ¿Tú crees en Dios?
—Creo en el sol porque calienta, y en el dinero porque es un salvo-conducto para que en la guerra del mundo me respeten los dos bandos de ricos y pobres.
—Pues por el oro que tienes, júrame... ¡Estoy loca!... No lo cumplirás aunque me lo prometas... Oyeme, óyeme... Yo tengo una alhaja...
—¿Dónde está?—exclamó el avaro, cuyos ojos se iluminaron con fuego vivido.
—Está aquí, sobre mi pecha. Es una sortija que vale mucho... No es tuya, no me mires con esos ojos de codicia. Es de Güemes... Cuando me sentí encinta la reservé para mi hija... He pedido limosna y no me he deshecho de esa alhaja... Te la daré, pero es simeprome-' tes invertir su valor en la lactancia de Petrilla... Que no la falte el pan en su niñez. Llévala á un asilo donde puedas pagar con el valor de la sortija lo que sea preciso para que la niña no carezca de cuidados...
Clavo tomó la sortija, y á la luz del velón que ardia en la estancia examinó la piedra. Era un diamante y reflejó la llama del velón, partiéndola en mil haces de oro, que volaron por las paredes como enjambres de abejas de fósforo.
—¿Me lo prometes?—balbuceó la Zaina llorando.
—¡Yale más de trescientos duros!—dijo el avaro mirando con delicia la piedra de luz.
La Zaina se incorporó en el lecho, y alargó sus manos basta coger las de Clavo. *
—¡Respóndeme!—gritó desesperada.—Siento que me ahogo, y sin tu promesa no acabaría nunca esta agonía horrorosa... Quiero que me digas si harás lo que yo quiero que hagas.
—Sí, sí, sí—murmuró Clavo sin apartar sus ojillos del diamante.
El seno desnudo de la Zaina dejó de agitarse; sus brazos oprimieron más á la desdichada Petrilla; cerráronse sus ojos... De donde más tiempo tardó en huir la vida fué de sus manos, qüe palparon convulsos el cuerpo de la niña cuando ya habían dejado de respirar los labios^ cuando una mancha amarilla como de cera caliente fué partiendo de la nariz é invadiendo el rostro. Dos lágrimas cayeron de sus ojos, gruesas, redondas, tan luminosas como el diamante que Clavo miraba con afan, devorando 6u brillo cual si éste hubiese sido un fantástico manjar servido por la avaricia á sus esclavos.
A la mañana siguiente Clavo se hacía esta reflexión: —La sortija vale seis mil reales como un ochavo. Si llevo al rorro á un hospicio y le pongo en el torno y me quedo con la sortija, cometo un robo. Despues tendré remordimientos. ¡ Diablo! No quiero remordimientos. Son el tanto por ciento de las malas acciones... Pero si llevo ¿ esa muñeca á un asilo que cueste dinero, se me deshace en agua ese hermoso grano de sol y me quedo... per i&tam (hizo la señal de meterse el dedo grueso de la mano derecha entre los dientes, y sacarle luégo, produciendo un castañeteo con la uña). Pues ni una cosa ni otra... Me quedo con la niña. Me la criará la tía Guiñapo, de Lugareda, por un duro al mes.,. ¡Y si no me la cria, la demando por los doce duros que me debe!... El rorro cumplirá por San Juan los diez meses... Con siete meses más basta y sobra de lactancia... Total: siete duros... Luégo la traeré á casa y lidiará con ella la. Venceja hasta qiie sea mayorcita, y entónces... entonces... ¡Bien pensado!... Esto es lo que se llama ver el lado negociable de las cosas... Cumplo mis deberes de cristiano, me quedo con la tumbaga, y la chiquilla sale adelante... adelante... ¡Hay que ser compasivo!
Un imprevisto suceso pudo variar gravemente el programa de Clavo. Cuando cumplió los siete años Petrilla, una epidemia de viruelas invadió á la gente menuda de Arijona. La mitad de las que hoy son allí madres ostentan en el rostro las huellas indelebles de esa terrible ■enfermedad. Petrilla no perdió con ella la tersura de su pálido cutis; pero en cambio, ¡ay! en cambio la sin suerte perdió la vista. Tan horrenda desgracia desesperó á Olavo.
—¿Qué hago yo de una ciega?—decia.—La tendré que llevar al hospicio...
Pero entonces se fundó en Arijona la fábrica de cristal, y el avaro supo que en ella trabajaban algunos obreros ciegos. No necesitó más. Cogió de la mano á la niña y la condujo á la fábrica, donde fué admitida en concepto de aprendiz en el taller de bruñido. ¿Cómo aprendió á trabajar Petrilla? ¡Prodigio inexplicable de la natura* leza, que no se concibe sino porque se ve!
VIII
El abismo de los cálculos.
Febril y contenta la mirada, nerviosa la mano, encorvado el cuerpo sobre la mesa, estaba el viejo hojeando aquellos papeles, cuando la noche iba á entregar su legado de almas dormidas al alba triste y fria del invierno del Norte. Sobre ellos habia levantado un alto alcázar de planes financieros. Era su espíritu un famoso Midas, que con sólo ver los más viles objetos los trocaba en oro. De un roto pedazo de suela hacía él cosa aprovechable y útil, y de una muchachilla ciega é inculta iba á hacer una estatua del noble metal. Sus pensamientos iban expresándose en esta forma :
—Esta gente que se ha enriquecido en América no sabe ni esto de negocios. Allí el oro.anda en nubes por el aire y forma el lodo de la tierra Aquí hay que buscarlo como un garbanzo negro entre una fanega de garbanzos blancos. Este señor Patricio Güemes, que se trae de allá ¿qué sé yo? un disparate de dinero, empieza cometiendo una tontería, que le costará unas cuantas onzas.!... Esta es su carta de hace dos meses: «Apre-ciable amigo:» ¡ Bueno! Lo mismo me aprecia que a la primera camisa que se puso ¡Judas Iscariote!..... « Echemos al olvido nuestros odios de ayer. La desdichada que los causó ya ha muerto. No hay, pues, motivo para que seamos malos camaradas. Ademas, es posible que le tenga cuenta estar bien conmigo. Voy á ésa á enseñar á los ricos á gastarse el dinero de un modo productivo y en grande. Ya verá V. qué envidia nos tienen..... Sí; nos tienen porque cuento con su ayuda y su colaboración. ¿Qué es de aquella niña que tuvo la Zaina? Ya comprende V. por qué me interesa un poquillo el saberlo. Me acuerdo á veces de si seré yo causa de que el Estado se arruine manteniéndola en alguna Inclusa » Esta otra carta es del mes pasado: «Nueva-York, etc.» ¿Dónde habla de la niña? ¡Ah, sí! Esto es..... «¡Cómo! ¿Es posible? Entonces hay que canonizar á usted, señor de Clavo. En verdad le digo que yo tenía " formado de V. un mal concepto, juzgándole incapaz de todo acto generoso ¿Qué quiere V.? Me habia equivocado, y me alegro. Mil gracias por sus desvelos. ¡ La pobre chica es ciega! No sabe V. lo que me horroriza el pensar que mi hija no puede ver el sol Ahora iré á Arijona con dos motivos: el de mis negocios futuros y el de recoger á mi hija, indemnizando á V. de los gastos »
¡De los gastos! ¡ Ah, ah, ah! Bueno, bueno, bueno— dijo en voz tan alta Clavo, que temiendo haber despertado á la Petrilla, se volvió rápidamente hácia su lecho.
Pero la ciega dormía tranquilamente. A veces sonreía y se notaba correr bajo la gasa de nieblas de su sueño inocente, alegres ideas, como bajo los juncos que cubren el arroyo se ve correr el agua.
—¡Duerme! —exclamó Clavo fijando sus ojillos serios en Petrilla.—Nada le molesta; nada la incomoda.....
He sido con ella un buen padre, un padre angelical.....
Clavo, honrado ciudadano, excelente hombre, puedes ponerte la mano sobre la conciencia con toda satisfacción.
Y creyendo que la conciencia estaba en el pecho, trató de hacer lo que decia; pero la costumbre fué más poderosa que el arranque de propia admiración, y donde puso la mano fué en el bolsillo del raidísimo chaleco.
—Despues menudeó su correspondencia—añadió el viejo volviendo á sus cartas.—Por lo visto, se le ha despertado el amor de padre Mejor. De ese modo,estando blanda la cera, podré hacer de ella lo que más quisiere Pero ¡qué exageraciones! Esto es fingido sin duda alguna sin duda alguna ¡ Pues no me decia en esta carta ¿qué fecha tiene? 15 Noviembre Pues no me dice: «Cuénteme V. qué hace mi hija. Dígame V. cómo es de alta. Mídala V. con un hilo y envíemele dentro de una carta..... Créame V., quisiera salir de aquí hoy mismo; pero no puedo. Estoy liquidando mis créditos y esto me sujeta Soy como el vapor, cuya caldera quiere andar y cuyas anclas le dicen: «¡ Quieto, quieto! » Pero pronto romperé las anclas. No escasee V. nada con mi hija. Gaste V., gaste V. Yo pagaré religiosamente, d
¡Bueno, bueno, bueno! Tú pagarás religiosamente.....
Siendo así yo no soy tacaño Doce reales me he gastado ayer en un vestido para tu hija. ¡ Oh noble Clavo! Tú también abrigas generosos sentimientos. Puedes tener tu conciencia tranquila.
Y volvió a buscar su conciencia en los bolsillos del chaleco.
—Tu conciencia tranquila — repitió el viejo.— La penúltima carta es de ¡ Malditos pueblos, qué nombre tienen! «Wilmington—Me dispongo á salir. Escribiré á V. desde Cádiz, y sin detenerme tomaré el tren hasta Tres Empalmes, donde hará V. que me tengan dispuesto un caballo que me lleve á Arijona. Un beso á mi hija. ¡Ciega! ¡Dios mió! ¡Qué atroz desgracia! Adiós, mi buen amigo.—Patricio Güemes.» Su buen amigo va á ponerle la cuenta con toda pulcritud La pluma mejor cortada, el papel más limpio, la tinta un poco espesa está, pero con unas gotas de agua Eso es Aquí escribo: «Cuenta de los gastos de lactancia y manutención de la y» (Paróse á ver cómo iba el renglón, y echándole una mirada oblicua, no quedó descontento de su caligrafía.) «de la d ¿Cómo pongo? ¿De la hija? ¿ De la niña?
¿De la chica? ¿De la muchacha? Este detalle es interesante interesante. A la muchacha se le puede poner ocho reales diarios de comida; ála niña se le puede poner doce; á la señorita se le puede poner un duro ¡Un duro!
¡Señor de las alturas!... «de la señorita de Güemes »
Los ricos siempre han tenido tratamiento, y esa chicue-la esa chicuela (volvióse á mirar á Petrilla) va á heredar, si Dios no lo remedia, un fortunon Yo he procurado educarla de modo que sea digna de su dinero. Sin saberlo, he presentido el desenlace ¿Hay algo más delicado que el vidrio? Pues yo he hecho á la señorita de de Güemes, artista en vidrio ¡Ah, ah, ah! Tienes talento, honrado Clavo. No se te puede negar que lo tienes.
Tan absorto y entretenido en sus cálculos se hallaba el viejo, que no advirtió el frió de la temperatura, ni que el farol, cansado de brillar, daba tristes llamaradas despidiéndose de la luz. Su dorado pábilo, encorvándose j despedía chispazos sonoros, y la llama se encogía y temblaba, subiendo y bajando por la carbonizada torcida con un aleteo de insecto moribundo. Ala escasa claridad que en estrecho círculo sobre la mesa proyectaba, veíase el papel donde escribía Clavo, su mano flaca y la punta de la pluma haciendo rasgos y poniendo ceros y puntos, el pico de la nariz del viejo y los labios que salían y entraban en la línea recta del rostro con ese movimiento mecánico tan propio de los seres distraídos cuando ejecutan algún trabajo que absorbe toda su atención. Fuera de aquel breve espacio iluminado, la oscuridad reinaba en la estancia, y en la sombra los relojes batían á compás la medida del tiempo, y Petrilla soñaba con los preciosos juguetes ideados por su imaginación, libre de la cadena de la lógica. A aquella hora se alzaba de su lecho María Luisa, y acercándose á la cuna de su hija, decia, pensaba y hacía lo que el lector ya sabe.
A las seis Eso lo verán Yds. en el capítulo siguiente, que es de esta manera :
IX
La princesa prefiere ser esclava.
Vino el alba y se levantó Petrilla. Fué á buscar el agua á la cantarera de la cocina, echó de ella en un cubo lo bastante, y remangándose hasta los codos los manguitos atados debajo de los hombros, desnudó su cuello y se lavó con esa resolución que da á entender poco miedo al frió. Sus ojos no tenían niña. Eran dos globos blancos, quietos é inexpresivos, algo amarillentos hácia los vértices del párpado, donde las venas y nervios se reunían en una red delicada y visible. Su nariz era bonita, corta, aguda, como pico de ave doméstica; la frente, angosta y rodeada de negras crenchas de desordenado é indómito cabello; la oreja, delgada, de lóbulo cartilaginoso y rosado; el cuello, robusto, sostenía el alcázar de los pensamientos con valiente arrogancia. A veces movíase de derecha á izquierda aquella cabecita con una oscilación muy común en los ciegos, bogando sobre los hombros como una barca sobre las olas. Diríase que estaba haciendo un viaje al país de la luz.
—¡Hoy llego tarde, madre mia! — dijo, enjugándose la cara en un basto paño de lienzo.
Y luégo buscó por los rincones el garrote que la servia de lazarillo.
—¿Dónde estás, Benito Palermo? ¿A qué no te encuentro?
A tientas, con las manos extendidas, agarrando lo» muebles, recorría toda la cocina, y cuando en su precipitación se daba un golpe en los dedos, prontamente los llevaba á la boca, mojándolos con los labios.
—Me romperé la cabeza y no te encontraré.
—¿Qué diablos buscas ?—gritó desde lo alto de una escalera de mano, que llevaba á los trojes, la voz nada agradable de la Yenceja.
—Mi palo.
—¿A dónde vas?
—¿A dónde? ¡A la fábrica!
—¡Qué fábrica! ¡Hipócrita! Haz como que no te acuerdas de que anoche te dijo mi tio que ya no ibas á la fábrica.
—¡Que ya no iba!—dijo Petrilla quedándose parada, en el momento en que tornaba á come.nzar su paseo.— Es verdad que anoche soñé yo.....
Por un agujero que habia en el techo de la cocina apareció entonces la Yenceja, y ajustando las ramas de la escalera al piso de la cámara, descendió, no sin haberse recogido las faldas por un exceso de pudor disculpable. Traia un buen brazado de retamas secas para la lumbre, y desde arriba soltólas con fuerza.
—Pero ¿no te has puesto el vestido nuevo? ¡ Condenada! Me vas á consumir la sangre Anda y póntele..... Que si mi tio vuelve y no tienes encima esos' guiñapos, hoy se hunde esta casa.
—¡El vestido nuevo! También he soñado con un vestido nuevo Pero ¿dónde está?
—Junto á tu colchon le puse anoche yo misma.
—¿Y he de vestirme con él?
—Sí pero volando.....
—¡Volando...! ¡Ay qué gusto...! Volando voy.
Fué volando; pero cómo volaría una avecilla ciega, rozando con las alas todas las paredes, trompicando y cayendo. ¡Qué pronto se vistió! Obra fué de un instante ajustar el corpiño al cuerpo, la cintura de tela al talle delgado y flébil, los manguitos con botones de vidrio negro á la trémula muñeca, el pañuelillo de algodon con flores amarillas pintadas sobre fondo verde á la cabeza. Hízose el nudo del pañuelo bajo la barba con sumo arte y quedó la tela estirada, por la rigidez de la goma, en pliegues anchos.
—¡Vaya un modo de ponerse el vestido! ¡Bendígate el diablo! ¡ Ese pañuelo está añudado de un modo...!—dijo con acre acento la avinagrada Venceja.— Por abajo pareces una campana. Por arriba, el toldo de la tartana del Sr. Güemes... ¡Anda, anda! Tra-pantojo, torpe, ciega, mil veces ciega, que ni ves ni entiendes. Lo mismo es vestirte de limpio que lavarle la cara al burro.
¿Creeréis que Petrilla se sentia humillada con estos brutales insultos? Pues nada de eso. Era su voluntad bastante fuerte para no doblegarse. El Señor, que da dureza al hierro para que riña con el granito, dióle á la ciega robustez de ánimo sobrada para reñir con aquel monton de zarzas, dentro del cual ardia chisporroteando la llama del sér íntimo de la Yenceja.
—¡Qué dirán en la fábrica!—exclamó, paseándose con pausado contoneo por la cocina, y bajándose para que el vestido tocase en el suelo.
—Dirán lo que todo el pueblo dice, jinojo: que ahora resulta que eres hija de un príncipe.
—¿Sí...? Entonces, como Mariquita ítosenda, la del cuento de los Reyes moros:
—Pero ¿es cierto eso?—añadió luégo, despues de un breve espacio de silencio.—He de mandarle una candela á la Virgencica, y he de darles con el primer ochavo que tenga á los pobres de la iglesia una buena comilona.....
Pero ¡si no será verdad! ¡Yo hija de un príncipe! ¿Y dónde ha estado el príncipe mi padre tanto tiempo sin acordarse de mí?
—Ha estado por tierra de judíos sacando ochavos del moro de un pozo que habia lleno de ellos.
—¡Ay! ¡ochavos del moro!
—Sí, y dicen que luégo cada ochavo del moro se le ha convertido en un centen.
—¡Cuente V. embustes! Aunque parezco tonta..... ¿cree V. que me mamo el dedo?
Y añadiendo el gesto á la frase, puso su dedo índice, lleno de quemaduras ganadas en el ejercicio de la fábrica, entre sus labios coloradillos y sonrientes.
—No lo creas si no quieres... ¡ Qué entiendes tú de grandezas, ni de príncipes, ni de caudales! Mi tio ha ido al cerro-carril á buscar á tu padre... Nadie me lo ha dicho... pero ¡bien me lo sé!
El curso alado de la infantil imaginación de Petrilla cambió de rumbo súbito, y dijo la ciega:
—Yo me acordaré de V. cuando yaya con mi padre el príncipe en carroza. •
—Gracias—repuso con sequedad la Yenceja.
Cuando hubo entrado el día y eran ya dadas las diez, volvió Clavo en su malandante caballejo, mohíno y mal humorado, con más disgusto del que era de esperar.
—¡No ha venido!—exclamó, apeándose del endeble rocin.—¡Yaya una caminata! Yo, que eché pienso esta mañana al potro para que pudiese resistir bien el peso de Su Excelencia...! En la Estación no habia ni un alma. El Jefe pasó, tocó la campana; llegó el tren, paróse, pegó tres suspiros... y ¡hala! siguió pateando... pateando... ¿ Le habrán robado en el camino? ¡Hay mucho pillo en el mundo... mucho pillo en el mundo... en el mundo!
tío ocultó sus recelos en todo el dia, y la Petrilla se aburrió lindamente pasándose horas y horas oyendo aquel dúo de gruñidos del avaro y su dignísima sobrina. Aquél empezaba y seguía ésta:
—Siéntate bien, que vas á mjtnchar el vestido.
—¡Que se te arruga la tela!
—¡Baja esa mano....opon derechos los brazos ¿No yes que la tela te hará luego una bolsa en el codo?
—No muevas los piés Los zapatos se te romperán ántes de tiempo.
La pobre chiquilla maldecía su elegancia, que la obligaba á permanecer erguida, tiesa y sin movimiento como maniquí de tienda de modas. Por la noche durmió pobo, y eso entre sueños febriles y desasosegados, lleno el magin de absurdas quimeras, viendo huir á la fábrica como si le hubieran nacido piés, y como sí las ruedas que ántes movían su maquinaria la empujasen hasta ir á destrozarse con espantable fracaso y tremenda ruina contra la cima de la Majestad. Luégo creyó que los relojes reñían, escupiéndose minutos, insultándose con su voz metálica al dar las horas, y trabando un asalto de esgrima con las péndolas. Despues vió á un negro desnudo, como los de las estampas de Robinson, cuyos ojos la miraban con temerosa expresión de brutal cariño.— «Yo soy tu padre» — le decia; y la abrazaba furiosamente. Cuando amaneció, despertó con frió en las manos y sumo calor en la cabeza. Oyó la aguda esqui-lilla de la fábrica llamando al trabajo.*
—¡Yo me voy !—pensó—si no, me muero de pena.
Salió de la sala y quiso bajar la escalera, cuyas baldosas desencajadas sonaban, al ser tocadas por los piés del transeúnte, como teclas flojas de un órgano viejo; pero se detuvo recordando que la puerta estaba cerrada y que las llaves todas dormían bajo la almohada del vie- ' jo. Entonces, al sentirse presa, el ánsia de salir se le aumentó, y el gusto de ir á la fábrica y oír el murmullo de los fuelles diciéndole recados al oido al horno le pareció delicioso y sin par. El jaco pateaba en la cuadra sacudiéndose las moscas, y de cuando en cuando sonaba la cadeneta del ronzal contra las hojalatas del pesebre, buscando en vano algo que comer en aquel monton de polvo de paja. Petrilla oyó también piar á los pollos del patio que, alegres y regocijados, salian á saludar á la luz rodeando á la autora de sus sabrosos dias. La torre de la iglesia tocó al alba, y el sol, como si hubiera esperado esta señal, coló sus rayos por las brumas del amanecer, agujereando el seno rosado de las nubes con mil líneas de oro.
—¿Quién anda ahí?—preguntó con voz trémula Clavo desde su alcoba.
Y se le oía andar buscando las botas por debajo del lecho.
—Soy yo Petrilla.
—¿A qué te has levantado?—repuso la voz del viejo.
—¡Es que que yo quería marcharme a la fábrica.
—¡Estás empecatada, demonio! ¡A quién se le ocurre ! ¡Vaya, vaya! Tú ya no vas á la fábrica en los dias de tu vida... de tu vida.
Aquel dia fué el segundo del tormento de la muchacha. Vestida de nuevo, sentada en una silla, teniendo frente á ella los dos pares de pupilas escrutadoras de Clavo y la Venceja, parécia un avecilla fascinada por el mirar magnético de uñ matrimonio de boas. También fué al apeadero el avaro y esperó impaciente la llegada del tren. Cuando la tierra se estremeció palpitando como si un enorme corazon debajo de ella latiese, al acercarse con parsimoniosa majestad la ondulante culebra de wagones, Clavo quiso ver si D. Patricio venía, y se enderezó sobre las' puntas de los pies. Las cortinillas azules de los coches no permitieron, por ir caídas, á su curiosidad anticiparse. Despues de descargar ciertos fardos que desde los furgones arrojaron al andén, tornó á sacudir su penacho vaporoso blanco y rojizo ese gigante de hierro, ' que, silbando y escupiendo, reanudó su marcha.
—¡Tampoco!—murmuró con desaliento el viejo.— ¡ Me ha engañado! Ya no viene. Ha querido vengarse y burlarse de mí. ¡Picaro Güemes! ¡ Si esa gente que ha estado en América ! ¡ Ladrón de caminos! ¡ Dos celemines de cebada echados al rio! (Y miró al jaco como si quisiera sacárselos del buche.) ¡Tantos reales en vestir á la ciega! Todo, todo al rio.....! ¡No, pues conmigo no se divierte ese tuno no se divierte ese tuno!
Ajustóse las tremendas espuelas, cabalgó, y el pobre animalejo, lanzando una tierna mirada al verde con que habia trabado íntimo conocimiento, dejóse hostigar sin salir de su paso saltón, del que no lo sacára un acicate hecho de rayos y centellas. Llegó en poco más de tres horas á Arijona. Clavo subió á grandes zancadas la escalera, y dijo con voz destemplada á Petrilla :
—¡Oye, mala pécora! ¡Ya te estás quitando ese vestido ! Y mañana, apénas amanezca..... andandito á la fábrica á la fábrica.
X
Cuando anocheció, en la lejana mole de Pico Sacro dejóse ver una nube, que fué ensanchándose rápidamente como una inundación de sombras. El viento húmedo, el olor vivaz y penetrante de la tierra mojada, el cerco algodonáceo que envolvía á la luna fueron claros indicios para el extraviado y rendido caminante, que dijo, embozándose en la manta de viaje:
—¡Bien conozco el camino! Por aquí no hay otro remedio sino llegar. Pero... va á llover. ¡Esto es frió! Caramba. La noche está pidiendo una buena cama ¡Ay patria desagradecida, cómo recibes á tu hijo!
Despues, sintiéndose súbito enternecido, dejó el tonillo zumbón que le habia dado el ludir de su existencia comercial, y añadió:
—¿Qué hará mi hija...? La verdad es que yo yo no sé lo que me pasa. He vivido sin corazon tantos años, y ahora ahora, ¡caramba ! Ahora se me ha vuelto corazon todo el cuerpo. Por vida de Baco, que yo no puedo explicarme esta mudanza Bien dicen que al hombre rico se le ablandan las carnes. Yéome millonario y me entran unas delicadezas en el alma...! A veces creo que esto es egoismo y que quiero enmendar mis culpas á fin de evitarme los dolores del remordimiento...
Detúvose á ver por dónde iba, y exclamó:
—¿Lucecitas...? Diria que me encuentro en New-Kirt... Aquellas luminarias son como las del puerto... algunas se mueven y oscilan como faroles de bauprés... ¡ Ya empieza otra vez el campaneo! Ese picaro sacristan lleva dos horas llamándome con las campanas... ¡Tan, tan, tan, tan*..! ¡Bueno, hombre, bueno, allá voy! Pero esas engañosas campanas suenan siempre detras de mí, y siguiendo la dirección de sus vibraciones voy y vengo entre estas oscuridades, y no acierto jamas con la vereda... Oigo campanas y no sé dónde... ¡Mucho tardabas! Ya están cantando el dúo. Hace de bajo la campana, y de tiple ese perro endemoniado, que parece que me persigue, según oigo su ladrar junto á mi espalda ¡Vaya, vaya! Esto es insoportable. Me he perdido ¿Por qué no confesármelo?... ¡ Santos y benditos ferro-carriles! Vosotros, que en tres periquetes conducís á la humanidad de una provincia á otra, ¿cuándo llegaréis á esta heroica comarca?
¡Parece que las campanas dicen: « Nunca, nunca, nunca...!» ¡Anda! y el perro responde: «¡Aún, aún, aún, aún...!» ¡ Cualquiera diria que hay algo de alegórico en lo que me sucede... Patricio Güemes, que ha recorrido la Virginia y el Kentuki de cabo á rabo sin perderse, que ha llegado á Zambeba sobre un camello y á Damasco sobre un asno, tiene que venir á su pueblo natal á^pié, y frente al hogar de su familia se pierde en una noche oscura y fría como una conciencia corba. Cuando llegué á la Estación no habia allí ni un mal jumento en que hacer la travesía... No se le ocurre al diablo poner un apeadero en medio de un desierto... ¿Apeadero para dónde? ¿Para el infierno? Eso sí; pero para lugar civilizado...! El Jefe de Estación me dice:—«Aquí no hay fonda.»—«¿Y caballos?»—le pregunto.—«Ni caballos», me responde.—«¿Y guía?—«¡Ni guía... ni nada...!» ¡Hidalgo castellano, que recibes al forastero con el codo y le despides con el pié, prez y honor de esta tierra de los hospedajes nobles y cariñosos, el diablo te lleve... Emprendí mi caminata, despues de cerciorarme de que Arijona está á cuatro leguas del apeadero... Cuando yo me marché no habia apeadero ni ferro-carril, pero habia mejor educación. Preguntaba uno el camino y le decían: «Mire V., tuerza V. á la derecha y luégo á la izquierda...» En fin, se llegaba; pero ahora... ahora ya voy creyendo que no se llega nunca, como dicen las campanas... ¡Ya enmudecieron...! ¿Qué es esto? ¿casas? ¿gente?¿un carro? ¿muías...? ¡Tierra, tierra! como exclamó el loco de América. ¡Ya llegué!
Habia llegado de improviso, y tras un montecillo plantado de castaños, surgió el pueblo repentinamente, como un ladrón sale al paso del viandante al revolver de una curva. El hacinamiento de casas, árboles y torres presentaba un triste aspecto, y apénas si las luces que aparecían y desaparecían en las ventanas, cual los puntos ígneos en el papel recien quemado, daban algo de vida á aquel cuadro.
—Esta es la fábrica Bien lo recuerdo. Aquí preguntaré.
Dijo Güemes, y se detuvo frente á un amplísimo edificio, por cuyas ventanas y puertas salían resplandores y ruidos extraños. Detras de una empalizada estaba el patio.
Habia allí cajones y jaulas de embalaje; una cábria cuyas maromas oscilaban al impulso más leve del viento; pedazos de papeles que revolaban, rozando el sueloy en círculo sin fin, como si unos á otros se persiguieran; pilas de carbón mineral brillante y oleoso, y en medio del patio una fuente charlatana y murmuradora, cantando un himno eterno al trabajo con consonantes de cristal. Pero era un himno al trabajo febril, calenturiento, demoniaco y fabuloso de un enjambre de infernales obreros que en los sótanos de aquel caserón revolvían la lumbre de cien hornos, agitaban desaforadas calderas, arrastraban wagonetes cargados de carbón y sílice, rechinando las ruedas, gruñendo las maromas y polipas-tros, chirriando las cadenas y maldiciendo los conductores de aquel enorme tren de la industria. Desde ántes de llegar al patio se oia el respirar jadeante del vapor y el silbido intermitente de la automóvil. Más cerca, el suelo, trepidaba, los cristales temblaban entre sus marcos de plomo, como almas pecadoras en cuerpos enfermizos; las; voces humanas se perdían en el confuso rumor de la alborotante maquinaria. Parecía que mil patas de hierro acoceaban furiosas, que cien caballos salvajes corrían relinchando, que la descomunal bestia de las labores fa-. tigosas se revolcaba ebria y convulsa bajo los cimiento» del edificio. Más cerca... más cerca ya se notaba el calor de la lumbre en el fondo de las cuevas. Desde cualquiera, de las ventanas veíanse ojos siniestros é inflamados—que no otra cosa parecían las bocas de los hornos—é iluminados por su foco lumínico, brazos nervudos y vellosos, desnudos, recios, llenos de un titánico vigor, que se adivinaba en los tendones, tirantes bajo la piel, como el armazón metálico bajo la tela del maniquí se adivina.
Güemes, que venía de América, que habia pasado tantos años en Fimplort, durmiendo sobre una maquinaria descomunal nunca parada, y oyendo siempre aquel golpear vibrante, detúvose en el patio, como se detiene el emigrado en las fronteras de la patria.
—¡Este es mi pueblo!—pensó alegrándose súbitamente su rostro.— Mi pueblo es éste, donde el hierro vive, donde el vapor alienta, donde los hornos miran con su pupila enorme, donde el hombre es lo más imperfecto de las máquinas y no el único instrumento del trabajo aquí ¡por el dios Baco! es donde me hallo á gusto..... .Pero estoy cansado Llevo una hora girando por los alrededores de este maldecido lugar, y no sé dónde daré con mis huesos. ¡ Qué oscuridad! Aquí la noche es tres veces más noche que en el resto del mundo civilizado. El sueño debe de ser tres veces más profundo que en otras partes ¿ Dónde vive Clavo? Yo no me acuerdo bien Creo que hácia la plaza Pero en Arijona la plaza es una calle como las demas, y á simple vista se confunde con la más estrecha de ellas ¡Yaya por el dios Baco! En la fábrica me darán razón Pero
¿aquí no hay portero?
No le habia, por lo visto, y como el agua, suspensa en la atmósfera, comenzó con priesa á caer, el rico indiano se entró hácia los talleres sin que nadie le saliese al encuentro. Descendió un pasadizo lóbrego que se introducía en la tierra á modo de túnel, y luégo se halló con una alta poterna, que no se abría sin levantar pesadísimo picaporte.
—¡Bravo espectáculo!—exclamó despues de abrirle.
—No es lo que hemos visto por allá; pero áun así.....
¡No creí tan adelantados á mis paisanos!
Estaba en el taller de fundición de la fábrica de cristal: una larga pieza toda fuego, caldeada por cinco hornos, cuyo fulgor marcaba en el suelo largas fajas doradas. Altos trébedes sostenían los braserillos, y unos muchachos medio desnudos los atizaban, metiendo y sacando por entre las rendijas una vara de hierro. Aquellos mancebillos, con sus juveniles cabezas sudosas y alborotadas, crespo el cabello y abundante, y tan morenos que sus cuerpos semejaban estatuas de carbón, eran la risa y alegría del taller. Abiertas. las piernas en ancho compás, una mano en la datura, la otra puesta al servicio de la hornilla, no cesaban de atizar el fuego y dar pábulo á una deshilachada plática, desvergonzada y grosera, saliendo juntamente carbones encendidos y encendidos chistes de procacidad suma al mover de la barra y de la lengua. A veces se oía un cantar, una pertinaz tos, una voz de mando, y luégo se reanudaba esa conversación hecha de palabras sin ideas, tan común en los talleres, donde las bocas acompañan á las manos en sus mecánicas é ininteligentes labores. ¡Para qué discurrir ! La rueda, gira, la mano ayuda, las palabras van saliendo hueras y vanas, y se arrojan léjos con desden como cáscaras de nueces que otros han comido.
Sobre cada uno de los hornillos, enormes vasijas de arcilla contienen el vidrio liquefacto, y en medio de tal atmósfera de llamas, humo y vapores mal olientes, no se acierta á distinguir si es hombre ó diablo aquel robusto tagarote que, encaramado en una escalera, sopla por un tubo de hierro, hinchando una botella dentro de la vasija. Roja aún y humeante sale la botella de sus manos, y hay otras que sin quemarse la reciben, la modelan, la enderezan, la recortan, revuelven su cuello y le dan elegante forma. Es un espectáculo indescriptible: el cristal convertido en agua, que sale de un hirviente estanque, corre por tubos de caña, moldes de barro y lechos de arena mojada, creando aquí vasos, allá probetas, más allá jarrones, y en todas partes mil objetos delicados y frágiles. Hay mujeres medio desnudas, descalzas, con el seno mal tapado por la camisa basta y recia, que dan la delicadeza á la obra brutal de los hornilleros. Hay niños que pulen el cristal ya frío, aplicándole á una rueda de madera. Hay jovenzuelas que con el soplete arrancan al can-dilon un dardo luminoso, y de un trozo de vidrio industrian docenas y más docenas de perlas que van cayendo de la luz como lágrimas Allí se respira humo, y se vive entre el fuego, j Vida de salamandras!
La generación del vaso es una historia tan interesante como la de las metamorfosis de la mariposa. Lleno de cristal fundido sale del horno, como brindando con un sorbo de llamas á cualquier demonio sediento. El tubo capilar serpea entre las manos de cien obreros como una vena arrancada á una estatua de mármol. Estalla una botella mal templada, y sus pedazos inflamados, volando por el aire, remedan la explosion de un bólido. El frágil vidrio es allí tan temido como la dinamita. El fuego le comunica su propiedad asoladora, y no pasa día sin que un horrible grito humano domine al concierto desordenado de máquinas y hornos. No es nada: un obrero acaba de recibir sobre su brazo una lluvia de cristal encendido. Chirria la carne tostada, silba la sangre al evaporarse, hiede y apesta la humana fritanga; pero ni las ruedas cesan de rodar ni el automóvil detiene sus brazos, comparables á los de un gimnasta loco haciendo contracciones ante el tribunal de los juegos píticos.
Todo lo contemplaba absorto aquel hombre tan acostumbrado á ver el maravilloso cuadro de la industria. Quiso preguntar á álguien lo que saber deseaba; pero la curiosidad le detuvo, y viendo que su presencia no era notada de nadie, cruzó por entre los talleres de lavado y tallado, y se halló en una estancia pequeña, en que habia más de treinta muchachas y chicos en promiscua confusion, sentados alrededor de viejos y destrozados veladores de pino, sobre cuya tabla lucían con su llama azul de alcohol numerosos candilones. Allí se labraban esos pequeños juguetes de vidrio que entusiasman á la gente menuda, y ya podia descubrirse el resultado de la labor del dia: pavos reales azules con la cola formada de un sprit de cristal hilado; caballos absurdos de cola de vidrio plumoso; perros de agua blancos con orejas azules y cola dorada; cruces y medallas, prismas y pendientes.
—A éstos preguntaré—dijo.
Pero cuando iba á preguntar sonó una campana en lo alto del taller, y como por ensalmo quedó silencioso aquel hervir de hornos, aquel crujir de hierros, aquel pisotear de máquinas, aquel arrastrar de wagonetes. Alzáronse los muchachos, y salieron de allí volando como pájaros sorprendidos en la fuente. Sólo quedó sentada una chiquilla de unos doce años, que con sumo despacio buscó en el suelo un garrote, y asiendo de él, se levantó. Palpó el terreno, porque el palo era una prolongación de su tacto, y cuando iba á salir, oyó que la voz de Güemes la decia :
—¿Vas al pueblo, muchacha?
—A mi casa. ¿ Qué se le ocurre á usted?
—¿Quieres guiarme adonde yo te diga? Te daré para unos zapatos.
—Sin que me dé para zapatos le guiaría; pero si me da mejor ¿Adonde hay que guiarle?
No respondió Güemes, porque al mirarla vió ¡ Pobre criatura! Yió que era ciega, ¡ciega como su hija!
—¿Tú, ciega, vas á guiarme?
—Es claro.
—Todo sucede aquí al reves. Los ciegos guian á los •que tienen los ojos sanos.
—Pero es que V. no sabrá andarse solo por el pueblo ¿Es V. forastero? ¿Ha venido V. á ver la fábrica?.... Y el que no sabe es como el que no ve De modo que V. es también ciego á su modo.
La voz enérgica y matizada por dulces inflexiones de Petrilla despertó otra vez en Güemes aquel enternecimiento que de algún tiempo á esta parte solía cogerle; pero dominándole como se domina un impulso ridículo, ■dijo :
—Vamos, muchacha.
Salieron á la calle. Entonces llovía, llovía, de tal modo, que Petrilla apretó contra sí los mal doblados pliegue» de su pañolillo de tartan, como un pájaro que aprieta las alas para librarse del agua y el frió.
XI.
Al rededor de la luz.
El aislamiento de María Luisa no era tan grande, que pudiera excusarse de recibir algunas noches á várias personas del lugar, que acudían, llevadas unas del puro deseo de distraer su aburrimiento, otras con el de ver el bello rostro de la viuda. Aquella noche, al dar las ocho en el lejano reloj de la torre, con campanadas lentas, de las cuales el viento sólo permitió oir la mitad, entró en el comedor tiritando el joven Dióscoro Ercilla, trayendo del brazo al buen cura D. Bernabé Gallostra, el cual parecía una galvanizada momia, entre los pliegues de su capa recia, bajo la cual se dió á luz al desembozarse el balandran pardo y grasiento, lleno de manchas rojizas en el pelado tablar del pecho, que no dejaban lugar á duda sobre que el digno pastor tomaba rapé.
—¡Qué noche!—dijo el joven Dióscoro.—Servidor de ustedes, señoras.
Les hizo una reverencia ridicula á puro rendida.
—Dios sea con todos—dijo el cura ajustándose el viejo gorrillo que fué de terciopelo.—¿ Y mi señora doña
Mariquita Luisa?....¿Y doña Pazita?.... Hoy esperé á ustedes en el confesonario.
—¡Como hacía tanto frió!—repuso María Luisa despues de contestar al saludo.
—Señora ¡Frió para ir al templo!—replicó Dióscoro metiendo sus manos delgadas, de largos tarsos y huesudos nudillos entre la melena negra que traia.—Es decir, que el cuerpo es más importante que el espíritu, y entre purgar éste de culpas y que aquél atrape un constipado.....
—¡Eh, eh, eh! ¡Picaro Dióscoro! ¡Siempre con sus cosas ! — repuso el padre Bernabé riendo con esa grave y sorda risa de viejo que más parece un gruñido.
Pazita no se habia sentado. Iba de mueble en mueble buscando su labor de aguja, perdida según costumbre.
—¡Tia Pazita! —dijo Justina, que cerca de su madre estaba en una silla.—Si el gato anda con el ovillo.....
