I Despierta el héroe.
NI las ventanas cerradas con todo esmero, ni las sendas cortinas que sobre ellas se extendían, eran dique suficiente para la luz, que vergonzantemente se colaba por los intersticios de las unas y la urdimbre de las otras. Pero esta luz apenas tenía fuerza para mostrar tímidamente los contornos de los objetos más próximos á las cortinas. Los que se hallaban un poco lejanos gozaban todavía de una completa y dulce oscuridad. Las tinieblas, desde el medio de la estancia, atajaban el paso á la luz, riéndose de sus inútiles esfuerzos.
Hé aquí los objetos que se veían ó se vislumbraban en la estancia. Apoyado en la pared de la derecha y cercano al hueco de la ventana, un armario antiguo, que debió ser barnizado recientemente, á juzgar por la prisa con que devolvía en vivos reflejos los tenues rayos de luz que sobre él caían. Enfrente, y cerca de la otra ventana, un tocador de madera sin barnizar, al gusto modernísimo, de esos que se compran en los bazares de Madrid por poco dinero. No muy lejos del tocador, una silla forrada de reps, sobre la cual descansaban hacinadas varias prendas de vestir, masculinas. Hasta el instante de dar comienzo esta verídica historia, nada más se veía. Esperemos.
Suenan por la parte de afuera algunos ruidos matinales que dejan presumir el sitio en que nos hallamos. Nada de carruajes que al pasar rodando estremecen con leve vibración nuestros cristales y nuestro lecho; nada de voces ásperas y opacas que pregonan no se sabe qué; nada de mazurcas, cien veces concluídas y cien veces comenzadas por los dedos aprendices de alguna vecina. Escúchanse gorjeos suaves de pájaros, ladridos de perros, golpes de herramienta y una que otra imprecación lanzada sobre las inocentes bestias que arrastran un carro. En las habitaciones interiores se alza el cántico, más fresco que melodioso, de una criada. Tal vez nos hallemos en el campo. Sin embargo, que no se anticipe juicio alguno acerca de este punto.
La luz, cada vez más atrevida, consigue acorralar á las tinieblas en los rincones de la estancia. Algo más se ve. Una mesa de escribir tallada con pésimo gusto, y sobre la cual hay muchos papeles y un enjambre de baratijas que los sujetan. Detrás de la mesa un sillón forrado de la misma tela que la silla que antes hemos visto, y detrás del sillón, y colgada de la pared, la cabeza disecada de un ciervo, sobre cuya profusa cornamenta descansa una linda escopeta de dos cañones, y debajo de la cabeza, y también colgados, un par de floretes, otro de caretas y un guante de esgrima. El pavimento de la sala está cubierto con una alfombra ordinaria y sus paredes exornadas de varios cromos que representan... No percibimos bien lo que representan: ya lo sabremos cuando haya un poco más de luz.
Se oye una respiración suave y acompasada. La luz deja en descubierto el marco de una puerta con vidriera discretamente entornada. Es la puerta de una alcoba, y dentro de ella ya es posible observar los contornos severos de una cama de ébano, obra al parecer del siglo XVII. Contrasta lastimosamente con la majestad de esta cama la mesilla de noche de humilde aspecto y exiguas proporciones. Sobre la mesilla hay una palmatoria con su bujía apagada, un reloj despertador, dos ó tres libros de cubierta amarilla, un par de guantes y un pañuelo de seda. El caballero que duerme en la cama del siglo XVII, duerme con la cara hacia la pared y no podemos decir otra cosa sino que es rubio y disfruta de abundante y riza cabellera. Pero aguardemos unos instantes, porque el despertador debe sonar á las siete y no faltan más que cuatro minutos. Suena al fin con el ruido agrio y estridente que caracteriza á tales artefactos. El blondo caballero se estremece levemente, alza un poco la cabeza de la almohada, aspira el aire con fuerza por entrambas narices, tira hacia sí por la ropa que le cubre y se oculta otra vez en la almohada, dejando escapar de su garganta un débil y prolongado ronquido.
Al cabo de media hora, poco más ó menos, se escuchan ligeros pasos por la estancia; ábrese lentamente la puerta y una voz que aspira inútilmente á ser discreta y suave dice:
—Señorito... señorito Octavio.
—¡Eh!... ¡cómo!... ¿quién va?
—Soy yo, señorito... ya son las nueve.
—¿Cómo las nueve? ¿Y por qué no me has llamado á las siete y media?... ¡Por vida de!... ¿No te he dicho que me llamases á las siete y media?
—Es verdad, pero usted me ha encargado le dijese que eran las nueve.
—¡Ah! ¿De modo que no son las nueve?
—No, señorito; son las siete y media.
—Está bien; vete y vuelve por aquí dentro de un cuarto de hora por si acaso he vuelto á dormirme.
El señorito es un adolescente de tez blanca, sonrosada, de facciones puras y correctas como las de un Apolo, los ojos de un azul muy claro, la frente despejada, quizá demasiado despejada, y la boca pequeña, quizá demasiado pequeña. Á no ser por el bozo incipiente que mancha su labio superior, sería su rostro el de una dama y no mal parecida.
Efectivamente, el señorito se durmió otra vez, sin pensar en ello, así que la criada cerró tras sí la puerta. Su sueño no era tan sosegado como antes. De vez en cuando le corría un estremecimiento por el cuerpo; la roja colcha de damasco que le tapaba se agitaba blandamente como si entrase por las ventanas un soplo de aire: otras veces daba súbito una vuelta y abría los ojos desmesuradamente y tornaba á cerrarlos con cierta precipitación nerviosa; más tarde extendía los brazos y se escuchaban crujir los huesos y lanzaba un fuerte suspiro que le dejaba aniquilado.
No hay duda, el señorito Octavio batallaba rudamente con el sueño.
—Señorito... señorito... ¿no se levanta usted?
—Sí, sí... allá voy... en seguida.
Y dicho y hecho; abrió los ojos, llevó á ellos los puños y los frotó con singular encarnizamiento, corrió todo el cuerpo hacia arriba hasta tocar con la cabeza en la madera de la cama, cruzó los brazos sobre el pecho, y otra vez quedó dormido.
Hay que confesarlo francamente: nuestro héroe es más hermoso dormido que despierto. Tiene su rostro dormido tanta pureza, corrección y serenidad, que hace venir á la memoria el retrato que la historia nos ha dejado de Alcibíades. Pero los ojos no prestan ningún atractivo á este rostro: son demasiado claros. Después de todo, no es fácil hallar ojos que convengan á esta clase de rostros. Tomad los más hermosos de la tierra, ponédselos á la Venus de Milo, y habréis destruído su encanto.
Trascurre media hora y la criada penetra nuevamente en la alcoba.
—En seguida... en seguida. Corre las cortinas y abre las ventanas. Antes de cinco minutos estoy vestido.
En efecto, el joven, con la mayor premura, levantó la ropa de la cama de un solo golpe, echó el brazo fuera y trató de alcanzar el pantalón que yacía sobre una silla; pero aunque le faltaba poquísimo espacio, no pudo conseguirlo. Ó el brazo era muy corto, ó la silla estaba demasiado lejos. De todas suertes, el joven no había podido prever este contratiempo. Así que dejó caer el brazo desesperadamente sobre la cama con señales de abatimiento. Á los pocos instantes sintió un ligero temblor de frío, y dulce y lentamente atrajo la ropa y se cubrió la mitad del cuerpo. Después fijó los ojos en un punto del espacio, los puso más tarde en blanco, cerrólos por último y nos parece que volvió á dormirse.
La luz inundaba vivamente la estancia, que, fuera de cierto abigarramiento ya indicado, estaba decorada con elegancia y era, á no dudarlo, la habitación de un joven de espíritu cultivado y con gustos artísticos. Los cromos de las paredes representaban en su mayoría mujeres hermosas y escenas de amor. Romeo despidiéndose de Julieta y bajando por la escala cuando el canto de la alondra se lo ordena cruelmente: Francesca y Paolo leyendo juntos el libro de Galeoto: Fausto y Margarita paseando cogidos del brazo por el jardín: una joven circasiana reclinada sobre cojines de terciopelo, etc., etc.
La puerta torna á abrirse y chilla un poco. Octavio da un salto y queda sin saber cómo de pie sobre la cama.
—No se puede entrar, no se puede entrar. Me estoy vistiendo. ¿Qué hora es?
—Las ocho y media.
—Pues aún tengo tiempo. Márchate, Ramona.
Todo el mundo comprende que no es decoroso ni cómodo permanecer mucho tiempo en pie sobre una cama en paños menores. Nuestro caballero lo fué comprendiendo paulatinamente, y paulatinamente fué cambiando de postura, doblando ahora una rodilla, poco después la otra, sentándose más tarde, y concluyendo por extenderse como antes se hallaba; todo esto como si cediera á inspiraciones superiores ó á dura necesidad y no á liviano capricho suyo. La misma necesidad le obligó después á cubrirse las carnes que tiritaban. Cerráronsele los ojos de golpe; volvió á abrirlos y volvió á cerrarlos. Al cabo de algunos instantes torna á abrirlos é inmediatamente se le cierran. Esta vez ya no los abre.
Los ruidos matinales que antes se escuchaban se habían ido trasformando poco á poco. Oíase ahora el andar acompasado de los transeuntes y los saludos que al pasar se dirigían. Sonaba también de vez en cuando algún balcón que se abría con estrépito ó la voz de una mujer que mandaba á su hijo á la escuela, ó los chillidos penetrantes de los niños que jugaban en la calle. Envolviendo todos estos ruidos de un modo vago y misterioso, percibíase el lejano rumor de un río que no corría muy apacible. Indudablemente no estamos en el campo, pero tampoco en la ciudad. Todo hace presumir que nos hallamos en una villa de escaso vecindario, que participa, como todas las de su clase, de la naturaleza urbana y la rural.
El sol no se contenta ya con bañar alegremente el recinto de la sala, y penetra en la alcoba, y envuelve la cama y el mancebo en su luz gloriosa. Con su infinito poder decorativo, trasforma lo que antes era oscuro lecho, ocupado por un mancebo, en altar fantástico y resplandeciente donde reposa la juventud. Las columnas lustrosas, talladas con mil suertes de primores, la roja colcha de damasco, las sábanas de singular blancura, las guarniciones de las almohadas, el reloj y la palmatoria que yacen sobre la mesa de noche, los cabellos dorados del joven y las paredes enjalbegadas, todo brilla, todo arde, todo lanza vivos destellos. Los diversos colores se igualan y hasta se confunden bajo el poder adorable de aquella luz risueña. Es una especie de apoteosis instantánea que atrae y halaga la vista.
El joven duerme con más sosiego que nunca, mientras su cabeza arde y se inflama con los rayos del sol. Éstos penetran como un torrente por todos los huecos de la blonda cabellera, y la iluminan interiormente y la convierten en una masa incandescente que arroja por intervalos llamas extrañas y fugaces. Su rostro va adquiriendo cierta expresión de beatitud que coincide perfectamente con el nuevo estado de apoteosis teatral en que le ha colocado la luz del sol. Es fácil sospechar que sus tibios rayos han traído consigo los gratos sueños y los bellos fantasmas de la poesía.
La colcha de damasco sube y baja con un compás monótono que incita á dormir. La atmósfera, cada vez más encendida y sofocante, empieza á verse surcada por algunos insectos alados que zumban con tonos agudos y mareantes. El reloj hace coro, cual otro insecto, con levísimo tic tac, al zumbido de sus compañeros. Una que otra vez se oye el chasquido de las maderas de la cama ó de los armarios.
En este momento se abre con violencia la puerta de la sala y penetra en ella una obesa persona del sexo femenino.
—Hijo de mi alma, ¿no te has levantado? No ha venido Ramona á llamarte, ¿verdad? ¡Jesús, qué mujer! ¿Dónde tendrá el sentido? ¡Dios me dé paciencia para sufrirla!... Pues ahora ya no es tiempo. Acaban de pasar á escape por la plaza.
—La culpa es mía, mamá. Ramona me ha llamado á la hora.
—Pero ¿cómo te has dormido de ese modo, criatura? Si te hubieras acostado con cuidado, no sucedería eso. Yo me despierto cuando se me antoja. No necesito más que fijarme un poco antes de dormirme en la hora en que quiero despertar, y es cosa sabida... minutos más ó menos, me tienes enteramente despabilada.
—Lo difícil, mamá, no es despertar, es levantarse—dijo el joven con profunda filosofía.
—Ya lo comprendo; pero hay que hacer algo por sí, hombre. Claro está que si uno se abandona al sueño, nunca se levantará cuando necesita ni tendrá tiempo para nada. Tú duermes mucho, hijo: eso no puede sentarte bien. Pienso que tu padre tiene razón cuando dice que tus ojeras provienen de eso.
—¿Quién los ha visto cruzar por la plaza?
—La señora Rafaela, que vino á traerme unas medias que ya más de dos meses le tenía encargadas—¡ay qué pesada es esa mujer!—me dijo que había visto á Pedro el del Palacio salir á caballo, como á cosa de las ocho, por la carretera arriba. Á las nueve, poco más ó menos, llegó un carruaje con dos caballos, que paró enfrente de la casa de D. Marcelino. Al parecer, D. Marcelino estaba á la puerta de la tienda, y cuando llegó el carruaje él mismo paró los caballos. Dentro venía el señor conde, la señora condesa y en el pescante dos criados de uniforme. D. Marcelino se empeñó en que se apeasen para descansar un poco y tomar algún refresco, pero el señor conde se negó completamente, y D.ª Feliciana entonces salió con una bandeja de dulces y unas copas de Jerez á la calle. El señor conde no quiso probar nada: la señora condesa tomó una rosquilla de Santa Clara, y pidió después un vaso de agua. Estando en esto llegó otro carruaje, donde venían los niños con una señora rubia muy guapa, que traía sombrero también al igual de la señora condesa. Los niños, como es natural, comieron algunos dulces, pero la señora rubia, ni por uno ni por otro fué posible que probase siquiera una almendra.
—Y D. Primitivo y el juez ¿no estuvieron á saludarles?
—Aguarda, hombre, voy allá. En esto se presenta D. Primitivo, y entonces el señor conde se bajó del carruaje y le dió un abrazo muy apretado y empezó á hablar con él que no cerraba boca. Después llega D. Juan Crisóstomo, y un poco más tarde el juez. Me dijo la señora Rafaela que el señor conde estuvo mucho menos cariñoso con el juez que con D. Primitivo. Todos se empeñaban en que se apeasen y descansasen un rato, pero no lo consiguieron, porque el señor conde les dijo que, faltando tan poco para descansar de una vez, no había necesidad. Y en eso creo que tenía razón. Á estas horas ya están de seguro en la Segada. Lo que siento es que tú no hayas ido á darles la bienvenida, porque lo que es tu padre... ya podía llegar el rey de España, que él seguiría tan quieto en su despacho, sin asomar siquiera las narices por el balcón para verle pasar... Pues á poco rato dicen que pasó Pedro á caballo, que traía al niño mayor delante de sí. El niño iba muy contento, y arreaba la caballería con un latiguillo. Dicen todos que los chicos son guapísimos.
—Y la condesa, ¿cómo está?... Ya no me acuerdo de ella.
—La señora condesa dicen que está aún más hermosa, pero de peor color. ¡Qué había de suceder! ¡Si todos los que vienen de la corte parece que llegan del otro mundo! La vida debe ser muy agitada en aquel Madrid: ¡tanto baile, tanto teatro, tanto café! Y luego tanta gente reunida en una casa... ya se lo decía á la señora Rafaela, no puede ser sano. En cambio, el señor conde igual que hace once años. La verdad es que su cara no podía perder. Toda la vida fué descolorido como la fruta de invierno. ¡Qué diferente de su padre, que en paz descanse! ¡Aquél sí que era un mozo como una plata!
—Pues lo que es tipo de conde, me parece que ha de tener más éste. Por lo poco que recuerdo, su figura debe ser más delicada y más elegante. El otro era demasiado gordo y tenía las facciones abultadas y traía el pelo muy corto. Era un tipo de bourgeois.
—Sería lo que se te antoje, pero era un hombre muy campechano y muy á la buena de Dios. ¡Así fuese éste como él! ¡Pobre señor conde, en qué pocos días se escapó al otro mundo!... Me voy, que aún no le he mandado el almuerzo á tu padre, y estará furioso. Ahora hazme el favor de salir de esa bendita cama y no vuelvas á dormirte. Hasta luego, hijo mío.
La señora D.ª Rosario (que así se llamaba la mamá del héroe) dió algunos pasos por la sala en dirección á la puerta. Su hijo la llamó antes de llegar á ella.
—Mamá.
—¿Qué se te ofrece, hijo?
—Mira, mamá—dijo bajando la voz y un sí es no es cortado,—al hablar de los condes ó cuando á ellos te dirijas, no digas señor conde ó señora condesa, sino conde ó condesa simplemente. El señor antes del título lo dicen sólo los criados y dependientes de la casa ó las personas inferiores que no se rozan con ellos en un pie de igualdad.
II Los señores condes, ó los condes á secas, como pedía el señorito Octavio que se dijese.
EN el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Hecha la señal de la cruz, los condes se sentaron, desdoblaron las servilletas y acercaron las sillas á la mesa.
Los niños continuaron en pie con las manos sobre el pecho murmurando una oración. El aya, en pie también, con las manos cruzadas, los observaba atentamente, sin dejar por eso de mover sus labios finos y rojos. Concluída la oración, los niños miraron al aya: ésta hizo una imperceptible señal con los ojos y todos se sentaron. Un criado con librea fué anudando las servilletas á la garganta de los chicos bajo la atención vigilante de la institutriz. Nadie despegaba los labios. El criado empezó lentamente á dar la vuelta á la mesa sirviendo el primer plato del almuerzo.
Ya que nadie habla en la mesa, dediquémonos un instante á observar la traza y figura de los que á ella se sientan, empezando por el conde, como jefe que es de la familia.
Es un hombre flaco, de color moreno que tira á aceitunado, de labios delgados, ojos negros opacos que miran con notable insistencia, lampiño hasta cierto punto, pues que no adorna su rostro más que exiguo y negro bigote y no ofrecen sus mejillas señales del paso de la navaja; la nariz fina y la frente levantada y estrecha. Viste con esmerada corrección y á par con gravedad. Si á cualquiera, y sólo por la apariencia, se le preguntase la edad que puede tener, se vería muy embarazado para contestar; á tal punto parece indefinida y vaga. Su rostro, aunque sin frescura, es juvenil, y el cabello, lacio y sedoso, todavía no ofrece entre sus negras hebras ni una sola blanca. Mas con todo eso, hay en la extraña inmovilidad de sus ojos y en la fijeza de los rasgos de su fisonomía algo marmóreo y cadavérico que, irradiando sobre toda su persona, la comunica el sello de la vejez. Al mismo tiempo su modo de vestir es harto severo para un joven. Sus manos son tan finas y delicadas que si, como vulgarmente se cree, éste es signo de aristocracia, el conde debía pertenecer á una de las más antiguas y esclarecidas familias de España. Y en parte así era la verdad, porque el señor conde de Trevia pertenecía á una antiquísima familia, pero no española, sino italiana. Allá en tiempos lejanos, uno de sus antepasados había contraído matrimonio con cierta rica heredera del Norte de España y había venido á establecerse á Madrid. Sus descendientes continuaron residiendo en esta capital, enteramente naturalizados y disfrutando las pingües rentas que venían de Nápoles y las aún más cuantiosas que llegaban de la provincia española del Norte, en que ahora nos hallamos. El abuelo del conde actual quiso todavía ser más español y enajenó su patrimonio de Nápoles, rompiendo de esta suerte toda relación con Italia. Decían en Madrid por aquel entonces que una española vistosa y de mucho rumbo había tenido la culpa de este rompimiento. Los señores de Trevia, que ya eran españoles por naturaleza, lo fueron desde entonces también por la hacienda. Á partir de esta época padecieron de nostalgia.
El conde que en este momento preside la mesa había sido educado en Francia desde sus más tiernos años por la voluntad de su madre, persona extremadamente caprichosa y extravagante, que nunca pudo acomodarse con el carácter franco y generoso y un poco rudo y agreste de su marido. De esta educación francesa quedábale, amén de muchas costumbres que chocaban abiertamente con las nuestras, una pronunciación extranjera que se esforzaba en disimular y una exquisita y un tanto afectada urbanidad en sus modales, que se grababa profundamente en la memoria de cuantos le trataban. Había en la eterna y leve sonrisa que plegaba sus labios y en lo insinuante y correcto de sus maneras algo de femenino, que no se compadecía poco ni mucho con lo firme é insistente de la mirada. Tal vez no sea femenino el adjetivo más propio para el caso, pero en este momento no hallamos el adecuado. Aunque no es posible cerciorarse ahora, dado caso que está sentado, podemos afirmar que es alto. Se encuentra de cara á la luz y sus negros cabellos, peinados negligentemente hacia atrás, brillan como el azabache, y sus largas pestañas, cada vez que levanta la cabeza, bajan y suben con ligero temblor queriendo evitar los rayos importunos de la luz. El conde no es hermoso, pero tenía mucha razón Octavio al presumir que era un hombre distinguido. La perfecta seguridad de sus movimientos y el descuido elegante con que toma los manjares y alarga la copa al criado para que le eche vino, acreditan en él al hombre nacido y educado en la opulencia. En este momento toma entre sus dedos afilados un hueso de ave que lleva á la boca y empieza á roer con limpieza de gato. Y aquí está la palabra que antes hacía falta. El conde de Trevia en sus actitudes y maneras tiene más de gato que de mujer.
La condesa está sentada á su lado y es mujer que seguramente no llega á los treinta años, pequeñita, de mejillas frescas y sonrosadas, ojos pardos rasgados, cabellos de un castaño claro, con una boca deliciosa provista de pequeños y blancos dientes. Una mujer sana y hermosa. Aunque su figura es menuda, está admirablemente formada, pero se observan en ella tendencias á engordar que pudieran más adelante dañar su gentileza. Hoy por hoy, con su cuello mórbido y gracioso, el seno firme y decidido, que aspira á levantarse hacia la barba, su cintura delicada, los brazos redondos y macizos, las manos breves de uñas sonrosadas y sus pies inverosímiles, la condesa de Trevia es una mujer hecha á torno. Guardaba parecido con la fruta de la tierra, con las manzanas lustrosas y coloradas que en apretados piños cuelgan por encima de las paredes de las huertas en el país en que nos hallamos.
Ella también era una fruta del país, sazonada y dulce como pocas. El conde de Trevia, en una de las expediciones de caza que hizo á su vuelta de Francia, la vió colgada al balcón tosco y deteriorado de una casa solariega, y no le costó más trabajo que alargar la mano para cogerla. ¡Y qué tiene esto de particular sabiendo la vida que aquella niña gentil llevaba en su casa solariega! Hija de un propietario insignificante, de los que tanto abundan en las provincias del Norte, severo hasta la crueldad con las cuatro hijas que el cielo le había dado, la pobre Laura, que así se llamaba la condesa, vivió los primeros años de su existencia en un fatal estado intermedio entre el señorío y la pobreza. El escudo de piedra que ornaba la fachada de su casa daba á la familia de Estrada lugar preeminente en la comarca, pero no redituaba ninguna clase de interés. Las rentas de la casa eran tan exiguas, que D. Álvaro Estrada y su familia vivían casi atenidos á los productos de lo que en este país se llama la posesión, esto es, á los frutos de las tierras que ordinariamente circundan las casas antiguas. Para explotar sus tierras D. Álvaro no tenía más servidumbre que dos criados y una moza, que alternaba entre la dirección de las simplicísimas tareas culinarias de la cocina y las un tanto más complicadas ocupaciones de bajar por agua al río, echar de comer á las bestias durante la ausencia de los criados, lavar la ropa de la familia, amasar el pan y sacarlo del horno, ir al mercado de la villa los lunes por aceite, especias, estambre para las señoritas, etc., etc., y durante las interminables noches de invierno hilar, en compañía de la familia y algunas vecinas, en el vasto y oscuro salón de la casa, algunas varas de lienzo burdo para sábanas.
¡Qué noches aquellas de invierno! La buena madre de Laura, después de cenar á primera hora, sentábase en un extremo del anchuroso sofá de lana, y se ponía á hacer calceta debajo de un colosal velón que ardía solamente por uno de sus mecheros. Ella y sus hermanas se colocaban en torno de la mesa y trabajaban, hilando, cosiendo ó haciendo también calceta. Las vecinas labradoras iban entrando una á una en silencio, con sus basquiñas negras de estameña, los pañuelos anudados sobre la cabeza y los brazos mal cubiertos por una camisa de lienzo. Después de dar las buenas noches en voz baja, buscaban con la vista un rincón oscuro, y allí se sentaban sobre el pavimento lustroso de madera de castaño, y fijando la rueca en la cintura, empezaban á hacer rodar los husos, mojando repetidas veces con la lengua el lino, del cual tiraban por breves intervalos.
Las pausas eran tan frecuentes y dilatadas en esta reunión, que una sola llenaba á veces horas enteras y hasta noches. Sin embargo, algunas veces se hablaba del vecino que había perdido una vaca en el monte, y se le compadecía sinceramente, y se le encomendaba á San Antonio bendito para que se la volviese, ó bien de la riqueza improvisada del tío Bernabé, que con sólo treinta años de trabajo constante y ahorro había comprado recientemente el prado de la Laguna en ¡treinta mil reales!, ó bien de la nube de piedra que el año anterior había arrancado toda la flor de los árboles y arrojado un sin fin de plantas de maíz por el suelo. La cosecha era el tema general y predilecto de estas tertulias, y aunque alguna vez se apartasen de él para entrar en otros, la cosa más insignificante volvía á traerlo á la memoria y á cuento. Rugía un poco el viento por fuera; pues ya apuntaba una vecina que los años de viento eran siempre de miseria. Miraba D. Álvaro al cielo por la ventana y decía que estaba diáfano y estrellado; pues en seguida se suponía que estaba helando, y se lamentaba grandemente la reunión, porque las heladas iban á secar toda la siembra. Pasaba un muchacho cantando por delante de casa; pues no faltaba uno que exclamase: «¡Sí, canta, canta, que lo que es este año vamos á tener tiempo para llorar!»
En los largos intervalos de silencio se escuchaba el rumor solemne y misterioso del río, que corría en el fondo del valle, á unos cien pasos de la casa, y la lluvia que acompasadamente caía casi siempre sobre las hojas de los árboles produciendo fugaces temblores de frío en los tertulios. Dentro de la sala crujía el lino al ser desgarrado por los dedos de las hilanderas y sonaban las agujas de la calceta al chocar ligeramente unas con otras. La luz del velón iba muriendo poco á poco por falta de aceite: los tertulios quedaban envueltos en una media sombra hasta que doña Rosa alzaba la cabeza con impaciencia, y decía: «¡Jesús, que no veo! Pepa, ¿en qué estás pensando? ¡Echa aceite á ese velón!» Al revivir de pronto la luz todo el mundo respiraba con fuerza, y alguna mujer que dormía despertaba lanzando un suspiro.
Al llegar cierta hora, infaliblemente, subía D. Álvaro de la cocina, donde se había quedado charlando con los criados, también sobre la cosecha. Los pasos rudos de los tres hombres por la escalera agitaban la tertulia del salón. Doña Rosa dejaba la calceta y decía: «Laura, vé por el rosario, que ya sube tu padre». Y ella entonces abría la puerta de un gabinete oscuro, y temblando de miedo, que se hubiera guardado bien de confesar, descolgaba á tientas y precipitadamente un rosario que colgaba sobre la cama de su madre. Tomábalo D. Álvaro de las manos de su hija y comenzaba las Ave-Marías, paseando lentamente de una esquina á otra del salón. La familia y los vecinos se arrodillaban devotamente frente á una estampa ordinaria y ridícula de la Virgen, que, provista de marco negro, colgaba sobre el sofá, y respondían con sordo y prolongado murmullo á las oraciones que D. Álvaro decía en alta voz. Las cuatro hijas rezaban siempre en un mismo sitio, bajo la mirada persistente de su madre. Á la más leve distracción, al más insignificante descuido, la madre gritaba con aspereza: «¡Matilde!... ¡Laura! ¿queréis estaros quietas?» D. Álvaro entonces interrumpía un instante su paseo, callaba, y dirigía á las culpables una mirada precursora de algún castigo. Después proseguía el paseo y alzaba nuevamente su voz, que recorría varios tonos agudos y graves. Empezaba ordinariamente la oración con un sonido grave y cavernoso, que á poco se debilitaba y moría, se alzaba otra vez hacia el medio de la cláusula, y terminaba por tres ó cuatro palabras medio cantadas en tono chillón y plañidero. El coro respondía siempre con el mismo monotono rumor percibiéndose sobre él las notas gangosas de la voz de D.ª Rosa. Cuando llegaba la letanía, aquel rumor monotono cambiaba, se trasformaba en otro diverso, más breve, en el cual la ese final del ora pro nobis se prolongaba con un silbido dulce que provocaba en Laura cierta soñolencia lánguida que la hacía feliz por unos instantes. Venían después las oraciones de pura devoción, y mientras duraban, las vecinas se sentaban en el suelo y las cuatro hermanas en sus sillas. Rezábase entonces por cuanto es posible rezar en este mundo y en el otro, por las ánimas del purgatorio, por el Santo Ángel de la Guarda, por el santo de su nombre, por los caminantes y navegantes para que Dios los conduzca á puerto de salvación, á San Roque bendito, abogado de la peste, por la paz y concordia entre los príncipes cristianos, etc., etc., terminando siempre con un Padre-nuestro á todos los santos y santas, ángeles, serafines, tronos y dominaciones de la corte celestial, para que nos ayuden en la hora de la muerte. Concluídos los Padre-nuestros, D. Álvaro se hincaba de rodillas en el suelo, y las mujeres se levantaban para hincarse también, con un rozamiento de enaguas que infundía siempre en el corazón de Laura la especial satisfacción que proporciona una tarea concluída. El rosario iba á terminarse. Hincado D. Álvaro, decía con voz más solemne que antes: «Cincuenta mil millones de millares de veces sea bendito y alabado el Santísimo Sacramento del altar», y empezaban los actos de fe, después de los cuales venía el alabar á Dios. Al llegar aquí las palabras del dueño de la casa eran cada vez más cortadas y rápidas y el coro apenas podía seguirle, anhelante y fatigado. Con esto se daba por terminado el rosario. Eran las diez. Las vecinas se levantaban en silencio y despedíanse con palabras melosas y serviles. Un criado encendía el candil de la cocina y bajaba á abrirles la puerta. ¡Cómo se acordaba Laura de todos estos pormenores! Cuando venían á su memoria aquellas noches de invierno, sentía correr por su corazón un estremecimiento que ella misma no podría decir si era de horror ó de alegría.
Por el día, las constantes lluvias del país y la severidad de su padre reteníanlas en casa limpiando las habitaciones y barriéndolas ó recosiendo la ropa blanca. En los momentos en que cesaba la lluvia, solía salir en almadreñas hacia el río ó la fuente con Pepa. Allí se juntaban algunas mozas de la vecindad con sus jarros de barro oscuro y sus herradas relucientes, y mientras la fuente llenaba con pausa las herradas, retozaban las mozas y se decían chistes toscos y cándidos. Éstos eran los únicos momentos de expansión que Laura tenía los días de trabajo. Su categoría superior no la impedía tomar parte en aquellos juegos. Todas las muchachas que allí se juntaban eran sus compañeras desde la infancia y la trataban familiarmente de tú. Lo único en que se mostraba la diferencia que entre ellas existía era en que, al llegar Laura, la que ocupaba el mejor sitio poníase en pie y se lo dejaba con sonrisa afectuosa. Al mismo tiempo, podía notarse que alguna vez le daban rudos y sonoros besos en las mejillas, cosa que jamás hacían entre sí.
Cuando llegaba la época de la recolección, don Álvaro llamaba unos cuantos jornaleros para auxiliar á los criados. Por la noche, hablando de los trabajos del día siguiente, solía decir á sus hijas en tono humilde, que asustaba por lo inusitado, afectando al mismo tiempo sonrisa campechana: «Si queréis ir á divertiros un poco mañana al prado de los Molinos, ya sabéis que principian á segarlo.» Las niñas comprendían perfectamente, y al día siguiente de madrugada tomaban unos palos ligeros y lustrosos por el uso, y se pasaban el día esparciendo la hierba segada para que el sol la secase más pronto. Cuando tornaban á casa al caer de la tarde, con los cabellos en desorden y las mejillas atezadas, involuntariamente fijaban la vista en el escudo de la fachada. Los leones de piedra parecían mirarlas tristemente con sus órbitas inmóviles. Un pensamiento de indefinible y vaga melancolía rozaba suavemente las cándidas frentes de las señoritas de Estrada. Esto duraba un instante. Por lo demás, las hijas de D. Álvaro veían siempre con gusto venir el otoño, y gozaban placeres sin cuento ayudando á los jornaleros en sus tareas. El aire puro y los aromas del campo las infundían nueva vida; crecía en ellas el apetito y el sueño, y pasaban las mañanas y las tardes en perpetua carcajada, escuchando y tomando parte en las toscas chanzonetas de los criados. D. Álvaro, en esta época, disfrutaba siempre de mejor humor, y solía, mientras presenciaba, sentado sobre la hierba, los trabajos de la gente, contarles alguna anécdota chistosa de su juventud ó dar un poco de cantaleta con pesadez cómica á alguno de sus criados.
El conde de Trevia vió á Laura, como hemos dicho, á su vuelta de Francia. La casa solariega de los Estrada distaba nada más que legua y media del palacio de los condes y se hallaba asentada sobre una eminencia de la margen derecha del río Lora. Entre la casa y el palacio, aunque mucho más cerca de éste, encontrábase la pequeña villa de Vegalora. Laura tuvo amores con el conde y se casó con él en medio de un estupor que no la dejaba ver lo que pasaba en el fondo de su corazón. Apenas se acordaba ya de las sórdidas alegrías de sus padres, de la sorpresa de sus hermanas, de la violenta oposición del viejo conde, de los plácemes serviles de las vecinas, de las miradas agudas y coléricas de las muchachas de la villa, de los preparativos fastuosos de la boda, del caballo blanco en que salió de su casa para la iglesia. Todo pasaba por su mente como un sueño del cual se escapan los contornos y la luz. Sobre este sueño flotaba sólo con admirable precisión una verdad, es á saber: que si hubiera tenido el valor de no amar al conde, D. Álvaro la hubiese ahogado entre sus manos. Después de casados se fueron á Madrid, y allí estuvieron once años. Todo lo que pasó en estos años estaba clavado en la memoria de Laura.
La mesa continúa en el mismo silencio. Cada cual lleva los manjares á la boca y los traga cual si desempeñase una tarea grave y solemne. El choque de los platos y copas y los pasos del criado son los únicos ruidos que á menudo se perciben en el espacioso comedor. Puede notarse que, á más de no cruzar la palabra, las tres personas mayores que se sientan á la mesa no se dirigen siquiera una mirada; y este cuidado con tal escrupulosidad lo realizan, que á cualquiera se le ocurre que hay en él buena parte de afectación. Sólo los tres niños giran lentamente sus grandes ojos garzos, posándolos alternativamente y por breves instantes, en su padre, en su madre y en la institutriz. Algunas veces se miran entre sí y sonríen inocentemente, como deseando comunicarse sus pensamientos sencillos, pero lo aplazan para más adelante, como soldados en formación. Sin embargo, no hay duda que por debajo de la mesa se encuentra establecida una corriente comunicante en la que sus menudos pies juegan papel de martillos telegráficos. Á menudo, cuando estos martillos caen con demasiada pesadez, la fisonomía del yunque se contrae y deja escapar un ligero grito, que hace volver la cabeza y fruncir las cejas de la bella institutriz. El yunque entonces despliega su fisonomía contraída y se apresura á llevar el tenedor á la boca como si nada hubiese acaecido que mereciera llamar la atención de los presentes. La condesa frecuentemente dirige á ellos sus ojos y los envuelve en una mirada dulce y protectora ó les hace alguna rápida seña para que se limpien ó cuiden del plato, que está á punto de caer. Los niños cambian con su madre sonrisas y miradas, pero atienden con más empeño á su padre. La fisonomía indiferente y glacial de éste atrae sus ojos con singular insistencia, como si despertase en ellos una gran curiosidad. No pasa un instante sin que ó uno ú otro tengan sus miradas clavadas en él.
—Me apieta la servilleta—concluye por exclamar en tono lastimero la niña que se sienta al lado de la institutriz.
Es una hermosa criatura de cinco años á lo sumo, con rostro trigueño y cabellos negros ensortijados, que caen en profusión sobre el cuello y la frente.
La institutriz, sin despegar los labios, lleva sus manos al cuello de la niña y afloja la servilleta. Pero no debió ser grande el desahogo, porque la criatura tornó á llevar sus diminutas manos á la garganta, gritando con más ansiedad:
—Me apieta, mamá, me apieta.
—No es sierto—exclama la institutriz;—la servilleta está bien puesta. No sea usted mimosa, señorita, ó la enserraremos mientras se come.
La voz de la institutriz, irritada en aquel momento, no dejaba de tener inflexiones dulces, aunque extrañas. Su acento era marcadamente extranjero.
—Me apieta, mamá, me apieta,—repitió á grito pelado la niña, con creciente angustia.
—Cállese usted, mimosa,—exclama el aya, cogiéndola por el brazo y sacudiéndola fuertemente.
El conde levanta la cabeza con impaciencia y cambia una rápida mirada con la institutriz.
—¡Me apieta, me apieta!...
La institutriz arranca la servilleta, baja á la niña de la silla, la arrastra hacia una habitación contigua, abre la puerta y la empuja hacia lo interior, cerrando después. Y tranquilamente vuelve hacia la mesa y se sienta.
La condesa, durante aquella escena, había seguido con los ojos desmesuradamente abiertos los movimientos del aya. Después de sentada ésta, siguió inmóvil, teniendo cogida con una mano la punta de la servilleta en ademán de llevarla á la boca para limpiarse. Los gritos de la niña, aunque amortiguados por la distancia y el obstáculo de la puerta, comenzaron á sonar agudos y lastimeros. La condesa siguió unos instantes en la misma actitud con los ojos fijos y el oído atento á aquellos gritos. Después se puso á comer tragando atropelladamente los manjares. El conde no levantó siquiera la cabeza. Con la misma seguridad y elegancia siguió comiendo silenciosamente, sin manchar siquiera sus labios finos y pálidos. La institutriz parecía absorta y abismada en sus pensamientos, porque no apartaba la vista del frasco de mostaza que delante de sí tenía y dejaba pasar largos intervalos sin mover el tenedor que apretaba entre sus dedos. Los lamentos de la niña eran prolongados y se repetían sin cesar y sin debilitarse. Los dientes de la condesa continuaban triturando con fuerza grandes pedazos de pan: sus manos se paseaban un poco temblorosas por la mesa tomando y soltando precipitadamente los objetos que se hallaban á su alrededor. Á menudo levantaba la cabeza y parecía concentrar todos sus sentidos en el oído derecho, que inclinaba ligeramente hacía la puerta del gabinete.
Los gritos de la niña se iban haciendo menos agudos por virtud de la fatiga, trasformándose en quejidos roncos y profundos. La puerta del aposento se agitaba á veces á impulso de los pequeños golpes que daba con sus manecitas. Poco á poco los quejidos fueron cambiándose en sollozos convulsivos, que expresaban mayor desesperación todavía. Algunos sonidos articulados empezaron á percibirse confusamente en aquel torrente de sollozos.
—Teno miedo, mamá... teno miedo.
La condesa llevó una copa de vino á los labios y dejó caer algunas gotas sobre la ropa. Sin echarlo de ver, siguió tragando pedazos de pan, abriendo y cerrando los ojos al mismo tiempo con nerviosa rapidez.
—¡Ay, mamita, por Dios! ¡Teno miedo... teno miedo!...
Se oye estrepitoso ruido en la estancia.
La condesa se había levantado súbitamente y con extraña violencia, dejando caer la silla donde se sentaba. Apresuradamente había corrido á la puerta del gabinete y la había abierto. Tomó la niña entre sus brazos y estalló una nube de vivos y sonoros besos. Después vino con ella hacia la mesa, levantó la silla y se sentó. Un círculo pálido se dibujaba en torno de sus hermosos ojos, que se paseaban con expresión altiva de su marido á la institutriz y de la institutriz á su marido. Tenía las mejillas inflamadas, y por sus narices abiertas entraba y salía el aire rápidamente y con ruido. Con las manos temblorosas acariciaba la ensortijada cabeza de la niña y la apretaba contra su pecho anhelante.
Los ojos del aya, mientras duró esta brevísima escena, no se alzaron de la mesa, y sus labios estuvieron contraídos con sonrisa dura y nerviosa.
El conde clavó la vista en su mujer y se alzó de la silla pausadamente.
En este momento penetró el criado en el comedor diciendo:
—Un señorito joven y rubio, que viene de Vegalora, pregunta por los señores.
—Que pase adelante.
III Los amigos del conde.
—Á los pies de usted, condesa. ¿Cómo está usted, conde?
Los condes respondieron con algún embarazo al saludo de nuestro héroe, que no era otro el joven rubio que venía de Vegalora preguntando por los señores. No procedía solamente este embarazo de la escena violenta que acabamos de presenciar, sino también de que los condes no tenían el gusto de conocer al señorito Octavio. Así que mirábanle de hito en hito mientras arrastraba con sus manos enguantadas una silla y la colocaba entre los esposos. Y después de sentado aún siguieron mirándole, esperando sin duda algo que debía decir.
—Octavio Rodríguez—dijo al fin éste mirando á uno y á otro.
—¡Ah!—dijo el conde, sin dejar de contemplarle y esperando sin duda mejores explicaciones.
—He tenido el gusto—siguió el señorito—de conocer á su papá, que Dios haya, y de visitar cuando niño esta casa bastantes veces. Su papá era muy amigo del mío. Á usted no he podido conocerle, porque en la corta temporada que pasó aquí me hallaba yo fuera de Vegalora estudiando la segunda enseñanza.
—¡Ah!—volvió á exclamar el conde en tono complaciente.
—Había pensado saludar á ustedes á su paso por la villa, pero tuve la mala fortuna de llegar á la plaza precisamente en el momento de arrancar el carruaje que estaba detenido frente á la tienda de D. Marcelino. Lo he sentido de veras... (Breve pausa durante la cual el joven baja la vista hacia sus pantalones y los sacude un poco con el junquillo que lleva en la mano.)—¿Al fin se han decidido ustedes á hacer un pequeño tour de promenade por estas lejanas tierras?
Al pronunciar estas palabras sonrió con beatitud, y los condes siguieron su ejemplo.
—No por ser lejanas dejan de ser bonitas. Lo mismo Laura que yo hemos venido extasiados todo el camino contemplando las hermosas riberas del Lora.
—¡Oh! Han llegado ustedes en la mejor estación. Es la época en que se evapora la cortina de nieblas que las ha tapado todo el invierno. Este país con luz sería muy bonito; pero desgraciadamente no la tenemos sino dos ó tres meses al año.
El señorito Octavio no dejaba la sonrisa beata. El conde le observaba atentamente de la cabeza á los pies.
—¿Y piensan ustedes pasar mucho tiempo en esta posesión?
—Quizá todo el verano: después de once años de abandono, ya comprenderá usted que no me faltarán asuntos que arreglar.
—¡Ah! Indudablemente. La verdad es que han sido ustedes crueles con nosotros, privándonos de su presencia tanto tiempo.
—Mil gracias... deje usted el sombrero. Me parece que de aquí en adelante renunciaremos á Biarritz y vendremos á gozar por los veranos de esta magnífica naturaleza.
El señorito dejó el sombrero sobre otra silla, inclinando repetidas veces la cabeza para indicar que las palabras del conde le interesaban profundamente. Y digamos ahora cómo era el señorito fuera de la cama. No es tan niño nuestro héroe como nos pareció cuando por la mañana le vimos acostado en su lecho del siglo XVII. Aunque su rostro, cándido y delicado, es de adolescente, la figura no lo es, y declara en él un joven de veintidós ó veintitrés años, de mediana estatura y bien proporcionado. Viste con pulcritud, y si bien un poco retrasado en la moda respecto á Madrid, está adelantado y mucho respecto á la que ordinariamente rige en las provincias, sobre todo en los pueblos secundarios. Su traje se compone de un chaquet de tela azul, chaleco blanco, pantalón también azul y botas de charol muy empolvadas.
—Pero aquí, conde, resígnese usted á llevar la vida de la naturaleza. Las personas con quienes se puede alternar son tan escasas, que realmente se hallan reducidas á una docena á lo sumo; y aun en ellas, no encontrará usted, ni por pienso, la cultura y las maneras de la buena sociedad. Si no trae muchos libros, se me figura que se va usted á aburrir soberanamente. ¡Ah! Los libros son los que hacen posible la vida en estos rincones del mundo.
Aunque las palabras iban dirigidas al conde, Octavio miraba al decirlas á la condesa con la misma sonrisa en los labios y un poco ruborizado, sin duda, de haber hablado tanto tiempo.
El conde le observaba cada vez con más curiosidad.
—Usted es muy joven, y no me sorprende que se aburra en Vegalora. Me parece, sin embargo, que exagera un poquito.
—No exagero, conde, no exagero. Es un pueblo fatal. Yo lo sé bastante bien, por desgracia. Si no fuera por no disgustar á papá, me iría á vivir á Madrid, al menos durante el invierno...
—¿Su papá de usted es de este país?
—Sí, señor, y aquí ha ejercido la profesión de abogado toda la vida... D. Baltasar Rodríguez... tal vez le conozca usted...
—¡Ah! ¿es usted hijo de D. Baltasar Rodríguez?
El conde pronunció estas palabras con tal pausa y frialdad, que no es fácil comprender cómo no se helaron antes de salir fuera de los labios.
—Servidor de usted—dijo Octavio, con señales visibles de hallarse cortado.
—He oído hablar bastante de su papá—prosiguió el conde, con mayor pausa aún y sin apartar su mirada fría y escudriñadora del rostro del mancebo.—Es, según tengo entendido, una persona principal en la villa y ha ejercido varias veces el cargo de alcalde, ¿no es verdad?
—Ha sido alcalde, sí, señor.
—Sí, sí, he oído hablar bastante de su papá y le he visto también algunas veces durante mi corta residencia aquí.
Cesó la conversación de pronto. El conde se puso á mirar con indiferencia los árboles y las montañas que se percibían al través de los cristales. Octavio se obstinaba en sacudir con el junquillo los pantalones, haciendo saltar nubecillas de polvo, apenas perceptibles. La condesa se entretenía en jugar con los rizos de su niña, y la institutriz hacía bolitas de pan con los dedos, mirando fijamente al frasco de mostaza. Todos parecían estatuas, menos Octavio, que á menudo mudaba de postura haciendo rechinar la silla.
—Realmente, parece que han traído ustedes el buen tiempo consigo—dijo al fin.—Hoy es el primer día bueno desde hace lo menos quince.
—¿De veras?—dijo el conde, sin dejar de atender á los cristales.
—Sí, señor, sí; hemos tenido una temporada fatal... Y luego como aquí se ponen los caminos tan malos... Cuando viene uno de estos temporales, es necesario encerrarse en casa, hasta que Dios quiere.
Nuevo silencio. El joven, cada vez más cortado, extiende lentamente el brazo y, tomando por la mano á la niña, que la condesa tiene reclinada sobre el regazo, la atrae con suavidad hacia sí, la mete entre sus rodillas y, besándola, la dice muy quedo:
—¿Cómo te llamas?
—Emilia.
