I

No cabía en la iglesia una persona más. Hablando con verdad, tampoco cabían las que estaban dentro si ocupase cada cual el espacio que por derecho natural, el que la naturaleza enseñó a todos los animales, le correspondía. Pero en aquel momento no sólo se infringía este derecho, pero se violaba descaradamente también la ley de impenetrabilidad de los cuerpos. D. Peregrín Casanova, persona que hacía viso en la villa, y que hasta entonces había guardado rigurosamente la ley en todas las solemnidades, lo mismo profanas que religiosas, tenía ahora metidas en los riñones las rodillas de otro bípedo racional de seis pies de alto, lo cual le producía algunos movimientos convulsivos en el epigastrio y un vivo desasosiego acompañado de sudor copioso. D.ª Teodora, señorita de cincuenta años, castísima, limpísima, pulquérrima, que había huido toda su vida cualquier contacto, fuere cual fuere, se vio obligada a sentarse sobre los pies del jorobado Osuna, sujeto de malísimos antecedentes, que no se estaba quieto un momento. D. Gaspar de Silva, poeta famoso en la villa, tanto por sus versos como por sus callos, sufrió la operación cesárea de uno de éstos que le hizo con gran destreza el chico mayor de D.ª Trinidad. De igual modo otra porción de vecinos respetables experimentaron molestias sin cuento en aquella mañana memorable en que por vez primera cantaba misa un joven de la villa.

Como siempre pasa, había bulas para difuntos. En sitio privilegiado, entre la verja de madera y el altar, no sólo estaban la madrina y las señoras que habían pagado la carrera al preste, sino otras a quienes no asistía derecho alguno; y lo que es aún más digno de censura, unos cuantos hombres. El nuevo presbítero era casi un niño por la apariencia: los ojos azules, profundos y tristes, la tez blanca y nacarada como la de una dama, los cabellos rubios, el cuerpo delgado y esbelto. La emoción le tenía ahora muy pálido: esto hacía aún más interesante su fisonomía espiritual. Asistíanle como diácono y subdiácono el párroco de Peñascosa y D. Narciso, un capellán suelto procedente de Sarrió, establecido hacía algunos años en la villa.

En la iglesia sonaba murmullo sordo originado por el cuchicheo de las comadres, que se disputaban el sitio o se comunicaban sus impresiones, por las exclamaciones y suspiros de malestar de los hombres. El calor se iba haciendo por momentos intolerable. D. Peregrín dejaba escapar por sus narices de trompeta unos bufidos semejantes a los de las locomotoras, y se alzaba sobre las puntas de los pies, sin lograr enterarse de nada. ¡Si al menos tuviera la estatura de su hermano Juan! Pero éste, que muy bien pudiera haberse quedado atrás, estaba perfectamente acomodado en el presbiterio entre los curas, el alcalde y varios concejales, lo cual levantaba en su corazón una ola de envidia que le sofocaba aún más que las rodillas del jayán que tenía detrás. Tal era su destino. Aunque se considerase mucho más inteligente que su hermano, y sirviera largos años a la Administración pública en varias provincias de España, y hubiese leído la Historia universal de César Cantú y la de España de Lafuente, sin faltar un tomo, y poseyese los mismos bienes de fortuna, con más la jubilación de 2.500 pesetas anuales, lo cierto es que D. Juan, sin haber salido jamás de Peñascosa ni haber leído en su vida más que el periódico a que estaba suscrito, gozaba de mucho mayor prestigio en la villa. Esto, en concepto de D. Peregrín, no procedía más que de la estatura. En efecto, D. Juan Casanova era hombre alto y seco, de rostro aguileño, ojos grandes de párpados caídos y mirar imponente, calva venerable, cortas patillas blancas y marcha acompasada y majestuosa. Estas dotes extraordinarias, unidas a un hablar mesurado y prudente, le habían captado el respeto y hasta la veneración de sus convecinos. Así que fue grande el estupor de éstos cuando a la llegada de D. Peregrín de Andalucía, donde había estado empleado últimamente, le oyeron llamar ignorante y majadero a su hermano en una discusión que con él tuvo en el casino a propósito de la renta de tabacos. Vivían juntos, ambos solteros y entregados al cuidado despótico de D.ª Mariquita, ama de llaves y dueño absoluto de sus vidas y haciendas.

D. Juan, a fuerza de pasear su mirada severa y majestuosa por el mar de cabezas que se extendía desde la valla hasta la puerta del templo, tropezó con la calva reluciente del pigmeo de su hermano. Viendo la congoja pintada en su semblante, se apresuró noblemente a hacerle señas para que avanzase, ofreciéndole sitio en el banco que ocupaba. Pero D. Peregrín, por ventura notando la imposibilidad de dar un paso, o sofocado por la cólera, que se le había ido aumentando poco a poco, respondió con una mueca de ira y desdén que sobrecogió a su infeliz hermano y le quitó por completo las ganas de insistir.

—¿Qué es eso?—preguntó D. Martín de las Casas, que estaba sentado a su lado.—¿No quiere venir D. Peregrín?

—Es que lo ve imposible. ¿Quién rompe esa muralla de carne?

—Pues cualquiera. Verá usted cómo voy allá y lo traigo en seguida—replicó D. Martín, hombre de carácter enérgico y expeditivo, disponiéndose a levantarse.

D. Juan le retuvo por la manga de la levita.

—No; déjelo usted... Acaso no quiera venir... Ya conoce usted su carácter.

—¡Pues hombre, no es plato de gusto estarse ahí sudando café con leche!—repuso con aspereza, alzando al mismo tiempo los hombros.

La iglesia es de las más espaciosas que pueden verse en una villa. Verdad que Peñascosa, con tener de siete a ocho mil almas, no cuenta con más templo que éste. Quizá por ser demasiado espaciosa, el sacristán y sus ayudantes no quieren encargarse de limpiarla a menudo. Su aspecto es lóbrego y sucio. De las paredes, que no se enjalbegaron hace ya muchos años, penden cadenas, cuadros sombríos y borrosos, una muchedumbre de piernas, brazos, cabezas de cera amarilla y otra mayor aún de barquitos y lanchas que la fe de los marineros o de sus familias han llevado allí en recuerdo de algún peligro milagrosamente evitado. Mas para la función que se celebraba habíanla adornado cuanto les fue posible. Guirnaldas de flores circundaban los altares principales cubiertos de paños blancos planchados de fresco. Se habían colgado algunos cortinones en los lienzos de pared cercanos al altar mayor y tapizado una parte del suelo con la alfombra, sucia ya y desgarrada por varios sitios, que salía a relucir hacía cuarenta años, en los días solemnes. D.ª Eloisa, la madrina del nuevo presbítero, y las damas que la habían secundado en la noble empresa de darle carrera, habían añadido algunos pormenores delicados al adorno tosco y rutinario del sacristán. Grandes macetas de flores colocadas en artísticos floreros sacados de las mejores casas de la villa, algunas cortinas de damasco formando pabellón sobre los altares, candelabros, arañas. Donde, como es natural, había recaído particularmente su atención y esmero era en el arreo del joven sacerdote. Alba finísima de batista bordada con primor, estola, casulla del más rico tisú de oro que pudo hallarse en la capital, cáliz, de oro también, con algunas piedras preciosas. Las bondadosas señoras no habían escatimado el dinero para dar remate o coronar la obra de caridad que hacía algunos años acometieran.

Todo el mundo lo recordaba en la villa; unos por haberlo presenciado, otros por haberlo oído contar frecuentemente. Hacía poco más de veinte años había en Peñascosa un pescador de altura llamado Mariano Lastra, a quien todos sus compañeros apreciaban por sus sentimientos honrados y carácter apacible. Este pescador pereció con otros ocho tripulantes de la lancha en que iba, a consecuencia de una galerna de poca importancia. Sólo aquella embarcación había zozobrado. Mariano se había casado hacía dos años y dejaba un niño de pocos meses. La viuda era una joven buena y honrada, pero de escasa disposición para el trabajo, y que sobre esto gozaba de poca salud. Viose gravemente apurada para poder subsistir. El niño le estorbaba mucho en cualquier trabajo. Dedicose a asistir por las casas desempeñando los oficios más bajos y penosos, traer agua o fregar suelos, llevar recados; lo único que era capaz de hacer, pues no tenía oficio alguno. Pero llegó un momento al parecer en que las fuerzas la abandonaron; su salud, cada día más vacilante, la iba dejando inútil para el trabajo. Fue despedida de algunas casas. Otras por caridad la siguieron empleando, aunque con menos frecuencia. Comenzó a pasar hambre y su hijo también.

Un día fue despedida también de la única casa en que ya asistía.

—Basilisa—le dijo la señora—Usted no puede ya traer agua y fregar suelos. Se está usted matando y no consigue cumplir como es debido. Necesito buscar otra asistenta... Bien quisiera seguir manteniéndola... pero no soy rica, como usted sabe... tenemos muchos gastos...

—Sí señora, sí, ya lo comprendo—respondió la infeliz con sonrisa humilde y forzada.—Demasiado ha hecho por mí.

Salió de aquella casa, su último refugio, con el corazón apretado y las piernas vacilantes. Llegó a la zahurda que habitaba en los arrabales. Su hijo dormía en la cuna el sueño dulce y sereno de los ángeles. La infeliz cayó de rodillas y sollozó largo rato. Levantó la cabeza al fin, y dijo sordamente contemplando al niño:

—¡No, no irás al hospicio!

Varias comadres, y hasta alguna señora también, se lo habían aconsejado. Pero la idea de abandonar al hijo de sus entrañas en manos de mujeres sórdidas y empleados brutales la había horrorizado siempre. Luchó bravamente cuanto pudo, privándose ella bastantes veces del necesario sustento para alimentar al niño, que ya contaba cerca de tres años. Había llegado, sin embargo, el fin del combate y resultaba vencida. Le quedaba el recurso de pedir limosna, pero además del espanto que le causaba, comprendía muy bien que sus días estaban contados. Y muriéndose ella, ¿qué iba a ser de aquella criatura?

Meditó un buen espacio con los ojos secos y clavados en el niño, repitiendo de vez en cuando la misma frase:

—¡No, no irás al hospicio!

De pronto se alzó animada por una voluntad fatal, besó a su hijo apasionadamente hasta que logró despertarlo, envolviolo en una manta y cogiéndolo en brazos salió de la casa.

Era la hora del oscurecer. Desde lo alto de la Gusanera, donde Basilisa vivía, veíanse llegar al muelle ya las lanchas pescadoras. Una muchedumbre las aguardaba. Por la plaza, y por la calle larga que va desde ésta a la iglesia a orillas del mar, discurría también bastante gente. Basilisa tomó por la carretera de Rodillero, que ciñe la orilla opuesta da la pequeña ensenada frente por frente de Peñascosa, y marchó apresuradamente, casi a la carrera.

—¿Por qué corres, mamá? ¿Dónde vamos?—preguntó el niño acariciándole con sus manecitas la cara.

—Vamos al cielo, vida mía—respondió la desdichada con los ojos nublados por las lágrimas.

—¿Vamos con papá?

No pudo responder; se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Vamos con papá?—insistió el chiquito.

Detúvose un instante para tomar aliento.

—Sí, vamos a verle, rico mío—dijo al cabo.—¿No quieres ir al cielo con él?

—No; yo contigo.

Y al mismo tiempo la apretó el cuello con sus tiernos brazos y la cubrió el rostro de besos.

—¿Por qué lloras, mamá?—preguntó sorprendido al sentir en los labios el amargor de las lágrimas.—¿No tenes nada? Toma mi corneta...

Y le ofreció una de plomo que le había costado a Basilisa dos cuartos. Para Gil, que no comprendía la existencia sin estar enredando con algo, la mayor desgracia que podía pesar sobre un ser humano era el tener las manos vacías.

La madre le apretó contra el pecho, descargó sobre sus rosadas mejillas una granizada de besos y continuó la carrera. Al llegar a cierto paraje en que la carretera se separa de la orilla del mar para internarse, dejola y tomó una veredita que conducía a éste. Llegó a las peñas altas y sombrías que lo circundan por aquel paraje. Puso a su hijo en el suelo y arrodillándose después, rezó entre sollozos comprimidos una oración que, por no ir dirigida en forma, no debió de escuchar el Altísimo.

Era ya casi noche cerrada. El mar estaba inmóvil, sombrío, esperando impasible que las lágrimas de aquella infeliz mujer viniesen como tantas otras a aumentar el caudal amargo de sus aguas. Del lado de allá de la ensenada se veía la silueta del muelle y de tres o cuatro pataches que ordinariamente yacen anclados cerca de él. El grupo de las lanchas pescadoras, un poco apartado, se movía y resonaba aún con los gritos de las mujeres ocupadas en abrir el vientre a los pescados, mientras los maridos descansaban ya gravemente en alguna taberna de la villa. Basilisa atendió un instante a aquellos ruidos tan conocidos. Ella también esperaba a su esposo en otro tiempo, le acariciaba con la mirada al llegar, tomaba de sus manos el capote de agua, la caja de los aparejos y el cesto de las provisiones y los llevaba con alegría a casa. Mariano llegaba poco después y se sentaba al amor de la lumbre, haciendo bailar entre sus manazas al tierno niño que contaba pocos meses.

La viuda estuvo largo rato contemplando fijamente el grupo de la ribera, que parecía ya una masa informe y movible. Su hijo, sentado sobre el césped, jugaba atascando de tierra la corneta. De pronto vino hacia él, le levantó entre sus brazos flacos y corrió hacia el borde del precipicio.

—¡Mamá! ¿Dónde vamos?—gritó el niño.

La respuesta, si se la dio, debió de ser desde el cielo. Saltó con ímpetu al fondo del abismo. Al caer sobre las piedras de la orilla se deshizo la cabeza: quedó muerta en el acto: el niño salvó milagrosamente. El vientre de donde había salido le sirvió ahora de resorte para no despedazarse.

Un marinero viejo, que andaba a la sazón por entre aquellas peñas a la pesca de pulpos, oyó el ruido y prestó los primeros socorros al niño. Corrió a dar la noticia: pronto se inundó el paraje de gente. El caso produjo honda impresión. Las mujeres lloraban y se pasaban al tierno infante de mano en mano prodigándole mil cuidados y caricias. Muchas se ofrecían a adoptarlo y hubo disputa sobre quién había de llevárselo. Enteradas las señoras de la villa y conmovidas, quisieron asimismo recoger al huérfano. Las mujeres de los pescadores renunciaron entonces a ello en interés de aquél. Quedó, pues, en poder de D.ª Eloisa, la señora de D. Martín de las Casas, secundada por otras seis u ocho damas que de ningún modo quisieron renunciar a la participación de tan caritativa obra.

La infancia de Gil (que así se llamaba el huérfano), si no feliz, tampoco fue desgraciada. Sus protectoras ejercieron sobre él una vigilancia un poco impertinente a veces, otro poco humillante también, pero cariñosa siempre y bien intencionada. Entre todas, aunque tomando parte más principal D.ª Eloisa, le pagaron la crianza y el pupilaje en casa de un matrimonio artesano que habitaba en la Gusanera, cerca de la casa en que la desgraciada viuda vivía. Cuando estuvo en edad para ello, le mandaron a la escuela. Dio señales de ser un niño pacífico, reservado, sensible, y comenzó a aprender sus lecciones muy bien. Sus siete u ocho mamás se encargaban de preguntar al maestro por su conducta y aplicación siempre que le tropezaban en la calle, animándole «a que le apretase los tornillos.» El maestro se encargaba, en efecto, de apretárselos recordándole al mismo tiempo a cada momento, en presencia de sus condiscípulos, su orfandad, su miseria y la imprescindible necesidad que tenía de mostrarse humilde y agradecido con sus bienhechoras. Esto de la humildad era cosa que no cesaban de cantarle al oído en la villa. Cuantos le tropezaban en la calle y se dignaban ponerle paternalmente la mano sobre la cabeza, le decían:

—¡Cuidado con ser humilde! Sé obediente y sumiso con las señoras que te han recogido por caridad, ¿entiendes?... por caridad.