—¡Barrabás!.... El Señor me perdone—dijo toda sobresaltada la mujer de jelatina.—Toma, toma, toma.
Tenía preso al gato, y con su mano, comparable á un ladrillo en que se hubiera cortado con un cuchillo la figura de los dedos, quiso castigarle; pero el insolente bicho de un salto se fugó, y desde la silla inmediata abrió y cerró los ojos y vibró la . cola, como diciendo en su vocabulario gatuno :
—¡Es V. una infeliz! ¡Tiene V. cabeza de elefanté y alma de marmolillo!
Cuando todos se sentaron en torno á la camilla con faldas de verde bayeta, la Pajaróla, que dormia en el portal, con la siniestra mano metida en una media azul y
una aguja enhebrada en la derecha, dijo con voz asustada de persona sorprendida en lo mejor de su sueño:
—¿Quién ? ¡ Allá voy!
Eran otros dos contertulios que llamaban al ancho porton: Lúeas Berrueco, el joven capitalista de Arijona, y D. Pedrito Gifedo, un antiguo mayorazgo, desamayorazgado y pobre, á quien de los característicos rasgos de su noble progenie quedaban sólo una inteligencia por demas obtusa y un mísero majuelo destrozado ogaño por la pkyloxera. Levantáronse Dióscoro y el padre Bernabé, y despues de unos minutos en que sólo se oyó el patear de los asientos removidos y el frotar de las manos de Gifedo, cruzáronse los saludos comedidos y pomposos de la aldea, donde la urbanidad es una institución olvidada de las clases bajas y conservada con exagerado celo en las familias preclaras y linajudas.
—Señoras y señorea—dijo Dióscoro—al pasar por la Zalea, donde me encontré al padre Bernabé, he visto más de cien franceses de los que van á trabajar en el ferrocarril.
—¡Ya han andado á palos diez veces con los del pueblo!—observó el Cura.
—Es decir, los del pueblo fon ellos — rectificó Berrueco.
—¡Mucho que sí! —añadió Gifedo.
El bueno de Gifedo no sabía decir otra cosa, y procuraba siempre, por no parecer mudo, añadir alguna afirmación á las opiniones por otro emitidas.
—Es que los del pueblo son unos mentecatos, unos salvajes—exclamó mesándose la melena Dióscoro.
—Mira, mira, tú, poetilla No nos cencerrees los oidos con tus tontunas Él pueblo tiene siempre razón ¡Traernos esas gavillas de hambrientos franchutes ! Quédense en su patria y no vengan acá á saciar el estómago.
—¡Mucho que sí! —añadió Gifedo.
La conversación rodaba pegando tumbos por la pendiente enojosa de la gacetilla popular. María Luisa, preocupada y triste, miraba la luz, encerrada en círculo de sombras por la pantalla que representaba una carrera de perros montados por enanos con traje de groom. La tarde habia sido de desesperantes inquietudes para la viuda. El escribano de Lugareda habíale enviado una carta con estas palabras escritas: «Venga V. en seguida; ocurren cosas graves.» Quiso ir sin pérdida de tiempo; pero el caballo estaba cojo, la tartana metida entre los tollos que la lluvia produjo en el patio, y no habia medio de hacer á pié la travesía. Ademas, el riachuelo humilde y servilón, que en verano apénas podia regalar el refresco á un escuadrón de cínifes sedientos, habíase crecido y envalentonado con el temporal, y asomaba sus ojos verdosos por el puentecillo, el cual temblaba de miedo de ser arrastrado, agarrándose á los peñotes, en que descansaba con sus manos de pino.—¡Qué inquietud! ¡ Qué desasosiego! No habia otro medio sino esperar, esperar al alba, y entónces en la tartana, á la cual engancharía Pacorro la muía de la huerta, que estaba ála sazón en el Tallar pastando, ir á Lugareda á ver qué nuevo fracaso la amenazaba. Muchas veces Justina llamó á su madre, haciéndola volver á la realidad desde un mundo imaginario, más triste todavía que el de sus desastres y disensiones familiares: el de su corazon, herido por mil penas sin nombre, mil presentimientos sin previsión posible. El sublime instinto de los niños habia dicho á Justina que algo extraordinario ocurría á su madre, y cerca de ella, con una mano entre sus manos y la cabeza recostada en el pecho que la dió el sér, permanecía, iluminado el rostro por la luz del quinqué, y mariposeando sus grandes ojos negros, bordeados de curvas y larguísimas pestañas plumosas.
—Pues mañana llega el ingeniero—dijo Dióscoro.
—Y me han dicho que se hospeda aquí...*. ¿Es cierto, doña Mariquita Luisa?—preguntó el Cura.
—No sé—repuso ella.—Pero acaso El Alcalde vino ayer á suplicarme que le ceda la planta baja de casa.....
Dice que necesita habitaciones grandes para poner las mesas de la oficina..... para los planos y ¡qué sé yo!....
Luégo trae consigo á su esposa porque su estancia será larga.
—¡Tiene esposa!—exclamó Dióscoro.
—Sí, una francesa, según han dicho hoyen la plaza— añadió Berrueco.—Se nos vendrá á dar tono á insultarnos con su lujo ¡Alguna perdida de esas de París!
—¡Caridad, hijo mió! —exclamó el Gura cerrando los ojos con gesto solemne.
—¡Qué caridad! Me sublevan la sangre estos ladrones de extranjís
—¡Ladrones! No diga V. eso, Berrueco—replicó con viveza María Luisa. — j Qué modo de recibir á los que vienen á hacernos un favor!
Por sus ojos habia pasado nna llama de indignación —para nosotros casi inexplicable hasta ahora—al oir la Brutal frase de aquel grosero Berrueco. Este era hijo de un acaudalado labrador del pueblo. Una temporada que pasó en Madrid, intentando estudiar y tratando mujercillas vulgares y gentuza viciosa, habíanle dado derecho, en su entender, á hablar con desden sumo de Madrid y sus cosas, y voz y voto autorizados para decidir que su pueblo era el único lugar del mundo donde las hembras tenían honor, honradez los hombres y riqueza la tierra. Su rostro era arrebolado, basto y grueso; ancha la nariz y muy movible, como hocico de res cerdosa, ya se alargaba con brutal acometida de trompa, ya se aplastaba para aspirar ruidosamente en los momentos de satisfacción, placer y triunfo. Llevaba con orgullosa presunción de burro engalanado para la feria un largo chaquetón de pana cortada, con forros de paño azul en los codos, y un complicado enredijo de alamares de seda en los botones y bolsillos.
Dióscoro Ercilla, á quien habia Berrueco llamado el «poeta», era alto, nervioso, pálido, demasiado moreno, y tan falto de los colores de la salud, que al verle pasar por las calles, embutido en su largo levitón de paño raido, con anchas zancadas de sus piés tortuosos y deformes, los chicos se escondían en las esquinas para gritarle :
—¡Don Tiricia!
Don Ictericia querían llamarle, haciendo epigramática alusión á su palidez cadavérica; pero la lengüecilla trapajosa y torpe de la plebe menuda de tal suerte dejaba desfigurado el vocablo científico.
Don Tiricia era pobre ¡y poeta para colmo de desventaras! Su tío, un triste capitan retirado, habíase llenado de deudas porque el maldito del vate siguiese una carrera. ¡Carrera! La del Parnaso era la que él apetecía. El birrete del abogado no acomodaba á su frente, modelada por Apolo para ostentar coronas de rosas. Sus manos no servían para manejar el cincel ó el martillo; los dioses las hicieron para pulsar «el plectro sonoro», como decia él. Lecturas malogradas é incompletas habían trastornado aquel cerebro, y sin vuelos para poder llegar á loco, habíase quedado en sandio. Todo era hablar de Víctor Hugo y de Los Miserables; todo recitar fragmentos del Diablo Mundo, y mentar á Alonso Erci-11a, de quien se llamaba descendiente en linaje social y espiritual. Quiso fandar un periódico semanal en Arijona; mas ¡oh inconcebible atraso! allí no habia imprenta. Con todo, no abandonaba él la idea de la publicación, y pasaba en claro muchas noches buscando nombre para su engendro. ¡ Ah! Si el rio de Arijona fuese de título sonoro y poético, si se llamara el Guad-el- Jelú, por ejemplo, ningún epígrafe mejor que el de El Eco de Guad-el-Jelú. Pero quién decia El Eco de Arroyo-Corambre? Hubiera creído Europa que por lo de corambre se trataba del órgano oficial de los curtidores y taberneros. Para salir del paso, ideó un rio imaginario, el Min-cio, y determinó titular su periódico, para cuando el Señor fuese servido de verle publicado, El Eco del Mintió, nombre cuya bien timbrada sonoridad y sin par armonía diputó él como la mejor ocurrencia de su ilustre vida de genio postergado.
—Es notable cosa— afirmó Dióscoro —que aquí despreciamos sieippre á lo que viene de fuera. A fe que Víctor Hugo.....
—No Víctor Hugo—se apresuró á interrumpir el Cura.—No Víctor Hugo, que es un impío y hereje, un hombre condenado, sino la Santa Palabra lo dice: «Al que venga de fuera hazle un lado en tu lecho; ponle paa y sal en tu mesa. »
—¿Han oido ustedes?—dijo Dióscoro, prestando atención á lejanos rumores.
Habíase levantado, y volviendo la cabeza del lado de la ventana, escuchaba interrogando al silencio.
—¿Son truenos?—preguntó Justina.
—Son campanillas—dijo el sacerdote.
—Son tiros y cascabeles de un carruaje—afirmó Berrueco, abriendo desmesuradamente sus ojos, llenos de estúpida curiosidad.
Acercóse á la ventana, y abriendo un postigo de su viejo maderaje despintado y crujiente, miró al campo. Era la noche oscura, y gruesas gotas de agua caían sobre los cristales, adquiriendo brillante claridad al encontrarse allí con la luz que de la lámpara venía.
—No se ve nada—dijo.
Sonó otro tiro, y los cascabeles cada vez más cerca se escucharon. El viento no dejaba de subir y bajar del llano á las lomas, trayendo y llevando los ruidos, como un perro juguetón que trae y lleva á su dueño las piezas muertas. En aquel gran espacio de horizonte negro lejanas llamas se movían, rutilando en la noche como estrellas caídas del cielo, Arroyo-Corambre parecía la voz del paisaje invisible, cantando y gruñendo al desligarse entre obstáculos, dividido por la presa de la fábrica y el saltq de agua del molino.
María Luisa se levantó también, y Justina, cogiéndose con ambas manos á una de su madre, manifestó terror sumo.
—¡Es que matan á álguien?—preguntó con voz de espanto Justina.
—No, hija mia Serán petardos de la mina.....
Pero Berrueco meneó la cabeza para decir que no eran petárdos de la mina, sino tiros de escopeta. Para que se aumentára el susto de María Luisa y de su hija, de la parte del pueblo llegaron sordos rumores, como de mu-dios piés que corren sobre piedras, y gritos velados por la distancia y aminorados por la interposición de las masas de agua que arrojaba el cielo.
—Algo pasa—balbuceó la Viuda.
—Sí, algo extraordinario—dijo el Cura.
Doña Pazita no podía experimentar ni curiosidad, ni temor, ni sentimiento alguno vivo y penetrante. Su cuerpo de gelatina quiso, sin embargo, asociarse á las palabras de las demas personas, y se levantó, dejando la calceta en el suelo, donde Gedeon la recobró con grande alegría y muchas carrerillas de medio lado. Era un malvado Gedeon ; y miéntras doña Pazita se asomaba á la ventana, él, echándose patas arriba, y cogiendo el ovillo entre las cuatro zapatillas de terciopelo, pareció decir á la impasible devota: « Entre V. y yo hacemos la calceta. Usted hace los puntos y yo las marras.»
—Cierre V. la ventana—exclamó María Luisa.—Sin duda los trabajadores del ferro-carril andan á tiros con los del pneblo.
—No sería extraño—afirmó Berrueco .sin cnmplir la orden de María Luisa, antes bien, asomando toda la cabeza hácia el pueblo para inquirir los rumores de gritos y pasos precipitados que seguian oyéndose. — Esta tarde andaban los ánimos ¡vamos, que habia hombre capaz de comerse á Napoleon! Si ellos han dado tanto así de motivo no respondo yo de nada.
—¿Y ese carruaje que oian ustedes?—preguntó María Luisa con honda expresión de anhelo.
—Ya no se oye, añadió el labrador. Debe estar dando la vuelta por el egido ¡Ira del pueblo! ¡Buena ocasion de llegar si andan á trabucazos!
El poeta desató su lengua eü una sarta de improperios contra los salvajes que se portaban con los conductores de la civilización peor que los salvajes de Abisinia con los misioneros ingleses. Juró por Marte, y puso á Hércules por testigo.
Justina, despues de sufrir en cinco minutos un terror indecible, cuando la ventana cerró y tornaron á sentarse sus tertulianos, sintió un profundísimo é invencible deseo de dormir. Sus nervios débiles vibraban un instante, como si de ellos una mano cruel tirase, y luégo pedían compasion y sueño y descanso. Lo mismo para la risa que para el llanto, lo mismo para las explosiones de alegría que para las del disgusto, el temperamento pobre y la idiosincrasia de Justina tenían juntos la animación de la locura y el desaliento de la muerte. Un dia—era por la primavera—vió pasar delante de ella, en la huerta, flotando en la atmósfera, un milano, que el aire había arrancado de su cárcel de hojas de llantel. Era un juguete de pluma, un volante del juego de raqueta de los ángeles. Justina le persiguió riendo á carcajadas. Iba ella en pos de él como si la arrastrára por virtud del sortilegio con que la belleza arrastra al candor. Cuando le tenía ya cogido, el mismo aire que hacía con las manos para atraparlo, juntándolas prontamente, impulsábale más allá. El sol jugaba entre sus hilillos trémulos de seda, y una gota de rocío que colgaba de uno de ellos parecía la pupila diamantina de aquel frágil sér de pluma y aire. Dió una vuelta entera por el ‘ plantío de los tomates, llevándose siempre detrás las manos y la carcajada de la niña. Despues atravesó entre los rosales y escaramujos. ¡ Maldito contratiempo!
¿Quién se metia por entre tales muros de zarzas y pinchos ? Sin embargo, Justina, que tenía caprichos duros y era terca en sus resoluciones, se echó valerosa entre los zarzales, y las manos con uñas de las rosas la aprehendieron, agarrándose á su delantal y á sus pantalones. «¡Quieta, quieta aquí, revoltosuela!j», decían los brazos de un escaramujo, liándosele en la cintura cual una culebra. Y al mismo tiempo, como escaramujo galante que era, ponia ante sus labios una florecilla roja y uno de sus frutos aromados, del color déla sangre. El milano se detuvo allí también, buscando un túnel en aquella espesura, y pasó saludando á las zarzas, sus tías maternas en Flora. Justina le veia huir. ¡Ah picaro milano! No, no has de escaparte. ¡Un esfuercillo y pasas, brava Justina! ¡ Has! ¿Qué es eso? ¡ Ay, Dios mió! Te has dejado medio delantal entre las rosas. Esas señoras son capaces de todo por vestirse de nuevo. ¡ Es tan vanidosa la hermosura! Justina salió por fin, riendo todavía, con el rostro arañado y las trenzas llenas de hojas secas, que luégo se desprendieron, cayendo á tierra. El milano se dirigió á la noria; apoyó sus alas de espuma en los verdosos maderajes de ella; miróse en el negro espejo del fondo, que se rizaba al caer alguna partícula térrea de las paredes, y sin vacilar un momento, se dejó tragar por aquella tumba. Prius mori quam foddari! Antes la muerte en el pozo que la vida éntre las manos de un sér caprichoso y veleta. Justina detuvo su risa, asistió al suicidio del milano, y luégo se dejó caer en el suelo, junto á la empalizada de la noria. Experimentó ánsia de llorar primero, y un sueño pesado despues. Su sueño era una especie de fiebre mansa, que haciendo descansar su cuerpo, le quemaba en un fuego lento. Al levantarse del lecho estaba pálida, encerrándose sus ojos en una suave sombra azulada. ¡ Dolencia sin remedio, que iba dentro de la sangre como la tormenta dentro de la nube!
Aquella noche ocurrió así. Oyó primero tres cuentos que la Pajaróla le dijo sin omitir ninguna de las fórmulas que es uso en ellos, desde lo de: «Pues señor, en mi pueblo habia un viejo, y ese viejo me dijo, etc., etc.», hasta lo de «el bien y el mal, para quien le vaya á buscar; yo estoy en mi casa, y el cielo no baja, y colorín, colorado, por el humero se ha marchado», con que acostumbra á sazonar la musa del pueblo esas historietas. Rióse hasta más no poder con la aventura del
Cojo de Cantimpalos, cuando las muletas se empeñan en correr más que él y lindamente lo llevan en tin galope á los mismos infiernos. Rióse como ella solia: con su boca y con sus ojos, con su cuerpo y con su alma, palmoteando y ahogándose, dando patadillas en el suelo y echándose adelante y atras, enloquecida por el dios déla carcajada. Y ahora ¡se sentía tan cansada, tan triste, de tan negro humor! Hubiera querido que todas aquellas gentes se marcháran y quedarse sola con su madre, subírsela al regazo, enlazarla con los delgados bracitos sin vigor ni salud, besarla en los ojos, en los labios, en el cuello, y luégo en el seno, donde no muchos años ántes habia bebido la dulce vida de la lactancia. En las negras tristezas de Justina sólo Ja consolaban estas caricias de amante más que de hija. Un ánsia de que su madre fuese sólo para ella la acometía y dominaba, y sintiéndose en sus brazos, se sentía feliz, mas con el temor de despertar en la cuna, léjos del aliento de María Luisa. Era su cariño. filial como el de los místicos á Dios; cariño que tiene algo de idolatría y algo de sentimiento egoísta, por el cual se busca la posesión absoluta de aquella esencia que se respira, de. aquella entidad que nos enamora, de aquella luz ante la cual se queman los ojos mirándola. Hay místico que querría que no existiese Dios más que para él. Por tal manera Justina deseaba que su madre sólo tuviera realidad corpórea para ella.
Los rumores de lejana contienda habían cesado, ó se perdian entre el ruido de las aguas que caian. Por un capricho de la luna, se dejó ver su luz en un jirón de nube, y rápido cual un fantasma, pues muy presto volvió á cubrirse, surgió el paisaje mojado, los árboles sin hojas, relucientes como manojos de varas de cristal unos y como correas de charol otros; las ondulaciones del terreno, erizadas de zarzales y retamas, y la torre bizantina de la iglesia de Arijona, sombría y triste entre los pardos pliegues de su manto hecho de musgo y años.
—¿Nada se oye?—preguntó el Cura, que era algo tardo en las funciones auditivas.
—Todo se acabó, señor Cura—dijo Berrueco;—lo que ha sido, ya se remató. Y colorín colorado, como dice la Pajaróla. Fuera el miedo, Dióscoro.
—¡Miedo yo! ¡Hombre! Sí; en verdad que no he nacido para pelearme—repuso él;—Apolo no iba nunca á las aventuras de Marte, y Horacio, Horacio Pero tú no sabes quién es Horacio, ni....
—Ni me hace falta.
No del todo tranquilos el Cura y Dióscoro, y algo inquieto por la curiosidad Berrueco, permanecieron allí algún tiempo más. Luégo se despidieron y marcharon.
—¿Viene V., señor Gifedo?—dijo Berrueco al hidal-guillo.
—Sí, sí voy—respondió éste.
Iba temblón, volviendo la cabeza, tropezando con los muebles, trémulo y lleno de horroroso pánico.
—¿No habrá peligro?—preguntó el señor Cura cuando salieron al campo.
XII
En silla de postas.
No era precisamente silla de postas, sino un birlocho desgobernado, con cuatro desniveladas ruedas, que rodaban torcidas por estar mal encajadas en los chirriantes ejes, lleno de barro hasta la capota, el que puso en con-mocion al puente de Arroyo-Corambre al atravesar al paso de dos muías los agujereados tablones que le formaban. El sucio farolillo que pendia de la capota, protegido por una alambrera dorada, alumbraba á trechos el camino, quebrando su luz en las charcas que se la echaban unas á otras como gnomos negros jugando con un haz de rayos «Je sol. Las bestias flacas, con una arroba de pelo en cada pata y una arroba de lodo en cada arroba de pelo, tiraban con heroico empeño de la caja, ya vadeando arroyos, ya metiéndose por sembrados para evitar los baches de peligro. Sus lomos sudaban, á pesar de la lluvia, y vapor fumoso salia de ellos. Cuatro mortales leguas traian de caminata, cuatro mortales leguas por un país de lodo y piedras, donde no era posible andar sin la paciencia de Job y la resistencia de Anteo. Las muías no po'dian ya más. Echaban*el alma por la boca, y el sudor por todos los pelos de su puerpo magro, constelado de mataduras.
—¿Será posible que no lleguemos nunca?—dijo una voz femenina, aguda y musical como canto de pájaro.
Sonaba esta voz dentro del carruaje, y sus últimas palabras salieron al exterior con una oleada de perfumes de opoponax y heno, porque la ventanilla se abrió súbito, con gran estrépito de maderas desencajadas y vidrios vibrantes. Una cabeza de hombre se asomó y dijo con voz recia y brusca :
—Tio Requilorio, ¿está V. seguro de que por aquí vamos á Arijona?
El tio Requilorio tosió, carraspeó, escupió, limpióse los labios húmedos con el dorso de su mano áspera, y luégo repuso:
—Señorito de mi alma, ¡si estoy seguro! Como que me han nació los dientes arreando ganao ende aquí á la Sierra de Trempez.
Era el tipo clásico del mayoral, á quien los ferro-car-riles*han puesto en fuga de los países civilizados.
La pregunta que el caballero le dirigió se repetía cada media hora, así como un grito de mujer asustada, que á cada tumbo del carruaje salia del fondo oscuro, entre mantas y pieles, de unos labios descoloridos y delgados, y en los cuales una tos molesta dejábase escuchar frecuentemente. El caballero sacó de nuevo la cabeza para mirar el cielo sonriente en medio de las nubes. Llevaba gorra de viaje de terciopelo negro, y una piel de liebre rodeando el cuello y la barba. Sus ojos eran muy vivos, castaños, rasgados con gracia y entoldados de morenas pestañas y cejas delgadas y brillantes. La nariz, aguda y bien proporcionada entre una frente ancha y una boca correcta, hablaba de un temperamento sensual, dando simpática franqueza al conjunto. Escaso bigote sombreaba el labio, contribuyendo con la muesca de la barba partida y cierta vaguedad en el mirar á que tal semblante poseyese no sé qué gracejo infantil, á que servia de contraste la pensadora frente, de espaciosas entradas.
—¿Me permites?—dijo á su compañera.— ¡Otro ci-garrito voy á fumar! Echaré el humo por la ventanilla para que no tosas.
—Haz lo que quieras — repuso la sutil y fina voz, que parecía salir de una flauta de cristal.
—¡Quéviaje, pobrecita Enriqueta de mi alma! — exclamó el caballero echando mano en su hondo bolson de su cazadora á los trebejos de fumar.—Debes ir medio muerta, aburrida.....
—¡Cansada sí voy! Pero aburrida Bien sabes que no.....
Habia inflexiones de ternura en su voz, y expresión de coquetería en sus palabras. La mujer coquetea en la luz con los ojos, y en la sombra con la voz.
—¿Habrá recibido mi padre el parte que pusiste éa Guadalajara?
—Sí Es decir; debe—respondió el viajero aspirando el primer aliento de un papelillo, cuya brasa se reflejó en un brillante que llevaba en su mano derecha la dama de la sutil voz.
No hacía falta verla para saber que era bonita. Eso lo decían su modo de hablar, su actitud y sus manos.
Una de ellas fué á buscar la que no ocupaba con el cigarrillo el viajero.
—Esto no es mano — afirmó él; — es un pedazo de hielo.
Y besó el pedazo de hielo.
Veíanse á lo léjos llamas de copiosa fogata encendida bajo la lluvia, y de que salían raudas columnas de humo al mojarse. En torno de ella movíanse grandes sombras de figuras humanas, que prolongadas por la proyección, llenaban todo el campo visible. Aquellas gentes bailaban, agitando piernas y brazos locamente, como poseídos, juntas las manos y oscilantes las cabezas. En la sombra parecían un corro de gigantes celebrando las bodas de Overon y de Titania.
—¿Has oido?—exclamó de improviso la dama, despues de puesta atención. — Cantan, cantan ¡Oh, qué gozo!.... Cantan en francés.
Es verdad, cantaban ¡fenómeno singular! una copla francesa, ¡una copla francesa en el riñon y entresijo de las Castillas! diciendo entre alaridos :
Y en tono más bajo, dando con renovada celeridad nuevas vueltas, gritaban :
Distinguíanse las llamas aparecer y desaparecer bajo sus piés, y todo el horizonte estaba lleno de sombras quiméricas, y todo el aire de ecos, sonoros y descomunales baladros.
—Son los jornaleros de Perpignan—dijo el del cigarrillo. — Deben haber llegado ayer. Ya me esperan. Ya hago falta.....
Luégo, mirando al corro movible y saltón de sombras, murmuró en esa voz baja, que diciendo quedo las palabras, quiere que sean oídas léjos :
—¡Sed bien venidos, camaradas, amigos, hermanos!
Era bu tono el del entusiasmó. Acordándose de los largos meses que habia pasado con aquellos bravos trabajadores en las minas de Carcasse y en los terraplenes de Mireboix, haciendo túneles y niveles, no podía mé-nos de experimentar un placer íntimo, encantador é interesante al verles de nuevo. ¡Ah! Entonces no dormía él, pensando en aquella divina Enriqueta, que ahora le acompañaba. Miéntras el carruaje tomaba la vuelta del Tallar para entraren el pueblo, los dos esposos hablaron de ello.
—¿Te acuerdas, Genaro?—decia Enriqueta.—¡Todos los dias una carta tuya llena de pájaros pintados y de flores de tinta!
—Sí, y tú me decías: « Ménos pájaros y más amor.»
—¡Qué tonta!
—Entonces apénas sabías el castellano. Me escribías en francés.
—Y tú me contestabas en castellano, amenazándome con olvidarme si no aprendía la lengua de tu país.
—Fué una lucha graciosa: tú defendiendo el francés y yo el castellano.
—¡Tú triunfaste, picaro!
Nuevamente el brillante que llevaba Enriqueta en su linda mano fulguró cerca de la lumbre del cigarrillo. Diríase que habia allí dos fumadores con sus dos pitillos encendidos. Genaro fumaba con ánsia, como respira el hombre medio ahogado, y despues de sumirse sus mejillas para extraer del tabaco el humo, arrojaban los labios una sutil columnilla azulada, que salía por la ventana del carruaje. Iba por demas distraído, como si el recuerdo del negro paisaje, desde mil puntos distintos, solicitára su atención y su ínteres. Algunos años ántes, cuando estudiaba en Pamplona, por aquellos descarriados senderos habia pasado muchas veces, á lomos de un desvencijado cuartago de su tio; y en Junio, concluidos los exámenes, una tarde fué con la alforja llena de violetas y agavanzos, cogidos, miéntras merendaba, en las márgenes hubérrimas de Arroyo-Corambre. Era una resurrección de la vida pasada, producida por la contemplación de lugares olvidados ya y como muertos en su memoria.
Llevaba Genaro más de ocho años dando vueltas por Europa y América, sin asiento fijo, ansioso de acabar una obra para empezar otra, reformando las imperfecciones del globo con su cartabón y su nivel de agua; abriendo agujeros en los montes y llenando con crestas de montañas valles hondísimos. La idea del hogar ambulante empezaba á cansarle. ¡Cosa más triste! ¡Siempre con los trastos á la espalda, haciendo amigos para dejar de verlos cada seis meses! Estaba decidido á no salir más de España. Ya que la suerte le habia sonreído, pensaba comprar una casa en la Yierzosa y establecer allí su residencia, echando junto á su cuna profundas raíces de roble secular. Enriqueta anhelaba también vivir tranquila, y por más que no le gustase gran cosa el meterse en un mísero poblacho, llevaba con agrado el sacrificio, por no verse separada de su marido años enteros. Desde que se casaron apénas vivieron juntos seis meses. El ferro-carril, que une á los seres distantes, separaba aquellos dos cuerpos de continuo.
—¡La locomotora! —decia Enriqueta dejándose llevar de su imaginación pueril y de sus dolores mimosos de niño contrariado—me parece un gran demonio negro que se empeña en hacerme desgraciada, y lo conseguirá Yiene por tí; te agarra con sus manazas tremendas, que son unos tenazotes de hierro, y te me arrebata cuando más gjisto tengo yo en estar contigo.
Otras veces decia:
—Miéntras tú haces túneles por esos mundos de Dios, el dolor está haciendo un gran túnel en mi alma.
Así fué que al términar Genaro el ferro-carril de Landácara decidió que su mujer no se apartára de él nunca, y que, acompañándole á Arijona miéntras durasen las obras del ferro-carril directo, lográran vencer— esto lo decia Genaro riendo—los artificios de aquel demonio llamado por Enriqueta locomotora, que tanto empeño tenía en separarlos. Iban, pues, en el fondo de aquel carruaje como en las plumas de un nuevo nido, enamorados y cariñosos, gustando la miel de una reuacida luna apasionada, con dulce ansia el uno del otro, sembrando el camino de besos y sazonando las molestias de tan fatigosa marcha con las blanduras y delicias de su propia felicidad.
De repente el carruaje se detuvo en firme, oyéndose entonces el resoplar cansado de las muías, que con ahogo ijadeaban.
—¿Qué pasa, Requilorio?—preguntó Genaro.
Y asomando la cabeza por la ventanilla, vió las zancas corvas y torcidas del mayoral descender del pescante y meterse en un charco navegable del camino.
—¡Señorito de mi alma!—repuso Requilorio—que el ganao va que no pué más. ¡Las aguas han puesto el camino peor que arrancao! Voy á dejar un poco de respiro á la muía vieja, que está echando el bofe. Pronto seguirémos.
Encontrábanse tan cerca del pueblo, que casi le tocaban con la mano. Las luces y llamaradas del hato de obreros franceses no se veian ya. En cambio, más de mil resplandores de luces domésticas brillaban en el fondo negro de Arijona, yendo de una en otra ventana, apareciendo y desapareciendo como procesiones de insectos de luz sobre un manto de terciopelo. De pronto oyeron galope de caballos, cuyos cascos, ora sonaban reciamente en las piedras, ora con turbio chapoteo en l6s charcos. Junto al carruaje pasaron volando dos jinetes.
—¡Yayan con Dios!—gritó Requilorio, que envolviéndose la cabeza en su bufanda de lana, pasaba una mano por el lomo de una de las muías.
—¿Quiénes son?—dijo Genaro.
—La Guardia cevil Algo pasa.
—¡Dios mió!.... ¿Qué sucederá?—exclamó Enriqueta, tomada del más espantable miedo.
Oyóse un tiro, luégo otro, y las montañas los repercutieron, multiplicándolos. Parecía que unas á otras se arrojaban el sonido, jugando á la pelota con las ondas sonoras. Grandes vociferaciones y gritos llenaron el aire; pero no alegres como ántes, cuando los obreros de Perpignan entonaban su himno canallesco, sino lúgubres, como de reyerta desaforada y terrible. Genaro escuchó, escuchó con ansiedad. Enriqueta no escuchaba ya. Sentíase morir de miedo, y abrazando á Genaro, abandonáronla todas las fuerzas.
—Vamos, ande V. á escape—dijo éste al mayoral.— Vamos al pueblo.
Luégo trató de desvanecer el miedo de su esposa lo mejor que supo, con lo único que podia infundirla serenidad: con caricias.
Rodó*el mal gobernado carricoche, y cuando llegó á la entrada de la calle del Arganzuelo, un grupo de gente se acercó á la ventanilla. A la luz del farol que de la capota del carruaje pendía pudo ver Genaro una cara sonrosada y grande, un sombrero de copa de antigua moda y alas descomunales, y una mano que, temblando, se acercaba á las referidas alas para saludar :
—¿Es V. el señor Ingeniero Jefe?—dijo una voz debajo del sombrero.
—Servidor de V.—respondió Genaro.
—Yo soy el señor Alcalde—replicó ceremoniosamente el del sombreron, dándose á sí propio tratamiento.— Puede V. bajar. Tendré el honor de conducirle á su alojamiento.
—Pero ¿qué ocurre? Hemos oído tiros.....
—Señor Ingeniero Jefe Un conflicto lamentable.....
Los operarios del ferro-carril han tenido una gran disputa con unos labradores del pueblo á quienes hemos desposeído de sus fincas con arreglo artículo ( detúvose porque se le habia olvidado el artículo, y él deseaba dar una muestra de erudición ), un artículo de la ley de Expropiación Pero no tema Y Esa señora puede tranquilizarse Desciendan, desciendan ustedes, y entren con buen pié en esta hidalga tierra en esta hidalga tierra, que anhela ocasion que anhela ocasion de expresarles su gratitud, así como á la Compañía así como á la Compañía por el bien que les proporciona el tren directo......
Detúvose para tomar aliento el señor Alcalde, y ya á esta hora habia conseguido desencajar el pes.tillo de la portezuela y el sombrero fenomenal y absurdo de su no ménos absurdo y gigantesco cráneo, y haciendo una torpe reverencia, añadió, (depuesto ya el tono de perorata de su salutación:
—La casa donde he buscado alojamiento para el señor Ingeniero Jefe, aunque modesta, es holgada La planta baja de una casa apartada del pueblo He cumr piído creo que he cumplido con esto las órdenes del señor Gobernador civil de la provincia. El carruaje no puede seguir por aquí Es preciso ir á pié Para la señora es mucha molestia.
Quiso informarse Genaro de lo ocurrido á sus obre-tos ; pero no consiguió saber la verdad, porque el Alcalde comenzaba siempre un discurso sin fin posible, y sudando con los esfuerzos de su difícil elocuencia, tenía que renunciar á concluir la explicación comenzada.
Cruzaron várias calles seguidos del carruaje y volvieron á salir al campo. Iban delante dos alguaciles llevando antorchas, detras Genaro, en cuyo brazo derecho se apoyaba Enriqueta, y á su lado el señor Alcalde, muy preocupado con dar á su persona voz, palabras y ademanes solemnes.
XIII
Instalación.
—Señor Alcalde, yo no me niego á hospedar en mi casa á esos señores pero la planta baja, única disponible, carece de comodidades y abrigo: está sin ventanas, sin cristales, las puertas no encajan Mejor será que les busque V. más decente hospedaje.
Asi habia dicho María Luisa al señor Alcalde, siempre que éste le indicó la necesidad en que el Gobernador de la provincia le habia puesto de disponer una casa para el Ingeniero Jefe de la línea férrea en construcción. Pero la digna Autoridad contestó siempre con evasivas, y cuando ocurrió la escena que acabamos de narrar, dando una prueba elocuente de sus condiciones de mando, condujo á D. Genaro Insausti y su esposa á Casa-Arijona, con no poca sorpresa de María Luisa, que no habia dado aún su consentimiento definitivo á las indicaciones del Alcalde.
Vióse, pues, Casa-Arijona en pocos dias invadida de mundos, cajas, paquetes y muebles. Carretas de bueyes conducían desde el apeadero de Tres Empalmes todo el menaje de la nueva casa, cuya destartalada proporcion se llenó de mil cachivaches científicos, teodolitos, planos, tableros y cartones con mapas orográficos. Yino dentro de una enorme jaula de listones un objeto raro, que al ser removido por los gañanes y arrieros se quejaba sordamente, y que fué instalado en la habitación de Enriqueta; se le arrancaron las tablas que le protegían de contusiones, y resultó ser un piano. Aun cuando la casa estaba en una situación de desorden espantosa, Enriqueta, al ver allí su querido piano de Pleyel, olvidóse de todo, y alzando la reluciente tapa, cuyo negro barniz de laca copió sus bellas manos, dejó correr éstas por sobre las teclas, arrancándolas dulces gritos con que parecia el elegante instrumento expresar su júbilo de verse libre de la oscura encerrona. Dos horas estuvo tocando, y fué preciso que Genaro la llamára para que detuviese el veloz andar de sus ñnos dedos sonrosados.
—¡Ay qué frió!—dijo entonces ella sin alzarse del taburete y acercando sus dedos hechos un manojo á su boca para calentarlos con el aliento.
—Hija mia, tenemos que subir á visitar á nuestra huéspeda. Hemos llegado anteanoche y áun no hemos cumplido ese deber—dijo Genaro.
—Subirémos, subirémos — contestó ella con disgusto.
Y luégo, mirando á las teclas, añadió :
—Volveré pronto á vosotras, pobrecitas teclas, aunque estáis heladas y duras y cuesta un atroz trabajo haceros subir y bajar.
Levantóse y puso sus ojos en los de Genaro.
—¡Ay qué viaje! No se me quitará en todo el invierno el constipado. ¡ Qué agujetas, qué cansancio! ¡ Soy un puro dolor! Aquel quebrantahuesos que nos trajo no es un coche: es un aparato de moler gente.
Genaro, sin oir sus palabras, se asomó á la ventana y miró al campo. Aunque el sol bañaba toda la extensión visible, no habia podido derretir la escarcha, y matas, hierbas y árboles ofrecían el aspecto de objetos de cristal deslustrado.
—Cuando llegamos y supe el nombre de la dueña de esta casa, pensé saludarla en seguida. Ya te dije Es una antigua- amiga..... Hasta creo..... pero de esto no estoy seguro..... hasta creo que tuve con ella así como conatos de amoríos ¡ Tenía yo bien pocos años!
—Amoríos Pues me hace bien poca gracia, señor marido.
—¿Yas á sentir celos?
—Yo, yo ¡Yo celos! ¡Yo no sentiré celos nunca!
¡Estoy tan segura de tu cariño! Es que tú me tienes que querer aunque no quieras Esta es una idea que se me ha ocurrido muchas veces, y que pareciendo una grandísima tontería, es, sin embargo, verdad A pesar de todo, eso de vivir tan cerca de una antigua novia.....
—¡Bah! ¡ Una novia de los quince años! ¿Quién se acuerda de eso?
—¡El primer amor! '
—Es el más desdichado. Muere de ilusiones, se ahoga de ilusiones Es' un muchacho enteco que se alimenta de rosas y fallece por respirar demasiado aroma Ademas, esto no fué ni ese amor siquiera.....
Enriqueta se envolvió cuidadosamente en el mantón que la abrigaba, y metiendo el lindo hociquillo entre los pliegues del rebozo, dijo despues de una breve pausa llena de enojosos pensamientos:
—Lo único que me quita el miedo Porque á pesar dé que todo eso que has dicho es mucha verdad, yo tengo miedo de que me olvides Lo único que me quita el miedo es que esa María Luisa sera una lugareña basta.... Sí, bien segura estoy de ello. Ha de tener una cintura como una tinaja y unas manos gordotas y feas.....
—No han de ser como esas—dijo sonriendo D. Genaro al tiempo que cogia una de las de su mujer.
—Y vestirá muy mal Y llevará siempre un pañuelo de 6eda de color chillón en la cabeza ¿ Y el peinado? ¡Dios mió! El peinado será de seguro ese feo rodete que es aquí uso, y que da á las mujeres el aspecto de perros de aguas con las orejas sin esquilar, abrumadas de ricillos de lana.
—Y aunque se peine bien y se vista con elegancia, y tenga cintura de culebra y ande con garbo ¡cómo ha desertan bonitísima como tú. Pues qué, ¿eso es fácil?
Yén á mirarte al espejo.....