—Es un nombre muy bonito. ¿Quieres mucho á tus hermanos?
—Sí.
—¿Y á tus papás?
—Sí.
La niña, al pronunciar esta segunda afirmación, levantó los ojos del suelo y echó una rápida mirada á su padre. Éste dignóse al fin volverse hacia los presentes y se encaró con el señorito Octavio.
—Diga usted, señor Rodríguez, ¿su papá no fué el presidente de la junta revolucionaria?
—Sí, señor, lo fué en los primeros momentos, pero á los pocos días hizo dimisión. Aceptó el cargo solamente por compromiso, y para evitar los desmanes que, si no fuese por él, hubiera habido seguramente.
—Hizo perfectamente; ha sido un proceder muy noble.
Y después de breve pausa durante la cual empezó á dibujarse en sus labios una sonrisa, siguió:
—¡Oh! Ya sé que el papá de usted es una persona muy ilustrada y un campeón decidido de la libertad.
La sonrisa del conde era tan penetrante que se tiñeron de carmín las mejillas del señorito Octavio.
—Precisamente un campeón, no, señor... Es hombre que piensa de cierto modo... Como tiene un carácter muy abierto, se expresa siempre con calor... Esto le perjudica...
—De ningún modo. Á mí me gustan los hombres resueltos en sus convicciones, y su papá es un verdadero progresista, según me han dicho, muy honrado, muy sincero, etc., etc. Los progresistas, por punto general, son buenas personas. Usted me dispensará, amigo mío, si le dejo en este momento—añadió levantándose;—tengo muchísimas cosas que arreglar. Ya sabe usted lo que es un viaje con niños.
Al decir tales palabras, el conde extendía la mano, sin mirarle, al señorito, que también se había levantado. Después le volvió la espalda y dió unos pasos hacia el gabinete.
—El señor cura de la Segada desea ver á los señores—anunció la voz del criado.
Volvióse rápidamente el conde y dió un paso hacia la mesa. El aya llamó apresuradamente á los niños y cuchicheó con ellos un instante. El señorito Octavio permanecía de pie.
En el marco de la puerta apareció de pronto la figura de un sacerdote anciano. Era de estatura más que mediana y vestía un balandrán bastante deteriorado y grasiento, y mostraba en lo erguido de su cuello y en su actitud firme que poseía una complexión recia. Como tenía el sombrero en la mano, dejaba al descubierto una cabeza que aún estaba regularmente provista de cabellos blancos y rizos sin aliño ni compostura alguna. La tez excesivamente morena y los ojos negros y un poco hundidos ofrecían tal fuego y viveza, que contrastaban notablemente con las arrugas del rostro y la blanca color de los cabellos. Colocado á la puerta, sin avanzar un paso y sonriendo campechanamente, comenzó á hacer reverencias mundanas, diciendo al mismo tiempo:
—¡Conque al fin no se nos han perdido por allá! ¡Conque al fin estos despegados señores se acuerdan de que hay un rincón en el mundo que se llama la Segada! ¡Conque al fin todavía los lugareños valemos algo para los cortesanos!
Los niños avanzaron hacia él, y tomándole una mano se la fueron besando sucesivamente. Después el aya, que venía detrás, quiso hacer lo mismo, pero el clérigo la retiró velozmente y con sorpresa. El conde le abrazó respetuosa pero afectuosísimamente.
—¡Vaya si valen los lugareños, y vaya si se les quiere también por allá!
—Señor conde, usted tiene algún diablo metido en el cuerpo; está usted tan mozo y tan fresco como la última ves que le vi. La señora condesa no tiene tan buen color, pero ha de ser por culpa, si no me engaño, de estos diablejos que veo por aquí tan gordos y sonrosados. Vaya, vaya con el señor conde, ¿qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca?... ¿Qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca?
El cura de la Segada tenía por costumbre repetir dos, tres y hasta cuatro veces la misma frase, mirando fijamente al interlocutor, y abriendo desmesuradamente la boca para reir y también para dejar ver unos enormes y desvencijados dientes.
—Conque diga usted, criatura, ¿qué le hemos hecho nosotros para que así nos aborrezca?
—Señor cura, no ha sido todo culpa mía. Crea usted que no dejaba de acordarme muchas veces de este hermoso país y de los buenos amigos que aquí tengo.
—¡Ah, tunante! ¡Y qué bien se conoce que viene usted de la corte! Señora condesa, no le deje usted mentir tan descaradamente. Señor conde, es usted un grandísimo tunante... sabe usted mucho para un pobre cura como yo... sabe usted mucho... sabe usted mucho.
Decía todo esto riendo y sin cerrar un momento la cueva de su boca. El conde le señaló un asiento y todos se sentaron. El cura se hizo cargo entonces de la presencia de nuestro héroe, y exclamó dirigiéndole una mirada y una sonrisa ambiguas:
—¡Calle! ¿También el señorito Octavio está por aquí? El señorito Octavio es muy fino. ¿Y cómo siguen sus señores padres, señorito?
—Muy bien, señor cura, ¿y usted cómo sigue?
—¿Cómo quiere usted que siga un cura en estos tiempos, señorito? Tirando... tirando por este cuerpo pecador... ¡Válate Dios por el señorito Octavio!... ¡Válate Dios!...
La risa persistente y las miradas del clérigo no despertaban en el joven una alegría muy íntima, aunque otra cosa quisiera aparentar.
—Vaya, vaya, vaya... lo que es ahora, señor conde, no se nos escapa usted tan pronto. Los madrileños se quedarán chupando el dedo por una temporada... ¿no es verdad, señora condesa?... ¿Dónde mejor que entre los suyos, señores?...
Y daba palmaditas afectuosas en la rodilla del conde, que le obligó á ponerse el sombrero.
—¿Y qué tal, qué ocurre por la parroquia, señor cura?
—Pero, hombre de Dios, ¿qué quiere usted que pase en este miserable rincón? Déjese de miserias y cuéntenos algo de aquel Madrid, de aquel Madriiid... ¡Ay, qué Madrid de mis pecados! De allí á la gloria, señor conde. ¡Cuánto señorío!... ¡cuánto coche!... En los días que estuve allá con el chico no paré en casa un momento. Andaba por las calles con la boca abierta y no me cansaba de mirar para aquellos palacios tan magníficos y para aquellos señorotes que pasaban en coche con mucho ceño... Esto no es para nosotros, querido, le decía al chico... Vámonos, vámonos cada uno á nuestro rincón... Yo soy un pobre cura... tú un pobre estudiante... ¿Qué tenemos nosotros que partir con estas grandezas?...
—Vamos, señor cura, que no es precisamente entre el ruido donde más se divierte uno, y bien se quejaba usted de aquella bulla continua.
—Pero ¿quién se compara conmigo, señor conde? Yo soy un pobre cura que está más allá que acá. Yo no toco pito en ninguna parte más que en mi sacristía. Si hay todavía algunas personas como usted, señor conde, que me aprecian de veras, allá se las hayan... yo me lavo las manos. Me acuerdo de aquella tarde en que me dejó usted solo en su carruaje y ordenó al cochero que me llevase á un sitio que llaman la Castellana... ¡Santo Cristo del Amparo!... Señores, aquél era un cruzar de coches á un lado y á otro, lo mismo, lo mismo que cuando se tropieza con un hormiguero en la tierra... Aquellos señorotes y señorotas que iban muy arrellanados me miraban y se reían... Dirían, sin duda: ¿qué diablos vendrá á hacer aquí este pobre cura de aldea?... ¿Y á mí qué? Tenían mucha razón... Desengáñese usted, señor conde, los curas vamos de capa caída... caiiida... caiiida...
—Pues á pesar de todo, señor cura, le aseguro que me va fastidiando cada día mas la farsa y la frivolidad de la capital. No puedo soportar á tanto necio, á tanto advenedizo, á tanto sapo hinchado como ahora ha subido á la superficie al son del himno de Riego...
—Porque usted, señor conde, es muy raro, muy raro, muy raro... Siempre lo ha sido... siempre lo ha sido... ¿Á que no le pasa otro tanto al señorito Octavio? ¿no es verdad, señorito?... ¡Cuánto más vale aquel Madrid tan hermoso, tan suntuoso, que esta miserable aldea!
—Yo no estuve en Madrid, señor cura...
El joven pronunció estas palabras visiblemente turbado. La sonrisa del cura le inquietaba, le hacía subir los colores al rostro. ¡Era tan fina y maliciosa!
—Es verdad, señorito... es verdad... es verdad... No me acordaba... Pero no tiene usted más remedio que ir á Madrid, señorito... no hay más remedio... Aquí se aburre usted... necesita usted más campo. Los jóvenes de provecho no pueden estarse en las aldeas toda la vida.
—Oiga, señor cura—dijo el conde,—¿qué noticias hay del chico?
—Tiene salud, gracias á Dios. El pobre, cuando me escribe, nunca deja de acordarse de usted, y me dice que siempre le tiene presente en sus oraciones, lo mismo que á su amada esposa y familia. No puede usted figurarse, señor conde, lo agradecido que le está. Si no fuese por la beca que ha tenido la bondad de sacarle, ¿cuándo hubiera podido yo darle carrera? Dentro de dos meses ¡loado sea Dios! cantará misa el pobre. Ayer le escribí precisamente y le decía: Desdichada ocurrencia es la tuya al ordenarte. Los tiempos están malos, malos, malos para la clerigalla. Mucho mejor te vendría meterte por alguno de los clubs que no dejará de haber por ahí y hacer carrera...
La risa del conde le interrumpió.
—¡Siempre ha de ser usted el mismo, señor cura!
—Pues qué, ¿no digo la verdad? Y á propósito, señor conde: es fácil que necesite molestarle nuevamente. No sabe usted el trabajo que me cuesta decidirme á ello, por más que esté bien convencido de la proverbial bondad de usted y de la estimación que sin merecerlo me profesa... Pero de estas cosas ya hablaremos más tarde... ¡Qué gana va usted á tener ahora de escuchar recomendaciones!
—Adelante, señor cura.
—Nada, nada, no quiero molestar á usted ahora que acaba de llegar. Otro día será.
—Ya sabe usted que no me molesta nunca. Siga usted; ¿qué es ello?
—Ahora no, ahora no... tiempo tenemos... ¡no faltaba otra cosa!... Quiero, señor conde, que al menos hoy no pueda usted decir cuando me vaya: «Este cura de la Segada es un posma».
Celebró el conde la frase con mucha risa, y el clérigo contestó á sus metálicas carcajadas con otras sonoras y campestres, que produjeron algunos instantes de algazara en el comedor. La condesa sonreía dulcemente, mientras el señorito Octavio seguía ejecutando esfuerzos prodigiosos y titánicos para que los chistes del presbítero le desternillasen de alborozo.
Presentóse nuevamente el criado, y dijo que tres señores que acababan de llegar de Vegalora deseaban saludar á los condes.
—Hágales usted entrar.
Y á poco rato taparon el hueco de la puerta tres figuras provinciales, que es bien que describamos brevemente.
El primero es D. Marcelino, el mismo que cuatro horas antes había salido de su tienda y, con riesgo inminente de la vida, había detenido los caballos del carruaje en que iban los condes, tan sólo por el placer de ofrecerles una copa de Jerez y una rosquilla de Santa Clara. Es hombre ya entrado en días, grueso y bajo, muy moreno, con narices enormes y unos cabellos tiesos y erizados como los de un jabalí. No gasta pelos en la cara, pero se afeita de tarde en tarde, lo cual da mayor realce á su rostro, espléndidamente feo. Es castellano de nacimiento y toda la villa le había visto llegar de su país con una mano atrás y otra adelante, como acostumbraban á decir los particulares de Vegalora á la hora de la murmuración. No era verdad, sin embargo, porque D. Marcelino, cuando llegó de tierra de Campos hacia treinta años, traía las manos ocupadas con una porción de saquillos de lienzo crudo repletos de espliego, flor de malva, manzanilla, sanguinaria, flor de tila, anís y otras varias hierbas y simientes medicinales, que pregonaba con hermosa voz de barítono que á los vecinos de Vegalora les penetraba hasta lo más escondido de los sesos. Después, y sucesivamente, fué pasando por los estados de rematante de la carne, de los artículos de beber y arder, de tratante en paños y bayetas, recaudador de contribuciones, síndico del ayuntamiento, administrador de correos, alcalde y no recordamos si algún otro cargo más. Hemos dicho que había ido pasando, y no es verdad; D. Marcelino los había ido adquiriendo todos merced á una serie de trabajos más espantables que los de Hércules y librando en cada uno una batalla de suprema delicadeza y habilidad. Á la hora presente ejercía todos los que no eran incompatibles por la ley y algunos también de los que lo eran. En el desempeño de estas funciones había llegado á rico, gozando al mismo tiempo del respeto y la consideración de sus convecinos. Cuando iba á paseo por las carreteras con D. Primitivo ó con el juez, todos los labradores y jornaleros se quitaban la boina ó la montera y decían: «Buenas tardes, D. Marcelino y la compañía». D. Marcelino no veía más que esto; pero los que venían detrás solían ver á los aldeanos quedarse parados un instante con la montera en la mano, mirándole á las espaldas de un modo bastante menos respetuoso que á la cara. Solían oir también á alguno crujir los dientes y murmurar sordamente: «¡Mal rayo te parta, ladrón!»
En pos de D. Marcelino venía D. Primitivo, varón formidable, de elevada estatura y amplias espaldas, rostro mofletudo y encendido, lleno de herpes, barba escasa y recortada y los ojos siempre encarnizados como los de un chacal. Era procurador del juzgado. Sentía pasión profunda, inmensa hacia la horticultura, á la cual dedicaba casi todos sus ocios; pero era una pasión honrada y platónica, porque D. Primitivo no tenía huerta. Entreteníala, pues, ya que no la satisficiese, poniéndose escrupulosamente al tanto de todas las particularidades de las huertas de sus amigos, dándoles siempre oportunos consejos acerca del cuidado de la hortaliza y de la conservación de los frutales y regalándoles semillas exóticas que no se sabía dónde y cómo las adquiriera. Los propietarios le respetaban y decían de él ahuecando la voz y con asombro que «conocía sesenta y cuatro castas de peras». Á pesar de esta afición agrícola, D. Primitivo era un animal carnívoro, esto es, se alimentaba casi exclusivamente de carne, lo cual, al decir del médico de Vegalora, introducía en su organismo un exceso de fibrina que ocasionaba las herpes de que estaba plagado y le exponía á una congestión cerebral, y que no se anduviera en fiestas, porque tenía la espada de Damocles suspendida sobre su cabeza.
Con ambos señores venía el licenciado D. Juan Crisóstomo Álvarez Velasco de la Cueva (que así firmaba siempre sus demandas y réplicas), persona pulquérrima á quien distinguían de lejos los vecinos de la villa por la blancura inmaculada de sus pecheras. Gastaba bigote y perilla, lo cual le daba más aspecto de coronel de caballería que de hombre de toga. Hablaba poco, casi nada, pero era tan exquisita y ceremoniosa su cortesía, que los que platicaban con él siempre quedaban un poco cortados y descontentos de sí mismos. Asentía á todo cuanto se le dijese, cerrando los ojos, bajando la cabeza y diciendo en tono melífluo: «¡Perfectamente!» Tenía el Sr. Velasco de la Cueva infinitos modos de pronunciar este perfectamente, alargando, contrayendo, reforzando ó suavizando las sílabas, de tal suerte que se ajustaba al tono y significado de las palabras del interlocutor. Á pesar de eso, el promotor fiscal, que era hombre chusco, hacía su parodia en la tienda de D. Marcelino, y contaba que un día, explicándole á D. Juan de qué modo se había caído de un caballo, al llegar al punto de decir «el caballo se levantó de atrás y me arrojó por la cabeza, estrellándome contra una pared cercana», D. Juan Crisóstomo le había interrumpido exclamando: «¡Perfectamente!» Sería invención del promotor, pero era muy verosímil.
Al penetrar los tres varones en el comedor, el conde y Octavio se levantaron: el cura permaneció sentado lo mismo que las mujeres.
—¡Oh, señores, qué pronto se han tomado ustedes la molestia de venir!
—Señor conde—dijo D. Marcelino,—estábamos impacientes por saber cómo habían llegado ustedes á la Segada. Aunque calienta un poco el sol, ya estamos acostumbrados á sufrirlo... ¿no es verdad, D. Primitivo?... Además, cuando las cosas se hacen con gusto... ¿eh? ¿eh?
Y reía bienaventuradamente D. Marcelino, y reía el conde, y reía D. Primitivo, y reía el cura, y hasta se reía el señorito Octavio.
—De todos modos, lo agradezco en el alma, señores. ¿Y qué tal, qué tal por estas tierras?
—Perfectamente.
No hay para qué manifestar quién pronunció este adverbio.
—En la última carta que le escribí, señor conde—dijo D. Marcelino,—le comunicaba todas las noticias de este pueblo, y ya ve que eran bien poco interesantes.
—Este pueblo es muy pacífico—apuntó don Primitivo.
—Aquí no llegan esos motines que hay ahora por Madrid un día sí y otro no. (Otra vez don Marcelino.)
—Alguna ventaja habíamos de tener... alguna ventaja... alguna ventaja. Dios lo ha compensado todo, señores. Vivimos apartados de los deleites de la corte... es verdad... es verdad... pero vivimos por ahora tranquilos. No es poca fortuna, créame usted, no es poca fortuna...
—La gente del país debe ser muy sencilla, ¿no es cierto? En estas provincias del Norte es donde se conservan todavía restos de aquella honradez y piedad que caracterizaban á nuestros mayores.
—Es gente honrada á carta cabal—dijo don Primitivo.—Afortunadamente, todavía no nos los han maleado.
—Unos infelices, señor conde... unos infelices... Lo único que les hace falta es un poco de filosofía alemana para ser hombres completos.
Todos rieron con estrépito.
—Alguna que otra vez—apuntó D. Marcelino,—cuando tienen una copa de más dentro del cuerpo, suelen cometer cualquier desmán, pero ya se sabe que entonces obra el vino por ellos.
—Y tienen bastante afición á lo ajeno—indicó el señorito Octavio.—Casi todos los años nos dejan sin fruta en la huerta.
—Es verdad, señorito, es verdad... Tiene usted mucha razón... Hay mucha afición á lo ajeno en esta comarca... Pero, créame usted, señorito, el gobierno también tiene alguna... y no es precisamente á la fruta...
El conde dirigió una sonrisa al clérigo.
—Desde la muerte del guardamontes, hace ya tres meses—dijo D. Primitivo,—no se ha oído hablar en este concejo de ninguna tropelía.
—¿Fué el que hallaron estrangulado en un maizal?—interrogó el conde.
—No, señor; ese fué Antuña, el pagador de la carretera. Esa muerte ha sido mucho antes... á principios del otoño.
—De todos modos, ha sido un asesinato horrible.
—Pero, señor conde—profirió D. Marcelino,—Antuña murió porque quiso. ¿Á quién se le ocurre salir de noche de la villa con veinticuatro mil reales en el bolsillo? ¿No conoce usted que es una imprudencia mayúscula?
—¡Perfectamente!
—Hechos aislados, señor conde, hechos aislados... por ahora, hechos aislados. El trueno gordo no tardará en venir. Pero no hay que tener cuidado, porque los excesos de la libertad se corrigen con la libertad... sí, señor, se corrigen con la libertad... Eso decía un periódico que le viene al señor juez de Madrid todos los días... todos los días.
El conde se inclinó hacia el cura y le dijo algunas palabras al oído.
—¡Bravo, señor conde, bravo!—exclamó el clérigo, echándose hacia atrás en la silla y mirándole fijamente con aire triunfal.—Todos haremos lo que podamos para que se logre. Usted es la persona más á propósito.
Después se pusieron ambos á cuchichear animadamente.
D. Primitivo corrió la silla hacia ellos y preguntó en voz baja:
—¿Hay alguna noticia de allá?
—No se trata ahora de allá, sino de acá—respondió el cura.
Vuelta á cuchichear los tres. D. Primitivo parecía sumamente interesado en la conversación y movía los gigantescos brazos cual si sirviesen de volante á sus ojos carniceros, que rodaban por las órbitas con pavorosa velocidad. Al mismo tiempo hacía supremos y angustiosos esfuerzos para trasportar su desentonada voz al falsete discreto que usaban el conde y el sacerdote.
El licenciado Velasco de la Cueva, después de posar en el grupo de sus amigos varias miradas á cual más imponente, osó también aproximar la silla, y presto le enteraron del asunto que trataban.
La condesa se levantó y dijo al señorito Octavio, que era el único que concedió atención á su movimiento:
—Con permiso: soy con ustedes al instante.
Y se fué por la puerta del gabinete.
El aya se puso también á hablar con los niños en voz baja, dirigiéndoles, á juzgar por su continente severo y el no menos grave de los oyentes, serias y profundas advertencias.
Nuestro señorito tomó pie de ello para sacar el pañuelo y sonarse con ruido. Después, con mucha calma, lo paseó repetidas veces por debajo de la nariz; por último, no sin vacilar un poco, se decidió á meterlo en el bolsillo. Inmediatamente, y sin ningún preparativo, abrochó un botón del guante que se había soltado. Después tosió tres veces consecutivas y se puso á examinar con profundísima atención y frunciendo ferozmente las cejas el puño del junquillo. No bien hubo terminado esta tarea, pasó á azotarse con él los pantalones, de la misma traza que lo hiciera al comienzo de su visita. Todavía se alzaron á los golpes algunas nubecillas de polvo, aunque más leves y trasparentes.
El cuchicheo del conde y sus amigos proseguía vivo, lleno de expansión. El del aya y los niños, grave y discreto como antes. El criado entraba y salía llevando las fuentes, los platos y los demás objetos que yacían en desorden sobre la mesa, pero todo con mucho silencio y espacio y sin dejar de dirigir, cada vez que entraba, una mirada insistente y curiosa á nuestro héroe, el cual procuraba artificiosamente evitar el cambio. El comedor era una vasta cámara, más vasta que cómoda y elegante, y sus muebles toscos y ennegrecidos, y sus grandes cortinas de colores marchitos, y los cristales turbios y emplomados de sus balcones, mostraban claramente que el viejo conde se curaba poco del aliño de la casa, y que el nuevo no la habitaba mucho tiempo. El falsete de los interlocutores producía en este vasto comedor un efecto extraño y severo, como el murmullo de los fieles en una iglesia. Á nuestro joven le parecía demasiado severo. De vez en cuando, la voz de D. Primitivo, no pudiendo resistir tanto tiempo la presión cruel que sobre ella estaba pesando, lanzaba un gallo, y se oía la palabra votos ó candidatos. El aya levantaba sus ojos profundos y los fijaba un instante en el grupo de los caballeros.
Al fin, nuestro señorito decidióse á tomar una de las copas que aún quedaban sobre la mesa. Empezó á observarla escrupulosamente, dándole vueltas y más vueltas en la mano, haciéndola sonar con un golpe de uña y llevándola después al oído para escuchar sus vibraciones hasta que morían. Por mucho que le embargasen al joven estas observaciones de física experimental, no dejaba por eso de mover los ojos con ansia hacia todas partes, y especialmente hacia la puerta del gabinete, como si por allí le hubiese de venir su salvación. Respirábase en el comedor un ambiente cargado de discreción, que á nuestro mancebo le producía la misma inquietud y malestar y los mismos desmayos enervantes que si estuviese cargado de electricidad. Y ya se entregaba lánguidamente á pensamientos tristes de muerte, cuando empezaron á dibujarse en su desmayado espíritu los contornos de una idea fortificante y regeneradora: la idea de marcharse. Mas para llevar á cabo este acto era preciso despedirse, y el despedirse había sido siempre para nuestro señorito uno de esos problemas pavorosos que pocas veces obtienen resolución. Antes de levantarse, cuando estaba en visita, tenía que sostener una batalla consigo mismo, que á veces se prolongaba más de la cuenta. Sentía el mismo temor y embarazo que los oradores noveles cuando levantan su voz en público. Pero si siempre había sido un problema difícil, en aquel instante, considerado el éxito poco lisonjero de su visita y el carácter y la situación de las personas que allí se hallaban, ofrecióselo al alma como una utopia. Ni podía ser de otra suerte. ¿Qué de comentarios no harían aquellos señores después que él saliese por la puerta? ¿Cuántos chistes no se le ocurrirían al cura acerca de su persona? Se le ponían los pelos de punta de pensar en ello. La idea, pues, de marcharse era de todo punto inadmisible. Más valía seguir haciendo experimentos acústicos con la copa de cristal.
Mientras proseguía embebecido en esta fructuosa tarea, el cura de la Segada apartóse un momento de la conversación y le clavó los ojos con expresión reflexiva. Después, volviéndose al conde con la misma voz de falsete, le dijo:
—La única persona que cuenta en este país con bastantes fuerzas para ganar unas elecciones es D. Baltasar Rodríguez. El enemigo temible es ése, y no los que indicó D. Primitivo. Créame usted, señor conde... créame usted...
—Es lo que yo tenía entendido antes de venir—repuso el conde.—Al parecer es hombre acaudalado y goza de simpatías en la población...
—No cabe duda, no cabe duda.
El cura volvió á mirar á Octavio, sonriendo esta vez maliciosamente, y prosiguió:
—Don Baltasar es una buena persona... todo un caballero... muy cumplido en sus tratos... ¡y un padrazo, señor conde, un padrazo!...
El conde alzó la cabeza y dirigió una larga mirada á Octavio. Los demás interlocutores también volvieron hacia él la vista.
—Señores,—dijo el conde levantándose,—es lástima que estemos encerrados en casa en un día tan hermoso. Vamos á dar una vuelta por la pomarada. Tengo ya deseos de pisar hierba y verme debajo de los árboles.
Los circunstantes se levantaron. La condesa apareció en aquel momento por la puerta del gabinete. Octavio quiso aprovechar la ocasión, que le pareció de perlas, para despedirse y dió algunos pasos hacia ella con la mano extendida.
—Condesa, á los pies de usted... He tenido mucho gusto en ver á ustedes tan buenos y...
—¿Qué es eso, señor Rodríguez—exclamó el conde viniendo hacia él,—nos quiere usted dejar tan pronto? ¿Por qué no viene á dar un paseo con nosotros?... ¿Tanta prisa tiene usted?
Estas preguntas fueron hechas en tono franco y cariñoso, y Octavio, un poco aturdido, balbució:
—Prisa, precisamente... no... pero...
—Pues si no tiene usted prisa, es usted de la partida. Señores, en marcha.
El licenciado Velasco de la Cueva, que desde muchos años atrás venía ejerciendo el monopolio de las buenas maneras en Vegalora y siete leguas á la redonda, ofreció el brazo á la condesa con una reverencia digna del siglo XV. D. Primitivo quiso imitarle, y se lo ofreció al aya en la forma elegante y desenvuelta que un oso lo hubiera hecho; pero la blonda extranjera lo rehusó, dándole las gracias con una inclinación ceremoniosa. Seguíalos el cura llevando de la mano á un niño, y cerraba la marcha el conde, que llevaba cogido familiarmente á Octavio por la espalda.
IV La pomarada.
CUANDO el licenciado Velasco de la Cueva puso su planta ceremoniosa en los umbrales del palacio condal, los rayos de un sol fogoso de estío le obligaron á hacer guiños, con lo cual perdió no poca autoridad su rostro imponente. La condesa soltó el brazo y le dió las gracias.
Eran las cuatro de la tarde de un día del mes de Junio. Los condes y sus amigos tenían delante de sí uno de los panoramas más espléndidos y grandiosos de la provincia en que nos hallamos, que es la más bella de España. El palacio, como las gentes del país lo llamaban, ó el vetusto caserón, como mejor se diría, estaba situado á la margen izquierda del Lora y en el fondo del valle donde radica el concejo y partido judicial de Vegalora. En torno suyo veíanse quince ó veinte chozas, pertenecientes en su mayoría y habitadas por colonos de la casa de Trevia. Esta casa grande y parda y las casuchas más pardas aún que yacían á su alrededor, semejaban de lejos á una gallina pastando con sus hijuelos en el campo. Alzábase el pueblo de la Segada en el fondo del valle y ocupaba el ángulo formado por un riachuelo que venía de las montañas cercanas á desembocar en el Lora. Distaría del primero unas cien varas, y de éste unas trescientas. La fachada principal de la casa no miraba al valle, sino á las altísimas montañas que lo cerraban. Entre la casa y la falda de éstas no mediaban de tierra llana más de doscientos pasos, y era el sitio que ocupaban la huerta y la pomarada. Desde los balcones de la fachada trasera veíase todo el valle, que no era muy extenso, y también se divisaba como á media legua de distancia un grupo grande de casas que era la villa de Vegalora. Entre la Segada y la villa corría bullicioso y límpido el río, el cual tomaba y dejaba á su talante la parte del valle que mejor le convenía para su cauce. Como lo cambiaba á menudo, las tierras plantadas de maíz y los prados que bordaban sus orillas nunca tenían seguro el día de mañana: tan presto regalaban la vista y el oído con sus maíces sonorosos y su verde césped, como molestaban y cansaban los pies con sus redondos ó puntiagudos guijarros. Los vecinos de Vegalora y la Segada, en el espacio de cuarenta ó cincuenta años, habían visto correr el río por casi toda la superficie del valle. Á pesar de esto, al poco tiempo de haber dejado el agua un sitio cualquiera, ya brotaba allí una vegetación briosa, y el valle continuaba siempre pintoresco y regocijado como pocos. Por todas partes lo circundaban colinas de regular elevación vestidas de castañares y prados relucientes, excepto por el fondo, ó sea por el lado de la Segada. Aquí las colinas ocupaban sólo el primer término. Por encima de ellas se alzaban enormes y enriscadas montañas, cubiertas de nieve desde Octubre hasta Junio. Formaban parte de la cordillera fragosa que separa las provincias del Norte de las del centro. Vegalora era, por tanto, el último concejo de la provincia en la región en que nos hallamos. Detrás de aquellas moles inmensas y oscuras se extendían los campos yermos y dilatados de Castilla.
Nuestros señores, al salir de casa por la puerta principal, alzaron la vista para contemplar estas montañas soberanas, iluminadas por un sol que ya empezaba á descender hacia las colinas laterales. La nieve había desaparecido casi totalmente del paisaje. Sólo en las crestas más elevadas percibíanse algunas manchas blancas como de ropas tendidas á secar. Entre aquellas crestas descollaba una de pasmosa elevación y arrogancia, que la gente del país llamaba Peña Mayor. Era un enorme peñasco á quien todos los demás que en torno suyo se agrupaban servían de pedestal. Terminaba en punta, como la aguja de una inmensa y fantástica catedral; pero los que hasta allá habían trepado alguna vez afirmaban que sobre esta punta había un campo bastante espacioso. Tal y tan desmesurada era su elevación. Durante los meses de verano, los habitantes del valle podían admirar á su placer los majestuosos contornos de la peña, que se alzaba en el cielo diáfano y cortaba el éter cual si fuese la reina del espacio. Servíales, además, en estos meses de reloj, pues el sol hería su frente de lleno, al llegar precisamente el mediodía. Cuando el otoño era ya un poco entrado, se ocultaba entre la niebla, y no volvía á parecer sino uno que otro día muy raro del invierno, en que el viento, soplando fuerte por la noche, había barrido el tupido manto de los cielos. Pero hasta llegar á la Peña Mayor había una serie de escaños graníticos, superpuestos los unos á los otros, de mil extrañas formas é imitando, á veces, enormes edificios y animales monstruosos. Á la izquierda de la Mayor había una peña corcovada que semejaba á un dromedario: á la derecha otra que era la perfecta imagen de la torre de un gran castillo, con sus desmesuradas almenas por entre las cuales se veía el azul del cielo. Esta cortina de montañas cerraba herméticamente el valle por aquel lado. Al llegar á este sitio parecía que se acababa el mundo, y que detrás de la oscura cortina no había más que el espacio sin fin.
Los condes y sus amigos detuviéronse á la puerta de la casa, y con la mano puesta sobre los ojos á guisa de pantalla, se estuvieron buen rato paseando la vista por el gran telón descrito. Después atravesaron la calle y entraron en la huerta por una gran puerta enrejada de hierro. Era la huerta cuadrilonga y bastante espaciosa, y estaba cerrada por altos y toscos muros deteriorados. En el fondo había otra puerta igual á la primera que daba paso á la pomarada.
La comitiva conversaba y reía dando vueltas por las calles no muy bien aderezadas de la huerta, parándose á cada instante y entremezclándose continuamente sin guardar etiqueta. D. Primitivo parecía el dueño de la casa, y desde que la puerta enrejada se cerrara tras él se creyó en el caso de no cerrar boca á fin de explicar á los circunstantes las particularidades y pormenores de todas y cada una de las plantas que iban encontrando, sin perdonar el más insignificante detalle que pudiera esclarecer á sus oyentes en asunto tan delicado. Las únicas personas que ni reían ni tomaban parte en la conversación eran el aya y la condesa. La primera no perdía de vista á los niños, regulando con señas imperiosas sus pasos y movimientos. La segunda no apartaba los ojos de las pardas montañas que tenía delante y deshojaba distraídamente una rosa que uno de los niños había arrancado de su tallo para ofrecérsela. Aquellas montañas se veían también, aunque más lejanas, desde la casa solariega de D. Álvaro. ¡Buena gana de reir tenía Laura en aquel instante! Su pensamiento volaba, volaba sin detenerse por los días de su existencia, desde aquellos remotos en que contemplaba absorta, de bruces sobre el balcón, las nubes que cubrían la cabeza de la Peña Mayor, hasta las escenas más recientes. Los remotos se le aparecían envueltos en una gasa blanca que borraba los contornos y aún más los alejaba: los cercanos veíalos tan bien como si estuviesen tallados en relieve y parecían saltar hacia ella palpitantes y teñidos de sangre. ¿Por qué no había permanecido toda la vida en su casa, serena, tranquila, contemplando aquellas montañas que nada malo la enseñaban? Al pensar que mientras su espíritu en los últimos once años bajaba y subía en perpetua agitación, desde el cielo hasta el infierno, ellas habían estado allí altivas, felices, contemplando noche y día el firmamento augusto, una envidia sorda se apoderaba de su corazón y comenzaba á nacer en él un deseo vivo, irresistible, de reposo. Pero ¿qué reposo deseaba? ¡Ay! deseaba volar á la cima de la Peña Mayor, llevada por un ángel, y allí, bañándose en el éter azul, sin escuchar una voz maldita que tenía siempre en los oídos, pasar la vida acariciada por Dios y acariciando á sus hijos.
Al dar la vuelta á un recodo de la huerta sintió de improviso en su cuello un aliento cálido y una voz le dijo al oído muy quedo:
—Recuerda que has agraviado á miss Florencia.
Y vió que una sombra se alejaba de ella para unirse otra vez al grupo de los paseantes. Se estremeció fuertemente, detuvo el paso, y la rosa mutilada cayó de sus manos. Octavio se le acercó en aquel momento.
—Condesa, la veo á usted muy pensativa. ¿Echa usted de menos ya á Madrid?
—Sí, señor, lo echo de menos.
—Lo comprendo bien, pero me parece que todavía no tiene usted motivo para quejarse, pues acaba de llegar. ¡Oh! cuando lleve usted aquí algún tiempo ya verá lo que da de sí este delicioso país. La materia, condesa, impera aquí como reina y señora. Usted viene del mundo del espíritu y le han de doler los primeros pasos sobre esta tierra muerta y silenciosa. No me sorprende.
—¡Ah, si no me dolieran más que los primeros pasos!
—Es cierto; lo peor en la vida del campo es la monotonía, y ésta crece y se hace irresistible con el tiempo. Por lo demás, no se debe negar que este país es hermoso y que encierra mucha poesía. Yo que he nacido en él y en él he vivido siempre, aún me siento impresionado cuando al abrir las ventanas de mi cuarto por la mañana fijo la vista en las altísimas montañas que tenemos enfrente. ¡Qué bien se destacan sobre el fondo azul! ¡Qué pureza de líneas! ¡Qué contornos! Pero miro en seguida hacia abajo y viene el desencanto, condesa. Los paisanos no corresponden al país. Aquí nadie se preocupa sino del dinero. Se respira una atmósfera sórdida, en la cual se asfixian todos los sentimientos elevados. Hay algunas personas de alma delicada y generosa, pero aun éstas no pueden menos de resentirse de la sociedad en que han vivido: son capaces de un rasgo heroico, de una pasión fuerte, pero no pueden alcanzar ciertas nuances del espíritu, ciertas delicadezas que sólo se encuentran en las clases elevadas y en una sociedad culta y refinada.
—¿No piensa usted dar una vuelta por Madrid?
—De buena gana la daría y aun me quedaría allá, pero mis papás no tienen más hijo que yo... y ya ve usted.
—Quédese usted, quédese usted... No piense en Madrid por ahora... Tiempo le queda para saber lo que es aquello.
—No vaya usted á creer, condesa, que es curiosidad lo que siento, no; es el deseo que tengo de llenar ciertos vacíos que hay en mi espíritu lo que me obliga á pensar en Madrid. Yo no gozo con lo que aquí suele gozar la gente; antes bien sus placeres son ocasión de padecer para mí, porque nada hay que atormente tanto como encontrarse aislado entre la muchedumbre y á mil leguas de sus pensamientos y aspiraciones. Así, que paso la vida encerrado en mi casa, sin ganas de agregarme á ella... leyendo... pensando... soñando. Alguna vez he asistido con la imaginación á las soirées donde usted ha brillado tanto, condesa.
—¿De veras?
—Sí, señora; acostumbro á leer las revistas de salones de La Epoca, y en ellas he visto con frecuencia el nombre de usted rodeado de adjetivos que ahora me parecen pálidos.
—Mil gracias.
—Me precio de sincero, condesa. En el último baile de los duques de Hernán Pérez llevaba usted un vestido de surah azul celeste, con escote sesgado y espalda de forma princesa. El vuelo de la falda formaba por detrás una cascada de pouffs sostenidos por cordones, y llevaba usted asimismo lazos de surah en los hombros y en el talle.
—¡Ah! Veo que no se le ha escapado á usted nada.
Un rugido de D. Primitivo les obligó á interrumpir el diálogo. Extático, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba sin pestañear un cuadro de lechugas, mientras los compañeros le miraban sin comprender el motivo de tal sorpresa. Al fin, después de largo silencio, exclamó con voz ronca:
—¡Si no lo viese por mis ojos, nunca lo creyera! Yo mismo le di la semilla á Pedro; yo mismo le indiqué cuándo debía sacarlas del vivero; yo mismo estuve una tarde entera ayudándole á plantarlas... ¿Cómo han espigado estas lechugas?... ¿Por qué han espigado estas lechugas?
Y D. Primitivo movía la cabeza hacia adelante, hacia atrás, á la derecha y á la izquierda.
—Tal vez la lluvia de estos días habrá influído perniciosamente sobre ellas—manifestó tímidamente el licenciado Velasco de la Cueva.
—¡Qué lluvia ni qué calabazas!... No diga usted tonterías, D. Juan. La lluvia, cuando las lechugas se plantan en la época y en la forma en que deben plantarse, no influye, no tiene por qué influir sobre ellas.
—Perfectamente.
—Aquí no puede menos de haber algún misterio. Pedro habrá hecho alguna majadería en el cuadro. Ellas por sí estoy seguro de que no hubieran espigado. ¿Á qué asunto habían de espigar? Así que le tropiece me enteraré de lo que ha hecho, y ya verá usted cómo resulta lo que yo dije.
La irritación de D. Primitivo cedió ante la esperanza de ver muy pronto cumplida su profecía.
Continuaron recorriendo lentamente la huerta, parándose ahora delante de unas alcachofas, después ante un cuadro de remolachas ó de una esparraguera. D. Primitivo, maniobrando constantemente en el centro del grupo, parecía un filósofo de la escuela peripatética.
La condesa y Octavio se habían quedado un poco atrás y siguieron hablando del baile de los duques de Hernán Pérez, ó sea del «mundo del espíritu», como decía nuestro señorito. La horticultura no les seducía. Mas al hallarse en frente de una frondosa y espléndida magnolia, ambos detuvieron el paso para contemplarla. Era un árbol hermoso y grande como pocos, y entre sus hojas oscuras y metálicas advertíase crecido número de bolas blancas que soltaban aroma fresco, acre y penetrante. Las primeras ramas no pasaban de la altura del rostro. La condesa asió con la mano de una de ellas provista de flor y la trajo hacia sí. El árbol, al ser movido, dejó caer algunas gotas de agua sobre las mejillas de la señora, que hizo una mueca graciosa.
—El árbol la bendice á usted—dijo Octavio mirando extasiado cómo corría el agua por las mejillas de la dama.
—Hubiera pasado sin su bendición perfectamente—contestó ella riendo.
Y al mismo tiempo hundió su lindo rostro en el cáliz de la flor para aspirar la fragancia. La condesa de Trevia estaba en aquel instante bellísima; porque sus ojos grandes, rasgados, se cerraban blandamente con la expresión de un placer celestial; porque sus mejillas de rosa, acariciadas por las blancas y carnosas hojas de la magnolia, brillaban y temblaban de gozo; porque sus cabellos castaños, sedosos, le caían con cierto desorden sobre la frente; porque inclinaba la cabeza dejando ver el principio de una espalda de alabastro; porque estaba empinada graciosamente sobre la punta de sus pies inverosímiles. Levantó la cabeza y exhaló un largo suspiro.
—¡Oh, qué delicioso aroma!
Octavio se apresuró á hundir también el rostro en la flor que la dama aún tenía cogida.
—¡Delicioso! ¡delicioso!
—¡Es tan penetrante... tan embriagador!... Siempre fuí apasionada de este aroma.
—Yo lo seré de aquí en adelante.
La condesa soltó la rama é inclinó la cabeza sonriendo afablemente. Y emprendieron otra vez la marcha en silencio. Octavio lo rompió al cabo de un instante diciendo:
—¿De qué perfumista acostumbra usted á surtirse, condesa?
—No tengo ninguno conocido; entro indistintamente en la primer perfumería que encuentro.
—Pero al menos tendrá usted una marca predilecta.
—Tampoco; nunca me fijo en los rótulos de los frascos.
—Pues yo, después de haber probado las principales marcas, me he decidido por la de María Farina. Es la que he hallado mejor. Sus perfumes son menos intensos que los de otras casas, pero son mucho más delicados. Debemos exceptuar, sin embargo, la rosa blanca que, como usted sabrá seguramente, es privilegio especial del célebre Hakinsson. La rosa blanca y el azahar son los únicos perfumes que tomo ahora de esta casa.
Siguió la conversación de los perfumes por algún tiempo todavía, muy animada por parte de Octavio, que parecía hallarse en terreno firme y abierto; lánguida y cortada por parte de la condesa que, como había dicho, no era inteligente en este ramo. D. Primitivo y sus secuaces habían entrado ya en la pomarada, y nuestra pareja siguió el ejemplo. Al llegar á la puerta tropezaron con miss Florencia y los niños. La condesa dirigió á aquélla una sonrisa. El aya permaneció grave y se inclinó profundamente dejándoles paso.
Era la pomarada un campo vasto, donde los árboles estaban tan espesos y habían adquirido tal desarrollo, que el sol no conseguía, sino después de mucho trabajo, introducir en él algunos delgados rayos. Los manzanos son árboles de poca imaginación. En vez de gastar sus fuerzas estérilmente en subir hasta mecerse en las nubes, procuran buenamente redondearse, ocupando el mayor pedazo posible de este miserable planeta. Mas al desenvolver su personalidad libremente en el tiempo y el espacio, nunca dejan de molestar al vecino, de lo cual resulta siempre una bóveda más sólida y espesa que fantástica. Algunos de ellos tanto descendían en sus aspiraciones, que tocaban con las ramas á la tierra formando glorietas naturales, frescas, sombrías, mullidas. Á pesar de los esfuerzos inauditos que el sol había hecho durante todo el día para templar sus ardores en la frescura del césped, éste se hallaba todavía húmedo. Los lindos zapatos de la condesa, que se hundían en él como dos ratones, aparecían mojados cada vez que levantaba el pie. Dentro de aquella bóveda enana zumbaba una muchedumbre de insectos, que empezaban á sentirse inquietos por la marcha cada vez más precipitada del sol. Á veces se percibía un ruido leve y sordo entre las ramas, y veíase un pájaro salir de un árbol y posarse en otro cercano. Los árboles no derramaban aroma, porque los frutos estaban aún demasiado verdes: en cambio, el suelo exhalaba olor fuerte de tierra húmeda. En uno de los ángulos de la pomarada se veía una gran mancha de sombra. Era que el sol estaba besando ya la cima de las colinas y empezaba á abandonar el valle.
Á todo esto, D. Primitivo había sacado de las profundidades de su gabán una enorme podadera, y prodigaba minuciosos cuidados á los manzanos, hacia los cuales se sentía atraído por simpatía irresistible. Aquí le cortaba un renuevo á uno, más allá le quitaba un caracol á otro, en otra parte levantaba un rodrigón que se había caído, etc., etc. El procurador pasaba cerca de ellos como el soplo de la Providencia.
Octavio seguía al lado de la condesa y conversaba con ella sobre cosas indiferentes, alusivas unas veces á los objetos que tenían á la vista, otras (las más) á las particularidades de la vida cortesana, que el joven parecía conocer tan bien como la dama. El rostro y los ademanes del señorito no correspondían en un todo á la materia de la conversación. Decía todas sus frases en tono tan insinuante y se mostraba tan turbado, que cualquiera podría creer, observándole de lejos, que estaba haciendo una declaración de amor. Siempre le pasaba lo mismo cuando hablaba con las mujeres. Su fisonomía sonriente, ruborosa y expresiva con exceso, le había hecho pasar por novio de casi todas las damiselas á quienes se había acercado en su vida. Claro está que tales presunciones no tenían fundamento positivo; pero quizá si penetrásemos en los misterios de la psicología, hallaríamos disculpa para la ligereza de los vecinos de Vegalora. Porque hay en ciertos temperamentos un fondo tan grande de materia amorosa (si se permite esta singular locución), que no necesita más que un leve motivo para mostrarse en la superficie. El amor reposa en estos temperamentos como una masa de polvo colorante en el fondo de un vaso de agua; así que se agita, toda el agua queda teñida. El hecho aparente era que nuestro amigo ni se enamoraba ni se declaraba á las mujeres que tenía cerca, pero en realidad, hacía uno y otro. Su plática, pues, con la condesa tenía mucho de dúo amoroso. Cuando decía, verbigracia: «Se está usted humedeciendo los pies, condesa», la traducción exacta de la frase, que se dibujaba en sus ojos, era: «De qué buena gana, señora, se los secaría con mi aliento». Se había quitado el sombrero, y jugaba con él entre las manos afectando una posesión de sí mismo que estaba lejos de sentir. Llevaba en la boca un clavel blanco salpicado de manchas rojas, y lo mordía con displicencia digna de un socio del Veloz Club. De vez en cuando volvía el conde la cabeza y le dirigía una sonrisa afectuosa, á la cual nunca dejaba de contestar el mancebo con un saludo familiar.
—Es muy bonito ese clavel que lleva usted—dijo la condesa, mientras lo admiraba sinceramente con los ojos muy abiertos.
Octavio lo quitó precipitadamente de la boca.
—Si no fuese porque ya está mordido, tendría placer muy grande en dárselo... Pero, en fin, le quitaremos un poco del tallo... (al mismo tiempo cortaba la parte que había estado en la boca). ¿Lo acepta usted así, condesa?
—Con mucho gusto. Mil gracias.