Y por último, sus condiscípulos se encargaban generosamente de advertirle sin cesar que era un desdichado sin padres, alimentado por la caridad y que debiera estar en el hospicio y no alternando con hijos de zapateros distinguidos, albañiles, sastres y panaderos fashionables, y otra gente no menos principal y digna de respeto.

La humildad teníala en el corazón el hijo del ahogado y la suicida, que si no la tuviese, no sería fácil que se la inculcaran las burlas y desprecios de sus compañeros, ni los paternales azotes del maestro y de sus protectoras: porque éstas todas se creían con derecho a amarle, pero a castigarle también. Era la suya una naturaleza amante y agradecida. Comprendía que a todas sus protectoras debía respeto y cariño, y se lo tributaba. Claro que en el fondo de su corazón sentía preferencias; esto es irremediable. Amaba con pasión a D.ª Eloisa. Esta buena señora, que era a quien más debía, jamás le reñía ni castigaba, ni le decía siquiera una palabra desagradable: tratábalo con extremada dulzura, le acariciaba como si fuese su hijo y ocultaba y disculpaba sus pequeñas travesuras.

Cuando llegó a los doce años, se reunieron en cónclave las damas y deliberaron acerca de lo que debía hacerse con el chico. Desechose por unanimidad la idea de dedicarle al oficio de su padre. Pensaron en otros varios, sin lograr ponerse de acuerdo, hasta que D.ª Trinidad, la esposa de D. Remigio Flórez, fabricante de conservas alimenticias, propuso llevarle de criado recadista a su casa. Asintieron casi todas a esta resolución; pero D.ª Eloisa, a quien le dolía, hizo presente a sus amigas que el chico había mostrado aptitud para los estudios, y que sería una obra meritoria hacer de él un sacerdote. Las damas acogieron la idea con entusiasmo. Sólo D.ª Trinidad, señora de gran puntillo y amiga de imponer su voluntad a todo el mundo, se opuso fuertemente y se retiró desabrida de la reunión. Pasáronse las damas sin su concurso, y fijando una cantidad mensual, que abonarían a escote, mandaron el chico al seminario de Lancia, capital de la provincia donde nos hallamos.

Fue Gil un seminarista modelo; aplicado, dulce, respetuoso, afecto a las prácticas religiosas y mostrando mucho fervor en ellas. Las damas no tuvieron más que motivos para felicitarse de su resolución. Cuando venía a pasar las vacaciones a Peñascosa, traía para cada una de ellas una carta del rector manifestando su satisfacción por la conducta y los progresos del huérfano. En los dos o tres meses que permanecía allí, les prestaba algunos servicios, repasando las lecciones a sus hijos, acompañándolas en sus oraciones o sirviéndoles de amanuense, etc. Habitaba en casa de D.ª Eloisa. Cada verano se iba trasformando un poco: el niño se convertía en hombre. Al fin dejó tres años consecutivos de venir, para tomar las últimas órdenes. Llegó el momento de hacerse presbítero. Cuando apareció al fin un día en Peñascosa en traje de sacerdote, su presencia causó emoción profunda en el corazón de sus protectoras. Todas se consideraban madres de él, y por consiguiente, con derecho a llorar de alegría y a caer en sus brazos enternecidas. Por cierto que estos desahogos cariñosos dieron ocasión a algunos dimes y diretes entre ellas. Porque las que menos afectuosas y tolerantes se habían mostrado con el niño, eran más extremosas ahora con el hombre. Esto sacó de sus casillas a D.ª Eloisa, D.ª Teodora y D.ª Marciala, que le trataron siempre con dulzura y hasta con mimo.

Comenzaron los preparativos para la primera misa. Fue un certamen de primores entre ellas. Las ricas, como D.ª Eloisa y D.ª Teodora, se encargaron de comprar el cáliz y los ornamentos más costosos: las que no contaban con tantos bienes de fortuna, como D.ª Rita, D.ª Filomena y otras, suplieron el dinero con la habilidad de sus manos bordando el alba, la estola y el paño del altar, que causaban admiración. Se arregló la iglesia, y en el adorno tomaron parte no sólo estas damas, sino otras muchas de la población, sus amigas. Fue un acontecimiento de marca en Peñascosa, tanto por la calidad de las personas que habían costeado la carrera del joven presbítero, como por las terribles circunstancias que habían dado lugar a esta protección. Se nombró madrina del oficiante a D.ª Eloisa, por indicación de aquél. Ninguna tenía mejor derecho para ello; pero todas se creían con tanto, y esto volvió a originar secretos resentimientos y algunas palabrillas desagradables.

El preste volviose hacia el pueblo y cantó con voz débil y temblorosa:

Dominus vobiscum.

Todas las voces de la tribuna, rotas y cascadas, le respondieron acompañadas del estampido del órgano:

Et cum spiritu tuooooo.

—¡Qué blanco está!—dijo una joven artesana a la compañera que tenía al lado.

—Parece una imagen.

Cantó D. Narciso con voz atiplada, bajando y subiendo el tono y escuchándose con placer, la epístola.

—¡Hija, cómo lo repicotea el capellán!—volvió a decir la artesana.

—Ya ves, tiene ahí a la hija del jorobado. Querrá lucirse.

Era especie muy acreditada en la villa que D. Narciso y la niña de Osuna sentían una mutua inclinación, aunque sólo los espíritus heterodoxos y maleantes se atrevían a decirlo en alta voz. D. Narciso era, en verdad, mucho más dado a vivir entre el sexo débil que entre el fuerte. Así que llegó de Sarrió haría unos tres años, poco más o menos, fue el ídolo de las damas de Peñascosa por su elegante porte, que hacía contraste con el desaliño de la mayor parte de los sacerdotes de la villa, por su conversación alegre, por sus bromitas y, sobre todo, por su afición a estar siempre entre ellas. Distaba mucho de ser hermoso ni gallardo: era hombre de unos treinta y cinco años, seco, moreno, los pies grandes y juanetudos y la dentadura muy fea; pero había logrado pasar plaza en seguida de chistoso. Jamás hablaba en serio a sus devotas amigas. Bromita va, bromita viene, un requiebro a ésta, una chufleta a la otra, sin acortarse nunca por estar en medio de un corro numeroso. Al contrario, D. Narciso se placía extremadamente en ello, gozaba campando solo en el gallinero. Dirigía la conciencia de la mayoría de ellas y se autorizaba el reprenderlas fuera del confesonario, a veces ásperamente. Casi todas recibían sus correcciones con sumisión, hasta con placer, y si alguna se rebelaba momentáneamente, era para demandar perdón enseguida. Con esto, don Narciso era el comensal obligado en todas las fiestas y gaudeamus de la sociedad elegante de Peñascosa: comía vorazmente, y de ello hacía alarde, bebía al mismo tenor, y cuando llegaban los postres, nunca dejaba de brindar con alguna coplita que resultaba casi siempre sucia. Porque D. Narciso, que a causa de su ministerio no podía autorizarse bromas referentes a las relaciones de sexo a sexo, se creía con derecho a soltar las más asquerosas acerca de otras miserias del cuerpo humano. Y las damas ¡caso extraño! las reían y celebraban cual si fuesen ingeniosidades y agudezas portentosas. Dos años después de llegado a la villa había tenido un fracaso. Bajando la escalera de cierta casa que frecuentaba mucho, se rompió una pierna. Se dijo que el marido de la señora, cuya era la casa, le había ayudado a caer, por no estar de acuerdo enteramente con la hora y la ocasión de sus visitas; pero al instante las buenas almas de Peñascosa se apresuraron a sofocar este rumor sacrílego. Y en prueba de la indignación con que rechazaron el supuesto, las damas más principales de la villa se constituyeron en enfermeras al lado de su cama, no dejándole un instante solo, relevándose noche y día cada pocas horas, como si hiciesen la guardia al Santísimo. D. Narciso merecía estas atenciones del bello sexo. Nadie con más ahínco y fervoroso celo se ocupó jamás de la salvación de la hermosa mitad del género humano. No sólo dirigía con particular esmero la conciencia de las que mejor lo representaban en Peñascosa, apacentaba sus ovejitas con amor, sin dejar por eso de arrojar alguna piedra a la que se extraviaba, como pastor diligente que era, sino que a fuerza de muchos desvelos había logrado fundar una cofradía, establecida ya en otros puntos de España y el extranjero, la cofradía de las Hijas de María. En esta cofradía no entraban más que las jóvenes solteras. Tal privilegio excitaba un vago despecho mezclado de apetito en las casadas. Creíanse humilladas con aquella exclusión. D. Narciso aprovechaba esta sombra de rivalidad para tenerlas más sujetas.

—¡Oh, señoras, no deben ustedes envidiar el privilegio! Ustedes tienen marido a quien contemplar y servir.

Lo decía en un tonillo irónico que demostraba la hostilidad secreta que el capellán sentía hacia todos los maridos. Las damas, en quienes los encantos de aquéllos no ejercían ya fascinación alguna, sonreían forzada y maliciosamente como diciendo: «¡Ya, ya!» Se murmuraba que había varias enamoradas de él. D.ª Marciala, la esposa del boticario de la plaza, había ido a Sarrió a llevarle calcetas estando el presbítero pasando una temporada con su familia. D.ª Filomena, viuda de un teniente de navío, hacía a su hijo único ir a ayudarle a misa todos los días. Sin embargo, habíase notado cierta preferencia en él por Obdulia, la hija de Osuna, administrador de Montesinos.

—¿Pero será cierto que se gustan?—preguntó la joven artesana, oyendo a su compañera expresarse tan claramente.

—¡Chica, yo no sé! Lo que te puedo decir es que D. Narciso no sale de su casa, y que muchos días desde la ventana de mi cuarto los veo correr uno tras de otro por el jardín de Montesinos jugando al escondite... Tanto, que se lo he dicho.

—¡Se lo has dicho!—exclamó la otra, estupefacta.

—Sí, niña... ¿no ves que confieso con él?... No había más remedio... Le dije: «Mire, D. Narciso... no se ofenda usted... pero yo, viéndoles a usted y a Obdulia jugar en el jardín, tengo sospechas... se me ocurren malos pensamientos.»

—¡Ave María, qué barbaridad! ¿Y qué dijo él?

—Se puso todo sofocado... ¡Uf! Comenzó a decirme: «¡Por ustedes y otras como ustedes pierden el crédito y la honra los sacerdotes y decae la religión!» Me llamó saco de malicia; que parecía mentira que se me ocurrieran semejantes atrocidades, y que por aquí y que por allá... Al principio quería comerme; después se fue sosegando... «Tiene usted razón, D. Narciso, le respondí; pero yo no puedo remediarlo...» Y es la verdad, chica, no puedo remediarlo... ¡no puedo!

Después de la epístola cantó el párroco de Peñascosa el Evangelio. Tenía una voz áspera sin inflexiones. Cantó enteramente distraído sin mirar apenas al libro, levantando sus ojos pequeños y duros por encima de las gafas para contemplar fijamente, mejor dicho, para pulverizar con la mirada al hijo de la Pepaina, que disimuladamente estaba arrancando las babas a los cirios y guardándoselas en el bolsillo. Aunque uno de los pilletes más desvergonzados de la villa, Lorito (que por tal nombre era conocido este joven distinguido) se sintió molesto y un tantico inquieto bajo la mirada del clérigo. La cosa no era para menos. D. Miguel Vigil, párroco de Peñascosa, desde el año 25 de este siglo era uno de los hombres de peor genio de España, y no exageramos nada si decimos del globo terráqueo. Contaba a la sazón ochenta y dos años; era alto, seco, las facciones pronunciadas, las cejas espesas y juntas, los ojos pequeños y penetrantes. Conservaba aún gran vigor físico, y lo que es aún más raro, en los cabellos que le quedaban apenas se notaban las canas. Mientras duró la primer guerra civil, abandonó el rebaño y se fue a las provincias vascas a pelear con las armas en la mano por la causa del Pretendiente. Volvió al cabo de algunos años. Su carácter bravío no se había dulcificado mucho andando a tiros por los montes. Los feligreses de Peñascosa tuvieron en él un pastor muy semejante a un capitán de bandoleros. Nadie le levantaba el gallo en la población. Los más arduos casos de conciencia solía resolverlos D. Miguel en un instante con media docena de mojicones o de puntapiés bien dirigidos. Que Marcelino, el de Cosme, tenía en cinta a la hija de Laureana la tejedora y no quería casarse con ella. D. Miguel se plantaba en casa de Cosme, cogía a Marcelino por las orejas, le daba tres bofetadas de cuello vuelto, y a los quince días, quieras o no, los tenía casados. Que Ramón el confitero le negaba a D. Cipriano dos mil reales que éste le había prestado sin recibo. El cura llamaba a Ramón a su casa, se encerraba con él en una habitación, tomaba un garrote y le obligaba a firmar el correspondiente recibo. Por medio de estos procedimientos teológicos D. Miguel infundía la moral evangélica entre las almas encomendadas a su cuidado.

No eran de su agrado las novedades en el culto. Miraba con desprecio a los clérigos que trataban de introducirlas y cuidaban del traje y el aseo. Los toleraba porque sabía que estaban apoyados por el obispo y el alto clero de la diócesis, pero se reía de ellos a todas horas de un modo grosero, irritante, y solía hacerles algunas jugarretas malignas, aguarles alguno de aquellos jolgorios místicos en que ponían más empeño. Tratábase, por ejemplo, de celebrar una comunión general de niñas con acompañamiento de orquesta. El día que estaba señalado, D. Miguel enviaba a la iglesia una cuadrilla de carpinteros que se ponían a arreglar la tribuna con horrendos martillazos, que impedían escuchar las concertadas voces e instrumentos de la música. Otras veces obligaba a las penitentes asiduas de D. Narciso a examinarse de doctrina cristiana; o bien las prohibía cantar en la iglesia después de un mes de ensayos, o retiraba de los altares los paños que ellas habían bordado y aplanchado, o las arrojaba de alguna capilla donde habían sentado sus reales, etc., etc. Estos actos de despotismo habíanle granjeado la animadversión de los clérigos afrancesados y del sexo femenino. A D. Miguel le daba un ardite por tal animadversión. El goce de su vida no era ser querido o admirado, sino hacer en todo tiempo y ocasión su voluntad. Además, podría tener todos los defectos que quisieran sus enemigos, pero nadie le conoció jamás sombra de inclinación hacia el sexo débil. Despreciaba a las mujeres positivamente: creía que ninguna era capaz de decir ni hacer cosa con sentido común. En su carácter viril parecía haber encarnado el espíritu romano, que negaba a la mujer facultad para regirse nunca por sí misma.

Ni se crea que D. Miguel se mostraba tampoco obediente con sus superiores. Al obispo le costaba un trabajo inmenso entenderse con él. Si le mandaba una orden, el cura la archivaba sin darla cumplimiento; si giraba una visita, metíase en cama fingiéndose enfermo para no recibirle. Había concluido por no hacerle caso y dejarle pasar con la suya. No confesaba en Peñascosa sino a media docena de veteranos de la guerra civil. Los demás feligreses se repartían entre los capellanes adscritos a la parroquia: las cuatro quintas partes de las damas confiaban el fardo de sus flaquezas al irresistible D. Narciso. D. Miguel no sentía el menor desabrimiento por esta preferencia. Y sin embargo, el corto número de sus penitentes aseguraba que era un confesor prudente, discreto y delicado en sus preguntas.