Don Genaro sentía renacer en su alma de cuando en cuando aquellos dias de la luna de miel que.la ausencia habia matado tan pronto. Entonces le admiraba la belleza de Enriqueta, y parecía asombrarle el que hubiera pasado quince dias sin hacerla comprender el hondo efecto que le causaba. Dicen los papeles de donde mi puntual relación se va sacando, que en tales renacimientos del amor más parte gozaba el cuerpo que el alma, y así se explica—por más que yo no acepte la responsabilidad de tan trascendental juicio—quede ellos sólo quedára en el Ingeniero un leve recuerdo grato, así como el gusto escaso que deja en los labios el sorber un licor evaporado y sin aroma. Lo indudable es que don Genaro se declaraba asimismo en esta época de nuestra historia más enamorado que nunca de Enriqueta. Ella habia abandonado su patria, su familia, el vivir lujoso de su casa de Orleans, donde su padre tenía una gran fábrica de hilados. Ella se habia aventurado á un largo é incómodo viaje por seguir á su esposo. Fuera éste un vil sujeto, un mal hombre, un indigno caballero, si no procurase vencer su carácter ensimismado y distraído, dado á pasarse cuatro y cinco horas sin hablar palabra, y si no intentára ser más expansivo, más dulce, más apasionado y efusivo con la pobre muchacha. «Yo la amo mucho, eso es indiscutible, pero me cuesta trabajo repetírselo. ¡ Parece una cosa tan necia andarse un hombre serio echando piropos á su mujer!»—Así se decia él intimamente.—Otras veces pensaba: «Creo que los esposos deben fundar su felicidad en mutuo respeto más que esas monadas ridiculas de enamorados de novela. Sin embargo, ¿quién infunde estas ideas á una mujer? Nos educamos los hombres ó en la loca vida de la disipación ó en un retraimiento estudioso y honrado. En el primer caso llegamos al amor sin perfume, como llegan las flores al otoño. En el segundo caso llegamos al matrimonio con una gravedad circunspecta demasiado séria y profunda, y no podemos entendernos con nuestra mujer, que ha de ser por naturaleza y educación sencilla y frívola, j» Cuando advertía en Enriqueta señales de disgusto le decia: «¿Estás triste? No te lo pregunto; lo sé. Pero no debes estar triste porque imagines que te amo ménos. He estado cuatro dias sin hablarte sino escasas palabras. He faltado, en verdad; pero es falta de forma y de carácter. Soy así: me meto dentro de mí, y ¿quién me saca al mundo? Mas óyeme, y graba en tu memoria estas palabras: Si no pienso en mis cosas, pienso en mi mujer. Yo no salgo de mí sino para ir á tí. 3» Habia tan hermosa franqueza en estas razones, bien que fuesen un poco sutiles, que áun cuando Enriqueta tenía mil argumentos y dudas que oponer á ellas, se callaba y volvía á sonreír contenta en absoluto, porque es digno de notarse que al lado de aquel hombre tan reservado, que guardaba en su alma eternamente recuerdo de todos sus sentimientos y de todas sus ideas, puso el Señor una mujer de ánimo tan versátil, que para que un alto castillo de razonamientos diese en ella un gran vuelco y se hundiese aplastando muchos propósitos, no habia sino enviar un ligero soplo del aire. El alma de Genaro edificaba sobre piedra. El alma de Enriqueta, sobre nubes.—Sobre piedras habia edificado Genaro su firme decisión de vencer su carácter y trocarle de reservado en expansivo respecto áEnriqueta. «¡Sería una atrocidad el causar su desgracia por no decirla cosas que siento. ¡ Si no la amára vaya!.....¡ Pero si la amo! La luz está en el horizonte. Para verla no hay más que abrir la ventana. ¿Voy a hacerle creer que es ciega por no tomarme el trabajo de romper el vidrio negro que se interpone entre sus pupilas y el sol? ¡Caiga, caiga ese vidrio hecho cincuenta mil añicos! ¡Entre la luz! Si no existiese sería preciso inventarla, ¡pobre Enriqueta! por hacerla feliz.»
De una en otra idea fué así el ánimo de Genaro, hasta que una idea de ternura, poniendo en vibración la cuerda correspondiente del lenguaje humano, hizo decir á su boca :
—¿Cómo hade ser tan bonitísima como tú? Pues qué..... ¡es eso fácil! Yén á mirarte al espejo.
De la mano tenía cogida á su mujer; condójola al espejo del tocador, y haciendo girar éste en sus goznes hasta colocarle con la debida inclinación para que recibiese y copiára la faz de Enriqueta, mantuvo en aquella postura el redondo marco, que encerrando el rostro reflejado en el azogúe, parecía el marco de su retrato.
Dijo luégo :
—¿Ha de tener esta barba partida en dos mitades con tanta gracia? ¿Ha de tener esos dos ojos de color de oro, tan bonitos, que no los he visto iguales ? ¿Y nariz tan fina? ¿Ypestañas tan rubias? Míralas, míralas,, porque si no te miras á tí propia, no vas á saber nunca lo que es una cara preciosa ¡Oh, Enriqueta mía, niña de mi alma, yo te adoro! Yo soy tuyo, todo tuyo, sin que haya aquí dentro—y dio un sonoro golpe en el cráneo—sin que haya aquí dentro un solo átomo de vida que deje de hablarme de tí.....
—No—exclamó ella profundamente complacida—no soy bonita, pero si tú me quieres, desafio á todas las mujeres bonitas á quién es más feliz.
Genaro se apartó de sn mujer y buscó su sombrero sobre los muebles.
—Vamos—dijo.—Subimos, y en un instante dejamos despachado este detalle de urbanidad. Seguro estoy de que simpatizarás con María Luisa. Mucho ha de haber cambiado para haber dejado de ser amable y á la buena de Dios. Y me alegraré de que te agrade porque si no, ¡ qué soledades más horrorosas vas á pasar en esta sala! Mañana empiezo mis paseos. Con el alba, á caballo, y trotando trotando hasta la noche. Dormiré algunas bajo la tienda de campaña ó en algún mesón desolado de los pueblos limítrofes. Siempre pensando en tí; pero siempre separado de tí ¿Qué harás tú entre tanto? Como si lo viera. Leer esas novelas que te manda tu madre, tocar el piano, cuidar los pájaros y aburrirte.
—Sí, pero me aburriré ménos en la esperanza de que cuando esté más aburrida he de oir abrirse bruscamente la puerta y has de aparecer tú con tu gorra de pelo y tu grueso carrick, hecho un salvaje de ópera cómica.....
¡Oh, el dia en que te coja por mis dominios y de puertas adentro note soltaré, no te soltaré en muchas horas! Ya lo verás. Cerraré la puerta con llave, y preso te tendré hasta que se me antoje. Yo he de poder más que todas las locomotoras del mundo. Ellas se obstinan en separarnos y yo en que no nos separemos.
Púsose el sombrero hongo D. Genaro, y dijo :
—¿Vamos?
—Vamos—repuso Enriqueta.
Ántes de salir soltó el mantón, y dejando conocer por uñ ligerísimo temblor que no en* insensible para el frió, pero que le sacrificaba en aras del buen ver de su traje, siguió á su marido.
Subieron la escalera; cruzaron una larga galería con vistas al patio; espantaron cuatro ó cinco palomas, que sonando sus patas sobre los ladrillos andaban por allí, y luégo se encontraron en una sala, cuyo mueblaje no era muy nuevo ni lujoso. De pié, cerca de una mesa, donde se divisaba una caja que fué de tabaco y ahora encerraba carretes de hilo, tijeras, madejas sin devanar y un pedazo de cera para dar fortaleza á las hebras de la costura, estaba una mujer que no tenía el talle como una tinaja, ni las manos gruesas y bastas, ni el peinado de oreja de perro, ni ninguna de las demas cosas que Enriqueta supuso. Era María Luisa, más pálida que de ordinario, más nerviosa é intranquila que la noche última en que la vimos.
—Es más bonita de lo que debia — pensó Enriqueta.
XIV
El caballo de Troya.
El viejo Clavo sabía algo de historia griega. No fué, pues, mucho que entrando un dia—quince ó diez y seis despues de que lo ántes relatado acaeciera—en la casa que arrendó y amuebló D. Patricio Güemes, llamado en el pueblo Güemes el americano, dijese en seguida de saludar al enriquecido comerciante :
—Aquí traigo el caballo de Troya.
Lo que apodaba el caballo de Troya era un voluminoso monton de papeles cosidos con rojo hilillo, el cual, al ser dejado sobre una mesa cubierta de verde hule, se desordenó, moviendo con ruido sus amarillas hojas, como si quisiese echar de sí algo malo y amenazante para justificar el título que el viejo le dió.
La curiosidad del lector tiene derecho á que se le diga cómo estaban hablando tan mano á mano Güemes el americano y su antiguo rival, y por qué medios el avaro pudo entrar en tan pequeño plazo en la confianza del padre de Petrilla, de que entonces ya gozaba. Mas ¿ quién puede referirlo ? Hay frases con que describir esa invasión mansa que los ejércitos de la humildad, la lisonja y la hipocresía dieron á la entereza del alma del viajero? No: baste saber que en ocho dias Clavo, no sólo consiguió el vencimiento de la prevención que inspirase á Güemes, sino que tuvo que salir del atolladero en que se sintió cogido cuando, por un exceso de cruel Ínteres, mandó á Petrilla á la fábrica contra todas las prevenciones de su padre. No era todo, sin embargo, obra de la habilidad de Clavo. Digamos que no contribuyó poco á ella la credulidad excesiva de Güemes, el cual, cansado de usar de ese recelo que le habia hecho triunfar en la lucha mercantil, al volver á su pueblo, al dar todo lo que reclamaban á los sentimientos de humanidad, olvidados durante su larga peregrinación por América, una idea preconcebida, un prejuicio, una base general de buena fe y hasta de candor presidia á sus impresiones. Güemes el americano, el inteligente armador de Clirgwthon, se dejaba engañar en su pueblo por un tunante vulgar,
—Sí, señor, el caballo de Troya. ¿Y Petrilla? ¡Esa digna señorita no se acuerda ya de mí, de mí, que tanto la he amado!—dijo el viejo; y lanzó un suspiro, agitando los ojillos dorados como si quisiera buscar entre las pestañas una lágrima olvidada y tardía.
—Por arriba anda Dice que se aburre — exclamó con voz de disgusto y haciendo un gesto de dolor grande el Americano. — Créame V., no sé qué hacer con ella ¿Qué hacía V,, qué hacia V. para que estuviera contenta? Mal vestida no diré que mal alimentada, porque V. me asegura que la trataba á cuerpo de rey.....
pero de fijo peor alimentada que lo está ahora, sin diñero y trabajando á destajo en los hornos, se hallaba alegre y no paraba su boca de cantorrear. Hoy hoy no se acuerda de ninguna copla, y cuando yo la pido que cante, me responde poniéndose colorada: « Eso no es propio de su hija de V. ¡ Cantar seguidillas y jotas yo, la hija de D. Patricio! Esa es una costumbre fea, y la Yirgencica me la quitará.» Yo la contesto: «No, hija mia. Llámame de tú, de tú y ademas canta, porque cantas bien y gusto de oirte.»— Entonces ella me dice: «Te quiero llamar de tú, pero..... dispénseme V. que no acierte ni me acostumbre. ¡ He vivido tantos años 8Ín sospechar siquiera que podria llamar de íú por tú á un señor ricacho. Y en lo de cantar bueno, cantaré.»
Pero no canta.
—Todos esos interesantes detalles—observó con solemne y sentencioso ademan Clavo—prueban qué alma tiene la niña. ¡ Delicada estofa es la de su espíritu!.....
la de su espíritu, que es capaz de honrar el apellido ilustre ilustre que le ha tocado en suerte Y vamos al asunto Esto es, volvamos al caballo de Troya.
Descargó una palmada sobre el promontorio de papeles, como se descarga sobre el anca del caballo favorito.
—Mi amigo el notario Ceano es todo nuestro.
Todo nuestro. Sus hermanos de V que llegan hoy mismo, según he sabido en la posada, porque tienen pedido cuarto cuentan con él asimismo. La viuda fia por completo en él. Ademas, su causa es mala. Los documentos que sus hermanos de V. han aportado colocan en tales condiciones el derecho de la huérfana Justina! Resulta probado que los bienes dél difunto señor padre de V., ¡que de Dios goce!—é hizo una profunda reverencia al mentar el santo nombre de Dios — fueron repartidos con perjuicio de ustedes y con beneficio ilegal del difunto D. Bartolomé, ¡que de Dios goce!—(segunda reverencia).—Para enmendar el yerro de las reparticiones comienza el Tribunal por declarar admitido el interdicto, y Ceano me ha confirmado hoy en mi idea de que todo lo que resta en poder de la Viuda de D. Bartolomé, ¡que de Dios goce! — (nuevareverencia)— vendrá á pasar á manos de V á manos de usted pues es cosa sabida, y que consta ademas, que doña María Luisa ha malvertido bienes de su pupila é hija Justina, por cuya razón sus hermanos de V., á quienes un justo deseo de no diré venganza, porque no cabe la venganza...,, la venganza en su noble pecho pero sí de justa reparación Usted conoce los antecedentes del enojo con que miran á la viuda. Usted sabe que, hallándose V. ausente, al morir el señor don Juan, ¡ que de Dios goce!—(reverencia)—propusieron á D. Bartolomé, esposo de doña María Luisa, la continuación de la casa de comercio en las mismas condiciones con que ántes vivía. Consta que D. Bartolomé reclamó, instigado por doña María Luisa, su parte de legítima. Resultado: que el patrimonio desapareció y quedó dividido en varios miembros. Sus hermanos de usted, que aman con todo su corazon el nombre comercial de su casa, que la miraban decrecer en importancia por el capricho de una mujer Ya he dicho á usted que esto de la intervención femenina consta concibieron el odio consiguiente, natural y justo,- sí, señor.....
Justo, contra doña María Luisa. De ahí su deseo de inquietarla de continuo. Primero, promovieron un pleito, que fué fallado en contra suya. Luégo otro pleito, que ganaron y ahora ahora, ó no hay leyes en el mundo, ó logramos arrebatarle parte de lo que posee, la administración de los bienes de la pupila doña Justina y la tutoría de ésta ¡ Qué triunfo! ¡Qué triunfo!
Frotóse las manos, dando muestras de una alegría brutal. *
—¡Triunfarémos! — dijo.
—Es preciso que triunfemos, es preciso. Ya ve V., yo tengo una hija Una hija, á quien debo reparación de lo infamemente, de lo vilmente que rae he portado con ella. ¡Rediablo! Una sombra de derecho ¿me entiende? Una sombra de derecho basta á que yo intente recuperar en su bien lo que con mi ausencia y abandono la he dejado perder.T... ¡Pobre niña de mis entrañas!
Era singular y curioso el fenómeno que se observaba en el espíritu de D. Patricio. Al despertar en él la idea del amor paternal venía acompañada de lúgubres y pavorosas visiones. Era un remordimiento vivaz y penetrante que de continuo asaeteaba su sér moral. Para aplacar la terrible irritación del fantasma del cariño filial, sacrificaba su propia persona y las personas de todos los demas, su cuerpo y su alma. Era como el náufrago que arroja al agua á sus compañeros de travesía por salvar la amenazada existencia. Hombre de pasiones violentas, necesitaba algo en que aplicarlas, y al fijar su deseo en un punto parecía perder de vista todo lo que á él no conducía directamente. En su juventud sacrificó al amor la propia familia, la fortuna y el honor de su padre; en la edad viril el ánsia del lucro le sonreía desde las costas de América, y muchos años durmió sobre un costal de oro, teniendo siempre á su lado el demonio negro de la especulación, cuyos ojos brillan como monedas que van á derretirse; en la edad provecta, Petrilla, la hija olvidada, perdida, sin apellido, la miserable ciega, la mal criada mendiga, constituía el único objetivo de sus acciones. Su alma sólo podía andar por un camino; pero una vez emprendido corría por él hasta el fin. Gentes habia que calificaban de loco á D. Patricio. ¡ Murmuraciones de los miopes, que no saben distinguir la demencia de la exaltación de ánimo! Pero D. Patricio era hombre discreto, culto ó ilustrado en todo lo que no se defiriese á su pasión dominante. En esta época de ca-ractéres correctos, D. Patricio parecía un anacronismo viviente engendrado por el viejo romanticismo.
—Debe constarle á V. mi buena voluntad, mi amistad leal Le quiero de todas véras—añadió Clavo con falsa compunción. — Pues bien, hay un pequeño obstáculo. Su hermana de V., doña Pazita, no se sabe sí será de la parte de VV Yive con la viuda de don
Bartolomé, y cuando supo que V. habia llegado se negó á venir á saludarle. Ye con escándalo que haya usted adoptado á la señorita y como es tan devota, le ha consultado al cura si sería cargo de conciencia reconocer como sobrina á la hija del pecado. Son sus palabras son sus palabras Yo no diria del pecado, sino dél amor.....
—¿Y eso dificultará? ¿Una maldita vieja ha de poder oponerse?....
—Tiene sus derechos.....
—¡Ah, malvada! Aquí todo el mundo tiene derechos.
Quería Güemes que sólo tuviese derechos su hija, y deberes todos los demas hombres. Detúvose un instante y vertió en una copilla de cristal unas cuantas gotas de ginebra de un empajado frasco que sacaba los brazos dé barro, en forma de asa, por los huecos de su vegetal paleto. Echóselas á la boca y luego brindó á Clavo, el cual aceptó, vertió y bebió, chupando con sus labios el mojado borde de la copa.
— Excelente excelente — murmuró. — Conforta, anima.....
—¿Y qué harémos con esa endiablada Pazita r
—Sondear sus intenciones.
—¿Cómo?
—Yo me encargo de eso Confie V. en mí Mire usted, señor D. Patricio, es necesario que se acostumbre á descansar en mí, á fiar en mí.
—¡Rediablo! ¿Me fio poco? Si V. me lleva como un lazarillo. Yo, desde que he visto á mi hija ciega, no veo ni con los ojos del alma ni con los de la cara ¡ Pobre niña de mis entrañas!
—Dentro de poco llegarán D. Tadeo y D. Lúeas, sus hermanos de usted.
—¿Y esos salvajes siguen odiándome?
—Le diré á V Odiar precisamente, no pero así, un poquillo de reconcomio, una miajita de vamos, no sé cómo decirlo sin ofender á V. ni á ellos nna miajita de eso sí que le tienen á V. Pero D. Tadeo y don laicas se alian á V. por reparar la ofensa que les hizo la viuda, y por contribuir á levantar la casa de Pamplona, que está dicho sea con entera verdad por todo extremo decaída y malparada. Imagine V. el disgusto que sentirán esos dos dignos comerciantes viendo que su crédito padece y que ellos, los más acaudalados comerciantes de hierro de la provincia, no pueden continuar sus antiguos grandes negocios á causa pues á causa de que les falta la moneda Llevan cinco años de luchar con armas desiguales para sostener el buen nombre de Las Tres Menas pero es inútil serán derrotados..... Dividido el caudal paterno en cinco porciones, queda reducido á nada á una limosna que se le da á un pobre.
Clavo se asombraba de- sí mismo al oirse hablar con tan alto desprecio dd dinero ajeno.
Siguieron departiendo los dos hombres hasta despues ' de las cuatro, hora en que salió Clavo á buscar á D. Tadeo y D. Lúeas, que ya debían haber llegado, según él. Entonces D. Patricio hizo disponer la mesa para la cena, y mandó bajar á su hija despues de obligarla á que se vistiese lo mejor y más ricamente posible.
Sobre la mesa un mantel adamascado, dos candeleros de plata de á tres brazos, que en junto sostenían seis velas; cinco botellas de distintas clases; platos que representaban en el estampado de su fondo cacerías de gamos y toros por indios y perros; salvillas con salsa y pimienta; redondos azafates con aceitunas, y una gran jarra de cristal, que, llena de agua, copiaba todos estos objetos, confundiéndolos en un rayo de luz descompuesta. Tal era el aspecto de la mesa á primera vista. Ya habían llegado los dos forasteros, que traían idénticos trajes de pana verdosa, con rozaduras en los codos y bolsas en las rodillas. Análogos eran sus rostros, y tan semejantes sus maneras, que no eran dos hombres, sino un hombre y un espejo. Tadeo habia cumplido los cincuenta años y llevaba mal afeitadas las mejillas, en las que una sembradura de púas blanquecinas le prestaba un innoble aspecto de ferocidad brutal. Sus ojos eran chicos, frios, sin valor ni expresión, eternamente dormidos debajo de los rugosos párpados, cuyas pestañas, dispersas y ralas, hacían de asquerosa apariencia sus rebordes sanguinolentos. El labio inferior dejábase montar por el superior, y la nariz chata, un poco desorientada y con visibles aficiones á la región siniestra de la fisonomía, era una alegoría expresiva de las intenciones de aquel hombre, tan enemigo de las cosas justas, y de los procedimientos derechos. Jamas se quitaba del cuello un tapabocas de lana groseramente tejida, que encajaba las quijadas en un marco de arrugas y dobleces. Jamas se descubría la cabeza, sino es cuando metía la manaza sucia, de uñas anchas y estriadas, por entre el ala del deforme sombrero de castor blando y el monte de cabellos recios y alborotados.
Lúeas tenía cinco años ménos; era más bajo de talla, zambo al andar y un poco sordo del izquierdo oido. Así, cuando los dos hermanos hablaban, Tadeo, inclinando hácia la izquierda las facciones por efecto de la confor-macion disimétrica de ellas, y Lúeas inclinando hácia la derecha la cabeza para mejor oir con la oreja expedita, formaban un grupo antipático y risible.
—¿Es ésta la chica?—dijo Tadeo á Patricio cuando, despues de un frió saludo, se sentó en el lugar que le indicaba su hermano.
—Sí, ¿Qué te parece?
—Salvo lo de la vista no está mal.
Despues apartó la servilleta sin desdoblarla y pinchó una aceituna.
—Es preciso que vengáis á casa—afirmó D. Patricio.— ¿Qué dirá la gente viendo el espectáculo de nuestra familia desparramada? Nosotros no estamos mal..... venid á hospedaros á casa.
La nariz de Tadeo se inclinó hácia el sitio donde el oido de Lúeas andaba recogiendo las palabras como el olfato del perdiguero recoge las emanaciones de la res fugada.
—No podemos—dijo despues de haber consultado con su pupila izquierda la derecha de Lúeas.—Hemos decidido no estar aquí más que horas. Mañana nos vamos, y para una noche bien nos hallamos en la posada.
—Si es así—continuó D. Patricio — no insisto. Pero conste que somos amigos, conste que nuestíos intereses son unos.
—¿Hemos venido á otra cosa?—exclamó Tadeo volviendo á consultar á su hermano.
—No.
—Entonces, la pregunta es.....
—Es ociosa.
—Somos todos unos.
Tino la humeante sopa en manos de la criada, y pronto llenó de vapores la mesa, distribuida en los hondos platos. Los ojos del tivaro miraban en torno, como si en su pasión sórdida le pareciese abominable derroche el de comida tan abundante. Y cuando llegó el turno al asado y se destaparon botellas de Jerez, su desaprobación fué grande y evidente :
—¡Qúé modo de gastar! Sólo la sopa ha de costar medio duro El asado un duro El Jerez duro y medio Las aceitunas una peseta La criada ¡Dios de Israel, Dios de Israel! Esto es una locura una locura.....
Diríase que él iba á pagar la cena, ó que contaba como cosa propia con el caudal de Güemes el Americano.
—Señores—dijo despues de largo silencio, en que únicamente se escuchó el chocar de los tenedores con los platos, y cuando ya aparecían bajo la consumida salsa las figuras de los ciervos pintados en la vajilla: —El caballo de Troya está aparejado, armado, lleno de los griegos que dentro de su panza aguardan ansiosos el momento de caer sobre el enemigo. Falta sólo ultimar algún pequeñísimo detalle Mañana veré á doña Pas y la propondré lo que ustedes saben. « El que no es conmigo es contra mí.» O viene con nosotros ó se va con doña María Luisa Y una vez esto terminado, todo es obra de pocos dias. Don Saturnino Ceano se portará como quien es. Respondo con mi cabeza de su adhesión de su adhesión, que mil veces he puesto á prueba. Ya ven ustedes él y yo hemos trabajado juntos'en tantos asuntos! Yo doy la carne y él me’la guisa No, no es eso lo que hace. Él es el tenedor que me ayuda á comer, y áun cuando se quede con algunas hebras entre los pinchos Ustedes me entienden no hay nada más justo.
—No comes, Petrilla—dijo de repente D. Patricio, que habia dejado de atender el enfadoso discursear del viejo para mirar á la ciega.
—Si no tengo gana.
—¿Te duele algo?
—Nada.
—¿Has comido algo ántes de hora?
—No Pero no tengo gana.
Ella se sentía disgustada en aquella atmósfera de decrepitud, y la conversación de Clavo, los rostros graves y odiosos de D. Tadeo y D. Lúeas, la producian enojo y aburrimiento. ¿Qué íué de sus coplas? ¡Nadie lo sabe! Ya no cantaba, ya no reia; habia dejado de ser aquella Petrilla que Zomeño, el señor amo de la Fábrica, pintorescamente llamaba afuna voz con un palo.»
XV
Estudio de paisaje.
Cuando el viento se fué, llevándose delante de sí enjambres de nubarrones oscuros, derritiéronse las altas nieves, centelleó el sol en los mil arroyos del campo, y pudo salir D. Genaro á inspeccionar los trabajos de la línea. De Pamplona llegó el caballo que había de montar: una noble bestia de peludas zancas nervosas, crin abundante y ojos vivos. El primer dia que salió despidióle en el portal de Casa-Arijona Enriqueta. Fué al paso hasta el puente Verde, y luégo dejóse llevar del ímpetu del bruto, que le condujo en poco más de mejlia Jiora más allá de Lugareda, á la derecha de los terraplenes, donde una brigada de obreros desmontaba el terreno y preparaba la apertura de un túnel. Toda la montaña en que Lugareda se asienta aparecía teñida de matices violeta, azul y dorado, según el sol se quebraba en un hueco, se detenia en una sombra ó se reflejaba en una planicie. El lugar repicaba por no sé qué fiesta, con todas las campanas de sus cinco iglesias, al lado de1 algunas de las cuales altos cipreses columpiaban con leves sacudidas su rígida cabeza cubierta de verde morrion. En las eras habia rejas de arado hincadas en el suelo blando de las recientes lluvias y más de un carro volcado hácia atras, con las varas levantadas al cielo, como cadáver de un enorme insecto con las antenas tiesas. Grupos de muchachos jugaban al chito ó la pata coja, ó á pedrada limpia se hostilizaban desde lejanas alturas. En el rio, lavanderas apaleaban la ropa, sin cesar sus diálogos de orilla á orilla, y las aguas, blancas de jabón, corrían como con ánsia de librarse del contagió de lás telas colgadas de palos ó tendidas sobre montones de zarzas, y que tenian la apariencia de grandes redes de arañas cubiertas de polvo. En las afueras, una reñida lucha de pelota se sostenía en el juego que hay en el alta pared de un derruido convento de franciscanos. Aun se veían por las ventanas sin maderas santos olvidados en las hornacinas, escuchando con una paciencia en que el fiel miraba reproducidos los dias del martirio, las soeces palabras de algunos de los jugadores y el peloteo continuo que se repercutía en las paredes, mezclado á los gritos del chicuelo que contaba las faltas con una voz chillona de tiple de catedral. Cerca de un corro de hombres en mangas de camisa, á pesar de la crudeza de la estación, divisábase el espíritu animador de la pelea é inspirador de los malsonantes vocablos: un jarro descomunal de vino, al cual iban á llenarse los arcaduces de la noria de la embriaguez.
Torció á la derecha el jinete, y hallóse en. el declive de Navalcaballo, erizado de zarzales á trechos, y á trechos desnudo de vegetación. Fulgores trémulos corrían á flor de tierra, al reflejarse la luz solar en mil fugitivos arroyos, produciendo en el observador algo de lo que los médicos llaman hipnotismo, una alucinación incómoda y ofensiva para las retinas delicadas. A lo lejos tres molinos de viento agitaban despacio sus aspas, haciendo vibrar las rotas lonas que entre mucho cordaje colgante y deshilado pendía de las ramas; Parecían tres mendigos andantes enseñando al pasajero, por moverle á piedad, los viles harapos de su manta multicolor y agujereada.
Oyó D. Genaro hácia los molinos ruido de campanillas y voces de álguien que hostigaba á una bestia, obligándola á andar. Estos rumores, al extenderse en el espacio vacío, parecían aplanarse, ahuecarse y sonar como si salieran de una tinaja quebrada; fenómeno que ha podido observar todo el que ha pasado algún tiempo en campo llano. Una tartana de capota roja venía á buen paso, camino de Arijona. Su frente era negro, y tenía una sola ventana, en la cual se veía algo blanco agitándose, y detras una cabeza humana. El sol daba de lleno en ella, y por exceso de luz se confundían sus líneas, rodeándose el contorno del rostro de resplandores vivos. Cuando D. Genaro se acercó más vió que aquella cabeza era de mujer, y que la mujer lloraba, sacando fuera del carruaje su dolor, porque álguien que debía ir dentro no lo descubriera. Un montecillo ocultó luégo el carruaje á D. Genaro; pero despues de traspuesto hallóse con que la mujer cuya cabeza asomaba por la ventanilla era era,su huéspeda, era María Luisa. Prontamente se retiró ella al reconocer al jinete, pero no tan pronto, que lograse ocultar de sus ojos las lágrimas y de sus facciones el contagioso y enternecedor espectáculo’ «&1 sufrimiento. ¿Por qué no pudo D. Genaro reprimir cierto extraño sentimiento, profundamente excitado en su alma al ver el llanto de María Luisa? ¿ Qué habia de común entre aquellas lágrimas y él? «Seguramente nada», se decia á sí mismo. Detuvo el caballo para saludar, y la sombra de su cuerpo proyectada sobre la ventanilla de la tartana permitió á María Luisa quitar de sobre sus ojos la mano que, á modo de pantalla, habia puesto para librarlos de la luz cegadora. Despues del saludo dijo D. Genaro :
—¿Viene V. á Lugareda?
—Sí—repuso María Luisa.
—Yo voy á los terraplenes de Trempez, donde hay más de cien obreros desmontando tierra. ¿Y Justina?
—Aquí voy—dijo ella asomando su rostro detras del de su madre.
La ventanilla, encerrando las dos cabezas en su marco negro, formaba el más bello cuadro que puede idear ej arte de la pintura.
Miró detenidamente la niña al caballo, y luégo exclamó :
—¡Qué hermoso caballo! ¿Corre mucho?
—Como un viento, hija mia—repuso D. Genaro.
—¿Quiere V. llevarme?
—Con mil amores, muchacha bonita. Vén acá.....
Para, Pacorro.
María Luisa quiso oponerse al capricho de la niña, pero no pudo, y hubo de consentir en que el Ingeniero tomase entre sus brazos y pusiera sobre el arzón de su montura á Justina.
—Pero si V. lleva otro camino — observó María Luisa.
—No. Voy con ustedes hasta el Empalme, y allí ustedes siguen á Arijona y yo á los terraplenes de Trempez.
Justina batió palmas. ¡Qué gusto! Ir tan alta, sintiendo la respiración jadeante del bravo caballo y recibiendo en el rostro oleadas de viento más vivo por la velocidad del trote; coger las riendas y tirar de ellas y guiar la marcha de aquel relámpago; taconear sobre el. pecho del noble bruto; hostigarle con gritos hasta hacerle correr era el placer de los placeres. ¿Cuándo pudo ella imaginar más lindo ejercicio? ¡Váyanse noramala todos los vilanos dél mundo! ¡Vale más dar cuatro pasos sobre un caballito negro que hacer una sarta de vilanos tan larga como de Lugareda á Boma!
-Corramos, corramos mucho—gritó Justina entre los brazos del Ingeniero.—Quiero yo que mi mamá me vea alegre para que ella se alegre también. ¡Ya más triste!
—¡Oiga!—dijo el Ingeniero, que accediendo á los deseos de Justina soltó las bridas ¿1 caballo.—¿Va triste? ¡Pobrecilla! ¿Y qué le pasa?
—Yo no lo sé; pero á mí me da mucha penita el mi-íarla. ¡ He llorado más en casa del escribano!
—¿De qué escribano?
—¡Toma! El de Lugareda, D. Saturnino, un hombre muy feo, que tiene en su despacho un reloj con ojos de persona.
-¿Y por qué ha llorado tu mamá?
—Por las cosas que le ha dicho él escribano. Yo no entendía ni nna palabra Mire V., hablaba de mi papá ¿V. no ha conocido á mi papá? Tenía un genio muy fuerte y hacía llorar también ámamá, pero era bueno ¡vaya!
—Cuéntame eso.
—¿Qué es eso?
—Lo del escribano del reloj con ojos de persona.
—Pues mandó un recado á mamá para que fuese.
—¿Y tu mamá fué?
—Conmigo, hoy llegamos
—¿A Lugareda?
—Sí, á casa del escribano y nos metieron en la sala..... ¡una sala más triste! Yo me acuerdo siempre que entro allí de los cuentos del Niño encantado.
—¿Y qué?
—¡Que mamá iba tan asustada! En todo el camino no dejó de rezar y besarme. Cuando mamá me besa mucho es que está triste.
—¿Y tú?
—Yo estoy triste cuando no me besa y cuando me besa mucho también porque entonces lo está ella.
—Sigue contando lo que dijo el escribano.
—Pues estaba muy serio y más feo que nunca. «Mal, muy mal—gritó.—Yamos muy mal. Su pleito va de capa caida. Han sido inútiles mis esfuerzos j» ¡Qué sé yo! Yo no entiendo ni una palabra de lo que dijo.....
porque cuanto más hablaba, más triste se ponia mamá.....
El tio aquel no miraba nunca de frente y á cada palabra daba un golpecito sobre los papeles con una regla negra Parecía que estaba pegando una paliza al pleito de mamá.....
Callóse brevemente Justina^ y el Ingeniero la acarició el rostro.
—¡Angel mió!..... ¡Qué pico tienes!—exclamó.
Don Genaro sintió despertarse en su alma íntimo ínteres por lo que Justina le contaba.
—¿Y no entendiste nada de cuanto dijo?—interrogó.
—Sí. Entendí que mis tios los hermanos de mi padre, querían quitarle á mi madre la casa en que vivimos y llevárseme á mí con ellos porque yo no sé qué disparates decia aquel tío, dando unos golpazos con la regla, que me destrozaban á mí el corazon ¡ Mire usted qué infamia, qué tunantería, qué mala sangre tienen algunos hombres! ¡Querer que yo me aparte de mi mamá y me vaya con ellos! Eso no será posible, ¿verdad?
—¿Qué ha de ser?
—Ni áun cuando fuese, yo lo haría Mire V.....
¿Usted sabe el cuento del giganto Curriondo? Pues es ni más ni ménos lo mismo que esto que le estoy contando.
—¿Cómo? Habla, Justina, que eso es curioso.
—Sí; el Gigante tenía una hija, y esta hija era viuda, y esta viuda, hija del Gigante, era madre de una niña.....
Pues bien, el Gigante se empeñó en llevarse á su nieta para hacer rabiar á la madre.....
—De modo que tú.....
—Yo—interrumpió Justina, que era la misma viveza—soy al modo vamos, así como la nieta del Gigante; mi mamá es como la hija del Gigante y esos judíos de mis tios, desde el primero al último, son el Gigante ¿Me entiende V.?
—A medias porque eso de que se te quieran llevar á tí no lo entiendo, hija mía.
—Entenderlo yo tampoco lo entiendo Porque los hijos siempre están con los padres y no hay quien pueda separarlos más que Dios ¡Pare V., pare V., que el caballo corre demasiado! ¡ Que me caigo, que no puedo más, que me ahogo! ¡El aire me pega unas bofetadas !.....¡ Anda! las trenzas se me están deshaciendo, y luégo mamá ¡buena riña va á echarme!
Don Genaro detuvo el andar de la cabalgadura. La tartana venía bastante léjos y fué preciso esperar á que se acercara. Aun cuando las confusas explicaciones de la niña nada claro de cuanto indicamos podían precisar, fueron bastantes, sin embargo, á que D. Genaro comprendiese que la desdichada María Luisa era víctima de .una de esas maquinaciones legales que se fraguan con armas del arsenal de Témis para perjuicio de los débiles é ignorantes. Adivinó y dedujo por las palabras de Justina todo el pasado triste de aquella esposa sin esposo, viuda desde ántes de perder al que la sociedad le entregó, porque no es esposo el que da el apellido y comparte el hogar, sino hay corriente de afectos de alma á alma. Comprendió que odios de familia amargaban la soledad de María Luisa, y al completar con cuatro rasgos negros de su intuición tan horrible cuadro de desgracias, el ínteres—así lo calificaba en su conciencia—que aquella mujer le inspiraba complicóse de algo de,sim, patía. Debilidad, tristeza, hermosura, virtud: todos estos prestigios rodeaban á María Luisa, y el alma noble de D. Genaro no pudo ménos de sentirse poseída de dolor y afecto y ánsia de socorrerla en su desventura.
—Yo averiguaré —pensó.—La he sorprendido llorando Esta mujer debe sufrir mucho.....
Despues, haciendo caminar el caballo en sentido inverso, para más pronto incorporarse á la tartana, echó una mirada al cielo y dijo :
—¡ Qué triste se va poniendo la tarde! Nos mojaré-mos, nos mojarémos.
El valle de San Juan de Cabuérniga, por donde iban, angostábase en aquella parte entre dos altos riscos llamados el Fromentera y la Galabarda, y luégo desembocaba en la gran meseta de Trempez, que da nombre á la comarca, y asiento á más de. veinte pueblos, de que son núcleo Lugareda y Arijona.
Cuando la tartana y la pareja de jinetes se reunieron, María Luisa llamó á Justina.
Pacorro se apartó de Chuleta, y fiando en sus buenas intenciones, se quedó detras del carruaje para cortar una vara de fresno.
—Ven acá, revoltosa Estás molestando á D. Gónaro Los chicos son rebeldes como el ángel malo, señor Güemes—dijo.
—Vamos por. partes En lo que V. ha dicho—repuso el Ingeniero volviendo á poner al paso su cabalgadura y. haciéndole marchar junto á las varas del carricoche;—en lo que V. ha dicho hay muchas cosas que rectificar. En primer término, Justina no es revoltosa.....
¿Verdad que no lo eres? Ademas, no me molesta.....
¡Poco amigo soy yo de los niños! ¿Cree V. que porque ando siempre entre máquinas y obreros soy algún zafio y rudo gañan, enemigo de los niños y de los pájaros? Pues está V. equivocada Pregúntele V. á su hija y lo comprenderá bien Hemos simpatizado mucho ella y yo; ¿no es cierto, Justina? En segundo térmi-no, ¿por qué me llama V. don Genaro y señor de Güemes? ¿ Qué es eso? ¿Por ventura nos conocemos de ayer?
Pronto olvida V. las antiguas amistades No, pues yo nó soy de ese modo Acuérdese V. de Pamplona, de aquel cuartito donde yo estudiaba.
—Me acuerdo; pero áun así.....
—¡Aun así! No hay por qué darme tratamiento
Yo mismo hago mal en llamar á María Luisa de usted Debia llamarla de tú.
—¡Oh ¡—exclamó ruborizada María Luisa.
—¿A quién puede ofender nuestra amistad? A nadie Llamándonos de tú parece que me siento más joven, más feliz, más despreocupado y libre de atenciones pesadas Respiro un aire de primavera Oigo cantar pájaros Veo á mi tio á mi pobrecito tío, que, como sabe V., se murió sin verme con la carrera acabada Cuando todas esas interiores venturas dependen de pronunciar una palabra en vez de otra, ¿quién no la pronuncia ? Llamémonos pues de tú.
María Luisa expresaba la mayor ansiedad. Miró atras, y viendo léjos á Pacorro, que venía mondando la vara y despojándola de hojas con su navaja, exclamó :
—No, por Dios, Genaro No, por la Santa Vírgen. No me llame V. de tú nunca V. no sabe.....
Tan singular zozobra y espanto reflejaron sus facciones contraídas, sus dulces ojos rasgados, su boca entreabierta, que el Ingeniero se asustó.
—¿Qué sucede? ¿ Por qué es esa alarma? ¿Ve usted algún insulto en que yo sea tan franco?
—No es insulto Es No, no puedo decirlo.....
Pero, por favor, Genaro, no me llame V. de tú ¡Si álguien k) oyera!
—Si álguien lo oyera, no podria deducir cosa alguna mortificante para V, pues todo el pueblo sabe que yo, siendo estudiante, viví con V. larga temporada. Eramos muchachos, y entre muchachos el tú es como el pío entre los pájaros No hemos podido detener el tiempo, y ahora somos, V. una mujer formal, aunque joven todavía; yo, un viejo casi. ¿ Por eso vamos á privar á nuestras memorias del gusto inocente de recordar? La murmuración es como las balas: huyen de los que las buscan y persiguen á los cobardes. Sea V. valiente.....