Estaban ya próximos á la empalizada que circuía la finca, y para no volver por el mismo sitio empezaron á caminar al lado de ella. Apenas habían dado algunos pasos, cuando sintieron por la parte de fuera un aliento jadeante, y vieron en lo alto de la estacada la cabeza de un perro, el cual cayó inmediatamente á sus pies y se puso á ladrarles, sin atender á las razones de don Primitivo, que le decía:
—Ven acá, Canelo... ¿No me conoces, Canelo?... ¿Dónde está tu amo, Canelo?...
El perro recordó que ya había visto aquella cara en otra parte, pero no quiso dar su brazo á torcer ni confesar que se había equivocado, y siguió ladrando, aunque sin gana y por compromiso.
—¿Qué es eso, Canelo?... ¿Te olvidas de los amigos?...
—Guau, guau, guau.
—¿Dónde dejaste á tu amo, Canelo?
—Guau... guau.
—¿Venís de caza, Canelo?
—Guau...
Por detrás de la empalizada empezó á asomar una escopeta de dos cañones, y se vió un sombrero de grandes alas que ocultaba á medias el rostro de un joven moreno, el cual, con mucha presteza y agilidad, pasó ambas piernas por encima de las puntas de las estacas, y dando un salto quedó en pie delante del conde.
—¡Hola, Pedro! ¿De dónde vienes?
—Señor conde, fuí á matar un zorro que me dijeron andaba por la mata del tío Bonifacio. En cosa de ocho días le zampó tres gallinas.
—¿Y lo traes?
—Sí, señor; aquí está vivo todavía. No le tocaron más que algunos perdigones en esta pata... ¡No se acerque usted, señora condesa, que estos animales son muy traidores!
—Hola, caballerito—dijo el conde dirigiéndose al zorro, que colgaba de la espalda de Pedro.—¿Conque entretiene usted sus ocios engulléndose las gallinas del vecindario? ¿Y se figuraba usted que sus proezas no habían de tener fin jamás?
—Este Pedro—dijo el cura—es un buen muchacho... es un buen muchacho. Nos va despejando la comarca de alimañas. Señor conde, tiene usted una alhaja en este muchacho... sobre todo es mozo formal y de palabra.
—Señor cura, si no fuí á ayudarle á usted á arreglar la huerta, fué porque estos días anduve muy ocupadado preparando las cuentas...
—Bien, hombre, bien; yo no te he preguntado nada. No hago más que referir tus méritos y cualidades al señor conde.
—Es que entiendo bien las indirectas.
—Pedro, deja aquí el zorro y vé á casa por un poco de paja ó hierba seca.
—¿Qué es eso, le quiere usted hacer cama á ese bicho?—preguntó D. Primitivo.
—Sí; le quiero hacer un lecho cómodo para que se cure.
No tardó Pedro en llegar con una muy bastante cantidad de hierba entre los brazos, y así que la dejó en el suelo, ordenóle su señor que colgase el zorro por las patas traseras de la rama más baja de uno de los árboles. La condesa, mientras se practicaba esta operación, alejóse velozmente del grupo y se perdió pronto de vista entre los árboles. Mandó en seguida el conde colocar la hierba debajo del zorro, y sacó del bolsillo una preciosa fosforera de oro.
—¡Hola, señor conde, intenta usted hacer un auto de fe? Ya concluyeron esos tiempos ominosos... ya concluyeron esos tiempos ominosos. El zorro le va á llamar á usted oscurantista, y con razón, sí señor... y con razón.
El conde se bajó sonriendo y aplicó un fósforo encendido á la hierba.
El zorro, colgado boca abajo, permanecía inmóvil, y nadie le tuviera por vivo á no ser por sus ojos abiertos que giraban lanzando miradas recelosas á los espectadores. La sonrisa de éstos le contrariaba visiblemente. Empezaban á sonar los chasquidos de la hierba y el fuego iba cundiendo poco á poco por lo más interno del montón, que lanzó una bocanada de humo espeso. El zorro quedó envuelto por un instante y se le escuchó estornudar.
—Ya le sube el humo á las narices, señor conde—dijo D. Primitivo.
El viento disipó el humo espeso, y el montón comenzó á arrojar una columnita de otro azulado y trasparente. Quedó el zorro al descubierto, y observáronse en él señales de una inquietud que iba en aumento. Todos le contemplaban curiosamente y sin quitarle ojo, excepto Pedro, el cual, ajeno totalmente al espectáculo, se ocupaba en sacar el cartucho quemado de la escopeta y en arreglar sus llaves. Una llama brotó súbito de la hierba y rozó el hocico del animal, que sacudió la rama con violencia.
—Ya le come, ya le come, por do más pecado había—dijo riendo el cura.
Tornó á brotar la llama con más fuerza y esta vez se detuvo algún tiempo en el hocico del zorro, que lanzó un chillido áspero, ridículo.
El Canelo comenzó á ladrar furiosamente y fué necesario que su amo le diese un par de puntapiés para hacerle callar. Los espectadores acogieron con algazara el chillido del animal. El conde no hizo más que sonreir. Por tercera vez salió la llama del montón, próximo ya á convertirse en hoguera, y envolvió con una horrenda caricia la cabeza del zorro, el cual, tratando de huirla, principió á enroscarse, lanzando al mismo tiempo continuos chillidos. El perro, sin hacer caso de los puntapiés de Pedro, no cesaba de ladrar y aullar, corriendo de un lado á otro, unas veces acercándose á la hoguera con las orejas tiesas y los pelos erizados, marchando otras á ocultarse entre las piernas de alguno de los presentes. La algazara había ido cesando poco á poco en el concurso. Los rostros quedaron completamente serios. El conde seguía sonriendo como antes. Quemaba ya la hierba por todas partes y chisporroteaba arrojando pavesas inflamadas que se apagaban instantáneamente y caían convertidas en ceniza. El día estaba concluyendo. La mancha negra de la esquina se había extendido cual si fuese aceite por toda la pomarada. Así que la luz de la hoguera trazaba círculos luminosos en ella y corría á veces impetuosamente por debajo de la bóveda iluminando una gran extensión y prontamente se replegaba abandonando el campo á la sombra. Veíanse reflejos vivos y fugaces en las hojas de los árboles y sentíase en el rostro el calor abrasante de las llamas. El desgraciado zorro seguía enroscándose y retorciéndose para salvar su cabeza, pero el fuego le tostaba el lomo cruelmente. Un hedor irresistible de pelo quemado se esparció por la atmósfera. El dolor arrancaba al pobre animal gritos cada vez más extraños y penetrantes que resonaban de un modo siniestro en el silencio de la pomarada. Á estos gritos desgarradores respondían lúgubremente los aullidos del perro que daba vueltas en torno de la hoguera, espantado y trémulo.
Un espectador se desplomó y cayó con ruido sordo sobre el césped. Todos acudieron á aquel sitio. Era el señorito Octavio que se había desmayado. Inmediatamente que lo levantaron recobró el conocimiento.
—No es nada, no es nada... muchas gracias... Me pasa esto con frecuencia.
D. Primitivo sacó de las reconditeces de su faltriquera un vaso de metal y corrió á un charco que estaba próximo. Cuando llegó con el vaso lleno, el joven estaba ya de pie y hablaba serenamente con el conde. Mas D. Primitivo no quiso perder el viaje y acercándose cautelosamente á él, sin darle aviso alguno le encajó toda el agua en mitad del rostro. Octavio quedó un instante sin respiración.
—Muuuchas gracias, D. Primitivo... No... había necesidad...
Aunque trató de secarse inmediatamente con el pañuelo, no pudo evitar que una regular cantidad de agua le entrase entre el cuello de la camisa y la carne, lo cual le produjo escalofríos y estornudos para buen rato.
El fuego había quemado en tanto la cuerda que sujetaba el zorro al árbol y el animal había desaparecido ya en la hoguera. Las llamas fueron decreciendo poco á poco y presto no hubo allí más que un montón de cenizas.
—Me parece que es hora de ir aproximándonos á nuestro asilo—dijo el licenciado Velasco de la Cueva.
—Tiene usted razón, D. Juan—repuso don Marcelino;—la noche se viene encima, y de aquí á Vegalora todavía hay un paseíto.
Se pusieron todos en marcha hacia la casa. Á los pocos pasos hallaron á la condesa, que salió de entre los árboles con un niño de la mano y el clavel de Octavio en la boca. Esta vez sintió nuestro joven un fuerte escalofrío de placer que le indemnizó con creces de los tormentos que le había hecho sufrir el agua de D. Primitivo. Acercóse rápidamente á la dama y se puso á darle cuenta de su desmayo.
—No puede usted figurarse, condesa, lo impresionable que soy. Es desgracia nacer con un temperamento como el mío. El médico me dice que soy un manojo de nervios y que debo evitar todas las emociones vivas, lo mismo las tristes que las placenteras... Pero si he de huir las últimas—añadió después de breve silencio y fijando sus ojos tímidos en la condesa—es preciso que no vuelva á parecer por aquí.
—¿Y por qué?
—Porque... la impresión que usted me causa es demasiado placentera.
—¿Sabe usted que sin salir de Vegalora es usted ya un cortesano perfecto?
Octavio sintióse aún más lisonjeado por estas palabras que por el buen sitio que la condesa había otorgado á su clavel, y mientras caminaban en dirección á la huerta se enredó en un laberinto de explicaciones metafísicas sobre las diferencias y afinidades que existen entre la galantería, el amor, la amistad, la simpatía, etc., etc. Mientras tanto D. Primitivo se enteraba con profunda sorpresa de que Pedro no había tocado siquiera en el cuadro de las lechugas. El procurador se guardó de comunicar la noticia á sus compañeros, y cuando llegaron á la huerta y se encontró frente á las malhadadas lechugas, que habían tenido la audacia de espigar motu proprio, bajó la cabeza y pasó de largo sin conocerlas.
—Adiós, señor cura, mañana pasaré á verle en su rectoral. Adiós, D. Primitivo. Adiós, señor Rodríguez, que no deje usted de visitarnos con frecuencia. Adiós, D. Juan. Adiós, D. Marcelino.
Octavio se había quitado un guante apresuradamente, y al dar la mano á la señora de la casa le dijo en voz baja:
—¡Qué felices son algunos claveles, condesa!
Todos partieron. El cura les dejó á la salida del villorrio y emprendió el camino pendiente y tortuoso de la rectoral. Los cuatro vecinos de Vegalora siguieron la calle de avellanos que conducía al río, salvaron el puente, y una vez en la carretera fué asunto de pocos minutos el poner el pie en la villa. Octavio apenas despegó los labios en todo el camino. Una nube de pensamientos flamígeros daba vueltas en torno de su cabellera y le impedía ver las que se cernían en las alturas, besadas suavemente por los moribundos rayos del sol. ¡Qué cara pondrían los tres graves señores que marchaban á su lado si dijese en alta voz lo que iba pensando!
En una de las calles dejaron á D. Primitivo, que se metió en su casa. Más adelante al licenciado Velasco de la Cueva. Por último llegaron á casa de D. Marcelino. La tienda estaba ya iluminada.
—¿No ve usted qué amigos son de la claridad en mi casa?—exclamó el tendero en tono que no expresaba ninguna satisfacción.—¿Quiere usted pasar, D. Octavio? No tardará la gente en llegar.
—Con mucho gusto. Pase usted, D. Marcelino.
—Pase usted, D. Octavio.
—Pase usted, D. Marcelino.
V La tienda de D. Marcelino.
AUNQUE mucho más clara de lo que su amo hubiera deseado á tales horas, la tienda no era, á decir la verdad, un farol veneciano. Toda su iluminación se reducía á una lámpara de petróleo colgada en el centro de la estancia sobre el mostrador. Y como quiera que la tienda era grande y la lámpara tenía pantalla, su luz blanca y crecida, en forma de mariposa, no conseguía traspasar los polvorientos cristales de los armarios. Si no supiéramos, pues, hace tiempo, que D. Marcelino comerciaba en paños y bayetas, no era fácil que ahora nos informáramos del contenido de tales armarios. El mostrador iba de una á otra pared á lo ancho y era oscuro, y estaba resplandeciente por el uso lo mismo que si lo acabasen de barnizar. Había clavadas en él algunas monedas falsas, y en uno de sus extremos se veía una pecera sucia por la cual nadaban algunos pececillos colorados. Detrás del mostrador, y en un rincón de la tienda, una mesilla rodeada por un enrejado de madera pintada de verde. Era el escritorio; el paraje más temible y peligroso de la comarca. Decía Paco Ruiz á sus amigotes del café que prefería ir á medianoche al cementerio á llegarse á las doce del día al escritorio de D. Marcelino.
El contenido oficial (digámoslo así) del establecimiento, y por el que D. Marcelino pagaba su contribución, si es que la pagaba, que no estamos seguros, eran los paños y las bayetas. Mas podemos afirmar, bajo palabra de honor, que un día hemos visto entrar á un niño pidiendo media libra de fideos y se la dieron; otro día entraron varios jóvenes por cohetes y salieron con ellos; y, finalmente, en cierta ocasión entró una mujer pidiendo sanguijuelas y observamos que satisfacían su demanda. Y si D. Marcelino no era exclusivo en la naturaleza y circunstancias de sus mercancías, fuerza es confesar que aún lo era menos en el carácter y opiniones de los tertulios que cotidianamente invadían su tienda. Allí acudían, como todo el mundo sabe, personajes tan arcaicos y retrógrados como D. Primitivo, don Juan Crisóstomo, el cura de Vegalora y el de la Segada; conservadores partidarios del justo medio como D. Lino Pereda, D. Ignacio Valcárcel y otros; liberales templados como D. Baltasar Rodríguez, el juez y el promotor fiscal, y, por último, republicanos federales socialistas con todas sus consecuencias como Paco Ruiz y su sabio amigo el joven krausista Homobono Pereda, hijo de D. Lino. Fáciles son de presumir los zipizapes de que sería teatro en muchas ocasiones el establecimiento de D. Marcelino. Por fortuna éste tenía la saludable costumbre de dar la razón á todos y cada uno de los contendientes. De esta suerte nadie se encontraba solo en la defensa de ninguna causa y la irritación nunca podía alcanzar un grado peligroso.
Cuando nuestros amigos penetraron en la tienda, las únicas personas que en ella había eran D.ª Feliciana y su hija Carmen cosiendo debajo de la lámpara, y Paco Ruiz sentado sobre el mostrador con las piernas colgando hacia fuera, que se balanceaban suavemente como dos péndulos.
—¡Hola! ¿Vienen ustedes de visitar á la ilustre familia de los Trevia?—dijo Paco Ruiz, que era un mozo guapo y arrogante, de ojos negros expresivos, barba recortada y que á la sazón mordía, cerrando los ojos voluptuosamente, un magnífico cigarro habano.
—Sí, venimos de la Segada.
—¿Repartían por allá monedas de cinco duros?
—Lo que se repartía cuando fuimos era un sol magnífico capaz de derretir las piedras.
—¿De manera que usted cree que yo no debo ir á la Segada?
Paco Ruiz dijo estas palabras con gravedad cómica. D.ª Feliciana y Carmen rieron.
—¡Siempre ha de ser usted el mismo!—repuso D. Marcelino un poco amoscado levantando la tabla del mostrador para entrar.
Efectivamente, Paco Ruiz siempre era el mismo, esto es, siempre era un joven más chistoso que afable y más desvergonzado que chistoso. Pertenecía á una antigua aunque arruinada familia de Vegalora. Para subvenir á sus muchas necesidades no tenía otras rentas que el tresillo, el golfo y el monte, en cuyos juegos, al decir de la villa, era un asombro de habilidad. Cinco ó seis horas de casino todos los días le bastaban para gastar más con su persona que otros muchos con toda su familia. Vestía con lujo, pero caprichosamente y sin someterse á la moda: traía sortijas de valor en los dedos y fumaba los mejores cigarros de la provincia. ¿Por qué era republicano? Nunca hemos acertado á comprenderlo. Verdad que se reía de las preocupaciones nobiliarias y decía muy buenos chistes á propósito de los conservadores; pero con todo eso, puede dudarse que hubiese en el fondo hombre más orgulloso y linajudo que Paco Ruiz. Es posible que este muchacho encontrase muy original el ser demócrata perteneciendo á una familia aristocrática, y que sólo buscando la belleza de tal contraste hubiera venido á dar con sus huesos en el partido liberal más avanzado.
Octavio pasó también con D. Marcelino al interior de la tienda y se sentó al lado de Carmen, y le dijo en voz baja algo al oído. La niña le respondió igualmente en voz baja, con mucha amabilidad.
Carmen era una niña hermosa, infinitamente más hermosa que su padre. Acababa de cumplir los diez y ocho años, y era blanca como la leche y rubia como el oro. Su madre también lo era. Tenía los ojos azules, oscuros y profundos como el mar, y como en éste, también fingía la mente detrás de su misterio palacios encantados de cristal y jardines deslumbradores. ¡Parecía increíble que tal pimpollo fuese hijo del puerco espín de D. Marcelino! Cuando más niña, la llamaban en la villa el angelito. Ella se incomodaba mucho y solía venir á casa llorando cuando al salir de la escuela los chicos la seguían apodándola de este modo. En efecto, era difícil imaginarse nada más lindo y más aéreo que Carmen á los doce años. Con la edad, y al hacerse mujer, los contornos celestes y angélicos se habían borrado un tanto, pero nada había perdido por eso su belleza. Sobre las líneas puras y gloriosas del querubín, la naturaleza había trazado otras más curvas y terrenales que le iban á maravilla.
Además, tenía un modo de mirar dulce, rápido y lleno de timidez que seducía á la gente joven de la villa. Cuando lanzaba una de esas miradas fugaces y vivas como un relámpago de estío, parecía que el alma se asomaba un instante á los ojos, poníase al tanto de todo y se entraba otra vez, y velozmente, en su retiro. Hablaba poco y sonreía á menudo. Los tertulios viejos de D. Marcelino no tenían boca bastante para elogiar su modestia y afabilidad. Los jóvenes no hallaban términos suficientes para exaltar su belleza.
—Conque diga usted, D. Marcelino, y no se ofenda, ¿el conde viene tan loco como se fué?
—Vaya, vaya, veo que está usted de mejor humor que yo.
—Me han contado cosas graciosas de su vida en Madrid. Últimamente le ha dado, según me han dicho, por bañarse todos los días en una porción de aguas, hasta que la última quede siempre tan cristalina como antes de meterse en ella. El mejor día le van á salir escamas al pobre señor, aunque ya me parece que vive escamado... y hace bien, porque su mujer vale lo que pesa.
—Vamos, Paco, no sea usted malo—exclamó D.ª Feliciana con una mueca que revelaba la influencia fascinadora que sobre su alma ejercía la murmuración.
—Si usted fuera á dar crédito á todo lo que se dice, Paco—añadió D. Marcelino,—pasaría la vida escuchando necedades.
—Pero, hombre de Dios, ¿quiere usted decirme á mí lo que es ese caballero? ¿Pues no le he visto soltar un tiro á una yegua que le había costado diez mil reales, porque se le encabritó cerca del puente nuevo? ¿Y no recordamos todos cuando andaba por esas calles vestido de dril blanco en el mes de Enero?
—Á mí me contó Dolores, la doncella que dejaron aquí—apuntó D.ª Feliciana,—que recién casado con Laura la obligaba á sentarse en una mecedora y él se sentaba frente á ella en otra, y pasaba horas enteras meciéndose, sin quitarla ojo.
—¡Estaría divertido, como hay Dios!... Pero eso también lo hacía D. Marcelino con usted.
—¡Ya lo creo! Nosotros los plebeyos no podemos darnos el gusto de tener extravagancias como ustedes los aristócratas.
—¡Adiós! Ya se enfadó D.ª Feliciana.
—¡Buena tonta sería en enfadarme por una simpleza como ésa! Me parece que ya debía estar acostumbrada á sus ocurrencias.
—Nosce te ipsum, D.ª Feliciana. Usted está enfadada y no lo conoce. Meta usted la mano en el pecho y se hará cargo...
—¡Cállese usted, hombre!—exclamó la señora riendo.—Á usted hay que meterlo en salmuera para que no se pierda.
—Está visto, D.ª Feliciana no puede enfadarse conmigo.
Y así era la verdad. El espíritu de aquella señora guardaba en sus adentros notables afinidades con el del jugador. Ambos se comprendían admirablemente. Para D.ª Feliciana, encerrada noche y día detrás del mostrador y ocupando todas las horas de su existencia en ir levantando poco á poco y ochavo á ochavo la fortuna de su marido, Paco Ruiz, con sus dichos picarescos, á los cuales daba realce la constante gravedad de su fisonomía, representaba el teatro, el baile, las joyas, los vestidos; todo lo que constituye el recreo y á menudo la felicidad de una mujer. Para el jugador, D.ª Feliciana era un ser despreciable, como todos los de la creación, pero que le comprendía, alcanzando el valor de sus frases. En muchas ocasiones, pues, y cuando se enredaba en los pliegues de un humorismo harto sutil, Paco se veía en la necesidad de hablar sólo para doña Feliciana. El resto de la tertulia adivinaba de un modo vago la malignidad de que estaban cargadas las palabras, pero no iba hasta el fondo de su significado.
Llegó, en esto, á la tienda un señor como de sesenta años de edad, alto, delgado, vestido todo de negro y con sombrero de copa. Y á propósito de los sombreros de copa, hay que decir que en Vegalora sólo había siete personas que lo gastasen á diario, entre las cuales se contaban el licenciado Velasco de la Cueva, el juez, D. Ignacio Valcárcel y el caballero de las patillas blancas, que ahora da las buenas noches á los presentes con una reverencia protectora que indica claramente la enorme respetabilidad de que gozaba.
—Buenas noches, D. Lino—dijo Paco.—¿Dónde ha dejado usted á Homobono?
D. Lino tosió dos ó tres veces, se sentó con mucha calma y se dignó responder al cabo de algunos instantes:
—Homobono, entregado al estudio con harto más ahinco de lo que aconseja la higiene y la prudencia, no vendrá hasta dentro de un rato.
—Tiene usted un hijo de mucho provecho, don Lino. Bien que, siendo republicano, no hay para qué añadir que es un joven excelente.
D. Lino tosió otras tres veces y dejó trascurrir bastante espacio entre la tos y el discurso.
—¿Qué se os alcanza á vosotros todavía sobre los altos asuntos de la política? Como sois unos muchachos (Paco tenía treinta años), camináis desenfrenados persiguiendo un ideal de todo punto imposible. (D. Lino vuelve á toser y prosigue su oración firme y pausadamente, como hombre que posee una renta de cinco mil duros en bienes raíces.)—¿Nunca observasteis cómo el hombre que corre mucho para llegar á un punto á menudo cae y se inutiliza y no consigue jamás su propósito? ¿Y cómo el que á su lado camina lenta pero seguramente suele dar cima á su empresa y logra ver colmados sus deseos?...
—Pero, D. Lino, ese argumento no tiene fuerza, porque...
—Espera, hombre, espera; déjame terminar; los jóvenes sois muy precipitados. (Nueva y prolongada pausa.) Pues de la misma suerte que entre estos dos caminantes el segundo es el juicioso y el primero el insensato, y el uno consigue su intento, mientras el otro derrocha estérilmente sus fuerzas y las consume, así en el gobierno de las naciones...
Enredóse una discusión política que se prolongó bastante tiempo. Repitiéronse hasta la saciedad todos los lugares comunes que á la sazón llenaban las columnas de los periódicos.
Si á D. Lino le faltase este cachito de discusión que por su edad y prestigio venía siempre á reducirse á un monólogo conservador, no tendría ganas de cenar al irse á casa. Paco Ruiz le respetaba mucho más de lo que podía esperarse de su carácter díscolo y desvergonzado, lo cual no sabemos si procedía de la amistad que le unía á su hijo Homobono ó de otra mayor razón.
Durante la discusión de Paco y D. Lino, fueron entrando en la tienda y sentándose en los bancos forrados de gutapercha algunas figuras silenciosas, que resultaron ser las del juez, don Ignacio Valcárcel, el promotor, el médico y otros dos caballeros.
Callaron buen rato y atendieron á las razones que ambos contendientes se arrojaban al rostro; pero observando su escasa ó ninguna novedad, se pusieron á hablar entre sí. D. Ignacio fué el primero que se volvió hacia sus compañeros entablando conversación.
No le gustaba escuchar, según decía, sino cuando le enseñaban algo. Por eso él, siempre que hablaba vertía raudales de ciencia enseñando á sus oyentes á qué hora se había levantado, si el chocolate le había producido algún ardor en el estómago, cuál era su paseo favorito, si las últimas botas que le hicieron habían resultado buenas, en qué postura dormía más á su gusto, etc., etc. Estos conocimientos no salían de la esfera de su personalidad. Si D. Ignacio fuera un poeta inspirado ó un gran filósofo ó un estadista notable, tendrían, á no dudarlo, bastante importancia, sobre todo cuando se tratase de escribir su biografía; pero, desgraciadamente, no sentía ninguna afición á las musas, odiaba á los filósofos, y en cuanto á la política, quedaba reducida su actividad á leer El Tiempo, por lo cual no diremos más de su carácter ni de la influencia que ha ejercido sobre su siglo.
Un grupo de mujeres, abrigadas con mantones grises y envuelta la cabeza en sereneros de estambre de varios colores entró en la tienda, animándola repentinamente con una ráfaga de saludos y movimientos desordenados. D.ª Feliciana y Carmen se levantaron y salieron á recibirlas. Hubo por breve rato besos sonoros en las mejillas, risas descompasadas y preguntas sin fin. Todas aquellas señoras querían hablar á un tiempo, todas tenían en su cabeza un mundo de pensamientos referentes á si habían salido ó no de casa el día anterior, á si habían traído el calzado fuerte por causa de la humedad, á si habían cenado primero que otras noches ó si estaban acatarradas ó no habían tenido humor para peinarse, etc., etc., que necesitaban echar fuera cuanto más antes y sin darse punto de descanso. Ya un tanto sosegadas, D.ª Feliciana propuso que se pasara á la trastienda, y allá se fueron las hembras acompañadas de Paco Ruiz, el promotor y Octavio. Los caballeros quedáronse en sus puestos. Y es fama que en toda la noche el infeliz D. Ignacio no pudo aprender nada, gracias á la prodigiosa facundia de D. Lino.
Una vez en la trastienda, que era una sala cuadrada bastante sucia, vestida de estantería de madera llena de piezas de paño y sembrada, sobre todo hacia los rincones, de multitud de objetos polvorientos y enmohecidos, las señoras se despojaron de sus abrigos. En el centro había una gran mesa cubierta con tapete azul, y colgando sobre ella una lámpara idéntica á la de la tienda. Sentáronse todos con gran algazara moviendo las sillas mucho más de lo necesario. Octavio se sentó al lado de Carmen, sin que nadie se acordase de disputarle el sitio, antes por el contrario, se observó por varias de las señoras que D.ª Feliciana, distraídamente sin duda, soltó velozmente la silla que tenía cogida al lado de la de su hija cuando nuestro joven se acercó á ella.
—Venga esa bolsa, Carmelita—dijo Paco, que andaba dando vueltas alrededor de la mesa, metiendo la cabeza entre las señoras, hablando y riendo con todas;—¿dónde la ha puesto usted?
—Ahí, en el segundo estante, á la izquierda... cójala usted.
—Señoras, yo llevo la voz cantante esta noche. Les participo que he tomado antes de venir dos huevos crudos. Ninguna de ustedes está en situación de hacerme la competencia. Daré el do de pecho y haré algunas fermatas de última novedad.
Sacó de la enorme bolsa de percal un enjambre de cartones de lotería y los dejó sobre la mesa. Las señoras se apresuraron á tomarlos y ponerlos delante de sí, uniéndolos simétricamente. Después sacó un plato de metal que quedó fijo en el centro.
—Vamos, señoras, dinero al plato—dijo doña Feliciana.
Los tertulios fueron sacando de sus faltriqueras un crecido número de monedas de cobre y otro mucho más escaso de plata.
—Yo no tomo hoy más que un cartón—dijo una señora que tenía cara de lagartija.—El domingo perdí seis reales... Ahí va un perro chico.
—Doña Demetria—apuntó Paco,—es usted muy desgraciada en el juego. Debe usted ser dichosa en amores.
—Sí lo he sido, porque nunca tuve un novio tan insignificante como usted.
—Por más que usted piense otra cosa, doña Demetria, sigo creyendo que usted y yo haríamos una pareja muy linda... Ya sabe usted que en cuanto esos labios de coral pronuncien el ansiado sí, encargo el trousseau á Madrid... ¿Le gustan las camisas abiertas, D.ª Demetria?
—Vaya, vaya, callen los novios y empiece ya á cantar—manifestó D.ª Feliciana.
—Vamos allá.
Paco empezó á remover con mucha prisa y donaire la bolsa. Las bolas de madera de boj que había dentro produjeron un ruido desagradable.
Octavio acercó la boca al oído de Carmen y le dijo suavemente en voz muy baja:
—¿Te has acordado de mí hoy?
La niña sonrió y siguió mirando para los cartones que tenía delante.
¡Hola, hola! ¿Pero el señorito Octavio es novio de la niña de D. Marcelino? ¡Quién lo hubiera pensado hace pocas horas al verle tan rendido y melifluo al lado de la condesa de Trevia! Y no es un novio cualquiera, según todas las señales, sino un novio consentido y aceptado por los padres; un novio oficial. ¡Qué bien se conoce que D. Baltasar Rodríguez ganó mucho dinero á la abogacía y aún más con algunos negocios de minas en que estaba metido! D. Marcelino poseía un buen capital, pero tenía varios hijos, mientras D. Baltasar acumulaba riquezas para uno solo. He aquí el secreto de que nuestro señorito se hallase sentado tan á sus anchas al lado de la hermosa Carmen.
—Esta noche he soñado—continuó Octavio en voz apenas perceptible—que te habías muerto. Estabas tendida sobre un lecho de hojas de laurel y sándalo y tenías ceñida la frente por una corona de azahar. Tu madre me llevó de la mano adonde yacías y me dijo: «Mira qué hermosa está; ¡si parece que está dormida!» Yo me incliné sobre ti y te contemplé algún tiempo y se me saltaron las lágrimas. Mis lágrimas cayeron sobre tu rostro y levantaste la cabeza con un movimiento rápido, «¡Está viva, está viva!» gritó tu madre...
—¡Sabes que sueñas unas cosas divertidas! Habrías cenado fuerte.
—Entonces yo me incliné aún más, mucho más, metí las manos suavemente por debajo de tu cabeza y la aproximé mucho, muchísimo á la mía. Después hice una cosa que quisiera estar haciendo á todas horas...
—¡Qué tonto eres!—dijo la niña ruborizándose.
—El once; el cuarenta y tres; el setenta pelado, y revuelvo—gritó Paco.
Mientras agitaba las bolas, todas las miradas se posaron en los dos amantes, que instantáneamente dejaron de conversar. Paco volvió á sacar y á gritar los números.
—¿Me quieres mucho?
—¿No te lo he dicho bastantes veces? Ya debías estar cansado de saberlo.
—Díme, cuando te despiertas por la noche, ¿en qué piensas?
—Yo nunca despierto por la noche, querido. En cuanto apago la luz quedo como un leño, y si alguna vez, por casualidad, despierto, al día siguiente no me acuerdo de lo que estuve pensando. Ya sabes que no soy tan poética como tú... Apunta ese diez y siete que acaba de salir... Creo que para querer bien no es necesario tener esas ideas románticas.
—Pues yo creo que sí.
—Pues yo creo que no.
—Vaya, no riñamos y mírame un poco. Tú no sabes las cosas que yo veo al través de tus pupilas azules. Lo más hermoso que existe en la creación es azul: el cielo, el mar y tus ojos. ¿No has observado qué afición tengo al color azul desde que te quiero? Mira mi traje; mira mi corbata...
—El veintiocho; el tres; el cinco; el ochenta pelado, y revuelvo—gritó Paco.
—Ya tengo terno—dijo D.ª Feliciana.—Oiga, Paco; no ha contado usted á estas señoras la escena de la llegada de los condes. ¡Si vieran ustedes qué bien imita á Laura! Es morirse de risa. Vamos, Paco, describa usted la escena.
—Sí, sí, que la describa—dijeron todos.
—Ahora estamos jugando; más tarde—repuso Paco.
—No, no, ahora—clamaron todos.
El jugador se hizo todavía un poco de rogar; pero al fin, cediendo á las instancias reiteradas del concurso, dejó la bolsa sobre la mesa y dijo á D.ª Feliciana:
—Pues bien, ofrézcame usted las rosquillas. D.ª Feliciana se levantó con la sonrisa en los labios, tomó el plato de los cuartos y se fué hacia él en ademán humilde y presentándoselo. Entonces el jugador, con modales grotescos y atiplando la voz, comenzó á remedar á la condesa de Trevia (que en aquella tertulia se llamaba siempre Laura á secas), contrahaciendo sus nobles y sencillas palabras y poniendo en caricatura sus graciosos ademanes. Los tertulios todos, exceptuando á Octavio, reían con estrépito. Paco Ruiz tomaba con la punta de los dedos, y como temiendo mancharse, una moneda del plato y figuraba morderla con mucha delicadeza, diciendo:
—Están muy buenas, D.ª Feliciana; ¿las ha hecho usted? No podía usted ofrecerme regalo mejor, señora.
Y las frases incisivas y groseras volaban de boca en boca, mientras el jugador, como un notable comediante, seguía parodiando la escena breve en la cual aquella D.ª Feliciana que ahora reía con tanto gozo, había salido á la calle toda sofocada con una bandeja de confites, prodigando á la condesa las más extremadas y serviles lisonjas. Una señora exclamaba: «¡Ya lo creo que estarían buenas! ¡Que se acuerde de las que comía en casa de su padre!» Otra decía: «¡Vaya por Dios, señor; yo con estas cosas me mareo!» Más allá murmuraba una vieja: «¡Qué mundo éste y cuántas vueltas da!» Y todas ellas hacían coro con sus risas maliciosas y sus dichos punzantes á la mímica del jugador, el cual, así que concluyó de representar la escena, volvió á coger la bolsa y dijo como hablando consigo mismo en tono entre compasivo y desdeñoso: «Á esta pobre Laura le sienta el condado como á un Cristo un par de pistolas». Las señoras le miraron con respeto y rieron discretamente este chiste que cerraba la serie de los pronunciados con tal motivo. Octavio dijo á Carmen en voz baja pero irritada:
—¡Parece mentira que te rías de estas payasadas!
La niña le miró con ojos muy abiertos y asombrados, como si no acertara á comprender la posibilidad de que fuese malo y feo lo que solazaba á tanta gente respetable. Desde que tuviera uso de razón no había escuchado en su tienda otras conversaciones.
—El treinta y dos; el siete; el setenta y uno; la niña bonita...
—Es decir, Carmen—sopló Octavio al oído de su novia, la cual le pagó con una mirada risueña que sin duda significaba: «¡Acabaras de decir algo de provecho!»
—Los anteojos de Mahoma; el uno; arriba y abajo...
—¡Alto! ¡alto! ¡alto!—exclamó atropellándose una señora que tenía una verruga en la nariz y gastaba sortijas de pelo en las sienes.
—Ya principia D.ª Faustina—exclamó D.ª Feliciana con mal humor.—¡Bendito sea Dios, señora, qué suerte tiene usted!
Mientras se confrontaban los números del cartón con los de las bolas que se hallaban esparcidas encima de la mesa, tarea que duró buen rato, porque Paco se complacía en atormentar á la afortunada señora, los amantes no cruzaron la palabra. Cuando el jugador volvió á agitar la bolsa comenzó otra vez su arrullo suave.
—Te voy á pedir una cosa.
—¿Qué es?
—¿Me la concederás?
—Díme antes lo que es.
—No, no; quiero que me digas primero si has de concedérmela.
—Mientras no sepa de qué se trata, no te lo puedo decir. Ya comprendes que si es una cosa que no deba concederte...
—Pues bien, te lo diré; dame un zapatito tuyo.
—¡Ave María Purísima! ¿Y para qué quieres tú eso?
—Para tenerlo guardado siempre como una reliquia en un cofrecito de cristal y ponerlo al lado de mi cama; para sacarlo cuando me vaya á acostar y acordarme de ti y darle un millón de besos...
—¡Calla, calla!—exclamó la niña sonriendo ruborizada.
—El diez y seis; el treinta y nueve; el setenta pelado, y revuelvo.
—¡Jesús, qué setenta—interrumpió D.ª Demetria;—ni una sola vez deja de salir!
—¿Me lo concederás, hermosa?
—No.
—¿Por qué?
—Porque es una suciedad... Apunta ese cuarenta y nueve.
—Todo es límpido y bello tratándose de ti.
—¿Te figuras que soy cuerpo santo? Espera, espera un poco—dijo mirando para los cartones de Octavio;—has dejado pasar el trece sin dar el alto.
—¿Qué es eso? ¿qué es eso?—preguntó doña Feliciana introduciéndose en la conversación.
—Que Octavio ha dejado pasar el trece que le faltaba sin dar el alto.
—Pues ahora ya no tiene derecho—exclamó precipitadamente y lanzando miradas ansiosas al plato D.ª Faustina.
—¿Y por qué no la ha de tener, si estaba distraído?—repuso D.ª Feliciana.
—Pues por lo mismo; el juego es juego y se ha de atender á él con formalidad.
—No se apure usted tanto, señora, que no es puñalada de pícaro. Si tuviera los cinco sentidos puestos en el cartón, como usted, no le sucedería eso.
—No se necesita tener puestos los cinco sentidos para apuntar los números que salen, y es triste gracia que, porque una persona se distraiga, los demás suframos las consecuencias.
—Más triste es la gracia de ganar una lotería y que otro se la lleve.
—Mire usted—dijo Paco al oído de la señora que tenía á su lado—con qué energía defiende D.ª Feliciana los perros chicos de su yerno.
D.ª Feliciana comprendió por el movimiento de los labios del jugador y por la sonrisa de su compañera que había servido de tema á una burla, y no dijo otra palabra. El juego continuó y volvió á escucharse el cántico de los números en medio de religioso silencio. Al cabo de unos instantes D.ª Faustina dió el alto.
Considere el lector lo que entonces pasó por el corazón de D.ª Feliciana. Si no fuese porque Paco la miraba fijamente y sonriendo, es seguro que aquella noche D.ª Faustina hubiera oído las verdades del barquero. Otras cinco veces entraron de golpe las bolas de boj en la bolsa, y otras tantas salieron una á una y con pausa. Con la vista fija en los cartones y un grano de maíz entre los dedos, los tertulianos permanecían silenciosos y atentos, excepto nuestro señorito que á menudo se inclinaba hacia la oreja nacarada de Carmen para decirle algunas palabras. Aunque parezca mentira, aquel senado gozaba placeres infinitos mientras alguno de sus miembros no gritaba «¡alto! ¡alto!» El único que se aburría soberanamente era Paco, quien procuraba ostentar su aburrimiento y presentarlo á la tertulia como un nuevo derecho á su gratitud y admiración. Su grito bronco y desafinado llegaba perfectamente hasta la tienda y hacía sonreir á los padres graves en los momentos de silencio. La charla de éstos sólo llegaba á la trastienda cuando degeneraba en disputa. Á las diez se levantó una señora diciendo que era muy tarde. Las demás lograron convencerla de que debía esperar la última lotería. Cuando concluyó, todos empujaron los cartones hacia adelante. Paco comenzó á tirar granos de maíz á las señoras, que se alborotaron como gallinas en el corral, y muertas de risa dispararon iguales proyectiles contra el agresor, quien, haciendo muecas y contorsiones cómicas, fué á refugiarse en un rincón de la estancia. Mientras tanto Octavio separaba un lápiz de oro que pendía como dije de la cadena de su reloj, y volviendo un cartón del revés escribió estas palabras: «Adiós, dueño mío; voy á pensar en ti». Después presentó el cartón á su novia. La niña se rió, y pidiéndole el lápiz comenzó á borrar lenta y cuidadosamente lo escrito.
—Vaya, vaya, que es muy tarde—dijo con impaciencia la señora que primero se había levantado.
Empezaron á ponerse los abrigos. Paco tomó el serenero de una señora, se envolvió la cabeza con él y salió de esta traza á la tienda, donde fué recibido con risas protectoras y benévolas. Las señoras á su vez chillaban y soltaban carcajadas agudas que provocaban á reir. Hubo, lo mismo que á la entrada, apretones de manos, besos sonoros y mucho ruido. Todas las damas hablaban á un tiempo. Octavio aprovechó la confusión para mandar un beso á su novia con la punta de los dedos. Por fin el bullicioso grupo salió á la tienda, y de allí, después de haber tomado en su compañía la parte masculina de la tertulia, á la calle. En la puerta encontraron á Homobono Pereda, que era un muchacho de veintidós años con las piernas torcidas y cara de niño llorón. En Vegalora le llamaban el Feto. Acababa de concluir la carrera de Filosofía y Letras en Madrid y tenía ya escrito y publicado un volumen sobre los Orígenes de la vida; otro, que comprendía sólo la parte general, sobre el Libre albedrío, y un folleto de sesenta páginas titulado ¿Adónde vamos? en el cual se esclarecían de todo en todo las más famosas teorías y sistemas que han nacido para defender la inmortalidad del alma. D. Lino deploraba en público «las ideas extraviadas y los sueños» de su hijo, pero en realidad no dejaba de considerarlo como un milagro y como á tal lo sacaba á pasear casi todas las tardes por la villa, ofreciéndolo á la admiración de sus convecinos con la misma unción que el sacerdote al presentar el Santísimo Sacramento á la vista del pueblo.
—¡Á buena hora llega usted!—dijeron á un tiempo dos señoras, así que vieron á Homobono.—De seguro estaría usted estudiando... Los libros le sacan á usted loco.
—No lo crean ustedes—repuso el Feto ruborizándose.—No hice más que entretenerme un rato... Pensaba venir á jugar, pero se me pasó la hora sin saber cómo... Aunque ya era tarde, como estaba fatigado, salí á tomar un poco el fresco... Tengo la cabeza como un horno...
—Eso no puede ser bueno, Homobono—dijo una señora.
—Se está usted matando—añadió otra.
—Todos los extremos son malos—apuntó una tercera.
—¡Sí, sí, estudia, querido,—exclamó Paco Ruiz,—que ya verás cómo te paga este país!
D. Lino sonreía bienaventuradamente diciendo al promotor «que bueno era estudiar; que brutos demasiados había en Vegalora». El grupo siguió marchando por las calles oscuras y mal empedradas, riendo cuando alguno tropezaba y charlando animadamente. Poco á poco se fué reduciendo el pelotón por ir deteniéndose cada cual á la puerta de su casa. Octavio no se fué á la suya hasta después de acompañarlos á todos. Ya sabemos el trabajo que le costaba despedirse de un concurso. Cuando llegó á ella, su madre le esperaba y la cena también. D. Baltasar se había ido á la cama. Durante la cena, madre é hijo hablaron como dos amigos en tono discreto y confidencial. No diremos lo que hablaron, porque se va haciendo muy largo este capítulo. Sólo apuntaremos que Octavio llevó casi todo el tiempo la palabra y que su madre le escuchaba atentamente y con satisfacción. Los ojos de D.ª Rosario expresaban un orgullo inocente al posarse sobre el rostro de su hijo, mas lánguido y ojeroso que de costumbre.
Finalmente, entróse nuestro mancebo en el cuarto donde por la mañana le encontramos, y mientras se desnudaba perezosamente y arreglaba con voluptuosidad las cortinas del lecho, no dejó de pensar un instante... ¿En quién, en quién pensaba el hijo único de D. Baltasar Rodríguez? Las palabras fugaces que se le escapaban una que otra vez de los labios eran incoherentes. Sólo cuando alzó la ropa del lecho y metió una pierna dentro se le oyó claramente decir: «¡Que elegancia, qué distinción!» Y más tarde, cuando apagó de un soplo la luz de la bujía y se zambulló en las sábanas, también se le oyó murmurar: «Muy linda: tiene un tipo ideal, pero ¡es tan cursi la pobre!»
VI Un día más.
LA doncella que á la mañana siguiente entró en el dormitorio de la condesa de Trevia hizo el menor ruido posible al entreabrir los balcones. Dirigió una mirada triste y compasiva al lecho de su señora y salió sobre la punta de los pies como había entrado. La condesa se incorporó y estuvo buen rato paseando la vista por los objetos que en torno suyo yacían con insistente y extraña curiosidad, como si la hubiesen trasportado durante el sueño á un paraje que jamás hubiera visto. Tenía las mejillas encendidas: sus ojos brillaban de un modo sombrío debajo de la primorosa cofia que mantenía prisioneros los cabellos. Bien se echaba de ver que no había despertado en aquel momento. El sueño dulce de la juventud no arrebata de tal suerte las mejillas; no infunde en los ojos semejante brillo ni deja, sobre todo, tal expresión aciaga sobre el rostro.
Por delante de aquellos ojos inmóviles y resplandecientes como el acero bruñido había desfilado durante la noche una procesión de fantasmas. La mirada de Laura guardaba aún restos del terror y el extravío que las visiones infunden en el alma.
¿Qué había pasado aquella noche? Sería lo que otras veces. Porque la joven condesa, en los años que llevaba de matrimonio, había visto desfilar muy á menudo sobre su lecho la misma procesión de fantasmas pálidos. Un criado indiscreto dijo al cabo de algún tiempo á un vecino de Vegalora que aquella noche había visto por la rendija de una puerta á la condesa de rodillas ante miss Florencia. El conde, con el rostro más pálido que nunca, los brazos cruzados y un poco tembloroso, estaba en pie mirándola fijamente. Antes había percibido en el gabinete de sus amos ruido de pasos precipitados, voces y gemidos.
La condesa concluyó por fijar su mirada extraviada en el brazo que tenía fuera de la cama: hizo un gesto de dolor, sacó el otro que tenía entre sábanas, y suave y lentamente empezó á recoger hacia arriba la manga del primero. La tenue camisa de batista fué poco á poco arrollándose en torno de aquel brazo como un turbante. Los hechizos de aquel brazo, prodigio de elegancia y blancura, iban quedando al descubierto sin recibir el homenaje de admiración que un escultor le hubiera seguramente otorgado. Cesó de dar vueltas. En una de ellas apareció sobre el fondo blanco y lustroso una gran mancha morada con bordes amarillentos. Laura, al ver aquella mancha, no pudo reprimir un leve gesto de espanto. Después siguió con la vista clavada en ella larguísimo rato con la misma expresión de extravío ó indiferencia. Poco á poco se fueron contrayendo sus labios y dejaron paso á una sonrisa dura y cruel como nunca se había visto en su cándida boca. Y detrás de esta sonrisa quiso percibirse, allá en el fondo de la garganta, una risa apagada, nerviosa, amenazadora, como jamás tampoco había salido de su pecho. Todas las almas, hasta las más puras, se sienten acariciadas en algún instante de la vida por el crimen. La condesa sentía ahora sobre la frente su beso ardoroso, maldito. Separó los ojos de la mancha morada y los movió siniestramente en todas direcciones. Parecía buscar la víctima. Dejó vagar sus manos crispadas sobre la cama, apretando con fuerza la ropa. Quizá buscaba el arma.
Pero ni la víctima ni el arma se mostraron. En vez de ellas, tropezaron sus ojos al pasar por la ventana con los almenados riscos de la Peña Mayor, que flotaba á lo lejos en el éter azul. Pocas veces apareció tan pura y limpia de vapores como en aquel momento. La mañana era espléndida. El sol había madrugado mucho, señal cierta de que á la tarde se nublaría. Los contornos de la Peña Mayor y de sus compañeras parecían dibujados sobre el gran lienzo del firmamento por un pincel monstruoso. Laura miró otra vez á la mancha del brazo y otra vez levantó la vista hacia las altas montañas del horizonte. El odio y la ira que habían enturbiado sus claras pupilas se fueron disolviendo y tornaron á aparecer en ellas las purezas y hermosuras del fondo. No tardaron en nublarse de lágrimas y aun en dar paso á un torrente de ellas que le abrasaron las mejillas, refrescándole el alma.