Terminó la lectura del Evangelio y pudo darse la satisfacción de contemplar un rato con persistencia los movimientos de Lorito. ¿Por qué estaba este pillo tan distraído mirando a la tribuna arrobado en la audición de las melodías del órgano, cuando no hacía dos segundos que le había visto meterse en el bolsillo media libra de cera por lo menos? Por el alma del párroco cruzaron pensamientos de muerte y exterminio. Tuvo fuerzas, no obstante, para contenerse. La misa continuó. El presbítero novel elevó la sagrada Hostia con manos temblorosas, en medio de un murmullo de fervor y adoración. El órgano, soltando en trémolo sus registros más gangosos, contribuyó poderosamente a hacer más solemne y conmovedora la bajada del Hijo de Dios a las manos del hombre. Gil sintió estremecerse su cuerpo bajo la impresión. Una alegría inefable subió del fondo de su pecho y le apretó suavemente la garganta. Aquel favor inmenso, infinito, que su Dios le hacía, y que con tanto anhelo había esperado, removió hasta las últimas fibras de su corazón. Sus ojos quedaron velados por las lágrimas, y al hincar la rodilla en tierra, antes de elevar el cáliz de la pasión, estuvo algunos segundos sin poder alzarse y a punto de caer desmayado.

De muy distintas impresiones participaba el jorobado Osuna, administrador de Montesinos, en aquel momento. Ya sabemos que se había situado lo más cerca posible de D.ª Teodora. Era también un hombre místico a su manera; pero en vez de buscar la unión con la Divinidad en abstracto, se placía en realizarla de un modo concreto, por mediación de las mujeres gordas y frescas. Las mujeres gordas habían constituido su pasión dominante desde los felices días de la adolescencia. Dios sólo sabe el peso de las que Osuna amó desde este tiempo hasta los sesenta y cuatro años que ahora tiene. En Peñascosa el número era limitado; por eso de vez en cuando hacía excursiones a la capital para recoger del cieno de la prostitución alguna desdichada que traía y guardaba, durante quince días o un mes, en alguna cámara oscura del cuarto bajo de su casa. Teníala allí como una fiera enjaulada, encargándose él mismo de llevarla el alimento y proveer a todas sus necesidades corporales. Al cabo de este tiempo la soltaba, y vuelta a comenzar con otra. Toda la villa conocía estas flaquezas de su temperamento. Contábanse de él en las tertulias de hombres muchísimas anécdotas, graciosas unas y sucias otras, que hacían reír a los pacíficos habitantes en las largas, lluviosas noches de invierno. No se violentaba para ocultar los excesos de su viciosa naturaleza. La mayor parte de estas anécdotas él mismo las había referido: gozaba hablando de sus obscenidades. Los vecinos le despreciaban y le temían al mismo tiempo. Se le tenía por un ser extraño, misterioso, mal intencionado. Ocupaba un puesto desde el cual podía hacer daño a mucha gente. Era administrador de Montesinos, el propietario más rico de Peñascosa, y habitaba una de las alas del inmenso palacio o caserón que éste poseía. Estaba viudo de tres mujeres, con una hija que ya conocemos de nombre. Era excesivamente pequeño, con una gran corcova a la espalda, color macilento, mejillas pendientes y flácidas, ojos sin brillo y asustados siempre. Percibíase un leve temblor en sus manos, como sucede con frecuencia a los hombres gastados por la sensualidad.

D.ª Teodora había cambiado de sitio ya varias veces: corriose hacia adelante, se fue después hacia un lado; todo inútilmente. Donde quiera que iba, sentía los pies de Osuna entre las enaguas. Y al sentirlos, una ola de rubor encendía sus frescas mejillas, se estremecía como una zagala de catorce años. En ninguna mujer se conservó nunca más delicado y vidrioso el pudor virginal. Algunas conversaciones, hoy corrientes, la ofendían: no se podía aludir en su presencia ni directa ni indirectamente a ciertos asuntos escabrosos. No decía nada, porque era la prudencia personificada y de tímido natural; pero se la veía ruborizada, inquieta, con ganas de retirarse. Tan limpia y tan pulcra era de cuerpo como de alma. Le gustaba vestir con elegancia y cuidaba con refinamientos, no usados en Peñascosa, de su persona. Los que la conocieron de niña, decían que no había sido bonita, sino pasable, y que ahora, con sus cabellos blancos, sus carnes frescas y mejillas sonrosadas, estaba más guapa que nunca, ¿Por qué se había quedado soltera D.ª Teodora, poseyendo una figura agradable y un regular caudal? Se decía que sostuvo amores muy finos y románticos con un teniente de Arapiles que pereció en la acción de Ramales. La víspera de la batalla se había despedido de ella, por medio de una carta escrita sobre un tambor: el corazón le decía que al día siguiente «una bala traidora cortaría el hilo de su existencia, pero que moriría con el nombre de Teodora en los labios.» Ésta conservaba la carta como preciosa reliquia y guardaba asimismo fiel su corazón a la memoria del valeroso y romántico teniente. Sin embargo, hacía muchos años que tenía un galán asiduo. D. Juan Casanova, aquel hidalgo de rostro aguileño y majestuoso de que hemos hablado, iba a su casa indefectiblemente todas las noches, de ocho a once. Esto bastaba para que en la villa se creyese, no que era su amante, que nadie dudaba de la castidad de D.ª Teodora, sino su enamorado platónico, y que más tarde o más temprano concluiría por casarse con ella. Tal fausto acontecimiento se estuvo esperando veinte años en Peñascosa. A la hora presente ya se dudaba bastante de que se realizase. Los futuros se iban haciendo demasiado viejos, sobre todo D. Juan, a quien costaba esfuerzos sobrehumanos subir a la casa, por el maldito reuma de las rodillas. Cada día que pasaba eran, pues, menos aptos para el cumplimiento de los sagrados fines del matrimonio. Además, últimamente, cierto suceso de que más adelante haremos mención turbó un poco las tranquilas y afectuosas relaciones del avellanado hidalgo y de la fresca jamona.

Cuando el diácono cantó el Ite, misa est, aquella dio un suspiro de consuelo y se dispuso a levantarse y huir de los indecorosos pies que la perseguían. Pero era negocio más arduo de lo que se imaginaba. La iglesia estaba tan atestada de fieles que nadie podía revolverse. Todos pretendían besar las manos del nuevo sacerdote, o al menos presenciar la curiosa y tierna ceremonia. Bajó éste una escalera del altar y quedó inmóvil y de pie frente a la muchedumbre, derramando por ella una mirada vaga y sonriente. Hubo un fuerte murmullo que casi se convirtió en gritería, cuando D. Narciso empujó suavemente a la madrina para que tributase la primera su homenaje al oficiante. D.ª Eloisa hincó las rodillas delante de su ahijado y le besó las manos con visible emoción. Cuando se levantó, corrían algunas lágrimas por sus mejillas. Después tomó un frasco de agua perfumada, dio otro a D.ª Rita, y colocadas ambas a derecha e izquierda del presbítero, comenzaron a rociar a los que se acercaban a besarle las manos. Uno a uno, empujándose con prisa, fueron la mayor parte de los fieles rindiéndole este homenaje. Los hombres le besaban en la palma, las mujeres en el dorso, según estaba prevenido. Éstas se mostraban conmovidas, gozosas, riendo cuando D.ª Rita o D.ª Eloisa les arrojaban al rostro algunas gotas de colonia: después se retiraban para dejar paso a las otras; y de lejos seguían contemplando con afectuoso interés la faz pálida y delicada del sacerdote. Sonaba en la iglesia rumor alegre. El roce de las enaguas, el cuchicheo y las risas contenidas de las damas, producían un zumbido de colmena. El tañido de las campanas que el sacristán y algunos chicuelos repicaban alto en la torre, entraba vivo y gozoso por las ventanas. También penetraban algunos rayos de sol que se desparramaban por los altares, haciendo llamear sus dorados metales. Pero si en el camino tropezaban con alguna linda cabeza blonda, de las que tanto abundan entre las artesanas de Peñascosa, no tenían inconveniente alguno en detenerse a darla un beso de admiración.

Gil estaba fuertemente conmovido; el corazón le saltaba dentro del pecho. Sentía impulsos de romper en sollozos: procuraba, no obstante, con esfuerzo reprimirse, y esto le causaba malestar. Aquellas muestras de veneración, aunque representaban una ceremonia usual, le avergonzaban. Al ver arrodillados a sus pies a todos los próceres y damas de la villa, que tanto respeto le habían infundido siempre, experimentaba confusión y desasosiego. Sus labios estaban contraídos por una sonrisa que revelaba más inquietud que placer. D.ª Eloisa y D.ª Rita consumieron varios frascos de esencia, haciendo copiosas aspersiones, sobre todo a sus amigas, a quienes bañaban el rostro en medio de una algazara, que no por ser reprimida, era menos sabrosa. Poco a poco la religiosa solemnidad se iba trasformando en una fiesta de carácter íntimo y familiar. Las amigas de la madrina y de las damas protectoras del joven presbítero se habían ido quedando detrás, formando en torno suyo un grupo pintoresco, mientras el resto de la gente desfilaba por las dos puertas de la iglesia. Un rayo de sol vino a dar sobre el preste: las ricas vestiduras de tisú de oro despidieron vivos destellos; su hermosa cabeza rubia semejaba la de un querubín. Las damas le contemplaban extasiadas.

El párroco y D. Narciso, asistentes de la misa, se habían retirado para despojarse de sus ornamentos. No tardó el primero en volver provisto de sotana y bonete, debajo del cual se agitaban algunos pensamientos siniestros. La conducta de Lorito en lo concerniente a las babas de los cirios le había puesto pensativo y sombrío. Hacía ya algún tiempo que este joven personaje disfrutaba el privilegio de desazonarle. En una ocasión supo que se había encaramado sobre el tejado de la iglesia para apoderarse de algunos nidos de gorrión; en otra sospechó que le había robado las uvas que tenía la parra del corredor de la rectoral. Y aunque ya había procurado tranquilizar su espíritu por medio de algunos adecuados puntapiés, todavía lo sentía agitado y triste cada vez que el hijo de la Pepaina se ofrecía a su vista.

Sin preocuparse poco ni mucho de la conmovedora ceremonia que se estaba realizando en el presbiterio, D. Miguel recorrió la iglesia a paso lento, escudriñando todos los rincones. Las personas que aún quedaban en el templo le abrían paso con más miedo que respeto. Penetró en todas las capillas y examinó minuciosamente el estado de los cirios que ardían en los altares. Alguna huella debió de reconocer en ellos del paso del vándalo, porque su rostro se fue encapotando cada vez más. Ya no fue un reconocimiento, sino una verdadera caza la que emprendió al través de todas las capillas. En la última de la izquierda, donde está la pila bautismal, olfateó al fin la pieza. Marchó con precaución, y asomando su enérgica nariz aguileña, pudo al fin columbrar la roma y barnizada de mocos del granuja, que en compañía de uno de sus más fieles discípulos se ocupaba en hacer crecer la inmensa bola de cera que había extraído de las velas. El párroco sintió el nervioso temblor de los gatos a la vista del ratón: se preparó como ellos rozando el suelo con los pies, y ¡zas! de un par de brincos cayó sobre los bárbaros. Pero Lorito no era un vándalo vulgar de los que se dejan atrapar como un ratoncillo inocente. Sin ver a D. Miguel sintió su hálito poderoso, y bajándose repentinamente al tiempo que aquél llegó a echarle la zarpa, consiguió que fallara el golpe y fuera a dar de bruces en el altar. Antes que el párroco pudiera revolverse, ya había emprendido la carrera hacia la puerta. Fue en vano. D. Miguel se apoderó rápidamente del Cristo de bronce que había sobre el altar, y se lo arrojó con tal ímpetu y certera puntería que le alcanzó en la cabeza y le hizo venir al suelo soltando chorros de sangre.

Al grito del chico y al ruido que produjo su caída acudió la gente; le levantaron y le prestaron los primeros socorros, estancándole la sangre con telas de araña y poniéndole un pañuelo a guisa de venda. Mientras se llevaron a cabo estas operaciones, no dejó de murmurarse, aunque en voz baja, de la brutalidad del cura. Éste, perfectamente satisfecho de su obra, se retiró majestuosamente a la sacristía, no sin que tuviera ocasión antes de administrar dos patadas en el trasero al cómplice, que andaba por allí trémulo y abatido con la desgracia de su maestro.

Pero es el caso que el glorioso progenitor de éste, Pepe el de la Pepaina, como le llamaban en la población, para distinguirle de los otros muchos Pepes que había, pescador de oficio y un bruto muy pacífico, que hablaría sobre tres docenas de palabras por semana, al contemplar a su hijo en aquel estado, comenzó a vociferar en el atrio de la iglesia como un energúmeno. La síntesis de su discurso era que él no sentía respeto alguno hacia el estado eclesiástico, y que padecían una equivocación lamentable los que se atrevieran a suponer que él, Pepe Raya, dejaría de dar al cura, en cuanto pusiese el pie fuera de la iglesia, una de babor y otra de estribor, y acaso también una buena patada en la popa que se la metiera bajo el agua.

D. Miguel, que desde adentro había creído percibir alguno de los extremos de este discurso, se empeñó en salir al atrio por ver su demostración; pero se lo impidieron D. Narciso y el sacristán. Lleváronle a la sacristía, y allí le tuvieron entretenido hasta que desapareció el peligro.

Al salir la gente del templo, el sol nadaba en el espacio azul, bañándolo de luz y de alegría. Repicaban las campanas con frenesí creciente. Estallaban multitud de cohetes, que impregnaban el aire con el humo de la pólvora. Y las olas estallaban también suavemente en los peñascos que casi rodean por completo la iglesia de la villa. En aquel concierto gozoso de una naturaleza que sonríe pocas veces, sólo se oía la nota áspera de bajo profundo que entonaba el marido de la Pepaina.

II

Peñascosa está situada en el fondo de una pequeña ensenada del Cantábrico. Su caserío se extiende todo él por la orilla del mar, sin penetrar más de cien varas en lo interior. Sólo allá en el vértice de la angostura hay una plaza medianamente espaciosa, de la cual arranca la carretera que conduce a Nieva. La parte de la villa que se extiende a la derecha es menos importante y extensa que la de la izquierda. Por esta orilla corre la mejor y aun puede decirse la única calle del pueblo. Es larga, empinada a trozos, a trozos llana, ancha en algunos parajes y en otros estrecha, con ánditos de un lado para los transeúntes. Las casas de la derecha tienen todas salida a la mar por medio de escaleras mejor o peor labradas, según la importancia del edificio. Termina en el Campo de los Desmayos, donde se alza la iglesia, sobre una punta de tierra que avanza en el mar. Este campo toma su nombre de algunos sauces que allí dejan caer sus ramas sobre toscos bancos de piedra, donde los honrados vecinos se sientan a tomar el sol en invierno o a respirar la brisa en verano. Es el paraje en que se efectúan todas las fiestas y regocijos públicos de la villa, las iluminaciones y verbenas, fuegos de artificio, ascensión de globos, música, danza y giraldilla: sirve además de punto de reunión para el gremio de mareantes cuando necesitan congregarse y tomar algún acuerdo, y de real para la feria y de campo de maniobras para los chiquillos de la escuela. No es maravilla que así suceda, dada la particular estructura de la población, donde fuera de la plaza, no hay ningún otro espacio abierto y cómodo más que éste.