Llamémonos de tú, y que digan lo que quieran.....
—Créame V.—añadió despues de un silencio que empleó en meditar sobre sus sentimientos.—Ahora V. me ha hecho entrar en gana de que apeemos el tratamiento, y cuando llegue á Casa-Arijona pasado mañana, pues hasta entonces permaneceré en los terraplenes de Trem-pez, he de hacer promulgar á mi mujer el siguiente decreto: «c Artículo único: Quedan abolidos los tratamientos entre María Luisa, tú y yo. d María Luisa cerró los ojos. Era qué las olas de llanto, encrespándose dentro de su alma, salpicaban ya fuera de los párpados. No pudo más; no halló manera de resistir sus impulsos de pena profunda,
—Llora, llora—dijo D. Genaro mirándola.—No ocultes tus lágrimas Soy tu amigo Soy un caballero y debo ofrecerte mi consuelo y mi apoyo. Hace dias que presiento todas tus desgracias Hoy he acabado de medirlas Sé que te persigue una parentela perversa. Sé que una turba multa de pleitistas abominables te circunda. No me has dicho nada ¡ Qué grave falta! Ya que el acaso ha vuelto á unirnos.....
¿por qué empeñarse en que no seamos amigos?.....
Aquel lazo que en los dias alegres nos unió se ha roto..... Bueno, ya lo sé Pero nuestra amistad subsiste Sería una infamia que no te ayudase Nuestras familias han estado muchos años juntas, y tu madre ha jugado con la mía y se casaron el mismo dia, en la misma iglesia.....
Don Genaro hablaba con toda la cordial efusión de su alma generosa, Yer aquella mujer rodeada de desgracias y no darle un consejo, ni dirigirle una mirada de cariño, ni tenderla una mano protectora le parecía tan vil, tan indigno, tan poco caballeresco como pasar por la orilla de un rio, ver luchando con las aguas á un nadador que por momentos se ahogase, y seguir el camino hasta verle, indiferente, desvanecerse y morir, hundirse entre el oleaje movible, ser por él arrastrado. ¡Qué erueldad! Desde que comprendió vagamente la situación de María Luisa, creía tener una parte de responsabilidad en ella cuando no procuraba remediarla. Por eso trajo á cuento los recuerdos gratísimos de su juventud; era pasar la esponja húmeda de bálsamo sobre la irritada herida. Él queria calmar el dolor de ella, c^rar, si era posible; pero no transigía con permanecer impasible ante los sufrimientos de la desamparada viuda.
—¡Cuatro pillos—añadió—te están injuriando, te es-. tán pisoteando, te están empobreciendo! Viene esa manada de cuervos á sacar cada uno en su pico un jirón de tu lecho, un grano de trigo de tus campos ¡Y hemos de permanecer tus amigos quietos, mudos, testigos criminales de esos desafueros! No, y mil y mil veces no Yo desconozco esos pleitos que te han promovido pero me basta saber lo que sé para ver en ellos una malévola intención, un miserable compadrazgo, una legalizada truhanería No creas que pienso en esto por primera vez. Antes de venir me dijeron en la Yierzosa lo que te ocurría. Allí supe que en la testamentaría de tu marido habían encontrado los demas hermanos túrdigas que sacar, hilachos con que enredar la estofa de los pleitos de que tantos sudarios ha cortado el hambre..... «¡En buen país vivimos !»—pensé entonces. Aquí los pleitos son una plaga. Caen sobre una familia como el cólera sobre una provincia peor, mucho peor aún. La vanidad y el odio soplan el ascua; un enjambre de hambrientos leguleyos pone el hierro en ella, y no hay más que mover la hoguera para quemar á medio mundo ¡Pobre María, pobre de tu hija! Estáis en manos del diablo. ¡Dios os socorra! Los hombres poco pneden. El pleito es un dios malo, una deidad española.
Cuando truena ¡horror! es preciso encomendarse á otro dios más poderoso: la resignación Eso ya lo sé Bien poco puede hacer un ingeniero contra una conspiración de escribanos y parientes El aquelarre se ha reunido y funciona contra tí y contra tu hija. ¿Por qué? No lo sé; odios pequeños, menudencias sin fundamento. Creeríase un absurdo que en la humanidad haya sentimientos que, al modo déla dinamita, con sólo inflamarse producen horrorosas explosiones. Parece que tú heriste la vanidad comercial de los Güemes no su vanidad más bien su codicia Eso me han dicho.....
Un negociante que vive en Arijona me ha contado esto*.... De ahí proviene todo Lo demas es obra del dios del pleito.....
—Es verdad—balbuceó María Luisa llorando copiosamente.—¡ Qué desgraciada soy! ¡ Mírame y presentirás mi dolor! pero no presentirás toda la gravedad de los peligros que me rodean.
—Serán grandes, pues has concitado contra tí la avaricia y el odio.
—¡Y mi hija!..... ¡ Qué va á ser de ella!
—¡Pobre Justina! ¿Oyes, Justina, cómo llora tu madre?
Lo oia, pero parecía no oírlo. Atenta desde que el Ingeniero comenzó á hablar de peligros, de dolores, de amenazas, de pleitos y todo lo demas que sabe el lector, Justina fijó los ojos pasmados y llenos de horror en la faz de D. Genaro, y con los labios abiertos bebia sus pa- -Jabras, sin acabar de penetrar su sentido. Experimentaba ahogos en el pecho, agitaciones horrendas en el corazon, miedos indominables en el alma; pero el llanto no acucia á los párpados. El estupor habia secado sus lágrimas.
—¡Yén aquí, hija mia!—murmuró su madre con án-eia sublime de abrazarla.
Genaro le dió su hija como se da un consuelo. Entonces Justina rompió á llorar, y el Ingeniero pudo ver cómo dos rostros juntos mezclaban besos y lágrimas.
—Tu mejor consuelo tu único consuelo está en esos brazos—afirmó D. Genaro.—Llorad y besaos.....
—Pasado mañana volveré á Casa-Arijona — dijo cuando se despidió por haber llegado al punto donde se bifurcaba el camino.—Me dirás cuál es tu situación.....
Procurarémos defenderte.
Anduvo al paso hasta que la tartana se alejó buen trecho. Despues se detuvo y la miró perderse de vista entre las callejas de Pilar-Mojado. Sólo entonces puso á su caballo á galope tendido.
XVI
Seducción.
Al levantar su voluminosa mole del blando lecho aquella exageración de la materia llamada doña Pazita, dijo, despues de sacudir el primer manotazo del día á Gedeon:
—¡Hoy también se han marchado! ¡Qué negocios traerá esa María Luisa! ¡Nadame cuenta! Soy un cero á la izquierda, un cesto de mimbres, un saco de paja ¿Por qué te saliste, pobre Pazita, del convento de los Siete Pecados? Allí estabas bien, allí te consideraban mucho, allí eras algo ¡ Zape, maldecido Gedeon!
¡No me andes en el canastillo de la media! ¡Yaya!
¿Estás contento ? Ya sacaste el ovillo.....
Dio un hondo suspiro al doblar su cuerpo sin coyunturas para bajarse á remediar los desórdenes y demasías del gato, y luégo se levantó de su sillón de guta-percha, disponiéndose á visitar la cocina; pero cuando iba á cruzar el dintel de la puerta del comedor, donde se hallaba, encontróse de manos áboca con un sombrero de castor de alas inmensas, á una de las cuales iba asida la mano arrugada y aguda, como garra de ave de rapiña, del propio tio Clavo.
El cual, adelantándose con ceremonia, dijo!
—¡Ala paz de Dios! Señora, muy buenos dias.....
Está V. buena?
—¡Ah! Es V.—exclamó doña Pazita abriendo la boca como un pez voraz.
—Yo soy, sí señora. Tengo que hablar con V..... con V.
—¿Conmigo? ¿De qué?
—¡Ah! no se puede decir así de sopeton. Es cosa larga..... y reservada.
¡Qué asombro no faé ql de doña Pazita! En la vida pudo ella imaginar que tuviese un hombre que decirle en secreto cosa alguna. Su pudor se alarmó.
—¿Y qué es ello? Hablar con un hombre á solas ¡Jesús! ¡Jesús mil veces!..;.. Eso no está bien.....
¡Zape, Gedeon! ¿Qué dirá el mundo?
—¡Qué mundo, ni qué palitroques! Señora, ¿usted cree que vengo á enamorarla? ¿Estoy yo loco?.....
Es cosa séria Traigo encargo de sus hermanos de V.
—¿De mis hermanos?
—Sí, señora Es sobre la herencia.....
—¿Sobre la herencia?
—Sobre la herencia ¿ V. sabe que han entablado nna demanda?
—¿Una demanda?
—Una demanda, sí, señora Pero si V. repite todas las palabras que yo diga, teniendo yo también, como dicen que tengo, el mismo vicio de repetir las mias, vamos á estar un par de años un par de años para entendernos. Calle y escuche pero siéntese Es cosa larga.
—¿Cosa larga?
Sentóse dofia Pazita de nuevo, y puestas ambas gruesas manos, cuya piel rosácea y arrugada las daba apariencia de membrillos secos, sobre los brazos del sillón, caido de la cabeza el pañuelo de seda negra, y abierta la boca y enarcados los ojos á despecho de los pesados párpados, llenos de dobleces cual los que hace un lienzo mojado, era el humano símbolo del estúpido asombro. Respiraba con ruido de fuelle, y su enorme pecho adelantaba y retrocedía como un pellejo de vino, que se hincha ó se afloja según recibe ó expele el aire. El tio Clavo no se sentó. Puso su mano sobre el amarillo teclado del viejo piano de mesa, que al recibir el peso produjo un sonido.
—Usted sabe que doña María Luisa se ha portado mal con los hermanos del difunto D. Bartolomé que de Dios goce.
—No sé.
—¿Y V. no sabe que ha dejado de cumplir una parte esencial de sus últimas voluntades?
—No sé.
—¿Ni sabe V. tampoco que ha faltado á los bueno» respetos debidos á su marido á su marido?..*..
—¿A su marido? No sé.
—Señora doña Pazita, V. vive en el limbo. Usted está en Babia ¿Es posible que no sepa que sus hermanos de V. promovieron contra ella un pleito antaño?
—Sí lo sé.
—¿Y sabe V. que le perdió ella?
—También.
—¿Y no sabe V. que esa buena señora ha tenido la..... la despreocupación de hospedar en su casa.....
—¿En su casa?
—Sí, en su casa, aquí, aquí mismo, bajo estos augustos techos augustos techos, que á V. cobijan á un antiguo novio suyo.....
—Sí eso he oido.
—Pues entonces es V. un lince Usted lo sabe todo todo. ¡ Bien hemos hecho en contar con su penetración!
Clavo alzó sus dedos de las teclas blancas y los dejó caer sobre las negras. Hacía bien en tocar los sostenidos, porque lo que habia logrado tenía muchos bemoles: sacar de su indiferencia glacial, de su reposo pétreo á la mujer de gelatina,
—¿Y es posible, excelente señora, que sus virtudes conventuales ¿me entiende V.? ¡conventuales!..... no se hayan resentido al ver espectáculo de depravación como éste?
—¿Como éste?
—Sí, como el de ver vivir bajo el mismo tejado á dos antiguos amantes, con vilipendio eso es con vilipendio de la mujer del Sr. Ingeniero, de V., de la niña, del difunto D. Bartolomé que de Dios goce.....
Volvió á levantar sus dedos de las teclas negras y tornó á ponerlos sobre las blancas.
La mujer de gelatina hizo un supremo esfuerzo: habló.
—Voy á decir á V ¡El Señor me perdone! Yo no pienso mal de nadie He oido eso que V. dice Me han contado, al salir de misa mayor el viérnes, que se corría en el pueblo eso eso que V. ha contado Que
María Luisa y el Ingeniero habían sido novios y que ahora ella No, no quiero repetirlo No puede ser verdad Yolvi á meterme en la iglesia é introduje tres veces la mano en la pila. Luégo me mojé con el agua bendita la frente ¡ para que huyeran los malos pensamientos ! Pero los malos pensamientos volvieron.
—Y volverán siempre La verdad se impone Lo peor del caso es que V. padece en su reputación.....
—¿En mi reputación?
—Pero considerablemente Dicen que V. participa de la infamia, del deshonor.....
—¡Jesús mil veces!
—Y sus hermanos de V., guardianes del honor de la familia, me mandan á que saque á V. de este infierno y la lleve á casa de D. Patricio.....
—¡Qué horror! Dios mió Eso no es posible.
La idea del movimiento era la más contraria á doña Pazita. Pedirla que mudase la postura de un brazo era pedir á Europa que mudase la postura de Italia, echándosela al hombro de Rusia, que es como la espalda del viejo continente. ¡Demandarla que abandonase Casa-Arijona! ¡Qué absurdo!
—No, no puedo—dijo con firmeza, demostrándola única forma posible de su voluntad: la negativa.
Clavo se sentó en el taburete del piano. Era poner sitio á la plaza, viendo que al primer asalto no se ren-dia. La plaza se ajustó el pañuelo de seda á la cabeza y añadió :
—¡Me da lástima!
—¿De la viuda? ¿De la viuda, que detesta á V.?
—¿A iní?
—Sí, señora, á Y á V. Nos consta,
Y al decir «nos consta» se echó hacia atras, apoyó sus dos codos en el piano, montó una pierna en otra, y fijos los ojos en doña Pazita pensó, examinándola :
—«Esta picara devota nos va á perder Iba el negocio como una seda.,... ¡Prueba de que iba bien es que yo me he arriesgado á prestar por segunda vez á Lúeas
Tadeo Güemes, á los hermanos gemelos, 20.000
reales, que con los 40.000 que les, presté antaño, al módico premio de 35 por 100, suben..,., ¡una atrocidad, un rio de monedillas de plata! Habría para comprar la virtud de media humanidad Si este negocio se malogra, no cobraré todo tan pronto Pero si sale si despojamos ála paloma sin hiel de doña María Luisa.....
Despues de todo no es una iniquidad Nos atenemos á la ley escrita..... Eso mandan los sabios, los filósofos.
¡Cuántas veces he leido en los papeles que la ley es la conciencia social!»
Despues, habiendo encontrado un proyectil de gran calibre para cargar la batería de sus argumentos, dirigió á la plaza este disparo :
—Si V. viene, hará una obra caritativa muy caritativa Porque ¡cuán grande será la responsabilidad de usted en el otro mundo si contribuye á que el alma de la niña Justina se pierda por el mal ejemplo de su madre. —¿Cómo?
—Sí, porque pensamos arrebatar á la viuda la tutela de Justina, fundándonos en el escándalo infame que da.... Pero eso es, á la verdad, más que un pensamiento Es ya un hecho. Ya está en el Juzgado la cosa.....
Y si V. nos auxilia con su influencia, ¿quién lo duda? salimos adelante.
—¡Dios mió!.....Yo me ahogo ¡Qué vergüenza!.....
¡Qué pecado!.....
—¡Gran vergüenza! ¡Pecado mortal! y no sólo para ella, sino para V. también De poco la servirá haber sido buena toda la vida. Una mota de barro mancha una capa nueva. Una falta sola mancha una conciencia limpia ¡Doña Pazita, que se pierde usted! ¡Sálvese V., sálvese V.! Yéngase conmigo.....
Don Patricio la recibirá con los brazos abiertos.
—No, no quiero, no puedo—repitió la vieja.
Sus razonamientos oscuros no tenían otra expresión que monosílabos negativos, los cuales parecían la fisonomía de su alma.
—¡Lástima que persona tan buena no se salve!.... La veo á V. bailando en las calderas de pez del infierno.....
Un diablo lámete un hierroiiecho ascua por un ojo.....
¡ü Chirris!!!.... ¡ Si hasta me parece que oigo el chirrido de la carne quemada!
—¡Uf, demonio, hombre, no diga V. eso!—gritó con horror de devota doña Paz.
—Pues véngase conmigo Yaya de aquí no me muevo La llevaré á V. á la iglesia allí oirémos una misita. Pide V. al Señor consejo, y si es como yo creo que no puede ménos de ser andandito andandito á casa de su excelente hermano de Y Y á la noche, cuando llegue de San Juan de Cabuérniga doña Mariquita Poquita Cosa se encuentra con que el éngel ha
"volado.
La victoria era suya. La plaza se rendía. Quitóse ésta el pañuelo, levantóse del sillón, buscó el manto, y echando una miradita cariñosa al gato, dijo:
—Sea..,.. Yamos ¡Dios mió! ¡Protege á tu sierva! ¡ Qué horror!.....¡ Pecado.....pecado mortal!
Clavo salió de tras de doña Pazita, sonriendo y dándose golpecitos en los nudillos. Era Napoleon despues de Austerlitz.
XVII
Lo que pensó él.
Pasa una hora, y otra, y diez más, sin que novedad alguna distraiga el pensamiento. Por allá se venias torres desprovistas del gallardo arrojo de la arquitectura árabe que forman el recinto de Arijona. Por acá la llanura de San Juan de Cabuérniga. Más cerca aún las eminencias de Trempez, especie de intentona con que un terreno plano trata de convertirse en monte. A derecha é izquierda, grupos de trabajadores, líneas de brazos moviendo picos y azadas, una movilidad de hormiguero que fatiga la vista. Blusas azules, chaquetas de pana parduzca, chamarras de lana y camisetas de punto cubren los cuerpos de los que allí trabajan, dando variedad abigarrada á los tonos del traje. En cambio, los pantalones se parecen todos: son de matices oscuros y se confunden con el tinte pizarroso de la tierra pedreñal y abundante en arcillas. Las líneas de obreros oscilan como líneas de arbustos empujados por el viento. Cuando una cabeza desciende, álzase otra. Hay en su movimiento irregular, al mismo tiempo que monótono, algo de la mecánica inquietud de las zapatillas de un piano. Rostros del color del tabaco, boinas rojas, mechones de pelo-, pañuelos de algodon liados, á uso aragonés, alrededor de la frente; sombreros blancuzcos de alas inmensas coronan el conjunto. Parecen las filas de hombres escolopendras agitadas y enfurecidas. Culebrean haciendo eses, y ya trazan una G, ya una J, según los primeros trabajadores que las forman retroceden ó avanzan. Despues trepa el animalucho fantástico por un repecho. Detiénese en su promedio, y esgrimidos los negros utensilios de metal para escarbar la tierra, aun es más grande la semejanza suya con el insecto ántes citado, porque los picos y palas se parecen á las patas y antenas del ciempiés de un modo exactísimo y completo. Tanto marea el extremado mover de muchos objetos combinándose en absurdas geométricas figuras, como el reposo absoluto y prolongado de ellos. Así, cuando los obreros se detienen á reposar, es mareante y enojoso el ver tanto cuerpo dormido sobre la tierra. Son los muertos en la batalla del trabajo, y entonces el campo se entristece, porque el silencio pesa sobre todas las frentes, y del sueño de mil hombres parece desprenderse un caliginoso vapor provocante al dormir.
Don Genaro pasaba toda la mañana en su tienda de campaña, de figura cónica, y por cuya abertura, sostenida en dos ramas de fresno, veíase la mesilla de pino sin pintar, el camastro cubierto de pieles de oso y zorra, dos lámparas de petróleo, faroles y aparatos de luz eléctrica, una copa de hierro llena de brasas y una enorme cafetera cerca del fuego. Cuando llegó la noche quiso dormir, pero no pudo. Buscó en la lectura distracción, y en vano hojeó un libro francés, buscando en el aroma de las prensas — que es la mirra del siglo xix — lenitivo á la acerbidad de sus ideas. Salió, por fin, de la tienda, y embozado en su capote recorrió el campo, asistiendo á la retreta de aquel ejército de obreros. A pesar del frió relente, dormian al aire libre. Algunos se escondían en huecos abiertos en la tierra misma. Otrbs, de ramas de de sabina y hojarasca seca industriaban chozas. Los más escondían la cabeza en una manta y en rueda se tendían, puestos los piés junto á una fogata sin cesar renovada. La idea del hogar representábase allí en aquel perrillo que guardaba el hato, vigilante, con los ojos abiertos y vivaces,' y las orejas en centinela. La idea de la familia, en aquellos muchachos qae dormian juntos bajo una misma manta, abrazados los unos á los otros. La idea de la sociabilidad, atribuida al hombre como característica propiedad racional, en el corro de los que sentados hablaban, bebían vino y se reían unos de otros. De tal manera en aquella tribu de salvajes civilizados el embrión de todos los gérmenes de la vida social se patentizaba claramente.
El hielo que caía le hizo volver á la tienda, y sentado en el camastro, sin pensar én cubrirse los piés, que se quedaban fríos, estuvo largo rato, puestos los codos sobre las rodillas y la cara en las manos. Parecía que los propios pensamientos pesaban en aquella cabeza, haciéndole buscar el apoyo y sosten amorosos de las manos,
—¡Pero qué infamia!—dijo en alta voz.—¡Pobre María Luisa! ¡Qué dolor tan profundo el suyo! Sí, yo haré lo que debo Enriqueta lo sabrá Enriqueta es buena, tiene el alma sencilla, y bajo la apariencia de la frivolidad oculta su alnla los hondos senos de la virtud Ella comprenderá que no hay resistencia en la mujer para ciertas desgracias ¿Pero encontrará extraño mi Ínteres? ¿No ha de existir la abnegación entre loá hombres? ¿Habría entónces cosa más vil y despreciable que la humanidad?
Interrumpió su monólogo para mirar la lumbre del cigarro. Diríase que con ella quería qufemar un pensamiento rebelde y perverso.
—No, no Eso es un absurdo Yo no siento aquí idea mala, instinto criminal, ni ánsia de nada que no pueda decir en medio de las gentes Yo amo á mi mujer y á nadie más Enriqueta primero, Enriqueta despues y siempre Enriqueta Pero ¿he de proscribir de mi alma sentimientos caballerosos y rectos? No..... no no. Yo defenderé á María Luisa, ó intentaré defenderla por lo ménos.....
Volvió á callar. El pensamiento rebelde avanzaba en medio de las negativas, como un rayo de luz en medio de las nubes.
—Pues entónces, si es tan inocente y noble mi propósito, ¿por qué me muerde, me muerde aquí dentro, en el pecho?
Nuevo silencio, en el cual resonó á lo léjos el campanilleo de un carromato que cruzaba la senda de Ternere-ros por junto al campamento de Trempez. Don Genaro volvió á hablar.
—No me morderá más—dijo.—Yo le arrancaré, como se arranca una cana que recuerda los tiempos añejos.....
Sí, porque esto que vibra en mi alma es una hilacha de aquella red de amor que yo arrojé léjos de mí hace tanto» años ¿Cómo, cómo se ha quedado dentro de mí esa hilacha miserable y maldita? ¡Yo no amo á María Luisa, yo no ámo á nadie! ¡No quiero quererla! y ñola querré.
Se oyó más léjos el campanilleo del carromato y la voz del gañan qué cantaba de esta manera, con pronunciación andaluza muy marcada:
—¿Cuánto tiempo hace que no la veia?—siguió Genaro. —¡Mucho! ¿Me habia acordado de ella? No.....
¿No me casé enamoradísimo de Enriqueta? Sí Entonces, ¿qué disparate inconcebible es el que me sucede? ¿Qué vuelco en mis ideas? ¿Qué dislocación en mis juicios? ¿Es que el corazon es una vil entraña, de la cual no puede el hombre responder? ¿Es un reloj que anda cuando quiere, y no cuando debe, y señala las dos cuando está obligado á señalar la una? No puede ser Yo soy libre y mi voluntad mánda en todo yo, en mis instintos y en mi cerebro, en mis manos y en mis obras. Quiero andar, y ando. Quiero pensar, y pienso. Quiero querer.....
Interrumpió sus ideas otra copla del carromatero, el cual sin duda las enviaba por la boquita del corazon á alguna hembra andaluza que le aguardaba en las orillas del Genil, tejiendo cestos de mimbre, como Penélope tejía el lienzo sin término.
—Quiero abrir mi alma, quiero verla eu toda su entereza, quiero medir su hondura y tocar sus llagas.....
¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué no estoy con Enriqueta? No tengo precisión de abandonarla, y la abandono.
¿Su compañía no me agrada, según eso? Sí, me agrada; pero, sin embargo, la evito ¿Es que temo que lea en mis ojos mis dudas ?..... Seamos francos..... No es eso Es que prefiero y busco la soledad. Donde ninguna pupila humana me vea, puedo ser sincero conmigo mismo.
Otra vez cantó el carretero:
—Pero si es un absurdo Enriqueta vale más.....
Es más bonita, más joven, más amable Me adora.....
Yo corté del árbol materno esa rosa, y me empeño en que dé más aroma la que otro cortó.....
La garganta del gañan era incansable. De nuevo cantó :
—Parece que la razón se ha fugado de mi alma. Todo lo que en ella pasa es absurdo Es como si de repente la tierra detuviera su movimiento de traslación y el sol empezase á girar alrededor de ella Yo amo, yo amo, y no puedo dominar la tendencia de mi corazon.
Mucho rato trascurrió miéntras el pensamiento de don Genaro experimentaba esas vacilaciones. Giraba cual faro de luz movible, que ora presenta el cristal luminoso, ora la pantalla negra, y el mar de la pasión ya se iluminaba, ya se oscurecía. El frió del alba fué ganando los músculos del Ingeniero, y cuando por la abertura de la tienda, que no habia cuidado de cerrar, penetró una tibia y triste claridad cárdena, un temblor sacudió su cuerpo.
—Me he quedado hecho una estatua—pensó.
Buscando las pieles, se las echó encima. Entónces sonó léjos, muy léjos la bocina que llamaba al trabajo.
—¡A la lid!.....¡ A la lid! —decia.
—Sí, sí, al trabajo—exclamó D. Genaro levantándose con súbita resolución.—Al trabajo..... Al deber.
XVIII
Cuando la madre dice «Yo», habla de sus hijos.
¡Ni la Pajaróla siquiera supo la escena habida entre Clavo y doña Pazita! Fué, pues, tan grande como el lector quiera la sorpresa que experimentó María Luisa cuando, llegado que hubo á Casa-Arijona, halló vacío el nido de la clueca ave. Oyéronse las vcces de María y de Justina buscándola por todas partes.
—¡Tia Pazita!
—Paz.
Subieron hasta el palomar y descendieron hasta el jardín madre é hija sin encontrar á la devota. Entonces anochecía, y la Pajaróla se les acercó trayendo una luz en la mano.
—¿Y doña Paz? —preguntó María Luisa.
La Pajaróla venía asustada. ¡Dios mió! Algo grave habia ocurrido. Doña Paz salió de casa muy temprano, pues á las once de la mañana, hora en que la criada volvía de la fuente con su herrada de cobre en la cabeza, no estaba ya en Casa-Arijona. Una vecina la habia encontrado á las doce en la puerta de la iglesia hablando con el tio Clavo, el cual se expresaba ardorosamente, manoteando y echándose atras el apabullado sombrero. La vieja quería volver á meterse en la iglesia, pero Clavo la detenia por una punta del pañuelo, y tirando de ella, como quien tira de un carro, la sacaba poco á poco del atrio. Llegó gente, y doña Pazita se decidió á seguir al picaro enredador. Perdíase aquí el hilo de las investigaciones de la Pajaróla, que habiendo pasado el dia inquieta por suceso tan inverosímil, no habia dejado de inquirir, preguntando á todos. Reanudábase la historia á las cinco de la tarde, esto es, pocos momentos ántes de llegar María Luisa y Justina de San Juan de Cabuérni-ga. A las cinco habían visto á doña Paz asomada detras de los cristales de una ventana baja en casa de Güemes el americano.
—No es preciso saber más—exclamó María Luisa.— ¡Dios mió!.... ¡Un nuevo enredo de esos infames!
Y sin poder parar sus lágrimas, nuevamente se deshizo aquel dolor en llanto.
—Pero ¿no vendrá más? — se preguntó á sí misma, miéntras desnudaba á Justina para acostarla. — ¿Qué le hemos hecho, qué le hemos hecho? ¡También ella!.....
Hasta los santos de la iglesia van á mover su mano para tirarme una piedra.....
Justina no quiso dormir en su cama, sino en el lecho de la madre.
—¡Tengo miedo!—dijo.
— ¿De qué ?—repuso María.
—De nada..... es decir. de todo— No puedo cerrar los ojos..... Veo relámpagos—
— ¿ Dónde ?
—En los ojos Despues veo procesiones de bichitos dorados..... Luégo siento unos latidos en la frente.....
—Mi vida duerme.....
—¿Contigo ?..... ¡ Sí!..... *
—Conmigo.....tesoro.
En brazos llevó su tesoro María á la cama grande. Hízolé arrodillarse.
—Vamos á rezar—dijo.
Pero Justina no quería.
—¡Echada!.... Echada rezaré Me pesa la frente.
—¡Dios mió! ¿ Qué tienes?
María fué quien rezó entonces, sin mover los labios. Las grandes penas hacen evaporarse del alma el perfume de la oracion. Es como si se acercara un ascua á nn grano de incienso.
—Tápame—suplicó Justina.—Quítame de la frente el pelo, que me abrasa Ponme tu mano sobre los ojos.....
Ahora abre estos dos deditos para que yo te vea por entremedias.
Obedeció María Luisa y con sus dedos afilados y lindos construyó un á modo de celada eje miras, con que cubrió la frente y mejillas de su hija.
—Ahora descansa—dijo á ésta.
—¿Y tia Pazita? ¡ Se ha ido!
María Luisa no supo qué decir.
—Sí, hija mia—repuso.
—¿Para siempre?
—Para siempre no!
—¿Y por qué?
—Por Yo no sé por qué Pero duerme y descansa, hija mia.
—¡Agua!
María Luisa dio de beber á Justina, y con la punta del pañuelo que traía al cuello enjugó los labios de la niña, que entreabiertos respiraban con ánsia. Por momentos crecía el ardor de sus muñecas y el frió de su frente. Despues tornó á despejar la frente de Justina, sobre la cual caían mechones de pelo con suma gracia.
—¿Te acuestas?—preguntó despues de un rato la enferma.—Mira, mamá, no apagues la luz porque si me despierto á oscuras, me ahogo y me parece que no me despierto..... Échate vestida á mi lado.
Obedeció por segunda vez. Ya no se acordaba María Luisa de San Juan de Cabuérníga, ni del notario D. Saturnino, ni de pleitos, ni de nada. Él pensamiento todo lo llenaba Justina, en cuyas quejas veía el síntoma pro-fético de una de esas crisis que ponían la vida de aquella niña en peligro. Entonces se echó la culpa María. Luisa de haber producido la enfermedad de Justina. El paseo de la mañana con una humedad tan grande en la atmósfera, las agitaciones de un largo dia de miedos y disgustos, el espectáculo de las lágrimas maternas, habían producido en Justina su efecto natural.
—Y se morirá—pensó con horror María.—Y yo tendré la culpa, y me ahogará el remordimiento.
—Mamá, ¿por qué te llamaba de tú D. Genaro?
Era una pregunta que á María Luisa le pareció un puñal.
—¡Duerme!—dijo.
Así se le dice á la conciencia: «Calla. x» Pero la conciencia preguntó de nuevo :
—¿Por qué?
—Hija mia—respondió María Luisa incorporándose para mirar á Justina y quitándole la mano del rostro— porque hemos sido amigos cuando pequeños.....
—¿Cuando eras como yo?
—Sí.....
—Pues no me gusta*
—No seas boba.....
—No quiero que te llamen de tú porque me acuerdo de papá, que te llamaba de tú también.
—Peto escucha, mi bien..... No le digas á nadie que me llama de tú.
—¿Por qué?
—Porque ¡ Ay, hija mia!..... Porque.....Tú no lo entenderías por más que te lo dijese ¿Quieres tú que te arranquen de mis brazos?
Justina se agitó entre las sábanas como un ave asustada.
—¡Mamá, mamá no! No quiero, no quiero.....
Mira, si viene un juez á arrancarme de tus brazos, como esta tarde decia .el notario..... despiértame! Yo me iré contigo..... ó me mataré. '
—¡Tesoro de mi alma!—exclamó María Luisa, ver* tiendo nuevas lágrimas.—Bésame.....¡ Así!.....
—¡Un juez! j Será un hombre malo!
—No. ¿ Por qué?
—Porque decia el notario que un juez es el que nos tenía que separar. ¿No es un juez el que coge á los ladrones?
—Sí.
—Pues eso está bien hecho. ¿Cómo, entonces, separa á las madres de los hijos?
—Tú no comprendes eso ni te hace falta Duerme.
—Y si viene D. Genaro llámame también.
—¡Qué ha de venir I ¿ Estás loca?
—No estoy loca Sólo estoy asustada.
—¿Pero de qué, niña de mis ojos, prendamia, de qué?
—¿No te lo he dicho?—exclamó Justina con el enojo y amargura que produce el no ser comprendido.—De todo. Del juez, del notario, del ingeniero, de todo.....
Cuando se durmió Justina, María Luisa descendió del lecho y se sentó en una silla cerca de él. Lloró, rezó, pensó, y cuando el día vino, hallóla la luz nueva de hinojos y con la cabeza sumida entre las manos.
No dos, sino tres días tardó el Ingeniero en volver á Casa-Arijona. Llegaba decidido á comunicar á su mujer sus pensamientos todos; su deseo de no asistir indiferente á las desventuras de su huéspeda; su propósito de emplear el prestigio de su condicion y amistades para tener á raya las demasías de aquella familia pleitista, miserable y odiosa, nido de alacranes en que habia caído una alondra. Pero Enriqueta estaba aquella noche séria, displicente y mal humorada.
—Ha llegado Roberto—dijo.
—¿Aquí? —preguntó D. Genaro con sorpresa.
—A Pamplona.....Y desde allí me ha escrito Ven drá pronto á vernos Trae muchos encargos de mi mamá para mí y para tí también.
Don Genaro creyó que era inoportuno hablar de María Lnisa. Nada dijo, pues, de su encuentro con ella ni de Jas explicaciones que en su conversación habían mediado. Aquella noche se encontró á su antigua amiga en el jardín, y la habló de tú; pero á otro día, cuando estaba delante Enriqueta, puso buen cuidado en llamarla de usted
XIX
Pasan muchos dias.
La crisis que experimentó la salud de Justina apartó durante un largo mes la atención de María Luisa de todo negocio, y ni una sola vez fué á Lugareda á enterarse de qué trámites seguía aquel hormiguero de pillerías tan bien trazadas por D. Saturnino Ceano y el tio Clavo. ¡ Largo mes fué, sí! Mes sin noches, porque no se desnudó María Luisa ni se cerraron sus párpados. Mes sin dias, porque no vió en ellos el sol alegre de la vida sonreirle ni un solo instante. El notario vino alguna vez á advertirla los manejos de sus enemigos; á excitarla, para que saliese de su abatimiento é inacción; á probarle con largas razones que si no andaba lista é iba á Pamplona, y buscaba influencias cerca de los magistrados, y si no se asía á buenas aldabas, tendría que verse perdida sin un pedazo de tierra sobre que caerse muerta. Pero al hablarla de «caerse muerta», María Luisa miraba con triste ternura á Justina, que escuchaba en su cama todas las palabras del depositario de la fe, y no podia dominar una lágrima que resbalaba por sus mejillas como una cuenta de cristal por una placa de marfil. Desesperado se mostraba el notario al ver la indiferencia de María Luisa, para quien no habia otro peligro cierto por entónces que la dolencia de su hija.
Y dicen que pasó Febrero, y que Marzo pasó, y que llegó Abril. ¡Sol divino y fecundo, padre del amor, sé bien venido! Justina le saludó con una carcajada aquel día en que, descorriendo el cortinaje de muselioa del lecho materno, una banda de luz dorada se dibujó en la blanca ropa. No pudo dominarse la enferma cuando de tal suerte y con tan lucido cortejo de átomos vibrantes é inquietos de polvo dorado llegaba la salud á buscarla. Escurrióse de los almohadones que la rodeaban formando un como trono de la enfermedad; culebreó entre la ropa, y en el centro de la cama, donde la faja de sol caía, puso su cabeza. Deshechas las trenzas, ondeante el cabello, medio cerrados los párpados bajo el peso de la luz, suspirantes los labios, á que la nueva vida daba color; movible la delgada naricilla como el hociquillo de un precioso animalito; trasparente el cutis, que por sobre los pómulos adquiría leve matiz azulado, haciéndose visible el serpear de las venas aquella cabeza, envuelta y bañada por el sol de Abril, podía servir de asunto á una paleta como la de Manet ó Fortuny.
—Hoy me vestiré—dijo.
—Sí Luégo—contestó la madre.
—Zapatos nuevos..... delantal nuevo pendientes nuevos ¡Ni maja ni nada que voy á estar! Dame un beso Mira el sol..... ¿No puedes mirarle? Yo tampoco ¿Por qué no podrá una mirar al sol? ¿Ha subido doña Enriqueta?
—Sí preguntó por tí Despues de comer te esperará en el jardín.
—¿Iré al jardín?
—Irás al jardín.
—¿Y jugaré? Pero si ya se me habrá olvidado correr.
—Haces lo que los pájaros nuevos, que se tiran al aíre y el aire mismo los enseña á volar.
—Bueno, eso es me soltaré en el aire á ver si corro.
—También viene el padre Gallostra.
—¿Solo, ó con dulces?
—Bien sabes que el Padre nunca viene solo cuando viene á verte.
—¡Viva!.... ¡Viva! — gritó la niña palmoteando.
—Pero á las cinco te acostarás.
—Me acostaré.
—Pues arriba, mi alma Ponte derecha Persígnate..... pero bien Esa cruz se hace con más esmero sobre la frente porque te libre Dios de malos pensamientos.....
¿Y D. Genaro? ¿Qué habían sido sus proyectos de protección á María Luisa? Llevábalos aún en el pecho, pero sin realizadlos en mucho ni en poco. Más despacio, pensó las siguientes cosas: que no servirían de nada sus influencias en asunto de aquella naturaleza; que tal vez un ínteres, que él mismo no podia explicarse sin atribuirle abominable origen, despertaría sospechas en Enriqueta, exponiendo por ende, sin provecho de nadie, su ventura; y pues que el pleito iba despacio por la natural lentitud de las negociaciones españolas, y María Luisa no se ocupaba de él poco ni mucho, dedujo que habrían desaparecido los peligros perentorios y terribles que en un principio la voz pública le atribuyó. Ademas de todas estas razones tenía otras para no pensar en endiablados pleitos en que nada le iba ni le venía. «No me ocuparé más de esa mujer. ¿Soy su hermano?.....
¿Soy algo suyo? Pues entonces, ¿qué obligación ni qué deber tengo de exponerme por ella al naufragio de mi felicidad?» Genaro no era lo que en el lenguaje del mundo se llama «un carácter», en el sentido de que no tolerase dentro de su espíritu dudas y vacilaciones. ¡Estaba tan acostumbrado á dudar! ¡ habíase detenido tantas veces ante ese dintel sombrío en que desfallece la razón humana! Era en esto tan hijo de su siglo, que cuando una nube invadía su alma, no tomaba á gran empeño el desvanecerla,, por más que le enojasen las cosas turbias y poco precisas. Inquiría, buscaba, pero brevemente, y luégo dejaba dormir su conciencia sobre el haz de las sombras. Por más que se preguntó á sí mismo qué mezcla de alegría y de tristeza se apoderaba de su alma al ver ó al pensar en María Luisa, no se atrevió nunca hastia entonces á resolver si debiera llamarle «simpatía», «amor i), «compasion», ó si habría que ponerle otro ro-tulillo más sutil de los que sirven para clasificar los sentimientos humanos en la especie de coleccion ontológica del psicólogo.
Había llegado á fines de Marzo un primo lejano de Enriqueta, Mr. Roberto Helmont, ingeniero de la Compañía francesa concesionaria del ferro-carril directo á Beimiel, y encargado de trabajos de explanación, bajo las órdenes de D. Genaro. Hospedóse, como era justo, en Casa-Arijona, y Enriqueta le dispuso un cuarto humilde, pero bonito, con sus colgaduras blancas en la reja, su lecho de hierro cubierto de colcha de lana, en que habia estampadas con tinta azul escenas de Pablo y F¿r-ginia, y su mesa de pino, claudicante y temblona—mesa de sistema nervioso tan desarrollado, que parecía haber servido á un poeta melenudo para escribir sobre ella un par de alforjas de dramas románticos.—Todo le pareció bien á Mr. Roberto, que, sentándose de golpe en el lecho, corriendo las cortinas en su varilla de hierro con gran arrastre de las anillas, moviendo la mesa y hurgando el reloj que completaba el mueblaje, decia muchas veces con infantil y ridicula risilla :
Original/..... Original!C'estdróle!