Vistióse con pausa, sin pedir auxilio á la doncella, y arrastrando un poco los pies, que iban calzados con unos pantuflos de raso amarillo, se acercó á la ventana. Las mañanas son frescas en este país hasta en el mes de Junio, y los cristales se habían empañado. Se puso á escribir distraídamente sobre ellos con su dedo rosado. Primero escribió su nombre varias veces. Después trazó el de su niña «Emilia»; después el de su hijo mayor «Pepito». Las letras despedían hermosos reflejos azules. El dedo de la condesa, al trazarlas, producía débil chirrido. Quedóse un instante pensativa. De pronto escribió rápidamente con caracteres casi ininteligibles sobre el cristal el nombre de «Carlos». Era el de su marido. Y al instante, rápidamente también y con cierta ansiedad feroz, puso la palma de la mano sobre él y lo hizo desaparecer. Quedó limpio el cristal. La Peña Mayor, bañada ya por la luz del sol, dejóse ver risueña y serena como nunca.
Hizo llamar á sus hijos, y pasó más de una hora jugando con ellos como una niña. El que la hubiese visto retozar locamente y correr de un lado á otro, ora ocultándose de Pepito, ora persiguiendo á Enriqueta, ora llevando entre sus brazos á Emilia para sustraerla á las caricias de sus hermanos, no imaginaría seguramente que pocos momentos antes derramaba copioso y amargo llanto. Una de las propiedades que caracterizaban á la joven condesa era el pasar fácilmente del pesar á la alegría. Su naturaleza sana y equilibrada rechazaba el dolor, como los organismos rechazan siempre los cuerpos extraños. Aquella sangre, henchida de juventud, que discurría por sus venas azuladas, tiñendo de carmín las mejillas y latiendo poderosa en las sienes, tenía fuerza bastante para ahogar los negros fantasmas de la imaginación. Era el suyo un temperamento feliz que sólo muy tristes y odiosas circunstancias podían volver desgraciado.
Después que los niños fueron á estudiar sus lecciones se puso á escribir una carta. Antes de terminarla recibió la visita de su hermana Matilde, que habitaba como señora la casa de Estrada. Sus padres habían fallecido y también una de sus hermanas. Otra, llamada Ángela, se había casado con un ingeniero belga y se había ido á establecer á Andalucía. Matilde era la única que vivía en el país, casada con un muchacho más alto y fornido que rico, gran bebedor y jugador de bolos, que poseía los instintos groseros y viciosos de un labriego y los humos nobiliarios de un mayorazgo. Tenían ya siete hijos, y aunque Laura y Ángela les cedieran su parte de herencia, criábanlos más pobremente aún que D. Álvaro había criado á los suyos. Raro era el año que no vendían alguna finca ó tomaban á préstamo dinero para cubrir el déficit de sus ingresos.
Charlaron mucho, muchísimo. Laura no se cansaba de acariciar á su hermana y de contemplarla con ojos ansiosos y húmedos. Recorrieron toda la casa. Matilde quiso ver las ropas y objetos de Laura, y ésta, por complacerla, se tomó la molestia de mostrárselos, sin notar las miradas penetrantes y codiciosas que aquélla posaba sobre ellos, ni la sonrisa de despecho que vagaba por sus labios. Las telas deslumbrantes que derramaban un perfume delicado, los encajes costosísimos y los mil primores de todas suertes que iban saliendo de los baúles, despertaban en Matilde la sensualidad y concupiscencia de su naturaleza aldeana. ¡Cómo se hubiera reído de quien le dijese que su hermana, la opulenta condesa de Trevia, era más desgraciada que ella!
Almorzaron en el palacio, y gracias á esta circunstancia hubo conversación en la mesa. Poco después de tomar el café, Matilde rogó que sacasen los caballos de la cuadra, pues había dejado á los pequeños con la criada y estaba inquieta. Y montando con más arrojo que donaire y acompañada de su robusto marido, partióse al trote corto, y es fama que durante el camino no dirigió la palabra á su consorte.
Volvió Laura á la soledad de su cuarto. El día seguía despejado y caluroso. Era la hora de la siesta. Los ruidos del campo se habían apagado por completo. En la casa no se escuchaba más que la conversación de los criados que departían ó altercaban en la cocina y el choque de la vajilla al ser limpiada. Después de permanecer un rato apoyada en la ventana, resolvióse á salir, no sin haberse procurado una sombrilla y tomar su álbum de dibujos y algunos lápices. Cuando salvó la huerta con ligero paso, el calor había alcanzado su grado máximo. El sol relucía iracundo en las alturas con grandes ansias de reducir á cenizas todos los verdores del valle. El viento perezoso no les daba ayuda con leve y fresco soplo siquiera. Los árboles, las hierbas, las plantas y las flores sufrían á pie firme aquel chubasco de rayos con dignidad y resignación. Puesto que no hay otro remedio, parecían decir, dejémonos tostar por ese bárbaro, esperando mejores tiempos. Algunas hojas más pequeñas que las otras no podían resistir aquel infierno y se doblaban y retorcían como pacientes en el tormento.
La condesa avanzaba por la huerta. La sombra desmesurada de su quitasol corría como densa nube por encima de los cuadros de hortaliza. Algún pájaro que venía jadeante á refugiarse entre los árboles proyectaba también su monstruosa silueta al pasar. Abrió la puerta de la pomarada, y entrando en ella la recorrió á lo ancho hasta dar con su mano en el pestillo de otra puerta de madera. Detrás de ésta había un vasto campo poblado de castaños que estaba en declive y era también pertenencia de la casa. Empezó á subir por él lentamente, apoyándose en el quitasol que ya había cerrado. Parábase de vez en cuando á tomar aliento con pretexto de contemplar el valle que se iba desplegando á sus espaldas con infinitos tonos verdes que la luz del sol matizaba. Cuando se sintió incapaz de seguir, buscó con la vista el castaño más grande y frondoso y fuése á sentar debajo de él. Dejó pasear su mirada serena por el hermoso panorama que tenía delante. El Lora, como una cinta de plata bruñida, desarrollábase á sus anchas por la parte llana. Las montañas mostraban á lo lejos sus faldas de terciopelo verde.
Por último abrió el álbum, y tomando el lápiz se puso á dibujar el tronco añoso y retorcido de un árbol cercano. Embebecida en su trabajo no escuchaba el crujir de la hierba que no muy lejos de allí estaban segando. Al cabo de poco tiempo una voz fresca de barítono entonó con pausa las primeras notas graves de uno de los cantos del país. Laura dejó reposar el lápiz: le parecía conocer aquella voz y aquel canto. Sintió vibrar en su corazón los ecos perdidos de aquella balada triste y monótona como todas las que resuenan en los valles del Norte. En otro tiempo lejano, muy lejano, esas mismas notas, suaves como el arrullo de la tórtola y prolongadas como el rumor del río, habían pasado muchas veces por la garganta de una niña cándida y alegre á quien todos besaban y llamaban de tú, trasformada después en ilustre dama.
Cuando el canto hubo cesado, se levantó y empezó á caminar hacia el sitio de donde saliera. No tardó mucho tiempo en ver desde el bosque donde se hallaba un prado extenso que le seguía. En medio de él una cuadrilla de segadores inclinados hacia la tierra movían sus brazos á compás. Cerca de ellos, en pie, estaba un joven vestido de dril azul y sombrero de paja. Era nuestro conocido Pedro, que vigilaba los trabajos de la gente y los dirigía. Podría tener unos veinticinco años de edad. Era de mediana estatura, robusto y bien formado, de rostro moreno y expresivo, con grandes ojos negros y cabello crespo y enredado. No había nacido en la Segada, sino muy cerca de la casa de D. Álvaro Estrada. Tocóle ir de soldado á los veinte años y consiguió llegar á sargento muy pronto por su buena conducta y rápida comprensión. Cuando volvió á su país, hacía poco más de un año, había perdido el hábito de trabajar en las faenas del campo, aunque ganara mucho en el manejo de la pluma y buenos modales. Por influencia de Matilde y su marido entró como administrador subalterno de la casa de Trevia, habitando en el palacio de la Segada y dependiendo del administrador general, que residía en la capital de la provincia.
La condesa se fué acercando al sitio donde estaba la cuadrilla. Al verla todos suspendieron el trabajo: apoyados en la guadaña quedáronse contemplándola mientras Pedro corrió hacia ella con el sombrero en la mano.
—¿No tiene usted miedo al calor, señora condesa?
—No; viniendo preservada del sol no es tan grande. Ponte el sombrero. Al parecer, pronto segaréis el prado.
—Pensábamos darlo por concluído esta tarde.
—Mucho es, sin embargo.
Llegaron cerca de los segadores, que la saludaron llevando las manos á los sombreros, boinas y monteras, que de todo había. La condesa pasó la vista por aquellos rostros atezados y cubiertos de sudor que sonreían rústicamente sin quitarla ojo.
—Mal día tenéis, amigos míos—dijo movida á compasión por la fatiga que revelaban.
—La luna nos incomoda un poco, señora—respondió un viejo sonriendo,—pero ya estamos acostumbrados.
Los compañeros rieron, y la condesa también, por complacencia.
—Mira, ven á mostrarme el establo: así nos libraremos un poco del calor.
—Como guste la señora.
El establo se hallaba en la parte superior del prado. Era un edificio construído con poco esmero, compuesto únicamente de una gran pieza al nivel de la tierra para el ganado, y otra encima de ella para guardar la hierba. Pedro corrió el cerrojo de una gran puerta pintada con almagre y la abrió de par en par. El vaho que despedían los animales les calentó el rostro. Las diez ó doce vacas que había dentro acostadas sobre hojas de castaño y rumiando con sosiego volvieron lentamente la cabeza para mirar á la puerta. Una de ellas, más medrosa que las otras, se puso en pie. La condesa aspiró aquel ambiente denso y húmedo con más placer que los perfumes de su tocador.
—¿Cómo se llama esa vaca que se ha levantado?
—Cereza.
—¡Qué hermosa es!
Entró en el establo y dió algunos pasos hacia ella.
—¡Cuidado, señora, que es un animal muy torpe!
Pero la condesa no hizo caso. Llegó hasta la vaca, la cual sacudió la cabeza y lanzó un resoplido con señales de susto.
—¡Cuidado, señora, cuidado!—volvió á exclamar Pedro.
La condesa, sin vacilar, puso su diminuta mano sobre el testuz del animal; después lo cogió por un cuerno, y, por último, empezó á acariciarle el hocico. La vaca al principio sacudía la cabeza, hacía sonar la cadena que la sujetaba; mas pronto se dió á partido, contentándose con soplar fuerte y abrir mucho los ojos. Al fin, vencida de gusto por las caricias, extendió la cerviz y lamió con su áspera lengua la mano de la señora.
—Ya ves que no hay por qué tenerla miedo—dijo riendo y secando la mano con el pañuelo.
Pedro la contemplaba con sorpresa.
—Éstas son las crías, ¿verdad?—dijo apuntando para unas cuantas becerras sujetas á otro pesebre más chico.
—Sí, señora; ahora no hay más que tres, pero muy pronto tendremos otras dos.
—¿Cuánto tiempo tiene esta pequeñita?
—No tiene más que un mes. Nació el 27 de Mayo.
—¡Qué cosa tan linda! ¡es una monada!
La becerra se puso á dar brincos y á tirar de la cadena cuando se acercaron á ella. Una de las vacas volvió rápidamente la cabeza y lanzó un débil mugido.
—¡Mira, mira la madre cómo nos riñe! La pobrecilla cree que vamos á hacer daño á su hija. No tengas cuidado—exclamó dirigiéndose á ella, que no la tocaremos.
La vaca, como si quedase satisfecha con aquellas palabras, dejó de mirar á la cría y siguió ruminado tranquilamente.
—¡Qué animalitos de Dios! Son como nosotros.
—Y á veces mejores que nosotros—respondió Pedro.
—Y á veces mejores que nosotros—repitió la condesa, por cuyos ojos pasó una nube que apagó un instante su brillo.
Salieron del establo cuando venían hacía él algunas mujeres con cargas de hierba en la cabeza.
—¿Vais á meter la hierba en el pajar?—les preguntó.
—Sí, señora; la que traemos ya está seca.
—¿Queréis que os ayude?
Todas se echaron á reir. Una de ellas, más atrevida que las otras, respondió:
—Sí, señora; súbase al pajar y recoja la hierba que nosotras le daremos.
Pedro alzó una escalera de mano que estaba en el suelo y la arrimó á la abertura del pajar, subiendo inmediatamente por ella.
—¿Se atreve usted á subir, señorita?—dijo desde arriba.
—Mira si me atrevo—contestó su ama al tiempo que ascendía por la escala con soltura y decisión.
Pedro la tomó por la mano al tiempo de poner el pie en el pajar. Estaba éste mediado de hierba. Laura se dejó caer sobre ella pesadamente, aspirando con voluptuosidad el aroma fresco del heno, del tomillo, saúco silvestre y otras hierbas aromáticas que se crían en los prados de la montaña; después se levantó y se puso á dar vueltas de un lado á otro, hundiéndose hasta la rodilla. Esto le placía sobremanera, á juzgar por la sonrisa feliz que contraía sus labios. El pajar estaba solamente cubierto por las tejas. Como éstas no ajustaban herméticamente, por los claros que dejaban penetraba la luz, que por breves intervalos hería el rostro de la condesa.
—Yo me colocaré á la ventana y recibiré la hierba que me den las mujeres. Usted, señorita, ¿quiere ser la encargada de esparcirla?
—Sí, sí; estoy dispuesta á trabajar mucho; empieza cuando quieras.
—Pues á ello; ¡eh! tú, Rosaura, sube esa carga.
Una mujer subió hasta la mitad de la escalera de mano; desde allí entregó su carga á Pedro, que después de desatarla comenzó á tomar grandes brazados de hierba y á arrojarlos con fuerza hacia el sitio donde se hallaba la condesa, que á su vez la tomaba también y la iba esparciendo convenientemente. Al poco tiempo de ejecutar esta tarea, algunas gotas de sudor empezaron á correr por su frente.
—¡Si vierais cómo trabaja la señora condesa!—dijo el mayordomo á las mujeres de abajo.
—Así, así; hoy ganará su jornal—respondió una.
La condesa reía. Tenía ya las mejillas encendidas como la grana. Toda su sangre de aldeana parecía fluir á ellas velozmente cansada de agitar el corazón.
—¿No está usted fatigada, señorita?
—No, no; adelante.
—Pronto concluiremos; faltan solamente tres cargas.
Aunque no quería confesarlo, se hallaba horriblemente fatigada. Sus hermosos brazos, que se trasparentaban dentro de la bata sutil que los cubría, se iban moviendo cada vez con menos soltura: tenía la boca entreabierta y respiraba aceleradamente. Al encendido encarnado de las mejillas había sucedido cierta palidez, sobre todo en los labios y en el hueco de los ojos. Cuando Pedro dijo «ya hemos concluído», se dejó caer como una piedra, exclamando:
—¡Qué atrocidad! ¡Cómo me he cansado!
—¿La habrá hecho á usted daño, señorita?—preguntó el mayordomo con solicitud.
—No, no; esto pasará en seguida.
Poco á poco, en efecto, fué desapareciendo la palidez del rostro, que volvió á teñirse de vivo carmín. Los labios se fueron plegando para ocultar las dos filas de primorosos dientes que habían mostrado hasta entonces. Con el pañuelo se enjugaba el sudor del rostro y cuello. Tenía la cabeza cubierta de hierbas y hojas menudas que se habían enredado en el cabello. De vez en cuando levantaba con la mano los rizos que le caían por la frente.
Después de una pausa bastante prolongada, fijó sus ojos con insistencia en Pedro, que se había sentado á su lado, y aun estuvo de este modo algún tiempo sin hablarle. Al cabo le preguntó:
—¿Eras tú el que cantaba hace poco?
—¿Dónde, en el prado?... Sí, señora.
—¡Cuántas veces habré cantado yo ese romance!... En mi casa lo llamaban el romance de Laura. Tú eras muy niño, pero tu madre se acordará seguramente de habérmelo oído.
—También yo me acuerdo.
—¿De veras? Debías de ser una criatura. Cuando me casé todavía ibas á la escuela. Me acuerdo de verte pasar por delante de casa con el cartapacio de cuero colgado al cuello. ¿No teníais la escuela en el atrio de la iglesia?... Sí, sí; lo recuerdo perfectamente. El maestro era un aldeano bastante bárbaro. Mi madre reñía con él algunas veces por lo mucho que os maltrataba. Tú eras muy guapo de chico, pero también muy travieso. Un día pasó un muchacho por delante de nuestra puerta con la cara ensangrentada y nos dijo que tú le habías golpeado. Mi padre se incomodó mucho...
—¿Era un hijo del tío Pepe, de la casa de abajo?
—Me parece que sí.
—Pues le pegué porque estaba pinchando con un alfiler á una niña de menos edad que él, hija de Telesforo el tabernero. No se me olvida que caimos los dos rodando en el barranco que hay junto á la iglesia. Me acuerdo bien, porque aquel día me puso el cuerpo el maestro lo mismo que una criba.
—¡Qué bruto!... Pues otra vez un criado de casa te quiso meter miedo cuando ibas al oscurecer á la iglesia á tocar la oración, disfrazándose con una sábana á modo de fantasma... ¡Pero bueno eras tú para dejarte meter miedo!... Así que estuvo cerca tomaste una piedra y se la tiraste á la cabeza con la mayor frescura. Vino descalabrado para casa, jurando que se las habías de pagar.
—Pues yo, señorita, me acuerdo de usted en aquel tiempo como si la tuviera delante de los ojos. ¡Qué divertida y jaranera era usted! Donde usted estaba no podía haber mal humor, y en todos los horuelos y esfoyazas se aguardaba á la señorita Laura como al agua de Mayo. Oía decir en mi casa y en todas partes que no había corazón como el suyo: así que la quería más que á ninguna de sus hermanas. Después tuve motivos para quererla mucho más, porque hizo usted por mí una cosa que no la olvidaré mientras viva, así viva mil años.
—No recuerdo...
—Pues yo lo tengo bien presente. Mi padre, como usted sabe, señorita, hacía almadreñas, y de eso vivíamos. Marchaba por la mañana al monte y solía venir á la tarde. Los jueves iba á Vegalora á vender las almadreñas. Yo acostumbraba á llevarle la comida al monte. En una ocasión mi madre había estado enferma y en la cama algunos días, y tomó algunas medicinas que yo le fuí á buscar. Al parecer se gastó en ellas el único dinero que había en casa, porque me acuerdo bien que un martes á la hora en que yo solía ir al monte con la comida, me dijo mi madre: «No tengo que mandar á tu padre; el tabernero no quiso fiarme el pan ni darme un poco de manteca para componer las patatas. Díle que si tiene algunos cuartos te los dé. Á mí me proporcionará un poco de caldo la tía Prudencia y tengo bastante». Marchéme al monte y hallé á mi padre trabajando con mucho afán. Cuando me vió llegar sin la cesta me preguntó: «¿No me traes la comida?» «Mi madre me dijo que no tenía que mandarle; que si usted tenía algunos cuartos me los diera para comprar pan.» Llevó la mano al bolsillo, pero no sacó nada de allí, y me dijo con una alegría que yo comprendí que era fingida: «No hay necesidad de ir por pan; no tengo hoy ganas de comer; conque á trabajar, amigo mío». Y se puso, en efecto, á manejar el hacha con nuevo afán. Yo, entre tanto, empecé á corretear por las cercanías, sin sospechar que mi padre no había tomado alimento desde el día anterior. No obstante, me hice cargo pronto de que su ardor iba cediendo y las fuerzas le abandonaban poco á poco. Movía los brazos con dificultad y á menudo se detenía para tomar aliento. Sin darme cuenta de ello, cesé de enredar y me fuí acercando á él, mirándole en silencio. Al cabo de un rato dejó caer el hacha de las manos y fijó en mi una mirada de angustia que aún tengo clavada en el corazón. «No puedo más, Pedro; tengo hambre», me dijo. Yo no sé lo que pasó por mí entonces, señorita. Se me hizo un nudo aquí, en la garganta, como si fuese á ahogarme. Se me figuró que todas las cosas daban vueltas á mi alrededor, y sentí dentro del pecho un frío particular, que nunca más volví á sentir. De repente me acuerdo que eché á correr como un loco por el monte abajo, sin saber adónde marchaba. Como no seguía la vereda, me iba destrozando los pies con la retama y las zarzas; pero no lo notaba. No veía nada. Las lágrimas me nublaban los ojos; pero corría, corría cada vez con más furor, y sin saber cómo ni de qué manera, me encontré delante de su casa. Estaba usted sola al balcón cosiendo, y recuerdo que la dije temblando de miedo: «Señorita, mi padre tiene hambre; déme usted una limosna, por Dios». Me miró usted con mucha sorpresa, y me dijo: «Aguarda un instante». Al poco tiempo bajó usted á la calle, se enteró de lo que pasaba, y me dió una peseta, diciéndome: «Anda, ve á comprar pan, y corre á llevárselo». No había necesidad de advertírmelo. Partí como una exhalación á la taberna, compré un pan y un buen pedazo de queso, y subí dando brincos y trepando como un corzo al sitio donde estaba. Cuando me vió con el pan y el queso en la mano, lo primero que hizo fué preguntarme: «¿Quién te dió eso?» «La señorita Laura.» «Que Dios se lo pague y se lo represente de gloria en el cielo.» Después se puso á comer con un ansia que partía el corazón. «Come tú también, hijo mío», me dijo al poco tiempo, «Ya me dieron de comer abajo», le respondí. Era mentira. Yo tampoco había tomado nada aquel día, pero quise que mi padre comiera lo que le hacía falta. Cuando bajé, tragando unas cortecillas que había dejado, y la vi á usted otra vez en el corredor, le juro que me pareció más hermosa que la Virgen. Quise darla las gracias; pero no fuí capaz de decir una palabra. Pasé con la montera en la mano, sin dejar de mirarla. Algo debió usted conocer en mis ojos, porque se sonrió y me saludó con la mano.
—¡Pobre Pedro!
—Los perros no olvidan la mano que les ha acariciado una vez. El hombre que olvida los beneficios es peor que un perro.
—Después que yo me fuí has estado en el servicio, ¿verdad?
—Sí, señora; me tocó la suerte. Cuando me marché, la víspera de San Antonio, creí que todos estos picachos se me venían encima. Iba más triste que la medianoche. Este pobre Canelo que usted ve aquí era entonces un cachorrillo, y me siguió más de cuatro leguas, hasta que tuve que pegarle para que se volviese; pero después de pegarle, todavía me seguía de lejos. Entonces hice que lo atasen y lo llevasen á Vegalora. En mi casa no podían mantenerlo: se lo dejé á un amigo panadero que tengo en la villa. Así que perdí de vista estas montañas, ya me sentí otro hombre, y canté y retocé como los demás. ¡Qué palos me tienen costado estos retozos! Había un sargento en mi compañía que nunca prevenía las cosas más que una vez. Decía que él no era reloj de repetición. Á la segunda hablaba con el garrote. Pues, á pesar de santiguarnos de lo lindo, no le queríamos mal, porque era hombre franco y nunca delataba á nadie. En una acción cayó herido á mi lado: yo lo cogí y lo llevé sobre las espaldas cerca de una hora, hasta encontrar una barraca, donde murió á las pocas horas.
—¡No habrás pasado pocos trabajos, Periquillo! Llevarías escapulario siempre, ¿no es verdad?
—De Nuestra Señora del Carmen.
—¿Caíste herido alguna vez?
—Sí, señora; una vez, en Navarra, me pasó una bala de un lado á otro; me entró por aquí, salva sea la parte, y me salió por aquí. Poco faltó para que me echasen la tierra encima. En Cuba, un negro, mas negro que las tinieblas, grande como un castaño, me descargó un machetazo en un hombro, que á poco me parte en dos. Sin embargo, me curé más fácilmente que del balazo. Pero en la guerra lo de menos son las heridas, señora condesa. Cuando uno cae herido, lo llevan al hospital y allí se está tres ó cuatro meses como un canónigo, tomando buenos caldos y platicando con algún compañero, mientras los demás andan con la lengua fuera de aquí para allá, unas veces comiendo mal y otras veces sin comer, al sol cuando lo hace y al agua cuando cae... También tienen sus raticos buenos, no vaya usted á creerse; cuando uno va á atacar una trinchera, pongo por caso, y suena la corneta en medio del silencio, y se descargan los primeros tiros, y se huele el humo de la pólvora, y sin verlo, porque el humo lo tapa, se escucha la voz ronca del oficial que grita: «Adelante, muchachos»; y se sube, se sube hasta encaramarse sobre la trinchera, salpicados de sangre, entre los quejidos de los que caen, los gritos de los que suben y el choque de las bayonetas, aunque parezca mentira, siente uno unas cosquillas que corren por todo el cuerpo y le hacen gozar... Hay momentos que no se cambiarían por muchos años de buena vida, señorita...
Pedro se había ido animando poco á poco. Sus grandes ojos negros giraban descompasados con fiera expresión. Su crespa cabellera erizábase como la crin de un corcel de guerra. La condesa le miraba con susto.
—¡Qué atrocidad!—exclamó.—¡Qué gustos tan bárbaros tenéis los hombres!
—Tiene usted razón, señorita; bien mirado, ¿habrá bestialidad mayor que la guerra?
—Y sin embargo, yo no sé lo que tiene, que hasta á nosotras las mujeres nos inflama y entusiasma. ¡Cuántas veces, al ver pasar un batallón marchando al son de la música con su bandera desplegada y las agudas bayonetas en alto que brillan al sol y se mueven con siniestro compás, me ha entrado en apetito el ser hombre para seguir su suerte borrascosa! Desengáñate, Pedro: á vosotros, cuando los tiempos vienen malos, os queda el recurso de luchar con el destino, mientras que nosotras... ¡Jesús!... ¿qué me ha picado aquí?
La condesa interrumpió su discurso para sacar vivamente una mano que tenía metida en la hierba. En la blanca y torneada muñeca apareció una gota de sangre. Pedro se apoderó instantáneamente de aquella mano, y poniendo los labios sobre ella, chupó la gota de sangre.
—¿Qué haces?
—Nada, señorita. Si la ha mordido una víbora, no es usted ya la que muere.
—¡Qué horror! ¡Quiera Dios que no sea víbora! Gracias, Pedro... Has hecho mal en exponerte... ¡La Virgen del Carmen permita que no sea víbora!
—No se apure usted. Expuse tantas veces la vida por cosas que á la larga no me importaban, que nada tiene de particular que la exponga por mi señora.
—Gracias, gracias, Periquillo... No querrá Dios que sea víbora... Ofrezco una misa á la Virgen del Carmen si no te sucede nada... Mira, vámonos de aquí... Estoy agitada... nerviosa... Vámonos, vámonos pronto.
La condesa tornó á bajar la escalera de mano, ayudada por Pedro, y juntos atravesaron el prado, descendieron por el bosque de castaños y penetraron en la pomarada, abriendo la puerta de madera. Á los pocos pasos Laura distinguió á lo lejos entre el follaje á su marido, acompañado de Octavio.
—Vuélvete, Pedro, que ya no me haces falta—se apresuró á decir. Después avanzó sola hacia el sitio en que se hallaba el conde. Y como llegase allá, fué saludada por Octavio que se hizo almíbar al tomarle la mano y enterarse de su salud. Todos juntos se dirigieron lentamente hacia el palacio, porque el sol ya declinaba. En una de las revueltas del camino tuvo tiempo el conde para decir en secreto á su mujer:
—Conviene que te muestres amable con ese muchacho.
VII Il sol de l'ánima
TRASCURRIERON bastantes días. Octavio, alentado por la extrema confianza que los condes le otorgaban, no escaseó sus visitas á la Segada. La mayor parte de los días iba después de comer y volvía á la caída de la tarde. Alguna vez se quedaba hasta las diez ó las once de la noche. Entonces un criado de la casa salía acompañándole con un farol hasta el puente. Allí le dejaba, y Octavio caminaba solo por la carretera hasta llegar á la villa. El trayecto era breve, como ya sabemos. Nuestro joven, emboscado en un laberinto de pensamientos vagos y risueños, lo convertía en brevísimo. Á tales horas poca gente se hallaba en el camino. Algún que otro arriero con sus mulas delante y montado en una de ellas sobre una pirámide de fardos; cualquier vecino que por casualidad saliese en busca de una vaca extraviada, ó los mozos crudos de Vegalora que tuviesen arrestos suficientes para ir á cortejar las mozas de la Segada ó de otros lugares cercanos. El señorito Octavio, aunque no sintiese miedo precisamente cuando veía blanquear entre las sombras espesas la camisa de un labrador, no le hacía gracia ninguna. Por un instante quedaban suspensos en el aire los risueños fantasmas de su imaginación, esperando que el transeunte pasase. Cuando éste decía: «Buenas noches, señorito Octavio», dejaba escapar un suspiro de satisfacción al verse reconocido y murmuraba: «Es una temeridad andar á estas horas solo por tales sitios: ¡no me vendré otro día sin un arma!». El acuerdo jamás llegaba á cumplirse, y seguía yendo y viniendo de Vegalora á la Segada totalmente inerme y á merced de todos los riesgos y venturas. Quizá tuviese un vago presentimiento de que el arma no le había de prestar socorro muy eficaz en caso de apuro.
Para comprender bien qué casta de pensamientos alteraban y embebecían al joven durante sus paseos nocturnos, son necesarios algunos antecedentes sobre su educación, temperamento y aficiones. El padre del héroe, D. Baltasar Rodríguez, era hombre que poseía inteligencia clara, ilustración, si no muy extensa, bastante sólida, y sobre todo una sensibilidad exquisita que procuraba ocultar cuidadosamente debajo de un exterior frío y hasta severo. Ésta era la parte flaca, pensaba él, de su carácter, y la combatía y la refrenaba sin tregua en todos los momentos de la vida sin lograr resultados satisfactorios. D. Baltasar no aceptaba su excelente corazón como un beneficio de la Providencia, sino como carga pesadísima que le había molestado durante su carrera, estorbándole en el logro de todos sus propósitos. «Si yo hubiese tenido arranque para dejar á mi mujer y á mi chiquitín y partir para Cuba, cuando en 1854 me ofrecieron la plaza de secretario del Banco de la Habana—solía decir á sus amigos íntimos,—á estas horas otra sería mi fortuna. Si me hubiera aprovechado, como D. Marcelino, de la ruina de la casa de Argüelles, esa vega que usted ve ahí, señor juez, sería mía. Si tuviese valor para arrojar de la casería á Modesto Fernández, que hace ocho años que no me paga renta alguna, podría agregar todas esas tierras á la posesión y ésta doblaría de valor... Pero ¡si no puede ser!—concluía siempre en tono desesperado.—¡Si los hombres como yo debieran estarse quietos en su casa y no meterse en dibujos!» Cuando alguno por consolarle le decía: «Después de todo, D. Baltasar, es mucho mejor tener la conciencia tranquila como usted, que no manchada como los otros», volvíase airadamente exclamando: «¿Y qué es la conciencia? Yo no creo en la conciencia. Veo que D. Agapito de las Regueras, después de haberse comido la fortuna de los hijos de su hermano, vive tan tranquilo y es más feliz que yo. Veo que D. Marcelino goza de su riqueza con la serenidad de un arcángel y no sueña que hay seres que derraman lágrimas por su causa... ¡La conciencia, la conciencia! La conciencia es una cosa que sirve sólo para molestar á los hombres honrados». No dejaba de ofrecer ribetes de cómico el deseo ardiente que D. Baltasar tenía de ser un hombre inmoral y perverso.
El temperamento de Octavio guardaba bastantes afinidades con el suyo, lo cual le traía desesperado. D. Baltasar hubiera dado cualquier cosa por que su hijo fuese un lagarto que se perdiera de vista, un truchimán capaz de enredar con sus artimañas á todo el concejo. Pero desgraciadamente no era así ó, por mejor decir, era todo lo contrario. «Este chico, decía, me da á mí quince y raya. Cuando yo me muera será capaz de pedir permiso á los vecinos para comer lo que le pertenece.» Sintiéndose y sintiéndole tan lejos del carácter que ambicionaba, no dejaba de exponerle á menudo las ventajas de este carácter ideal. «Mira al hijo de D. Rodrigo cómo se las ha arreglado para echar á los dos médicos del municipio y quedarse él solo cobrando el sueldo de ambos. Mira al secretario del ayuntamiento qué casa tan hermosa está levantando en la plaza.»
—¿Y qué sueldo tiene el secretario?—preguntaba Octavio.
—Diez mil reales.
—¿Y con diez mil reales al año se levantan casas magníficas?
—Ahí verás tú—respondía D. Baltasar guiñando maliciosamente el ojo izquierdo.
Y el padre y el hijo, las dos almas más cándidas y nobles de la comarca, proseguían silenciosamente su paseo abismados en la admiración que les infundían aquellos miserables á quienes no podían imitar.
D.ª Rosario era digna consorte del buen abogado. Por más que existiesen entre ambos notables puntos de desemejanza, tocaban sólo á la superficie, dejando incólume el fondo, igualmente generoso y honrado. El ingenio y la discreción no eran las cualidades sobresalientes de D.ª Rosario. Por lo mismo eran aquellas en que más hincapié hacía su vanidad pueril é inofensiva. También se vanagloriaba de poseer un alma elevada y poética, que había sabido resistir á la influencia prosaica y á las costumbres vulgares del pueblo en que vivía. Por la noche, antes de recogerse, solía abrir el balcón de su cuarto para contemplar la bóveda estrellada. Alimentaba un canario y una pareja de tórtolas, y cultivaba esmeradamente en tiestos algunas plantas de claveles y geranios. Los días festivos dedicábalos íntegros á la lectura de novelas sentimentales. Por estas razones y por algunas otras análogas, se consideraba la mujer más sensible del distrito.
Octavio poseía varias propensiones ó cualidades de su madre, entre ellas la afición á las flores y á la lectura. Pero estas aficiones, al ser trasmitidas, sufrieron alguna modificación, como sucede casi siempre en tales casos. D.ª Rosario alimentaba su inclinación á las flores regando los crecidos y frescos claveles y geranios de sus tiestos. Octavio desdeñaba estas flores por vulgares y mentaba á menudo en su discurso otras exóticas, totalmente desconocidas para los habitantes de la villa.
Aseguraba con formalidad que el mejor adorno de los jardines y salones no eran las flores, sino las plantas y los arbustos. Citaba y describía con frase pintoresca los que estaban á la moda por aquel tiempo en los saraos de la corte, tales como las begonias, marantos, bambús de la India, pándanos de Java, latanieros, etc., etc. Había llegado hasta pedir la semilla de muchos de ellos á París; pero como no tenía estufas en el jardín ni disponía de otros medios indispensables para la vida de tales plantas, no había logrado aclimatar ninguna. Sin embargo, á fuerza de cuidados y después de reñir mucho con el criado y de incomodarse, había conseguido formar una glorieta bastante hermosa y tupida de lianas y capullos de Levante. Era el sitio predilecto de nuestro joven, donde solía refugiarse á leer en las tardes calurosas de estío. También crecían en el jardín varias plantas de reseda y heliotropo, y una muchedumbre de perlas de Oriente y rosales de malmaisson, que debían igualmente su existencia á sus desvelos.
Otro tanto había sucedido con la lectura. Octavio había principiado por leer los tomos desvencijados y grasientos que su madre guardaba en el armario de la ropa blanca. No tardó en cansarse de ellos hallándolos demasiadamente inocentes. Enfrascóse después en el trágico laberinto de los folletines que, si bien le mantuvieron agitado y divertido una larga temporada, no consiguieron pegársele al alma. Por último, habiendo llegado á Vegalora cierto ingeniero belga para dirigir el laboreo de unas minas de D. Baltasar, tomó algunas lecciones de francés y trabó conocimiento por su mediación con los más acreditados y flamantes novelistas de la nación vecina, Alfonso Karr, Julio Janin, Teófilo Gauthier, Octavio Feuillet y otros. El último fué el que inmediatamente adquirió la privanza de su corazón: le sedujo hasta un punto indecible. Encargó todas sus obras á París y las hizo encuadernar lujosísimamente en piel de Rusia (una de las manías de nuestro héroe era el tener todos sus libros encuadernados con elegancia). Colocadas en lugar preferente de su biblioteca, fueron para él, á un tiempo mismo, código de la cortesanía y biblia de los sentimientos nebulosos y delicados.
Desde entonces vivió una vida ficticia, pero llena de encantos, incomprensible para la mayoría de los humanos, sobre todo para los humanos de Vegalora. Alejándose cada vez más del comercio de la gente que le rodeaba, principió á asistir con la imaginación á las escenas descritas con más arte que vigor por su favorito Feuillet, y á representárselas con tal verdad, que ni un solo pormenor les faltaba. Conocía de un cabo á otro el faubourg Saint-Germain, teatro imprescindible de las novelas de su homónimo, y trataba familiarmente á los personajes que allí figuraban. Estaba á la vez enamorado de Julia Trecœur la Petite comtesse y Sibila, y admiraba profundamente el carácter extravagante y las maneras cortesanas y el valor de Monsieur de Camors. No se le caían de la mente aquellos diálogos ingeniosos donde la respuesta, siempre oportuna, parecía meditada con espacio y no fruto de la improvisación, ni los rasgos delicados donde se mostraba de golpe y en cualquier menudencia la elevación y nobleza de un alma, ni la galantería voluptuosa y discreta, ni el estilo insinuante y perfumado que caracterizan á tales obras.
Y no solamente fué espectador humilde de estas escenas, sino que, dejando suelta la rienda á su fantasía desocupada, se puso á tejer novelas análogas de las cuales siempre resultaba él el héroe ó protagonista. Ahora se veía á los pies de una duquesa diciéndole con voz temblorosa frases apasionadas y candentes que ella escuchaba arrobada y suspensa; ahora se encontraba batiéndose á espada con un joven coronel en mitad de un bosque, con dos amigos vestidos de negro al lado; ahora asistía á la caza de un jabalí cabalgando á la par de una hermosa y egregia dama, á quien salvaba la vida por un acto de valor heroico; ahora, en fin, resolvía suicidarse escribiendo antes una larga carta de despedida cuajada de frases elocuentes y tildes psicológicas, nada claras para el que no estuviese iniciado en el lenguaje cortesano, á la señora de su mejor amigo, de quien había tenido la desgracia de enamorarse perdidamente.
Aunque éstas no fuesen más que imaginaciones que vivían ocultas y satisfechas en el magín de nuestro señorito, todavía lograron trasladarse un tanto á la vida real por la fuerza de la costumbre y la huella que iban dejando en su espíritu. Así, de un modo vago é inconsciente, principió á imitar el carácter y las inclinaciones de los personajes que más admiraba y á adoptar en la forma estrecha y deficiente que podía los usos de la sociedad elevada donde tenía puestos los ojos. Entonces se le vió andar por los parajes más retirados de la población, solo y vestido con extraordinaria elegancia. Á lo mejor se paraba ante un niño que lloraba en medio de la calle y lo consolaba y le limpiaba las lágrimas con su pañuelo, y le metía después una moneda de plata en la mano. Otras veces se le veía paseando á caballo, también solo, por las cercanías, dejando las riendas sueltas y contemplando el paisaje con mucho sosiego, ó bien marchando á todo escape como si huyese de alguno que le perseguía. Encargó á Madrid cajas de guantes y corbatas, suscribiéndose á dos periódicos franceses que traían revistas de salones. También hizo venir floretes y caretas con todos los restantes adminículos del juego de esgrima. Como en Vegalora y acaso en toda la provincia no había maestro de armas que le enseñase, compró un tratado, y ateniéndose á sus explicaciones y á las figuras que representaban sus grabados, se puso á esgrimir el florete contra las paredes, sin otro resultado que el de romper dos ó tres cristales y tirar un frasco de tinta sobre la mesa. También quiso ensayarse en la caza por ser el recreo favorito de la aristocracia; pero siendo la tierra donde vivía extremadamente montuosa y quebrada, se fatigaba demasiado y hubo de renunciar á ella.
Como al fin y al cabo Octavio tenía veinte años y una imaginación nada apagada, y le bullía la sangre en el cuerpo, por más que en todo el pueblo no hubiese mujer capaz de inspirarle una pasión aérea y nerviosa como su entendimiento más que su corazón ansiaba, no pudo sustraerse á la ley que á todos los humanos encadena. Un día, hallándose en el jardín de su casa recortando los setos de boj y membrillo, para lo cual, y con objeto de no lastimarse las manos, solía ponerse guantes, vió en el balcón cercano unas cabecitas rubias que le sonreían. Eran los hijos de D. Marcelino, á quienes Octavio, como vecino, no dejaba de conocer muchísimo. Allí no estaban más que los pequeños. Empezó á hacerles señas y á enviarles besos con la punta de los dedos, que los niños se apresuraban á devolver por el mismo procedimiento. Cansado de la mímica, les dijo esforzando la voz:
—¿Queréis una flor?
Los chiquillos gritaron «sí, sí», moviendo la cabeza afirmativamente hasta descoyuntarse. Octavio arrancó un clavel y se lo arrojó, pero no habiendo hecho bien la puntería cayó en el patio contiguo, con grande y ruidoso sentimiento de los nenes. Tomó otro riendo y volvió á tirarlo. Esta vez obtuvo un resultado satisfactorio. El niño que lo cogió le dió las gracias con un beso. Los demás se pusieron á gritar:
—Dame otro, dame otro.
—Allá voy; no hay que impacientarse; para todos habrá.
Mas cuando se disponía á tirar el segundo clavel, vió levantarse rápidamente sobre las maderas de la galería otra cabeza rubia un poco mayor, aunque no menos hermosa. Una mano blanca salió por un instante fuera, y una voz de timbre dulce y sonoro pronunció estas palabras:
—Esa es mejor.
Al mismo tiempo cayó á sus pies una grande y magnífica rosa de Alejandría. La cabeza y la mano habían desaparecido como un relámpago. El joven, recogiendo la flor con no poca sorpresa, preguntó:
—¿Quién está ahí con vosotros?
Los niños respondieron á coro:
—Es Carmen, es Carmen. ¡Uy! ¡uy! ¡uy!
Los chicos lanzaron gritos de dolor. Al parecer, su hermana, poco satisfecha de la sinceridad del coro, les estaba repartiendo sendos pellizcos en las piernas.
—Decidle que se asome para darle las gracias.
—No quiere... no quiere asomarse.
—Pues entonces dadle las gracias en mi nombre.
—Dice que no las merece.
—Dile que siento mucho que no se asome.
—Dice que por qué.
—Porque me gustaría mucho verla.
—Dice que bien vista la tienes.
Efectivamente, Octavio la veía todos los días, ya en la calle, ya en el balcón; pero con la superioridad desdeñosa que los mancebos muestran siempre á los niños, aumentada en este caso por sus aficiones romancescas y costumbres singulares, no había reparado en ella. Insensiblemente Carmen había ido creciendo y desarrollándose hasta convertirse en una mujercita muy linda y apuesta, sin que nuestro joven lo echase de ver. Cuando se efectuó la anterior escena podría tener catorce ó quince años.
En la noche de aquel día, Octavio, un tanto preocupado con la aventura de la flor, que le dejara en la boca cierto sabor novelesco muy de su gusto, fué de tertulia á la tienda de D. Marcelino, donde casi nunca ponía los pies. Apenas le vió la niña, se dió á correr por las escaleras arriba como una cierva huída, y no pareció en toda la noche. Otro tanto sucedió en las tres ó cuatro siguientes. Al fin, aquella corza ligerísima, un poco más familiarizada con la vista del joven, principió á vagar por los contornos de la tienda, aunque siempre recelosa y pronta á escapar. Una noche Octavio le dió la mano al despedirse, como si se tratase de una persona formal. La niña se lo agradeció con una sonrisa. En las noches siguientes se aventuró á mirarle de aquel modo dulce, rápido y lleno de timidez, de que ya hemos hablado. Octavio llamaba á estas miradas de vuelta de llave, porque, en efecto, parecía que abría un instante las puertas de su alma, y veloz como un relámpago tornaba á echar el cerrojo. Para abreviar, Octavio y Carmen se entendieron perfectamente al poco tiempo. De este noviazgo imprevisto se habló bastantes días en la villa.
Apenas entró nuestro señorito en amores francos con la hija de D. Marcelino, principió á desbordarse de su fantasía el torrente de emociones vagas y refinadas, sentimientos alambicados y caprichos extravagantes que allí habían ido formando depósito. Y tanto por el cariño que inmediatamente nació en su corazón, como por conceder un desahogo á las imaginaciones que desde hacía tiempo bullían en su cabeza, comenzó á ensayar en sus relaciones todo aquel conjunto de metafísicas amorosas y zalamerías aristocráticas de que estaban plagadas las novelas que más á menudo leía. Algo de ello ha visto ya el lector en uno de los anteriores capítulos; pero no fué más que una muestra insignificante; porque el depósito de monerías de Octavio era inagotable. Unas veces pedía el pañuelo á su novia y se lo devolvía al día siguiente, después de haber dormido con la cabeza apoyada en él. Otras se levantaba á horas avanzadas de la noche, echaba una escala de seda, que había comprado, á los balcones de D. Marcelino, subía por ella, y llamaba muy discretamente en el cuarto de Carmen. La niña, muerta de miedo, preguntaba: «¿Quién anda ahí?» Octavio, metiendo la voz por las rendijas del balcón, respondía: «Carmen, te quiero, te quiero»; y se descolgaba rápidamente riéndose del susto de su novia. Otras veces reñía con ella por cualquier bagatela y pasaba ocho días sin verla, al cabo de los cuales, aprovechando un momento en que los dejaban solos, se arrojaba á sus pies pidiéndole perdón y haciendo mil extremos de arrepentimiento. Tan pronto ideaba obstáculos insuperables para unirse con su amada, ya fuese la oposición violenta de D. Marcelino—el cual, dicho sea entre paréntesis, no pensaba en semejante cosa,—ó algún funesto misterio que se interponía entre ambos, como se complacía en llamarla su prometida y su esposa y en que saliera á paseo con su madre D.ª Rosario ó viniese á comer á su propia casa. En cierta ocasión se empeñó en que le dijese que le quería más que á Dios; en otra se le antojó que durmiese con guantes para conservar bellas y tersas las manos.
Todos estos caprichos y otros infinitos más de nuestro héroe acogíalos la niña con marcado disgusto y resistiéndose. No acertaba á comprenderlos. En no pocos casos hubo de negarse rotundamente á las que ella consideraba burlas más que pruebas de amor.
La verdad es que Carmen estaba formada de una pasta muy distinta de la de su novio. Por su natural era poco á propósito para sondear las profundidades más ó menos ridículas y extravagantes, pero siempre espirituales, del carácter de Octavio. Hubiera preferido, sin duda, unos amores menos alambicados, un novio más á la pata llana, que hiciera lo que los demás, esto es, que la acompañara en paseos y romerías, le contase las especies que corrían por la villa, le dijese que la quería cuando viniese á cuento y en términos lisos y llanos; y si alguna vez le entraban tentaciones de ser más tierno que de costumbre, le diese buenamente un beso en las mejillas y no en la punta de los dedos ó en el pelo, como hacía el suyo.