El muelle es un espolón de piedra que arranca de la calle mencionada hacia su promedio y avanza poco más de cien varas por el mar. Bajase a él por una rampa suave donde hay media docena de tabernas por lo menos y dos cafetuchos, el de la Marina y el Imperial. Unas y otros hierven de gente a todas horas, pero muy especialmente a la del crepúsculo, cuando llegan del mar las lanchas pescadoras y termina sus faenas la tripulación de los pataches y quechemarines anclados. Éstos son los únicos buques que llegan hasta Peñascosa. Hay, no obstante, un vapor que surca de vez en cuando las aguas de la ensenada y osa acercarse al muelle. Es un remolcador de Sarrió llamado Gaviota: sus largos quejumbrosos silbos estremecen al vecindario de orgullo. Porque en lo tocante a amar a su pueblo y despreciar a los demás de la tierra, nadie ha ganado jamás a los peñascos, ni los romanos siquiera. No hay peñasco que no esté plenamente convencido de que su puerto es el más favorecido por la naturaleza en toda la costa española: si no tiene la importancia comercial de Barcelona, Málaga o Bilbao, consiste en que nadie se ha ocupado en proporcionársela por medio de obras adecuadas. Hacia Sarrió, villa que quintuplica su población y que ha adquirido gran importancia en los últimos años, sienten un odio y un desprecio inveterados. Cuando ven los vapores cruzar por delante de la «abrigada, tranquila y segura ensenada» de Peñascosa y meterse en el «sucio y peligroso fondeadero» de Sarrió, todo buen peñasco siente latir su pecho con indignación, como el que ha sido víctima de un robo mira cruzar en coche a su estafador. Hay que oírles hablar de las cualidades del puerto de Sarrió, sobre todo cuando les escucha un forastero. Principia a dibujarse en sus labios una sonrisa levemente irónica y despreciativa que poco a poco se va acentuando hasta trasformarse en sonora, homérica carcajada cuando llegan a aquello de: «Los cangrejos están muy satisfechos todos de la boca de Sarrió. Dicen que entran y salen sin peligro alguno.» Si alguna vez las lanchas pescadoras de este puerto se ven precisadas a arribar a Peñascosa a causa del temporal, ¡con qué protección tan humillante los reciben los indígenas! Y cuando por sus negocios van éstos a la aborrecida villa, están allá inquietos, nerviosos: el tráfago y los ruidos del muelle les suena dolorosamente en el corazón: llegan a su pueblo con el estómago sucio y excitados, narrando los mil disgustos que la envidia de los sarrienses les ha causado. Llevan cuenta exactísima de todos los siniestros ocurridos en la barra de su rival y no se cansan jamás de compadecer a los pobres buques extranjeros a quienes la suerte impía conduce a un puerto tan inhospitalario.

No sólo en el calado, en el abrigo, en la seguridad del puerto, cifran su orgullo los peñascos. Poseen además otra porción de ventajas naturales verdaderamente inapreciables. Existe en las afueras de la villa una fuente de agua ferruginosa que es admiración de propios y extraños, sobre todo de propios. Los extraños consideran que si el agua no viniese unida a tantos cuerpos heterogéneos, se bebería con más facilidad y produciría los mismos resultados. Y verdaderamente nosotros también nos inclinamos a pensar que su virtud saludable no se acrecienta con que los chicos del barrio orinen en ella y a veces se desahoguen de otro modo aún menos diplomático. Por influencia del clima, críanse en Peñascosa los mejores cerdos del orbe, con lo cual está dicho que en ningún país del extranjero saben lo que es comer jamón mas que en éste afortunado pueblo. Dicho se está igualmente que, si los cerdos de Peñascosa son los mejores del mundo, las castañas con que se crían estos cerdos son las más gordas, las más suaves y nutritivas. El mar de Peñascosa tampoco es igual al de otros puertos: sobre todo con el de Sarrió no guarda parecido alguno. Hay personas que, sin saber por qué, se van debilitando paulatinamente en este pueblo, pierden el apetito y el humor: pues bien, hasta que van a tomar los baños de mar en Peñascosa no se ponen buenas. Los de Sarrió no producen efecto alguno medicinal: al contrario, todo el que se bañe allí se expone a erupciones, catarros, reuma y otros desarreglos tristísimos. Por la parte de Oeste, o mejor dicho Noroeste, la villa está resguardada de los vientos más vivos y constantes. El clima es, por lo tanto, suave y benigno: las epidemias no prosperan. Los peñascos hacen saber con orgullo que, mientras en el último cólera murieron en Sarrió trescientas doce personas, en Peñascosa sólo murieron sesenta y una, y de éstas por lo menos treinta bajaron a la tumba por descuidos lamentables que las familias respectivas debieron evitar, aunque no fuese más que por el crédito de la villa. Inútil es hablar del pescado que se coge en este privilegiado puerto. En cien leguas a la redonda, nadie ignora que ni la sardina, ni la merluza, ni el congrio, ni el besugo admiten comparación con los de Sarrió. Como el caso parece extraño habiendo tan poca distancia de un pueblo a otro, los de Peñascosa lo explican por los mejores pastos que sus peces tienen. En suma, nosotros no conocemos otro pueblo más agradecido al Supremo Hacedor por las condiciones topográficas, hidrográficas y climatológicas con que le plugo favorecerle.

Respecto a las etnográficas, la mayor ventaja que hemos podido apreciar es la hermosura y gallardía de las mujeres. Son altas, macizas, de tez sonrosada y ojos negros; la voz es dulce, sonora y hablan con un dejo musical muy característico: parece que recitan al piano. No presumen de bellas y lo son. En cambio se vanaglorian de cantar mejor que las de ningún otro pueblo de la provincia, y no es así. Cierto que, como acabamos de indicar, hay entre ellas muchas voces gratas y extensas; pero el oído y sobre todo el gusto no corresponden a la voz. Repicotean de tal modo lo que cantan que no lo conoce nadie, ni el mismo autor que lo creó. En verdad que las peñascas abusan de las fermatas y fiorituras que las muchachas de Sarrió, sin tener tan buena voz, cantan con mejor gusto y afinación. Silencio acerca de este particular, porque si alguien lo dice en Peñascosa, le sacan los ojos.

Igualmente tienen metido las jóvenes peñascas en la cabeza (digamos en la hermosa cabeza, que no hay mentira en ello) que poseen especialísima aptitud para componer coplas oportunas o de circunstancias. Las componen generalmente sobre canciones populares que sirven para bailar en las romerías. Que se inaugura el edificio de las escuelas, copla al canto; que llegó el diputado del distrito a tomar baños, serenata y coplas; que D. José el Estanquero monta un servicio de ómnibus a la capital, coplita laudatoria a D. José el Estanquero. Pero donde brilla principalmente el estro de las jóvenes artesanas es en las coplas satíricas: no necesitamos añadir que el blanco preferente de sus sátiras es el mezquino, peligroso y sucio puerto de Sarrió. No suelen estar bien medidas las coplas; tampoco se ve en muchas de ellas el aguijón. ¡Qué importa! Las peñascas las cantan con un fuego y un retintín que desespera a las jóvenes de Sarrió y les hace enfermar de ira.

Los hombres suelen ser como en todas partes, más feos que hermosos, más tontos que graciosos, más groseros que corteses, más vulgares que originales. Sin embargo, hay en casi todos ellos un rescoldo de imaginación que, si no les sirve para escribir novelas, les hace más noveleros y curiosos que a los del resto de la provincia. Cualquier acontecimiento insignificante adquiere proporciones grandiosas en Peñascosa. El pueblo se conmueve hondamente cada vez que arriba cierto bergantín-goleta trayendo tabla de pino rojo del Norte para D. Romualdo, y acude todo a presenciar la descarga. Un prestidigitador vulgar produce extraordinaria agitación y ocasiona largas y violentas disputas en el casino, en los cafés, en las tertulias de las tiendas, y encauza el gusto y la fantasía de los peñascos por distintos derroteros. Llegó en cierta ocasión un magnetizador que dio algunas sesiones en el teatro (llamémoslo así). Durante seis meses los peñascos no se ocuparon apenas en otra cosa que en magnetizarse los unos a los otros. En ninguna tertulia se entraba que no se tropezase con alguna señorita dormida mientras un joven indígena, en actitud de espantarle las moscas, le arrojaba puñados de fluido a la cara: todo era mediums y espíritus, y veladores giratorios: algunos honrados vecinos quisieron volverse locos: uno de ellos salió de noche pidiendo confesión a gritos porque había hablado con cierto pariente difunto. Después llegó un frenólogo. Los peñascos se dedicaron otra temporada a palparse la cabeza y hacer vaticinios sobre el destino reservado a los niños. Los cuadros disolventes de algún saltimbanqui engendraban la afición a las linternas mágicas, y las compañías dramáticas que por casualidad llegaban hasta allí, verdaderas cuadrillas de facinerosos, despertaban extrañas aptitudes para el arte escénico en muchos vecinos que hasta entonces jamás las habían revelado. Un náufrago austriaco les infundió el amor a la filología; dio unas cuantas lecciones de alemán y ruso a varias personas caracterizadas de la localidad, y al cabo de dos meses se escapó con seis mil reales de D. José el Estanquero, dos mil de D. Remigio Flórez y algunas pesetas más de otros caballeros. No se habló de otra cosa en un par de meses.

Hay en Peñascosa un casino suscrito a cinco periódicos de Madrid y a uno de Lancia. El Faro de Sarrió, que les enviaban gratuitamente, fue devuelto a su destino a propuesta de varios socios dignísimos cuando este periódico propuso (¡qué asco!) la construcción de un gran puerto de refugio en Sarrió. Existe además una sociedad de recreo, de la cual es alma y vida D. Gaspar de Silva, un poeta de la localidad que tiene escritas más obras dramáticas que Shakspeare. Púsole por nombre el Ágora, en consonancia con sus aficiones clásicas. Es el templo del arte. Allí se representan las piezas de D. Gaspar por los jóvenes aficionados y se leen sus poesías líricas, en medio de las lágrimas y los aplausos de las señoritas de la localidad, adivínanse charadas y logogrifos, se cantan mandolinatas y stornellos en un italiano estupendo y se juega de mil modos ingeniosos. Verdaderamente el Ágora de Peñascosa recuerda, más que la asamblea griega que le ha dado nombre, la tertulia de la reina de Navarra, aquella gozosa y poética reunión de hermosas damas y caballeros, donde rebosaba el ingenio y de la cual tanta gallarda invención ha salido. No llevaremos, sin embargo, nuestro afán de similitudes hasta comparar a D. Gaspar con Margarita de Valois. Cada cual en su género deben considerarse como seres privilegiados; mas pertenecen a géneros diferentes.

D. Gaspar era un hombre alto, seco, con el rostro lleno de manchas coloradas que delataban su juventud borrascosa, el pelo ralo, la barba, que gastaba al uso de Espronceda, Larra y los literatos del treinta al cuarenta, entrecana y erizada, las manos y los pies descomunales, tan apretados por los callos estos últimos que el poeta andaba apoyado siempre en una muleta y doblado fuertemente por el espinazo. A pesar de esta circunstancia, no puede negarse que era un hombre notabilísimo, y con razón se vanagloriaba Peñascosa de haber sido su cuna y guardarle en su seno. No se limitó jamás, como la mayoría de los literatos, a cultivar un género con mejor o peor fortuna. Escribió poemas épicos, poesías líricas de todas clases, amorosas, satíricas, filosóficas, didascálicas; fue novelista y autor dramático. Las tres cuartas partes de sus obras permanecen manuscritas; pero bastan las impresas (a expensas de un primo hermano que el poeta tiene en Puerto Rico) para dejar de él imperecedera memoria. Por lo menos, los que hemos tenido la dicha de conocerle personalmente, es seguro que no lo olvidaremos mientras nos dure la existencia. Silva era un poeta que guardaba más semejanza con los vates antiguos que con los modernos. Como Shakspeare, como Molière y Lope de Rueda, él mismo representaba sus obras en la escena, reservándose los papeles de característico, a causa de la curvatura del espinazo. En este caso solía sacar una voz engolada y tremante que causaba honda emoción en sus convecinos. Los títulos de ellas tenían un sello de originalidad que recordaba bastante los del inmortal dramaturgo inglés. Entre otros títulos extraños, originalísimos, recordamos los siguientes: No me vengas con belenes, que te rompo el esternón (comedia en tres actos), Entre col y col, lechuga (pieza en un acto), Y sin embargo se muere (drama en tres actos), ¿Le gustan o no las rubias? (pieza en un acto). Aunque ha brillado y brilla en todos los géneros literarios, nosotros pensamos que su genio es más dramático que lírico.

No hay más sociedades reglamentadas en Peñascosa. La tertulia de la botica, la de D. Martín de las Casas y la de los mosqueteros (esta última al aire libre, en el Campo de los Desmayos) son agrupaciones libres, sin ideal artístico ni político.

De esta villa insigne por su maravillosa situación geográfica y por el talento de sus hijos, blanco de la envidia, no sólo de Sarrió, sino también de Santander y Bilbao y todos los demás puertos de la costa cantábrica, que en vano han pretendido humillarla; de este pueblo generoso, patriota, idealista, fue nombrado teniente párroco el joven presbítero protagonista de esta verídica historia. Lo fue por influencia o mediación de D. Martín de las Casas y otros próceres. No les costó trabajo obtener este nombramiento del obispo, porque Gil se había hecho notar extremadamente como alumno aplicado e inteligente en el seminario de Lancia. Al mismo tiempo sus costumbres puras y la suavidad y mansedumbre de su carácter, acreditadas por todos los profesores, le ponían en aptitud de desempeñar cualquier oficio en la iglesia. El rector del seminario, varios dignatarios del clero y hasta el mismo prelado le insinuaron la idea de quedarse en Lancia y hacer oposición a alguna de las prebendas que pudieran vacar en la catedral. Nadie dudaba de su pericia para conseguirla. Sin embargo, el nuevo presbítero rechazó con humildad la proposición, alegando la insuficiencia de sus estudios, que esperaba ampliar con el tiempo, y su excesiva juventud para desempeñar cargo de tal importancia, caso de que se lo otorgasen. En el fondo de su ser existía también, sin que él mismo se diera cuenta de ello, cierta repugnancia a la vida sociable y regalona de los canónigos.

Gil era un místico. Había tenido la fortuna de tropezar, en el rector del seminario, con un hombre de una piedad exaltada, con un orador elocuente, apasionado, genial, un verdadero apóstol. Este hombre extraordinario, que formaba contraste con el clero prudente y prosaico que le rodeaba, ejerció influencia decisiva en el espíritu delicado y soñador de nuestro héroe, consiguió arrastrarlo en su vuelo, comunicándole el fuego que devoraba su alma de asceta. Era medianamente instruido, pero hasta su pequeño bagaje de instrucción le pesaba. Sentía un respeto idolátrico, que comunicó a su discípulo, hacia la Teología por lo que había en ella de misterioso e incomprensible. En cambio miraba con indiferencia la Filosofía y despreciaba las ciencias naturales. Era, como todos los hombres de fe viva y corazón ardiente, enemigo de la razón. Cuando se cree y se ama de veras se apetece el absurdo, se despoja el alma con placer de su facultad analítica y la deposita a los pies del objeto amado, como Santa Isabel ponía su corona ducal a los pies de la imagen de Jesús antes de orar. Era un caso de suicidio por ortodoxia mística. Bajo su dirección, el seminario de Lancia fue perdiendo el ligero barniz científico que por las últimas reformas se le había dado. Seguíanse los cursos de física, de historia natural, de matemáticas, de filosofía, pero con tan poco aprovechamiento que ningún profesor se atrevía a dejar suspenso a un alumno, por mucho que disparatase en el simulacro de examen que se hacía. En cambio concedíase importancia decisiva a las prácticas religiosas, a todos los ejercicios de piedad. Se pasaba el día orando, meditando. El alumno más apreciado no era el que mejor dijese y entendiese las lecciones, sino el que supiera pasar más horas de rodillas, o ayunase con más rigor, el más silencioso y taciturno.