Era un mancebo de linda presencia, pequeñito y delicado como una dama. Su enteco pecho, sus muñecas delgadas, su tez pálida, decian que Monsieur no andaba muy allá de salud. Tenia los ojos azules, poco expresivos, pero graciosos por su propia ingenuidad; la nariz correcta y breve, el labio desdeñoso y lo bastante grueso para que sirviendo de signo á un temperamento sensual, no quitase ni una sombra de beldad al conjunto. El pelo lo traia con melena y era rubio y propendiente á formar bucles detras de las orejas. Las gentes decian al verle: «¡Vea V. qué hombre tan bonito! y» Hablaba con talento; sabía insinuar las ideas más peligrosas; leía muchos libros de literatura, y su espíritu, un tanto plagado de la epidemia de sutileza, revelaba ese culto de la forma que arrebata al artista frívolo la llave de la verdad. El mundo, en cuyas manos había andado mucho el lindo muñeco de marfil, le habia atusado, peinado y charolado, dejándole én el alma unas acerbas gotas de ese volterianismo práctico, que perfuma el trato superficial y envenena los sentimientos y los afectos hondos.
—Estás preciosa—dijo en francés á su prima.—En cambio, tu marido ¡qué ridículo! Es un Bobinson
Crusoe, al año de estar en su isla.
A veces la decia :
—¡Bien te aburrirás! No, no, no me lo niegues.....
Eso se conoce en todo.
Su curiosidad no tenía límites, ni se paraba en las fronteras de la indiscreción.
—¿Eres feliz?.... ¡Me parece que no!.....¡Ese Gena ro no vive en el mundo! ¡Está en Babia! No te has casado con un hombre sino con un compás matemático, que se clava en el plano de la vida y no sabe más que medir T lo siento de véras j Qué dolor produce que una mujer espiritual como tú, preciosa como tú, y joven ademas, pase por el jardín sin saber lo que son flores!
Le ponía malo la idea de pasar un día entero solo en el campo. El caballo en que salía á ver las obras de Trempez más tenía de Bocinante que de Babieca, pero él decia al subir en sus flacos costados :
—¡Hé aquí mi potro!.....
—¡No es mal potro! —le hicieron notar.
—Sí, señor potro, de tormento.
Cuatro mañanas de sol y cierzo le abrieron el cutis, y esto le desesperó grandemente.
—¡Maldito campo!..... ¡Muera el idilio! Nunca he comprendido á Virgilio cantando sublimidades dé la selva.....
Quedábase, pues, en Oasa-Arijona, mientras Genaro apénas permanecía en ella sino durante la noche.
Una de ellas supo éste que Justina estaba peor y que María Luisa habia llorado mucho.todo el día. Cuando pasó el puente de Arroyo-Corambre, hallóse con él viejo Clavo, que venía en su jaca de Lugareda, y por él supo que el pleito de la viuda iba . muy mal, y al darle esta noticia el gran Nepomuceno soltó una risilla de todos los diablos y le miró con impertinencia. Molestó á Genaro aquella risita y aquel aire de burla, que no se podia explicar, pero no se decidió á preguntar al viejo el por qué de una y otro.
—¿ Sabrán que me intereso yo por la suerte de esa desgraciada ? — se dijo.
Despues de cenar, miéntras su mujer jugaba al écartó con Roberto, salióse al jardín. Era una noche de Abril, tranquila y serena, sin nubes ni frío. Vertía la luna.au luz cárdena por sobre el paisaje, aumentando la blancura del humo que echaba la torre de Doñana, y el brillo de las estrellas, que parpadeaban cual pupilas que de cuando en cuando hacen esfuerzos por fijarse, en algo y lo contemplan atentas y curiosas. Oyó abrir la ventana del dormitorio de María Luisa, y vió sobre la sombra de la estancia su perfil albo destacarse vagamente. Una suprema angustia se apoderó de Genaro.
—¡Bien está que no exponga mi dicha por ella! Pero cuidado con dejarme llevar del egoísmo ¡ Abandonarla á las inclemencias del cielo y de los hombres!.....
¡Eso sería una infamia! No, no.....
Dió un par de vueltas por entre los matorrales de, boj y zarza que llenaban el área del jardín, y se detuvo á oir el quejido de una noria lejana y el cántico desapacible de un coro de sapos. Las cortinillas blancas de la ventana baja del comedor dejaban salir mucha luz, y en medio de la estancia se veian la cabeza de Enriqueta y sus manos sosteniendo los naipes. La mano derecha de Roberto se movía con viveza, como acompañando á una muy animada discusión.
—Subiré ahora — pensó Genaro. —¿Qué pensará de mí María Luisa?.... Creerá que soy un hombre cruel, sin entrañas, un grosero Porque ló más natural en este caso hubiera sido ir todos los dias á informarme del estado de salud de su hija.
Entró en el portal, subió la escalera, no sin echar una mirada á la puerta del comedor, y penetró en casa de María Luisa. Por primera vez se vio frente á frente con una dulce realidad, que él juzgaba desvanecida para siempre. Sus nervios vibraron con violencia; sintió gran frió en las sienes, fuego en los párpados, pesantez en el corazon. Nadie encontró en la sala, que estaba sin luz. Siguió avanzando y se halló en un gabinete amueblado con sillas antiguas de reeio nogal. Una lamparilla nocturna lucia sobre una cómoda y envolvía en tibia claridad la estancia. Habia allí mil detalles que hablaban de María Luisa: un pañuelo olvidado sobre una silla, un mantón con que solía abrigar su gallarda persona, el piano que tanto tiempo llevaba sin voz, condenado asilencio. Una ola de dolorosas memorias invadió el pecho de Genaro. Quiso retroceder.
—¿A qué conduce todo esto? — pensó con ira. —No debí subir.
Temía, sin saber qué habia allí que pudiese inspirarle temor. Fue á volver hácia la puerta. Entonces la lamparilla chisporroteó, y su luz se ahogó y se encendió con crecientes y decrecientes llamaradas, haciendo sabir hasta la mitad de las paredes la sombra que trazaba con su círculo de luz la boca de la vasija que la contenía. Apagóse, por fin, y quedó Genaro en la más completa oscuridad. Dió una vuelta sobre sí mismo y se desorientó. Ya no se acordó del lugar hácia donde caía la puerta. Adelantó sus manos en la oscuridad y palpó el aire. Oyó ruido cerca de sí. Era un vestido de mujer que rozaba el pavimento. La contrariedad de Genaro frisó en enojo contra sí mismo. Una voz sutil le decia al oído: «Ahí está; ésa es.»
—María—murmuró Genaro todo lo bajo que pudo.
Se escuchó un grito.
—Yo soy Genaro—añadió éste.
—¡Cómo.....tú..... usted!—exclamó María Luisa;—se ha apagado la lamparilla.
Huyó hácia la alcoba. Sí, huyó: aquello faé huir. Al poco rato volvió con una bujía en la mano.
—He sabido que Justina seguía mal — dijo procurando serenar su acento el ingeniero — y he querido.....
—No está peor esta noche—repuso María. — Ahora duerme Pero es un speño agitado Sus labios se mueven como si hablase bajito con álguien.
Genaro no sabía qué responder ni qué preguntar. Unas palabras eran desechadas en su mente por asaz frías; otras, por demasiado expresivas.
María Luisa también expresaba en su semblante la más viva inquietud.
—Hoy he sabido que tus enemigos no cejan—dijo por fin el ingeniero.
—¿No cejan? ¡Mira cómo está Justina! Lo demas nada me importa. x
—Sin embargo—replicó Genaro, conmovido con aquel rasgo de amor maternal, que habia ennoblecido y santificado el rostro bello de María Luisa.—-Sin embargo.... es preciso evitar que triunfen.
Hubo una pausa en el diálogo. Luégo se reanudó diciendo ella:
—Mira, yo no puedo ocultarte mis inquietudes Yéte Déjame Si te vieran aquí.....
—¡Si me vieran aquí!—repitió con el más proñmdo asombro Genaro. — ¡Si me vieran aquí! ¿Qué sucedería?
—¿Nada sabes, según eso?
—Nada.
—¡Oh Dios mió!.... ¡No me perdonas ni la vergüenza de tener que repetir semejante infamia! Dicen.....
—¿Qué?.....acaba Me llenas de curiosidad.
—Los hermanos de mi marido quieren arrancarme de los brazos á mi niña, á mi Justina porque suponen que ¡Virgen Santísima, qué injuria! porque dicen que falto á la memoria de Bartolomé que deshonro su casa.....
—¡Que deshonras.....
—Sí.....
—¿Y quién.....
—¡Tú.....
Pronunciaban medias palabras, monosílabos, y se comprendían, sin embargo, por completo. La inocente complicidad de sus espíritus descifraba el misterio que su oscuro lenguaje parecía envolver. Él y ella pasaban como sobre ascuas sobre aquella idea, y uno á otro se ayudaban para salir pronto de ella. — Genaro meditó.
—¡Miserables!—dijo.
Y no pudiendo contener una explosion de ira, de lástima, de odio, de amor, prosiguió de esta manera :
—No te conocen Tú eres un ángel; tú no puedes pecar Estás glorificada por tus desgracias, y en medio de ellas áun hay quien se atreve á profanarte Te han echado en un monton de zarzas, y viéndote entre ellas te arrojan barro ¡ Dolores y vergüenza! Hé ahí el lote de fortuna que Dios te otorgó al nacer.
—Véte Ya lo has oido Tu compañía da la razón á mis enemigos.
—¿Y he de irme? Te quedarás sola, sin defensa.....
¡Yo te ampararé como pueda!.....
—No hagas tal Déjame. Acercarte á mí es denunciarme Querer protegerme es condenarme sin remedio. Tu presencia echa una sombra sobre mí.
—¡Y la murmuración logra convertir esa sombra en mancha!
Nuevamente callaron los dos. María Luisa se acercó 1 de puntillas, inclinada la cabeza como para oir hácia la puerta del dormitorio donde descansaba Justina.
—Muchos dias he pensado en decirte lo que acabo de decirte Pero no me he atrevido Iba á suplicarte, por favor por lo que más quieras en el mundo que te marchases de mi casa que te fueses.....
—Eso sería peor Eso sería darles la razón..... Huir es temer ¿ Qué tenemos que temer tú y yo de los deslenguados? Quien levanta la frente como tú no es culpable.
Pero María Luisa, á pesar de no ser culpable, bajó la frente, como bajo el peso de un remordimiento ó una duda.
—¡Es verdad! — dijo.
—Pero es que en este país—añadió Genaro con renovado furor—basta que un pillo diga una cosa para que los jueces le crean.
—¡Tienen pruebas!—exclamó ingenuamente María Luisa.
—¿Pruebas? ¿pruebas? ¿pruebas de qué? — exclamó Genaro como lelo.—¿Aquí se tienen pruebas de lo que se ha soñado?
Luégo cerró los labios con fuerza, temiendo que se le escapára su secreto en medio de su exaltación.
—Quiero decir que tienen pruebas falsas para justificar sus invenciones miserables Mi cuñada Pazita, á quien han sacado de mi casa, se ha dejado engañar..... Es de ellos ¡También viene contra mí!—añadió María Luisa. — Mi cuñada Pazita declarará en falso si es preciso.....
—Pero ¡qué gente, Señor, qué gente! Te rodean las culebras, los alacranes, los bichos más repugnantes de la naturaleza! Es preciso sacarte de su poder.....
—Cómo ?—preguntó María Luisa, miéntras su boca se contraía por leve sonrisa amarga.—Hay que dejar que las leyes se cumplan. Eso dice D. Saturnino el notario, que se toma mucho ínteres por mí.
—¡Las leyes! ¿toleran esas pilladas las leyes?
—Él dice que no pero yo yo veo que sí.
Iba á seguir hablando María Luisa, pero en la alcoba sonó un grito y la voz de Justina, que exclamaba*con terror.
—¡Mamá, mamá! Vén ¡Ay qué miedo!..... ¡no te vayas!.....
—Adiós, adiós véte—dijo María.
Dejó al Ingeniero, que salia ya precipitadamente, cual’ un criminal sorprendido preparando un delito que áun no ejecutó totalmente. Si hubiese observado todos los ojos de las llaves colocados en las puertas por donde pasó, entónces habría podido ver en alguno una pupila escrutadora que le observaba. Era Enriqueta, que al abandonar aquel observatorio, ideado por los celos, oyó decir á su primo:
—¿Y ahora? ¿ Dudas aún?
María Luisa habia en tanto volado al lado de Justina.
—Aquí estoy, mi vida—dijo á su hija.—¿ Qué tienes?
La niña abrazó á su madre, miró alrededor del lecho con los ojos más espantados qne jamas un ángel pudo tener, y balbuceó trémula y convulsa, como quien repite ideas concebidas durante el sueño :
—Soñé que te llevaba un hombre que me dejabas para siempre ¡ Qué horror ! ¡ Qué miedo! Mira..... mira que nunca salgas de mi cuarto cuando venga D. Genaro.
María Luisa se quedó horrorizada, muda, presa de loco dolor ¡Su hija, su hija también!
XX
El túnel de Garriguedo
El cura lo dispuso, defendiólo Enriqueta, pronunció en su apoyo Roberto un discurso que hizo reir á todos, y fué preciso aceptar la idea. Tratábase de una gira campestre al cerro de Carriguedo, donde los obreros acababan de abrir un túnel que debia poner en comunicación dos llanuras. María Luisa se resistió á ser de la partida, pero el padre Gallostra se empeñó en que venciese sus tristezas y los acompañára. Ademas, el doctor Buendía fué de opinion de -que la salud de Justina ganaría con aquel esparcimiento. No era, por otra parte, una diversión, sino un sencillo y honesto paseo, eñ que la amenidad de cielo y tierra constituirían el principal encanto de los expedicionarios.
—Justina beberá la salud en el aire de la primavera, mojado con el rocío de los helechos y perfumado con la respiración fragante de los tomillares — dijo el médico.
Y el Cura, acercando sus labios al oido de María Luisa, añadió :
—¡Usted está triste!..... En el campo está Dios, que alegra; Dios, que anima; Dios, que consuela y fortifica.....
Venga Y Yo, cuando me siento triste, me salgo á la cerca del Pilar-Mojado, me siento en aquel alto que hay en su promedio, y extendiendo mi mirada de izquierda á derecha, parece que saco á pasear mis penas, y vuelven al cuerpo como dormidas y tranquilas Venga usted al campo.
Fué preciso. Dieron las siete en el reloj de la torre, y ya hacía dos horas que el sol miraba aquel camino por donde iba la cabalgata. El padre Gallostra tenía un caballejo andarín, de sueltos remos y condicion mansa, con el cual solia ir á la caza* de perdices. Se obstinó en conducir á Justina, y la pequeña amazona cabalgaba delante del Padre. A su lado, en una plácida y serenísima jumenta, María Luisa seguía, y detras, cerraban la marcha Don Genaro, Roberto y Enriqueta, los tres en sus caballos, y esta última gallardamente vestida de amazona, con su sombrero de paja negra encima de los dorados ojos, comparables á gotas de oro. Mas adelante, y con media hora de ventaja en el camino, Pacorro iba conduciendo en la muía de la huerta, no más pequeña que un dromedario, copiosa ración de vituallas en dos cestos tan grandes como serones, bien repletos de cuanto Dios crió para solaz y gusto de los humanos gaznates.
Enriqueta no era la Enriqueta que nosotros conocemos. Era una mujer desasosegada, en cuyo rostro á ratos dominaba la sombra y á ratos la luz. Imaginaos un mundo en el cual cada cinco minutos amanezca y cada cinco minutos caiga la noche, y comprenderéis bien el estado de su semblante. Miraba á María Luisa con impertinente fijeza, deteniendo su caballo junto á ella.* Luégo le fustigaba: adelantándose á todos, iba á ocultar una lágrima de rabiosos celos en el velo del sombrerete, y entónces el sol jugaba con aquella lágrima, como si fuese una partícula diamantina, un insecto de luz, preso en la red de una araña negra. Despues volvia á incorporarse á la cabalgata y exclamaba en francés :
—Roberto, corramos Desafio á tu caballo Este mió corre más mucho más.
Y Roberto, que no deseaba otra cosa, seguia la veloz carrera del caballo de Enriqueta, una viva jaca de la sierra, de no mala estampa, que un vecino habia alquilado para la gira. Por seguirles una vez Genaro tuvo la mala fortuna de que su recio caballo diera un paso en falso, y metiendo sus cascos en un hueco causado por las lluvias, arrojára al jinete, que fué rodando buen trecho por el campo. María Luisa dió un grito y detuvo la jumenta, tirando con todas sus fuerzas del ramal. Enriqueta y Roberto de nada se percataron, pues el galope de sus caballos les impidió oir el grito de María Luisa y las exclamaciones del padre Gallostra y Justina. Genaro se levantó del suelo sonriendo.
—¿Qué te has hecho? ¿Qué se ha hecho V.?—
balbuceó María.
Púsose roja de pudor despues de haberse puesto pálida de miedo. Creyó primero que Genaro se habia matado, y luégo temió que el Cura hubiese escuchado sus palabras. «¡Si ha oido que le llamo de tú ¡qué vergüenza!» ‘
—¿Un tropezon?—preguntó el Padre.
—Nada—repuso Genaro.—La mano izquierda me duele un poco.
—Veamos, hombre, veamos—dijo el padre Gallostra acercando su caballo al Ingeniero.
Le tocó la muñeca, y no advirtió síntoma de dislocación. Genaro no habia dejado de sonreír, y su mirada, fija en María Luisa, enviaba hasta ella fulguraciones amorosas.
—Un pañuelo Yo le vendaré á V., que algo se me alcanza del arte de curar—dijo el Padre.
Bajó del caballo, puso á Justina en brazos de su madre, que la estrechó con fuerza, á la manera como el náufrago se abraza á la tabla salvadora.
—¿Tiene V. un pañuelo, Mariquita Luisa? preguntó el Cura.
María Luisa se quitó el que traía al cuello y le pasó á las manos del Padre.
—Eso es—añadió éste—estire V. el brazo ¿Duele?
—No es cosa.
Vendó fuertemente, haciendo toda la presión posible, y la muñeca de Genaro recibió sobre la piel el dulce calor del cuello de María Luisa que áun conservaba la seda. Corrióle por los nervios un estremecimiento, que suprimió durante algunos instantes el dolor de la lujación. El caballo no podía moverse. Se habia torcido una pata y era imposible hacerle andar.
—¡Ahí te dejo!—exclamó el Ingeniero.
Siguió á María Luisa á pié. El Cura habló del suceso, buscando explicación á la caida; pero ni Genaro ni María Luisa le escuchaban. Aquél llevaba la mano metida en la solapa del chaquetón, el sombrero calado háciaatras, y debajo del ala la nublada frente, hacia adivinar el estado de sus ideas. Aunque María Luisa no era elegante, tenía sí ese encanto de la innata gracia, realzado por la hermosa plenitud de sus líneas. Genaro la contempló con arrobamiento. Aquel dia, sin saber por qué, su fuerza de voluntad, fatigada, dejaba obrar á otros impulsos. Era como el carcelero que, cansado de apretar con su hombro la puerta del encierro, vacila, se retira y deja salir el enjambre de furiosos prisioneros. Era como la mano que, incapaz de sostener por más tiempo la pesada piedra, la abandona á propia gravedad. ¡Qué bella le parecía! Su cabello dorado mate, dividido en dos alas, coronábase de la luz viva del sol. El pañuelo de seda negra, cubriendo el peinado y ajustando sus pliegues de toca judaica sobre la cabeza, realzaba con pintoresco contraste el claro matiz del pelo. Iba á cuerpo, y su corpiño de negro merino palpitaba debajo de la garganta con el anhelo de una respiración fuerte. Llevaba sobre sus rodillas á Justina, y juntas, delante del rostro de ésta, las pálidas manos, tan finas y tan sutiles, de dedos tan agudos, que parecían un precioso juguete de marfil. Sus labios entreabiertos iban á exhalar un suspiro; sus párpados, que otra vez hemos comparado á hojas de rosa, abatíanse, como temiendo hallar frente otra mirada. En su interior no la llamó Genaro ideal esposa, amor de Dios, delicia del alma, lirio y paloma, ni ningún otro sutil requiebro místico de los que tan en moda se hallan. Llamóla sonrisa del espacio, luz de las luces, fuego escondido, fresco arroyo que va al mar y le endulza, calma de los sentidos y zozobra del corazon; y la comparó con la Virgen María huyendo por Egipto en la jumenta sagrada. Si algo de carnal deseo habia en su amor, disipóse en humo ante aquella plácida figura, como el benjuí puesto al fuego. Pero el amor se encendió más, y al sublimarse se agigantó, y al hacerse puro se hizo invencible. •
Llegaron al túnel despues de las once de la mañana. Antes habían llegado Enriqueta y Roberto con los caballos muy fatigados y el rostro sudoso. Informáronse del accidente ocurrido, sin que Enriqueta manifestase gran susto del peligro corrido por su marido. Estaba séria, y s as palabras vibraban como flechas, buscando sitio donde herir. No podía ocultar más bus celos, su rabia, su odio á María Luisa.
Los obreros saludaron á su Jefe, suspendiendo breves instantes la faena. Despues la ancha y negra boca del túnel se los fué tragando uno á uno, y sus zapapicos mordieron otra vez el granito y pedernal de la montaña agujereada. Sonaban como una dentadura de hierro mascando peladillas de arroyo, y al rozar los duros instrumentos con el sílex sacaban lágrimas de fuego, cornetillas luminosas, minúsculas constelaciones, cuyo fulgor se distinguía entre las sombras del túnel. La vegetación llegaba hasta la boca de éste, y algunos pinos se asomaban á él curioseando las entrañas de la madre tierra.
Para describir aquel lujo con que la primavera llegaba, fueran necesarios los colores del acuarelista. Poned aquí una línea verde ondeante y detras manchas negruzcas, redondas, proyectadas por los robles. Más allá, imaginaos que del suelo arrancan, por las caceras del agua, familias de culebras retorcidas en manojos: tal parecen los mimbres y leucoriasí cuyas ramas secas y filamentosas sacuden buenos latigazos al aire cuando éste pretende acariciarlos. Un encinar espeso domina la lejana altura, defendiéndose de la segur destructora. La tierra está llena de mil innominada* florecillas, que se mezclan en un cáos de colores y perfumes. Citaré en aquel congreso de Flora á las humildes campánulas blancas y azules, cada una de las cuales está habitada por una abeja; á los coros de minutisas, á las guirnaldas de clemátidas, á las compañías de carraspiques y á las escuadrillas de rojos berros navegando en los remansos de los arroyos. Estos compiten con la tierra en esplendor prolífico, pues engendran allí mil variedades de pequeñísimas hierbas, cuyos nombres llenarían un diccionario. En las partes secas, sobre los peñascos y en las umbrías, el invierno se ha dejado sus encajes de liquen y musgo, rojo oscuro éste, plateado y gris aquél. Forman la nota transitoria entre este matiz y el del floreciente follaje los troncos de los plátanos, del color del rayo de la luna ó del vientre de los peces del Mediterráneo. El matorral de lentiscos, gallombas, zarzas, guinderos nacientes y chaparros bajos entrelázase y se confunde. Las hojas tienen en aquel paño vegetal bien distintas formas: unas son redondas como monedas; otras, lanceoladas; agudas éstas, y de entre todas surgen tallos desnudos, agujas y zarcillos, que se enredan unos en otros como pámpanos de vid. El pincel paciente y luminoso dé los flamencos podría reproducir estos detalles, no mi desmañada y tosca pluma.
María Luisa estaba hechizada.: ¡Qué hermoso dia! ¡ Qué divino panorama! ¡ Qué esplendor y lujo en cielo y tierra! Yeia á su hija sonriente y alegre, y en su rostro animado encontraba un reflejo de aquel conjunto de suprahumanos regocijos.
Un mantel .extendido sobíe la hierba, y sobre él toda la máquina culinaria, señal fué“de sentarse en torno, formando corro los paseantes. Comiendo se habló de muchas cosas indiferentes; pero á mediodia, despues de que el sol se empezó á cubrir de nubes, con la llegada de Dióscoro Ercilla, que venia á pié, sudando, jadeante y en la más ridicula figura que idear pudo el dios de la caricatura, la alegría se reprodujo á su costa. Las bromas que Roberto y el bien humorado Cura le dirigieron no fueron parte—con ser muy várias y chistosas—á sacar de su mudez á Enriqueta ni de su silencio contemplativo á María Luisa. Genaro sonreía tal cual vez, pero sus miradas iban inquietas desde su mujer á su amada.
—¡A pié!..... j La poesía á pié! ¡ Qué horrible desacato á las musas!—dijo Roberto.—¡ Beba V. ese trago de ambrosía!
El padre Gallostra propuso luégo al poeta que fleci-diese qué pájaro era el más bello de la naturaleza. Sin vacilar repuso el poeta :
—Es el cisne.
—Es la alondra—dijo el Padre.—¿Usted no se acuerda de aquello que el gran poeta Melendez, paisano mió, dijo de ella?
—¡Melendez!.....¡ Buen poeta está Melendez! — ex clamó Dióscoro ahuecando á la par su voz y su melena. —Es un ramplón, un coplero frió y sin pizca de numen. Los contemporáneos de V. eran pésimos poetas ¡Melendez, el Conde de Noroña, Sánchez Barbero, Cadalso! Pues ¿dónde me deja V. á Forner, que cantó á un
caballo del ExcmoSr. Principe de la Paz? Oigan ustedes lo que le dice el vate al bruto :
¡Un caballo engreído de llevar á un indecente tirano, que entra en Palacio por la puerta de la alcoba! Nuestros ideales son más grandes, más altos, más sublimes.....
Decía «nuestros» pensando en Víctor Hugo y en sí propio.
Enriqueta apénas abría la boca, ni para comer, ni para hablar. ¡Qué hipócrita le parecía la placidez virtuosa que expresaba el rostro de María Luisa! ¡ Qué miserable la conducta de su marido! Yárias veces tuvo que volver el rostro para que Genaro no descubriese en ella signos de aquella rabiosa tempestad, cuyas espumas en lágrimas calientes salpicaban á sus pupilas. Genaro también estaba preso de zozobra. La atmósfera tenía emanaciones de electricidad. Allí iba á pasar algo Pero alrededor de aquel secreto drama la insignificante conversación seguía alimentada por el Cura, Roberto y Dióscoro.
—Recite V. una poesía suya—pidió Roberto con sorna malévola.
—¿Usted conoce á Víctor Hugo?—le preguntó, ántes de acceder, el poeta.
—Sí, le he visto una noche en eL teatro Francés.
—¡Oh! ¿ V. cómo quiere V. que yo recite versos delante de una persona que ha visto á Víctor Hugo?
Mas insistieron y él se decidió. Púsose en pié, descubierta la cabeza, y empezó á declamar un insípido retazo semi-clásico, semi-romántico, en el que de lo malo de ambas escuelas habia recolectado lo peor. Llamaba á la luna «pálida Diana», al sol, «ruboroso astro febeo», y habia mucho de «Palas tronante y rigurosa y fiera», con lo de «rey del orco horrendo», y cada onomatopeya, que sonaba como una pedrea: metáforas traídas del cabello, rasgos románticos absurdos, y todo lo demas de «lúgubre capuz», «estertoroso hiato», «fúnebre concurrencia de blandones», con un flujo disparatado y pedantesco de poner nombres imposibles á las más imposibles necedades.
—¡Bien, divino!—dijo el burlón Roberto. — Pero tráigame V. un diccionario mitológico* y luégo me conmoveré i Hombre, Víctor Hugo no hace esas cosas!
Sea V. sencillo si desea que le entiendan ¿ Usted quiere ser académico?
Dióscoro defendió su, sistema artístico, citando media biblioteca de autores de esos cuyos nombres no suenan sino cuando se quiere defender un absurdo. Luégo se calló, enojado de la desaprobación que obtuvieron sus versos. Gemís irritabile vatum !
Alzado el mantel, el Cura propuso un paseo.
—Cogerémos violetas ya las hay Y á Justina la tengo prometido un nido de colorines.
Era un santo aquel anciano, en el cual la vejez tenía una sonrisa infantil por careta. Carecía de talento, pero no de buen sentido. Practicaba el bien por instinto. La moral tiene su ley de gravedad, la cual no sujeta á todos los hombres, por desgracia, pero sí al padre Ga-llostra.
La lluvia aguó el paseo poco despues de comenzado, y fué preciso refugiarse en el túnel. Gruesas gotas caian violentas, rápidas, sonoras. Dentro del túnel negro y largo los rumores de la lluvia y el viento adquirían resonancia musical. La lluvia era allí artista. Sonaban las gotas con timbre cristalino, con redoble sordo, como piar de pájaros, como hervir de líquido puesto al fuego; y el aire cortaba, cual un compás de batuta diestra, sus ecos, midiéndolos, empujando unos sobre otros, haciendo flotar las notas agudas sobre las notas graves. Las emanaciones de la tierra húmeda invadían la atmósfera del túnel, produciendo en el pecho de María Luisa un dulcísimo efecto, que se comunicaba á sus nervios, haciendo correr por ellos sensaciones nunca experimentadas. En medio de sus desgracias se sentía feliz, en aquella paz del campo, como parece dulce el agua del mar despues de larga sed que abrasó las fauces. Aquel día, sin que su pobre y humilde inteligencia pudiese precisar el origen de sus arrebatos no expresados de gozo íntimo, parecíale que iba á acabar muy pronto y muy mal, por ser ménos negro que los otros.
Los obreros pusieron en el túnel pedazos de piedras cubiertas con sus mantas para que se sentáran señoras y caballeros. El agua, que rebotaba en el arenoso piso, hizo á unos y otros retirarse á la mitad del tánel, y allí permanecieron en profunda sombra, sólo interrumpida por la lumbre de los cigarros, que simulaban un enjambre de luciérnagas trepando por el muro. Al fin del túnel se divisaba otra vez la luz por el agujero, disminuido con la distancia hasta confundirse con el lente de un telescopio. Las dos llanuras, interrumpidas y separadas por la horadada montaña, se reunian allí, celebrando en aquel profundo seno de la tierra cita de amor misterioso. Eran una alegoría de la humanidad, divorciada de sí misma por las preocupaciones y vuelta á fundir en una gran familia por la civilización.
Genaro paseó hasta el hueco lejano, y en él su cuerpo, interpuesto entre los paseantes y la luz, diseñaba un extraño sombrajo, que causó mucho terror á Justina.
—¡Ay, mamá!—dijo apretándose contra el seno de ésta.—Ese mismo figurón es el que vi la otra noche en sueños, cuando me despertó sobresaltada pensando que te habías ido para siempre.
—¡Calla! ¡no digas sandeces!..... ¡No sueñes des pierta!
—Esta criatura—observó sentenciosamente el padre Gallostra—es como el cigarro del pobre: mucho papel y poco tabaco. Más alma que cuerpo.
—Es un alma y unos ojos—añadió Genaro, que todo lo habia oido.
—Yo me ahogo aquí—exclamó Enriqueta.—¿Quieres que corramos otro poco? — preguntó á su primo.
A pesar de que la lluvia seguía cayendo, él dijo que sí, y María Luisa les vio alejarse con horror, j Con horror, sí! Con horror, porque habia sorprendido momentos ántes la última prueba de una felonía que sospechaba. Roberto habia besado á Enriqueta una y otra vez ambas manos. ¡Qué vergüenza! ¡Allí, en presencia de su marido, en presencia del señor Cura, en presencia de un ángel t Sin duda alguna Roberto y Enriqueta faltaban de la manera más inicua al honrado, al nobilísimo, al más generoso y caballero de todos los hombres. Era tirar el último resto del pudor, insultando con su desvergüenza á Dios y á las criaturas.
Preciso será decir que una noche de las que más gravedad ofreció la dolencia de Justina, María Luisa se habia asomado á la reja del gabinete, y habia oido que en la ventana inferior de la planta baja conversaban quedo dos personas. Cuchicheaban con prudente sigilo, pero la calma del ambiente delataba muchas frases. María oyó la voz de Roberto, que decia á Enriqueta: — «Yo te amo más que él; él no te ama; él ama á » — Y el viento se habia llevado la última palabra, que María Luisa creyó ingenuamente de más ínteres haber cogido al vuelo. Oyó de nuevo con redoblada atención, y entonces distinguió la voz de Enriqueta, que replicaba:—«Déjame. Tú no me amas, cuando te atreves á injuriarme suponiendo »—El viento se llevó otras cuantas palabras.—« Eso que dices de Genaro no es cierto. Es una infamia. Quieres engañarme » — Nueva interrupción del viento. Cuando se pudo oir de nuevo el diálogo, los dos interlocutores hablaban en francés. Enriqueta lloraba. Es de notar que Enriqueta, por amor á su marido, habia desterrado de su linda boca el idioma de Eugenia Grandet. El volver á hablarle en aquel momento fué diputado por María Luisa como un signo elocuente de que ganaba terreno en su espíritu la idea de que Genaro no la quería. Pero esta creencia no bastó á encender en María Luisa sospechas contra la entereza del honor de Enriqueta. Tuvo vergüenza de sí misma, horror de la injuria que se le imputaba; porque no dudó ni un mo? mentó que aquella mujer á quien Roberto suponía que amaba Genaro era ella. Y juntamente una alegría infinita y un miedo pavoroso nacieron en su alma. Viéndose nnida por el lazo de una calumnia á aquel hombre, su espíritu se estremeció. ¡ Qué dicha! El mundo los ataba con el único lazo que no se rompe nunca: el lazo del crimen. Pero al mismo tiempo, ¡ qué vergüenza! ¡ qué vileza! ¡ qué ignominia más grande! ¡verse señalada por la opinion como una mujer indigna! Aquella calumnia, promovida por una familia innoble de pleitistas, habia prendido el fuego del 'deshonor en la estopa seca de la maledicencia pública. Ya habia devorado un domingo en la iglesia ese fruto envenenado del desprecio; ya habia sentido el rescoldo del pudor ofendido sobre sus suaves mejillas bajo una mirada preñada de horrores y suposiciones afrentosas. ¡ Cubrir de deshonor á su hija! ¿ Hay mayor crimen ? Ella se acusaba de sus sentimientos despertados por las hablillas del vulgo, por las persecuciones de sus cuñados. Habíase visto abandonada de todos, insultada por la misma ley, que admitía y amparaba las mentidas aseveraciones de una demanda trazada con vil arte, y dentro de su alma habia acariciado la idea de encontrar amparo, cariño, calor, compasion ¿por qué no amor ? en aquel hombre á quien la encadenaban con los eslabones hechos ascua de una miserable calumnia.
Pero que ella se condenase á sí misma no quitaba un grado de infamia á la de la conducta de Enriqueta y Roberto. Cuando los vio galopar por la llanura, cuando el flotante vestido negro de Enriqueta se perdió en una revuelta del follaje, experimentó deseo de llamar á Genaro y decirle lo que ella sabía. «Es ser cómplice de un crimen el ocultar á este hombre lo que pasa»—pensó* Pero no se atrevió á referirle lo que habia visto. Parecía que Roberto y Enriqueta se llevaban el crimen y que ella se quedaba con el remordimiento. Su inquietud fué horrible. No pudo contener su llanto, y le ocultó detras de la cabeza de su hija, cuyos lacios y sedosos cabellos se humedecieron de lágrimas.
Al regresar á Casa-Arijona, ya puesto el sol y sosegado el cielo, María Luisa vio cerca del pueblo un hombre alto, vestido con lujo excesivo, pero sin gusto, que llevaba de la mano una niña. Esta traía cubierta la cabeza de un ancho sombrero de paja, con cintas azules, que pendían sobre la espalda. El padre Gallostra se acercó á María Luisa y le dijo al oido :
—¿Ha visto usted? Es D. Patricio Esa esa es su hija.
María Luisa les habia visto tan de cerca, que él y la ciega tuvieron que detenerse para dejar paso á la cabalgata. Miró su rostro y descubrió en él una sonrisa de amenaza. Creyó que sus temores, sus miedos sin causa, sus remordimientos sin culpa habían tomado cuerpo y forma visibles. Estaban allí, delante de ella, en aquel grupo borroso que formaban D. Patricio y Petrilla, y cuyas siluetas vagamente esclarecia la luz rojiza de un sol medio hundido entre nubes sangrientas.
Cuando llegó á Casa-Arijona se encerró con Justina, rezó de hinojos ante el cuadro de la Yírgen y derramó muchas lágrimas. La niña, llena de espanto por tan extremadas muestras de dolor, no se atrevió á interrumpirla; vestida y todo, de rodillas, junto al sofá, fué quedándose dormida, y sus labios, contraídos por triste pucherillo, llevaron al palacio fantástico del sueño todo el llanto que debían haber vertido sus ojos en el mundo de los vivos. Por primera vez María Luisa se habia olvidado dfe su hija en un arrebato de dolor. Acostóla sin despertarla; besó tres veces su frente, sus labios, sus manecitas cruzadas como las de un niño muerto. Luégo quiso cerrar las maderas de la ventana, por las que la luz de la luna entraba en inundación de resplandores cárdenos, y al ir á poner su mano en la falleba retrocedió horrorizada. Habia creído ver allí léjos¿ donde el campo libre empieza, á todos los hermanos de su marido amenazándola con los puños cerrados y la actitud colérica.
XXI
Como San Antón.
Estaba Genaro asustado de los progresos que el amor á María Luisa habia hecho dentro de su alma en un dia. Quiso arrancar de raíz aquel arbolillo que le retoñaba en el corazon. Púsole el pié encima; pero el arbusto seguía prosperando.
—Puesto que su vista es la que me fascina, no la veré.
A otro dia salió de madrugada en su caballo y decidió no poner los piés en Arijona en muchos dias. Tan preocupado iba, que ni advirtió en los párpados de Enriqueta señales de llanto, ni en su despedida evidente frialdad.
—Iré mirando al sol, y no volveré mi rostro para mirar aquella ventana á que María Luisa suele asomarse.
Y como si pretendiera imponerse con la rigidez de los músculos el sacrificio de una última mirada, asentó la cabeza sobre el pecho y apretó el cuello en los hombros. Pero parecía que una fibra pendiente de sus ojos se le quedaba atras, y cuanto más andaba, con más violencia le tiraba de ella el recuerdo de la indebidamente amada mujer. No pudo, no pudo vencerse, y tornó el rostro al gol. ¿Dónde estaba para él el sol? En aquella ventana estrecha y larga, de quicio y marco negros, en cuyo centro una cabellera rpbia se encontraba, refulgiendo bajo la luz del renaciente dia.
Luégo espoleó al caballo y huyó con rumbo á los terraplenes de Trempez. Una vez en ellos, comenzó la mas necia y disparatada existencia que místico enamorado siguió para vencer rebeldes, infernales instintos, pecaminosas pasiones y carnales arrebatos.
Horas enteras vagaba solo por los campos, y suelta sobre el cuello del caballo la brida, libre de la atención que roba á la vida interna el trabajo de la marcha á pié, dejaba vagar su pensamiento por un espacio ilimitado, lleno de luz y colores. No conseguía refrenar sus anhelos. Se ahogaba teniendo ante sus labios el aire perfumado, bueno para la vida y grato para el aliento. Sobre aquella pendiente donde el sol sonreía dorando las entradas de un dulce abismo, á que por irresistible imán sentíase llamado, escuchaba invocaciones misteriosas: «¡María, María, María!» Sonaba este nombre en sus oidos, y las trémulas hojas de los álamos, al agitarse, presentando alternativamente su carita oscura y su carita blanca, añadían á la sugestión amorosa el encanto de mil rumores, cada uno de los cuales hallaba expresión en el alma de Genaro. — «Te ama» — decia un eco.— «Es tuya» — decia otro. — «Tómala»—añadía un arroyo que venía á besar los cascos del caballo, trayendo en su cristal reverberaciones fulmíneas del sol poniente.