Cuando los condes de Trevia llegaron al país, los amores de Octavio y Carmen contaban cerca de dos años de existencia. En este tiempo los caprichos del uno y la resistencia de la otra habían ido cediendo paulatinamente. Ambos se habían llegado á acostumbrar y reñían con menos frecuencia y hubieran concluído por casarse sin la aparición inopinada en Vegalora de la condesa de Trevia. Pero esta noble señora tuvo el privilegio de resucitar inmediatamente, y á la primera entrevista, todas las ilusiones amortiguadas de nuestro héroe, removiendo de una vez el depósito de aficiones, esperanzas y sueños seductores que yacían desmayados en el fondo de su alma. Y en verdad que nadie que tuviera ojos en la cara y alguna inclinación artística en el corazón lo extrañaría.
Pocas mujeres pudieran hallarse que reflejasen en su fisonomía más nobleza, bondad y ternura, ni que supiesen unir de modo más dichoso una modestia sincera á una firmeza y elegancia en sus modales que alguna vez la hacían aparecer altiva y desdeñosa. Precisamente esta última cualidad era la que más atraía y encantaba al hijo de D. Baltasar. Avezado al trato insustancial y vulgar de las jóvenes de Vegalora, que sin motivo se reían estrepitosamente ó se mostraban serias como un regidor de ayuntamiento, de esas niñas que observan las corbatas que uno tiene y las botas que trae y se enfadan si no se las saluda á una legua de distancia, y se hacen almíbar así que un joven rico se acerca á darles las buenas tardes, la condesa fué para él una revelación ó, por mejor decir, la realización viva, hecha carne y al alcance de la mano, de lo que los libros le habían ya revelado. Cuando se acercaba á saludarla y tocaba sus dedos finos enguantados y aspiraba el perfume delicado que se escapaba de su persona, como si fuese cualidad de ella y no afeite del tocador, y escuchaba su voz siempre entonada discretamente y veía vagar por sus labios una sonrisa distraída y melancólica, se acordaba de las heroínas que sucesivamente habían ocupado su fantasía y se decía que la condesa nada desmerecía á su lado. Cuando volvía de la Segada después de haber pasado algunas horas cerca de ella y entraba por los sucios arrabales de Vegalora, nuestro señorito dejaba escapar siempre un suspiro y se pasaba la mano por la frente. Allí se rompía el encanto. La nube brillante que le envolvía durante el camino volaba á unirse con las que el sol besaba antes de morir.
Una tarde se hallaban ambos asomados de bruces al balcón principal de la casa. El conde leía un periódico. Miss Florencia paseaba por la huerta con los niños. El día estaba opaco y caluroso. Montones de nubes espesas vendaban la frente de la Peña Mayor y bajaban hasta reposar sobre las colinas más próximas, cubriendo todo el valle de un toldo impenetrable, sin que por ello hubiese temor de lluvia ó tempestad. En estas tardes, frecuentes en los países del Norte, el silencio es más completo, el aire sofocante y abrasa las mejillas. Si no fuese por el rumor del río, se creería uno sordo, pues los pájaros callan posados inmóviles sobre las ramas, los perros dormitan tendidos en los parajes más frescos, las bestias de carga reposan en el establo ó pacen silenciosamente en los prados, los insectos no zumban y los humanos se esconden no se sabe dónde. Y, sin embargo, nunca se muestra la vida tan poderosa como en estos días. Parece que por las entrañas de la tierra circula una fuente abundosa de actividad que fecunda los gérmenes depositados en ella y prestos á salir. Hay como una concentración de fuerzas en la naturaleza y un prurito irresistible de crear. Por eso la gente del país llama con notable exactitud á estos días criadores. Nuestro cuerpo sufre la misma influencia. Advertimos en él, en medio de cierta pesadez letárgica, mayor fuerza y salud. La sangre hierve, circulando activamente por las venas y latiendo con inusitado brío en las sienes; las mejillas se inflaman; los labios se secan y los ojos brillan suavemente como las luces encendidas en los dormitorios.
La condesa llevó una mano á la frente y separó un poco los rizos que le caían.
—¡Qué calor tan sofocante! Prefiero los días de sol; ¿y usted?
—Antes también los prefería. Hoy me he pasado á los nublados.
—¿Y por qué?
—Por algo extraño que está acaeciendo en mi espíritu y que no acierto á explicarme. He cambiado mucho de gustos de poco tiempo á esta parte, condesa.
—Pues yo voy á explicarle en dos palabras lo que le sucede. Usted está enamorado, Octavio.
—Puede ser—respondió ruborizándose.
—Sí, sí, estoy enterada de todo. Ayer me la han enseñado. ¡Es preciosa! Lo que es en este asunto le aconsejo que no cambie de gusto.
—¿Y si cambiase?
—Iría usted perdiendo en el cambio probablemente.
—¿Y si no perdiese?
—Haría usted mal de todos modos.
La condesa vaciló un instante antes de responder así. Octavio, al observarlo, sonrió levemente. Los dos callaron hundiendo sus ojos en aquella gasa impenetrable de vapores. La condesa buscaba el sol. Octavio buscaba una fórmula. La condesa principió á tararear piano la famosa frase il sol de l'ánima de Rigoletto. Octavio la escuchaba con arrobamiento: sintió húmedos sus ojos y apretada la garganta. Cuando la dama distraídamente quiso pasar á otra melodía, la interrumpió exclamando:
—No puede usted figurarse, condesa, qué impresión tan honda me causa la frase que acaba usted de cantar. De todas las melodías que hasta ahora he escuchado, ninguna expresa más vivamente el triunfo del amor. Hay cantos donde se pinta mejor el amor inocente y puro; los hay también que reproducen con más verdad las amarguras del amor desgraciado ó los gritos desesperados de una pasión tempestuosa y loca; pero ninguno donde el amor se muestre tan feliz y embriagador, henchido de alegría y cargado de perfumes; donde el alma y los sentidos reposen con más deleite. ¡Oh! Es el amor con que sueña la juventud; que enciende el corazón sin consumirlo; que inunda nuestro espíritu de luz y de armonía, y penetra, cual bálsamo dulcísimo, por todos los poros del cuerpo.
—¡Está usted elocuente!—dijo la condesa mirando con sorpresa al joven, que daba muestras de hallarse conmovido.
—Lo que estoy es ridículo espetándole á usted un discurso sobre el dúo de una ópera—repuso él sonriendo y calmándose repentinamente.
—Nada de eso; habla usted perfectamente, y sobre todo, el calor con que se expresa prueba que tiene usted un corazón sensible.
—Lo cual es una desgracia, condesa.
—No lo crea usted. Aunque se sufra mucho, vale más sentir que no sentir. Siempre es preferible ser hombre á ser piedra.
—No me atrevo á disputarlo, porque mi causa es antipática; pero crea usted que hay momentos en que daría uno cualquier cosa por ser piedra.
—Nada, nada, Octavio, está usted enamorado; se le conoce á la legua—dijo la condesa con alegría infantil y familiar capaz de trastornar á cualquiera.
—Sí que lo estoy—repuso Octavio con firmeza y clavando sus ojos en la dama;—pero no sabe usted de quién.
La condesa miró en aquel instante para la huerta y vió á miss Florencia que parada en medio de un camino los contemplaba fijamente. Después, arrastrada por cierta fuerza misteriosa que acredita la existencia del magnetismo, volvió la cabeza hacia la sala y halló los ojos turbios y fríos del conde que también los contemplaba. Y como si imaginase que con un arma de fuego le estaban apuntando al pecho y con otra á la espalda, dejó velozmente el balcón, dió algunas vueltas por la sala, fué, por último, á sentarse delante del piano y empezó á correr los dedos por las teclas distraídamente.
Octavio, en la misma postura y absorto en sus pensamientos, no parecía haber notado su marcha brusca ni escuchar las caprichosas notas que salían del piano. Los dedos de la dama, cansados sin duda de vagar á la ventura por el teclado, empezaron á señalar delicadamente una melodía. Era il sol de l'ánima. Á Octavio le dió un vuelco el corazón y volvió rápidamente la cabeza. La condesa, con la sonrisa en los labios y los ojos medio cerrados, le miraba por entre sus negras y largas pestañas con expresión picaresca. Después que hubo cesado, Octavio se dirigió á ella, apretó su mano un poco más que de costumbre y se despidió hasta el día siguiente. El rostro del mancebo, al enderezar la marcha hacia Vegalora, parecía decir á los árboles que sombreaban el camino: «Amigos míos, esto es hecho».
VIII La romería.
EL conde dijo á la condesa:
—Si tienes gusto en ir á esa fiesta, vé, querida mía. Me has de permitir, sin embargo, que no te acompañe. Esos recreos campestres no despiertan en mi corazón los tiernos y bucólicos sentimientos que en el tuyo.
Lo dijo con la sonrisa de siempre. Estaban presentes el cura de la Segada y el licenciado Velasco de la Cueva. El conde de Trevia guardaba á su mujer delante de gente el respeto y atención que la más egregia dama pudiera exigir de su marido. Aun, en este punto, iba más allá de lo que ordinariamente se practica en el mundo. Ora fuese resultado de su carácter extravagante, ora procediese de un prurito de resucitar añejas y olvidadas costumbres de la nobleza, ó simplemente por apartarse del vulgo, lo cierto es que su excelencia rodeaba á la condesa públicamente de un aparato de ceremonia y homenaje que recordaba los buenos tiempos de la caballería ó la refinada cortesanía de los salones de Luis XIV.
La servidumbre y los amigos íntimos sabían, no obstante, á qué atenerse sobre esta cortesía.
La condesa quiso ir á la romería de su parroquia. La idea de presenciar nuevamente una fiesta donde tanto había gozado cuando niña, la lisonjeaba en extremo. Pedro, por su parte, no dejaba de mentar á menudo esta romería, que era también la suya, y de prometérselas muy felices para cuando llegase, lo cual aguijaba más y más el deseo de su señora. Decidió por fin ésta, con la venia de su marido, acudir á ella y dijo á Pedro:
—Si no fuese porque no quiero impedir que te diviertas á tu sabor, tú serías mi acompañante en la expedición.
—Y lo seré, señorita, si es que usted no me echa de su lado. La mejor diversión para mí hoy es ver honrada la romería de mi parroquia por la señora condesa.
—¿Lo dices de veras?
—Señorita, le hablo con el corazón.
—No te creo.
El mayordomo hizo mil protestas á cual más exagerada para que le creyese.
—Gracias, gracias. Ven conmigo, pero ya sabes que no te lo exijo.
—Señorita, por Dios, no me ofenda...
Después de haber hablado algún tiempo sobre ello, decidió la condesa ir á pie para confundirse con la muchedumbre de los romeros y participar de todos los placeres y molestias de este género de regocijos.
Salieron poco después de almorzar. Laura llevaba un gracioso traje corto de rayas blancas y verdes, ligeramente descotado en forma de corazón. La cabeza descubierta y sueltas sobre la espalda las dos esplendidas trenzas de su cabello castaño. Pedro vestía pantalón apretado de color lila, chaqueta negra, también ceñida, sombrero de paja, un pañuelo blanco de seda al cuello y faja morada. En la mano llevaba un garrote de acebo muy pintarrajeado con una cinta para colgar de la muñeca. El Canelo, con el rabo enroscado, marchaba delante, unas veces cerca, otras lejos, y parándose con frecuencia á ver si sus amos le seguían.
Mientras no salvaron el puente caminaron en silencio. La condesa observaba con el rabillo del ojo y sonriendo picarescamente la actitud encogida y espantada de su acompañante. Al llegar á la carretera tuvo compasión de él y le dirigió la palabra.
—¿Sabes que es un garrote tremendo ese que llevas?
—No es malo, señorita, pero lo que importa es manejarlo bien cuando llegue el caso.
—Dámelo, y toma. Yo llevaré el palo y tú la sombrilla, que no me hace falta.
Y empezó á caminar apoyándose en él con mucho donaire. Al cabo de un rato dijo con gesto de fatiga:
—Mira... Llévalo tú, que no puedo. Está visto que hoy no he de dar ningún palo en la romería.
Pedro sonrió. Quiso decir algo, tal vez una galantería; movió un poco los labios; se puso encarnado... y no dijo nada.
—Por más que disimules, Pedro, no puedes ocultar que vas á disgusto conmigo. Vamos, dí la verdad, ¿no hubieras preferido ir solo?
Trató de convencer á su señora por cuantos medios le sugirió su imaginación de que iba contentísimo. La condesa le contradecía, riendo al verle tan sofocado: celebraba con mucha algazara los disparates que al pobre muchacho se le ocurrían para demostrar su tesis.
—¿Y qué dirá tu novia cuando vea que no bailas con ella? Procuraré que tengas un rato libre.
—Pero si no tengo novia... ¿Quién le dijo á usted eso?... Apuesto á que fué Manuel de María... Pues que se ande con cuidado ese charlatán con las bromas, que bien sabe cómo las gasto...
Dieron un corto rodeo para no pasar por la villa y tornaron á seguir la carretera, siempre á orillas del Lora. La tarde estaba apacible y límpida: sólo algunas nubes festonadas asomaban la frente por encima de la crestería de las montañas. El sol no les molestaba sino á ratos, y su fuerza estaba deleitosamente mitigada por un vientecillo fresco que el río traía sobre su corriente. Según se alejaban del palacio y de sus contornos, crecía pasmosamente la locuacidad de la condesa. Empezó á descargar una nube de preguntas sobre la cabeza del mayordomo. ¿Había estado en la romería el año anterior? ¿Había venido con alguna muchacha? ¿Qué casa era aquella que se veía del lado allá del río? ¿Habría salmones en el pozo que tenían á sus pies? ¿Cuántas veces se había bañado ya desde que empezó el verano? ¿Cuántos años tenía el Canelo? ¿Era buen cazador?—Á todas iba contestando Pedro con la gravedad y firmeza que le caracterizaban, satisfaciendo la curiosidad de su señora y esclareciendo su inteligencia sobre las diversas cuestiones que sometía á su decisión. Paulatinamente se había ido despojando del temor y cortedad que le embargaban.
La pobre Laura, con su figurilla menuda y agraciada, con sus manos y mejillas de clavel, los ojos claros y húmedos, los labios rojos y sonrientes, y sobre todo, con las palabras amables que dulcemente fluían de ellos sin compostura, no era á propósito para inspirar temor á nadie. Quizá en los salones de la corte, fastuosamente ataviada, cuando aquellos ojos garzos rasgados se clavaran con ceño, y aquellos labios frescos y cándidos se plegaran duramente con una sonrisa fría, pudiera aparecer altiva (y tal era la opinión que de ella tenían formada muchos). Pero la dama orgullosa y severa se había quedado por allá. Aquí no estaba á la sazón más que una hermosa mujer que charlaba por los codos y marchaba sin compás, unas veces á brincos y otras arrastrando los pies, bajándose á lo mejor para tomar una piedra y arrojarla al río, ó pegando golpecitos con la sombrilla en las ramas de los árboles.
Pronto divisaron la casa solariega de los Estrada encima de la carretera como á unas cien varas. Allí desembocaba en el Lora un riachuelo. Nuestra pareja abandonó la carretera y emprendió la marcha por la estrecha cañada que este riachuelo seguía. Al pasar por debajo de su casa, la condesa alzó los ojos hacia ella y sacó el pañuelo para enjugar unas lágrimas.
—Pedro—dijo señalándola con el dedo,—ahí ya no queda nadie.
Siguieron marchando. Bien pronto la variedad amena del camino divertió á la condesa de los tristes recuerdos que le asaltaron á la vista de su antigua morada. La garganta por donde caminaban era estrechísima. Formábanla dos enormes montañas calizas cortadas verticalmente, de suerte que era tan estrecha por arriba como por abajo. Aquellas monstruosas paredes eran blancas, pero estaban salpicadas por grandes manchas de musgo.
—¡Qué atrocidad! ¡Qué altura tienen estas montañas, y qué cercanas están! ¡Si parece que se vienen encima!
—¿Ve usted, señorita, aquel agujero que tiene la peña allá arriba?
—Sí.
—Pues antes había allí un nido de buitres, y yo entré de chico una vez á cogerles los huevos.
—¿Y por donde te encaramaste allá?
—Por una cornisa que forma la peña y que apenas se ve desde aquí. Por cierto que cuando llegué delante del agujero salió de repente el pájaro y me dió un aletazo en la cara que me hizo vacilar.
—Si te hubieras caído, adiós romerías, ¿verdad, Pedro?
—Iría á las romerías del cielo, que deben de ser mejores que éstas.
—Tienes razón. ¡Qué hermosas serán las fiestas que los ángeles celebran en honor de Dios! ¿No hubiera valido mucho más morirse de niño, sin haber pecado, para ser uno de esos ángeles que están á los pies de la Virgen?... Pero ahora... ahora ya no puede ser... Debemos contentarnos, si somos buenos, con ir al cielo y estarnos allí muy quietos, gozando con ver á Dios, y nada más...
Siguieron hablando de cosas del cielo algún tiempo, pero no como personas graves, sino como niños. Aquella charla pueril parecía refrescar á la condesa. La niña cándida y bulliciosa volvía á nacer dentro de ella, y salía lanzando dulces carcajadas á la luz, olvidándose de la oscura prisión en que había yacido once años. Hablaba por hablar, como los niños; preguntaba las cosas más sencillas y menudas, complaciéndose en humillar su inteligencia cultivada y en trocar sus maneras cortesanas por otras rudas y campesinas.
Mas era de observar cómo, á medida que esta trasformación se operaba, cambiábase también el encogimiento y temor del mayordomo en franqueza y libertad. Insensiblemente Pedro empezó á tratar á su señora como á una compañera, hasta reirse algunas veces de sus preguntas inocentes y disparatadas. La condesa reía también, así que las hacía; pero le daba golpecitos con la sombrilla, llamándole burlón y cazurro. Si la despojasen de su ropa y la pusiesen un traje de aldeana, hubieran pasado muy bien por novios ó hermanos. Cuando encontraban una saltadera, el muchacho saltaba primero y alargaba su gran mano endurecida á la condesa, que sumía dentro de ella la suya breve y fragante como un botón de rosa. Otras veces, si era demasiado alta y la señorita gritaba desde arriba que tenía miedo, la tomaba por la cintura y la depositaba en el suelo con la misma delicadeza que si fuese un objeto de cristal. «¡Qué fuerza tienes, Pedro! le decía ella. Si me dieses un golpe con esas manazas, me matarías.» El mayordomo sonreía á modo de sultán acariciado y se encogía de hombros con desdén. Poco á poco se iba estableciendo entre ellos la relación trazada por la naturaleza: ella, como ser débil, delicado y menesteroso, sometiéndose; él, como fuerte y enérgico, dominándola y protegiéndola.
El camino estaba sombreado por avellanos, que con sus haces de troncos delgados, formando á modo de enormes canastillos, salían de los prados vecinos. El verde claro y deslumbrador de éstos resaltaba y hacía contraste con el oscuro de aquéllos, regalando la vista y convidando á reposar. El río corría murmurando por el fondo de la cañada. En uno de los prados que bordaban el camino, corría también un arroyo que servía para mover el molino que blanqueaba entre los árboles. Era cristalino y puro, y se desataba tan gentil y suavemente que daba gloria verlo marchar por la pradera. La condesa significó el deseo de reposar un instante en su orilla. Estaba cansada y le placía en extremo mirar el curso del agua. Además, tenían tiempo de sobra para estar en la romería. Sentáronse sobre el manto de césped salpicado de florecillas blancas, y empezaron á contemplar con ojos extáticos la serpiente de plata que se arrastraba perezosamente á buscar su guarida en el molino. La condesa se bajaba, metía la mano entre sus escamas y la sacaba mojada y la sacudía riendo sobre la cara de Pedro, el cual reía á su vez y no se tomaba el trabajo de limpiarse. Pero no por marchar suavemente dejaba de murmurar la cristalina sierpe algunas cosas al oído de nuestra pareja. Al principio la condesa pensaba que decía siempre lo mismo.
—¡Qué pesadez! Siempre el mismo ru, ru... ¡llega á marear! ¿No observas con qué gravedad murmura esta gran culebra?... Parece un maestro que nos está sermoneando, sin cansarse jamás de darnos consejos... Escucha ahora sin embargo... ¡Qué notas de flauta tan hermosas!... Ya vuelve al ru, ru... Otra vez la flauta... Parece que interrumpe su sermón para hacernos una caricia...
Pedro con sus grandes ojos abiertos seguía la corriente del agua.
—¡Qué serio te has puesto, Periquillo!... ¿Te vas aprovechando de los consejos del agua?... ¡No pongas esos ojazos, hombre, que me asustas!
La joven reía sin cesar y sin motivo, como quien se desquita de largo ayuno. Eran sus carcajadas sonoras y claras, pero no en tono agudo, sino grave. Las notas firmes y llenas que de su garganta se escapaban cuando reía, contrastaban un poco con la pureza y trasparencia de su mirada. Salían teñidas de cierta sensualidad punzante que agitaba los sentidos. Era una risa dulce y amarga á un mismo tiempo, como la de una bacante. La cándida Laura estaba muy lejos de sospechar los misterios amables de su risa. Si los conociese, tal vez notaría el brillo inusitado de los ojos de sus amigos cuando la dejaba correr por su garganta y se ruborizara.
—Mire usted, señorita, cómo se inclinan estos avellanos sobre el arroyo... Parece que arden de sed los pobres. ¡Qué pena debe de ser mirar el agua tan cerca y no poder beberla!... Mire usted, mire usted, sin embargo, aquella rama... ya consiguió besar la corriente... ¡Cómo se pondrá ahora el cuerpo de agua!... ¡Calle, ahora salimos con que nos estaba escuchando aquel lagarto!...
En efecto, uno de estos animales de pintada piel había asomado primero la cabeza al ruido de la conversación por entre dos piedras, y no tardó en salir todo él, quedando inmóvil, según su costumbre.
—¡Ah maldito!—gritó el mayordomo arrojándole una piedra con todas sus fuerzas.—¡No escucharás más tiempo!
La piedra cayó sobre el lomo del animal, partiéndolo en dos. La cola dió todavía algunos brincos sobre la arena.
—¡Pobrecillo!—exclamó la condesa.—¡Para qué lo has matado!
—Señorita, dicen que estos animaluchos hablan con las brujas y les cuentan todo lo que oyen. Parece increíble, ¿verdad?... Pues á mí de chico me sucedió que una vez hablé mal del maestro con otro compañero, y prometí vengarme de él cuando fuese mayor. Un lagarto nos estaba escuchando. Pues al día siguiente lo supo por una bruja que llamaban la tía Dolorosa. Por poco me deshace á palos. Entonces me puse á cavilar si sería el lagarto, ¡y les tomé un odio!...
Sin dejar de hablar, levantáronse y emprendieron nuevamente la marcha. No tardaron en salir de la áspera y estrecha cañada y desembocar en un valle relativamente ancho. Era casi circular y alcanzaría dos kilómetros de diámetro. Nada más fértil y frondoso que aquel pedacito de tierra llana circundado de altísimas montañas. Todo él estaba dedicado á pradería y semejaba una alfombra donde los setos guarnecidos de avellanos trazaban los dibujos. El río corría por el medio más sereno y tranquilo que en la cañada. Á la entrada encontraron la casa de Pedro, quien se empeñó en que su señora descansara en ella un instante. Laura no osó negarse. La casa estaba habitada solamente por la madre de Pedro y por un hermanito de doce años. El padre había muerto. Allí fueron de oir las exclamaciones de la buena mujer al ver á la señora condesa en compañía de su hijo. No sabía lo que le pasaba. Corría de un lado á otro poniéndole dos sillas á un mismo tiempo para que se sentase. Hacía mil reverencias ridículas y no se cansaba de repetir «¡que cuándo podía esperar ella que la señora condesa se dignara entrar en una choza tan miserable!» El joven escuchaba las zalamerías de su madre con indiferencia: Laura, con semblante risueño y agradecido. La pobre mujer no podía ofrecer nada más que una taza de leche y torta de borona, pero «¡cómo había de comer cosa tan ruin la señora condesa!»
—Que lo coma para que sepa cómo viven los pobres—dijo Pedro con cierto énfasis brutal.
La condesa, lejos de ofenderse, le dirigió sonriendo una mirada humilde y aceptó de manos de su espantada madre la taza de leche y la torta. Comió, si no con gran placer, al menos sin hacer ningún asco, mientras el mayordomo la contemplaba fijamente con expresión triunfal. El Canelo participó también del festín, y bien lo tenía ganado, pues por milagro no se le desprendió el rabo á fuerza de menearlo.
—Vamos, vamos, que ya es hora de ir llegando á la fiesta.
Y otra vez emprendieron la marcha, alargando el paso. Salvaron casi todo el valle caminando por una de las laderas. Á la mitad de él próximamente sintieron el lejano y débil repiqueteo del tambor. Algo más adelante percibieron un murmullo ó rumor vago y confuso que despierta siempre dulce emoción en los que asisten á esta clase de regocijos. La romería estaba cerca. Caminaron todavía algunos minutos por un espeso maizal que los ocultaba enteramente, y llegaron por fin á un sitio desde el cual vieron á corta distancia el campo donde se celebraba. Era un vasto prado de verde claro, todo circuído de avellanos.
El espectáculo que ofrecía era á par sorprendente y deleitoso. Por encima de él hormigueaba una muchedumbre compuesta principalmente de mujeres, cuyos pañuelos de diversos y vivos colores, al moverse, mareaban y turbaban la vista. Los hombres en su mayoría se hallaban recostados debajo de los árboles, bebiendo pésimo vino y cantando desentonadamente. Escuchábanse los gritos desafinados de los pregoneros, ofreciendo agua de limón, sangría de vino tinto y avellanas tostadas, y los sonidos agudos y gangosos de la gaita, siempre acompañada del tambor. Esparcidas por diversos parajes del campo veíanse algunas mesas vestidas de lienzo blanco y atestadas de ciertos confites peculiares de la fiesta, como mazapanes, amargos, florones, madamitas, crucetas que se llevaban los ojos de los niños y los cuartos de las madres. Pocos se van de las romerías sin algunos de estos dulces en un pañuelo, los cuales toman el nombre de perdones, por ser la ofrenda que los romeros hacen á su familia en recompensa de haberse quedado en casa mientras ellos se divierten.
En uno de los ángulos del prado se hallaba el grupo de los bailadores que movían las piernas con ligereza al son de la gaita y el tambor, rodeados de otro grupo más numeroso de curiosos. Pero lo que más atraía la vista era un gran nogal, colocado casi en el centro del campo, que por lo espeso de sus hojas y lo bien recortado semejaba una enorme planta de albahaca. Debajo de él una cantina, donde los cueros hinchados que guardaban el vino yacían insolentemente sobre las mesas, inmóviles como borrachos. En torno de la cantina y del árbol se había formado una danza que daba vueltas pesadamente, cantando las baladas del país.
Nuestra pareja se introdujo entre la muchedumbre. Inmediatamente se vieron rodeados por una porción de aldeanas conocidas de Laura en otro tiempo, quienes prorrumpieron en exclamaciones de sorpresa y placer, saludándola con muestras de un regocijo espontáneo, y prodigándola mil epítetos cariñosos de los que tanto abundan en la lengua rústica y primitiva de estas comarcas, tales como «botón de rosa, lucero, corazón de manteca, reitana y palomina sin hiel». Ninguna, sin embargo, se atrevía á llamarla de tú, ni á besarla, aunque buena gana se les pasaba á todas. Algunas, no pudiendo resistir la tentación, le tomaban las manos y se las cubrían de besos. Laura, muy conmovida, consiguió á fuerza de trabajos desprenderse de aquel grupo y seguir adelante. Marchaba apoyándose en el brazo de Pedro aspirando con delicia todos los olores y todos los ruidos de la romería, parándose á cada instante y fijando su atención en cuanto la rodeaba. Cerca de una mesa de confites percibió al fin á una joven que hacía tiempo la miraba con ojos tímidos y ansiosos. Era la amiga más íntima que había tenido. Voló hacia ella y la estrechó entre sus brazos con fuerza. La aldeana recibió tal impresión, que no acertó á decir ni hacer nada, y se dejó acariciar por la condesa, inmóvil y desfallecida, pero soltando por sus ojos tristes un diluvio de lágrimas. Después charlaron mucho de cuanto les había pasado. Pedro, que no podía tomar parte en la conversación, derramaba la vista con semblante distraído por los contornos.
—Perico, te estás aburriendo. De buena gana bailarías un poco, ¿no es verdad?... Pues mira, por mí no has de dejar de hacerlo. Vamos allá, que quiero bailar contigo.
Y dicho y hecho: la condesa, á pesar de los ruegos y las protestas del mayordomo, le arrastró hacia el sitio del baile y se introdujo allá resueltamente. Y con gran pasmo del grupo de curiosos, puestos uno enfrente de otro, comenzaron á bailar con brío y arrogancia al son de la gaita. Los mozos, levantando los brazos y mirando á las mujeres atrevidamente á la cara, ejecutaban mil suertes de figuras, brincaban hacia atrás y hacia adelante haciendo ruido con sus fuertes y claveteados zapatos. Las mujeres, con los brazos y los ojos bajos, brincaban mucho menos y recibían la ruidosa y tosca adoración de su pareja dignamente y ruborizándose. Pero ¡quién se acordaba de ninguna de ellas teniendo á la vista la figura encantadora y risueña de la condesa de Trevia! La muchedumbre, que discurría con estrépito por el vasto prado; el manso río, que atravesaba el valle sin prisa de llegar á su destino, como un viajero que admira la amenidad del sitio; el césped florido, donde los pies se hundían con deleite; los árboles, y las imponentes montañas, que cerraban á corta distancia el horizonte, todo estaba allí colocado por Dios con el objeto exclusivo de ver á Laura. Por lo menos no habría hombre de mediano sentido práctico que no diera todas aquellas hermosuras por uno de los rizos que caían en desorden sobre su frente, alborotándose más y más con los rápidos movimientos del baile. Cuando ya tenía las mejillas encendidas como amapolas y los pies se negaban á separarse de la tierra, quedó inmóvil, y empezó á darse aire con el pañuelo. En aquel momento alzóse un poco de tumulto cerca de ellos: se oyeron algunos gritos coléricos y también el chasquido de los garrotes. La gente acudió allá en tropel. Viéronse bastantes palos enarbolados y otros tantos combatientes ebrios de furor, y alguno de ellos soltando sangre por la frente. Salió una voz del tumulto gritando: «¡Pedro, que matan á tu primo!» El mayordomo partió como un rayo, y vibrando su nudoso garrote empezó á repartir palos lindamente. Pronto trazó el miedo un círculo espacioso en torno suyo. Las mujeres se cogían á la cintura de los campeones, queriendo sujetarlos. La condesa, al igual de ellas, también trataba de contener á Pedro vertiendo lágrimas de susto. Cesó al cabo la gresca por la misma razón que había empezado, esto es, por ninguna. Quedaron algunas mesas de dulces por el suelo y no pocas cestas de fruta volcadas. Los heridos se fueron á lavar al río, que estaba cerca.
La danza siguió dando vueltas en torno del gran nogal. Á la condesa también le vino en apetencia el entrar en ella. Ya los hombres y las mujeres no estaban separados como en los antiguos tiempos, sino agradablemente confundidos, aunque agarrándose sólo por el dedo meñique. Los mozos terciaban sus garrotes haciéndolos descansar sobre el brazo, lo cual prestaba á la danza el aspecto guerrero que indudablemente tuvo en su origen. Cuando la condesa y Pedro entraron, la mitad de la danza decía cantando:
La otra mitad contestaba:
La melodía era suave y monótona. En una mitad cantaban las voces agudas, y en la otra las graves, prolongando todas mucho la vocal final del segundo verso:
Al instante respondían los otros:
La condesa se balanceaba cogida al dedo del mayordomo. Á menudo volvía la cabeza para dirigirle una sonrisa. Todos tenían los ojos puestos en ella, mostrando gran satisfacción de verse tan honrados.
Y cantaban las voces graves en seguida, bien enteradas de todo:
—Pedro—dijo en voz baja la condesa,—¿cómo eres tan quimerista? Yo te creía más pacífico... ¡Me has dado un susto!... Todavía me late el corazón con prisa.
—¡Ah, señorita! ¡Si usted supiera el sentimiento que tengo por haber hecho esa barbaridad!... Me estaría dando de palos hasta romperme la cabeza, por bruto. Pero ya ve usted, era mi primo... Usted es muy buena, señorita, y me perdonará, ¿no es cierto?
—Sí, Periquillo, estás perdonado—repuso haciendo una mueca graciosa y soltando el dedo para apretar la mano del joven.
Y mejor enterados los otros, respondían:
Los mozos y las mozas se dirigían en los intermedios del canto palabras sueltas y se daban leves empellones á guisa de caricias, no siendo al parecer estos requiebros de hombros los que menos estimaban las doncellas de sus galanes. Todos cantaban maquinalmente y sin darse cuenta del drama sombrío que se iba desenvolviendo en su romance. La misma Laura, que pudiera ver en él tristes analogías, no fijaba la atención. Pocas veces se la vió tan risueña y despegada de malos pensamientos. Con la boca entreabierta, los ojos brillantes y el vaivén incitante de su cuerpo garrido, parecía otra Laura evocada y traída de los abismos del tiempo por aquel ritmo primitivo.
—¿No le parece á usted, señorita, que podemos ir dejando la romería? El sol está ya muy bajo...
Laura sacudió la cabeza como si despertase de un sueño y soltó sus manos del corro. Cuando se alejaron de la danza las voces agudas cantaban:
Y las graves respondían:
Despidiéronse de cuantos amigos hallaron. La sombra, en efecto, había invadido todo el valle y empezaba á escalar lentamente las montañas. Compraron confites y avellanas tostadas y bebieron unos sorbos de vino para tomar fuerzas. Algunas aldeanas los acompañaron un buen trozo del camino, despidiéndolos á la salida del valle. Al entrar en la cañada, una brisa perezosa y blanda vino á acariciarles el rostro y las manos. Caminaban charlando y comiendo avellanas. Cuando la condesa tenía reunidos en la mano algunos cascos, los arrojaba riendo á la cara de su acompañante. La voz de la gaita se perdía moribunda ya en los repliegues y concavidades de las peñas. El río se quejaba amargamente del poco sitio que éstas le dejaban. Cerrábanse los avellanos formando túnel y oscureciendo mucho el camino. Los honrados castaños alargaban sus palmas sobre las cabezas de los romeros brindándoles protección. Al pasar cerca del molino Laura le dirigió una mirada. La gran culebra triste y oscura no acababa de encontrar guarida y seguía arrastrándose silenciosamente entre las sombras del crepúsculo. Los pedazos del lagarto que Pedro había matado se reflejaban aún en su lomo tembloroso y plomizo. Cuando llegó la pareja al palacio era ya noche cerrada.
IX Fragmentos de un diario.
CIERTO no habrá lector que haga al señorito Octavio la ofensa de suponerle desprovisto de un diario. Los héroes de novela tienen ciertas obligaciones á las que no pueden sustraerse.
Hé aquí algunos trozos arrancados de su cuaderno.
Son de gran utilidad para el curso de esta historia. Están escritos de su mismo puño en una magnífica letra inglesa.
Lo mismo que ayer. ¡Qué tiempo tan fatal! No tengo disculpa para ir allá con esta lluvia que ahora da en caer por las tardes... ¡Y yo que atravesaría el Océano en una lancha por tocar un dedo de su hermosa mano!
Lo mismo que ayer y que anteayer. Las mañanas están limpias y claras, y á la tarde es precisamente cuando estalla la borrasca. Me desespero. Hoy no pude resistir la tentación: tomé el impermeable y me fuí hacia allá. Después de pasar el puente salté á los prados para atravesar el camino. Si me hubieran visto caminar con aquel temporal no sé lo que hubieran pensado. Mi objeto único y exclusivo era verla, aunque fuese de lejos. Me aposté detrás de un árbol y estuve esperando no sé cuánto tiempo. El agua me bañaba el rostro y el cuello. Al fin oí su voz clara y perlada. Salió al corredor con su hijo y ambos se divirtieron un rato en extender las manos para recibir en ellas los hilos de agua que caían del techo, secándose después con el pañuelo. ¡Qué aspecto infantil tan encantador toma á veces! Y no obstante, yo la prefiero altiva y soberbia, cuando pasea su mirada distraída por los objetos y contesta á un saludo profundo con leve inclinación de cabeza. Mujeres hay muchas; damas muy pocas. Cuando me acerco á ella tiemblo de los pies á la cabeza, pero este temblor me hace gozar extraordinariamente. Son misterios de mi organismo que á nadie se pueden confiar, porque nadie los entendería.
Hoy, hablando con ella de la antigüedad de mi familia, me enredé en un lío de mentiras tan grande, que no sé cómo pude salir de él. Me puse colorado hasta las orejas, y cuantos más esfuerzos hacía por aparecer sereno, más me sofocaba. Si lo notó, como es de presumir, ¡qué idea tan baja habrá formado de mí! Estoy vendido con este rubor estúpido que me asalta por el más leve motivo. Se me figuró que al despedirme hizo un gesto de desprecio, ¡Dios mío, que estúpido soy!
Cuando creí que iba á encontrarla fría y seria por mi necedad de ayer, recibí la deliciosa sorpresa de hallarla más amable y jovial que nunca. Jamás se acaba de entender á esta clase de mujeres; pero estos vaivenes y misterios son los que más encienden el amor. Al verla hoy dirigirse á mí tan cariñosa y risueña, me dió un vuelco el corazón; se me cortó la voz: seguramente me puse pálido. Nunca me ha pasado esto con Carmen. Á los ocho días de tratarla ya me la sabía de memoria y predecía todas sus respuestas y ademanes. ¡Pobre Carmen, qué mal le pago el amor que me tiene! Pero ella, ó el diablo por ella, se empeña en quitarme las ilusiones. Ayer me decía con gran amabilidad que esperaba que hoy fuese á su casa á comer de mediodía. ¿Tengo yo la culpa de que la pobre niña sea tan chabacana?... Hoy ha estado cariñosa en extremo conmigo, hasta el punto de que su marido fijase alguna vez con insistencia su mirada en nosotros. Esto ha contenido un poco los ímpetus de la lengua, pronta á dejar escapar mi dulce secreto. Yo pensaba que á los maridos se les tenía siempre lástima; pero no es así. Ese hombre me causa pavor. Su mirada me hace temblar. Hemos merendado en el campo, que estaba delicioso. He gozado pocas veces tanto en mi vida. El humor de ella excelente, aunque á veces decaía repentinamente y sin motivo. Como yo me negase á tomar cierto confite del que se hacían grandes elogios, levantóse de improviso con una cucharilla en la mano; se acercó á mí; me hizo con un gesto encantador abrir la boca y me introdujo allá la cuchara cargada de dulce. Dudo que la ambrosía tuviese mejor gusto.
(Aquí apunta el héroe la escena que se ha descrito al final del capítulo séptimo.)
Ayer me llamó el conde aparte con aparato de misterio. Confieso que le seguí más muerto que vivo. No dudé que había sospechado mi pasión; pero la amable sonrisa con que inauguró su discurso me tranquilizó completamente. Me dijo que se acercaban las elecciones para diputados á Cortes y que contaba con mi apoyo y el de mi padre. No tuve valor para contestarle que yo no tengo ninguna influencia, y que mi padre, como hombre afiliado á un partido político, tiene compromisos ineludibles, contrarios, sin duda, á las ideas que él representa. ¡Cuánto siento que papá figure en un partido tan avanzado! No sé por qué ha tenido la desdichada ocurrencia de enamorarse de esa chusma insolente que escarnece todo lo grande y elevado. La igualdad que esa gente pide es la igualdad en la grosería y la bajeza. Les molesta el brillo de los salones, y sienten envidia y piden que todo el mundo habite en desvanes. Se sienten molestados por la superioridad de los nobles, por su cultura, por su valor, por su exquisita educación, y pretenden que sean torpes y cobardes como ellos, sin que sus nombres ilustres, que van unidos á las inmarcesibles glorias de España, les infundan respeto. Odian también la religión, porque se opone á sus apetitos y les encarece la humildad. Quieren, en una palabra, destruir las dos cosas más hermosas que los hombres han poseído jamás: el culto á la divinidad y esa sublime magistratura de los siglos, que se llama poder real. Me avergüenzo de haber querido también su destrucción. Todo el que tenga alma de artista sentirá siempre repugnancia hacia el triunfo de la fuerza numérica.
Estoy inquieto; no puedo dormir. Me levanto de la cama y escribo estos cuatro renglones en un estado casi febril. Todo el mundo nota que ando ojeroso y pálido estos días. Y en efecto, siento una intranquilidad tan grande en mi alma y en mi cuerpo, como si tuviera una pila de electricidad en la cabeza y otra en el corazón. ¡Dios mío, por darle un beso, aunque fuese en su lindo pie desnudo, renunciaría á todas las dichas de este mundo! Por besar su cuello blanco y perfumado me parece que daría también las del otro. Hoy hemos dado un paseo relativamente largo. Seguimos el arroyo que baja de la montaña á unirse en la Segada con el Lora, caminando siempre entre árboles. Como íbamos formando grupo, apenas pude hablar con ella. Llevaba un vestido azul oscuro; el cabello al desgaire; en el brazo derecho un brazalete de esmeraldas y en el cuello un medallón de las mismas piedras. No necesitaba estampar estos pormenores, porque los he de recordar mientras me dure la vida. En cierto paraje estrecho tropezó en una piedra grande, y gracias á D. Primitivo, que la sostuvo, no cayó. Me he fijado en la piedra, porque pienso arrojarla al río... Pero no; mejor será llevarla á mi jardín y conservarla. Llegamos cerca de una capilla llamada de la Consolación. La condesa se empeñó en entrar; yo la seguí. Los demás, incluso el cura de la Segada, se quedaron fuera con el pretexto de que estaban sudando. La luz se filtraba con trabajo dentro del exiguo templo por dos ventanillas estrechas que más parecían grietas. Colgada frente al altar de la Virgen, chisporroteaba una lámpara de bronce. Aquella Virgen solitaria, de mejillas y pies rosados, de ojos cándidos y piadosos, recibiendo como única adoración el triste chisporroteo de la lámpara, infundía en el alma tierna y amorosa devoción. El silencio era grande. Las sombras descendían del techo por intervalos y cubrían con tupido manto alternativamente el altar, el confesonario, la Virgen y el pavimento. La condesa se hincó de rodillas y me dijo en voz baja y sonriendo:
—¿Quiere usted rezar unas Ave-marías conmigo?
Me apresuré á hincarme también á su lado. Empezó á rezar delante, muy bajo, y yo á responderle. No puedo describir la sensación deliciosa que tal oración me causó, aunque sí presumo que no aprovechó nada á mi alma. Aquel cuchicheo tan suave que salía de su boca, penetraba en todo mi ser y lo henchía de voluptuosidad. Hubiese querido prolongar unos instantes más aquel estado, y morirme después.
Cuando volvíamos para casa traté de explicarle algo de lo que me pasaba, para que conociese siquiera un parte del amor infinito que me inspira; pero siempre rehuía la conversación. Una vez, sin embargo, logré que se fijase.
—Quisiera morirme pronto—le dije repentinamente.
—¿Y por qué?—repuso volviendo el rostro con sorpresa.
—Porque llevo dentro de mí un demonio que me atormenta sin cesar.
—¿Qué demonio es ése?
—Una pasión imposible.
Siguió caminando en silencio unos momentos y se puso grave. Hasta entonces había estado risueña y habladora.
—No encuentro motivo para que usted desee la muerte, Octavio. Una pasión, por imposible que sea, arrastra consigo muchos y dulces placeres. Solamente el amar es ya una felicidad inmensa... á mi entender mucho mayor que la de ser amado. Si es verdad que usted siente una pasión, y esa pasión es noble, procure usted encerrarla en el fondo del alma como una joya preciosa, como una flor delicada. Las flores no crecen en los parajes infectos ó áridos. Quizá le preserve de cometer malas acciones; y aunque no fuese más que por esto, debe usted bendecirla.
No me cabe duda que entendió mi declaración. Su mirada huía de la mía al decirme estas palabras; su voz temblaba; su paso era precipitado... ¡Oh, sí, me ama, me ama!... Siento no obstante una turbación... Me encuentro tan agitado... Todas las noches sueño cosas espantosas...
Me causa vergüenza escribir lo que acaba de sucederme; pero ¿no ha de ser este libro solamente para mí? No quiero dejar de apuntarlo, aunque me cueste trabajo. Tendré siempre á la vista la historia exacta de mi vida.
Hemos estado en el monte á cazar. Salimos á las cinco y media de la mañana y regresamos á las siete de la tarde. El conde se empeña en que ella cace también: ¡y por qué sitios! Por mucho que la imaginación trabaje, es imposible que se forje nada tan fragoso y espantable. Hemos estado en la misma Peña Mayor; pero antes de llegar allá necesitamos atravesar bosques espesos de hayas, donde se deja en pedazos la ropa y hasta la piel, senderos labrados en la roca sobre negros abismos, donde un tropezón cuesta la vida, y puentes rústicos, formados á veces de un solo tronco de árbol, que por maravilla no se va uno cien veces al torrente. Las montañas se elevan á menudo perpendicularmente sobre nuestras cabezas, dejando sólo un estrecho paso que se reparten el hombre y el arroyo. En otras ocasiones los peñascos se aglomeran en un punto, los unos sobre los otros, de tal suerte que el hombre y el arroyo se ven obligados á dar mil vueltas y rodeos para hallar salida. Ella pasa por los sitios más peligrosos sin ningún miedo. Á veces parece gozar desafiando á la muerte. Verdad que lleva consigo á Pedro el mayordomo, que conoce todos aquellos parajes al dedillo y anda por ellos lo mismo que por una sala. Le he visto hoy coger á la condesa como si fuese una muñeca y atravesar de dos brincos un puente hecho de troncos podridos. Después de andar inútilmente bastante tiempo, y ya bien mediada la tarde, echamos un rebaño de nueve corzos. Ni ella ni yo, por haber disparado con precipitación, conseguimos tocar á ninguno. El conde esperó con calma que estuviesen cerca y dejó dos muertos de dos disparos. La impasibilidad con que este hombre lo ejecuta todo es para sorprender á cualquiera. Ella le tiene miedo, y esto me obliga á odiarle con todo mi corazón, por más que reconozca que es un hombre distinguido. No creo que la maltrate, pues al fin y al cabo «nobleza obliga», pero me da el corazón que no la quiere. ¡Qué sacrilegio! ¿Dónde tendrá los ojos el señor conde de Trevia?
Después que presenciamos las últimas convulsiones de los corzos (cuando contemplé el dolor de aquellos inocentes animalitos, por nada en el mundo hubiera querido ser su matador), subimos aún más para ver el lago Ausente, que es un capricho grandioso de la Naturaleza. Está rodeado de altas y descarnadas montañas que forman un anfiteatro en el cual la superficie tranquila del agua forma el redondel. Nos asomamos por uno de los peñascos que lo circundan. La soledad de aquel sitio es aterradora y oprimió mi corazón. Parece el lugar donde los genios de la montaña vienen á llorar sus tristezas, y aquellas aguas opacas y pesadas como el plomo, las lágrimas que derraman. El conde, apenas hubo arrojado sobre él una mirada, se volvió con Pedro. Quedamos ella y yo en pie sobre el abismo. ¡Qué hermosa estaba sobre su pedestal granítico! Después de Dios, jamás contempló aquellas aguas un ser tan bello. Sentí que el corazón me latía fuertemente; me pasó como un carbón encendido por la garganta; turbóseme la vista, y sin saber cómo, me encontré á sus pies, diciendo:
—Más vale morir una vez que morir mil veces cada día. Hace un mes que tengo un infierno en el corazón... Una palabra, una mirada, un gesto de usted puede elevarme repentinamente al cielo... Porque quiero que usted sepa que la amo... sí... la amo como un insensato que soy. Soy un insensato... pero ya no tiene remedio... Si esa palabra ó esa mirada no viene, tendrá usted la triste satisfacción de verme rodar ahora hasta esas negras aguas que me taparán para siempre.