La mayoría de los colegiales, hijos de labradores y artesanos, cumplía con estos deberes sin gran esfuerzo, viendo en ello una manera de arribar pronto y sin dificultades al sacerdocio. El estudio les hubiera mortificado más. Para Gil, tal género de vida representaba un trabajo constante, una lucha consigo mismo. Su inteligencia vigorosa apetecía el estudio, su fantasía el movimiento. Con sistemática tenacidad se puso a contrariar las expansiones de su naturaleza, dio comienzo al lento suicidio que primero había operado su maestro y antes todos los místicos del mundo. Penetró en el pensamiento de aquél, participó del ideal sombrío de su vida, de su furor de penitencias, de su desprecio de los placeres, de los horrores y también de la ciencia del mundo. En esta lucha con la carne hay su poesía. De otra suerte, no habría místicos. Cuando terminó la carrera era el modelo que se ofrecía a los colegiales. Humilde, reservado, grave y dulce a la par, rezador incansable y con la nota de meritissimus en todos los cursos.

Ya le tenemos ejerciendo el cargo de teniente párroco en Peñascosa. Hubiera preferido marcharse a regentar una parroquia rural. El trato mundanal le producía penosa impresión: para él Peñascosa, con su casino, sus cafés y tertulias, era un centro de frivolidad, por no decir corrupción. Pero Dª Eloisa y sus protectoras se habían empeñado en tenerle en el pueblo, y el rector del seminario, su venerado maestro, le aconsejó que no desatendiese sus ruegos: si la frivolidad de la villa le molestaba, su tarea, en cambio, sería más meritoria y fructífera; las almas de los campesinos no necesitan tanto prolijo cuidado. Con la emoción y el anhelo de quien pone mano en una obra sacratísima, dio comienzo el nuevo presbítero a sus tareas. Levantábase al amanecer y se dirigía a la iglesia, donde entraba el primero, antes que el sacristán. Sentábase en el confesonario y allí permanecía escuchando a los que se acercaban al sagrado tribunal hasta las ocho, hora en que decía su misa. Después, aún se sentaba otro rato a confesar, y se iba a casa. Hasta la hora de comer, estudio, meditación, rezo. Después otra vez a la iglesia: rosario, enseñanza de doctrina, arreglo y aseo del templo. Desde que él llegó, éste comenzó a estar limpio y decoroso. Sin reprenderle, logró con el ejemplo, echando él mismo mano al plumero y a la escoba, que el sacristán cumpliese con su deber. Pero en lo que más se placía su alma fervorosa era en acudir prontamente al lado de los moribundos, en permanecer clavado junto a su lecho, exhortándoles al arrepentimiento, sosteniendo su confianza en Dios hasta que exhalaban el último suspiro. Esta era la parte grata de su tarea, la obra verdaderamente divina que le dejaba el corazón anegado de dulzura y entusiasmo. ¡Arrancar un alma de las garras del demonio! Cuando a la madrugada, después de cerrar los ojos a un pobre feligrés, se dirigía a la iglesia transido de frío, rota su flaca naturaleza por una noche de vigilia y trabajo, sus ojos se posaban en aquel mar siempre colérico, en aquel cielo sombrío, y en vez de sentir la tristeza y el dolor de la existencia, su espíritu se dilataba por la alegría y acudían a sus ojos lágrimas de reconocimiento. Era el gozo sublime de Jesús recorriendo a pie las abrasadas márgenes del lago Tiberiade, anunciando el reinado del Padre; era el gozo de San Francisco cuando tornaba a la Porciúncula con algún nuevo compañero de penitencia; era el del santo rey Fernando al apoderarse de Sevilla; era, en suma, el gozo de todos los apóstoles.

Se había ido a vivir con el cura no por gusto, sino porque éste siempre lo había tenido en que los tenientes (o excusadores, como allí se les llamaba) viviesen a su lado, tal vez para tiranizarlos mejor. La rectoral estaba situada no muy lejos de la iglesia, a la entrada misma del Campo de los Desmayos. D. Miguel tenía por servidores una ama vieja y un criado joven. Los goces espirituales del pobre Gil estaban bien compensados con un sinnúmero de contrariedades y molestias que su rudo párroco le hizo padecer en seguida. D. Miguel era tan bárbaro en la vida privada como en la pública. Su voluntad despótica se dejaba sentir en todos los pormenores y en todos los momentos de la existencia. Luego, si esta voluntad fuese racional, vaya con Dios; pero la del formidable viejo era tan caprichosa como maligna. Se gozaba en contrariar los deseos de los que a su alrededor estaban, por mínimos que fuesen. Al ama la tenía frita: un día le impedía dormir la siesta, otro día le mataba un perrito al cual tomara gran cariño, otro le tiraba los tiestos que tenía en el balcón o la obligaba a permanecer en casa en ocasión de cualquier gran solemnidad religiosa, o le hacía pagar un desperfecto de la vajilla, etc., etc. Al criado le tostaba en parrilla: unas veces le mandaba en tarde de romería a cualquier aldea con un recado insignificante, para que no se recrease; otras veces le cerraba de noche la puerta si llegaba un minuto más tarde de lo convenido y le hacía dormir al sereno, o bien le obligaba a quitarse las patillas, o le vestía el ropón del monaguillo porque notaba que esto le molestaba mucho. Al excusador le crucificaba. Había tenido muchos, y a todos los había estudiado silenciosamente durante algunos días para conocer sus tendencias y aficiones. Una vez enterado, se ponía con particular cuidado a contrariárselas. Al anterior, hombre obeso y amigo de los placeres de la mesa, le hizo pasar cada hambre que por milagro no feneció; venía el infeliz de decir misa con ansia de tragarse el chocolate. ¡Buen chocolate te dé Dios! El cura había mandado previamente al ama a algún recado que durase dos horas por lo menos. ¡Qué debilidad, qué sudores, qué congojas las del pobre capellán! Si llegaban en sus paseos vespertinos a alguna casa donde les invitaban a merendar, el cura rehusaba manifestando que ya lo habían hecho en casa. Él no padecía porque era extremadamente sobrio, pero a su infeliz compañero se le hacía la boca agua.

El estudio de Gil le causó gran sorpresa. Entre los muchos tenientes que habían desfilado por su casa no había tropezado con un místico hasta ahora. Hubo alguno aficionado al culto y a la oración, pero sin la ardiente piedad y el entusiasmo que éste mostraba. El cabecilla de don Carlos le miró con una especie de curiosidad burlona, con la compasión desdeñosa con que los viejos miran casi siempre las ilusiones y los arrebatos de la juventud. Durante algún tiempo le dejó trabajar libremente en la viña del Señor; la inocencia y la bondad de Gil apagaban sus instintos malignos. Pero al fin éstos no pudieron permanecer inactivos, y comenzó a poner obstáculos al apostolado de su excusador. Unas veces le quitaba de predicar en determinados días, otras le prohibía sentarse tantas horas en el confesonario o le obligaba a decir la misa más tarde. Hubo ocasiones en que, haciéndose el distraído, llegó a dejarle encerrado en su habitación para que no pudiera decirla a ninguna hora.

Nuestro presbítero aceptaba resignado estos vejámenes y los encomendaba a Dios, como todos los disgustos y alegrías que experimentaba en esta vida. El carácter de D. Miguel le producía repugnancia y terror. Tenía el espíritu demasiado inflamado por el amor divino para ver lo que había de cómico e interesante en este personaje estrafalario, para contemplarlo y estudiarlo con ojos de artista. Aquella violencia, mejor aún, aquella ferocidad, turbaba su alma delicada; el poco apego que el cura mostraba a los asuntos teológicos o de tejas arriba le indignaba; pero sobre todo, la avaricia sórdida de aquel viejo, que estaba con un pie en el sepulcro, del ministro de Aquel que dijo: «No queráis tener oro, ni plata, ni dinero, ni en vuestros viajes llevéis alforja, dos túnicas, ni zapatos, ni báculo,» le causaba repugnancia invencible. El párroco de Peñascosa pasaba por hombre rico, y lo era en efecto. Cincuenta años regentando una parroquia populosa y viviendo con extremada economía, le habían permitido juntar un capital respetable. Había comprado muchas tierras, pero se decía que guardaba en casa también una gran cantidad en metálico. Y así debía de ser, atento la vigilancia que desplegaba, sobre todo de noche. Después que terminaban su frugal cena y rezaban un padrenuestro en acción de gracias, D. Miguel se levantaba, y tambaleándose un poco, porque el torso era más recio en él que las piernas, se dirigía a la cómoda, sacaba de ella un par de pistolas enormes de chispa, y con una en cada mano se encaminaba a su alcoba, bajo la mirada atónita de Gil. Porque aunque todos los días se repetía la escena, nunca dejaba de producirle estupefacción dolorosa. ¡Un sacerdote con dos pistolas en las manos, en aquellas mismas manos que al día siguiente habían de tocar el cuerpo de nuestro Redentor! Alguna vez había visto a su maestro el rector del seminario de Lancia en la cama. Sobre su mesa de noche había un crucifijo de bronce y unas disciplinas ensangrentadas. Al comparar ambos sacerdotes, no sólo sentía crecer su admiración hacia este virtuosísimo varón, pero también, a despecho suyo, nacía en su espíritu cierto desprecio hacia su párroco.

Esto no obstante, su humildad le obligaba a rechazar este sentimiento y a repetirse la frase común a todos los místicos: «Así y todo es mejor que yo.» No sólo, pues, le miraba como su superior jerárquico y le tributaba todo el respeto debido, sino que hacía esfuerzos por representárselo mejor que él moralmente. En el confesonario se le ofrecían casos de conciencia complicados, que no entraban en las fórmulas de los libros que había estudiado. Viéndose apurado para resolverlos, acudía a D. Miguel en demanda de luces; le exponía tímidamente el caso pidiéndole consejo. El antiguo cabecilla le escuchaba con visible impaciencia y, frunciendo el torvo entrecejo, solía contestarle ásperamente:

—Anda adelante y no te detengas en pataratadas.

¡Pataratadas! El cura de Peñascosa calificaba así los extravíos de una conciencia, los dolores del remordimiento. El teniente se estremecía y hacía lo posible por ahuyentar los pensamientos que en aquel momento acudían en tropel a su cerebro. Concluyó por no pedirle consejo alguno, y obró cuerdamente. La teología moral de don Miguel era sin duda más deficiente que la táctica militar.

Después de recoger el último suspiro de los moribundos, el gozo mayor del novel presbítero consistía en sentarse en el confesonario y esclarecer la conciencia de sus penitentes y conducirlos por el camino de la perfección. Pero este gozo fue decayendo al observar la pequeñez, la insignificancia de los sujetos que a su tribunal se acercaban. Casi todos eran mujeres: por milagro llegaba un hombre a confesarse. Estas mujeres, siempre las mismas y con los mismos pecados, concluyeron por aburrirle. Al principio, observando la docilidad con que escuchaban sus consejos, la ardiente piedad que mostraban y afición a los sacramentos, imaginó que le sería fácil hacerlas cada día mejores, levantarlas hasta la santidad o poco menos. Pronto se convenció de que era más difícil cambiar la vida de aquellas beatas que la de un pecador empedernido. Le causó gran desaliento: comenzó a fastidiarse de aquellas nonadas, de aquellas confidencias domésticas insulsas y necias con que las devotas sazonan sus confesiones. Y no podía menos de admirar a su compañero el P. Narciso, que se pasaba las horas muertas confesándolas con la misma afición que el primer día. No sólo las confesaba, sino que, por uno u otro motivo, siempre estaba entre ellas: unas veces eran las Flores de Mayo, otras la novena de las Hijas de María, otras la congregación de San Vicente de Paul, etc. El P. Narciso era, como ya sabemos, el director espiritual y el ídolo del sexo femenino de Peñascosa.

Sin embargo, desde la llegada del P. Gil al pueblo, el rebaño había experimentado algunas bajas. Varias beatas abandonaron su sotana protectora para colocarse bajo la férula del nuevo excusador. Éste no tenía la verbosidad y la gracia del P. Narciso, ni se placía en gastar bromitas saladas con sus penitentas; pero en cambio poseía una figura delicada como la de un querubín, una sonrisa dulce y melancólica y modales tan suaves y distinguidos, que compensaban bien las cualidades del otro. Algunas señoras así lo entendieron al menos, y se produjo la desbandada que acabamos de indicar. Mas lo raro, lo estupendo del caso fue que la oveja predilecta del capellán de Sarrió, aquella Obdulia de quien murmuraban las jóvenes artesanas el día de misa nueva, abandonó también a su pastor, con quien triscaba espiritualmente, al decir de aquéllas, en el jardín de Montesinos, y vino humildemente a postrarse a los pies del joven presbítero.

Dos meses después de tomar éste posesión de su oficio, se hallaba una tarde en el confesonario, rezando por su brevario de bolsillo. En la capillita donde acostumbraba a sentarse no había nadie. Dos mujerucas a quienes había confesado se habían ido ya. De pronto una figura elevada y esbelta tapó a medias la puerta, por donde entraba alguna claridad, no mucha. El P. Gil levantó los ojos y reconoció a la hija de Osuna. La conocía mucho de vista, aunque jamás había hablado con ella. No ignoraba que era penitenta muy asidua del P. Narciso, y aun habían llegado a sus oídos ciertos rumores que rechazó, por supuesto, con indignación. Sin embargo, aquella joven tan aficionada a la iglesia, tan suelta y andariega, no le era simpática. Obdulia tenía la tez pálida, extremadamente pálida, donde brillaban unos ojos negros grandes y hermosos como pocos. Sus cabellos eran negros también y abundantes, su talle delgadísimo. Todo en su persona indicaba un temperamento enfermizo. No podía llamársela con justicia hermosa, pero sí interesante y distinguida. Avanzó lentamente por la capilla. El joven clérigo creyó que vendría a hacerle alguna pregunta referente a la comunión general del día siguiente. Pero en vez de eso, Obdulia se inclinó hacia él tímidamente y le preguntó con voz temblorosa, donde se advertía extraña emoción:

—¿Me puede usted confesar?

Quedó sorprendido y descontento. Tardó un instante en responder; al fin dijo gravemente con manifiesta sequedad:

—Para eso estoy aquí, para confesar a todo el que lo desee.

La faz pálida de la joven se coloreó fuertemente, sus labios temblaron como para dar las gracias; pero no dejaron escapar ningún sonido. Arrodillose sobre la tarima contigua al confesonario, oró breves instantes y acercó al fin su rostro demacrado a la ventanilla enrejada.