Genaro detenia el caballo. Este olfateaba el aire, que venía cargado de humedad y embriagadoras punzantes emanaciones odoríferas. El jinete descendía á tierra, y dejando en libertad al noble bruto, echábase sobre la hierba. Puesta la cabeza entre las manos é hincados los codos en el césped, permanecía horas enteras mirau-do el pequeño mundo de lo microscópico, aquellos bosques de tallos dorados y verdes, aterciopelados unos y ásperos otros, cuál rígido á modo de alambre, estotro blando, suave y temblón. Habia allí tal cantidad de mariposas amarillas, que cuando Genaro se tendía sobre la espalda y, apoyada la cabeza en el tronco de un almez, miraba el cielo, nubes de ellas, movibles y vibrantes, pasaban entre la curva azul y sus ojos.
No era propio de un señor ingeniero, ni de un hombre respetable, ni de una persona formal, vida tan ridiculamente contemplativa; pero la verdad ante todo, y áun cuando nuestro ámigo Insausti decaiga en la consideración del lector, no ocultarémos ninguna (Je sus acciones, que álguien diputará extravagancias risibles.
A veces arrancaba un puñado de hierba, pasaba revista á cuanto con tenia, y con distracción infantil veia salir por entre los dedos que oprimían el menudo follaje una hormiga roja, un gorgojo azul ó una mariquita de San Antonio, que al detener su redondo cuerpo bajo el fino vello de las falanges, parecía un lunar de la piel. Contemplaba con silenciosa curiosidad la labor colectiva de un enjambre de hormigas. Pero preferia contemplar el cielo, beber con las pupilas sedientas de luz en el océano de colores que desde el confin curvo del horizonte subía en irisada marea hasta donde resplandecía el sol; prestar oido al concierto armonioso del hombre y la naturaleza, distinguiendo y clasificando sus rumores, como un músico clasifica las notas de la sinfonía que escucha. Era la campanilla de una res vacuna la que servia de dominante á todo el monólogo de los campos dormidos. Despues, una banda de chovas cruzaba por lo más alto del cielo, y ya parecían constelación errante de estrellas negras, ya nube de piedras cayendo de un planeta volcánico, y su chilladiza, que tiene mucho del cuarreo de la rana, podia hacer acudir á la mente la idea de que iban partiendo nueces y arrojando las cáscaras al suelo.
Una tarde estuvo con los ojos cerrados mucho tiempo; tapto, que al abrirlos se vió rodeado de sombras. Habia muy de prisa caido la noche, y su sorpresa fué grande al mirar en la negra techumbre las estrellas, que vertían su luz suave, de donde fluye la poesía.
El Guadimiel corre á la derecha, y hácia sus márgenes corre Genaro muchas mañanas ansioso de respirar los efluvios del agua. Las hierbas van creciendo conforme más se acercan al rio, y en 6us mismas orillas hay tantos lian teles, juncias, mimbreras y espadañas, que es preciso abrirse calle con ambas manos, desgarrando aquel velo de verdes hilos, que encubren los secretos de ondinas, nereidas y demas gente mitológico-fluvial, en quien no cree ni pizca el ingeniero, á pesar de sus extravíos paganos y panteistas. Los sauces tienen metidas sus más largas ramas en la corriente, é inclinados sobre ella parecen sofocados caminantes que se detienen junto al rio y humedecen en él sus manos jugando con el agua y haciéndola saltar. Plantas acuáticas, el goemon entre otras, agitan bajo el fugaz espejo sus verdes cabelleras, y la corriente las dilata ó las encoge con su peine de cristal, ora rizándolas, ora distendiéndolas, ya partiendo sus hebras y poniendo un arco iris en cada una, bien juntándolas en un haz, con evidentes intencione de trenzarlas.
Jamas pudo imaginar Genaro lo que fuese la primavera, ese despertar de un sueño, esa aurora despues de la noche invernal. Y entonces la veia, no ya en abstracta idea mal encerrada dentro de vagas líneas, sino con forma casi humana, como una mujer hermosísima que venía á ponerle sus manos luminosas sobre los labios, y á besar sus párpados miéntras dormía. Despertaba con el alba y sentía bajo su cuerpo los estremecimientos de la tierra, por la que sus nervios excitados creían percibir la circulación de los vitales humores. Iba luégo saliendo el sol, y todo adquiría colores nuevos. El valle de Trempez tenía fosforescencias cambiantes y simulaba una grandísima tela de tisú agitada bajo la luz meridiana. Yivia la tierra como un pecho enamorado. A veces, llevado de su alucinación, iba Genaro á poner su mano entre la hierba, pensando palpar debajo las palpitaciones de un corazon enorme. Quería tomar posesion de aquellos efluvios amorosos de naturaleza, de toda hermosura de cielo y campo, de aromas y colores, de luz y armonía, del sol y del arroyo, y pretendiendo abarcarlo en inmenso abrazo material, como su mirada lo abarcaba al pasearse de oriente á occidente, ya imaginaba conseguirlo alzándose sobre una eminencia del terreno, ya estrechando un manojo de flores y llevándose sus cálices rotos entre los dedos. ¡ Siempre se le escapaba algo, y ese algo era lo que ansiaba poseer I Pero no era todo apacible y dulce en esta vida, porque de improviso le acometían desprecios de sí mismo, y al hallarse vagabundo, inactivo, pueril, más que pueril, afeminado, sin el dominio de la razón en impulsos y deseos, sin el erobernalle del buen sentido guiando las locuras de la imaginación, se incorporaba, daba un silbido al caballo, que, asustado, erguia bruscamente la cabeza y las orejas, montábale con presteza, hundía las espuelas, y corría en desesperada carrera, viendo pasar á su lado los álamos como un ejército en retirada, hasta que, sudosa la bestia y él molido, daban en los terraplenes, donde se encerraba en la tienda á dibujar y escribir. Su mano agitada no hallaba; los signos ni el aplomo de las líneas rectas, y dibujo, lo mismo que escritura, incorrectos, bruscos, desfigurados é incomprensibles, parecían la taquigrafía absurda de sus pasiones violentadas. Escenas puramente idílicas embelesaban su ánimo, llevándole por distintos caminos al recuerdo de María Luisa. Se sentía enternecido, confuso, anhelante de llorar, y su corazon le pesaba como si de plomo fuese, y parecía tener dentro del pecho una gran angustia y falta de aire, y cada noche de desvelo añadía nuevos grados de amargura á la copa de sus enojos, y cada amanecer era más triste.
Una cosa pudo observar Genaro en aquellos dias de soledad errante, en que tuvo tanto espacio para examinarse interiormente, y fué, que todo el espectáculo que devoraban sus ojos, todos los rumores que llegaban á sus oidos, todas las sensaciones que despertaban sus nervios, armonizándose en una misma idea, parecían corresponder siempre á ella. Así, si las cavilaciones de la noche fueron penosas, el sol le parecía, al salir, más oscuro, ó tan vivaz, que ofendía las pupilas, arrebatando por su propia violencia todo el encanto al paisaje; el aire asaz húmedo; la espesura y laceria de matorrales y lentiscos demasiado molesta, y todas las zarzas venían á herirle las manos, y todos los cardos y espinas á penetrar con sus uñas afiladas la pana del pantalón de campo.
—No está fuera de mí el remedio de mis culpas— pensaba entónces Genaro.—Viendo este gran panorama de Trempez me siento morir de pena, á pesar de ser él la misma alegría Dentro, dentro del alma es donde hay que mirar y curar.
XXII
Batalla perdida por un ángel en defensa de dos.
—¡Es la segunda! — dijo Clavo á D. Patricio, poniéndole delante de los ojos un papelillo azul.
—¿Y ñola pagan?—preguntó con ansiedad Güemes.
—¡No la pagan!..... Esto es atroz. Mire V., D. Patri cio mis intereses se van resintiendo Yo no puedo esperar más tiempo Pero ¡ á qué extremos conduce el caprichoso sino! ¡ Qué burlas hace! Eso de que yo.....
yo yo (al decir « yo j», se señalaba á sí mismo con el dedo) tenga que prestarle dinero á V á V.....
—Pero esas dos letras protestadas no lo han sido por culpa mia. Usted me dijo que tenía relaciones comerciales con la casa Love and Co.
—Cierto.
—Que le sería grato y útil servirme de corresponsal con ella, aceptando letras mias contra esa casa, en cobro de las cantidades que al desembarcar desquité allí.
—Muy cierto.
—Que V. se gana un buen tanto por ciento de comisión.
—¡Cáscaras!.....Pues es claro.
—Bueno, pues ya cobrará usted.
—Ya cobraré ¿Y cuándo?
Clavo miró con ojos de odio al Americano, y se cruzó de brazos al oirle, como hombre cargado de razón, que no necesita defensa de sus opiniones, en actitud de martirio injusto. Luégo descruzó sus delgados brazos, como se deshace el nudo de una soga, y exclamó :
—No, señor D. Patricio, poco á poco. «r Una cosa es la amistad, y el negocio es otra cosa.» Usted puede derrochar su dinero, meter las manos en un saco de oro, desparramarlo sobre las gentes sobre las gentes Pero el dinero ajeno el dinero ajeno no es de usted.....
y mi dinero es una cosa muy santa, muy sagrada.
Levantó la cabeza al cielo, comparando mentalmente la santidad de su dinero con la santidad de Dios;
—El hecho—continuó despues, dando salida á uno de los muchos pensamientos de indignación que le hervían en el cuerpo.—El hecho es que la casa esa Love ó como se diga, ha suspendido sus pagos.
—No lo creo.
—Pues yo sí lo creo.....Y en ese caso, V. se habrá que dado sin un cuarto. *
—¡Es imposible!
—¡Torres más altas he visto yo caerse!
—Pero V. ¿qué datos tiene?.....
—Primer dato,—dijo Clavo contando por los dedos: —No haber pagado la primera letra de 6.000 reales. Segundo dato: no haber pagado la segunda letra de 20.000 reales Total: dos datos que valen reales mios.
esto es, más que todos los datos que en contra se puedan presentar.
Don Patricio Güemes se hallaba en el comedor de su casa, sentado junto á la mesa, cargando de tabaco francés una pipa que representaba una cabeza de negro con un sombrero calañés puesto de medio lado: el negro echaba el humo por los ojos y recibia el tabaco en la copa del sombrero. Clavo en pié, con el suyo puesto, lo cual era extraño en la fina cortesía que acostumbraba emplear con el Americano, apoyaba ambos puños en el hule de la mesa. Petrilla, no léjos del balcón, prestaba atento oido á cuanto decían su padre y su padrastro.
—Usted tiene demasiada desconfianza, ¡rediablo!— gritó Güemes.—Yo no creo que la casa Love and Co. haya suspendido sus pagos Pero áun así su deuda de V. quedará zanjada prontamente.
Clavo no se andaba por las ramas; así fué que preguntó :
—¿Tiene V. ahí reales?
—¡Hombre! No.
—Pues no «veo modo de cobrar.
Güemes habia tratado de tranquilizar al viejo, pero entonces necesitó tranquilizarse á sí propio. La idea de que la casa de Cádiz, donde tenía depositada su fortuna, hubiese quebrado, por absurda que le pareciera, podría ser verdad. Y entónces, ¡pobre Petrilla! ¿Estaría condenada aquella ciega á ser una mendiga? Sintió un grande ahogo y mucha pena. Pero su deseo mandó á su razón recoger ideas en contra de tal fracaso. Creia que alejando sus temores alejaba el peligro.
De repente Clavo dulcificó su airado rostro de dragón tísico, quitóse el sombrero, rascóse la amarilla 7 estrecha cholla, buscando traje decente para un pensamiento procaz. Por fin pareció encontrarle, y vistiéndole prontamente, dijo:
—Si V. quiere.....
—¿Qué?—preguntó Güemes aplicando al sombrero del negrito una cerilla y chupando con brío hasta encender el tabaco.
—Si V. quiere ayudarme á buscar un medio de cohonestar sus intereses y los mios Quiero decir, que usted tiene seguridad de que la casa Love no haya quebrado. Pues yo no la tengo. Usted tiene seguridad de que su fortuna no se ha perdido; pues bueno. Usted, para tranquilizarme á mí me hipoteca esta casa que yo le vendí y que V. me ha pagado ya totalmente.
—¿Está V. loco?—murmuró Güemes echando por la nariz abundante columna de humo.
—No. Es una prueba de cordura, por el contrario, lo que yo diga.... Págueme V., si no, en seguida.
—¡Me hace V. reir! Usted piensa que yo soy algún pobreton, y me trata como á tal.
De nuevo se puso el sombrero el avaro, y dejó de mirar con ojos dulzones. Echó unas gotas ele ácido en su lenguaje y dijo:
—Pues, amigo, yo no puedo esperar más tiempo.....
He celebrado un contrato con sus hermanos de V., que me obliga á entregarles cierta suma;.... Tengo que pagar la contribución Necesito dinero Vea V. modo de pagarme.
—Hoy mismo escribiré al banquero de Cádiz.
—No le contestará á usted.
—¿Cómo?
—Pitando se ha ido á América. Usted trajo de allí su fortuna. Pues allí se la ha vuelto á llevar el banquero.
—Pero ¿es posible?
—¡Toma! ¡ Y tan posible! ¿ Cree V. que yo hablo á humo de pajas?
Don Patricio se revolvió en su asiento, y dejó en la mesa la pipa, que siguió humeando sobre el hule por los ojos del negro.
—¡Carastólis! ¡Rediablo! Usted miente—gritó.
—¡Rediablo! j Carastólis! No, señor. Y porque no miento y sé lo que me hago, venía decidido á pedir á usted una hipoteca sobre esta casa, y á excitarle para que se active el pleito contra la viuda..... Porque se lo participo: si V. no gana ese pleito y no recobra los bienes que detenta doña Mariquita tendrá V. que ponerse á ganar el pan con el sudor de su frente Está V. más pobre que cuando se fué.
—¡Demonio! Usted se bromea.
—¡Incrédulo de los diablos! Le digo á V. que no.
Le repito á V. que no Piénselo V. despacio Yo me voy á por el notario Ceano para que esta noche me firme V. el documento.
—¡Hombre! Usted abusa de mí.
—No hay abuso. No hay nada más que un derecho que me asiste.
Sin despedirse ni dar lugar á réplicas, alejóse Clavo mal humorado y rabioso, y cuando hubo desaparecido, como toro picado de tábano, Petrilla se levantó, y acercándose á tientas á su padre, dijo:
—Padre no te importe el que seamos pobres.....
Ahora es cuando empiezo á quererte Si no tuvieras ni una hilacha ¿ves tú lo que es una hilacha?.....
pues si no tuvieras lo que se llama una hilacha, entonces sí que estaría yo segura de que eres mi padre.
Abrumado bajo el peso de la noticia que le habia disparado Clavo, quedó largo rato Güemes sin saber qué resolución tomar. Su frente, llena de arrugas precoces, adquirió en aquel instante tres dobleces más, que nunca habían ya de borrarse. Mucho rato estuvo escuchando la voz delgadilla de su hija, que le sonaba como una caricia, pero sin entenderla ni prestar atención á lo que decia.
—Padrecito—murmuraba Petrilla sentándose en las piernas de Güemes y aumentando el cariño de sus ex-. presiones á medida que era más hondo y visible el dolor de D. Patricio.—No te apures ¿Es verdad que somos pobres? Mejor Yo volveré á trabajar.....Tú trabajarás también Mira: á mí me tenían dicho que tú eras hijo de un rey judío y que venías de una tierra en que habia pozos llenos de ochavos del moro y centenes El centenes una cosa así como una estrellita pequeña*.... ¿verdad ? ¡ Yo no he visto ninguno! No te apures.....
Pero mira: lo que te pido de rodillas es que no hagas caso de ese mal hombre, del tío Clavo Yo no le he visto nunca la cara ¡Como soy ciega! Pero me parece que debe tenerla así como un perro porque cuando habla ladra Me tienes que cumplir lo que me has prometido ¡ Cuidadito, que me lo cumplas! Si no, no te quiero Como hagan daño por tu causa á doña Marica Luisa no te vuelvo á besar, no te vuelvo á abrazar, no canto más, y te trataré siempre de usted ó de duque.....
Petrilla suspendió su charla para besar á su padre, el cual no habia atendido ni á una sola palabra de todo lo que la ciega le decia en su incorrecto estilo, lleno de graciosos barbaríamos. Güemes pensaba en si resultarla cierto lo que le habia participado el avaro. « Es que la Providencia me abandona cuando quiero reparar mis culpas. Me condenaré y haré desventurada á mi hija. ¡ Po-brecita mia! j» — No es fácil describir el estado del ánimo de aquel hombre, que se despertaba despues de largo sopor con unas sensiblerías y unos arrepentimientos sólo comparables á la nerviosidad excitada en un miembro enfermo, despues de operado por cruel cirujano. Todo le ofende y mortifica, y todo le produce dolor.
Petrilla, notando la distracción de su padre, cogióle la cabeza entre las manos y exclamó:
—Óyeme, padrecito, quiero que me oigas Doña
Marica Luisa es más buena que todos los santos del cielo y su hija Justina es al modo de un ¿ngel sin alas ¡ Más veces me han dao de comer cuando ese tunarra del tio Clavo me mataba de hambre T una tarde en que me pegó unos cachetes ¡el judío!..... y me echó de casa y tuve que pasarme la noche en la calle, doña Marica Luisa ¡ca, si es una Virgen, un Dios con vestido de señora!..... me dió dinero, y al Alcalde le habló de lo que habia hecho el tunarra del tio Cara-dé-perro Y le dijo vamos, yo no sé pero me acuerdo de que le dijo qué no me podia abandonar á un verdugo como aquel, porque yo era «menor» ¿Qué es ser menor? Así como ser chiquitín debe ser eso ¿Pero no me oyes? ¡ Buen multazo le echaron al tunarra del tio Cara-de-perro! Él le pagó en moneas de plata Yo le pagué en coscorrones Por eso quiero que no te metas con doña María Luisa, porque eso de responder con una pedrada á quien le ha dado á uno un bolló es cosa de judíos.
Todo esto pasó inadvertido para el Americano, el cual, echando entónces de ver que estaba sobre sus rodillas la ciega, exclamó en uno de sus arrebatos, que la gente calificaba de salidas de loco:
—No creas tú que eres pobre, á pesar de lo que dic&
Clavo Eres rica aun ¿ Estás triste por eso ?.....
Pues alégrate.....
Y que quieras que no quieras, la llevó á un armariejo antiguo que en el vecino gabinete habia, y abriéndolo con priesa, sacó una esportilla de tejida palma llena d& oro, y meneó las monedas para que Petrilla oyese el timbre cristalino de las relucientes piezas.....
—¿Oyes? Mete aquí los dedos Escarba aquí y verás qué lindo monton de oro..... Pues áun tengo más..... mucho más ¡Todo para tí!
Los ojos de Güemes estaban espantados y enardecidos, y cuando agitaba las doblillas, las onzas, los ducados americanos, los dollars, que de todas estas monedas en la esportilla habia, diríase que trataba de aumentarlas haciendo que se multiplicasen entre sí como imaginariamente se multiplicaban entre sus dedos.
—Pero si yo no digo eso—exclamó la ciega, un poco disgustada con el poco caso que hacía su padre de lo que ella habia dicho — Yo no quiero moneas Lo que yo quiero es que eches á palos de aquí á ese tio Cara-de-perro, que te está volviendo loco que está haciendo contigo lo que las culebras con los gatos recien nacíos: embobarlos para comérselos luégo. Lo que te pido no son onzas, sino que no te metas con la señora doña Marica Luisa ¡ Ay padrecito! Óyeme Mira que yo no quiero oro ni plata ¡Misté oro y plata!.....
¡Si eso no sirve de ná!
Pero D. Patricio no podia escuchar ninguna de las palabras de su hija. La idea de verla pobre y de no poder reparar sus culpas con puñados de oro, haciendo rica á aquella á quien ántes habia hecho desgraciada, sonaba dentro de su cerebro como una campana rota, con lúgubre funeral alarido. Incomunicado con el mundo, dejó á Petrilla, á quien tenía cogida por la cintura, y se paseó por la estancia, tropezando con los muebles, en el apogeo de su pasión dominante, como lobo enjaulado, como águila á quien cruel cazador sacó los ojos y encerró entre rejas. ¡ Su fortuna perdida! ¡Arruinado!
¡Sus miles de duros corriendo burro en la maleta de un canalla! ¿Para qué era entonces su viaje á Arijona? Habia dado á conocer á su hija una vida cómoda para tener luégo que entregarla á las durezas de la miseria. Era una crueldad inusitada, y áun cuando él no tenía culpa en el desenlace de sus propósitos, los pecados de su vida anterior proyectaban sombra sobre su inocencia de hoy, haciéndole aparecer ante sns propios ojos como un verdugo de Petrilla, como un vil padre, como un hombre despreciable y abyecto.
—¿Qué te pasa?—interrogó Petrilla, escuchando los pasos de su padre.
¡Sí, sí! Tampoco la oyó el desatentado Güemes, que fleguia pensando de este modo: «—Arrancaré á esa viuda los bienes que me pertenecen He tenido mis dudas, porque creia yo que mi pretensión, aunque legal y ajustada á derecho, no era moralmente buena Pero lo haré. Yo no quiero sino asegurar el porvenir de mi hija. Cometería un crimen por conseguirlo, y áun cuando tenga que sacrificar al mundo entero j Hija mia I
Ella no será pobre, no lo será.»
—¿Pero no me oyes padre? ¿Dónde estás?
Habíase detenido Güemes en el centro de la estancia, como si al encontrar solucion á sus dudas y adherir su voluntad á un propósito, su marcha desordenada se hubiera también parado ante el punto á donde iba dirigida.
—¿Te has puesto malo?—dijo Petrilla buscando á Güemes con las manos.
—No, mi vida Yén aquí.
Cogióla entre sus brazos con ruda explosion de cariño, como la de un gigante que quiere besar á su recien nacido pequeñuelo. Entre sus manos suspendió á Petrilla, columpióla en el espacio, y poniendo los gruesos y barbudos labios en los ojos ciegos de la criatura, besólos una y otra vez. Luégo dijo muy bajo:
—Ciega de mis entrañas, dime que me quieres.....
Yo me mataré por tí Hija mia, sér mío pajarito, hermosa, mona Aunque me hayan robado, tú no serás pobre. Yo arrancaré á esa viuda lo que es tuyo.....
Yo ganaré el pleito Yo robaré á los hombres lo que te debo.....
Petrilla, oyendo estas palabras, se desprendió de los paternos brazos.
-Yas vas á hacer e eso?
Díjolo entre sollozos, y al fin se echó á llorar. ¡ Las lágrimas escapándose de unos ojos sin vista! j Qué horrible espectáculo! ¡ Es la lluvia en un cielo donde nunca ha salido el sol.
XXIII
Bajo el jazmín.
Pero estaba escrito que el conflicto no estallase entonces, y bajo la falsa apariencia de una calma absoluta y de una amistad confiada, se reunieron, ya entrada la noche, á fines de Mayo, en el jardín que rodeaba á Casa-Arijona, Genaro, Enriqueta, María Luisay Justina. La enfermedad pasada habia hecho crecer á ésta más de cuatro dedos, y por su vestido claro, que no creció con el cuerpo, según refieren las Sagradas Letras que acaeciera con la tánica inconsútil del Redentor del Mundo,’ salían sus piernecillas flacas, asomándose al rostro pálido un par de ojos negros, lindos, mirones, curiosos, que parecían tener febril sed de impresiones nuevas.
Poco despues llegó el padre Gallostra, y no tardó en llegar también el poeta Dióscoro, todos los que se sentaron en sillas de paja bajo el pomposo y verde ramaje de un jazmín, que, protegido por enrejado artificioso de cañas, al que ya abrumaba y rendía con su peso, proyectaba una mancha de sombra en la iluminación de la luna. Era célebre aquel jazmín en la comarca. Daba tanta flor, que por el dia parecía nevado, y por la noche embriagaba su aroma y hacía soñar. Tan viejo como el mundo, nacido allí al arrimo de terrosa tapia, en su hojarasca jugaron sin duda los primeros gnomos de los campos vecinos, y las musas de la provincia en los dias de mitológico regocijo.
Quiso María Luisa acostar á Justina, pero el médico intervino en defensa de la niña, y se la permitió una hora más de velada. Roberto no había llegado aún del campo, á donde salió por la mañana en virtud de exigencias del servicio.
María Luisa fué la primera que se sentó bajo el jazmín. Desde que anocheciera manifestó gran impaciencia, y cuando salió la luna y oyó á Genaro hablar cariñosamente con su mujer, no quiso vacilar más.
—Esta noche le revelaré mi secreto— se dijo.— ¡ Es un crimen no dárselo á conocer!
Era indudable para María Luisa que Enriqueta faltaba al honor debido al santo yugo. Por qué fué ella la que primero conoció aquel secreto de vergüenza? Iba por el mundo la pobre pisando culebras, sin tener, como la Virgen María, poder de quebrantar sus cabezas. Ya se habia apoderado la opinion del suceso, y se comentaba en los corrillos de la plaza el escándalo que se cometía en Casa-Arijona, donde el Ingeniero y María Luisa se vengaban dulcemente del infame amor de Enriqueta y Roberto. Las relaciones de aquella espantosa impostura daban apoyo, simpatía y prestigio á los hermanos Güemes, cuya demanda para sacar á Justina de aquel supuesto averno, de aquella casa, donde todos los demonios se habían juntado, estaba favorablemente resuelta en el público juicio ántes de estarlo en los tribunales.
Pero es el caso que María Luisa había sabido aquella tarde que la desgracia y el deshonor de Genaro eran un hecho irremediable. La Pajaróla vino á decirla que en casa de la tía Trapense se habia visto entrar á prima noche á Enriqueta; qi}e poco despues llegó D. Roberto, y que al cabo de una hora salieron uno despues de otro, doña Enriqueta muy triste, con los ojos encendidos de llorar, y el monsieur—que así le nombraban en el pueblo—muy alegre, tarareando aquella polka que nunca dejaba de silbar ó cantar. Añadió la Pajaróla que no era la primera vez que tal escándalo sucedía á los ojos del pueblo entero, y que la tia Trapense, una devota tuerta, hundida de un omoplato y levantisca del otro, llevaba á misa un gran pañuelo, que sin duda mercó con el dinero que el oficio de tercera le proporcionaba, sin contar que todas las mañanas compraba tocino y aguardiente, inusitado despilfarro gastronómico en su mal provista cocina. Maravillaba á María Luisa el fingimiento de Enriqueta, que se mostraba con Genaro fria y algo hostil, como si intentase expresarle enojo y disgusto, siendo ella la que cometía la más tremenda y miserable de las traiciones, miéntras su marido llevaba á cabo ¡ ay ! en el silencio, un sacrificio de afectos que nadie podía apreciar tan bien como María Luisa. Mucho dudó, mucho vaciló; al fin creyó que debía decir todo aquello á Genaro, ántes de que su vergüenza fuese más horrenda é irremediable Pero al encontrarse con él huyó su valor. ¿Cómo empezar?
«¿Pensará acaso que es con mira interesada?.....
¡Oh, qué vergüenza!»— se dijo; y cuando llegó Enriqueta tarareando la misma copla que Roberto tarareaba; cuando vió perdida la ocasion que habia buscado de decir á aquel honrado y nobilísimo caballero: a ¡ Mira alrededor! ¡Esos son tus enemigos! ¡ Aplástalos! ¡Mátalos!», nuevamente sintió -valor. Por tal manera, el cobarde decidido á ser valiente busca el trance, y al hallarle teme, y viéndole despues fracasado é imposible, con redoblado pero ya inútil vigor se embravece.
«Yo encontraré medio de decírselo»—pensó.
—¿Con que, es mañana?—exclamó Dióscoro.
—Mañana—repuso el Ingeniero.
—¡ré al puente Verde á ver pasar esa primera locomotora del tren de palastre Algo se me ocurrirá sobre ello. He de leérselo á V., señor Ingeniero.
—Muy del gusto moderno es cantar los grandes inventos de la ciencia.
—Leopardi tiene una hermosa oda al vapor Yo la haré al vapor aplicado á la locomocion. Ahí viene don Roberto.
Venía tarareando y tosiendo, con el latiguillo de cabalgar en la siniestra, y el sombrero en la otra mano. Antes de sentarse buscó con la vista bajo la sombra del jazmín á Enriqueta, y una tos aguda y falsa de ella le puso en autos. Parecía decirle: «Aquí estoy, hombre. ¡Qué torpe eres!» María Luisa, para quien nada pasaba desapercibido, sintió en su cuerpo un estremecimiento de horror. Causábale odio, indignación asco, la frialdad, el descoco, la desgarrada desvergüenza de aquella mujer. ¡ Y cuándo hacía ella alarde de tan abominable impudor! ¡ Cuando el sublime Genaro ponia singular estudio en que sus miradas no encontrasen á las de María Luisa; cuando pasaba sus ojos por todas partes mé-nos por donde se hallaba ésta; cuando apénas le dirigia la palabra, y para no oiría, y áun á trueque de incurrir en notoria descortesía, si ella hablaba levantábase del asiento, y paseaba por delante del inmediato cenador, ó se dirigia hácia el estanque, haciendo zambullirse en las negras aguas á más de cien ranas! Pero áun cuando Genaro se alejase no lograba su propósito. La voz de María Luisa, murmurante, dulce, pastosa, no delgada como canto de mirlo, sino llena como arrullo de tórtola, acariciábale el tímpano. ¿Quién hablaba mejor que ella ? Nadie de tal manera poseía el dón de decir grandes cosas con sencillas palabras, de despertar sentimientos ocultos, de hacer revivir ideas muertas, engendrando un mundo divino de amores celestiales. Cuando callaba tan hechicera voz parecíale á Genaro que algo sublime de la naturaleza habia dejado de ser. ¡Qué tristeza! ¿Para qué servia el aire, sino para conducir el rumor de sus palabras ? Dejar de oirías era peor que quedarse sordo. Hablaba mucho mejor que Enriqueta, con ser Enriqueta más ilustrada que la viuda. Su voz sonaba más armoniosamente, y sus cualidades todas, engrandecidas por el martirio de la desgracia, rodeadas de aureola por la abnegación de su cariño de madre, resaltaban con contraste vivísimo, desfavorable á Enriqueta en absoluto. Siempre que se reunían Genaro y María Luisa, por más que un firme propósito apartase sus pensamientos, la casualidad venía al cabo á reunirlos en un mismo punto. Sus opiniones coincidían si habia discusión, y así, empeñados ambos en alejarse, el vuelo de las almas los unia; y miéntras sus labios no se hablaban, miéntras sus ojos no se miraban, miéntras sus cuerpos permanecían separados, indiferentes en apariencia, sus espíritus juntos se columpiaban en el mismo deseo, como dos mariposas eú el mismo tallo. Era inútil resistir. Genaro no sabía, ni podía, ni quería. No era asaz creyente para pedir á una religión positiva un olvido que, en último término, no cabe en el corazon humano cuando los afectos predestinados, hondos, irresistibles, lo invaden y dominan. Pero esta conformidad pecaminosa no duraba mucho en el ánimo del Ingeniero, recto por instinto, propendiente á lo bueno por educación, apasionado de los sacrificios heroicos por ejemplos de familia no olvidados aún. Aquel amor, que habia comparado con un árbol que retoña, prosperaba rápidamente y le veia crecer hasta el cielo, echar súbito pomposa cabellera de hojas verdes, llenarse de ramas, de nidos, de pájaros, de perfumes. Luégo llegaba el deber, en la figura de un leñador, y con el hacha dura ¡zás! de un buen golpazo derribaba por el suelo árbol, hojas y nidos. ¡Luto, dolor, quebranto! ¡ todo era preciso! La dicha era malsana. El sacrificio, higiénico.
Sentados los contertulios bajo el jazmín, permanecieron buen rato. El silencio nocturno, sólo interrumpido por el grito de una noria lejana y por los ladridos del perro del molino, parecía hacerse solemnemente poético bajo la inmensa techumbre azul, pura, esplendente, agujereada por miríadas de brillantes puntos.
«—Hay momentos en que coincidiendo las sugestiones de todas esas poesías que andan sueltas por la tierra,—el silencio, la noche, el parpadeo de los astros, el perfume de las plantas, la proximidad de personas queridas,—las almas estallan en explosiones de dulce efusión. Es la revolución de los sentimientos triunfantes. ¿Quién los vence entónces? Esos delicados ,impulsos, que podrían representarse con las flores del jazmín, pálidas, menudas, estrelladas, todo aroma, que se tocan ¡y
caen! pero que áun caídas embalsaman, que áun marchitas huelen, que áun estrujadas y apretadas bajo el pié, enterradas entre el polvo, sin forma ya, ni color, ni nombre siguen enviando punzante perfume, y con el perfume el recuerdo de aquellas cosas á que va unido.....
son como el sentimiento que nace en el alma y la perfuma: se le proscribe y sigue viniendo á llorar junto á los muros que se le cerraron; se le maldice y sigue siendo el dulce consuelo del dolor; se le marca con una palabra denigrante y es lo que ennoblece el espíritu; se le mata y se hace inmortal. $
Esto pensaba Genaro miéntras oia á Roberto contar sus aventuras campestres del dia. Habíase éste sentado cerca de Enriqueta, y él no estaba léjos de María Luisa. Tocábanse sus ropas, comunicando á la carne estremecimiento de placer. Hubo en María un instante de abandono. Fué la culpa entera de la criminal complicidad de la naturaleza, del perfume embriagador délos jazmines, de la abundancia de estrellas que daban al cielo la vistosa apariencia de una piel de zapa pintada de oro por el sacerdote indio, del silencio religioso de la noche La luna se escondió tras las apretadas gasas de una nube, y la sombra se derramó sobre todo el jardín. Fué como quedar envueltos en un crespón inmenso. Dentro de aquella envoltura negra el corazon de María Luisa latía en el pecho con loco impulso de pájaro que anhela volar, y el de Genaro volteaba también con un júbilo mezclado de remordimiento. Ella cerró los ojos, y sus manos sintieron que en medio de ellas una mano robusta, varonil, ardorosa, llegaba temblando. Abrió María los suaves párpados, que ya se han comparado con hojas de rosa, y venciendo á la sombra, vió una sonrisa inefable en la cara de Genaro. Nunca le habia visto como entónces estaba. De sus ojos castaños y serenos fluía la luz; de sus labios entreabiertos, un suspiro tenue y enamorado. Por las entrelazadas diestras de ambos corrieron raudas sensaciones de oculto fuego. Lo que entónces sucedió fué una alegoría elocuente: aquel amor sólo podía existir en la sombra.
Justina y el padre Gallostra daban vueltas al jardín cogiendo babosas. Por los troncos arriba trepaban solitarios estos curiosos bichos, sacando su cabeza, torciendo sus pegajosos tentáculos, y dejando rastro visible de su camino, como la calumnia.
—¡Uno!—dijo la niña señalando hácia el jazmín, pero sin atreverse á cogerlo.
—Aquí hay una luciérnaga—exclamó el pobre viejo con infantil alegría.—Tómala.
Púsosela á Justina sobre el pelo, y la picara muchacha, con la cabeza rígida para que no se le cayese el fosfórico animalejo, paseóse por todo el jardín, llena de graciosa prosopopeya.
—Son hijos de las estrellas estos coquitos, ¿es verdad?—preguntó Justina.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Nadie ¡Pero como tienen luz!
El Cura quiso explicarle el fenómeno de la digestión luminosa de aquellos bichos, de cuyos estómagos ahitos sale la luz, como de las de algunos hombres públicos, que para iluminar al país en sus tormentos celebran patrióticos banquetes. El Cura no tenía nada de liberal, y aludía con esta puyita, que no entendió Justina, á los comilones parlamentarios de Fornos, ya célebres entónces. El padre Gallostra gozaba tanto como Justina con aquella caza de estrellas. El buen anciano parecía tener un niño en el alma: era un mes de Mayo disfrazado de Diciembre.
Pero María Luisa despertó pronto de su ensueño. «¿Qué me sucede?—pensó.— «¿Qué es de mí?» La luna salió, y al salir, diríase que la pupila de Dios habia penetrado en la conciencia de María Luisa. Púsose en pié con tanta violencia, que chocando su peinado con las ramas colgantes del jazmín, muchas flores de él, desprendidas de sus tallos, cayeron sobre los tertulianos.
—¡Justina! ¡Justina!—gritó María Luisa.
No se despidió apénas. Balbuceó cuatro palabras de saludo, y cogiendo la mano de su hija se alejó. Iba avergonzada, confusa, rojas las divinas mejillas, y con los ojos desbordantes de llanto.
—¡Dios mió, Dios mió! ¡Virgen santa, perdóname I —dijo — ¡ perdóname!
XXIV
Domas Domini.
Oyó tocar á misa de alba, vistióse y salió al jardín, no sin haber besado la frente de Justina. Iba María Luisa serena, pero triste; pálida y más hermosa con el palmito descolorido, los cabellos atados al desgaire so el manto de luenga tela, bajos los ojos y acelerado el paso. El día no amaneció espléndido, sino nublado. Poco sol, mucha nube, humedad en el ambiente, pero nada de viento ni tramontana. Llegó á la iglesia, buscando las más desusadas callejuelas que á ella conducían, y entró por la puerta del Bautismo, sobre cuyo arco toral estaba grabado el Zodiaco, y en él estas palabras: « Yo soy la luzVenid á mí. i» Aun no habia pobres en el atrio, ni muchos fieles en el templo. Un grupo de mantillas negras formaba un gran manchón oscura eobre las blancas losas del ábside, y cerca del altar mayor una vieja amarillenta con una candelica encendida en cada mano, y éstas en aspa, cumplía alguna penitencia, rezando con voz ronca y silbante por sus labios arrugados y viscosos. El templo no ofrecía ningún rasgo arquitectónico notable; no inspiraba devocion ni elevaba el espíritu. La desolada desnudez de los muros de piedra, blanqueados á trechos, tenía algo de hospital abandonado. Los hierbajoe del atrio y de la calle metíanse hasta la mitad de la nave, y en las junturas de las piedras sepulcrales que cubrían el pavimento agarrábanse hojas de plantas trepadoras, y encima de la pila del agua bendita nacía, al amor de la humedad, una familia de parietarias verdes. Las mantillas negras se movieron al entrar María Luisa, que sumergió su mano en el agua bendita y mojó con ella su frente. Luégo se acercó á un confesonario, dentro del cual, como el caracol en su concha, hallábase el padre Gallostra, envuelto, si no embozado, en el manteo, y con el bonete bien calado hasta los ojos. Púsose de rodillas María. Los mantos negros se volvieron todos, y por entre sus siete capuchas se vió asomar siete rostros curiosos. Eran como los siete pecados capitales. Miéntras María rezaba: «t Yo pecador», los siete mantos se acercaron unos á otros, y en la silenciosa concavidad del alta techumbre sonaron los silbidos de siete bocas que hablaban bajo. Parecían siete siluetas arrancadas de los Caprichos de Goya, y á quienes las culebras habían prestado su lenguaje.
Empezó la confesion. El padre Gallostra acercó su rostro á la rejilla, y por entre la alambrera María Luisa veia media cara del santo sacerdote y una mano del San Pedro de mármol que, atribuido al escultor Sebastian de Almonacid, coronaba un púlpito.
—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! — exclamó el padre Gallostra.—¡Tú! ¡Eso has hecho tú! ¡Eso has consentido! ¡ Por ahi te despeñas al precipicio!! Cuéntame todo..... Rasga tu pensamiento y enséñame sus iniquidades.
El padre Gallostra tenía un santo procedimiento para confesar: dejaba decir los pecados, y á cada revelación del penitente ponia por apostilla, comentario, descargo ó explicación un versículo de la Sagrada Escritura. Otra costumbre tenía también el buen sacerdote: miéntras oia, su vista, fija en las losas, contaba las rayas divisorias de las sepulturas, y así, cuando una confesion era larga, llegaba en esta numeración á la raya ciento y á la ciento veinte. Entónces podía asegurarse que los peca* dos pasaban de raya.
—Quiero decirle á V. la verdad de todo—murmuraba
María Luisa.—Quiero sacar está ascua de mi pecho.....
pero no sé cómo..... Yo me he abandonado moralmente á ese amor. Pretendo odiar á ese hombre y le adoro- He rezado mucho ¡Inútil rezo! Me he empeñado en presentármele odioso ¡Imposible! Cualquier hecho, de su vida me prueba que es noble, generoso, amable y ese solo hecho pesa más que todas las razones de mi alma..... Cuando muchacha le conocí Yo hubiera sido feliz casándome con él Pero no quiso í)ios.....