Quedó un momento suspensa, mostrando gran sorpresa. Me dirigió una mirada altiva y prolongada; y sin proferir palabra volvió la espalda y echó á andar lentamente.
No sé lo que pasó por mí. Cuanto tenía delante, el lago, la tierra, el cielo, quedaron confundidos y se oscurecieron. Sentí que era necesario morir, y vi la muerte delante de los ojos. Pero un pensamiento maldito de temor se alzó en mi corazón con poder invencible. Vi de improviso y en un solo instante todo mi pasado: los sitios donde corrieron las dulces horas de mi infancia, el pequeño lecho donde me dormía oyendo los cuentos de la criada; sentí sobre la frente los tiernos besos de mi madre y en las mejillas la áspera caricia de la mano de mi padre, más suave para mí que el ala de un ángel... ¡El lago estaba tan negro!... ¡Qué rumor lúgubre levantaría mi cuerpo ensangrentado al penetrar en él!... ¡Ay! Faltóme el valor... ¡Qué vergüenza!... Metí el rostro entre las manos y rompí á llorar como un niño.
Noté que ya no andaba, y sin verla sentí que su mirada se posaba sobre mí más dulce y compasiva.
Durante el camino no me atreví á despegar los labios. Ella también iba silenciosa. El conde y Pedro charlaban de las ocurrencias de la caza. Cuando llegamos á casa era ya noche. Lo primero que vimos en el portal fué á la monísima Emilia que extendió los bracitos hacia su madre gritando de alegría. Ésta se apresuró á levantarla y le dió un sonoro beso en la frente. Después, señalándomela con ademán imperioso, me dijo: «¡Ahí!»
Obedecí sumiso y besé también la frente de la niña.
Salgo de la cama en este instante. No he soñado monstruosidades como otras veces, pero ha sido tan triste mi sueño, que aún estoy conmovido. Siento dentro del alma una melancolía honda y desgarradora como si me encontrase solo en el mundo.
Soñé que me hallaba en medio de un salón de baile espléndido y hermoso y profusamente iluminado. Pero lo raro es que en aquel salón no había nadie más que yo, que me paseaba en traje de etiqueta, viendo repetirse mi imagen en todos los espejos. El silencio era casi absoluto. Mis pies se hundían en la mullida alfombra sin producir ruido. Al cabo de algún tiempo observé que se abría una puerta y aparecía en ella la torneada figura de la condesa, rica y elegantemente vestida. Dirigióse á mí sonriendo y me dijo: «¿Quiere usted que bailemos un poco?» Al mismo tiempo escuché los acordes de un vals de Strauss, tocado admirablemente por una orquesta invisible. Nos pusimos á bailar. Ella se abandonó en mis brazos como una niña y corrimos el salón de un cabo á otro sin tocar apenas en el suelo. Yo, sin gastar preámbulos, le declaré mi amor con palabras fogosas y apasionadas. Me respondió que su amor era tan grande como el mío y empezó á estrecharse más contra mi pecho. Turbado y ebrio de voluptuosidad, quise acercar mis labios á los suyos; pero en aquel momento me sentí cogido por unas manos de hierro. Volví la cabeza y se me figuró ver el rostro pálido del conde. Todo desapareció y mi sueño quedó disipado, como las imágenes de un cuadro disolvente.
Desperté muy agitado. Aunque estoy mejor, aún me dura la alteración nerviosa. No sé si llegaré á presentarme otra vez en la Segada. Quisiera tener fuerzas para huir de estos sitios.
X Síntomas graves.
EL calor había alcanzado su grado máximo. Los árboles y las plantas, poco acostumbrados á él, empezaban á sentirse sofocados y demandaban á las nubes, que pasaban volando sobre ellos, algunas gotas de agua; pero las nubes se hacían las sordas y seguían inflexibles su camino por el espacio. Los frutos comenzaban á amarillear; los riachuelos se secaban dejando al descubierto su lecho de guijarros que los rayos del sol tornaba blancos. Si se aplicaba un fósforo encendido á la hierba, ardía como estopa. La gente de la Segada tenía que andar un kilómetro para ir á la fuente, porque la del pueblo se había agotado.
La vida en el palacio era monótona, pero dulce y amable. Laura tenía perfectamente distribuído el tiempo, y lejos de aburrirse se encontraba como el pez en el agua. La idea de su vuelta á Madrid la estremecía. Se levantaba muy temprano y salía á la huerta, donde hizo por su mano algunas notables mejoras, como fué la de trasplantar algunos claveles que estaban demasiado prietos y se molestaban, y limpiar el polvo con delicado esmero á las hojas de una enredadera: también colocó una esterita de quitaipón sobre los alelíes para que el sol no los quemase á ciertas horas del día. Tornaba al palacio siempre fatigada y se apresuraba á lavarse las manos manchadas de tierra. Después se desayunaba en compañía de sus hijos, con los cuales permanecía encerrada en sus habitaciones toda la mañana, alternando los juegos con el trabajo. Eran las horas más deliciosas de su existencia. Pero venían á avisarla que el almuerzo estaba servido y era fuerza resignarse otra vez á ver sonrisas ambiguas, miradas crueles, semblantes odiados.
Por la tarde, cuando no tomaba el álbum y los lápices para ir á dibujar al campo, salía á dar una vuelta por el pueblo. Entraba en las casas de los vecinos y se pasaba á veces dos ó tres horas en alguna de aquellas miserables viviendas sentada sobre un cofre sucio, escuchando sin pestañear las relaciones de las mujeres gárrulas que no acababan jamás ó ayudándolas en sus fatigosas tareas. Al principio la trataban con mucho respeto. Á medida que la conocían, iban tomando confianza, que hubo de tocar no pocas veces en familiaridad. Pedro solía acompañarla en estas excursiones, lo mismo que en los trabajos matinales de jardinería. El pobre debía de aburrirse de un modo lastimoso en aquellas sesiones en que la condesa servía de paño de lágrimas, pero no lo demostraba. Antes parecía estar como en la gloria sentado frente á su señora, callando, sonriendo y sin quitarla ojo. Á las cinco, poco más ó menos, la condesa volvía á casa para recibir las visitas de los amigos de Vegalora. Al oscurecer comían y después de rezar el rosario y acostar á los niños se encerraba en su cuarto y pasaba gran rato leyendo antes de irse á la cama. Así era la vida que la opulenta condesa de Trevia, gloria y admiración de los salones de la corte, verdadera estrella Sirio de la sociedad madrileña, encontraba dulce y amable. Algunos días salía de caza, con no poca pesadumbre, pues aunque amaba el ejercicio y los campos, aborrecía la muerte de los animales inocentes. Además, se veía precisada á estar con él algunas horas.
En cuanto á la manera que el conde tenía de pasar el tiempo en su palacio, sólo la blonda institutriz pudiera dar cuenta perfecta de ella.
La del mayordomo había cambiado notablemente desde la llegada de sus amos. Pedro era un buen muchacho, un poco brusco, un poco altivo, un mucho cándido y noble. Las vicisitudes de su carrera militar, aunque breve, gloriosa y variada, no le habían enseñado más de lo que ya tenía aprendido de la naturaleza: á callar pocas veces sus sentimientos y á ser intrépido y firme en todas ocasiones. Su figura anunciaba claramente estas cosas. Aquellos ojos negros velados por largas pestañas, aquel cabello encrespado, los rasgos pronunciados de su rostro trigueño, la anchura de su cuello y lo fornido de sus hombros acusaban sin ninguna duda el temperamento sanguíneo puro. En toda la comarca era temido por sus ímpetus y amado por su franqueza y generosidad. La vida de Pedro antes era la de un labrador bien acomodado. Odiaba las cifras y las cuentas y procuraba despachar las que le estaban encomendadas en el menor tiempo posible y por el procedimiento más breve. En cambio era apasionadísimo de los trabajos del campo, de la caza, de los caballos y de los toros. Le costaba mucho trabajo estarse quieto, sobre todo en casa. Parecía que sus pulmones de gigante no encontraban aire ni aun en los espaciosos salones del palacio. Pero desde que los señores habitaban en la Segada, ó mucho habían cambiado sus aficiones, ó muy contrariado debía estar, pues sus costumbres no eran las mismas. Ya no salía de caza sino con los condes. Dejó en manos de los criados los trabajos de la labranza. Apenas visitaba las cuadras y pasaba mucho más tiempo en casa. La condesa le tenía secuestrado para todas sus excursiones y arreglos de jardín. Los niños también le retenían como un compañero que les servía en sus juegos.
Las relaciones entre Pedro y la condesa habían experimentado asimismo algunos altibajos dignos de atención. Durante los primeros días, el respeto y la veneración tenían cohibido al mayordomo en presencia de su señora y le obligaban, contra su natural, á mostrarse tímido y reservado. Vino después un período de confianza del cual hemos visto ya una muestra en la excursión á la romería. Su carácter franco y enérgico concluyó por sobreponerse al espíritu infantil de la condesa. En sus conversaciones casi llegó á borrarse la línea infranqueable que los separaba. Mas de repente, y sin que Laura diera motivo para ello, Pedro cayó de nuevo en una timidez y una reserva inexplicables. No sólo prescindió de las frases familiares y de los modales descuidados en su presencia, sino que hasta evitaba el mirarla frente á frente. Á pesar de esto no se notó que huyera las ocasiones de acompañarla; antes al contrario, parecía que las solicitaba. Mas, una vez á su lado, dejaba pasar las horas sin despegar los labios, apresurándose á cumplir sus órdenes más insignificantes. La timidez del mayordomo no era en verdad de la misma índole que antes. Había en ella más idolatría á la mujer que respeto á la señora. La condesa, ó no observaba tal cambio de modales, ó si lo observaba no quería fijar la atención en ello.
La actividad de Pedro había decrecido notablemente. Aquel Hércules se enervaba á ojos vistas en los cuidados del jardín. El perfume que la condesa despedía de su persona había mermado sus fuerzas y el roce fugaz de su vestido turbado mucho sus costumbres. Cuando quedaba sólo no buscaba al momento, como antes, una ocupación manual en que entretenerse. Permanecía grandes ratos contemplando sin pestañear cualquier objeto que tuviera delante de los ojos y (cosa que hasta entonces nunca le había sucedido) le llamaban poderosamente la atención las cimas lejanas y vacilantes de las montañas que cortaban la niebla del horizonte. Quiso atribuir al calor esta singular postración que experimentaba, y cuando algún vecino después de sorprenderle con los brazos cruzados le dirigía alguna pulla, echaba pestes contra el verano, que le quitaba las ganas de emprender ningún trabajo. Y en realidad, no mentía. Nunca había sufrido tanto calor. La sangre hervía dentro de sus venas produciéndole gran desasosiego. Pasaba las noches en claro dando vueltas en la cama sin lograr prender los ojos. Y de vez en cuando solía levantarse en lo más hondo de sus entrañas un rumor extraño, doloroso, que le desazonaba sin acertar á comprender de dónde venía ni qué expresaba. Parecía el ruido de la sangre al invadir con ímpetu lugares donde nunca hubiese entrado.
Cierta noche en que se revolvía en el lecho medio sofocado por el calor y la desesperación de no dormirse, después de haber aligerado la ropa en vano y abierto de par en par la ventana, concibió el proyecto de salir á darse un baño en el río. Y como para nuestro mayordomo los proyectos eran resoluciones, y más tratándose de algo peligroso, dicho y hecho: levantóse velozmente, abrió una de las puertas traseras del palacio y se encaminó sin vacilar á las orillas del Lora. Despojóse inmediatamente del vestido y se zambulló en los cristales opacos del río con estrépito. La noche era despejada, pero sin luna. El remanso donde se bañaba estaba envuelto en sombras espesas que los árboles arrojaban. Permaneció más de media hora tendido de cara al cielo contemplando las estrellas que flotaban en el éter como él en el agua. Pensaba, ó por mejor decir, soñaba cosas disparatadas, pero suaves y hermosas. El calor, sin embargo, no huía de su cuerpo. Dejó pasar más tiempo, y viendo que no conseguía refrescarse enteramente, salió del baño. Cuando se puso la ropa sintió un fuerte temblor de frío, que desapareció al instante. En el camino sintió otros dos ó tres cada vez más prolongados. Al entrar en la cama tiritaba atrozmente y no consiguió producir la reacción por más que se echó gran cantidad de ropa encima. Al amanecer se le fijó un agudo dolor en el costado izquierdo que le obligó á llamar al médico. Á las diez de la mañana estaba declarada la pulmonía, y el médico de la villa le daba un fuerte lancetazo y le extraía buena porción de sangre.
La condesa, á las doce del mismo día, asomó su carita graciosa y sonrosada por la puerta del cuarto y preguntó con interés:
—¿Qué es eso, Pedro, qué te pasa?
—Me he puesto malo, señorita, pero ya estoy bien.
—¡Qué has de estar bien, hombre, si me han dicho que te acaban de sangrar! ¿Cómo has hecho la atrocidad de bañarte por la noche? Te está bien empleado por majadero. ¿Crees que se puede jugar con la salud? Lo que no sucede en un año sucede en un día. Los que estáis robustos os figuráis que no podéis enfermar jamás, pero cuando menos lo pensáis os viene el latigazo encima. Voy á preparar el calmante que el médico ha recetado. Ten cuidado de no sacar los brazos fuera. Gracias á Dios, eso no será nada. No tengas aprensión.
Desapareció después de pronunciar este sermoncito, que el mayordomo encontró delicioso.
Al día siguiente á la misma hora volvió á asomar la cabeza.
—¿Cómo va?
—Mejor; ya me ha desaparecido el dolor.
—¿Has dormido?
—Regularmente.
—Ya sé que te probó bien el calmante. Hay que repetir la dosis. Lo que importa es que sudes mucho. He mandado calentar unas botellas de agua para los pies, y que te las renueven cada hora. ¡Pero qué majadería has hecho, Pedro! ¿Cómo se te ha ocurrido la idea de bañarte por la noche?...
La condesa pronunció un nuevo sermón contra los hombres que juegan con su salud.
Al otro día, después de preguntarle cómo seguía, Laura observó que la ropa de la cama se había caído un poco, y sin poder contenerse se acercó al enfermo.
—¡Ave María Purísima, cómo has puesto la ropa!—exclamó mientras la arreglaba con solicitud maternal.—Si no te movieses tanto, criatura, no te sucedería esto. No tienes tú toda la culpa, sino esas torpes de criadas que no saben hacer una cama.
Al tirar por la ropa hacia arriba, los dedos de la condesa rozaron la boca del mayordomo, el cual dejó escapar un beso tímido sobre ellos. Laura quitó rápidamente la mano, se puso colorada y continuó, sin decir palabra, arreglando la cama.
Al día siguiente sólo asomó la nariz por la puerta para preguntarle cómo seguía, y se fué sin entrar en conversación. Pero al otro volvió á notar con disgusto que las almohadas se hallaban completamente fuera de su sitio.
—Debes de estar muy incómodo, Pedro. Espera... alza un poco la cabeza.... Así.... ¿No estás mejor ahora?
Arregló después un poquito el lecho, y allá, para concluir, tiró otra vez por la ropa hacía arriba. La casualidad hizo que otra vez rozasen sus dedos con la boca del joven. La casualidad también que Pedro apretase sus labios contra ellos. La condesa no pareció notarlo.
El mayordomo era muy inquieto en la cama. La enfermedad le hacía serlo aún más, por lo que con mucha frecuencia se le revolvía y marchaba la ropa. Al menos, la condesa la encontraba siempre muy descompuesta. Las casualidades de que hablábamos repitiéronse varias veces, sin que Laura se diese por enterada ni acusase recibo del beso. ¡Era tan leve y tan tímido! Si hubiese mostrado enojo, el pobre Pedro hubiera empeorado y acaso sucumbido. Pero con aquella dulce medicina nuestro mancebo se fué mejorando de un modo rápido, hasta levantarse á los doce días del lecho. Nunca enfermedad se le hizo más corta á nadie.
Estuvo tres ó cuatro sin salir de la habitación. Durante ellos pudo observarse una cosa singular, y es que estaba menos contento en la convalecencia que lo había estado en la enfermedad. La gente del palacio lo atribuía al abatimiento que le dejara la extracción de sangre.
La condesa venía á verle todos los días, conversaba con él, le traía golosinas, le mimaba... pero ya no arreglaba la ropa. Su tristeza era visible para todos, que procuraban animarle, menos para ella.
Una tarde, sin embargo, cuando estaba ya casi sano, la condesa asomó, como de costumbre, la cabeza y le preguntó si no se decidía á dar una vuelta por la huerta. El día estaba muy hermoso y el ambiente seco; alguna vez era preciso salir del cuarto. Pedro contestó, sonriendo, que no se hallaba con ánimo todavía para pasear. Mas en la sonrisa que contrajo sus labios reflejábase una tristeza tan profunda y tan grande abatimiento, que la condesa se le quedó mirando un buen espacio tratando de sondarle el alma. Al fin, acercóse á él lentamente y le dijo en voz baja:
—Estás muy triste, Pedro. ¿Te encuentras peor?
—No, señorita, no; me encuentro bien.
—Vamos, no lo ocultes. ¿Te sientes mal?
—No; ya estoy completamente bueno.
—Entonces, ¿te hace falta algo?
Vaciló un instante y, apoderándose rápidamente de una mano de su señora, empezó á cubrirla de besos apasionados.
—Sí, me hace falta esto.
Á la pobre Laura se le encendió el rostro. Quedó confusa y temblorosa, y no supo más que decir mientras trataba de sustraer su mano á las apasionadas caricias del mayordomo:
—¡No, eso no... eso no!
XI Lo que cuesta un perro de caza.
EL Canelo no era uno de esos perros frívolos que se ponen en dos patas así que se lo ordenan con imperio, ni se entretenía en buscar un pañuelo cuando se lo ocultaban adrede, ni nunca se oyó que hubiese saltado por Francia, por Inglaterra ó por cualquier otro país extranjero. Tampoco era un perro cominero que llevase la cesta al mercado y la bolsa de los cuartos y viniese muy tranquilo para casa con la carne y el pan sin tocar de ellos. Había formado opinión muy severa sobre todas estas niñerías que no tienen inconveniente en ejecutar los perros sietemesinos. Si alguien le hubiera propuesto una cosa parecida, es seguro que lo hubiera rechazado enérgicamente. Mas en lo que toca al cumplimiento de las tareas que estaban encomendadas á su cuidado, bien puede decirse que ningún perro le ponía el pie delante. Era esclavo de sus deberes. Así que sentía en el cuello el cascabel de caza y veía á su amo tomar la escopeta, se le hinchaban las narices de contento y empezaba á ladrar como un energúmeno (como un perro energúmeno), manifestando por todos los medios posibles que el deber no era para él una carga, antes por el contrario estaba deseando ser útil en todo lo que pudiera. Por esta cualidad tan sobresaliente, y por su maravillosa aptitud y habilidad para quedar hecho una estatua delante de las perdices y para cobrarlas, aunque se ocultasen en el centro de la tierra, se había captado la estima y admiración de todos los cazadores del contorno. Alguno de ellos llegó á ofrecer por él dos onzas de oro; pero estaba tan lejos Pedro de enajenarlo á ningún precio, como de tirarse á la mar. Porque aunque no le escaseaba los puntapiés, tal cariño le profesaba, que primero le faltara el pan á él que á su perro. Razón poderosa tenía, pues, el Canelo para adorar á su amo y no separarse de su lado ni de día ni de noche.
Las costumbres del Canelo no podían ser más sencillas y metódicas. En el invierno se tumbaba al sol, y en el verano á la sombra. La única variante que á veces introducía en este régimen saludable, era el tumbarse también al sol por el verano exponiéndose á tomar un tabardillo ó unas calenturas gástricas. Adoptaba siempre para acostarse posturas diversas y tan fantásticas en ocasiones, que excitaba la admiración de los que le miraban. Si no fuese por las pulgas y las moscas, el Canelo se hubiera juzgado con razón el perro más dichoso de la tierra. Pero estos inicuos animalejos le habían declarado una guerra cruel; no perdonaban medio de molestarle y exasperarle, consiguiendo á veces ponerle en un estado de irritación vecino de la locura.
Los rasgos sobresalientes de su carácter eran la honradez y la independencia. Mas no dejaba de ser afable con todo el mundo y se dejaba acariciar de cualquiera, aunque sin hacer aspavientos. Era pacífico por naturaleza y de un temperamento tan conciliador, que nadie podía venir á las manos con otro en su presencia: en seguida saltaba hecho una furia sobre los contendientes, y los obligaba á separarse con grave detrimento de sus pantalones, cuando no de las pantorrillas. Gozaba de mucha popularidad en la comarca, siendo conocido por su nombre lo mismo en la villa que en los caseríos del concejo. Entre los perros también era bien quisto. Todos confesaban que tenía una razón muy clara y le juzgaban incapaz de jugar una perrada á nadie. Si la raza canina convocase un parlamento, el Canelo sería indudablemente el candidato indicado para aquel distrito.
Mas como al fin no hay mortal que esté libre de defectos, nuestro Canelo tenía algunos, aunque de poca monta, que la imparcialidad obliga á confesar. Decíase, con razón, que era un tanto caprichoso y no bastante justificado en sus antipatías. Todo el mundo, por ejemplo, censuraba la conducta inconveniente y grosera que seguía con el licenciado Velasco de la Cueva, al cual sin motivo alguno ladraba, gruñía y hasta pretendía morder. El pobre D. Juan Crisóstomo no acertaba á explicarse el por qué de esta aversión, y se le erizaba el cabello cada vez que necesitaba ir á la Segada. Apeló al recurso de los mendrugos, llevando siempre buena provisión de ellos en los bolsillos, que se apresuraba á donar liberalmente al inhumano perro, así que le tenía cerca; mas éste, que mientras duraba la pitanza movía la cola en señal de amistad y gratitud, lo mismo era concluir, que tornaba á gruñir de un modo más cruel, sin consentir por ningún concepto que el licenciado le pasase la mano por la cabeza. Peor resultado dió todavía el bastón de estoque que D. Juan Crisóstomo tuvo á bien comprar. El furor del Canelo, cuando se hizo cargo de que el licenciado había adquirido un nuevo bastón, no tuvo límites. Era una ofensa que sólo podía lavarse con sangre. Fué menester que Pedro le machacase á golpes y después le atase para conseguir apaciguarlo.
Además de esta desigualdad de carácter, que por fortuna sólo se mostraba de raro en raro, es necesario manifestar que era uno de los perros menos religiosos que se hubiesen visto nunca. No sabemos si por estar inficionado de los últimos errores de la filosofía alemana, ó por su mismo natural refractario á toda idea teológica, es lo cierto que era muy poco respetuoso con los misterios de nuestra religión. No se dió vez que hallándose en misa no se hubiera levantado en el instante más crítico y solemne para desperezarse groseramente abriendo una boca horrorosa y echando un palmo de lengua fuera. Hecho lo cual con mucha sangre fría y la cola tiesa, se salía pian pianito del templo. Todo el mundo censuraba fuertemente estos alardes de impiedad.
Mas á pesar de tales y otros defectos, no es posible negar que era un perro simpático y de excelente fondo. Desde la llegada de los condes á la Segada, había experimentado su vida algunas modificaciones que no eran de su gusto. Confesaba, como no podía menos, que la comida era más abundante y escogida, pero en cambio se veía obligado á sufrir la soba continua de los niños que no le dejaban á sol ni á sombra. En todo el día no cesaban: Canelo para aquí, Canelo para allí; unas veces montándosele sobre el espinazo, otras tirándole de las orejas y otras del rabo. Era cosa para desesperarse. Mas todo lo sufría con paciencia por ser los verdugos hijos de tal madre. Porque es de saber que el Canelo había tomado grandísimo amor á la condesa desde el punto en que la vió, sin que para ello hubiese ningún motivo de interés, pues ya conocemos la generosidad y limpieza de su corazón. Lo mismo era verla que ya perdía su continente grave y reposado: saltaba y brincaba y movía la cola haciendo mil suertes de carocas lo mismo que un ruin cachorro. Algunas veces, sin decir oste ni moste, le ponía las patas sobre el pecho, y en poco estaba que no la hiciese caer; otras, cuando la veía sentada en el campo, se acercaba sigilosamente por detrás y le pasaba la lengua por la cara. La condesa daba un grito y después se echaba á reír mientras él la contemplaba de hito en hito á distancia respetable, un poco asustado de lo que había hecho. Verdad que la condesa le pagaba su afición prodigándole grandes cuidados culinarios y librándole en no pocas ocasiones de la justa cólera de su dueño. Y basta de noticia biográfica.
Acaeció que una mañana de los últimos días del mes de Agosto salió la condesa con sus hijos á solazarse á la pomarada, donde las espesas copas de los árboles brindaban sombra fresca y deleitable. Reclinada debajo de uno, sobre un almohadón que le trajo Pedro, miraba con semblante risueño corretear á los niños y divertirse con el Canelo. Éste, contra lo que pudiera presumirse, se hallaba de humor excelente: se prestaba de buena voluntad á que le tirasen por el rabo, sin dejar por eso de hacerse el enfadado y correr detrás de los muchachos como una fiera que los fuese á devorar. Pero los niños, que sabían á qué atenerse sobre esta fiereza, se paraban de repente y le metían sus manos pequeñísimas en la boca con la mayor tranquilidad del mundo. Miss Florencia paseaba sola en uno de los parajes más apartados de la finca con un libro abierto en la mano.
La condesa había cambiado bastante desde su llegada á la aldea. Había en su persona modificaciones sensibles que todo el mundo notaba, y otras que sólo un ojo perspicaz y avezado á sondar las profundidades del corazón pudiera distinguir. El cambio de color en las mejillas era lo que primero saltaba á la vista. Los aires del campo y el ejercicio las habían tornado más frescas y rosadas: las ojeras madrileñas habían desaparecido totalmente. Pero la mirada de las gentes que ordinariamente frecuentaban el palacio deteníase aquí, sin observar los matices delicados, los detalles casi imperceptibles de esta trasformación. No observaban, por ejemplo, que sus ojos estaban velados á la continua por una humedad cristalina que los hacía más brillantes y tiernos y que sus labios, en cambio, se hallaban casi siempre secos. No observaban que su marcha era más lenta y sus ademanes más tímidos; que le gustaba mucho estar sola y que á menudo se la encontraba distraída con los ojos puestos en el vacío; que vagaba, en fin, constantemente por su boca hermosa una sonrisa beata muy lejana de aquella aciaga y melancólica del tiempo en que por primera vez la vimos. Para cualquier hombre aficionado al estudio y observación de los caracteres, no ofrecía duda que la condesa de Trevia era feliz. Caso raro, en verdad, dados los precedentes que de ella tenemos. ¿Cómo se había operado una trasformación tan súbita en el espíritu de nuestra heroína? ¿Qué acontecimiento singular y poderoso había conseguido despedir la nube de tristeza que la envolvía y despertar nuevamente la música dulce de su temperamento risueño? Para la mujer sólo hay un acontecimiento capaz de producir tales y tan instantáneos efectos: nuestros lectores lo saben y aún mejor nuestras lectoras. ¿Estaría la condesa enamorada? Dejemos que los acontecimientos, próximos por fortuna, vengan á esclarecerlo.
Al poco rato de hallarse disfrutando de la amenidad de la pomarada llegó también el conde, vestido como siempre de modo caprichoso, con un traje de franela blanca y gorra negra de caza. Traía pintados en el semblante el cansancio de todo y la sequedad de su alma. Después de haber contemplado breves instantes á sus hijos, que ya no corrían, sino que formaban grupo silencioso, dentro del cual estaba el Canelo, hizo que Pedro le trajese la escopeta para tirar al blanco. Fijóse éste en el tronco de un manzano, y por algún tiempo estuvieron resonando tiros en la finca. Todos los presentes fueron invitados á tirar, exceptuando los niños. La condesa acertó muchos blancos, lo mismo que Pedro y miss Florencia. El único que estuvo desgraciado fué el conde, á pesar de ser un tirador habilísimo en toda clase de armas, de lo cual había dado más de una brillante muestra en los tiros de pistola y salas de armas de París y Madrid. Pero aquel día estaba nervioso ó no sabía lo que le pasaba. Tenía motivos para estar irritado por su torpeza, y no obstante, su fisonomía no daba señales de alteración, apareciendo fría y tranquila como siempre y plegada por la misma ambigua sonrisa, aunque un poco más definida.
El Canelo, desde que oyera los primeros tiros, no paraba ni tenía sosiego, figurándose, sin duda, que aquello tocaba ya á su ministerio. Pero estaba sumamente sorprendido de no ver caer ni un miserable pájaro, y deploraba en su interior la detestable puntería y la torpeza de los cazadores.
Las carreras y los saltos que daba eran incesantes y prodigiosos. El conde, que estaba apuntando al blanco, se distrajo una de las veces mirándole correr, y sin decir palabra movió el cañón y lo dirigió hacia él. Sonó el tiro. El Canelo se detuvo en su carrera y cayó herido mortalmente.
El conde soltó una carcajada y dijo alargando la escopeta á miss Florencia: «Veo que aún no he perdido enteramente la puntería». Todos los circunstantes quedaron atónitos. Pedro se puso blanco como el papel; después le subió una ola de sangre á la cara y pasó un relámpago de ira por sus ojos. Todo su cuerpo se estremeció como el mástil de un barco al golpe del viento. Por un instante pudo creerse que el fiero león caía sobre el gato y lo deshacía entre sus garras; mas la chispa se apagó sin causar estrago. Quedóse otra vez pálido, bajó los ojos y de ellos brotó una lágrima ardiente y silenciosa. Lo único que sus labios trémulos murmuraron fué: «¡Señor!» de un modo casi imperceptible. El conde le arrojó una mirada altiva, volvió la espalda y se fué hacia casa. La condesa y Pedro corrieron al sitio donde yacía el perro luchando con las ansias de la muerte. El pobre animal levantó la cabeza lentamente, y pareció decirles con una mirada angustiosa: «¿Por qué me habéis matado?» Pedro dijo sordamente:
—Hace falta agua.
La condesa agarró el sombrero del mayordomo y voló á uno de los charcos cercanos. Después, ambos de rodillas, se pusieron á lavar la herida del animal. La bala le había atravesado de parte á parte, entrándole por el vientre cerca de las patas traseras y saliéndole por el pecho. Todos los esfuerzos fueron inútiles. La sangre corría con tal abundancia, á pesar de los pañuelos que le ataron, que en breve se hizo un charco á su alrededor. Los niños, á cierta distancia, contemplaban con ojos de espanto y dolor la muerte de su fiel amigo. La respiración del Canelo era cada vez más fatigosa y anhelante: después se fué poco á poco amortiguando, escuchándose un estertor débil y profundo. Se le vidriaron los ojos. Levantó, por último, con suavidad la cabeza, que la condesa se apresuró á tomar entre sus manos. El moribundo perro alargó un poco el hocico, lamió una de aquellas manos y expiró....
Acababan de sonar las dos de la noche. El reloj del salón principal, oculto en su caja de madera negra, había vacilado algún tiempo antes de darlas. Las tinieblas envolvían el salón y toda la casa. Reinaba el silencio en todas partes. El latir grave y acompasado del reloj era el único ruido sedicioso que turbaba la majestad de aquel silencio. Se había estremecido dentro de su armadura, como si quisiera despertar de algún sueño triste, y había exhalado un suspiro ronco: después se escucharon en lo interior de su vientre algunos ruidos huecos y mecánicos. Por último, lanzó dos campanadas firmes y solemnes que vibraron largo tiempo por los espacios tenebrosos del palacio. Después todo quedó otra vez en silencio.
Trascurrieron algunos instantes. Una de las puertas del salón, la que daba á las habitaciones de la condesa de Trevia, empezó á abrirse suavemente, y apareció en ella una figura blanca. Cerró tras sí la puerta y avanzó cautelosamente hasta la mitad de la estancia. El reloj no la dijo una palabra: se contentó con mirarla desde su rincón oscuro asomando el rostro por encima de la negra caja de madera. La figura blanca, después de pararse un instante, avanzó de nuevo y salió por otra puerta que daba á un pasillo. Siguió avanzando por él cada vez con más cautela y apoyándose en la pared; subió después una escalera interior y entró en otro pasillo. En la mitad de él tropezó con un mueble, produciendo fuerte ruido. Detúvose, quedando inmóvil como una estatua. Sólo se escuchaba su respiración anhelante y comprimida. Después de un rato siguió marchando, y cruzó todavía otro pasillo más estrecho y más largo. Al final de él se paró ante una puerta y aplicó el oído. Dentro se oía una respiración tranquila y acompasada. Al cabo de buen rato alzó con la mano suavemente el pestillo, empujó la puerta y penetró silenciosamente en la estancia. Con los brazos extendidos hacia adelante, avanzó algunos pasos hasta tropezar con una cama. Quedó inmóvil otra vez, y con voz apagada dijo:
—Pedro... Pedro...
Nadie contestó. Volvió á repetir más fuerte:
—Pedro... Pedro...
Esta vez la voz de Pedro contestó:
—¿Qué es eso?... ¿Quién va?
—Soy yo; no te asustes.
El joven se incorporó violentamente en la cama y exclamó espantado, aunque en voz baja también:
—¡Usted, señorita!... ¿Ocurre algo?... ¿Qué es lo que quiere?...
La figura blanca le echó los brazos al cuello y acercando la boca á su oído le dijo con acento tembloroso, en el cual se percibía al mismo tiempo cierta ferocidad:
—Quiero... ¡quiero que te vengues de ese infame!
Y acabando de decir estas palabras, volvió la cabeza hacia la puerta, y sus ojos hermosos, rasgados, centellearon de indignación.
XII Un paquete de cartas.
De Octavio Rodríguez á la condesa de Trevia.
SERÁ forzoso, pues, que sucumba? ¿El cáliz de la vida habrá agotado para mí su licor dulce y chispeante? ¿No he de apurar ya más que sus heces amargas? Cuando torno la vista al pasado, condesa, y contemplo lo que era hace pocos meses y lo que ahora soy, me acometen deseos inmensos de odiar á usted. ¡Ah, si esto pudiera ser! ¡Ah, si pudiera borrar, aunque fuese con mi sangre, la pasión fatal que me atormenta!
Si usted comprendiera mi felicidad pasada, cuando bañado por el sol de la alegría y dormido suavemente sobre risueñas ilusiones esperaba que mi alma despertase al rumor de una pasión embriagadora que iluminase mi espíritu y lo encendiese en placeres celestiales; si usted alcanzara ahora toda la fuerza de mi desgracia, quizá no fuese tan cruel conmigo. Yo conocía el amor por las novelas. Nunca vi en él otra cosa que un sentimiento purísimo, encanto de la vida, sacado por Dios del seno de la luz para regalo del universo. Todas las melancolías y tristezas que de él escuchaba referir, todos sus anhelos, dolores y martirios, me parecían un acompañamiento obligado que servía tan sólo para hacer más dulce y sonora su música. No había sospechado jamás que los dolores del amor podían lastimar el alma, que sus lágrimas eran verdaderas lágrimas, amargas y calientes como las demás que se vierten en el mundo. Era que aún no había amado.
Un día vino á mí una niña hermosa, tierna y sencilla y me entregó su corazón. Yo fuí bastante bárbaro para no saber qué hacer de él. Por un momento creí amarlo, lo calenté contra mi pecho, lo perfumé con la poesía de mis sueños y lo cubrí con todas las flores de mi espíritu; pero fué en vano. Aquel corazón, en vez de calentar mi pecho, lo iba enfriando poco á poco. Mis esfuerzos para gozar la dicha inefable de amar fueron estériles. Sobre todo en este mundo se puede mandar; sobre la tierra oscura que pisamos, sobre los abismos recónditos del Océano, sobre los senos luminosos del aire, menos sobre nuestros propios sentimientos. Vino usted después, y sonó la hora de mi vida y de mi muerte. Aunque usted no lo crea, le diré que ya mi alma la había adivinado, que ya su imagen pura y graciosa flotaba vagamente en lo íntimo de mis pensamientos. ¡Pero qué lejos estaba de sospechar, cuando por vez primera fijó usted en mí sus ojos brillantes, lo que había de suceder tan presto! Tuve la audacia de amar á usted; tuve la audacia de decírselo y no la tuve para morir. ¡Cuánto debe usted despreciarme!
Soy muy desgraciado; no puedo serlo más, aunque el cielo se empeñase en ello; pero le juro por mi salvación que no trocaría mi desgracia por la felicidad de nadie. Y es porque va usted ligada á esta desgracia, porque es usted la causa de ella, porque en el fondo de este cáliz de amargura veo brillar sus ojos altivos y serenos. Es de tal suerte mi amor, que la quiero á usted más, altiva que risueña, que padezco horriblemente con sus desdenes y padecería aún más si, confundida con el vulgo de las coquetas, me otorgara los pequeños favores que halagan la vanidad, que gozo con que usted me desprecie y me haga llorar y que todas estas extravagancias se las cuento para que usted me desprecie todavía más y se acreciente el sabor dulce que percibo en el fondo de sus desprecios. ¡Seré insensato!
Debo confesarle también algo que me humilla, porque quiero que usted lea en mi alma como en un libro abierto. Yo me decidí á hablar á usted de amor, no porque me inspirara desde el punto en que la vi una pasión loca, sino por motivos de vanidad; porque me lisonjeaba ser amado de una dama hermosa y celebrada en el mundo cortesano. Hoy todos estos motivos se han ido marchando á la tierra, como la escoria, y ha quedado limpio y acendrado el oro puro de mi cariño ó, mejor dicho, de mi adoración. El amor es algo que iguala á los seres que lo sienten, y yo no quiero ser igual á usted, sino infinitamente inferior: quisiera ser el gusano que usted aplasta con el pie al caminar sobre la hierba. Voy á confesarle aún otra cosa, pero con mucho misterio, bajo secreto de confesión. Hay en el fondo de mi desgracia un pensamiento tan consolador, que casi no me atrevo á decírselo de miedo que usted me lo arrebate: es una luz suave que esclarece un poco las tinieblas en que yace mi espíritu acongojado. Usted no ama á su marido. No me arranque usted por Dios esta última ilusión. Usted no ama á nadie: no hay hombre en el mundo digno de tal honra. ¡Cuánto placer me causa el creer esto! Su espíritu sereno como las montañas que nos circundan y casto como la nieve que viene á caer sobre ellas, vive en contemplación eterna del firmamento azul. Me complazco en considerar á usted como una de aquellas diosas de mármol que habitaban en el seno de los bosques de la Grecia, comunicando su pensamiento augusto con la blanca luna que á la noche las visitaba. ¿Y sabe usted por qué me complazco? Porque aquellas diosas escuchaban la ferviente plegaria de los peregrinos que venían á postrarse al pie de su pedestal, inmóviles, frías, sin dignarse siquiera posar sobre ellos la mirada; porque aquellas diosas, como usted, no amaban á nadie. ¡Á nadie, á nadie! ¡Qué feliz me hace este pensamiento! Pero qué triste felicidad debe ser ésta, ¿verdad, condesa? Sí; estoy triste y de esta tristeza infinita que me oprime tal vez salga algo muy triste también. Vivo en tal confusión de ideas que ni sé lo que pienso, ni lo que hago, ó lo que es más cierto, pienso cuanto se puede pensar y no soy capaz de hacer nada. ¿Qué me aconseja usted? Estoy resuelto á llevar á cabo cuanto me ordene, menos dejar de adorarla. En sus manos adorables pongo mi pobre corazón.
¡Por Dios, no le haga usted mucho daño!
De la condesa de Trevia á Octavio Rodríguez.
Le escribo á usted arrepintiéndome de antemano de hacerlo. No es en verdad prudente que escriba á un joven que se dice enamorado de mí, por más que sepa á qué atenerme sobre este amor. Pero dada la exaltación momentánea de su ánimo y su temperamento excesivamente impresionable, y como quiera que ya hace algunos días que no pone los pies en esta casa, tampoco sería prudente dejar de escribirle.
Y ante todo, ¿de dónde ha sacado usted que yo le desprecio? Repaso en mi memoria todos los momentos que nos ha hecho el honor de dedicarnos, y no creo que haya salido de mis labios una palabra ni que haya ejecutado acto ninguno que pueda inducirle á usted á creer cosa semejante. Y si alguna vez ha observado en mí señales de impaciencia, considere usted de lo que me estaba hablando y se hará cargo de que no podía menos de darlas.
Por lo demás, puede creer que, lejos de despreciarle, me ha inspirado usted siempre una profunda estimación fundada en su corazón generoso y sensible y en su carácter afable sobre todo elogio. Lo que hay es (y no se ofenda porque se lo diga) que tiene usted la cabeza llena de ideas romancescas, las cuales le turban y le hacen ver lo que no es. Ayer se creía enamorado de una niña de quince años; hoy se juzga usted apasionado de una mujer de treinta. ¿No comprende usted mismo que en ello juega muy poco papel el corazón, y que todo tiene su raíz en una fantasía inquieta y poderosa? Hoy forja usted sobre mi insignificante persona una novela tan complicada é interesante como la que hace poco tejía sobre la hermosa niña que es todavía su novia. ¿No se le ocurre que esta novela necesariamente ha de terminar como aquélla? Estoy muy lejos de ser lo que su mente exaltada se ha figurado. No soy esa diosa de la Grecia de que usted habla, que sólo se comunica con la luna y recibe la adoración de los mortales sin pestañear, sino una pobre mujer plagada de defectos y que está en el caso de agradecer cualquier prueba de atención que se le conceda.
Me pide usted que le diga lo que debe hacer. Es una carga superior á mis fuerzas. No sé lo que convendría que usted hiciese. Sin embargo, yo en su caso me iría de este país por una temporada hasta que nos hubiésemos partido á Madrid. Cuando volviera á verme el año que viene, le doy mi palabra de que se habría deshecho la diosa de la Grecia y de que usted se reiría grandemente de sí mismo. Haga la prueba y lo verá.
De D. Primitivo Alonso á M. Baltasar Alonso.—27, rue des Feuillantines.—Paris.
Querido sobrino: Leí tu grata del 14, y por ella veo que gozas de salud, de lo cual nos alegramos mucho, lo mismo tu tía que yo, pues es lo principal, porque de todo lo demás hay que hacer poco caso. Ya sé que marchan bien tus negocios, aunque nunca me dices una palabra. Eres lo mismo que tu padre, que cuando le sale bien una cosa se calla, y cuando le sale mal no tiene boca bastante para quejarse.
Quizás sepas por los periódicos que vamos á tener elecciones para el mes de Diciembre. Es el caso que me he comprometido á apoyar con todas mis fuerzas la candidatura del señor conde de Trevia, persona de quien me habrás oído hablar más de una vez, muy amigo mío, de sanas ideas y excelentes sentimientos. En estos tiempos de desorden conviene que los hombres que no queremos la destrucción de la religión de nuestros mayores, nos unamos y votemos personas de respeto para oponernos al torrente impetuoso que nos arrebata al ateísmo y á la demagogia. Te lo digo para que me contestes á la vuelta de correo si puedo disponer de los votos que tienes en la Meruca y en Cayacente. La mayor parte de ellos están obligados también á la fábrica, pero creo que si les presento una carta tuya amenazándoles con el desahucio no tendrán más remedio que hacer lo que se les mande. Cuento que no me faltarás en esta ocasión, pues ya sabes el interés que tengo en el asunto.
Pues hablando de otra cosa, te diré que las judías del Danubio que me has enviado han salido riquísimas, y que todos andan detrás de mí para que les proporcione algunas para sembrar. Parece mentira lo que aumentan de tamaño después que se cuecen. Los perales se los regalé á D. Lino Pereda, pero todos se secaron, lo cual me ha disgustado mucho, aunque presumo que habrá sido porque los plantó en tierra demasiado húmeda. Lo mismo se peca por lo mucho que por lo poco. No dejes de mandarme en tiempo oportuno algunos otros de buena casta, pues se los he prometido al cura de la Segada. El nabicol aquí no ha gustado gran cosa, pero es que no entienden una palabra de legumbres. Si lo hubieran comido á tiempo y no lo hubiesen dejado endurecerse en la tierra, estoy seguro de que dirían otra cosa. No sucedió lo mismo con la col de Bruselas, pues ha gustado tanto que no se cansan de alabar su finura y agradable sabor; pero como no se aprovechan de ella mas que los repollitos que nacen en el tronco, dicen que para comer algo es necesario segar un cuadro entero. En esto me parece que no dejan de tener razón. Es una legumbre muy rica, pero cara.
No tengo más que decirte por hoy. Consérvate bueno y recibe muchos recuerdos de tu tía y de toda la demás familia, y un fuerte y cariñoso abrazo de tu tío
Del provisor de la Diócesis al párroco de la Segada y arcipreste del concejo de Vegalora.
Mi estimado arcipreste: Suma alegría y regocijo nos han causado las noticias que en su última nos comunica, y es en verdad cosa para alabar á Dios el ver cuán fácilmente se van venciendo en ésa, como en todas partes, los obstáculos que antes parecían insuperables. Porque ciertamente, nadie pudiera creer que una comarca tan revoltosa como ésa, donde el masonismo ha conseguido echar hondas raíces, esté á punto ahora de mandar á las Cortes un diputado neto y de buena casta. Su ilustrísima, á quien hice presente los fructuosos trabajos que está usted ejecutando en pro de la santa causa, se ha dignado recibirlos con benevolencia, y me encarga le trasmita su bendición para que persista en ellos con el mismo celo y entusiasmo.
La cuestión de proporcionar misa á los de Cayacente y Romeral, que como usted me indica nos dará ciento cincuenta votos, puede usted considerarla como resuelta, y está usted autorizado para decirlo así en el ofertorio de la misa cuando lo crea oportuno. Á pesar de que usted cuenta como seguro el apoyo de ese D. Baltasar Rodríguez, yo no me fío. Tengo las peores noticias de tal individuo, y aunque no sé en qué forma le tendrá usted cogido, nada más fácil que á la postre tire la cabra al monte. De todos modos, procure que no se le vea en público con ese sujeto, y esparza bien la creencia entre la gente de que el apoyo que nos presta obedece sólo á los remordimientos de su conciencia y á los deseos de ponerse en paz con la Iglesia.
Mucho me ha sorprendido lo que usted me cuenta del párroco de Solano, pues nunca pude imaginarme que tratándose de una elección en que está interesado el Palacio llegara á cerdear; pero á bien que le tengo cogido por el cuello con motivo de cierta denuncia que nos han remitido hace tiempo, y si no se decide á trabajar como Dios manda, lo dicho dicho, mi amigo, que ya le cayó encima tarea para divertirse un rato. ¡Vaya todo por Dios!
Escribí en nombre de su ilustrísima á ese capellán de la Seo de Urgel para que recomendara la candidatura del señor conde á su hermano el estanquero de Romeral. Hasta ahora no se ha recibido contestación.
Suplicándole muchísima reserva, le diré que hemos tocado también la tecla del gobernador, el cual, á pesar de ser un republicano desorejado, ha respondido admirablemente. Á su señora, que es hija de un prendero de la calle del Rubio, le da mucho por la aristocracia y llama chusma á los partidos avanzados: conque no le digo más, porque esto basta y sobra: intelligentibus pauca.