El P. Gil estaba inquieto, muy poco satisfecho de aquella preferencia. No que el confesar a una joven mas o menos agraciada le importase nada. Era el suyo un temperamento puro, sosegado. La lucha con la carne no le había costado nunca grandes fatigas. Las mujeres eran para él seres débiles, más necesitadas, por tanto, de protección y consejo: si había que vivir siempre prevenido contra ellas, era porque los Santos Padres así lo habían establecido, teniendo presente sin duda su frivolidad y su naturaleza pecaminosa. El combate formidable que había necesitado sostener no era contra la sensualidad, sino contra su espíritu analítico lleno de curiosidad, enamorado de la ciencia. Su maestro venerado, el rector del seminario, al verle entregado con ardor al estudio de las matemáticas, de la física, de la filosofía, le había dado la voz de alerta. ¿Por qué estudiar tanto? ¿A qué conducía, en último resultado, la ciencia? Lo necesario para salvarse se podía aprender bien en un día, en una hora, en un minuto. Lo importante no es saber, sino orar y trabajar. El hombre virtuoso es el más sabio, porque conoce el camino para llegar a Dios y lo sigue. Estas verdades se impusieron pronto a su espíritu y le previnieron contra su curiosidad científica y le impulsaron a sofocarla. Alentado por los consejos y por el ejemplo de su maestro, había matado la sed de conocimientos con el refresco de la oración y la penitencia. Logró, como él, amar lo inexplicable, lo absurdo, porque esto satisface mejor los anhelos de un alma enamorada.

Pero aunque la mujer no había sido para él jamás un peligro, guardaba en el fondo de su ser hacia ella ese rencoroso desprecio que caracteriza a todos los místicos, no por la influencia que sobre ellos puede ejercer, sino por la funesta que despliega sobre otras pobres almas. En esta ocasión los dichos que sobre aquella joven corrían, su fama de caprichosa, estrambótica, despertaban en él cierto sentimiento de hostilidad que se tradujo en una reprensión tan dulce en la forma como severa en el fondo cuando la joven le dijo que no había tenido motivo para variar de confesor.

—No he hallado nada en él de malo... Solamente que pienso que no acaba de entenderme—concluyó por manifestar, viéndose apretada.

—Todo ministro del Señor—repuso ásperamente el P. Gil—entiende lo que es pecado, y esto basta.

Pero la confesión que siguió, larga, sincera, fervorosa, regada más de una vez por las lágrimas, hizo cambiar la disposición del clérigo. Comprendió que no se las había con un alma vulgar, con una mujerzuela frívola, sino con una cristiana de corazón entusiasta como el suyo, tocada del amor divino y ansiosa de perfección. Había sin duda bastante incoherencia en sus frases, relataba pormenores ridículos y hasta necios e indignos en ocasiones, pero en otras se mostraba grande y fuerte, pisoteando sus pasiones y lanzando su vuelo hacia la luz y la verdad. Hubo momentos en que su novel confesor pensaba estar escrutando el alma de una santa; hasta tal punto semejaban los ímpetus, los anhelos místicos de aquella joven a lo que tenía leído en la vida de Santa Teresa, Santa Catalina de Sena y otras gloriosas madres de la Iglesia. El relato de las penitencias con que se mortificaba le impresionó vivamente y le hizo formar de ella un concepto elevado.

Sin darse cuenta de ello, Obdulia vino a hacer en aquella tarde una confesión general. Al comunicar al nuevo confesor las flaquezas de su temperamento, los movimientos pecaminosos de su alma, su vida entera le acudió a la memoria: ¡una vida bien triste por cierto! Era hija de la primera esposa que su padre había tenido: no había conocido a su madre. Su padre había casado otras dos veces, pero no habían durado mucho sus madrastras. Decíase en el pueblo que el lúbrico jorobado mataba a sus mujeres a cosquillas. Esta especie monstruosa, que halagaba la imaginación del vulgo, se la metían por el oído a Obdulia sus compañeras de colegio para hacerle rabiar. ¡Oh, cuánto había sufrido escuchándolas y observando el desprecio mezclado de terror que su padre inspiraba! Éste era para ella cariñoso e indulgente. La pobre no comprendía la razón de tal desprecio, a no ser por la joroba que la naturaleza le había dado. Parecíale, como es natural, enorme injusticia. ¿Tenía él por ventura la culpa de no haber nacido derecho como los demás? Todavía recordaba con lágrimas la noche en que algunos jóvenes ebrios le ataron con una faja y le zambulleron en el mar repetidas veces entre bromas y risotadas. ¡Pobre padre! ¡En qué estado de cólera y miseria llegó a casa! Lo que no supo la niña fue que estos jóvenes le habían sorprendido en un portal oscuro en situación poco decorosa. Se asombraba dolorosamente cada vez que notaba el miedo que inspiraba a sus amigas; y cuando alguna de éstas, más benévola que las otras, la mostraba compasión, irritábase fuertemente sosteniendo con calor que su padre era muy bueno y que la quería entrañablemente. Su naturaleza había sido siempre pobre y enfermiza: varias veces se temió por su vida. Padeció desde la infancia fuertes hemorragias por la nariz, que la dejaban desangrada, aniquilada. Estuvo dos años, desde los doce hasta los catorce, paralítica de ambas piernas. Su padre la había llevado a varios establecimientos balnearios sin resultado: hasta que un día, sin saber cómo ni por qué, echó a andar repentinamente. Otros muchos desórdenes experimentó su organismo, sobre todo en el período de la adolescencia; pero el más señalado, o por lo menos el que más llamó la atención de la gente y el que salía a relucir siempre que se hablaba de ella en la villa, fue una aberración del apetito que la impulsaba a comer la cal de las paredes. En vano se hicieron esfuerzos por su padre y maestras para arrancarle este vicio; en vano se la castigaba, se la recluía, se le ataban las manos. Al menor descuido, ya estaba descascarillando la pared y haciendo en ella agujeros profundos.

Ésta y otras aberraciones desaparecieron al hacerse mujer. Tuvo un período, desde los diez y seis hasta los veinte años, en que su salud se fortaleció notablemente, en que se hizo una joven gallarda y bien parecida. Pronto se secó aquella flor, no obstante. Su salud quebrantose de nuevo, y aunque no se repitieron los extraños desórdenes pasados, comenzó a decaer visiblemente, a sentir frecuentes indisposiciones. Los amigos y su mismo padre atribuían estas dolencias a sus largas oraciones y penitencias. Le había acometido una afición desmedida a las prácticas piadosas, a frecuentar los sacramentos y a permanecer horas y horas en la iglesia. A pesar de las advertencias de todos y de los ruegos de su padre, nunca quiso refrenar su piedad; antes iba cada día en aumento. La influencia de D. Narciso quizá tuviera buena parte en ello.

Había llegado Obdulia a los veintiocho años sin que hubiera tenido más que unos amores, cuando contaba diez y siete. Fue novia de un mancebo de Lancia que pasaba en Peñascosa largas temporadas en casa de unos amigos. Llegaron estos amores a formalizarse. Se habló de boda, se hizo ropa la novia, se fijó la época. De repente llega el padre del muchacho de la isla de Cuba, y una noche lo empaqueta en la diligencia y se lo lleva, no se sabe adónde. Después de este aborto de matrimonio, nada. El carácter de Obdulia, ordinariamente alegre, se hizo desde entonces melancólico y reservado. Sin duda el amor divino fue para ella un consuelo en este fracaso del amor humano. Su carácter experimentó al mismo tiempo una exaltación extraña. Antes, cualquier censura la echaba a risa y no le impresionaba; ahora, la observación más delicada la conmovía fuertemente, le hacía derramar copiosas lágrimas. Su amor propio se había hecho tan nervioso, tan excitable, que el más ligero choque con él sentíalo como una profunda puñalada. Su conciencia la acusaba continuamente de orgullo. Sostenía contra sí misma una lucha cruel, y no lograba calmar aquella singular irritabilidad.

El P. Gil sondeó aquel día y los sucesivos (porque Obdulia se confesaba a menudo) con profunda emoción un espíritu verdaderamente piadoso, al cual su lucha consigo mismo hacía aún más interesante. Era una de esas almas que sólo había visto descritas en los libros místicos. Su inefable dulzura, la sumisión con que recibía los consejos y advertencias, le sedujo y le inquietó al mismo tiempo: le inquietó porque desconfiaba mucho de si mismo, temía no acertar a comprender los anhelos ardientes, las reconditeces sublimes de un ser superior a todos los que hasta entonces había conocido. Comenzó a prestar intensa atención a las extrañas confidencias de la joven, a sus escrúpulos, a sus alegrías y terrores, a sus visiones, porque las tenía de vez en cuando. Y ya no le sorprendió que los demás confesores no la hubiesen comprendido. Recordaba lo que le sucediera a Santa Teresa, y se propuso con el ejemplo no despreciar por ridículas ciertas menudencias, señales de una conciencia siempre alerta, ni considerar como deslumbramientos y trampantojos los que muy bien podrían ser favores reales del Cielo.

Lo que más le impresionó en la piedad de su nueva penitenta fue el afán de mortificarse. Trataba a su cuerpo sin compasión, un cuerpo delicado como el tallo de una flor. Varias veces durante la noche levantábase a orar; al amanecer, en los días más húmedos y fríos del año, salía de casa para ir a la iglesia, donde pasaba algunas horas de rodillas; ayunaba con un rigor que no había visto ni en su ascético maestro del seminario, abstinencias prolongadas, terribles, que parecían imposibles de resistir; gastaba cilicios en las piernas y los brazos, y se disciplinaba los viernes y en las vísperas de las fiestas señaladas. Este desapego de la carne, este odio de la bestia nunca lo había sentido el joven sacerdote. En vano se lo había querido inculcar su director espiritual, en vano había trabajado toda su vida por adquirirlo. Todo fue inútil. Las penitencias corporales le dolían, le aterraban de tal modo que apenas comenzadas tenía que suspenderlas. Maltrataba a su espíritu con gran valor, sofocaba en él toda aspiración, todo deseo que le pareciese pecaminoso, lo humillaba siempre que quería; pero temía al dolor físico como la más sensible damisela: de ello se acusaba al confesor y se dolía en sus largas y fervorosas oraciones. Por eso las ásperas penitencias de la joven le causaron una admiración ilimitada.

Todos admiran más aquello que les falta. Nunca se sintió más humillado ni dudó tanto de su virtud y su salvación. Y tomándolo como una advertencia del Cielo, se propuso intentar nuevamente este camino de perfección, por el cual habían andado todos los que verdaderamente quieren acercarse a Dios. Alentado por el ejemplo de la piadosa doncella, comenzó a maltratar su carne como ella: cada una de sus confidencias servíale de ejemplo. Quiso también ayunar rigurosamente, quiso también levantarse al primer sueño y pasar una hora en cruz de rodillas, quiso gastar cilicio, quiso disciplinarse. Fue un combate terrible con su naturaleza pura y tranquila de hombre sin pasiones, que no siente por tanto la necesidad de aquietarlas a latigazos.

Su admiración por la virtuosa doncella le impulsó no sólo a tomarla de ejemplo, sino también de consejera. Era tan humilde e inocente de corazón que se sentía avergonzado teniendo que dirigir y reprender a quien en el fondo consideraba como superior. Poco a poco comenzaron las mutuas confidencias. El nuevo clérigo, no teniendo en Peñascosa un director espiritual acomodado a su educación mística, abrió insensiblemente su pecho y comunicó a la joven sus alegrías, sus triunfos y sus desmayos en la vía de salud que se había trazado. Fue una amistad espiritual, en que no se trataba otro asunto que el del servicio de Dios, en que se pasaban largos ratos hablando dulcemente de las cosas del Cielo. Ni faltaban tampoco en sus coloquios algunas bromitas inocentes que los regocijaban por breves instantes.

—Cuando usted se encuentre en el cielo—decía sonriendo el P. Gil,—muy arrellanadita en la silla que le corresponda, ¡qué poco se acordará de su pobre confesor, que estará padeciendo en el purgatorio!

—¡No diga eso, padre! Si usted no va derecho al cielo, ¿quién ha de ir?

—¡Oh, no!—respondía con un suspiro el sacerdote.—Usted tiene formado de mí un concepto muy equivocado... Yo soy un indigno pecador... Gracias infinitas daré a Dios si me lleva al purgatorio, aunque esté allí miles de años...

Y lo decía de todo corazón el virtuoso clérigo. Creía de buena fe que, porque no le era posible macerarse, no poseía una virtud sólida, y se alegraba en el fondo del alma de haber tropezado con un ser que gozaba de este privilegio. Acudíale a la memoria frecuentemente el ejemplo del P. Gracián, a quien Santa Teresa tanto había ayudado en el camino de la perfección con sus virtudes y consejos. Su amor platónico al ascetismo le impulsaba a alentar en vez de reprimir prudentemente el de su penitenta. Cada mortificación que ésta se infligía y temblando y ruborizada venía a relatarle en el confesonario le causaba un gozo profundo, le parecía un triunfo sobre el pecado y se forjaba la ilusión de que a él le correspondía una parte de la victoria.

Muchas y variadas fueron las que la valerosa doncella consiguió sobre la carne en el espacio de pocos meses. Así como los hombres corrompidos agotan su imaginación en busca de nuevos placeres, así ella sobresalía en la invención de variados tormentos para su delicado cuerpo. La aprobación de su confesor, las frases de elogio que a despecho suyo se le escapaban de los labios, indudablemente calentaban su fantasía y aguijaban sus ímpetus. Un día se pasaba veinticuatro horas sin tomar alimento, otro echaba ceniza en el plato que más le gustaba, otro se ponía una camisa de lana burda a raíz de la carne, otro se disciplinaba hasta saltar la sangre, etc.

Cierta tarde se acercó al confesonario con la faz más radiante, con un gozo intenso pintado en sus grandes ojos negros y misteriosos. Acababa de lograr un nuevo triunfo sobre el enemigo y ansiaba comunicarlo a su confesor. Pero éste, en vez de entretenerse en coloquios místicos como otras veces, y de enterarse con afectuoso interés de sus penitencias, de sus luchas con la carne, se atuvo severamente a los pecados. Se hallaba quizá en un momento de melancolía o de concentración del pensamiento. Mantúvose en una actitud reservada, hablando poco, tratándola casi como a una desconocida. Esta reserva impresionó a la joven. Hallábase ella precisamente en uno de esos momentos de expansión, en que la alegría espiritual rebosa del pecho. Pensaba hacer partícipe de ella a su virtuoso confesor. Mas hete aquí que a éste le da por callar y abreviar la confesión todo lo posible. La joven se levantó al fin triste y sin poder reprimir un movimiento de despecho. Dio algunos pasos por la capilla, que estaba solitaria. De repente, no pudiendo vencer el deseo de hacer saber a su confesor la terrible penitencia que había llevado a cabo, se acerca de nuevo al confesonario, no por la ventanilla, sino por la puerta.

—Padre—dice con voz temblorosa, ahogada por la emoción,—se me olvidó decir que esta noche hice una penitencia que acaso, por excesiva, pudiera ser un pecado.

El joven presbítero levantó los ojos sin comprender bien, expresando una muda interrogación.

—Me he quemado con una plancha.

El confesor permaneció silencioso, mirándola con ojos distraídos.

—Me he puesto la plancha ardiendo en un brazo...

El mismo silencio. El P. Gil, o estaba pensando en otra cosa, o el estupor le había inmovilizado.

Sin duda creyó lo primero Obdulia, porque dijo con cierta viveza:

—Sí, señor, me he hecho en el brazo esta quemadura...

Y al mismo tiempo levantó la manga del vestido y puso al descubierto una herida fea y dolorosa que tenía en el antebrazo.

El sacerdote se encendió como una amapola, y volviendo prontamente la cabeza, repuso con aspereza mirando a las tablas del confesonario:

—Bueno, bueno... Deje usted... Me parece excesivo, en efecto... Absténgase en adelante de hacer tales penitencias sin consultarlas antes con su confesor.