Él es el mejor de los hombres.....
—«Las aguas hurtadas más dulces son, y el pan escondido más sabroso. »
—Creí que casada con otro le olvidaría ¡No pude! ¡Quise borrar con lágrimas su imágen de mis párpados ! ¡ Se marcó más honda, y huyendo de los ojos que no le veian, se me metió en el alma! Tuve una hija..... y creí que su rostro era más parecido al del hombre aquel que á su padre No hubo pecado más que en mi pensamiento. Un cura me absolvió y me juzgué limpia de culpa Pero al levantarme del suelo despuea de recibirá Dios entre las nubes del incienso, entre los rayos del sol, en la ventana de vidrios de colo-, res, en la sombra de la puerta del témplo..... veia otra, vez su rostro Comparábale con mi marido, y me parecía mucho más guapo y mucho más bueno Dejé de saber de su vida, pero no de desearle dicha.
—«El deseo del impío es que se hagan fuertes los peores.»
—¿Qué se hace cuando el alma toda se subleva ? Si el alma era suya, ¿dónde encontrar otra fuerza más poderosa que subyugára á mi alma rebelada?
El padre Gallostra buscó en su atribulado magín respuesta categórica, algún versículo sagrado oportuno.....
Nada se le ocurrió despues de la pregunta, y sólo repuso :
—Sigue, hija mia, sigue no llores habla llorarás luégo, y las lágrimas te servirán de bálsamo.
—¡Cuántas veces he llorado en vano! Mis lágrimas han sido mi penitencia Llegué á los piés del confesor llena de remordimientos y le dije: « Soy pecadora. Amo á otro hombre que no es mi marido. — ¿ Se lo has dicho?—me preguntó el señor Cura, que era un sabio.—No. — ¿Se lo has dado á entender?—Tampoco.— ¿Le ves á menudo.—Hace tres años que no le veo.—¿Y le amas?—Le adoro.—¡Tu echas ramas á ese fuego para que arda!—No, señor: soplo para que se apague ¡ y se enciende más y más!—Olvida.—¿Cómo?—Ten voluntad. » Y yo busqué en mi alma la voluntad como busca el labrador la azuela que le han robado. No la encontré en parte alguna. ¡ Qué dolor más hondo! ¡ Qué abandono del cielo! Pedí le á Dios el olvido, mostróle mi alma limpia de mal propósito, y le dije que me diese su ayuda Pero cada día era más triste mi vida y más grande mi amor Dígame V., ¿ cómo se arranca una idea del pensamiento, un querer del alma? El deber no bastó, porque yo quería vivir para él tan sólo, y sin embargo, con la práctica del deber mi pasión crecía. Dé^ terminé no pensar en nada, puesto que todas las cosas me hablaban de él, y mandé á mi alma estar muda, ciega, manca y sin piés ni vida. Consagróme á mi marido é hice cuanto pude por amarle. Horas enteras emplee en encender en su corazon un amor grande, tras del cual se fuese el mió, como la perdiz del campo, libre de dueño, va tras la que presa en la jaula canta enamorada. Pero mi marido era incapaz de amar como me habia amado él..... ¡Ay, padre, padre mió! ¡Cuántas noches de dolor! ¡Cuánta mentira dije por ocultar y matar en mi alma aquel empecatado querer! Yo le maltrataba acariciando á mi marido, siendo una hipócrita del amor, rodeando su cuello con mis brazos y cumpliendo los deberes de la esposa primero y los oficios de la esclava despues Pero óigame V. bien, padre mió, ¿qué era lo que mandaba Dios? ¿qué era lo que disponía la Iglesia? ¿que hiciera lo que hacía?¿que amase a mi marido? ¿que odiase al hombre aquel? Pues bien: cuando despues de horrible lucha interna echaba á los ojos del amor infernal un enjambre de besos dados al amor bendito ¿lo creerá usted? pues créalo, porque es la verdad toda entera, sin nubes ni velos..... entónces pensaba que habiq. cometido una vileza, una infamia, un pecado, y tenía horror de mí, asco de mí, vergüenza de aquello que habia hecho; y sentía en mi cabeza, aquí, dentro de la frente, una voz grave, solemne, terrible, que me decia: «El amor que martirizas no puede morir. Él es santo, él es bueno, y tú una mala mujer, porque te das á otro amor que no es el amor verdadero. Dios es la verdad y tú finges, y el diablo se rie de tus acciones.» Y la idea de que mi vida era un martirio embelleció el amor prohibido, y comparé á aquel hombre, que no se acordaba de mí, con todas las cosas bonitas y sublimes que yo conocía. Puse su rostro con mi memoria en cuantas escenas me deleitaban, y ni podía oler una flor sin llorar, ni oir música, sin que se me saltasen las lágrimas, ni ver cómo corría el agua de un arroyo sin que un suspiro se me escapase del pecho Me juzgué presa del demonio, en pecado mortal Creí que
Dios me desdeñaba como al miembro podrido de su cuerpo desdeña el enfermo.....
Largo tiempo hacía que el padre Gallostra deseaba interrumpir la confesion de María Luisa con algún comentario bíblico, pero no encontró ninguno aplicable al caso. Harto hizo con contener las demostraciones que su rostro daba de la tribulación de su espíritu. El buen sacerdote, lleno de virtud, pero falto de altas luces intelectuales, no habia hallado en su vida de confesonario un pecador que tan francamente le expusiera el estado de su espíritu. Por lo común, los pecadores de Arijona— yo no sé si los de otros pueblos se diferencian de éstos— se manifestaban arrepentidos. Hoy cometían el pecado y mañana lo confesaban, jurando no volver á incurrir en él. Verdad es que á otro dia una nueva confesion de la misma culpa probaba que el arrepentimiento no habia sido tan sincero y sentido como manda la Santa Madre Iglesia; pero la conciencia del Padre quedaba tranquila de haber cumplido su misión. Ahora se las habia con un pecado tan de mala ralea, que por lo visto no se daba á partido al primer envite de las huestes arcangelinas. El padre* Gallos tra miró al suelo y creyó que la cola escamosa del dragón infernal rodeaba á María Luisa, y enroscándose alrededor del confesonario, asomaba sus tres fauces y sus ojos diamantinos por la contraria rejilla de la que ocupaba el rostro de la viuda.
—Hija mia—dijo el Cura—eso no es concebible. ¿Tú has querido matar ese amor? Pues le habrás matado.
—No, no he podido ¡Ay, padre mió! Tenga usted compasion de mí. ¿Cree V* que he venido aquí á engañarle? No, señor: he venido á llorar de vergüenza y á decir toda la verdad Yo he podido hacer callar á mi boca pero no á mi alma. ¡Y si el pecado se comete con el alma estoy condenada! Cuando me dijeron, hace muchos meses, que se iban á comenzar las obras del ferro-carril á Beimiel sin saber por qué, yo dije: «Ese hombre vendrá.» Porque muchas veces en sueños y despierta habia oido en los aires voces raras, dulces y burlonas diciéndome: «¡Va á venir! ¡Va á llegar!» Y yo pensaba encontrarle todas las mañanas frente á la ventana de mi cuarto ¡Tenía yo tal seguridad de que iba á verle!
—¡Qué horrible, qué espantosa, qué tristísima superstición! ¡ Tú no eres cristiana! Tú eres como las gitanas, que creen más en el diablo que en Dios. ¡ Mála pécora de amor! Se ha llevado tu alma al infierno.
—¡Oh! No diga V. eso ¿De modo que no hay medio de salvarme? ¿Ustedme abandona? ¿Usted me deja?
—No, pobre mujer—repuso con enternecida voz aquel digno hombre. — Yo no te dejaré Yo procuraré salvarte Ten fe en Dios Ten fe en mí Cree, y serás sal va..*#.
Los sollozos de María Luisa se extendieron en el aire de la silenciosa iglesia, y el coro de brujas volvió á murmurar el aria de la calumnia. Cerca de ellas habia un venerable Cristo, lleno de pasmosa expresión, negruzco el rostro, empolvada y comida de polilla la cabellera, coronado de agudas espinas, amarillento y hundido el tórax, envuelto en la pajiza y titilante claridad de un vaso romano que pendía de añudada cuerda. Parecía que sus sublimes ojos, á través de los cuales el mundo vió la verdad, derramaban lágrimas de piedad por algo grande que estaba sucediendo en aquel témplo de aldea, humilde como el pesebre en que nació el Hijo del Todopoderoso.
María Luisa continuó expresando sus ideas en parecidos términos á los que escribo, aunque algo más confusos, deshilvanados é incorrectos.
—Me acostumbré á creer que un poder extraño é invencible me unia á aquel hombre, cuando Dios, á quien pedí que apartára mi alma de su memoria, no quiso apar* tarla.....
—¡Impía!.....No digas eso Tú no quisiste Dios quiso.
—¡Ay, padre! Tenga V. compasion de mí Oigame con piedad.
—Es que tú no confiesas tus pecados Los disculpas. «Pongo al bueno por cómplice de mi iniquidad por librarme con él.»
—Yino—continuó con viveza María Luisa. —Y no sólo vino sino que vino á mi propia casa ¿Pude evitarlo? Ahora veo que sí Pero entónces, en una cadena de circunstancias inverosímiles, vi otra prueba de ese poder superior que V. niega y yo he sentido empujándome hácia él ¿No cree V. que ese poder, llámese como se llame, haya existido ? Pues yo le he visto, le he visto y me ha dominado. Él hizo que viéndome perseguida por los parientes de mi marido, él solo, él solo mostrase deseos de defenderme Un dia quiso que nos llamáramos de tú en gracia de nuestra antigua amistad y sin mal propósito Y ese poder malo hizo que siendo un secreto de los dos tal fórmula de confianza, se estableciese cierta oculta complicidad entre él y yo Su mujer, su propia mujer lo ignora ¡Ah! ¡Si yo hubiese huido cuando supe que iba á venir! Bien sabe V. que entónces quise marcharme, y V. y el Notario me obligaron á desistir del viaje Pues entónces yo quería huir porque empezaba á sentir que las profecías de mi corazon iban á realizarse La fatalidad iba á cumplirse, y yo intenté evitarla ¡No pude!...., ¿Quiere V. otra prueba de que un poder malo se empeña en unimos? Pues oiga V.: la calumnia nos ha enlazado con la cadena del escándalo Los dos somos inocentes y se nos acusa de un secreto que nadie más que usted conoce.....
—«¡Al hijo doloso nada le saldrá bien!»
María Luisa abrió sus grandes ojos, que ya no podían llorar más. Por entre los cruzados alambres miró el sacerdote aquel semblante descompuesto, y en él leyó el dolor del alma. Debajo del manto de la viuda habíanse desatado sus trenzas doradas, y caían como las de la Magdalena sobre los hombros pecadores. ¡Qué hermosa! ¡ Qué triste! La belleza fulguraba detras de la máscara del dolor, como tras el antifaz de cera fulgura el molde de hierro encendido. Sus ojos advirtieron la turbación del padre Gallostra, y mirándole atentamente á través de las doloridas córneas, distinguieron la mano de piedra del Santo Apóstol, que aparecía tras una columna, y el florero de estaño y oropel que más allá remataba el altar del Bautismo. En situaciones morales como la de María suele acontecer que estos pequeños detalles quedan indeleblemente grabados en la memoria, y se pasan por alto las cosas grandes.
El Padre dijo:
—No te puedo absolver.
María quedó estupefacta, entreabierta su boca, admirativamente rasgadas y como cuajadas y sin vida sus pupilas. No dió signo de haber oido, pero allá, dentro de su alma, experimentó un á modo de golpe, como si, estando ya al borde del abismo infernal, nn puntillón vigoroso la hubiera arrojado con desprecio á lo hondo y negro.
—Tus culpas son tales, que no puedo hoy perdonarlas —continuó el Cura, contándolas rayas de las sepulturas. —No son culpas de un año, sino de una vida. Tus confesiones anteriores son pecaminosas..... ¡Qué horror!.....
No ha habido arrepentimiento Has recibido al Señor en un alma oscura y empecatada Tienes que llorar mucho con los ojos y el espíritu Vuelve mañana.....
Yo pensaré en tí Pediré á Dios una idea salvadora.....
Piensa en la otra vida Lee tu libro de misa No te apartes de tu hija Anda, anda.....
El padre Buenaventura fué á esconder su agitación en la sacristía, y cuando Maria Luisa salió de la iglesia, las capuchas de los siete pecados capitales separáronse. Una salió por la puerta del Bautismo, otras tres [por la del presbiterio, y las restantes por la puerta principal.
—¡No le ha echado la absolución! —se decían unas á otras.
Y aquel secreto de confesonario corrió en pocos minutos por todo el pueblo.
XXV
En que se verá lo que decia la gente de un gran invento y de un gran pecado. — Wat y el Diablo son una misma cosa.
El primero que vió la locomotora fué Lúeas Berrueco, que venía de visitar una de sus tierras. Trepidaba la arena del terraplen, y un atroz estremecimiento se extendía por el suelo. Era como si una manada de elefantes locos de terror galopasen hundiendo bajo sus disformes manazas la corteza terrestre. Cuando tras de una revuelta del camino, trazado entre la espesura de los matorrales como una línea blanca de un plano, apareció la locomóvil, el caballo de Berrueco pegó un gran bote, con que fué milagro que no sacára al jinete de la silla. Cuatro jumentos que apacentaban allí cerca levantaron la fea cabeza, y mirando aquella columna de humo negro á trechos, blanco á veces y resonante de continuo, manifestaron el mayor susto, y huyeron dando rebuznos espantosos, como los que dieron los Regidores del cuento cervantino. Hubo quien vió en estos pacientes animales una personificación de los manes de la antigüedad clásica, y no hay que añadir que Dióscoro Ercilla fué de £& Tíusar xxjRBero.
su opinion. Pero la locomotora siguió corriendo con esa majestuosa serenidad que hace sublime la fuerza irresistible. El penacho del vapor quedaba suspendido en el tranquilo ambiente, y partiendo desde la chimenea, trazaba una línea oblicua sobre el cielo azul, y un ángulo con la línea recta de los wagones de palastro qm seguían al ténder crujiendo y causando diversos ruidos.
Dióscoro, que no carecía de imaginación, bien que la tuviese percudida y manchada con el contagio romántico, como un lente de aumento que se ha caído en un tintero, comparó allá en sus adentros á aquellos wagones con gigantes, y vió en cadq. uno el símbolo de una preocupación social, de un vicio hereditario de los españoles, de una miseria humana,—á todos los cuales llevaba presos y sojuzgados el progreso.—Un wagón que, cargado de piedra, al correr daba un ruido sordo, pensó él que era la ignorancia; el otro que seguía luégo vacíoj más alto que los demas, metiendo mucha bulla de metales removidos y haciendo oscilar sus cadenas como un presumido petimetre que juega con los dijes del reloj, parecióle la fatuidad misma, que heredamos del siglo de los Felipes, sin las grandezas de aquellos buenos conquistadores. Aun presentaba más fisonomía el tilti-mo carruaje, en donde cien arrobas de carbón de piedra absorbían,‘ sin reflejarla, la luz irresistible del sol primaveral. Yió en él un símbolo del espíritu clerical del país, que cruzaba por la vía echando polvo negro, como quien hecha excomuniones; y por un capricho de la casualidad, los terrones de cok diseñaban la figura de un enorme bonete, debajo del cual, con un trozo de tiza habían pintado unas cifras en el mismo carbón, expresando la cantidad de arrobas que allí marchaban de camino, pareciendo estas cifras la osamenta de un cráneo descomunal y medroso.
—¿Cómo puede moverse el hierro? Eso es imposible —decian en un corro de la plaza.
—Eso es cosa del diablo.
—¿Y tanto humo como echa? ¿De dónde puede salir sino del infierno?
—Pues aquellos hombres negros que van pegando silbidos y aullando encima dé las llamas ¡por Jesús bendito! ¿qué han de ser sino sobrinos de Redro Botero?
—El tio Peranzules pintó anoche una cruz con humo de pez en una piedra que hay junto á los hierros de la línea.
-¿Sí?
—Sí; y al pasar la locomotora ¡pegó un respingo.
y dió un gipío que ya! Eso prueba que esto no es cosa buena, sino engendro de los Barrabases.
—Paes otra que tal ¡ oid! A uno de los que iban dentro de la locomotora, yo, yo mismo le he visto comer carbones encendidos y echar humo por los ojos.
—El arriero de Trempez, el tio Borricuero, dice que si lo arruina el tren, como asegura el tio Clavo, va á pagarle al señor Cura para que vaya á la línea con el hisopo lleno de agua bendita, y al venir la cacerola grande, esa caldera que echa llamas, la bendiga, con lo que no habrá remedio: los demonios que van dentro tendrán que tomar el portante y quedarémos en nuestra paz y en nuestra salud.
—Pues el boticario dice que no es cosa infernal, sino una invención de los hombres.....
—Y el médico añade que eso no es más que un puchero de hierro que se desliza por dos alambres.
— ¡Virgen del Puerto I ¡ Vaya un puchero I ¡Pueden cocerse en él habas para una provincia de hambrientos I
El mayoral Requilorio, que habia andado mucho por el mundo, daba explicaciones humorísticas del ferrocarril en otro corrillo.
—Es así como muchas casas juntas una calle de casitas chiquirritínas que no tienen más que una cocina que va delante escupiendo humo.
—¿Y dónde van los caballos?—preguntó Pacorro.
—¡Animal! ¡ Zopenco! ¡ Bruto! Bien se ve que no estás en eso de la cencía El tren no lleva caballos.....
Ánda solo.
Intervino en tan luminosa disquisición un procurador que sabía algo de latín.
—Los antiguos decían: aMotus est cama colorís
Los modernos decimos: «t Calor est cama motus
De donde resulta, por ser el calor lo que mueve y empuja el tren, que la tal invención es añeja. Los antiguos la sabían ya, sólo que la entendían al reves.
—Cada vez que pega un brinco la locomotora escupe un salivazo.....
—Es un calesín encantado.
—Es él calesín de Barrabas.
—Es el caballo en que montó Astarot.
—Campo por donde pasa, toda la simiente muere.
—De adobe se le enciende el estómago y va vomitando chispas.
—¡El Señor nos ampare! No entraré yo en el tren.
—Ni mis hijos tampoOo Andaremos en el carro, que es lo que Dios manda Así fueran mis abuelos, y así irán mis nietoa,
T por este estila, cada boca era una bocina de que se servia la superstición para pregonar los absurdos de ,una muchedumbre ignorante.
No andaba ménos lista la murmuración, y la pobre María Luisa y el ingeniero D. Genaro hicieron el gasto de las hablillas. El ódio al tren, que venía á romper las costumbres de uno de los más reaccionarios rincones de nuestra patria, estrellóse contra los que habían simpatizado con los introductores de la innovación.
—Esa gente desmoralizada—decia un viejo carlista agitando el palo que le ayudaba á llevar por el mundo su gota y sus setenta años — nos trae de fuera el veneno del pecado. Arijona va perdiendo la pureza de sus costumbres.
—¡Llévense enhorabuena á la cárcel á esa mujer sin pizca de seso ni decoro!
—El Padre Gallostra no la quiso absolver esta mañana.
—¡Tales pecados tendrá sobre el coleto!
—¡Señores! ¡Un poco de caridad!
—¿La tienen ellos ni para consigo mismos?*
—Ya á dar lugar la picara mujer esa—exclamó un militar retirado que habia hecho la córte á María Luisa con terrible fracaso—va á dar lugar á que la separen de su hija y la marquen para siempre con el hierro candente de la desvergüenza.
—¡Pues V. bien la quiso!.....
—¡Yo! ¡Yoí Hombre, le perdono á V. esa ofensa, no sé por qué.....
—La cosa está que arde..... Don Patricio se halla resuelto á que el apellido de su difunto hermano no ande más tiempo por los suelos.
—Y hace bien.
—¡Voto al chápiro!—añadió el militar.—¡ Si yo fuera D. Patricio, le metería en el cuerpo á ese bergante de Ingenierillo dos pulgadas de acero!
—Merecidas las tiene..... ¡Fanfarrón ignorante!
—Don Patricio no es hombre de dejarse las manos quietas si se le hurga.
—Tiene mucho corazon.
—Y es muy hábil.
—¡Yaya!
Uno soltó en el corro la noticia de que D. Patricio estaba arruinado.
Entonces empezaron á pensar que no le asistía tanta razón para echarla por la tremenda, y no faltó quien se arriesgase á decir:
—Si no fuera porque media una cuestión de viles ochavos, Jbien me sé yo que no andaría ese mercachifle tan celoso del honor de su hermano, á quien en vida no hizo maldito de Dios el caso.
Y el viejo carlista, que habia granjeado buenos miles de reales en el nobilísimo comercio de comprar quintos y proporcionar sustitutos, gritó :
—Si se ha empobrecido, bien empleado le está Dicen que ganó su fortuna vendiendo negros.
Don Pedrito Gifedo, que oyó todas estas contrarias opiniones, honró á cada una de ellas con un enérgico monosílabo afirmativo.
XXVI
Diálogo entre un papagayo y una pipa.
El papagayo porque Enriqueta tenía un papagayo..... estaba aquel dia triste. Enderezó la mitra multicolor que Dios le puso en la cabeza, y con sus ojos redondos, formados de tres círculos concéntricos—dorado el primero, azul el segundo, y el último verde—miró á su ama y á Roberto, que conversaban cerca de un velador, sobre el que juntamente se veian la labor defrivo-lité y una pipa de ámbar, representando una locomotora ahumada y negruzca.
—No he visto igual vileza—exclamó con acento de rabia monsieur Roberto.
—¡Oh, Dios mió! ¡ Qué ingrato!
—Todo el mundo te da la razón La liviandad de esa mujer no reconoce límites La desvergüenza de
Genaro no los reconoce tampoco ¡ Pobre Enriqueta mía! ¡ Qué desgraciada eres! La gente señala con el dedo á esa pareja criminal Pero ellos no hacen caso de nadie La opinion pública los ha marcado con un estigma deN desprecio..... Pero ellos tienen á gloria su crimen Todos los miramos con lástima y con rubor.
Pero ellos, envueltos en esa nube de abominaciones, se sienten felices.
—¡Miserables!
—¡Viles! Tú eres su víctima. Eso es lo que yo siento.
No hubo palabras en el vocabulario de Enriqueta para expresar sus sentimientos. Era como si se ahogára en un mar muy hondo y acabasen de quitar de entre su» manos el pedazo de remo con que flotaba.
Roberto fumó una, dos, tres veces. Despues, alzando la locomotora ¿ la altura de los ojos, miróla por todos los lados como si buscase en sus ruedas una idea que, rueda de algún propósito, llevase brevemente á un determinado fin. Pareció hallarla, porque exclamó con sú-. bito balbuceo, dejando la pipa encima de la mesa:
—¡Cómo le adoras! No, no hay justicia entre los hombres. Andan los afectos encontrados, y pocas veces coinciden las almas. Yo te amo, y tú amas á’Genaro, el cual á su vez ama á María Luisa.....
El papagayo se columpió en el aro que habia suspendido de una pértiga de latón clavada en el pavimento, y dijo :
—¡Guay!
El humo de la locomotora subía en azulada nube, de forma de columna salomónica, hasta los ojos del loro, molestando á este orador alado.
—Crece mi amor con tus desgracias—continuó Roberto, más asegurado ya el tono de su voz.—Quiero consolarte y no sé cómo. ¡ Ah! ¡ Si tú me quisieras !.....
Tú y yo debimos casarnos..... Te casaste con ese necio orgulloso, que no sabe apreciar lo que tú vales. ¡La historia de siempre! ¡ El gallo y la perla!...,. ¡Ah! perla mia, no llores más. No valen todos los hombres ingratos una lágrima de tus ojos.....
Enriqueta lloraba de un modo inconsolable, y como tenía las manos sobre los ojos, no vió que Roberto acercaba su cabeza á la de ella para decirle algo muy bajito cerca del oido. ¡ Qué lindísima orejita! Medio escondida entre el pelo de las apretadas trenzas, nacarada en sus bordes, de revuelta y finísima curva, parecía la cabecita de uno de esos ángeles que el arte cristiano presenta, asomando por entre las hojas de acanto del chapitel de una columna.
—¡Yo te adoro—dijo Roberto cerca de aquella orejita.
Y el loro, contoneándose en su aro, levantando ora una garra, ora la otra, mordisqueó estas palabras :
—¡Bueno va!
—Déjame, déjame—exclamó Enriqueta.— No debo quererte No me asedies con tus pretensiones. No me hagas desdichada dos veces. Qué quieres de mí? ¡ Hablarme de amor ahora! ¡ Cuando el amor me mata!
—Sí. Pero es el amor á otro. No el amor á quien hará de él fuente de celestes felicidades.
Quieres que vengan juntas la desgracia y \a deshonra?
—Quiero recobrar mis derechos de amante. Cuando aquello que adoré siempre es arrojado al suelo, me bajo á cogerlo; porque es mió!
—¡Oh, por Dios! No me mates, no me arranques la última fibra sensible del alma.....
—¿Haces tú conmigo otra cosa?
—Háblame de amor, y no querré escucharte. Habíame dé odio, y te atenderé.
—¡Mi corazon te adora!
-¡El mió no sabe más que odiar!!
—Yo quiero tu amor.
—¡Yo quiero venganza!
Un momento se detuvo Roberto, y levantando la cabeza con movimiento repentino, repitió:
—¿Venganza? De eso se trata..... Vas á vengarte Aquí tienes la venganza.
No se pone otro rostro cuando al ir en busca de ál-guien se le encuentra de manos á boca ántes de lo que se pensaba.
Sacó de su bolsillo un papel grande con sello del Estado y lleno de letra procesada legible para el mas miope. Enriqueta descubrió sus ojos y miró el pliego.
—¿Qué es eso?—interrogó con el desprecio del que buscando un puñal para matar se halla con un alfiler.
—¡La venganza!
—¡En un papel!
—Aquí dentro puede ir todo el odio de la humanidad y todo el amor del universo. Aquí puedes enviar tu venganza á ésos viles.
—¿Cómo?
—¡Firmándolo!
—¿Firmándolo?
—Sí, sí—repuso Roberto en uno de sus frecuentes arrebatos de apasionada indignación. — Hay medios legales de aplastar al vil. La venganza puede ser legal. Si la ley no concediese medios para que tú te vengases, sería preciso que todos los hombres honrados se alzasen en rebelión terrible contra los poderes humanos.
Enriqueta se echó hácia atras en el asiento, abiertos hasta no poder más los ojos, en que las áureas pestañas temblaban, contraídos los labios, sublime en su furor.
—Déjame—gritó — no me hables de venganzas que ha podido organizar la ley, cuando yo no encuentro entre todas las crueldades de los martirios uno solo bastante'para dejar ahito mi deseo.
La pipa seguía humeando, y el tabaco que dentro' de ella se quemaba, pareciendo primero de oro, luégo de nieve; esto es, primero de fuego, y ceniza despues. Descendido habia el papagayo de su pértiga, y torpemente se paseaba por el velador, dando vueltas alrededor de la pipa, como si ésta fuese un bicho temible y odiado á quien ansiase castigar y morder. Alargó una pata para cogerla, pero se quemó y dijo :
—¡Bueno va!
Aquella inconexión entre el dolor de la bestezuela y sus palabras pkrecia un símil de la incongruencia de los deseos de Roberto y los de Enriqueta.
Aquél dijo :
—Esto satisface tus justas ánsias.
—¿Eso mata?—preguntó Enriqueta tendiendo el dedo índice hácia el papel con trágica postura.
—¡No mata!
—Entonces no sirve.
Y diciendo, cogió el papel, y ántes de que ló hubiese podido eyitar Roberto, hízole mil pedazos. Pero Roberto no perdió su aplomo. Sólo exclamó :
—Has hecho nna tontería. Eso te hubiese apagado la sed de venganza. Hubieras quedado tranquila despues de firmar. Era una declaración contraria á María Luisa, que se hubiera unido á la información seguida á ésta para despojarla de la patria potestad.
—¿Quién te la habia dado?—preguntó Enriqueta— dignándose descender esta vez á los pormenores de una venganza que un minuto ántes le pareció exigua.
—El notario, un tipo de Moliére, un malvado ridículo Porque muchas veces el mal tiene la forma de la caricatura, como muchas veces el sainete lleva dentro de sí una tragedia.
—¿Y para qué?
—Yo no sé—dijo algo turbado Roberto.
Y tenía motivo para turbarse, porque mentía. La verdad del caso era que, buscando noticias de aquel pleito que la voz pública decia entablado contra María Luisa, llegó á ponerse en contacto con Clavo. Su carácter de pariente cercano de la atropellada Enriqueta dió color de digno celo á su ínteres por ella. De esto á constituirse en auxiliar de aquella cuádruple alianza no hubo sino un paso, que la discreta imaginación del buen lector dará sin los andadores de mi pobre relato.
Roberto no estaba enamorado de Enriqueta desde un principio; pero de antiguo tenía cierta afición por su hermosa prima. El aburrimiento de su vida en Arijona encendió aquel fuego, que de afición leve, pasando por los trámites de capricho dulce, simpatía amorosa, amor y obsesion, vino & dar en el último grádo en que ahora se encontraba de pasioncilla imperiosa, con sus arrebatos de tiranuelo déspota, que quitó muchas noches el sueño al ingeniero francés. Experimentaba ademas una animadversión creciente hácia Genaro, fomentada por incompatibilidades de carácter, y que los triunfos científicos de éste habían irritado y engrandecido. Todo se complicó, y fué parte á que Roberto concibiese formal empeño en ser amado de su prima. Aparte de que no era despreciable aquella beldad en medio de las nubes de su lloroso dolor.
Cuando Roberto entró aquel dia en el gabinete de su prima iba decidido á dar un gran paso. Iba resuelto á que ella cruzase el Rubicon. Pero Enriqueta habia cortado el puente tendido sobre el rio. El puente era aquel pliego.
—¡Tendré que resignarme! — exclamó Roberto con voz de pena hondísima.—¡ Me marcharé!
—¿Te marcharás ? —preguntó Enriqueta.
La idea de verse sola, sin un alma amiga á quien contar sus penas, entenebreció su rostro. El llanto se secó en sus pupilas. Detras de la lluvia de aquel dolor fulguró el ascua del odio desesperado.
—¡Me marcharé, sí! — repuso Roberto poniendo el rostro lo más triste que supo.—No quiero presenciares-1 te espectáculo. ¿Tengo yo calma bastante para verte injuriada y escarnecida sin que al cabo un dia estalle mi rabia y cometa un crimen ? Es lo mejor, es lo único que puedo hacer No me verás más.
Enriqueta quedó anonadada. Se veia sola, sola, sola en el mundo, andando por un campo desierto y sin fin, perseguida por la visión de un hombre y una mujer que se mofaban de ella besándose y arrojándola al rostro aquellos besos, que estallaban como cohetes y herían como agujas. ¡ Hasta su primo la abandonaba! ¡Hasta aquel hombre en cuyos brazos hubiera podid encontrar el amor! En medio de su aislamiento, en medio del vacío helado habíase aproximado ella á aquel fuego encendido por ,un amor criminal. Sintiéndose arrojada del alma de Genaro, habia buscado refuerzo en la confianza del amante. Pero también esta confianza se le retiraba. Era como el caminante extraviado que ve brillar una sola luz á lo léjos, y cuando empieza á aproximarse á ella ¡ un soplo de viento la apaga!.....
—¡Oh!—dijo con firme acento miéntras miraba al loro, que seguía luchando con la locomotora.—Pues si tú te marchas...» yo me voy contigo.
—¡Conmigo! sí — pronunció apasionadamente Mon-sieur.
—Pero serás conmigo como un hermano y me llevarás á Orleans, á casa de mi padre.
—¡Como un hermano!
—Saldréinos juntos Cuanto ántes Dispon el viaje ¡ Mucha prudencia! Disimula y huirémos!.....
¡Qué horror! ¡Qué horror! ¡No sé lo que me digo!.....
¡Genaro de mi alma! ¡ Genaro! ¡ Genaro! ¡Estoy loca!.....
¡No me hagas caso!.....
¡Explosion terrible de dolor filé aquélla! Cayó la cabeza entre las manos, como si habiéndose agolpado en ella todo el llanto, no pudiera el cuello mantenerla erguida y vacilase á modo de campánula llena de rocío. ¡ Huía de allí la última esperanza! Cortejo de lágrimas y suspiros le acompañaba, y los sollozos iban á morir en los trémulos labios, como la ola del mar en la arena.
—No te arrepientas, prima mia—dijo Roberto, enternecido de verdad por vez primera. — Harémos lo que tú misma has dicho Seré, como deseas, un hermano tuyo Te lo juro. ¿ Por qué quieres que te lo jure ? ¿Por
Dios? ¿por tu madre? Por tí misma, que es lo que yo más quiero en la tierra, te lo prometo solemnemente.
Extendió la mano como quien va á jurar, y el papagayo alargó su garra para cogérsela, j Impío animalejo!
Él también deseaba jurar quer acabaría por comerse aquel bicho de fuego que dentro de la pipa relucía, agitando sus alas de humo.
XXVII
«Padecí en lo presente y en lo porvenir; porque padecí en mí y en mis hijos.»
«Dios me libre de que mi médico mueva la cabeza despues de verme»—habia^dícho Richelieu hace muchos años, sin pensar sin duda alguna que su frase pudiese servirme para empezar un capítulo. Pues ello es que el doctor Bienvenido movió muchas, muchas veces su noble y descarnada cabeza despues de salir de la estancia donde se consumía la vida de un pajarito, de un ángel, de Justina, para decirlo en claros términos. ¡Nervios malditos, que dejais escapar la llama de la vida presa en vuestra red! ¿Cómo no habrá medio humano de moralizar vuestra conducta? Los de aquella criatura eran unos pródigos derrochadores de la salud. Gastaban la vida como un visir de las Mil y una Noches el oro de su amo, y Justina languidecía. En el lecho materno yacía la niña, pálida ¡ no pálida! amarilla como el marfil viejo ó como una magnolia seca. Su actividad luchaba por vencer á la languidez general de su organismo débil, y un carricoche de cerveza, tirado por un caballejo percheron de pasta, rodaba sin duelo por las sábanas, miéntras la inconsolable María Luisa intentaba rodear á su hija de una artificial atmósfera de alegría. El notario Ceano lie-gó aquella mañana, y dijo en buenos términos á la viuda :
—¡Muérdago, demonio, jinojo! ¡No es culpa mia! Ya se lo he advertido á V. ¡Medrados estamos! Van áganar los Güemes. Perderá V. el pleito por segunda vez No es eso lo peor; porque ¡muérdago! ya se sabe hasta dónde llegan los intereses Lo peor ¡jinojo, demonio! es que va V. á quedar desacreditada Sí No me mire usted con extrañeza. Ya le advertí ¡ muérdago! que esto no tenía remedio ¡No hable V. para defenderse! En mi ánima, señora doña María Luisa, le juro que es usted una santa. Pero hay pruebas falsas sin duda mas pruebas al fin Ello es ¡muérdago, demonio, jinojo!
que yo me lavo las manos. He querido aconsejar á V. y llevarla por los difíciles senderos de la ley. Usted no ha querido seguirme. Usted se ha convertido en una estatua.
Con tal discurso no logró Ceano más que aumentar en un grado el luto de aquella alma; pero no imprimirle la idea de la propia defensa. Porque María Luisa se hallaba vencida y entregada á sus fieros enemigos. Creia inútil la resistencia. Encontrábase cercada. No podía ni vencer ni escapar. ¡ La victoria y la fuga! ¡ Ideas imposibles ! ¡Absurdos quiméricos! ¡No habia más que morir! Y morir sonriendo, porque la hija del alma, el alma toda de aquella madre, la enferma dolorida y mu-riente se ahogaba entre lágrimas á la menor demostración de tristeza. ¿ Quién pasa con el rostro apenado por delante de un espejo sin que la luciente superficie copie el mohín de nuestras facciones ? Por tal manera un suspiro de María Luisa provocaba tempestad de llanto en Justina, reflejándose y aumentándose en el espíritu caprichoso de la niña Ahora, con estos datos, madres,
hermanas, esposas, novias..*, mujeres, comprended, comprended la suma de dolores de María Luisa; sufridlos un momento, ¡un momento solo! y disculparéis el que mi humilde pluma no sepa describir el infinito.
—¡Ay, mamá! No quiero que entre aquí nadie—mandó Justina.
La tiranía del enfermo es irresistible.
—¡Solas tú y yo!—dijo luégo.
Y tiró del caballito de pasta, sin levantar la cabeza de los almohadones, gritando :
—¡Arre, Chuleta!
—¡Hoy sí que estás guapa, chiquilla! —dijo María pasando sus manos por la frente de la niña.
—¡Tú sí que lo estás!
—¡Zalamera! Algo vas á pedirme.
—Sí agua.
—¡Cuánto bebes!
—¡Siento una sed!.....
—Pues no bebes más.
De pronto cambió Justina de deseo, y la necesidad fué sustituida por un capricho.
—¡Tráeme el jaiyon de las rosas!
—Eso sí.
Fué María por el jarrón y se lo puso entre las mano» á la enferma.
Era un tarro de vieja porcelana, en cuya oronda y hueca panza habia pintada una procesion de chinos vestidos de azul, con ojos, zapatos y parasoles de oro.
—No deshojes ninguna Yo todas.—dijo Justina.
Sus manos delgadas ¡pero qué delgadas! tenían el color de la hostia. Cogieron una rosa.
—¿Qué es una rosa?—preguntó.
¡Allí estaba Linneo para responder!
—¿Una rosa?—contestó María Luisa buscando entre sus dolores una sonrisa, como busca el ciego en sus negros párpados un rayo de luz.—«Muchas alas de angelitos pequeños juntos.
—¿Y qué más?
—Cada hoja de rosa es ün plato en que comen las abejas.
—¿Y qué más?
—El carrillito derecho de la Virgen Santa.
Justina besó el carrillito de la Virgen, acercando unai rosa á sus labios.
—¡Qué fina es! ¡ Parece raso!—balbuceó.
Deshojó muchas flores. Llenósele el hondo que hacía la sábana encima de su cuello, y la inundación de rosase no cesaba. Pronto invadió la cara de Justina y hubo hojas que se metieron dentro de la cama.
—¿De qué se hace la rosa?—interrogó de nuevo la curiosidad de aquel ángel, que quería hacerse sabio para morir¿
—Nace ella sola.
—¡Sola! ¡ Sin trabajo!
—Lo bello nace de sí mismo ¿ Cuesta trabajo sonreír? Pues la rosa es una sonrisa de Dios.
—¡Cuánta, cuánta sonrisa!—exclamó alborozada Justina.
Y deshizo de un golpe todas las sonrisas de Dios que quedaban enteras. Pero al meter sus deditos en el agua refrescóse su ardorosa piel y se encendió más su sed. Quiso absolutamente agua, y María Luisa salió á buscar un vaso en la habitación contigua.
En ella, de pié, grave, triste, pensativo, esperando es-toba Genaro. María Luisa creyó que sus pensamientos habían tomado forma corpórea.
—¡Tú!—dijo.
—Sí. Te aguardo hace media hora. No he querido entrar porque tu hija no se irrite, como aquella noche en que sus gritos nos separaron Está mejor?
María Luisa no necesitó decir que « no » con la boca para que fuese precisa explicación de su semblante, que al salir de la alcoba de Justina depuso la máscara de la alegría, como un cómico al entrar entre bastidores.
—He venido porque ya no puedo más—balbuceó Genaro, mirando con ansiedad amorosa el rostro divino de aquella mujer.
Habíase ésta detenido irresoluta, vacilante, sin saber á dónde iba, olvidada de por qué salió del cuarto donde Justina estaba.