Los quesos que me ha mandado salieron excelentes, sobre todo el amarillo. Si puede encargar otros dos, hágalo por mi cuenta, pues los necesito para regalar á una persona de respeto; no le molesto más por hoy. Consérvese bueno y no deje de enterarme minuciosamente de todo cuanto ocurra, pues dará gusto con ello á su amigo y superior, q. b. s. m.,
De Homobono Pereda á su amigo Manuel Ruiz Pérez, secretario primero de la sección de literatura del Ateneo de Madrid.
Mi querido Manolo: He leído tu carta con el mismo placer y atención que si fuese un artículo de Tiberghien ó Leonardi. Eres tan erudito y piensas tan derecho, que la ciencia fluye de tu pluma hasta cuando tratas los asuntos más insignificantes. Los párrafos que en tu epístola dedicas al contenido necesario de la voluntad y á la existencia del principio sobre-individual en el yo son admirables y me han causado profunda impresión.
Lo mismo digo de las palabras que consagras al desenvolvimiento de nuestras facultades interiores, cada una en sí misma y todas en relación armónica entre sí. Juzgo como tú que es imprescindible apartarse de toda falsa relación entre estas facultades si se quiere evitar el desorden interior que es su consecuencia indeclinable. No puede darse la armonía en las relaciones exteriores del hombre mientras la vida interior no esté rectamente ordenada en sus facultades y diversas tendencias; y para que este orden se establezca, precisa que concibamos el destino del hombre en su unidad, como abrazando todos los fines particulares que en él se contienen. Tanta mella han hecho en mi espíritu tus atinadas observaciones, y tanto he meditado sobre ellas, que al cabo me he decidido á realizar importantes reformas en mi modo de vida. No puedo ocultarme por más tiempo que hay en ella un principio de desorden que ya está produciendo notables desequilibrios, el cual desorden se halla sostenido, á no dudarlo, por un predominio nocivo del pensamiento sobre las otras facultades interiores. ¡Y cuán cierto es que el cultivo exclusivo del pensamiento conduce al orgullo!
Mi padre me significó el deseo de que me presentase candidato para diputado á Cortes en las próximas elecciones. He visto en ello un medio muy adecuado para ejercitar mi voluntad desmayada, y le respondí que tendría mucho gusto. Hemos empezado ya nuestros trabajos electorales, que, entre paréntesis, no puedes figurarte lo que repugnan á mi educación científica, pues en todos ellos se atacan directa ó indirectamente las bases fundamentales del derecho público, coartando de un modo ó de otro la libertad del elector. Tengo por contrincante al conde de Trevia, apoyado por todos los elementos reaccionarios del distrito. Los curas me hacen una guerra encarnizada propalando que soy un impío. Si el ser impío consiste en detestar la forma histórica que actualmente reviste la religión, es verdad lo que dicen, pero de ningún modo si consiste en no tenerla. Los que creemos, como tú y yo, que la religión es uno de los fines racionales de la vida, ¿cómo hemos de ser irreligiosos?
Me pides que te sugiera algún pensamiento para un drama, pues quieres hacer tus primeras armas en el teatro, y me preguntas si entre estas ásperas montañas no encontrarías alguna acción interesante que pueda servirte de tema. No, amigo mío. Aquí hallarás la belleza objetiva de la naturaleza en todo su esplendor, la cual no sirve gran cosa para expresar adecuada y completamente el complejo organismo de la vida humana, que es lo que tú intentas. La poesía dramática, como sabes mejor que yo, no expresa la belleza objetiva exterior (aun cuando se den en ella elementos objetivos), sino la belleza objetivo-subjetiva, donde se hallan indisolublemente unidos hechos interno-externos y psico físicos en enlazado concierto. Lo que estas fragosas sierras te pueden proporcionar es una decoración grande, imponente, pero no el hecho de la vida humana que constituye el fondo de toda composición dramática, porque aquí los afectos y las pasiones no se elevan al grado de energía y dignidad necesario para que exista ese juego encontrado de sentimientos y caracteres sin el cual no es posible que se produzca la emoción estética. Por lo demás, con los vastos conocimientos filosóficos que tú posees y los especialísimos estudios que has hecho en la estética, no dudo por un momento que escribirás una obra maestra y que alcanzarás un éxito ruidoso en el teatro. Á mi entender, están haciendo falta obras macizas, con un fin objetivo, con un pensamiento trascendental que las informe y las preste consistencia. Las obras más celebradas hoy á mí me suenan á hueco y no veo en ellas otra cosa que una forma bella guardando un pensamiento muy frívolo. Mientras los hombres de ciencia no se apoderen del teatro, no pasará éste de ser un fútil y agradable entretenimiento.
Nada más por hoy. He estudiado todo el día y tengo la cabeza como un horno.
XIII El cáliz.
OCTAVIO besó la firma de la carta, dejó caer las manos sobre las rodillas y la cabeza sobre el pecho. Así estuvo largo espacio inmóvil como una estatua, delante de su escritorio. Al volver en sí, escapósele del pecho un suspiro blando y prolongado. Era la nota final, triste y moribunda de una melodía del corazón. Alzóse de la silla y con paso vacilante fué á abrir la ventana. El día empezaba á declinar. Su mirada vagó algún tiempo por los contornos de la casa; por el jardín, cuyos árboles se iban tornando amarillos; por los prados, que como un cinturón de esmeraldas lo circundaban; por las tierras dilatadas de maíz que ostentaban ya con orgullo sus mazorcas rebujadas. Al cabo se detuvo con insistencia en un grupo de casas que apenas se distinguía en el fondo del valle. Después alzó los ojos á los adustos riscos de la Peña Mayor y se estremeció. Creyó sentir una corriente de aire glacial por el corazón. Quedóse pálido, cual si acabase de ver algo muy espantoso.
—¿Qué será esto?—murmuró mientras cerraba apresuradamente la ventana.
Se fué otra vez al escritorio y apoyó sobre él ambos codos, metiendo la cabeza entre las manos.
—Sí—tornó á decir en voz baja:—yo debí morir en aquel momento... ¡Gran ocasión!... Hubiera conservado de mí memoria amarga, pero punzante, como el olor de un cadáver... Ahora me desprecia por cobarde... Ahora ya no es ocasión de morir, sino de seguir siendo lo que he sido... un cobarde. Me manda que huya; pues huyamos. Quiero cumplir su voluntad con el mismo afán que si fuese la de Dios... Sí, sí, huyamos... Ella lo manda...
Se alzó de la silla vivamente, y dió algunos paseos rápidos por la sala. Después arrastró desde su cuarto un baúl-maleta, y se puso á introducir en él ropa que sacaba con precipitación del armario. Cuando vió el equipaje hecho, lo contempló con ojos de espanto, como si no comprendiese para qué servía. Acordóse de que aún le faltaba algo, y sacando una llavecita del bolsillo abrió el cajón central del escritorio. Inmediatamente tropezó su vista con una relojera que Carmen le había regalado el día de su santo. Estaba bordada por su mano. La puso sobre la mesa y la envolvió en una mirada tierna y compasiva.
—¡Pobre niña!—murmuraron sus labios.—¡Por qué andarán tan mal arregladas las cosas de este mundo!
Y saltaron á su memoria de improviso los instantes felices de aquellos amores serenos y límpidos como los pensamientos de la infancia, desde aquella tarde en que su manecita blanca le arrojó una rosa de Alejandría, estando en el jardín, hasta la noche reciente en que aquella misma mano le dió un pellizco, mientras su dueño le decía al oído: «¿Qué tienes? Andas muy triste de algún tiempo á esta parte».
Sintióse conmovido por estos recuerdos. Luego se enfureció contra el destino, la Providencia, ó lo que sea, que nos hace insensibles para los que nos aman y nos inflama de amor por los que nos desprecian.
—¿Por qué, por qué no he de querer yo á esta niña como ella me quiere?—se decía.—Si me fuera posible sentir por ella lo que siento por la otra, ni en la tierra ni en el cielo habría un ser más feliz que yo.
Recordó con enternecimiento el primer beso que la dió por sorpresa viniendo de paseo, y el rubor que se apoderó de ella instantáneamente. Recordó cuando estuvo enferma, hacía ya tiempo, y le permitieron verla en su lecho diminuto, donde reposaba pálida y ojerosa, pero más bella que nunca. Recordó también la vez primera que vino á visitar á su madre, quien la recibió en la escalera y la echó los brazos al cuello cubriéndola de caricias y llamándola hija. Poco á poco, y por virtud de estas memorias, se fué apaciguando la violenta desesperación en que ardía su espíritu; fué penetrando en él un pensamiento melancólico y suave que le reconcilió por un instante con la vida. El sentirse amado, mucho más siendo por una mujer hermosa, aplaca siempre un poco el odio de la existencia.
«¡Cuántos elementos de dicha perdidos y desbaratados!» pensó mientras daba vueltas entre los dedos á la relojera. «¡Pobre niña! volvió á murmurar; ¡qué lejos estarás de presumir lo que te espera!» La compasión penetraba en su pecho como un torrente, y lo llenaba de inquietudes. «No; no me escaparé como un ladrón después de haberme introducido traidoramente en el santuario de su alma inocente. Iré á despedirme de ella y achacaré mi viaje á un mandato paterno, á un negocio urgente. Desde allá podré ir poco á poco desengañándola, y tal vez la ausencia mitigue la aspereza del golpe. Ya que me vea precisado á herir, procuraré hacer el menor daño posible.»
Tomada esta resolución, encendió una bujía y se aliñó los cabellos frente á un espejo. Cogió el sombrero y el bastón, apagó la luz y bajó la escalera velozmente. En un instante salvó el corto espacio que le separaba de la casa de su novia y penetró en la tienda, dando las buenas noches con menos aplomo que otras veces.
Había ya alguna gente, porque era noche de lotería. Paco Ruiz se hallaba sentado sobre el mostrador mordiendo un cigarro, como la vez primera que le vimos. Escuchaba con suprema indiferencia, guiñando los ojos á menudo, la historia circunstanciada de un catarro pulmonar que hacía ya media hora le estaba relatando don Ignacio Valcárcel. D. Lino Pereda conversaba en un rincón con el promotor, haciéndole saber que su hijo había recibido el mismo día por el correo un paquete de pruebas de imprenta que le enviaban de Madrid. No comprendía cómo el chico tenía cabeza para corregirlas en el plazo que le señalaban.
Casi al mismo tiempo que Octavio, entraron algunas señoras, lo que sirvió de señal para trasladarse los jugadores á la trastienda. Al llevarlo á cabo hubo apretura á la puerta y Carmen tuvo ocasión para estrechar con disimulo la mano de su novio. Octavio le devolvió la caricia afectuosamente y le dirigió una mirada tierna y grave á la vez. Estaba un poco pálido, como el cirujano que va á acometer una operación importante. Sentáronse todos con el estruendo acostumbrado, y como de costumbre también quedaron juntos los novios. Del otro lado de Carmen se colocó D.ª Demetria. Paco Ruiz, en su carácter de ídolo de la tertulia, andaba haciendo de las suyas en torno de la mesa. Mas al poco tiempo se acercó á D.ª Demetria y con su desenfado habitual le dijo en voz alta:
—Doña Demetria, yo no puedo vivir sin usted. Nada pueden contra mi amor los desprecios. ¿Me concede usted un sitio á su lado?
La vieja, poniendo cara de vinagre y refunfuñando, apartóse hacia un lado, y el joven introdujo su silla entre ella y Carmen. Estaba empeñada á la sazón entre ésta y su novio una plática suave como el gorjeo de las tórtolas. Octavio, á modo de un goloso que, ahito y empachado por los confites, todavía, antes de retirar el plato, lleva las manos á él y se obstina en comer más, preguntaba á la niña blonda con acento melifluo:
—¿Me quieres mucho?
—¡Pero, hombre, qué matraca eres! ¡Cuántos millones de veces lo habrás oído en tu vida!
—Es que, vida mía, necesito oirlo hoy otra vez. Nunca lo he necesitado tanto como ahora.
Dijo estas palabras con voz un poco temblorosa. Carmen le dirigió una mirada de sorpresa.
—Pues si tanto lo necesitas, te lo diré otra vez. Sí: te quiero, te quiero... Ya está usted serbido, don Caprichoso. Pero no pongas esa cara, hombre de Dios. ¡Si parece que estás haciendo testamento!
—¿Estas segura de que no lo estoy haciendo allá en mis adentros? Mira, Carmen, ya conocerás en mi semblante que me pasa algo grave. Te he querido y te quiero muchísimo, porque eres una niña buena y hermosa, y porque sé el cariño que me profesas. El afecto que me inspiras es dulce y profundo, y tiene algo del amor fraternal. Todos los días risueños de mi existencia van unidos indisolublemente á tu imagen bella. En el curso de nuestros amores, puedo decir que no tuve motivo serio para quejarme una sola vez de ti. Nuestras reyertas han sido siempre las de dos niños y han terminado con la misma brevedad que las de los pájaros que riñen en el aire. Los pensamientos honrados que abrigo y las pocas acciones virtuosas que en mi vida pueda llevar á cabo, también creo debértelas á ti, y suena tu nombre en mis oídos tan suave...
La afortunada D.ª Faustina dió el alto en aquel momento. Carmen, que había estado escuchando con semblante inquieto y distraído el discurso de su novio, tomó parte en el alboroto que se armó en la mesa con tal motivo. Las señoras decían, medio en broma, medio en serio, que aquello no se podía sufrir. D.ª Feliciana odiaba á D.ª Faustina con todo su corazón, pero se reprimía. Después que el orden se hubo restablecido, Carmen se puso á charlar como una cotorra con Paco Ruiz. Los chistes del jugador la hacían desternillarse de risa, hasta el punto de que algunas veces le mandaba callar, porque le dolía el pecho. Octavio habló también un rato con la señora que tenía al lado. Mas aunque aparentase indiferencia, claramente se leía en su rostro el disgusto que la conducta ligera de su novia le causaba. Irritado al fin le dió un golpecito en el brazo y le dijo con acento irónico:
—¿Con cuál de los dos te quedas?
La niña mostróse un poco cortada y respondió mirando para los cartones:
—¡Qué tonto eres!
—Es que como te veo tan entusiasmada...
—Vamos, no digas disparates. ¿Qué tiene de particular que hable un instante con Paco? Me parece que después del tiempo que llevamos en relaciones ya podías tener alguna mayor confianza en mí.
—Sí la tengo, querida mía—repuso suavizándose de repente,—pero no se pueden evitar ciertos impulsos de celos que nacen, sin saber cómo, en el corazón. Por lo demás, debes convenir en que has obrado con ligereza, y que sin querer me has colocado en una situación ridícula... Pero dejemos esto: tengo que hablarte de cosas serias, de las cuales tal vez dependa tu felicidad y la mía. Necesito que me escuches con atención. No sé qué profundidad habrán alcanzado las raíces de tu amor, porque esto jamás lo llega á averiguar un amante. Eres aún muy niña y en tu edad los afectos suelen ser más bien caprichos que pasiones. Aunque hoy me quieras con toda el alma, si mañana dejases de verme y estuvieses separada de mí por algún tiempo, quizá ese amor se fuera debilitando y al cabo concluyera por extinguirse. No es que deje de tener confianza en ti, hermosa, pero todo cabe en lo posible. Esa separación acaso esté próxima... quizá empiece mañana mismo.
El joven daba vueltas entre los dedos desde el comienzo de su discurso á una bola de la lotería, y al proferir estas palabras se le cayó al suelo. Bajóse rápidamente á cogerla, mas al hacerlo pudo observar con estupefacción que las manos de Paco Ruiz y de Carmen se hallaban enlazadas y que se soltaban á toda prisa al notar su movimiento. Sintió la misma impresión que si hubiese tocado una víbora. Al levantarse lanzó una mirada fulminante, abrasadora, sobre ambos. Paco Ruiz parecía atender con cuidado al juego, mientras en sus labios se dibujaba vagamente una sonrisa sarcástica. Carmen también atendía á sus cartones, pero roja y confundida.
El efecto que de repente produjeron á nuestro señorito no sólo aquellos dos seres miserables que tenía cerca, sino todos los allí congregados, no es fácil de describir. La indignación en que rebosaba su alma le hizo ver en ellos, por arte mágico, no una asamblea de seres humanos, sino una piara de animales inmundos. Acometióle un asco invencible y un sentimiento vivo y enérgico de la superioridad de su persona. Ninguna de aquellas almas pequeñas podía gozar el privilegio de ofenderle. De buena gana les hubiera escupido á todos en la cara. Contentóse con arrojar á la tertulia una profunda mirada de desprecio, y tomando el sombrero salió de la trastienda y de la tienda sin percatarse de la sorpresa de los circunstantes. Una vez en la calle detuvo el paso, y volviendo la vista atrás murmuró:
—Al fin no pudo desmentir su casta... ¡Su casta de villanos!—añadió con acento más colérico.
Su cólera cedió, no obstante, muy pronto. No había sido más que una irritación pasajera levantada por el amor propio. Como la hija de don Marcelino no había vivido jamás en el fondo de su corazón (por más que él tratara de engañarse á sí mismo suponiéndolo), la herida no podía tener mucha profundidad. Después de todo, en el instante de contemplar su perfidia, ¿no iba él también á engañarla y á hacerla una traición? Cierto que no era tan grosera, pero al fin era una traición. Por otra parte, tenía el espíritu tan henchido de sentimientos nebulosos y filigranas espirituales, que no es maravilla si á los pocos minutos de vagar por las calles se olvidase enteramente de la escena vergonzosa en que acababa de jugar papel tan desairado. ¡Ay! Otras escenas más lejanas se le representaron inmediatamente con mayor energía! Acudieron en tropel á su mente los pensamientos dolorosos que á la tarde le habían asaltado en su habitación cuando el sol se ponía y las sombras iban envolviendo lentamente los ámbitos de la sala.
La imagen celeste de la condesa vino sobre las alas del viento á soplar la llama que le estaba consumiendo. Era preciso alejarse ó morir. La carta lo decía... la carta que estaba guardada en su bolsillo. Llevó la mano allá y la sacó con violencia. No había claridad bastante para descifrar sus caracteres, pero los tenía bien descifrados. Los estaba leyendo con los ojos del alma tan perfectamente como si los rayos del sol del mediodía cayesen de plano sobre ellos. La linda mano de la condesa había pasado por encima de aquel papel. Lo llevó á los labios con trasporte y lo tuvo largo espacio sobre ellos. La carta despedía un perfume suave y delicado. El joven lo aspiró con delicia cerrando los ojos. Tornó á guardar la carta y siguió andando á la ventura.
Empezó á soñar despierto. Ofrecióle su imaginación inmediatamente un cuadro risueño y venturoso. La condesa le amaba. Se lo había dicho al oído cuando menos lo esperaba, despidiéndole en seguida roja de vergüenza. Á esta confesión hubieron de seguir, como es lógico, horas muy felices, horas de juventud, de amor y de ventura, como las llama el poeta. La fantasía encendida del mancebo no dejaba de recorrerlas una á una, complaciéndose y recreándose en ellas, y adornándolas con los detalles más inefables y primorosos. Una tarde reciente le había dicho la condesa echándole los brazos al cuello: «Escucha, Octavio; tengo miedo, mucho miedo de perderte. Vivo en continuo sobresalto, que amarga y emponzoña los instantes felices que paso á tu lado. Si el conde llegase á sospechar algo, ten por seguro que te mataría ó te haría matar. Sólo de pensarlo me estremezco. ¿No sería mejor que huyésemos, sí, que huyésemos á ocultar nuestra dicha y nuestro amor en cualquier rincón del mundo, á la margen de un río, en una casita rodeada de laureles y naranjos?» Después de algunas dudas y vacilaciones, se resolvieron á llevarlo á cabo. Hicieron sus preparativos y señalaron la noche en que se había de consumar la fuga. Ya la noche había llegado. La condesa le aguardaba y no había que perder un instante. Detrás de él un criado traía dos magníficos caballos que en pocas horas los podían conducir á la orilla del mar, donde se embarcarían para algún país hermoso y seguro.
Sacóle de su desvariado ensueño el ruido que produjo al caer á sus pies un erizo de castañas desprendido del árbol por la madurez, más que por el viento. Sin darse cuenta de ello, había tomado la carretera de la Segada, y notó con sorpresa que estaba ya bastante cerca del puente. La noche era fresca y apacible. El cielo parecía empedrado de nubecillas redondas y blancas, como pacas de algodón, que dejaban paso expedito á la claridad de la luna. En ocasiones se la veía por los intersticios nadando serena por los abismos del aire. Alzó la vista y vió negrear encima de él los contornos fantásticos de la Peña Mayor. El mismo estremecimiento singular y doloroso que por la tarde le corrió ahora por todo el cuerpo.
—¡Cosa extraña!—exclamó, tornando á emprender la marcha. Hallóse pronto al lado del puente. Después de vacilar un momento penetró en él.—Puesto que mañana parto—se dijo—quiero echar una última mirada á los balcones de su habitación; quiero recorrer los sitios en que tantas veces la he visto por mi desgracia. Cuando tenga noticia de mi marcha, ¡qué ajena quedará de este viaje nocturno! ¡Oh, no puede concebir lo que la amo!
El río sonaba impetuoso debajo del puente. La claridad de la luna prestaba fosforescencia á la espuma de sus remolinos. Un poco más lejos se extendía límpido y tranquilo en un remanso dilatado que sombreaban por ambos bordes dos filas de espesos avellanos.
Después que hubo pasado el puente, entró por el estrecho y sombrío camino que le separaba de las casas de la Segada y del palacio condal. No tardó en llegar al pueblecillo y lo atravesó sin hacer ruido. Todo estaba en reposo. En las casas no había luz. Sólo al pasar por delante de una puerta escuchó las voces gangosas de algunas mujeres que rezaban el rosario. Dió la vuelta con precaución al palacio, pero no pudo colocarse delante de los balcones de la condesa, porque había demasiada claridad en aquel sitio. Entonces, con el objeto de contemplarlos á su sabor y sin riesgo de ser visto, dió un pequeño rodeo. Saltó la cerca de la pomarada, que no era muy alta y ofrecía grietas donde apoyar los pies. Desde allí penetró en la huerta, empujando la puerta enrejada. Mas apenas había avanzado algunos pasos, cuando se detuvo repentinamente con espanto. Le pareció escuchar ruido en uno de los cenadores próximos. Quedóse inmóvil como una estatua, conteniendo la respiración. Y, en efecto, pudo escuchar claramente el murmullo de dos personas que conversaban discretamente. El señorito, para quien las voces eran harto conocidas, fué andando á paso de lobo hasta colocarse detrás de un árbol inmediato. Desde allí no se perdía una palabra de la conversación por bajo que se hablase. Apenas escuchó las primeras frases, se puso pálido. Una de las voces era masculina; la otra femenina. El diálogo era tan suave y discreto, que semejaba el ruido del viento al pasar por la enredadera. Á nuestro joven, no obstante, aquel débil murmullo le atronaba los oídos como el estampido de cien cañones, á juzgar por el susto y espanto pintados en sus ojos. La sangre iba huyendo á toda prisa de su rostro, dejándole cada vez más pálido, hasta ponerse lívido. Tuvo necesidad de cogerse al árbol para no caer. Al cabo de pocos minutos ya no escuchaba. Con la frente bañada en un sudor frío, los ojos extraviados y agarrado fuertemente al árbol, parecía hallarse en presencia de un espectro. Su agonía se prolongó cerca de media hora. Por último, la voz femenina pronunció un adiós y dejó de escucharse. Octavio pudo ver una figura breve y gentil que se deslizaba por la huerta y desaparecía.
¡Pero el hombre aún estaba allí, á su lado, inmóvil debajo de la enredadera! La sangre subió otra vez aceleradamente al rostro y lo tiñó de fuerte color rojo. Una ola de fuego invadió su yerto corazón abrasándolo en ira. Dió tres ó cuatro pasos adelante. Al mismo tiempo el hombre salía del cenador y la claridad de la luna dejó ver las facciones atezadas y varoniles de Pedro. El señorito no pudo contenerse.
—¿Eres tú, miserable?—exclamó con voz alterada poniéndosele delante.—¿Eres tú, gañán asqueroso, el que se atreve á profanar lo que debiera ser tan sagrado para ti como la Hostia?... ¿No sabes que los criados no pueden atentar á la honra de sus señores?... Pues apréndelo, villano...
El junquillo del joven silbó al mismo tiempo en el aire y fué á cruzar la mejilla del mayordomo. Oyóse una exclamación de rabia. Pedro alzó la mano, y el señorito rodó por el suelo sin sentido.
—¡Oh, qué bárbaro, le he matado, le he matado!—profirió el mayordomo inmediatamente acercándose á su agresor.—¡Es un chico tan débil!...
Y arrodillándose en el suelo levantó suavemente la cabeza del herido. Pronto se cercioró de que no estaba muerto, sino desmayado. Pero de todos modos era gravísimo compromiso. Trató de volverle á la vida dándole aire con el sombrero (porque no había cerca agua), pero inútilmente. No era posible pedir auxilio en casa, por el escándalo que se armaría. Dejarlo allí era una acción indigna y expuesto, además, á cualquier percance... ¿Qué hacer?...
Después de meditar breves instantes, tomó de pronto una resolución violenta. Agarró al señorito por el medio del cuerpo y lo echó al hombro con la misma facilidad que si fuese un canastillo de cerezas. Salió de la huerta, cruzó el pueblo rápidamente y entró en el camino de Vegalora. Pronto apareció en el puente y lo atravesó como una saeta. Después corrió á lo largo de la carretera, ocultándose y desapareciendo por intervalos, según caminaba debajo de los árboles ó al descubierto. Al llegar cerca de la villa se detuvo á tomar aliento. Acto continuo se deslizó con precaución rozando las paredes de las casas, consiguiendo llegar sin ningún tropiezo á la del joven. El portal estaba oscuro. Después de buscar á tientas el llamador, lo hizo sonar dos veces fuertemente. Tiraron desde arriba por un cordel y se abrió la puerta. Entonces Pedro no hizo más que depositar con presteza el cuerpo del señorito en tierra, y echarse á huir como un gamo por las calles.
No fué pequeño el alboroto que se armó en la casa de D. Baltasar así que hallaron al joven en semejante estado. D.ª Rosario, creyendo á su hijo muerto, se dió á gritar como una loca. Convencidos, sin embargo, prontamente D. Baltasar y los criados de que no era más que un simple desmayo, lograron calmarla. En efecto, Octavio no experimentaba más que un adormecimiento del cerebro producido por la conmoción. Á fuerza de echarle agua en la cara y hacerle aspirar esencias, consiguieron que recobrase el conocimiento. Apenas estuvo vivo le abrumaron con preguntas. ¿Qué había pasado? ¿Quién le había puesto de aquel modo? ¿Quién llamó á la puerta? Negóse á responder algún tiempo diciendo que no sabía, que no se acordaba de nada. Pero haciéndose cargo de que no era posible que sus padres se contentasen con esto, prefirió idear una historia. Su imaginación poderosa le vino en ayuda inmediatamente. Un hombre de barba con traje de obrero le estaba aguardando en el portal para robarle. Le pidió lo que traía amenazándole con un puñal, pero él retrocediendo había llegado hasta la puerta y pudo coger el llamador. Viéndose frustrado el ladrón le dió un fuerte golpe en la sien que le hizo venir al suelo. D. Baltasar salió inmediatamente á dar parte al juzgado. Octavio, después de haber sorbido dos tazas de tila y de ceñirse la cabeza con un pañuelo empapado en árnica, se retiró á su habitación pidiendo que le dejasen descansar.
El descanso de nuestro señorito consistió por lo pronto en dar vueltas por la sala como un lobo enjaulado, sin dignarse echar una mirada al arqueológico lecho. Así pasó algún tiempo en un estado de agitación que inspiraba lástima. Las mejillas se le iban inflamando. Sus ojos zarcos llegaron á inyectarse de sangre. Relámpagos siniestros brotaban de ellos de vez en cuando, y después de cada uno su cuerpo se estremecía como si acabase de cometer un asesinato. Y es la verdad que allá en los profundos abismos del alma los estaba cometiendo, y á cual más horrible: porque tantas veces como la imagen de Pedro se ofrecía á su imaginación, otras tantas le cosía á puñaladas con singular deleite.
—Este canalla (murmuraba unas veces y pensaba otras), después de haber abusado de su fuerza física, quiso burlarse de mí trayéndome á casa... ¡Ah, si hubiera tenido un arma, hubiese matado á las dos víboras en su nido!... Pero todavía hay tiempo... ¡Miserable!... En mi vida pude pensar que un hombre tan soez llegase... ¡Si apenas es posible creerlo! Se necesita tener bien envilecido el corazón para entregarlo á un patán como ése. ¡Qué risa!... Digo, no... ¡qué vergüenza! ¡Lindo galán ha elegido la condesa de Trevia!... Este invierno de seguro llamará la atención en las soirées de los duques de Hernán-Pérez.—(Octavio sonreía al pensar esto, pero de un modo que daba ganas de llorar.)—Pero ¿es posible que no haya más que podredumbre en el corazón de las mujeres?... ¡Y yo que no me hubiera atrevido á tocar con los labios la orla de su vestido!... Buen papel me han hecho jugar ese par de... Pero no se reirán de mí mucho tiempo... Mañana salen de caza y se las prometen muy felices...—(El joven se detuvo delante del escritorio.)—Pues bien, la felicidad no existe en este mundo. Tengo en mi mano el rayo que os puede pulverizar... ¡Allá os lo envío!
Al decir esto se sentó, y tomando pluma y papel trazó con agitación y disfrazando la letra la siguiente carta:
Si mañana sales á cazar con tu señora, abre mucho los ojos y quizás podrás ver á quien te roba la honra.
Después de cerrarla y escribir el sobre llamó á la criada.
—¿Se ha acostado ya tu hermano?
—No, señorito.
—Pues hazme el favor de decirle que suba.
Al poco rato se presentó en la sala un muchacho alto y delgado.
—Díme, Juan, ¿te conocen en la Segada?
—No lo creo, señorito, porque como usted sabe, hace pocos días que he llegado de Castilla.
—Pues entonces te voy á confiar un encargo muy delicado. Toma esta carta. Inmediatamente corres á la Segada, llamas en el palacio y dices que la entreguen al señor conde. Y sin aguardar contestación ni entrar en plática con los criados, te vienes á todo escape, no por el camino real, sino por los prados. ¿Serás capaz de hacerlo?
—No es cosa difícil.
—Pues te recomiendo mucho silencio para que esto quede sólo entre los dos.
Octavio introdujo al mismo tiempo una moneda de plata en el bolsillo del chico, que salió dando las gracias.
Una vez solo, llevó ambas manos á la cabeza. Se le partía de dolor. Desnudóse de prisa y se metió en la cama. Pero las emociones de la noche habían alterado demasiado sus nervios para que pudiese dormir. Los genios de la cólera y de la venganza batían las negras alas sobre su frente pálida. Revolcóse sin fin entre las sábanas como si estuviesen llenas de alfileres. Sólo cuando rayaba el alba logró cerrar los ojos con un sueño inquieto y fatigoso.
XIV Á medianoche.
AÚN no ha caído la última hoja de los árboles y ya arde el fuego en la chimenea. ¿Quién tendrá frío?
El gabinete es rojo. Las espesas cortinas de damasco, que caen formando pliegues sobre la alfombra, no dejan paso á la claridad de la luna. La estancia yacería en tinieblas si no fuese por los troncos de roble que forman allá en el fondo un rincón luminoso.
Arden en silencio; la mitad está convertida en brasa. Algunas llamas fugaces y azuladas los coronan y se extinguen alternativamente. Al desaparecer dejan en su puesto blancos penachos de humo, que no tardan en ascender por el estrecho cañón á tomar el fresco de la noche. De vez en cuando se desprende, con ruido seco, algún pedazo de brasa, y rodaría hasta la alfombra sin la intervención salvadora de dos cabezas de bronce enlazadas por una barra de hierro que guardan la entrada del agujero. La impasibilidad estoica con que se dejan tostar por los carbones, antes que consentirles pasar á prender fuego á la casa, es digna de encomio. Cuando salieron de la tienda eran doradas y relucientes, y representaban dos mujeres hermosas. Ahora son negras y nadie sabe lo que representan.
Descansando á un lado están los hierros de la chimenea. La lumbre los hiere de través produciendo destellos. Delante del fuego y próximas á él hay dos butacas en actitud de conversar amigablemente. Pero están mudas, ó por lo menos no se oye lo que dicen. Quizá fatigadas de charlar y enervadas por el calorcillo agradable que templa la atmósfera del gabinete, se hayan entregado al sueño ó á la meditación. La claridad las baña á veces vivamente: otras las deja sólo medio esclarecidas.
Detrás de las butacas empieza ya la sombra; una sombra indecisa. En ella flotan como masas negras los muebles de la cámara. En ocasiones, cuando una llama más viva se despierta sobre los carbones, el círculo luminoso ensancha sus dominios y arroja vivos reflejos á las paredes. Entonces, entre los vacilantes rayos de la llama, percíbense los contornos severos de los sillones arrimados al muro. Tal como aparecen, correctos, graves, inmóviles, semejan un congreso constituído en sesión permanente. Las sombras temblorosas aprovechan la huída de la llama para envolverlos de nuevo en su manto tenebroso.
El gabinete está solo. Una fantasía algo viva, espoleada por el miedo, pudiera, sin embargo, fácilmente imaginar otra cosa. Porque á menudo se ve correr una gran mancha negra por los muros, y pasar con la brevedad de un relámpago. Otras veces, la mancha negra surge de improviso detrás de las butacas, se arrastra lentamente por la alfombra y va á ocultarse entre los pliegues de las cortinas. Otras, baja por el cañón de la chimenea un zumbido, aunque leve, extraño por demás y medroso. Y en los ángulos oscuros de la estancia, y debajo de las sillas, y en los huecos de los balcones, se agitan á la continua muchedumbre de fantasmas que esperan la hora de extinguirse el fuego para salir.
Reina el silencio. Es la medianoche. Afuera se oye una vez que otra el cansado latir de algún perro. De tiempo en tiempo se alza también del sombrío recinto del valle un grito agudo, prolongado, angustioso, uno de esos gritos de la noche que nadie sabe de dónde parten, y que hielan de terror el corazón del más bravo.
Óyese en la estancia el crujir de un vestido. Aparece una mujer de figura elevada y majestuosa, que marcha con lento paso á sentarse en una de las butacas que hay delante de la chimenea. La luz que de súbito la baña deja ver la fisonomía severa, pero bella, de la institutriz de los Trevia.
¡Oh, no; no hay mentira en declarar que es hermosa! Sus cabellos son rubios y claros, y están anudados por detrás de un modo sencillo y original: los ojos de un azul oscuro como el cielo de Andalucía: la frente un poco estrecha, como la de las estatuas griegas: la nariz delicada y correcta: los labios delgados y rojos y siempre húmedos: la barba bien señalada, y el cuello mórbido y flexible. Pero lo que más resalta en este rostro es la blancura deslumbradora de la tez. No debe comparársela al marfil, á la nieve, al nácar ó á la leche, porque la tez de una mujer hermosa vale más que todas estas cosas juntas. La imaginación no puede concebir nada más delicado, más terso y más suave que el cutis de la blonda institutriz.
Todas estas perfecciones no han logrado, sin embargo, producir una fisonomía dulce y apacible. La expresión de aquel rostro admirable es dura y siniestra. Su frente está siempre ligeramente fruncida. Los ojos no despiden más que miradas altaneras, como si tuviese al mundo entero postrado á sus pies. Pero tal expresión soberbia y feroz hacía aún más incitante su hermosura, porque gusta particularmente á la humana naturaleza lo inaccesible, y porque es opinión muy seguida entre los sabios que vale más el pellizco de la mujer arisca que el beso de la tierna.
Miss Florencia, después de sentarse en la butaca, quedó con los ojos clavados en la lumbre. Una de las manos, prodigio de finura, descansaba en el regazo; la otra pendía fuera de la butaca. El fuego la envolvió también en una mirada larga que prestó á su rostro mayor trasparencia.
El conde de Trevia vino silenciosamente á sentarse en la otra butaca y quedó mirándola fijamente. El aya no apartó los ojos de la lumbre.
—Ya estoy aquí—dijo con impaciencia al cabo de un rato de contemplación. Miss Florencia no movió un dedo siquiera.
D. Carlos le tomó una mano y la llevó suavemente á los labios. Tampoco el aya hizo el menor movimiento.
—¿No oyes, dí, no oyes?—dijo entonces sacudiendo aquella mano.—Soy yo.
—¿Qué hay?—repuso ella volviendo lentamente la cabeza.
—Te digo que tengo el humor muy negro, que me ahoga la bilis y que en este momento al menos necesito que seas un poco más humilde que de ordinario. ¿Lo entiendes?—profirió reprimiendo con esfuerzo la cólera.
La institutriz le miró con sorpresa á la cara, y después de contemplarle con atención unos instantes, convirtió de nuevo sus ojos á la lumbre, haciendo una imperceptible mueca de desdén.
El conde siguió contemplándola con mirada colérica un buen espacio. Luego se alzó bruscamente y comenzó á dar paseos por la estancia. Al cabo de un rato miss Florencia levantó la cabeza y le dijo con acento más suave:
—Siéntate. ¿Qué mala hierba has pisado hoy?
El conde vino de nuevo á acomodarse en la butaca, tomó uno de los hierros y escarbó la lumbre con ademán distraído. Después de larga pausa dejó el hierro en su sitio y sacó del bolsillo un papel que presentó al aya.
—Mira lo que acaban de entregarme.
Miss Florencia lo acercó á la chimenea y pasó sus ojos por él.
—Un anónimo—profirió sonriendo y entregándoselo de nuevo.
—Sí, un anónimo... ¿Por qué sonríes?
—Porque me causa mucho placer que te agite tanto la pérdida del cariño de tu esposa.
—¡No es eso, no es eso!—exclamó D. Carlos con impaciencia, herido por el tono irónico de aquellas palabras.—Respecto al cariño que nos tenemos, demasiado sabes á qué atenerte. Pero por encima del cariño hay otra cosa mucho más importante para mí, que es la honra.
—Dí el amor propio.
—Bien, pues el amor propio. Aunque entre nosotros no exista hace tiempo verdadero matrimonio, el lazo social que nos une no se ha roto. Ella tiene el deber de respetarlo... Si no lo respeta—añadió sordamente,—nos veremos.
Miss Florencia dejó escapar una risita maligna.
—¡Es gracioso! ¡es gracioso!
—¿El qué es gracioso?—preguntó él cogiéndola por la muñeca y apretándola convulsivamente.
La institutriz se puso un poco pálida, pero dijo con calma sin dejar de sonreir:
—Te advierto que me estás haciendo daño.
—Dí, ¿qué es gracioso? ¿qué es gracioso?—repitió el conde sacudiéndola rudamente.
—Vuelvo á decirte que me haces daño. Yo no soy la condesa de Trevia, sino una pobre institutriz. No merezco ser tratada con tanta confianza.
El conde aflojó la mano y la miró fijamente.
—¿Se puede saber qué es lo que hallas gracioso en este paso?
—Es gracioso el suponer que la condesa había de sufrir toda la vida sin buscar el desquite.
D. Carlos quedó un instante silencioso. Al cabo dijo alzando los hombros:
—Está bien. Que lo busque. Pero al final de esos desquites es fácil tropezar con una bala.
Guardaron ambos silencio obstinado mucho tiempo.
—¿Y tú conoces al Romeo?—preguntó al fin el conde.
—¡Ya lo creo!—respondió el aya sin mirarle.—¡Y tú también!
—¿Por qué no me has llamado la atención hasta ahora? Ni una palabra ha salido de tus labios.
—Los criados no deben mezclarse en los asuntos de los amos.
—¡Ya pareció la gotita de hiel!—exclamó levantándose de nuevo y paseando por la estancia.
Al cabo se acercó por detrás á su querida y, tomándole el rostro entre las manos, le dijo inclinándose:
—No hablemos más de eso. Seamos felices. Hace ya algún tiempo que me tratas con mucha crueldad, ingrata. Mis caricias no logran despertar en tu corazón un movimiento de ternura ni en tus labios una sonrisa. Á medida que mi amor crece parece debilitarse el tuyo. Te encuentro muy fría.
—Fría no, respetuosa.
—¡Otra vez!—exclamó el conde riendo.—Demasiado sabes—añadió sentándose y acariciándole una mano—que de hecho no hay en esta casa más señora que tú hace tiempo. Los criados, los niños, la condesa... yo mismo, pasamos la vida mirando tu semblante, estamos pendientes de la expresión de tus hermosos ojos como el marino de las mudanzas del cielo. Te has apoderado de todo mi ser. Te amo tanto, que por un cabello tuyo daría cien vidas si las tuviera.
El conde pronunció las últimas palabras con una pasión que nadie sospecharía en su temperamento impasible.
La bella extranjera sonrió como una diosa que percibe el olor del incienso. Se levantó para añadir un leño al fuego y vino luego á sentarse sobre las rodillas del conde con el silencio y la delicadeza de una gata. Los ojos opacos de aquél brillaron al sentir el blando peso. El fuego lanzaba sobre ellos reflejos maliciosos.
—Yo también soy feliz con tu amor—le dijo suavemente al oído.—En mis horas de sueño, en los momentos en que fabricaba castillos en el aire nunca pude imaginar tanta dicha. Es más: yo pensaba que el amor estaba vedado para mí. Dios me ha criado con un corazón poco sensible. Dicen que soy orgullosa, fría, áspera, y acaso tengan razón. Pero tú no puedes quejarte, porque te has logrado introducir en el único rincón apacible que hay en mi alma. Si tú no me hubieses enseñado lo que es amor, moriría sin conocerlo, porque ningún otro hombre haría lo que tú has hecho. Acuérdate de las humillaciones que has sufrido, las lágrimas de fuego que has derramado, las noches en vela pasadas á la puerta de mi cuarto...
—Sí, sí; ¡me lo has hecho pagar caro!—exclamó el magnate riendo.
—¿Te pesa de la compra?—dijo la extranjera tirándole de la oreja.
—Nada de eso. Estoy conforme con el precio, y aun daría algo más encima.
—Y yo me alegro de haber caído á pesar de mi orgullo... Pero, te lo confieso; aunque me haga feliz tu amor, tengo momentos en que soy muy desgraciada. No puedo olvidar la posición, no ya humilde, sino deshonrosa que ocupo en esta casa. Cada una de las muestras de respeto que prodigas á tu mujer en público es una saeta envenenada que viene á clavarse en mi corazón. No te las recrimino, porque los caballeros ilustres no pueden portarse como los gañanes, pero me hacen mucho daño. Entonces (dispénsame esta niñería) me miro al espejo y me pregunto: ¿No tengo yo porte de condesa? ¿Mis manos no son finas y delicadas como las de una dama? ¿Mi cuello no es erguido y esbelto? ¿Tengo por ventura los ojos humildes y rastreros como una sirviente?... Y, sin embargo, á pesar de esto y á pesar de tu amor, jamás, jamás seré otra cosa que una doméstica distinguida. ¡Oh, no sabes el efecto que produce en mí tal idea! Hay momentos en que resuelvo tomar mi ropa, huir de tu lado y buscar en el mundo algún rincón oscuro donde ocultar mi vergüenza.
El conde la apretó amorosamente contra su pecho y la cubrió de besos. Quedó después largo rato inmóvil con los ojos en el fuego, grave y pensativo. Al cabo dijo:
—¡Quién sabe! ¡quién sabe! El mundo da muchas vueltas.
—Para mí no dará más que una... ¡La vuelta final!
—¡Calla, calla!—exclamó él riendo y tapándole la boca.—No puedes deshacerte de esas ideas lúgubres y románticas, porque tienes el cerebro atestado de folletines.
—Porque lo tengo lleno de tu amor y temo perderlo—manifestó ella, apretándole á su vez con pasión.
La plática se hizo más alegre, pero más suave y discreta también. Largo rato sonó en el rojo gabinete un cuchicheo amoroso sobre el cual estallaba de vez en cuando el eco de una carcajada comprimida ó el rumor de un beso.
La blonda extranjera estuvo como nunca tierna, mimosa, embriagando á su noble amante con dulces y exquisitas caricias que jamás éste conociera. Pero en medio de su frenesí amoroso, un hombre más observador que el conde hubiera notado cierta inquietud, algo triste y siniestro que brotaba á la frente por intervalos en forma de arruga, y á los ojos como relámpagos aciagos.
Trascurrió mucho tiempo. Al cabo la institutriz, después de vacilar infinitas veces, se atrevió á preguntarle al oído:
—¿Qué piensas hacer después de lo que te han escrito?
El rostro del magnate se contrajo fuertemente.
—¡Silencio! Ni una palabra más de ese asunto.
Quedó serio, taciturno, con los ojos clavados en el fuego. Miss Florencia no se atrevió á interrumpirle. Al cabo su semblante contraído se fué dilatando por una sonrisa amarga, y profirió:
—No sé jamás de antemano lo que he de hacer. Obedezco á la inspiración del momento.
XV Buscando salvación.
LAS ocho de la mañana serían ya bien sonadas cuando el señorito Octavio abrió los párpados despegándose del sueño febril que le embargara desde el amanecer. Muy lejos de concederle descanso y reparar sus gastadas fuerzas, le dejó más inquieto y molido que nunca: las mejillas pálidas; un círculo oscuro, amoratado en torno de los ojos.
La idea del anónimo cayó de improviso como un rayo sobre su mente y le hizo dar un salto en la cama. Representósele con espantosos y sombríos colores la gran atrocidad que había hecho. Le pareció imposible que él, un hombre de honor, hubiese llevado á cabo acción tan indigna y repugnante. Por un momento dudó si estaría aún bajo la influencia de alguna pesadilla. Cuando se cercioró de que era una realidad, de que había sido un vil delator, de que corría peligro la vida del ser que más amaba, entregóse á una violenta desesperación, mordiendo la ropa del lecho y prodigándose con furia epítetos á cual más injurioso. La imaginación le hizo ver la muerte próxima de la condesa. Ante un cuadro tan espantable, desapareció al momento la afrenta que había recibido y se la perdonó de todo corazón. «Después de todo, se decía, yo no tengo ningún derecho sobre ella. Si se ha enamorado de otro, debo sufrirlo con resignación como una desgracia. Sólo un corazón pequeño es capaz de hacer lo que yo hice. Hasta se comprende que los hubiese matado en aquel momento, porque la pasión ciega el espíritu... ¡pero delatarlos!... ¡Dios mío, qué indignidad!... Cualquiera diría que mi amor no era más que un deseo vanidoso de ser preferido... Y, sin embargo, no es cierto; yo la adoraba... La adoro todavía en lo profundo de mi pecho. En un principio me sedujo el aparato mundano de que estaba rodeada; pero después se fué infiltrando poco á poco en mi alma, hasta el punto de que no era yo el que pensaba y sentía, sino ella la que pensaba y sentía por mí... Hoy daría la vida porque fuese una pordiosera, con tal que me amase un poco...»
Y embebecido en estas y otras reflexiones estuvo algún tiempo sentado. De repente le asaltó el pensamiento del grave peligro que corrían las vidas de los amantes, y se arrojó con ímpetu del lecho. Vistióse á medias precipitadamente, como si fuese á ejecutar algún acto que exigiese mucha premura. Una vez vestido, quedóse inmóvil con la mano puesta sobre el pestillo de la puerta. ¿Adónde iba? Era preciso á toda costa evitar el crimen que no tardaría en perpetrarse, si no se había perpetrado ya; pero ¿cómo? Quiso pensar en algún medio, mas no pudo. Las ideas le daban vueltas en la cabeza. No acertaba á sacar nada en limpio de su meditación ansiosa. Adivinaba la existencia de algún pensamiento salvador, pero estaba envuelto en tan tupidas gasas que no percibía de él absolutamente nada. Y cuantos más esfuerzos hacía para sujetar su imaginación y enderezarla á un resultado práctico, más se turbaba y más se perdía en un piélago de lucubraciones absurdas. Lo único que vió claro fué la imposibilidad de intentar por su cuenta nada con el conde. Era necesario darles aviso á ellos; pero ¿en qué forma y por qué medios? Después de mucho vacilar, se resolvió á ir él mismo á la Segada.