III

A las ocho de la noche, después de haber cenado con D. Miguel y de haberle visto retirarse a la cama en la dulce compañía de sus pistolas de chispa, el P. Gil salió de la rectoral con dirección a la casa de su protectora D.ª Eloisa Montesinos. Pocas veces iba a la tertulia que ésta reunía por las noches. Ni tenía gusto en ello, ni el régimen severo de la casa del cura lo consentía. Pero su protectora se había quejado del abandono; hasta le pareció que estaba más fría con él. Temeroso de ser tachado de ingratitud y apesadumbrado realmente, porque profesaba tierno y respetuoso cariño a la bondadosa señora, resolviose a ir más a menudo, haciéndolo así presente al párroco.

El agua de un fuerte chubasco le azotó el rostro al poner el pie fuera de la puerta. Abrió el paraguas, mas a los pocos pasos, el viento que soplaba huracanado en el Campo de los Desmayos se lo volvió. En la imposibilidad de cerrarlo y sintiéndose empujado violentamente por el huracán, el joven excusador se refugió en el negro, enorme portal de Montesinos. Nunca pasaba por delante de él sin sentir cierto estremecimiento de temor y curiosidad. En aquel sombrío palacio habitaba un hombre misterioso de quien se contaban vagamente mil extrañas historias, a quien se atribuían además ideas y frases escandalosas contra la religión y sus ministros. El joven clérigo apenas le conocía. D. Álvaro Montesinos había pasado casi toda su vida en Madrid. Hacía dos o tres años solamente que había venido a establecerse a Peñascosa. Vivía en un retiro casi absoluto, paseando alguna que otra rara vez por las orillas del mar, enteramente solo. El resto de los días lo pasaba encerrado en casa, según se decía, leyendo o escribiendo artículos impíos. El clero de Peñascosa hablaba de él con cierto desprecio rencoroso, del cual había llegado a participar el P. Gil, sin conocerle.

Arregló su paraguas lo mejor que pudo, y como los ímpetus del viento hubiesen sosegado un instante, saliose del portal, no sin dirigir una mirada de miedo y hostilidad a la gran puerta negra del fondo, en lo alto de la cual ardía tristemente una lamparilla de aceite detrás de una ventanilla enrejada. Salió del Campo de los Desmayos y, una vez en la calle del Cuadrante (que así se llamaba la única grande y poblada de Peñascosa), el viento ya no soplaba tan recio y pudo aprovecharse del paraguas y llegar a casa de Dª Eloisa, situada en la plaza, sin mojarse seriamente. La morada de D. Martín de las Casas era también antigua, pero notablemente reformada, mucho más chica que la de su cuñado, con todas las comodidades y aditamentos exigidos por las necesidades modernas: portal de azulejos con cancela, escalera bien labrada de álamo con pasamano charolado, las habitaciones con elegantes frisos y papeles, todo muy aseado y pintadito.

—¡Buenos ojos le vean, padre! ¡Qué caro se vende!—exclamó Dª Eloisa, que desde que su protegido había recibido las sagradas órdenes no le tuteaba.

Al mismo tiempo se levantó y le besó la mano con verdadero afecto. Lo mismo hicieron Dª Rita, Obdulia, que desde hacía poco tiempo era tertulia asidua de la casa, Marcelina y también Dª Serafina Barrado, a pesar de la mirada oblicua que le dirigió su capellán D. Joaquín. Dª Marciala y Dª Filomena se hicieron las distraídas hablando con D. Peregrín Casanova, y saludaron al fin desde su asiento con sonrisa halagüeña.

Mientras duraron las salutaciones, D. Narciso, que estaba arrimado de espaldas al piano, no quitó los ojos de su compañero, unos ojos donde se leían claramente la aversión y el recelo. Sin que el P. Gil la provocara ni aun se diera bien cuenta de ella, existía viva rivalidad entre él y D. Narciso, a quien había arrancado más de la mitad de las hijas de confesión. Bien sabía Dios que no había hecho nada por conseguirlo; antes, al contrario, le pesaba mucho cada vez que una de ellas se acercaba a su confesonario. Pero ¿qué le tocaba hacer? Nada más que confesarlas, pues era su obligación. Insistir mucho en que no variasen de confesor era conceder demasiada importancia a la cuestión de persona: no estaba dentro del espíritu del sacramento. Pero el capellán de Sarrió no se hallaba penetrado de la intención de su compañero, y si se hallaba, no alteraba gran cosa sus sentimientos. Ateníase al resultado, y éste era triste para él. Antes de la llegada de Gil puede decirse que campaba él sólo entre el bello sexo de Peñascosa y señoreaba sus conciencias. Los demás capellanes no le hacían sombra alguna. Era el niño mimado de las beatas. Ninguno de sus chistes, de sus pasos y gestos pasaba inadvertido: las devotas que tenían la dicha de escucharlos o presenciarlos, se encargaban prontamente de difundirlos entre sus amigas. A cada instante testimonios irrecusables de la viva simpatía y veneración que despertaba en la villa: regalos de casullas, de corporales bordados por dedos primorosos, de alzacuellos de raso, etc., etc.; ofrendas más positivas aún, de jamones, botellas de jerez, tartas y chocolate. D. Narciso tenía admirablemente cubiertas sus necesidades espirituales y temporales. Era un pastor que apacentaba felizmente sus ovejas, conduciéndolas con dulzura por el sendero de la virtud hacia el paraíso y trasquilándolas de vez en cuando el rico vellón para que no se enredaran en las zarzas.

La aparición de su nuevo compañero vino a turbar aquella deliciosa Arcadia mística. Las ovejas, acometidas súbito de agitación insana, se pusieron a saltar y encabritarse cual si escuchasen los sones de un caramillo encantado. Ni las pedradas ni los halagos lograron retener a una gran parte de ellas. Quedó en cuadro su rebaño, y él, que había tenido fuerzas para gobernar un hato tan considerable, desmayaba ahora al verse solo, al percibir la hostilidad con que le miraban algunas de sus antiguas y queridas ovejitas. Porque no solamente ya no llegaban a su casa los ricos dones ultramarinos y nacionales de otros tiempos, sino que con profundo dolor notaba que empezaba a discutírsele. Decíase entre las damas piadosas, y esto llegaba a sus oídos, que, si era cierto que tenía palabra más fácil que el joven excusador, la mayor parte de las veces «no había sustancia en lo que decía,» y que éste le aventajaba mucho en peso, en razón natural y en instrucción. Hubo ocasión en que al lanzar uno de sus chistes más picantes, relacionado como siempre con las materias fecales, apenas produjo risa entre las oyentes, y supo que una de ellas, después que se fue, le había calificado de grosero y mal educado. De las gracias corporales no había que hablar, pues bien se le alcanzaba que nunca podría competir con la delicada y gallarda figura de su rival. En resumen, D. Narciso se sentía minado en los cimientos y temía a cada instante venir al suelo. No es maravilla, pues, que la mirada y el saludo con que acogió al joven presbítero fuesen menos afectuosos de lo que debía esperarse. No recordaba poco ni mucho la amable recepción que San Juan Bautista, maestro querido y celebrado, hizo al joven y divino discípulo que le había de eclipsar en seguida.

—No le riñas, mujer. ¿Sabes tú, por ventura, si le será fácil salir de noche, con el miedo que D. Miguel tiene a los ladrones?—gritó D. Martín de las Casas desde la mesa de tresillo donde jugaba con otros dos, un cura y un seglar.

—No, señor; no es eso—dijo el clérigo, ruborizándose bajo las miradas de toda la tertulia.

—¿Que no tiene D. Miguel miedo a los ladrones?—preguntó con acento afectadamente brusco el señor de las Casas.

—Sí que lo tiene—repuso sonriendo dulcemente el joven, sentándose al propio tiempo al lado de su madrina.—Sus razones habrá. Los ricos son los que temen. Los pobres, como yo, están tranquilos.

—Pero ¿tendrá el señor cura tanto dinero como se dice?—preguntó D.ª Marciala con curiosidad.

—Yo no puedo decir a usted, señora... Presumo que sí, porque atiende mucho a su hacienda. Sus gastos son pequeños, y en vez de aumentarse los va restringiendo cada día más. Donde entra mucho y sale poco no tiene más remedio que hacerse montón.

—Los derechos parroquiales deben producir mucho, ¿verdad?—preguntó con más curiosidad aún la esposa del boticario de la plaza.

—Ya comprenderá usted que en una parroquia tan extensa como ésta no han de ser cortos.

—Pero D. Miguel perdonará muchos de ellos—replicó la señora, con una leve inflexión cómica en la voz.

—Es posible, señora. Por mi parte, no lo he visto—repuso con perfecta ingenuidad el excusador.

D. Narciso y D. Joaquín, el capellán de la señora de Barrado, cambiaron una rápida mirada significativa.

Este capellán era un joven delgado, con rosetas en las mejillas, indicio de un temperamento enfermizo, los ojos vivos e insolentes, la nariz fina, la boca pequeña, con un pliegue hipócrita y malicioso. Había sido un criadillo que doña Serafina metió en casa para recados y servir a la mesa, poco después de quedar viuda. Observando su listeza y encariñada con él, una vez trasladado su domicilio a Lancia, le dio carrera, enviándole al seminario. En las horas que le dejaban libres las clases, Joaquín seguía desempeñando su oficio de criado. Luego que tomó las órdenes le hizo su administrador; hoy era sus pies y sus manos. No salía a la calle sino en su compañía, era su director espiritual y su consejero temporal. Espectáculo curioso en verdad la trasformación súbita de un doméstico en señor de su propia ama. Ésta le trataba de usted, le llamaba siempre D. Joaquín y, públicamente al menos, le prodigaba mil muestras de respeto, obligando asimismo a los criados a tributárselo.

D.ª Eloisa volvió a insistir, preguntando con acento cariñoso:

—Entonces, ¿cuál es la razón de su retraimiento, pícaro?

—Señora, comprendo que a D. Miguel no le gusta mucho que salga de noche; pero la principal razón es que la mayor parte de los días estoy rendido... ¡Como me levanto a las cuatro de la madrugada!... Otras veces necesito rezar un poco...

—Usted trabaja demasiado, padre—dijo Marcelina, una joven soltera que, al decir de la gente, frisaba ya en los cuarenta, fea, apergaminada, muy habilidosa de manos y no poco también de lengua.—¡Tantas horas de confesonario!... ¡Y luego los enfermos!...

—Sin contar las horas que pasa de rodillas en oración...—apuntó con timidez Obdulia. Después de soltar la frase se puso colorada.

D. Narciso le clavó una mirada singular, entre irónica y agresiva, que la joven no pudo ver, porque ponía empeño en no mirar cara a cara a su antiguo confesor.

El P. Gil hizo un gesto de impaciencia, molestado por aquellos elogios, y para desviar la conversación de su persona, se encaró con uno de los que jugaban al tresillo.

—Señor Consejero, hoy le he visto desde la rectoral sacar con la caña un pez muy gordo. Por cierto que me pareció un salmonete, y a D. Miguel una robaliza. Hemos disputado un poco.

—Tiene mejor vista el cura que usted. Una robaliza era—dijo gravemente el caballero interpelado, sin levantar la vista de las cartas.

Este D. Romualdo Consejero era un anciano de bigote y cortas patillas blancas, color cetrino, la frente surcada con profundas arrugas, los ojos grandes, severos, de párpados caídos. No sonreía jamás. Hablaba constantemente con acento de mal humor, como hombre desengañado de todo.

—Los salmonetes no caen en el muelle, don Gil de las calzas verdes—profirió el señor de las Casas con su habitual rudeza, por no decir grosería. Solía llamar así, en broma, a su antiguo protegido.

—Sí caen tal, D. Martín de las Casas blancas—profirió con voz sorda Consejero.

Los tertulianos rieron, lo cual amoscó un tanto a D. Martín, hombre, como ya sabemos, propenso a irritarse.

—Yo lo creía así, Consejero de picardías—respondió con retintín, mirándole a la cara fijamente, y poniendo sobre la mesa al mismo tiempo un rey de copas.

—Pues creía usted muy mal—replicó el anciano, siempre con los ojos sobre las cartas.—También creía usted que ese rey de copas iba a pasar triunfante, y... vea usted, ¡lo fallo!

—Eso lo hará usted porque es un grosero y ha adquirido malas mañas allá por Málaga. Aquí el padre Norberto de seguro no lo hubiera hecho.

—¡No, no! Yo soy incapaz...—dijo el cura, sofocado por la risa, tosiendo hasta reventar.—No he salido de Peñascosa... Yo lo que hago es achicarme y correr ese punto de oros de mi compañero.

Y puso sobre la mesa un cuatro.

—¡Hurra por el cura!—rugió D. Martín, echando el caballo y recogiendo la baza.

—Amigo, yo pensé que D. Martín no tendría el caballo—suspiró D. Norberto, dirigiéndose a Consejero con ojos de angustia.

—Lo pensó usted porque es un babieca y lo ha sido toda su vida—repuso éste con afectada naturalidad donde se traslucía la cólera.

—¡Pero hombre de Dios!...—exclamó el clérigo, disponiéndose a dar explicaciones.

Consejero le atajó con ademán colérico, poniendo resueltamente las cartas boca abajo sobre la mesa.

—¡Hombre del diablo! digo yo... ¿Cómo se le ocurre a usted correr un punto no estando cubierto?...

Armose una disputa violenta que duró breves instantes. Las de Consejero y el P. Norberto no se prolongaban mucho tiempo, porque éste, hombre de buena pasta, flemático, concluía por callarse alzando los hombros con resignación y sacudiendo al mismo tiempo la cabeza en señal de muda protesta. Las que se eternizaban eran las de Consejero con D. Martín, siendo ambos a cual más irascible y tozudo.

D. Martín de las Casas, teniente coronel retirado, que había hecho la guerra de Cuba, donde había recibido una herida en un hombro que le impidió continuar en el servicio, se creía en el caso, por su profesión, de llevarlo todo por la tremenda. Desde el año 1873 en que pasó al cuerpo de Inválidos no volvió a salir de Peñascosa. Contaba en aquella época cuarenta y dos años. Su esposa se alegró de aquel retiro forzoso, aunque deplorase que viniera al seno de la familia con un hombro de algodón. Consideraba como virtud excelsa, privativa del militar, la energía lo mismo en el campo de batalla que tomando café en el casino. Sus disputas, sus baladronadas en este centro de recreo eran proverbiales en Peñascosa y las bofetadas que solía repartir al final de ellas también. Desde la llegada del tremendo teniente coronel ningún vecino, por grave y respetable que fuese, estaba seguro. Muchos hidalgos y ricos hacendados de la villa, que hasta entonces habían conservado inmaculadas sus mejillas, ni soñaban con que nadie pudiese atentar a ellas, las vieron selladas y rubricadas cuando más descuidados estaban por los dedos del feroz inválido. Esto fue causa de un lento reflujo entre sus amigos y conocidos, que le habían recibido cordialmente a su vuelta del servicio. El movimiento no engendró aquí el calor sino el frío. Poco a poco fueron dejándole aislado, juzgando su sociedad peligrosa. Se vio necesitado a alternar con gentecilla de poco más o menos y con clérigos, que por su sagrado carácter estaban libres de sus manos expeditas, o así lo parecía al menos. En el casino se le veía rodeado casi siempre de dos escribientillos de casas de comercio, un profesor de música, un maestro de obras y otros tres o cuatro individuos del mismo porte. Le escuchaban como un oráculo, y si alguna vez en el calor de la improvisación les largaba un soplamocos, blasfemaban un poco por dignidad y volvían en seguida a las buenas.