—No me despidas esta vez como siempre—siguió diciendo Genaro.—No te obstines en malograr mi dicha y, la tuya.....¡Dicha infernal! Ya lo sé No nos es da¿
da otra No defiendas más tu corazon del mió. Juntos van y no habrá quien los separe Estoy fatigado de la lucha ¡No quiero luchar más! Ahora, que te veo, parece que estoy tranquilo Se ha rasgado una nube que me envolvía. Mis ojos beben la luz Mi pecho respira Pero no soy el héroe que vence. Soy el desdichada que lleva muchas noches 6Ín dormir, muchos dias sin reposo, abiertos los párpados, quemadas las mejillas del llanto Sabes tú lo que se aprende en una meditación que dura cinco dias ? Yo he aprendido que tú has de ser mia, y que no hay aquí abajo ni allá arriba poder que nos pueda apartar. He aprendido que tú eres mi gloria ¡Dime, dime tú cómo se olvida eso cuando una vez se llega á saber!.....
María Luisa le miró al rostro. Hubo un choque de dos luces, una conjunción de dos rayos, un cruzamiento de dos sensaciones, y á un tiempo se avivó el andar de la sangre en ambos cuerpos, y el desbordamiento de los afectos inevitables en ambos espíritus.
—¡Estamos condenados! —gimió María. — El diablo nos rodea con sus asechanzas.
Los consejos del confesor habían dado el color infernal de una obsesion mística á los remordimientos de María Luisa. Miró á su alrededor, juntó y retorció las manos, alargó dolorosamence el cuello, convirtiólos ojos al cielo, quiso huir de sí misma, flotar en la atmósfera, perderse en lo alto, en lo azul, en lo infinito, desvanecerse ¡borrarse de la vida!
—Es que hemos pisoteado nuestros sentimiéntos y ahora resurgen—dijo con voz cavernosa Genaro.
—Es que hemos pecado mucho,
—¡Pecado! ¡ Si e3 mi gloria ese amor!
—¡Una gloria en pleno infierno! ¡Dios mió! ¡Dios mió! ¡ Yo he querido enterrar este amor!! '
—También enterraron á Jesús, y Jesús salió de la tumba.
Dió María un paso para volver á la estancia de Justina, pero Genaro la asió de la mano. Sintió ella una tenaza de fuego en su muñeca. Entónces anochecía. Iba cayendo el sol. ¡Sublime ocaso! Jirones azulados de nubes flotantes huían hacia el disco dorado, como si quisieran meterse por aquella boca de fuego. El ambiente caloroso entraba con suaves suspiros por la ventana entreabierta, y en la espesura del jazmín más de mil familias aladas se dormían cantando. Alguna esquila de res vagabunda hacía flotar su latido en el silencio. Naturaleza habia esparcido por los átomos del aire su hechizo de amor. Un instante permanecieron los dos amantes silenciosos, asustados el uno del otro, oyendo el golpeo de sus cora* zones, sin osar mirarse, pero viéndose, sin embargo, por un como reflejo de sus propias personas en los objetos todos que les rodeaban.
—Venía á prevenirte el peligro—dijo por fin Genaro, rompiendo la enojosa pausa.
¡Peligro! ¡Palabra sin sentido para María Luisa! Ya no sabía lo que significaba.
—Quieren arrebatarte tu hija—añadió él.
—¡Mi hija!—gritó María.—No lo conseguirán. »
—La ley les autoriza para sacar el pájaro nuevo de junto el ala materna.
—¡Yo me escaparé con ella!!
Pronunció esta palabra con energía, con decisión, con valor.
—He comprendido que las circunstancias eran graves, y he procurado conocer á ciencia cierta qué males se habían fraguado contra vosotras Prefiero morir á dudar Esta noche iré á Lugareda. Yeré al notario y sabré si lo que me han dicho es un sueño pesado, una jaqueca ó un peligro real.
—¿Irás á Lugareda?
—Y volveré esta noche misma despues de las doce. Cuando todos duerman. Espérame en esta ventana.....
Por este lado no tiene puerta ni reja la planta baja.....
Nadie podrá observarnos desde mi casa.
Estas dos últimas palabras las arrojó de su boca como fruto amargo.
—Silbaré dos veces Tú saldrás Sabrás á qué atenerte Porque esta angustia en que vives es insoportable ahoga mata.
Justina se habia cansado de esperar y llamó á su madre. Genaro y María se separaron. ¡ Qué rostros los suyos al mirarse para despedirse! Eran los de dos muertos enamorados.
XXVIII
Arriba y abajo, ó ¿dónde está el cielo?
Enriqueta en sus largas soledades experimentaba un tormento que no está descrito en los anales de la crueldad humana. Sobre su cabeza retumbaban los pasos de su rival, y cuando María Luisa se separaba del lecho de su hija, el andar menudo de sus piés de gitana, chiquitos y peraltados, repercutíase con ecos de ira en el oido de la mujer olvidada, despreciada, iracunda, vengativa y terrible. No era posible el olvido de la injuria cuando tan cerca se hallaba el que injurió. Desvelaban su sueño aquellos pasos, y el ruido de los muebles del piso superior, al ser removidos, le hablaban de un hogar en que su marido habia puesto su amor, sustrayéndole furtivamente de donde debía tenerle atesorado. Uníase á este tormento aquel día el de una mordedura que dentro de su alma experimentó. Era un remordimiento naciente, que haciendo presa con su pico de acero en la conciencia, le decia:
—«¿Estás tú segura de obrar bien? ¿No faltas á Genaro en nada? ¿ No se te ha ocurrido aún la idea del per-don? ¡El perdón! ¡Cosa santa! ¡Sufre y te sentirás curada del mal de odio! ¡Lo que te quema en el corazon no 'es el daño ajeno, sino la propia ira! ¡ Echa fuera ese rescoldo abrasador que el diablo sopla para convertirlo en hoguera!»
Pero no: Enriqueta no queria perdonar. Creia necio, cándido, ridículo el abrumar con abnegaciones no emprendidas á los que le abrumaban á ella con desprecios sangrientos. ¡Perdonar! ¡ Palabra infame! No es digna de los labios del justo cuando el justo es víctima del protervo! Así pensaba Enriqueta miéntras la noche seguía avanzando.
Lóbrega noche. El cielo estaba oscuro, habiendo borrado las tenaces nubes todo rastro de luna. Habia pasado esta altiva hada por las regiones celestes vertiendo el contenido de su cántaro lleno de luz. Pero la tormenta, con sus esponjas negras empapadas en agua, habia absorbido el brillo de los rayos argentados. Detras de la ventana Enriqueta dejaba deslizarse las horas que iban desfilando con piés de plomo, hechos de las pesas colgantes del reloj, cuyo horario redondo, amarillo, sucio, parecía el rostro linfático de un sér cachazudo, todo reposo, calma é insensibilidad. De rato en rato pasaba á lo léjos, por la curva de Doñana, la locomotora de ensayos, trayendo y llevando material con gran priesa, porque estaba cercano el dia de la inauguración oficial de la línea de Beimiel. Iba resoplando, humeando, pateando, escupiendo bocanadas de humo rojizo por la chimenea y salivazos de blanco vapor por cada uno de sus costados alternativamente. Encendido el farolete azul en su frontal, simulaba el ojo de un cíclope miope que usase lente de fint-glass como cualquiergentleman de Liverpool. Al respirar su aliento, sonaba, ya como silbo * de culebra ronca, ya como lamento de niño enfermo de crup, ya como estertor de tráquea metalizada y rígida. Tuvo tiempo de hacer todas estas observaciones Enriqueta, porque desde las ocho, en que salió su primo, dejándola entregada á un solitario dolor, hasta la hora de . ahora, en que acaban de dar las doce en el reloj de pared, tocando su rigodon acostumbrado la oculta orquesta del horario, no ha apartado su vista de aquel cristal, por el que la negrura de la noche, mostrando su hondo seno, bueno para que en él duerma el dolor, hace pensar en las penas interminables, en la clepsidra de las amarguras humanas, qüe no cesa de gotear partículas de encendido plomo sobre el corazon sensible.
Aquella aparición de fuego da hórrido aspecto al paisaje, y al incierto llamear de la locomotora parecen los peñascos frailes inmensos dormidos, y cabezas gigantescas, cuya cabellera de Medusa, hecha de un puñado de lentiscos, se agita pausadamente; los bloques de piedra blanca, osarios en que el movimiento de la putrefacción viva— ¡ esa insurrección contra lo mortal de las cosas mortales! — está representada por la lluvia, la cual, al batir furiosa las arenas, produce en ellas un desgrana-miento continuo; todo el panorama, en fin, teatro de una tragedia interrumpida y que va á desenlazarse espantosa cuando ménos se piense.
Aquella negrura albergó durante mucho tiempo los pensamientos de Enriqueta. Al sonar las doce y media en el reloj manifestó su impaciencia, y miéntras la mu-siquilla dél reloj tocaba su rigodon, murmuró esto:
—¡Dijo que vendría á la una! ¡ Yo no debo seguirle!
Por más que acababa de sonar la hora, miró al reloj otra vez. Aun ejecutaba la incógnita orquesta su rigo-doncillo gracioso, danza de minutos y segundos que lleva al hombre á la sepultura cuarto á cuarto de hora.
—¡Santo Dios! si viene, ¿qué hago? He obrado mal al prometerle lo que le he prometido Dijo que á la una llegaría en un carruaje que habría de aguardarnos en el puente. Desde allí nos llevaría á Tres Empalmes ¡Es uoavergüenza! ¡ Yo no iré! ¿Por qué no estás aquí, madre mia? Si tú estuvieras, en tu regazo llorára hasta consolarme No hubiera tenido que confiar mis penas á ese hombre, que quiere abusar de mi soledad ¡Lo que he hecho me parece más criminal de cuanto haya podido hacer mi marido!.....
Deteníase su pensamiento largos ratos de tal modo, que cada punto suspensivo que estampa mi pluma representa cinco minutos de meditación en Enriqueta.
—Si llega, le diré que no quiero seguirle Yo no le amo ni le he amado jamas Necesitaba álguien que me consolára; y él, ¡necio, fatuo, ha creído amor mi confianza! ¡ Yo sólo te quiero á tí, Genaro sólo á tí sólo á tí!.....
Repitió estas tres palabras muchas veces, y lloró sobre ellas, como una madre sobre los fríos restos del hijo que murió. Al cruzar la locomotora entonces por la cumbre de Doñana creyó ver Enriqueta á Genaro, que iba en el ténder, haciéndola con la mano derecha señal de despedida. ¡Alucinación de un amor triste! ¿Profecía ó presentimiento?
—¡Amado mió! Yo soy tu esclava—dijo entonces
Enriqueta.—Písame y te amaré ¡Mátame, y pediré un minuto de tregua en tu sentencia para poder repetirte que soy tuya!..... lío puedo odiarlo, por más que quiero aborrecerlo.....
El débil y cambiante espíritu de Enriqueta mudaba rotundamente de propósito. *Ya se ha dicho que esta excelente y atribulada mujer edificaba sus resoluciones sobre nubes.
¡La una ménos cuarto! ¡Otrorigodon ejecutado por el relojillo! Ella no pudo más, no supo resistir su impaciencia, su miedo.
—Y si viene y me arrastra, ¿ quién me defenderá ?.....
¡Oh, soy tan débil, que áun sabiendo que mi deber es sufrir y mi destino amar á Genaro ese hombre se me llevará ¡Entonces, entonces Genaro habrá de despreciarme !..... ¡ Pero acaso no me desprecia ahora!.....
¡No amarme y despreciarme es lo mismo ! No;
pero yo debo quedar aquí, sufrir aquí, morir aquí; esperar como la piedra, y ser como la piedra, paciente.
El piso superior retembló bajo unos pasos precipitados. María Luisa se habia levantado súbita del lecho; donde vestida se echaba cerca de su hija, pensando haber oido en su intranquila vigilia el silbido con que dijo Genaro que le avisaría su llegada. Aproximóse á la ventana y nada vió. Oyó sólo un lejano ruido de cascabeles. Oyóle también Enriqueta.
—¡Roberto! —dijo ésta.—Ahí viene. ¡Me he perdidol
Alzóse de la silla que ocupaba, y una idea de salvación se hizo en su espíritu, como se hace la luz en el espacio. Adelantó un paso, volvió á retroceder. La vacilación de su alma era cognoscible por la de su cuerpo, aguja imantada de una brújula loca.
—Subiré á casa de esa mujer Cerca de ella lno se atreverá Roberto.....
Pero su amor propio, sus celos, su odio se levantaron en armas. Era una plebe insurrecta que llenó su sér, invadió el fuerte del odio, y desde su3 torreones flameó banderolas de guerra.
—¡Qué humillación!—pensó.—¡Buscar mi defensa en mi rival, en una mujer despreciable, á quien odio!.....
No, no Yo sabré defenderme sola ¡ Pues qué! ¿ soy tan débil para el crimen como ella?
¡Argumentos inútiles del amor propio! Por aquella brecha iban á penetrar los enemigos. Por el portillo que el miedo abrió en su alma iban á precipitarse, tímidos, temblorosos, azorados, sus sentimientos de esposa honesta y cristiana..... Más cerca escuchó los cascabeles del coche, y rápida salió del gabinete, subió la escalera ¡No se sube de otro modo la del cadalso!.....
¡Llamó!
XXIX
En que diablo y ángel se juntan, sin que se sepa quién es ángel y quién diablo.
Llamó, y como el sueño de la Pajaróla era profundo, yademas esta buena Maritórnes, siendo más honrada que la de Cervántes, no era tan amiga de abandonar á destiempo las plumas muelles del lecho, fué preciso que María Luisa acudiera á abrir. ¡ No sin sobresalto! Al sentir el timbre de la campanilla imaginó que Genaro estaba al otro lado de la puerta. Pero al abrirla hallóse con Enriqueta. No venía, pues, á despertarla su amor; yenía á despertarla su remordimiento.
Mudas y sin pensamiento expresable quedaron las dos; María Luisa, turbada y como sorprendida en pleno delito; Enriqueta, vacilante entre el miedo á ser arrebatada, y la indignación de pedir amparo á aquella vil mujer, á quien ella apellidaba hipócrita, indigna, farsante del cariño maternal, y otros dicterios de este orden.
—He creído oir voces—dijo por decir algo Enriqueta y fingiendo motivo distinto del que la impulsó á subir.
—¡Muchas gracias por su cuidado!—balbuceó María.
Alborotado el cabello, desnuda de pañuelo la cabeza, destacábase briosamente con dalce gracia sobre el corpiño negro de un humilde vestido de percal. Dos me-dallitas piadosas oscilaban, pendiendo de sus orejas, como dos gotas de agua que van á escurrirse de dos hojas de rosa.
Enriqueta pasó adelante. Queria verse dentro de la casa, cerrada la puerta, protegida por muros ajenos contra sus propios proyectos de la misma tarde.
«—Esta es la esposa—pensó María Luisa, mientras con una seña brindaba un asiento á Enriqueta.— Esta e& la esposa. ¡Yo no puedo ser sino la querida! Ella tendrá derecho de injuriar la honra de Genaro, de cubrirla de befa y lodo con su primo, de engañar al hombre más digno del mundo y no perderá el respeto de las gentes Yo sólo con osar mirarla me hago reo de mil delitos Pero Dios me manda el sacrificio Yo no quiero amar á ese hombre Esta es su esposa,' y á ésta debe amar, y á nadie más que á ésta, y á mí ménos que á nadie ¡ Humíllate, mala pasión! j»
Hablaron las dos damas de Justina. ¡ Las niñas son tan difíciles de educar! ¡Su salud es tan endeble! ¡Justina tan nerviosa! ¡ Son tan complicados los deberes de la maternidad!.....¿ Cuánta vulgaridad dijeron? Mu chas; porque no hablaban ellas; hablaban sus labios, miéntras sus espíritus, por distintos, aunque paralelos, caminos, larga carrera corrían desatentados. Enriqueta sólo deseaba hacer tiempo; dejar el bastante al reloj para pasar de las dos. Roberto estaría llegando; acaso entonces mismo daba vuelta á la llave de la puerta. No encontrando á su prima, esperaría un rato, media hora, una Al fin se cansaría de esperar y tendría que desistir de sus planes de faga, por aquella noche al ménos. Se veria en el caso de despedir al carricoche del tio Requilorio, que él desde luégo se prometió contratar en Lugareda, como único medio regularmente cómodo de hacer la travesía..... Una vez despedido el carruaje, aumentadas las dificultades de la partida, echado aquel granito de arena entre el mal propósito y su realización, ella sabría apoyarse en él para resistir, para desvanecer todas las esperanzas del mal aconsejado amante.....
En cambio, María Luisa tenía empeño en que tan inoportuna visita durase poco. ¡ Dios mió, qué situación más espantosa la suya si llegaba Genaro ántes de marcharse su mujer! ¡Casualidad endiablada! ¿No débia estar Enriqueta durmiendo á tales horas ? Era insoportable para María Luisa tener allí mismo, delante de los ojos, aquel remordimiento de carne y hueso, que parecía decirla con sus miradas, con el tono de su voz, ya que con sus palabras no, y hasta con su silencio, y con el gesto de su faz, y con la sombra de su cuerpo: «¡ Eres una mujer perversa ¡Miéntras tu hija está enferma, tú esperas á tu amante.» Como si esta, idea hiciese mucho daño á María Luisa, quería disminuir la enormidad de su culpa: n No; yo no espero al amante para hablar de amor. Espero al único hombre que me muestra ínteres y cariño. Viene á decirme qué peligros corro yo y
corre mi hija.»
Pero miéntras estas cosas pasaban en el alma, el tiempo se deslizaba, y pudo el filósofo discernir entonces sobre lo que dura un minuto sin atenerse al incompleto cómputo de las divisiones geográficas; porque Enriqueta creia que los minutos eran unos señores pesadísimos, gordos, hinchados, que caminaban con ayuda de muletas, posando firmemente en el suelo sus piés cubiertos de zapatillas; miéntras María Luisa hubiera jurado sin mentir que eran una procesion de cínifes saltones, que no corrían, sino que se deslizaban por el lago de la eternidad, veloces como los caballitos del diablo sobre los lagos de agua verdadera.
«r—¡Aun no se habrá marchado Roberto I»—pensaba Enriqueta.
En tanto que María Luisa, para sus miéntes, decia: «— ¡ Ya estará llegandito, llegandito, Genaro! s»
Y el reloj no se adelantaba ni se detenia—insensible, justo, matemático, partiendo en iguales porciones la vida con el tajo incansable de la péndola.
Cualquier rumor creia María Luisa que iba á ser el silbido de Genaro. El silencio nocturño se hacía sublime y temeroso en aquella sala, cuyas ventanas permanecían abiertas sobre la noche luctuosa y de llovizna, y cuyas paredes estaban sencillamente adornadas con grabados: un retrato de Napoleon, una copia en acero de Una Maja de Goya, y un mal cromo, que representaba á Poniatowski saltando el Elster. Sonó de improviso el patear de un caballo. María Luisa tembló. Su respiración se hizo difícil, y las flébiles alillas de su linda nariz se agitaron nerviosamente; pero cuando un silbido agudo rasgó, por decirlo de un modo gráfico, el silencio, Enriqueta se levantó asustada, juntas las manos, mo»
viendo la cabeza como presa de indominable terror.
—¡Ay, por Dicsl —dijo.— Yo le suplicoá V. que no me deje, que no me abandone. Venga quien venga, suceda lo que suceda, no se aparte V. de mí.
Habia cogido de un brazo á María Luisa y se lo estrechaba fuertemente. Ésta creyó que Enriqueta habia perdido el juicio. Miróla á los ojos, queriendo leer en ellos la explicación de aquel impensado arrebato.
Se repitió el silbido una, dos veces. María Luisa pensó :
«— ¡ Ahí está Genaro!»
Enriqueta creyó que Roberto, cansado de esperar, habia tomado una resolución enérgica. ¡ Acaso entraría en aquella misma estancia! ¡ Ella suponía á aquel hombre enamorado, y el amor es capaz de todas las imprudencias. No osaba moverse. ¡Parecía que el piso estaba sembrado de pólvora pronta á estallar! Vuelta la cabeza hácia la ventana, el oido alerta, recogía todos los latidos de la arteria por que corre la vida de la noche; esos ruidos mil que varían en gama infinita desde el estallido de un boton vegetal ai chirrido de unos he-litros metálicos, besos dados por incógnitas bocas enamoradas, chasquidos de maderas, susurro de árboles.....
—¿Teme V. algo?—preguntó María.
—¡Ah! Yo lo temo todo, la muerte, y algo peor que cien muertes.
Apénas atendió María á estas palabras. Habíase desasido del brazo de Enriqueta, aproximándose á la ventana. Imaginó que la inmóvil y negra arboleda corría como upa ciilebra enloquecida. Nada vió, nada oyó.
—¡Ay, señora, señora!—balbuceó Enriqueta acercándose también á la ventana.—Yo no puedo contener mis penas y van á salirse de mi alma.
—¡Penas!.....
—¡Horribles! Y Y tiene la culpa.
Retrocedió Maria, asustada como si en el marco de la ventana hubiese asomado su chata cabeza una culebra.
—Usted, que me ha arrebatado el amor de mi vida.
—¡Yo!.....¡ arrebatado!.....
—He querido ocultar mi dolor por no dar la gloria de verme sufrir á alguien que me odia; pero ¡ya no sé cómo se detiene la sangre de esta herida!
María se hallaba en el último grado de paroxismo. Su espíritu, solicitado por diversas fuerzas, parecía próximo á rasgarse como tela débil de que dos manos tiran con brío.
—¡En qué estado me veo! — continuó Enriqueta. —
¡Pidiendo compasion á V.! ¡Ayer, ayer mismo hubiese preferido morir á esta bajeza!
En el alma de María hubo una sublevación de dignidad, un chispazo de odio que encendieron los celos.
—¡Déjeme V.! np sé lo que dice V no la entiendo.
Quiso retirarse, quiso volver á la estancia de Justina, en la cual se oía el suspiro de un sueño inocente; pero no pudo, porque Enriqueta, asiéndola de nuevo, exclamó suplicante:
—¡Ay! no me abandone Y no sea V. cruel conmigo no me deje V. sola!.... ¡Viene por mí! ¡Quiere llevárseme ! Y si V. no me sujeta entre sus brazos, si usted nome defíen de con su cuerpo,logrará lo que quiere.....
—¿Quién?—preguntó María, encontrando en una palabra mil interrogaciones.
—Roberto Usted me ha puesto al borde del abismo Genaro me ha olvidado.....Yo he estado á punto de perderme ¡Ay de mí! Entónces me hubiera despreciado él.
—¡Él!
—Sí, Genaro—prosiguió exaltada Enriqueta.— -Él, á quien adoro* á pesar de Y Porque sin su alma y su cuerpo mi vida es imposible ¡ Vea V., vea V. lo que me ha arrebatado!
¿Le amaba, pues, Enriqueta? Esta pregunta se hizo María, y una ola de dolor invadió su sér. Aquella indigna y pecaminosa afición de su alma no podia resistir la idea de la competencia. Creyendo á Genaro engañado por Enriqueta, le compadecía indignada. Viéndole adorado por ella ¡ moria de celos ! ¡ Celos criminales, ramas de agudas zarzas que rodean la criatura, y animándose como víboras, estrechan la carne punzando, rasgando, matando!
—Cuando esta tarde se fué Genaro á Trempez—dijo Enriqueta tan quedamente, que apénas se la oía—pensé confesarle todo..... ¡Confesarle! ¡Como si fuese mijo el pecado! Pero sí, mió; porque yo, loca, llena de odio, de un odio salvaje, atroz determiné escaparme esta noche. ¿Con quién? Con Roberto, con cualquiera, sola, á pié para no ver á V. más, para no verle más á él.....
Llegó la noche y me encontré sola, sin defensa contra mí misma ¡ Horror I.....
Dejó de hablar para oir. También escuchó María Luisa. De un momento á otro pensaba que iba á romper el silencio la voz de Genaro. ¡Su mujer, su mujer estaba allí! ¡Qué vergüenza, qué desdoro para ella! Un vértigo de ideas se produjo en su alma. Giraron revueltos sus juicios, sus sentimientos, sus temores. Era una negra espiral que desde el cielo bajaba ondeando hasta los infiernos mismos, y en ella iba María Luisa, arrastrada, impulsada, sin vigor ni vida para resistir Tuvo que sentarse y lloró. Enriqueta la contempló en silencio y lloró con ella.
XXX
¡Huid! ¡volad!
Tantas veces habia salido á su rostro la vergüenza en aquella noche, que cuando el alba llegó' el de María era una faz de cera. Inmóvil en una silla pasó cuatro horas mirando á Enriqueta, pero sin verla. Ésta permaneció también aquellas cuatro horas en medio del temor y del arrepentimiento, helado su pensamiento y como sin vida, ardorosas sus sienes, en las que una vena azul muy visible latia pletórica con violencia. No quiso descender á su casa, temiendo hallarse en ella á Roberto. Aquellas dos mujeres pasaron la noche velando su odio.
Pero cuando la primera línea de claridad simuló una sonrisa en el confin donde cielo y tierra se juntan, María Luisa se levantó del asiento y fué á ver á su hija. Seguía durmiendo. Besóla en la frente y en sus manos, que tenía cruzadas como si estuviese muerta. Dulce rubor coloraba sus mejillas, y dormida sonreía como si estuviese deshojando rosas ó ensartando vilanos.
La Pajaróla se levantó, y su escoba comenzó á saludar el suelo. La línea blanca del Oriente se fue poniendo amarilla, de oro luégo. El perro encadenado en el corra-ion ladró, y una voz infantil dijo:
—¡Tuso! ¡ Como te arrimes te santiguo! ¡ Pajaróla!
Aquí estoy yo.....
Era la ciega, era nuestra amiga Petrilla. El perro la olió, y se volvió á su nicho cabeceando y cerrando los adormilados ojos.
—¿Está el ama? — dijo Petrilla á Pajaróla.
Poco despues entraba en la sala del piso principal el garrote de la ciega, seguido de ésta.
—¡Doña Mariquita!—exclamó ésta. — ¡ Buenos dias! ¿Está V. sola?
—¡¿Eres tú?.....¿Cómo vienes acá? ¿Cómo te ha de jado tu padre?—repuso sorprendida María.
—¿Está V. sola?—insistió en preguntar Petrilla.
—No pero es lo mismo. ¿ Qué quieres?
—No, no es lo mismo Quiero hablarlas V. sin testigo.
La ciega pronunció estas palabras con firme resolución, y volviendo la cabeza hácia el lugar donde estaba Enriqueta, que apénas habia advertido la llegada de la chica, demostró saber por misteriosa adivinación donde se hallaba la dificultad de la confidencia.
—Entra en este gabinete—contestó María.
Cuando se encontraron las dos solas, la ciega buscó con la mano extendida á la viuda. Cuando tocó su ropa, exclamó súbitamente:
—¡Doña Mariquita de mi alma! ¡ Huya V. ahora mismo! ¡ Márchese V.I ¡ Márchese V.!
—¡Que huya! ¿ Estás loca?
—¡Ay, no señora! El Señor me dé vista como es verdad lo que voy á decirla Me he escapado de mi casa para venir á decirle á V. qne se marche Allí están mi padre, mis tíos, el notario D. Saturnino Acuña-plata y el tio Clavo Cara-de-Chucho.....
—¡Que están allí!
—Sí. Fueron al amanecer todos, y mi padre ya los esperaba Yo los oí hablar de V., y decían que esta mañana vendría el juez á depositar á la niña, á Justini-
11a ¿Sabe V. que á última hora resulta que Justina y yo somos primazas? ¡Ojalá! Pero ¡anda! ¿cómo han de ser primos el topo y la tórtola? El topo soy yo.
—¿Y qué más? — preguntó, ansiosa de saber, María Luisa.
—Que el juez vendría á por Justina y la nombraría un tutor porque decían que V. habia hecho no sé qué tunantadas ¡ Enjambre de grajos! Mi padre no me ha hecho caso siempre que le he dicho que yo no quería ver á V. así en estas andanzas de jueces y picaros..... porque cuando mi padre estaba por tierra* de judíos sacando ochavos del moro de los pozos y el tio Clavo Cara-de-Chucho me solfeaba el lomo de lo lindo, V. me daba de comer y me hacía caricias No me ha hecho caso.....
Pero ahora me he escapado.....para decirle á V. esto.....
He venido volando ¡ Más tropezones di en el camino!
—Pero, hija mia, ¿es verdad eso?
—¡Verdad! ¡ Como yo no veo gota, es verdad! Pero dése V. prisa Coja V. á Justina, vístala V., escápese porque si una vez se la llevan ¡ay de V.!.... ya no la verá más.
—¡Pero eso es una picardía, una infamia!
—¡Señora,doña Mariquita de mi alma! Dése usted prisa ¡ Que vienen, que vienen!
No tuvo tiempo de pensar lo que iba á hacer. ¡ Huir! Hé aquí la única tendencia de sus ideas; hé aquí la única forma de su actividad. Preguntó por Pacorro, pero no estaba en casa. Despertó á su hija, vistióla con rapidez. La niña, asustada, quería saber por qué la sacaba del lecho estando enferma. María arropó á Justina entre los pliegues de su recio mantón, lió á su frente un pañolillo y salió, precedida de la ciega, con su tesoro en brazos. Instantáneamente formuló su plan: caminaría á pié hasta la ermita de Acabadómine, y allí iría á buscarla Pacorro con la tartana. Desde la ermita, en el carruaji-11o, en un vuelo llegarían á Trempez, y allí tomaría el tren de Pamplona ¡ Su hija! j su hija! Prefería morir á dejar que se la arrebatáran.
XXXI
Empalma la línea del eielo con la del infierno.
¿Quién refiere despacio estas cosas que sucedieron de prisa? Los desenlaces tienen la concision del telégrama, como tienen la rapidez de la electricidad. Rápida caminaba María con su hija en brazos. Dejó atras el pueblo bien pronto, cruzó el rio, y temiendo hallar gente en el camino de la ermita, echó por la senda de Conejeros, que serpeaba por entre los pastos dorados de Tajo-Peña. Yolvia la cabeza para ver si la perseguían, y las ramas de los abedules, que se doblaban al pasar ella, le parecían manos que iban á detenerla.
—¿Cómo estás?—preguntó á Justina.
—Lo mismo Bien Nada me duele Pero, ¿á dónde vamos? ¿ Por qué me llevas en brazos? Quiero andar, quiero andar.
—No estás bastante fuerte y tenemos que ir muy listas, muy listas no sea que llegue ántes que nosotras la tartana á la ermita.
—¿Yamos á alguna feria, como el año pasado?
María Luisa bebió muchas lágrimas y dijo :
—Sí, hija mia; á una feria.
El calor crecia, porque amaneció sin nubes y era el mes de Agosto. María Luisa echó hácia adelante sobre los ojos el pañuelo de seda que cubría su cabeza, y desarropó un poco á Justina. Se sentía muy cansada, porque la niña, bien que flaquilla como un palomo nuevo, pesaría sus dos arrobitas largas de talle.
—¡Si no puedes conmigo!—dijo ésta.
Hizo la madre un supremo esfuerzo para seguir andando, pero áun era lejana perspectiva la de la ermita. Tuvo que sentarse á descansar. Sudaba copiosamente, y sus mejillas encendidas no tuvieron nunca más bellos colores. Puso á Justina de pié. ¡De pié! No era posible: íbasele la cabeza á la pobre criatura, y las zarzas, los trigos, la vereda, las nubes, los pájaros, daban vueltas alrededor de ella en ciclón absurdo, como los caballitos del tio Yivo. Acostóla María sobre la dorada hierba, que, hundida bajo el peso de la niña, componía una cuna blanda, rodeada de los tallos altos que se inclinaban para ver á Justina. En vano quiso ésta permanecer con los ojos abiertos. La viva luz del sol se los cerraba de por fuerza.
Y en la cavidad de los párpados las propias venas que allí culebreaban, latiendo hinchadas por la fiebre, le parecían racimos de viborillas azules y rojas que se enroscaban y se mordían. Despues se aclaraba su percepción calenturienta y creia oir el vuelo de muchas bellas mariposas que tejían un capullo de hilo de sol, envolviéndola y encerrándola dentro. Un escarabajo negro se columpiaba colgado en la punta de un tallo de grama. Una mosca hacía equilibrios con un bastón de caña entre las antenas. Cien mosquitos venían, sonando sus trompetas, á ponerla un par de banderillas en un ojo.
María inspeccionaba intranquila el horizonte, y hacia Arijona creia ver siempre el tropel de sus perseguidores. Pero algo real y cierto vió por fin, no en el camino de Arijona, sino en el de Trempez. Era un caballero que galopaba. ¡Un vuelco le dió el corazon! Era Genaro echado sobre el cuello del caballo, que parecía fatigado y jadeante. Pronto llegó. Iba á pasar sin descubrir el grupo divino de María Luisa y su hija; pero descubriéndole, detuvo el caballo en firme. Se quedó pasmado, absorto, dudando de sus sentidos y creyéndose juguete de una ilusión. Luégo se acercó á aquel lugar.
Hubo exclamaciones de sorpresa, de curiosidad. Despues siguió la explicación de lo que habia acaecido en aquella noche. Genaro dijo que habia pasado una hora dando vueltas á Casa-Arijona, preguntando á todas las ventanas qué sucedía detras de ellas y por qué no se abrían para sacarle de dudas. Hubo luégo espacio para que diese cuenta Genaro de sus noticias. No eran falsas las de la ciega. Los comentarios de la indignación pusieron término al relato de las infamias de Ceano y el tio Clavo, á la despertada codicia de Patricio Güemes, á la debilidad criminal de Pazita.
—¿Tú huyes de esa emboscada?
—Huyo huyo En la ermita me espera la tartana.
—Pues adiós......Yo también me voy me voy de aquí por siempre.
Para no exclamar María: «¡Por siempre! ¡Dios mió!
¡Qué dices!» hubo de tapar sus labios con la frente de Justina, ardorosa, febril.
—La línea se inaugura mañana. Pasado saldré de
Arijona Yo no quiero luchar con lo imposible.....
Yo.....
Quiso añadir algo; pero una emocion inmensa hinchó su corazon, como el flujo del mar hincha la ola. Cuando pudo dominarse, añadió, haciendo violento esfuerzo :
—Yo tengo deberes yo tengo una mujer.
No necesitó apelar á divinas inspiraciones, ni á los consejos de una religión positiva, para que dentro de su alma predominase el sentimiento de lo justo. La religión de la dignidad fué quien en aquella noche, pasada sobre el lomo inquieto de un caballo, llena el alma de intenciones adúlteras, hirviente el cerebro en ideas tumultuosas y de rebelión contra lo establecido, evocó el fantasma del sacrificio.
—Tú tienes una mujer—balbuceó María con hondo lamento de su pecho.—¡Yo tengo un ángel I Y señaló á Justina. Luégo continuó:
—Tú vas por ahí. Yo por allá. No hemos de vernos otra vez ¿Para qué nos vimos alguna?
Rompió á llorar. ¿Cuáles fueron las lágrimas del amor ofendido, cuáles las del dolor, cuáles las del arrepentimiento? Todas se juntaron y salieron confundidas.
Levantóse María, y ella y Genaro se miraron. ¡ Qué hermoso estaba el día! Los esplendores de naturaleza rodeaban aquellos dos espíritus enlutados. Los ecos del valle parecían pronunciar versículos del Cardar de Cantares Para despedirse ¡para despedirse por siempre 1 se escachó un beso. Diéronsele los labios sin consentimiento de las almas.
—¡Adiós!—dijeron los dos.
El se iba para siempre dentro de dos dias, llevándose su infelicidad en su amor.
Justina yacia aletargada y apénas se movió cuando la tomó en brazos su madre.
—¡Adiós! - se escuchó otra vez, dicha esta palabra por dos voces.
Él, á pié, la miraba alejarse; y ella, al andar, volvía la cabeza.
XXXII
Catástrofe S ¡Horror!
Cuando llegó á Trempez María Luisa, Justina se encontraba en un estupor material y moral absoluto. No pudo realizar aquélla sus planes, porque la circulación de viajeros estaba impedida con motivo de inaugurarse al otro dia la línea de Beimiel. Banderolas, gallardetes, eintajos y escudos adornaban el camino. Músicas marciales se columpiaban en el aire. La plebe, engalanada, se esparcía por las afueras de Trempez—lugar de carretera, cuya única calle tiene dos posadas—como el líquido ferviente se sale borboteando fuera de la vasija. Tuvo María Luisa que resignarse á esperar allí, hospedándose en una de las hosterías, en un cuartucho que, por haberle descrito Moratin en el Sí de las Niñas, no tengo yo que pintar ahora. Quiso llamar á un médico; pero no estaba el único del pueblo en la localidad, y como crecian los espasmos y la fiebre, el susto de la madre rayó en delirio.
—¿Seré yo su verdugo?—pensó.
Allí iba á ocurrir una triste escena. Aquel .lecho era un lecho de muerte. ¡ Catre malhadado y duro! ¿por qué no truecas tus tripas de lana en blandas plumas de cisne, y tu colcha de pelefechil indiano en cubierta de rosas ? Sólo así sería digno tan feo mueble de soportar el peso de un ángel que se iba de la tierra. A las diez de la noche habia agotado María los últimos recursos de la ciencia doméstica; y la posadera, una buena vieja, llena de excelentes deseos, trajo nieve de un pozo para ponérsela en las sienes á Justina. Abríanse los párpados de ésta como para agarrarse con la mirada á los objetos del mueblaje. ¡ Inútiles esfuerzos de la vida, que caia, caía por aquel plano inclinado que lleva al no ser!
Apénas rayó el dia el escándalo de las "músicas faé espantoso. Grupos de mozos engalanados tañendo guitarras cruzaban bajo lá ventana del cuarto donde el dolor de María Luisa apuraba los más acerbos dejos de su cáliz. Oyó el rumor de las conversaciones^ ese monólogo de la multitud, resultante de las palabras de mil bocas, que venía á burlarse de la viuda, sonando sus castañuelas junto á un féretro. Aquel desfile de músicas, mozos, chicos, banderas y alegría llegó á tomar una forma visible, cohesion y personalidad, y María Luisa se creyó dominada por un sueño feroz é irresistible, perseguida por un demonio burlón y maléfico, que ya tenía el rostro de Patricio Güemes, ya el del notario. A las doce debia cruzar la locomotora por la vía nueva. Iría en ella Genaro, el Ingeniero Jefe, y el pueblo le aclamaría entusiasmado, miéntras Justina moría. Se acercaba la hora, aumentaba el tumulto. El viejo edificio temblaba como un pecho tísico al sentir las palpitaciones de un corazon robusto, cuando la gente se acercaba á él, y los carruajes de los pueblos vecinos eptraban en el patio sonando sus cascabeles, para desembaular el jubiloso contenido de expedicionarios.
Aquí tuviera yo la pluma con que Pereda pinta las romerías de la Montaña, é hiciéraos un bonito cuadro de Trempez engalanado. El jaco bisunto y magro, que trae al cura, trota cerca de la galera de cuatro ruedas, que arrastran cuatro lustrosas muías. Señoritas de pueblo, llecas de cintajos, se saludan al bajar de sus birlochos hijo-dalgueños. Caballeretes con roja corbata y sombrero hongo de forma anticuada se deshacen las arrugas que, al cabalgar, el trote formó en el estrecho pantalón. Gran curiosidad reinaba en todos por ver aquella estupenda maquinaria, sierva del pensamiento, con quien compite en velocidad.
Y en tanto ¡pobre Justina!
No fué agonía aquello. Fué muerte paulatina y gradual. La luz aminoró su brillo, la extensión de la llama acabó por apagarse. María sintió que sus manos palpaban algo frió. Miró horrorizada. ¡Tenía entre sus dedos una mano de Justina I Habia abierto los ojos para morir, y sus pupilas vidriosas miraron sin ver la luz de la ventana. Entónces resonó un ¡¡¡viva!!! en el campo..... cohetes, gritos, oleaje, confusion, y el agudo, musical silbido de la locomotora.
XXXIII.
¿Hasta cuándo?
Dónde acabó el penar de María Luísa? ¡Sola, pobre, sin amor, sin honra, llevando su castigo en sa hermosura, huyó de aquellos pueblos! ¡ Cuánto me queda á mí que contaros de ella! Pero no he de hacerlo hoy, en que estáis vosotros cansados y yo también.
Appendix A
MADRID: Setiembre, Octubre, Noviembre.—1879.
FIN.
- Rechtsinhaber*in
- José Calvo Tello
- Zitationsvorschlag für dieses Objekt
- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. El tren directo. El tren directo. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-00CB-D