Emprendió la marcha inmediatamente y con no poca celeridad, aumentando ésta á medida que la idea terrible de no llegar á tiempo se iba apoderando de su revuelto cerebro. Ya estaba en la carretera... ya cruzaba el puente... ya caminaba por el túnel de avellanos... ya estaba en el pueblo. Acercóse al palacio lleno de susto, y vió salir á un criado de una de las cuadras. Después de reprimir su respiración fatigosa, y fingiendo naturalidad, le abocó diciéndole:
—¡Hola, amigo! ¿Los señores condes se han ido ya de caza?
El momento que trascurrió entre su pregunta y la respuesta del criado fué de suprema angustia.
—La señora condesa ha salido ya con el mayordomo. El señor conde está durmiendo.
La noticia, sin sacar á nuestro joven de apuros, le tranquilizó un poco. Tuvo fuerzas para decir:
—Gracias, muchacho: voy á dar un corto paseo mientras el señor conde se levanta.
Así que se alejó algún trecho, retoñaron con más fuerza sus ansias. Aquel extraño sueño del conde en tales circunstancias le causaba gran inquietud y le parecía precursor de una tremenda desgracia. «¡Oh! tengo la seguridad, se dijo, de que antes de una hora el conde de Trevia saldrá de su palacio... Y si sale es para cazarlos como á dos ciervos... ¡Dios mío, es horrible, es horrible!... ¿No habrá un medio de cortar el paso á la muerte?...»
Se mesaba los cabellos y corría sin tino por la margen del riachuelo que bajaba de la Peña Mayor. Al dar vuelta á un repliegue del terreno vió blanquear entre los árboles, no muy lejos de sí, la iglesia de la parroquia. Al mismo tiempo surgió en su espíritu un pensamiento, al cual se agarró el desdichado inmediatamente, como se agarra á un clavo ardiendo el que rueda hacia el abismo. Pensó en el cura de la Segada y en la influencia poderosa que ejercía al parecer sobre el conde. Pensó en que como hombre sagaz y de mucho ingenio pudiera tal vez hallar algún recurso ó excogitar algún medio de conjurar la tormenta. Después de todo, en su calidad de ministro de Dios, estaba en el deber de hacer cuanto le fuera posible para evitar la consumación de un crimen. Como amigo de los condes, hallábase aún más obligado á impedir la desgracia que les amenazaba. Se determinó á ir á la rectoral y contarle lo que ocurría, bajo secreto de confesión.
Los momentos críticos y decisivos. Se dió á correr cuanto más pudo hacia la casa, que por fortuna no estaba lejos. Era, como casi todas las rectorales de aldea, pobre de aspecto, rodeada de huertas extensas y feraces, y tenía en la fachada principal un largo balcón de madera sin pintar, guarnecido todo él por una parra cuyos pámpanos estaban ya marchitos. La puerta, ennegrecida por el tiempo, no tenía llamador. Se vió precisado á dar dos golpes sobre ella con la palma de la mano. Después de un buen rato de espera rechinaron los goznes con cierto chirrido prolongado semejante á un lamento, y apareció una vieja, la cual, sin aguardar la pregunta del mancebo, le dijo en tono áspero:
—El señor cura está arriba.
Y á paso acelerado fué á hundirse por una puertecilla, que más parecía agujero, de donde salían bocanadas de humo y fuerte olor á guisado. Octavio tomó la escalera estrecha, sucia y llena de agujeros que conducía al piso primero y último de la casa, y después de atravesar un corto pasillo, hallóse frente á una puerta sobre la cual dió otros dos golpes con la mano, aunque más discretos.
—¡Hola! ¿quién anda ahí?—preguntó la voz cascada del cura desde adentro.
—Soy yo, señor cura; tenga la bondad de abrir.
—¿Sabe que no le conozco, mi amigo?... Pero aguárdese un instante el que sea, que estoy concluyendo de afeitarme.
Le molestó extraordinariamente aquella dilación. Se puso á dar vueltas agitadamente por el pasillo. Cada minuto que pasaba le parecía que traía consigo una calamidad. Por fin se abrió la puerta, y el rostro atezado del cura, que apareció detrás de ella, expresó una agradabilísima sorpresa al ver á nuestro joven.
—¡Ave María Puriiiiisima!... ¡Pues no era el señorito Octavio el que llamaba! ¿Por qué no dijo su nombre, criatura, y le hubiera abierto inmediatamente? Vaya por Dios... vaya por Dios... Es usted el diantre, señorito... Pase ahora adelante... Siéntese y cúbrase; siéntese y cúbrase; siéntese y cúbrase...
La estancia en que penetró era la más original que en su vida había visto. No tenía grandes dimensiones, pero albergaba trastos suficientes para amueblar una casa entera, los cuales se hallaban esparcidos de tan singular y caprichoso modo, que era en verdad cosa digna de verse. Los sofás, que eran tres, no se hallaban arrimados á la pared como en todas las salas del mundo, sino que formaban en el medio un cuadrado abierto por uno de los lados, al modo que se ponen los bancos en las iglesias los días de funeral. En el centro de este cuadrado se alzaba un ropero de madera sin barnizar atestado de sotanas, balandranes, manteos, sombreros de teja, bonetes, etc., etc., todo muy usado y sucio. En el rincón más oscuro apenas se veía la mesa de escribir cubierta con una bayeta que habría sido verde; actualmente las manchas de tinta, vino, leche y otros líquidos la habían puesto casi incolora. Sobre la mesa descansaban algunos breviarios, algunas plumas de ave, algunos tinteros y una buena cantidad de polvos de escribir. Había además hasta una docena de manzanas (ó pomas, como las llamaba el licenciado Velasco de la Cueva), un paquete de café molido y algunos cigarros. Un armario inmenso, colosal, tapaba casi por entero uno de los lienzos de la estancia. Cerca de él, amontonados formando pila, unos cuantos feísimos y desvencijados cofres. Más allá una cómoda y sobre ella un San José de madera con su correspondiente niño, algunos paquetes de periódicos y dos grandes caracoles de mar. Otros muchos muebles había, de los cuales no se hace mención por no ser prolijos. Las sillas numerosas, siendo de notar que no se encontraban dos de una misma clase: era una escala que recorría desde la forrada de vaqueta con respaldo tallado, hasta la moderna de rejilla. En el suelo y arrimados á la pared había varias hileras de frascos de todas formas y tamaños, y esparcidos en curioso desorden yacían no pocos libros forrados en pergamino.
Este cuadro tenía un fondo opaco y pardusco que advertía claramente de que la escoba no había penetrado jamás en aquel recinto. El polvo envolvía en su manto protector los muebles, los libros y los frascos de la habitación, y la tapizaba tan perfectamente que los pies no echaban menos la mullida alfombra. Al poco rato de estar allí nadie dejaba de aspirar, mascar y tragar polvo en respetables porciones.
El señorito Octavio, así que estuvo sentado, experimentó un vago malestar, cuya causa no podía bien explicarse. Se arrepintió también vagamente de haber acudido á aquel sitio en busca de salvación.
—Vaya, vaya, vaaaya... ¿Y cómo deja usted á su señor padre y á su señora madre? Tan buenos, ¿eh? ¿No es verdad?... Pero, hombre, ¡qué bien se conserva su señor padre! El otro día le vi en la calle y me dejó pasmado: está cada día más joven... Ya le dije yo: «Don Baltasar, la buena conducta obra milagros». Porque su señor padre, quiero que usted lo sepa, siempre pisó derecho... es verdad, y si todos hubiesen seguido su ejemplo cuando jóvenes, no andarían tantos por ahí hechos verdaderas cataplasmas...
Octavio, para huir el vago malestar que le aquejaba, procuró representarse bien el apuro en que se veía y el sagrado ministerio de la persona que tenía delante. Se hizo cargo de que no había más remedio que entregarse en manos del cura, saliese lo que saliese, y le dijo con decisión:
—Señor cura, he venido á su casa para hablarle de un asunto muy grave. Hay circunstancias en la vida en que un consejo dado con oportunidad puede sacarnos de un serio conflicto. Yo me encuentro, por desgracia, en una situación bastante apurada, y pienso que ninguna persona mejor que usted puede serenar la tormenta que me amenaza.
—Vamos, vamos... Al parecer se trata de un caso de conciencia, ¿no es así?
—Algo de eso.
—Pues entre nosotros los curas, pasa por una gran verdad que la conciencia se descarga más fácilmente teniendo el estómago repleto que vacío. Conque así, mi amigo, antes de pasar adelante va usted á fortalecer el suyo con algo que le voy á dar... Porque ha de saber usted, señorito, que yo tengo siempre de repuesto en esta alacena un poco de lastre para los pecadores.
El cura se había acercado efectivamente á una alacena, riendo mientras la abría.
—Dispense usted, señor cura; no puedo tomar nada en este momento.
—Nada, nada... aquí no hay dispensas que valgan... Ustedes los jóvenes necesitan nutrirse para tener un poco sosegados esos nervios... ¡esos nervios!...
—Señor cura, por Dios me dispense, me es imposible...
—¡Quieto! ¡quieto! que este mundo acá ha de quedar... y lo que le voy á dar no es un veneno... De aquí no sale sin haber hecho algún gasto al cura de la Segada... Porque, lo que es á terco, no me gana usted á mí, señorito.
El cura se dirigió al decir esto á la puerta, dió la vuelta á la llave y se la guardó en el bolsillo. Después tornó á la alacena y fué sacando con calma y poniendo sobre la mesa un gran pedazo de salchichón, dos bollos de pan y una botella de vino. Octavio le dejó hacer, mirando todo aquel aparato con ojos resignados. Comprendió que el cura no escucharía una palabra si antes no tomaba algo.
—¡Ajá! ya están arreglados los bártulos... Lo mejor que puede hacer ahora... créame á mí... es meter algo en el cuerpo. El tiempo que se gasta en comer, no se pierde. Los viejos hemos aprendido estas cosas al cabo de muchos años, y ustedes los jóvenes las aprenderán también... es verdad... El salchichón vino directamente de la fábrica. Tengo yo en Vich un primo hermano establecido, que todos los años se acuerda de mandarme una buena provisión. El pan está amasado y cocido en casa... Coma, pues, sin escrúpulo, que luego hablaremos.
Nuestro joven empezó á morder con manifiesta repugnancia un pedacito de salchichón que tenía entre los dedos.
—Vaya, vaya, vaaaaya con el señorito Octavio... ¿Y qué vientos corren por la villa, señorito? Nosotros, los curas de aldea, no sabemos nada de lo que pasa en el mundo hasta que llega el día del mercado.
—Pues lo mismo de siempre, señor cura: nada ocurre de particular.
—¿Qué se sabe de la separación del promotor fiscal?
—No tenía noticias hasta ahora de que...
—Hombre, hombre... ¿Viene usted de la villa y no sabe que el gobernador pidió al Gobierno la separación del fiscal? Al parecer es cuestión de elecciones...
—Como yo me entero poco de política...
—Hace usted bien, señorito; hace usted bien; hace usted bien. La política trae consigo muchos disgustos... Pero en España no hay otro camino mejor para arribar á los altos puestos y hacerse hombre en un momento. ¡Cuántos que hoy son grandes personajes y se sientan en la poltrona andarían por su tierra escribiendo pedimentos y dando consultas á peseta si no hubiesen metido la nariz en la política!... La verdad es, querido, que el que no anda se queda atrás, y sólo la ocasión hace al hombre, y el que no la aprovecha es un tonto. Y en último resultado hay que tomarlo todo con calma... con calma... con calma; porque lo que es de tomarlo á pechos no se saca nada... La fe es muy buena para salvar las almas, pero los cuerpos... nequaquam. En la política pienso yo que no basta ya aquello de ver y creer, sino que es necesario ver y tocar... ¿no es verdad, mi amigo, no es verdad?... ¡eh! ¡eh! ¡eh!...
El malestar de Octavio iba en aumento. Apuntábale ya el deseo de marcharse. Sintió al mismo tiempo sed, porque el salchichón hacía ampolla en la lengua.
—¿Podrían traerme un vaso de agua, señor cura?
—No blasfeme usted, señorito... ¡Qué agua ni qué ocho cuartos! El agua para las ranas y el vino para los hombres... Va usted á beber uno de misa mayor que tengo reservado para los amigos que estimo de veras...
—Gracias, gracias; tengo mucha sed, y el vino no me la apaga.
—Está usted en un error, señorito... en un error muy grande. Para apagar la sed no hay nada mejor que el vino; está probado. No diré que si usted bebe ese peleón que traen los arrieros de Toro, lleno de campeche y otras porquerías, no quede usted peor que antes; pero en tratándose del vino de Rueda legítimo y con diez años en la bodega, como el que tiene delante, diga usted que es una bendición del cielo, y que apaga la sed lo mismo que hace discurrir á un borrico... ¡Calle!... ¡pues si no le he traído copa para beberlo!... ¡Válate Dios... válate Dios... válate Dios!...
El cura se levantó, fué otra vez á la alacena y sacó de ella una copa extraordinariamente sucia. Después de haberla mirado al trasluz, fué á lavarla á la jofaina con el mayor sosiego. Octavio bebió una copa del vino de misa mayor, y, en efecto, no le apagó la sed: La impaciencia y la rabia ayudaban también á abrasarle las entrañas.
—Pues, como iba diciendo, tiene usted razón, señorito. La política trae muchos disgustos; pero en último resultado vienen á recaer sobre los que dependen de ella y tienen el pan de cada día ligado á la voluntad de un cacique. Mas no sucede otro tanto cuando el que se mete en ella es una persona independiente por su fortuna, como usted, pongo por caso, señorito. Mañana le da un disgusto la política á un hombre como usted; pues se mete en su casa muy tranquilo, diciendo: ¡Ahí queda eso!... Además, no es fácil comprender hasta qué punto facilita el camino de los altos puestos la circunstancia de gozar una buena renta el que los solicita... Créame que, averiguado que un hombre es rico, los obstáculos desaparecen de su vista como por encanto... Pero así que se susurra que es pobre, todo el mundo corre á ponerle el pie delante para que caiga de narices. Yo no sé lo que tiene la pobreza, que á todos huele mal. ¿No es verdad? ¿eh? ¿eh?
La charla del clérigo había conseguido marear á nuestro joven, poniéndole en completo desorden las ideas. La impaciencia que le devoraba desde el comienzo de la escena, le había ido subiendo la sangre á la cabeza y bullía dentro de ella haciéndole pensar en cosas extrañas bien lejanas del asunto que debía ocuparle. Mientras la voz cascada del cura le martirizaba los oídos, estaba pensando en un perro que había encontrado por el camino con una pierna rota. ¿Quién habría puesto de aquel modo al infeliz animal? Tal vez algún muchacho le tiraría una piedra. ¡Vaya una proeza!
Poco á poco se fué apoderando de su espíritu una gran repugnancia, una repugnancia invencible. Al mismo tiempo empezó á brillar en sus ojos la firme decisión de no decir palabra de su gravísimo asunto al hombre de sotana que tenía cerca y de marcharse al instante de aquel sitio. Se había equivocado. Allí no encontró el salvador que buscaba. Todavía, no obstante, permaneció clavado en la silla como si el cuerpo se negase á obedecer las órdenes apremiantes del espíritu. El clérigo prosiguió diciendo:
—El único joven que en esta comarca se encuentra en condiciones de ser un hombre influyente en la política es usted, señorito. Ya sabe que no soy adulador y que se lo digo como lo siento... No porque la modestia lo tape se deja de reconocer el mérito donde lo hay... Pero no se me afilie, por Dios, en ese rebaño de charlatanes y chorlitos como el hijo de D. Lino Pereda, porque entonces no conseguirá nada... Si usted comprende sus intereses, no debe separarse del partido de los hombres serios y respetables... Los partidos avanzados están llenos de jóvenes, y para que uno de ustedes llegue á brillar es necesario que sea una eminencia, y aun así jamás adquiere respetabilidad. En cambio el partido católico tiene consigo toda la riqueza del país y toda la aristocracia, pero le hacen falta jóvenes, por lo cual no es difícil que un muchacho de valer como usted logre distinguirse pronto... Créame á mí, señorito, créame á mí... Es el Evangelio lo que usted está oyendo. Para alcanzar dentro de pocos años una posición brillante y mandar como jefe en este distrito y acaso en la provincia, no tiene más que hablar con prudencia, alternar con las personas sensatas del pueblo, cumplir con los preceptos de la Iglesia y dejarse estar... dejarse estar... Lo demás corre de nuestra cuenta... Los curas valemos poco... es verdad... pero todavía... todavía... todavía... Hoy por hoy, lo que le conviene es apoyar con decisión la candidatura del señor conde de Trevia... Hará usted un gran favor á la buena causa y adquirirá la consideración de todos los hombres sensatos. Mañana será otro día... El conde no ha de ser siempre diputado, señorito... y cuando llegue la ocasión, todos arrimaremos el hombro y le ayudaremos á empinarse...
Octavio sintió un fuerte estremecimiento al oir el nombre del conde de Trevia, como si despertase de un sueño profundo. De pronto se alzó de la silla y dijo con tono resuelto que no admitía réplica:
—No me siento bien en este momento, señor cura. Otro día hablaremos del asunto que aquí me trajo. Hasta la vista.
Y sin aguardar contestación salió como un huracán por la puerta, dejando altamente sorprendido al clérigo. Al llegar á la calle, sin detenerse un punto, dióse á correr por la margen del riachuelo en dirección á la montaña. «Después de todo, se iba diciendo, el conde aún no sabe quién es el amante de su mujer.»
Y los que por allí cruzasen á la sazón observarían, no sin sorpresa, que el pálido semblante del señorito resplandecía como el de las estatuas de los héroes, y su cuerpo afeminado parecía hecho de acero al escalar los primeros riscos de la Peña Mayor.
XVI Las heces del cáliz.
SALIERON solos. El conde había dormido mal y necesitaba todavía algún descanso. Les dijo, por medio de uno de sus monteros, que podían ir andando, pues no tardaría en alcanzarlos.
La mañana estaba nublada y fresca. El toldo de nubes que cerraba herméticamente el horizonte no era, sin embargo, muy espeso: la luz pasaba por él sin trabajo. Del lado del Oriente se percibía la redonda masa inflamada del sol, prisionero entre cendales plomizos. Un vapor trasparente y azulado llenaba todo el espacio y descomponía y borraba los contornos de los objetos dejando en ellos únicamente el color, y á veces sólo la mancha. Allá en los rincones del valle todavía se observaban algunos jirones de niebla, algunos pedazos blancos de muselina que no consiguieron levantarse y que se movían temblorosos entre el amarillo follaje de los árboles. La claridad sembraba de variados matices el llano y las montañas, compensando en cierto modo la monotonía del cielo. Sobre el color verde dominante de las praderas resaltaban las grandes manchas negras y rojas de la tierra labrada. Al lado de las blancas rocas calizas se alzaban los grupos de árboles vestidos á medias de hojas amarillas. La tierra traspiraba copiosamente. El musgo de las laderas ahumaba bajo los tibios rayos del rebozado sol: de cada hilo de hierba pendía una gota de agua.
Nuestros cazadores caminaban lentamente. El aliento que salía de sus bocas se cuajaba en la atmósfera. La condesa iba ceñida por un riquísimo abrigo forrado de pieles, y ocultaba su rostro, encarnado como una cereza por el fresco de la mañana, debajo de enorme y caprichoso sombrero de paja. Pedro, en traje de cazador, marchaba llevando sobre el hombro una carabina de dos cañones y la de su señora, que era un primoroso juguete encargado exprofeso por el conde á Inglaterra. El semblante del mayordomo expresaba una melancolía grave y profunda que su pareja no echaba de ver, á juzgar por el tono indiferente que imprimía á las palabras que de vez en cuando cruzaba con él. Pocas eran las que habían salido de los labios de Pedro en la media hora que llevaban de camino. Marchaba distraído, con la mirada perdida en las nieblas del horizonte, absorto en vagos y tristes pensamientos. Los celos le tenían asida el alma desde el encuentro que por la noche tuviera con Octavio. Mas era su amor tan tímido, á pesar de las victorias alcanzadas, que no osaba decir una palabra de tal escena á la condesa. Su corazón sencillo no tenía conocimiento de las mil estratagemas que se emplean tan á menudo para sorprender los pensamientos y las intenciones de los otros, sin dejar ver las nuestras. Por otra parte, su naturaleza ruda y leal rechazaba por instinto la perfidia. Así que, ante la presunción de ser engañado por la mujer que amaba, su pensamiento se revolvía aturdido como el pájaro que penetra casualmente en una sala.
Al fin la distracción llegó á ser tan manifiesta que la condesa se le quedó mirando un rato y le preguntó con inquietud:
—¿Qué tienes?
—¿Yo?... Nada.
—Sí tal... Algo te pasa... ¿Por qué estás triste?
—No estoy triste.
—¡Oh! No puedes engañarme, Pedro. Si no te pasara algo que te causa pena, dada la suerte que hemos tenido de salir solos, irías contento como otras veces... Á menos—añadió lanzándole una mirada entre cándida y maliciosa,—á menos que no te vayas cansando de mí.
Pedro se puso rojo y balbució algunas palabras incoherentes para protestar de aquella suposición que le lastimaba el alma. Laura se cercioró aún más de su tristeza, y poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo con mimo:
—Vamos... díme, querido, ¿qué tienes?
El mayordomo dió todavía algunos pasos sin contestar. Una lágrima tembló en sus negras y largas pestañas, y bajó rodando silenciosa por la mejilla. Laura al verla exclamó con sobresalto:
—¿Qué es eso? ¿Por qué lloras?
—Porque no me quieres.
El semblante de Laura se serenó, y medio riendo repuso:
—¿Y cómo has llegado á averiguar eso, pícaro?
—No me martirices, por Dios... Tengo aquí en el lado izquierdo un dolor tan vivo, que parece que me están abriendo el pecho con garfios... Quiero más morir que padecerlo... Escucha; voy á hacerte una pregunta... Según como contestes, así me matarás ó me darás la vida... ¿Prometes decirme la verdad?... ¿Lo prometes por la salud de tus hijos?...
—No necesito jurar para decir verdad... pero sí... te lo juro por la salud de mis hijos... Habla...
—¿Estás enamorada ó sientes algún interés por el hijo de D. Baltasar Rodríguez, por ese joven rubio que viene á menudo al palacio?
—No.
La condesa pronunció esta negación con tal fuerza y mostrando tanta seriedad, que Pedro, sintiendo de improviso una alegría inmensa, infinita, quedó, sin embargo, confuso. No supo más que decir mirando al suelo:
—¡Perdóname!
—Estás perdonado; pero mira... no vuelvas á hacerme preguntas tontas... Tenemos demasiadas cosas en que pensar, para ocuparnos en llorar celos ridículos.
No necesitó más el mayordomo para quedar enteramente sosegado. La palabra de la condesa hizo la luz en su atribulado espíritu, y dejó escapar un suspiro de satisfacción, como si le hubiesen quitado una losa de plomo de encima de los hombros. Ni se atrevió, ni quiso preguntar más. Tenía bastante con la mirada límpida y franca que su dueña le dirigió al responderle. Tornó á brotar en su pecho la pura alegría que siempre le acompañaba, manifestándose al exterior de una manera infantil. Empezó á charlar por los codos y á caminar con más celeridad. De buena gana hubiese dado brincos. Cuando alguna rama ó vástago importuno interrumpía el camino, ya de muy lejos se daba á correr para separarlo y que la condesa pasase cómodamente. Si percibía entre las zarzas alguna madreselva, aunque se arañase las manos, ya estaba saltando á cogerla para ofrecérsela. Otras veces procuraba quedarse atrás para contemplarla á sabor. La condesa sentía sobre su espalda la mirada amorosa del joven, y sonreía.
Caminaban por la margen del río, cuyo declive hasta entonces había sido bastante suave. Poco á poco, y á medida que se iba estrechando la cañada, fué haciéndose más agrio y más violento. Cesaron las praderas y empezaron los bosques de hayas, que se extendían por entrambas laderas hasta perderse de vista. Los perros se internaron por ellos rastreando algún corzo ó robezo; pero Laura no quería cazar, y Pedro los hizo venir inmediatamente con un silbido.
—¿No te parece que dejemos la caza para cuando él venga? Subamos mientras tanto al lago; no me canso de verlo. En la primer cabaña que encontremos podemos dejar dicho dónde estamos...
El mayordomo lo halló todo muy bien, y siguieron andando. La selva ofrecía un aspecto mágico. El otoño, dorando por entero muchas de sus hojas, haciendo palidecer levemente á otras y dejando verdes las menos, la había convertido en un rico manto de brocado que cubría los formidables hombros de la montaña. El rumor que de ella venía no era, como en la primavera, dulce, sino desapacible. Los olores, acres y punzantes.
Los pies de los cazadores trituraban las hojas secas de que estaba sembrado el camino. Al cabo de algún tiempo terminaron los bosques y empezaron de nuevo las praderas, que se apartaban bastante de las del llano, pues no eran como éstas de un verde claro, sino oscuras y tersas: la hierba, en extremo tupida y menuda. Así que dejaron el bosque toparon con una cabaña, donde hicieron alto. El pastor les sirvió leche acabada de ordeñar, y quedó avisado para decir al conde y á sus monteros que no tardarían en descender. Y continuaron su interrumpida marcha por la senda que serpeaba á la vera del arroyo. La pendiente se hizo muchísimo más agria. El arroyo, en vez de desatarse sereno y cristalino como abajo, se despeñaba en espumosos tumbos asordando á los viajeros, los cuales se detenían con frecuencia á tomar aliento. Con el pecho anhelante y las mejillas pálidas, quedábanse uno frente á otro sonriendo.
—¿Estás fatigada?
—Algo.
—¿Quieres que te lleve en brazos un poquito?
—Ni un poquito, ni un muchito... Tú me juzgas demasiado débil, Perico... Es necesario que te vayas convenciendo de que soy una aldeana en toda la extensión de la palabra... Y si no, mira... mira...
La condesa emprendía á correr desaforadamente por el monte arriba; pero á los pocos pasos dejábase caer jadeante sobre el césped, llamando burlón y cazurro al joven porque se estaba riendo. Entonces éste acudía á levantarla, cogiéndola por ambas manos. Pero la nueva aldeana se hacía la pesada: era necesario tomarla por la cintura para ponerla en pie. El viento del puerto, cargado de aromas saludables, los tornaba retozones como cabritillos. Escuchábase á lo lejos el sonido de los cencerros y veíanse pastar tranquilamente algunos ganados. Dejaron las márgenes del arroyo y se pusieron á ascender por una de las laderas, siguiendo un estrecho sendero que hacía eses. Pronto se borró el sendero y tuvieron que caminar sobre el musgo.
—Te advierto—dijo Pedro—que no tardaremos en tropezar con la niebla... Ya la ves ahí cerca...
—¿Y entonces?...
—Nada, yo tengo la seguridad de que no dura más de doscientos pasos y de que el corte de la Peña se encuentra á estas horas bañado por el sol... Pero si tienes miedo á la humedad podemos volvernos...
—No, no... de ningún modo... ¿Crees que vamos á ver el sol de veras?... Pues adelante.
En efecto, después de subir algo más por un áspero repecho, vestido casi todo él de tojo y retama, lo cual hacía muy penosa la ascensión, tocaron en la niebla y se internaron por ella. Pedro cogió de la mano á la condesa para que no cayese, en el caso de tropezar. Al poco rato sintieron húmeda la cara y las manos y se rieron como si les hubiese pasado alguna cosa placentera.
—Debemos parecer dos fantasmas, Pedro... ¿Será cierto que estamos dentro de una nube?
—¡Ya lo creo!
—¿De una de esas nubes que vemos correr por el cielo?
—¿Pues de qué otras quieres que sea?
—¡Ave María!
Así como el mayordomo lo había predicho, no se habían pasado diez minutos cuando la niebla comenzó á enrarecerse, convirtiéndose en una gasa sutil que dejó percibir en vagorosa indecisión las peñas y los arbustos. Sintieron en el rostro calor, como si se aproximasen á un horno, y observaron que el leve vapor que aún los envolvía se agitaba. Allá arriba, delante de sí, vieron una gran mancha de oro. Y de repente, despojándose de su cendal gaseoso, como el que deja caer una túnica de los hombros, quedaron anegados en luz, surgiendo como dos manchas negras en medio del éter azul, debajo de un sol radiante. La condesa lanzó un grito de entusiasmo. Después, acercándose más á su amante y empinándose sobre la punta de los pies, le dió un beso claro y sonoro en la mejilla. Pedro la estrechó contra su corazón. Era la primera caricia que se hacían desde que salieron de casa.
Poco trecho necesitaron andar para colocarse sobre el mismo corte de la Peña. El espectáculo que entonces hirió su vista fué uno de los más hermosos, y sin duda el más sublime que pueden ver los humanos. Por toda la región que la vista abrazaba se extendía un mar de leche, ligero y fluido, que cerraba por entero el horizonte. Sobre este mar resplandecía la esfera luminosa del firmamento, donde nadaba el sol, arrastrando con orgullo su majestuosa cabellera de oro. Allá á lo lejos, de uno y otro lado, se alzaban sobre el mar de leche algunos negros ó jaspeados islotes que eran, sin duda, las crestas de las montañas más elevadas de la cordillera cantábrica. Parecía que echándose á nadar se podía llegar á ellas al instante. El sol no teñía por igual la superficie de aquel océano nubloso: en unas partes lo matizaba levemente de rosa, en otras de oro; á trechos lo dejaba en sombra y á trechos lo hacía arder en resplandores. Nuestra pareja se hallaba sobre la misma cresta de la Peña Mayor, que formaba una de las varias islas de que estaba sembrado. Debajo de ellos, á los cuarenta ó cincuenta pasos, las olas de leche y rosa cercaban la Peña y la batían dulcemente con su hálito sutil. Nadie imaginara que dentro de ellas, allá en el fondo, dormían las aguas tristes y pesadas del lago Ausente su eterno sueño inalterable.
El corazón de los amantes se estremeció de alegría delante de aquel cuadro prodigioso, tan lejano de los que se acostumbran á ver en la tierra. ¡La tierra! La tierra no existía en aquel sitio: era un mito sombrío, una pesadilla de la imaginación. ¡Quién se acordaba de la tierra! Allí no había más que cielo; cielo arriba, cielo abajo, cielo en todas partes.
Sentados sobre la Peña bebían por su entreabierta boca el aire de las alturas, nítido y fresco como el aliento de los ángeles. La luz se desprendía en efluvios infinitos por los orbes azules, haciéndoles centellar. La soledad y el silencio, tan amargos en la tierra, eran allí dulces y amables. Ningún ruido terrestre profanaba la majestad de aquella gloria. Sólo la mente, mejor que los oídos, escuchaba un rumor solemne, una música grave y melodiosa, como el himno que las esferas entonan sin cesar al Eterno.
Poco á poco fué entrando el vértigo en el alma de Laura. Un deliquio voluptuoso, dulcísimo, se apoderó de sus sentidos, dejando despierta tan sólo la fantasía; y empezó á soñar. Imaginóse que ella y Pedro no llegaban del lodazal de la tierra, sino de los espacios lumbrosos que los rodeaban. Habían atravesado en raudo vuelo el éter, y vinieron á posarse como dos pájaros celestes sobre aquella roca. Pero no tardarían en alzarse de nuevo para sumirse otra vez en los senos azules del firmamento y alcanzar otros sitios de mayor gloria. Ya estaban muertos para el mundo, y sólo bajaban á él de raro en raro, envueltos en la bruma de la tarde ó en la ola de los mares, ó atados, tal vez, á un rayo de sol. Habían sondado el inefable misterio de los cielos y formaban parte del coro de los santos que cantan las alabanzas del Señor. Gozaban entre nubes de incienso y resplandores de la dicha perdurable reservada á los buenos.
Pero este hermoso sueño fué turbado por un pensamiento cruel que heló su corazón. Ella no podía entrar en el cielo. Ya no era inocente y pura como en otros tiempos, y no ofrecería en remisión de sus pecados veniales una vida de martirios y humillaciones. Había destruído con una venganza ruin todos sus merecimientos. No era más que una infeliz pecadora, una despreciable adúltera. Las puertas del infierno se abrirían para ella cuando muriese, y quedaría sepultada eternamente en los tormentos de los condenados.
Se estremeció de horror. ¿Sería posible que Dios la perdonase aquel gran pecado? No dudaba de su misericordia infinita, mas para ser perdonada era necesario arrepentirse. Entonces pensó vagamente en huir de su amante y hacer penitencia. Acercóse más á él y le preguntó con voz temblorosa:
—¿Te has confesado, Pedro?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque estamos ofendiendo á Dios enormemente... porque estamos en pecado mortal... Si ahora nos muriésemos iríamos á dar al infierno.
—Yo sí... Tú no, porque eres una mártir.
—Yo soy una pecadora mucho peor que tú, porque he jurado delante de Dios guardar fidelidad á un hombre y he violado este juramento... Soy una mujer despreciable que está deshonrando á su marido... Mira, Pedro, te quiero con toda mi alma. Por ser libre y casarme contigo me resignaría desde ahora mismo á ganar el pan, como la última labradora, con el sudor de mi frente... aún más, me resignaría á mendigarlo de puerta en puerta... Pero no quiero perder mi alma ni la tuya... No puedo amar á mi marido, pero puedo serle fiel... Lo que estamos haciendo es muy criminal, y tarde ó temprano caerá sobre nosotros el castigo del cielo... ¿Por qué no hemos de amarnos puramente, sin manchar nuestras almas? Tal vez esto sea lícito... Yo me informaré del confesor... Detrás de ese cielo azul está Dios contemplándonos. Si ahora refrenamos nuestro gusto, iremos á juntarnos á él después de la muerte y podremos amarnos por los siglos de los siglos...
Pedro bajó la cabeza sin atreverse á contradecirla. La condesa le interrogaba con la vista. Al fin repuso:
—Ya no sé si es malo ó bueno lo que estamos haciendo. Tú dices que es malo, y lo será. De lo que estoy seguro es de que si dejas de quererme iré para el infierno irremisiblemente... Y en último resultado, faltándome tu amor, el cielo y el infierno son iguales para mí...
—¡Calla, calla!—exclamó ella tapándole la boca con una de sus manos.—¡No digas blasfemias!
Todavía prosiguieron algún tiempo hablando seriamente sin hallar ninguna solución que les contentase. Cuando agotaron el tema permanecieron tristes y silenciosos sin atrever á mirarse. Los ojos de entrambos se perdían en los repliegues del océano ondulante que se extendía á sus pies y parecían seguir con atención el vaivén de sus olas argentadas. Al fin, la condesa volvió la cara hacia Pedro y le dirigió una tierna sonrisa. Después aproximóse más á él y reclinó la cabeza sobre su fornido pecho, sin dejar de contemplar en silencio el espectáculo sublime de la Naturaleza.
Mas en aquel instante escucharon pasos á su espalda y se volvieron con presteza. El señorito Octavio estaba delante de ellos. Sin esperar pregunta alguna ni hacer caso de la sorpresa que en sus rostros se pintaba, les dijo con tono imperioso:
—¡Huid! El conde puede llegar de un momento á otro.
—Le estamos aguardando—contestó Pedro secamente.
—Pues haces mal en aguardarlo. Lo sabe todo y viene á matarte.
—Razón de más para que no huya.
—¡Eso es, hazle frente, y después de haberle robado la honra, mátalo!... Los valientes hacen las cosas por redondo. Eres un necio y un fatuo... Si no amas la vida ahora, no mereces la dicha que has logrado... ¡Huye, huye, insensato!... El valor no consiste en despreciar la vida, sino en saberla perder á tiempo.
El viento había derribado el sombrero del señorito. El sol bañaba su revuelta cabellera dorada, que despedía fugaces destellos como en la mañana que por primera vez le vimos. Su faz, pálida entonces por el sueño, lo estaba ahora por la emoción. Pero sus ojos... ¡oh, sus ojos mudaron mucho desde entonces! Ya no eran aquellos ojos fríos y tímidos que resbalaban sobre los objetos sin penetrarlos. Brillaban con inusitado fuego.
Su figura delicada y endeble alzábase soberbia en el sitio más eminente de la roca y descollaba sobre el azul del cielo. Los dos amantes, situados en un lugar más bajo, desaparecían delante de él como desaparecen de los ojos del público los actores secundarios cuando entra en escena el protagonista del drama. La condesa, que se estrechaba, muerta de susto y vergüenza, contra su amante, le encontró desconocido.
—Huye, huye, por Dios, Pedro—dijo Laura con voz temblorosa.
—Sí, pero tú conmigo.
—Yo no puedo huir... Tengo hijos... Además, te serviría de estorbo...
—¿Y si pone la mano sobre ti?
—Ya sabes que no puede ser... Por infame que tenga el corazón, no llegará á tanta cobardía... El conde no tiene derecho sobre mi vida...
El semblante de Octavio se iluminó de repente al escuchar estas palabras y preguntó en seguida con ansiedad:
—¿Está usted segura, señora, de que su marido no intentará nada contra usted?
—Estoy segura.
—Ya lo oyes, Pedro... La condesa no necesita tu vida por ahora... Puedes marcharte sin temor.
Pedro comprendió que tenía razón; pero no hubiera cedido á no encontrarse con los ojos suplicantes de su amada. Al fin, posando los suyos sobre ella, y envolviéndola en una mirada grave y tierna, le dijo con acento enérgico:
—Hasta luego.
Y lanzándose por la pendiente abajo, desapareció á los pocos momentos.
El que siguió fué solemne para los dos seres que quedaban en la roca. La condesa ocultaba el rostro entre las manos. Octavio la contemplaba en silencio. Él fué quien primero lo rompió, exclamando:
—¡Está fuera de peligro! Conoce todos estos sitios á palmos. No daría con él un batallón entero, cuanto más un hombre. Ya no debe usted afligirse, señora...
—No me aflijo por él.
—¿Pues por quién?
—Por usted.
—¡Por mí!
—Sí; le he hecho á usted mucho daño... Conozco que tiene usted motivo sobrado para odiarme... y le pido perdón.
—¡Bah!—repuso el joven afectando tono indiferente.—Yo no tengo de qué perdonar á usted. Si me ha pisado el corazón, es porque me he empeñado en ponerlo debajo de sus pies. ¿Había de ser forzoso que usted se enamorase de mí?... Estas cosas no dependen de la voluntad... son fatales... El amor rara vez encuentra al amor en este mundo... ¿Por qué he de ser yo la excepción y no la regla?... No se preocupe usted por mí ni se aflija... Después de todo, las heridas que no matan de repente suelen cicatrizarse... La vida es un conjunto de lágrimas y quebrantos donde sólo muy pocos seres privilegiados recogen algunas flores.
Aquel tono indiferente no podía engañar á nadie. Hablaba con el corazón desgarrado. Sus palabras expiraban á menudo en la garganta, como el eco de un sollozo reprimido. Las que llegaban á los labios venían envueltas en lágrimas. Mientras las pronunció no apartó los ojos del nebuloso horizonte, que el sol teñía de grana. Laura adivinó perfectamente lo que pasaba en aquel espíritu ardiente y delicado, y guardó silencio.
Al cabo de un rato, el oído de Octavio, fino como el de un tísico, percibió entre la niebla un rumor. Volvió entonces el rostro hacia la condesa, y dirigiéndole una sonrisa le dijo con voz apagada:
—Hasta luego.
—¿Cómo? ¿Se marcha usted?
—Sí: pronto nos veremos.
Sonó entre la niebla un tiro, y el señorito Octavio se desplomó sobre la tierra con la cara mirando al cielo.
Oyóse inmediatamente un segundo disparo, y la condesa vino á caer de bruces sobre él, cual si fuese á hacerle una caricia.
El conde surgió de la nube al instante. Llegóse á los cadáveres y con un pequeño esfuerzo los hizo rodar por la pendiente de la Peña. La niebla los tapó en seguida. Después se oyó el ruido que produjeron al entrar en el lago.
El viento había arrojado muy lejos las nieblas que envolvían el lago, y la noche se presentó limpia y serena. En el oscuro manto del cielo principiaron á encenderse, como lejanas luces trémulas, algunas estrellas. El héspero corría á esconderse entre las montañas. La luna asomaba ya su disco resplandeciente por detrás de ellas.
Las aguas del Ausente dormían su sueño profundo, quietas, inmóviles como el día en que Dios las vertió en aquella inmensa pila de granito. No siempre estaban así. Alguna vez, de tarde en tarde, solían despertar y esperezarse como un monstruo, con terribles sacudidas, lanzando su baba espumosa á las paredes que lo guardaban prisionero. Mas ahora el monstruo callaba como un muerto, y dejaba pasar sobre su lomo bruñido los rayos temblorosos de la luna, que formaban sobre la oscura linfa un reguero luminoso.
Negreaban las altas montañas que lo cercan arrojando sobre él capas de sombra. El cielo parecía cortado por sus enormes masas dentadas. Las sombras se espesaban en las márgenes del lago y subían por los flancos de la roca hasta tocar en la cima. El reguero luminoso brillaba en el centro como una cinta de oro.
Al fin la luna apareció toda entera sobre una de las crestas y emprendió su marcha callada por el espacio. Las estrellas la seguían con sesgo vuelo como una bandada de pájaros. Los ámbitos del lago quedaron iluminados, y los líquidos senos del monstruo se estremecieron levemente al recibir la caricia del astro de la noche. Allá entre la juncia de la orilla oyóse la voz dulce y aflautada de un sapo.
Pedro bajó lentamente, apoyándose con las manos en las rocas hasta tocar con sus pies en los bordes del agua, y permaneció inmóvil. El sapo había repetido centenares de veces sus eternas notas románticas. La luna alcanzaba ya el medio de la esfera y flotaba como una isla de oro entre los pliegues del viento. El lago titilaba bajo su blanda caricia, y la figura triste y dolorida del mayordomo aún seguía inmóvil al pie de la orilla con los brazos cruzados y los ojos hundidos en el oscuro seno del agua.
XVII Epílogo innecesario.
Carta de Homobono Pereda á su amigo Manuel Ruiz, secretario primero de la sección de literatura del Ateneo de Madrid.
MI querido Manolo: Aunque no he tenido el gusto de ver letra tuya hace ya bastante tiempo, te escribo para noticiarte un suceso que tiene preocupada hace ya algunos días á toda la población. Ya tienes asunto interesante y patético para tu drama, si es que no has hallado otro mejor. Figúrate que mi contrincante el conde de Trevia, hombre de carácter extravagante, y que algunos daban por loco, llegó á este país en los comienzos del verano, con toda su familia. La señora era una mujer de singular hermosura y llena de atractivos en su parte moral, si no miente la fama. Á los pocos días de hallarse aquí comenzó á galantearla, según se dice, un joven de esta población llamado Octavio Rodríguez, bastante simpático é inteligente, pero de escasísima instrucción. Dícese también que la condesa no tardó en corresponder al amor del joven, dándole de ello pruebas convincentes. El verano debió ser para los amantes delicioso, pues Octavio frecuentaba diariamente el palacio de los condes y los acompañaba á todas partes, sin que el marido sospechase de la fidelidad de su consorte. Algunos, sin embargo, quieren suponer que tenía conocimiento de la falta bastante tiempo antes de consumar su venganza, y que la dilató por uno de esos caprichos incomprensibles de su carácter. Lo cierto es que hace algunos días les armó un lazo donde fatalmente fueron á caer los desventurados amantes. Sorprendiólos, al parecer, en las márgenes del lago Ausente, donde con pretexto de la caza realizaban sus citas, y dió á ambos la muerte. No se conocen los detalles de esta misteriosa y terrible venganza. El conde desapareció, y se da como seguro que ha pasado á Francia á formar parte de la corte del Pretendiente. Un mayordomo suyo, que la voz pública designa como el principal auxiliar del asesinato, también huyó del país.
Hé aquí, pues, cómo á consecuencia de una tragedia espeluznante me encuentro yo en este momento sin competidor en las próximas elecciones. Por lo tanto, puedes considerar ya á tu amigo Homobono hecho un diputado y sentado en los escaños del Congreso, no para ser, como la inmensa mayoría de nuestros políticos, un fiel observador del derecho y estado reinantes, sino para pensar y obrar en el espíritu del derecho eterno. Te remito el manifiesto brevísimo que acabo de dirigir á mis electores, y espero que me digas sinceramente lo que piensas acerca de su contenido. Me parece que ha de hacer mucho efecto.
He pasado todo el día corrigiendo las pruebas de la Propedéutica, que saldrá á luz dentro de un mes próximamente, y tengo la cabeza hecha un volcán. No dejes de escribirme enseguida. Te abraza tu amigo del alma
Dentro de la carta iba el siguiente documento impreso:
ELECTORES DEL DISTRITO DE VEGALORA:
Á todo hombre en la tierra debe serle cumplido su derecho, el cual no es otra cosa que la recíproca y exigible condicionalidad para el destino humano (individual y total). El derecho quiere que todos los hombres den y reciban mutuamente y en forma social el sistema de condiciones permanentes y temporales que su naturaleza armónica reclama, para cuyo fin hay un organismo interior é interiormente relativo y omnilateral llamado Estado. Importa, pues, considerar seriamente cuán interesados nos hallamos en que el Estado se organice y asiente en vista de su fin, no en atención de otros históricos ó temporales. Las perturbaciones sociales que la historia nos ofrece y las bárbaras infracciones del derecho, tienen su origen en el desconocimiento de los principios fundamentales de la ciencia política, á cuyo estudio he consagrado los mejores años de mi vida.
Llevando, pues, por canon y norma de mi conducta los eternos principios del derecho y no las máximas prácticas de los políticos al uso, que no son sino reglas para explotar en su provecho las miserias de la corrupción humana y alcanzar el poder, objeto de sus afanes, me presento ante vosotros solicitando vuestro libre é inteligente sufragio para representaros en el Parlamento. Los principios inmutables, á los que rindo fervoroso culto, me impiden haceros ninguna clase de ofrecimiento de los que tanto abundan, por desgracia, en los manifiestos políticos. Tales ofrecimientos no pueden menos de ser para todo hombre de recto sentido altamente inmorales, pues casi siempre se fundan en el privilegio y la injusticia. No esperéis, por tanto, si llego á honrarme con el título de vuestro representante, que alce mi voz reclamando para este distrito ninguna clase de mejora moral ó material que los demás no posean: antes combatiré con todas mis fuerzas cualquier intento de llevarla á cabo, porque no quiero ser representante de ningún interés particular y temporal, sino de los generales y permanentes en que la sociedad debe asentarse. Lo único que puedo ofreceros como hombre de honrada conciencia es ponerme siempre del lado de la justicia en el conflicto diario que las diversas fuerzas sociales promueven, y procurar en la medida de las mías el reinado de un orden más positivo y orgánico entre los fines fundamentales humanos y sus sociedades relativas, para evitar que el pueblo (sistema de familias), preocupado del fin presente, como absoluto, acabe por pensar que no hay más vida, ni más fin que proseguir, ni más bien que esperar, sino las condiciones y estados temporales ó históricos.
Appendix A
- Rechtsinhaber*in
- José Calvo Tello
- Zitationsvorschlag für dieses Objekt
- TextGrid Repository (2022). conssa. El señorito Octavio. El señorito Octavio. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-DCB7-D