Consejero formaba excepción. Tenía peor genio que él. En el de D. Martín había mucho de afectado y profesional: el de aquél era puro y nativo. Pero su avanzada edad, su debilidad física y sus achaques le ponían a cubierto de cualquier brutal agresión por parte de su amigo. Éste solía concluir la disputa con un gesto violento de desprecio. Alguna vez llegó a decirle:

—D. Romualdo, si usted tuviera treinta años menos, le estampaba contra la pared.

D. Romualdo vivía sólo. Un hijo que tenía empleado en Málaga se le había muerto hacía cuatro años. Disfrutaba una pequeña renta, suficiente a subvenir a sus cortas necesidades, y no tenía otra ocupación que pescar con caña, ni otro recreo que el de jugar al tresillo. La vida se partía para Consejero entre los anzuelos y los naipes. La mañana se la pasaba entera sentado sobre su sillita de tijera en el muelle, o en las peñas de tras la iglesia, con un sombrero de jipijapa si hacía sol o un paraguas si llovía. Por la tarde, tresillo en el casino hasta las cuatro en que de nuevo tomaba la caña. Por la noche, tresillo en casa de D. Martín con éste y el P. Norberto.

Era éste un clérigo al cual se le podrían echar cuarenta años de edad, aunque pasaba bastante de cincuenta, grueso, rollizo, colorado, admirable dentadura, los ojos redondos y saltones, la nariz ancha, sin una cana en el pelo ni una arruga en el rostro. Hablaba poco y reía mucho. Todo le hacía gracia: vivía en perpetuo espasmo de alegría y admiración. Celebraba cualquier insulsez de los amigos como el chiste más acerado, hasta verse obligado a sujetar el vientre sacudido por los flujos de risa. Y los reía de buena fe, sin asomo de hipocresía ni adulación, lo cual, como es lógico, lisonjeaba el amor propio de los que estaban a su lado. Por tal razón quizá, el P. Norberto gozaba de generales simpatías en la villa y no era mal quisto de sus compañeros. Sólo se le conocían tres pasiones, los callos guisados, el tresillo y otra de que más adelante hablaremos. Cuando en una casa, de las que frecuentaba, había callos para la comida o la cena, ya se sabía que era de rúbrica el convidarle. Se servía dos o tres platos colmados, se desabrochaba, la frente le empezaba a ahumar y había que dejarle reposar después una hora sobre la cama; si no, corría peligro de estallar como una bomba. Consejero solía decirle que cada día comía más callos y jugaba peor al tresillo. Y nunca soltaba la frase sin que el buen clérigo se retorciese y sofocase de risa. Los chistes jamás se hacían viejos para él.

Las señoras apartaron prontamente su atención de los tresillistas así que comenzaron a disputar. Todas las noches había una porción de reyertas como ésta.

—Y usted, D. Narciso, tampoco ha venido ni ayer ni anteayer. ¿Qué ha sido de usted? ¿Reza también por las noches?—dijo D.ª Marciala, que hacía calceta cerca de la mesa de tresillo; de vez en cuando alzaba las manos hacia el quinqué de los jugadores, para tomar un punto que se le había escapado.

—No, señora; yo no soy gran rezador. No tengo la virtud de la oración. En cambio me abstengo de ciertos vicios, como el de murmurar de mis superiores y compañeros—profirió el capellán con acento insolente, mirando con afectación al techo.

La alusión iba directamente al excusador, que acababa de hablar de la avaricia del cura. Así lo entendió él, y si no lo hubiera entendido claramente, se lo manifestaran los ojos de los circunstantes. Ante aquella brutal agresión se le encendió el rostro como una brasa. Las carcajadas malignas de D. Joaquín y D. Melchor concluyeron de turbarle.

—¡Hombre, no está mal eso! ¡jo! ¡jo! ¡Me gusta eso! ¡jo! ¡jo! Está bien eso de la abstención. ¡Mucho que sí! Tiene usted ingenio, D. Narciso. ¡Mucho ingenio! ¡jo! ¡jo! ¡jo!

El P. Melchor se reía a boca llena de un modo insolente y grosero, mirando alternativamente al joven excusador y a D. Narciso. El capellán de D.ª Serafina también se reía con una risita aguda, minúscula, que aparentaba sofocar llevándose el pañuelo a las narices. Las señoras permanecían serias y disgustadas comprendiendo la venenosa intención del capellán de Sarrió. Sólo D.ª Marciala sonreía frente a él aplaudiéndole.

En Obdulia el dardo produjo aún impresión más dolorosa que en su confesor. Sintiose invadida por un frío extraño acompañado de ligero temblor; luego fuertes llamaradas de calor le subieron al rostro y con ellas un vivo irracional deseo de lanzarse sobre D. Narciso y arañarle. Costole trabajo inmenso dominar sus ímpetus.

—Malo es murmurar—dijo D.ª Serafina Barrado para salir del silencio embarazoso que reinaba, disgustada como las demás por aquella injustificada agresión;—pero muchas veces se toma por murmuración lo que no es. Se habla de cualquier persona... por hablar de algo, sin ánimo alguno de ofenderla. Hasta nos reímos muchas veces de sus manías, y no dejamos por eso de estimarla, ni nos creemos superiores a ella...

Al llegar aquí sus ojos tropezaron con los de su capellán, que había cesado de reír y le clavaba una mirada fría y aguda como un puñal de Albacete. La pobre señora quedó acortada y sólo tuvo ánimos para concluir con voz más baja:

—...Al menos, eso me pasa a mí...

—Y le pasa a todo el que tiene un corazón franco, señora—dijo impetuosamente Obdulia.

—Sólo los envidiosos, los malintencionados saben dorar la píldora de veneno y clavar el puñal cuando parece que están haciendo una caricia.

La voz de la joven salía alterada, un poco ronca.

D. Narciso dejó escapar una risita maligna y dijo con acento irónico:

—¡Mire usted cuántas cosas sabe de teología moral la señorita! Habrá que declararla doctora de la Iglesia, como a Santa Teresa.

—¡Caramba, tampoco está mal eso! ¡jo! ¡jo! ¡Conque doctora de la Iglesia! ¡jo! ¡jo!... ¡Pero qué perverso es este D. Narciso! ¡Jo! ¡jo! ¡jo!... ¡Es mucho D. Narciso!

—No se ría usted tan fuerte, D. Melchor, que puede saltarle la dentadura—dijo la joven, por cuyos ojos pasó un relámpago de cólera.

El P. Melchor cesó de reír repentinamente. Este clérigo, de edad de treinta y cinco a cuarenta años, alto, de facciones regulares, ojos grandes y negros sin expresión, y figura triste y descuadernada, presumía, según pública voz, de guapo, lo mismo que de inteligente, maligno, ilustrado, etc., etc. La frase de Obdulia le hizo un efecto terrible, porque imaginaba que lo de la dentadura postiza nadie lo sabía más que Dios y el dentista de Lancia que se la había puesto. Murmuró algunas frases incoherentes, pero Obdulia continuó sin hacer caso de él:

—Yo de teología sólo sé que los sacerdotes están obligados a tener oración, y que el alabarse de no rezar es más propio de impíos que de ministros del Señor.

Lo dijo con calma y naturalidad que hicieron más incisivo y profundo el arañazo.

—¿Y dónde ha aprendido usted tanto, señorita?—preguntó D. Narciso, desconcertado ya.

—Pues lo he aprendido en el catecismo explicado y en los sermones del magistral de Lancia... a quien dicen por ahí que usted imita... pero nada más que en los gestos, ¿sabe usted?

D. Narciso se sintió herido en lo más vivo de su ser, porque efectivamente hacía todo lo posible por parecerse al magistral, notable orador sagrado. Quedó algunos instantes silencioso y se disponía a contestar, cuando vino a interrumpir el tiroteo la entrada de una nueva señorita llamada Cándida, alta, delgada, enjuta y apretada, de la familia de los bacalaos. Fortuna tuvo D. Narciso, pues en la disputa llevaba la de perder. Obdulia poseía una imaginación vivísima, y antes de haberse dado a la mística gozaba fama de alegre y chistosa entre sus amigas.

D.ª Eloisa aprovechó la oportunidad para cambiar la conversación, que se había hecho peligrosa. Detrás de Cándida entró D.ª Teodora. Venía ésta acompañada de D. Juan Casanova. Este recto y majestuoso caballero tenía la costumbre desde tiempo inmemorial de hacer la tertulia por las noches a D.ª Teodora. Cuando ésta venía a la de su amiga D.ª Eloisa, lo cual sucedía una o dos veces por semana, la acompañaba juntamente con el criado. D. Peregrín, después que llegó de su excursión burocrática por Cataluña, también adquirió el hábito de pasar un rato todas las noches en casa de D.ª Teodora.

No es posible resolver cuándo y cómo nació en la mente del antiguo oficial del gobierno civil de Tarragona la idea de suplantar a su hermano en el corazón de la fresca señorita; pero es cosa averiguada que nació, y que se desarrolló con extraordinaria fuerza en poco tiempo. Comenzó a tributarla mil atenciones, a recrearla con el sabroso repertorio de sus recuerdos de empleado, a hacer gala en su presencia de un ingenio sutil, de una facilidad pasmosa para los retruécanos. Procuró asimismo demostrar su incontestable superioridad intelectual sobre su hermano, llevando la contraria a cuanto decía, sonriendo despreciativamente cuando hablaba, vejándole, en fin, de mil modos. D.ª Teodora, sin embargo, resistió tenazmente esta suplantación. Aunque debía de estar bien convencida de la superioridad de D. Peregrín, como hombre de mundo y erudito, no por eso dejó de seguir prodigando a don Juan las mismas señales de afecto. Al contrario, los desprecios de su hermano no sirvieron más que para que se lo manifestase más vivo que antes. Esto llenó de amargura el corazón de don Peregrín. Fue el motivo más poderoso de rencor entre los muchos que tenía contra su hermano, después de la estatura.

Cándida fue a besar la mano del P. Melchor, de quien era hija de confesión, y le consoló, con el respeto, la sumisión y el cariño con que empezó a hablarle, del fracaso que acababa de experimentar.

Apenas se acomodaron todos de nuevo, D. Peregrín, que hasta entonces se había mantenido dentro de una locuacidad ordinaria, estimulado por la presencia de D.ª Teodora, quiso dar gallarda muestra de sus maravillosas aptitudes para amenizar cualquier tertulia. Cogió por los pelos la ocasión que le dio D. Narciso, al censurar lo mal empedradas que estaban las calles de Peñascosa, para decir con su voz gangosa y penetrante en una pausa:

—Siendo yo gobernador de Tarragona...

—¡Ya pareció Tarragona!—dijo sordamente Consejero, mientras colocaba las cartas.

Los que estaban cerca oyeron la exclamación y rieron. A los oídos de D. Peregrín llegó el rumor, se detuvo un instante y dirigió una mirada cobarde a Consejero. Después prosiguió con decisión su anécdota. Los quince días que había desempeñado el gobierno de Tarragona, por ausencia del gobernador y enfermedad del secretario, eran la edad de oro de la existencia de don Peregrín, el período dulce y poético cuyo recuerdo hacía vibrar siempre su corazón. ¡Cuántos sucesos en aquellos quince días! ¡Cuántas imágenes brillantes de gloria y poder surgían en su mente al pensar en ellos! Los más insignificantes pormenores de tan hermoso sueño teníalos presentes cual si acabaran de efectuarse. Podría decir cuántas veces había llovido en aquellos quince días, qué había comido y bebido, de qué color eran los pantalones que gastaba. Durante algún tiempo, cuando hablaba de esta época, solía decir:—«Haciendo yo de gobernador en Tarragona...» Más adelante sustituyó la frase con esta otra:—«Siendo yo gobernador de Tarragona...»

Y cuando era gobernador de Tarragona sucedió que la prensa local se quejó del abandono de las calles, achacándolo, como todo lo demás que andaba mal, a la administración conservadora. Entonces él, encargado de velar por el gobierno y el partido, había llamado al alcalde a su despacho y le había dicho: «Amigo mío...» Aquí una tirada de observaciones que D. Peregrín, cada vez que la repetía, iba haciendo más enérgica, hasta convertirla en severísima filípica. El alcalde le respondía esto y lo otro (la respuesta del alcalde iba siendo cada vez más débil e insignificante). Entonces él, sin descomponerse poco ni mucho, con la mayor calma, como quien no dice nada, le replicaba: «Querido alcalde, tiene usted dos caminos para elegir: o la suspensión, o el arreglo inmediato de las calles.»

—Al día siguiente, bien temprano, estaban trabajando dos cuadrillas de obreros en las calles—terminó diciendo D. Peregrín con una fría sonrisa maliciosa. La conclusión y la sonrisa eran lo único que no se iba modificando lentamente en la interesante anécdota.

O porque ya la hubieran oído muchas veces o por no tener el espíritu bien dispuesto para esta clase de confidencias administrativas, es lo cierto que muy pocos eran los tertulios que atendían. Hablaban los unos con los otros en parejas o en grupos de tres y de cuatro. Cándida cuchicheaba con el P. Melchor, D.ª Eloisa con su ahijado el P. Gil y con Obdulia, D. Joaquín con Marcelina, y el P. Narciso con D.ª Filomena. Se puede asegurar que los únicos que escuchaban realmente al ex-gobernador interino de Tarragona eran su hermano y D.ª Teodora, esto es, los que ya conocían los pormenores de su gestión administrativa tan bien como él. Porque D.ª Serafina Barrado, aunque estaba inmóvil y atenta con los ojos puestos en el orador, ofrecía tal vaguedad en la mirada, que bien se echaba de ver que se hallaba muy lejos de lo que decía. Lo que esta señora escuchaba, con imperceptibles estremecimientos de dolor y rabia, era el rumor de la plática de su capellán con Marcelina. Hacía ya bastante tiempo que D. Joaquín distinguía mucho a esta señorita, su penitenta. Estas distinciones llegaban al alma a D.ª Serafina, que por lo visto aspiraba al monopolio de ellas. Teniendo en cuenta que el capellán, fuera del acto de ser engendrado y nacer, era en un todo hechura suya, parecía que tenía derecho a ello. Mas él no lo creía así, o sentía placer en agitarla con desvíos y seriedades injustificadas. No se pasaba un día sin que la buena señora experimentase algún desaire por parte de su protegido. Acaso ella tomase como tal lo que no era; pero el clérigo, conociendo el afecto susceptible y celoso que le profesaba, debiera mostrar más cuidado en evitárselos. Ahora se notaba bien claramente que sus apartes y cuchicheos eran intencionados: acaso tuvieran por fin castigarla por la defensa indirecta que había hecho del P. Gil, a quien D. Joaquín odiaba a par de muerte.

D.ª Marciala, más franca o más colérica, apenas quitaba los ojos de D. Narciso y D.ª Filomena, unos ojos escrutadores, inquietos, por donde pasaban de vez en cuando relámpagos de ira. En los centros de murmuración de la villa decíase que D.ª Marciala estaba enamorada del P. Narciso. Aunque esto no sea creíble, por tratarse de una señora que toda la vida se había manifestado muy circunspecta y religiosa, no hay duda que sus familiaridades con el clérigo podían dar lugar a torcidas interpretaciones entre la gente propensa a pensar mal del prójimo. Había casado ya tarde, cuando contaba más de treinta años, con D. José María, el boticario de la plaza. Éste, que había sido toda su vida un republicano rabioso, que apenas frecuentaba la iglesia, y que reunía en su trastienda por las noches un grupo de demócratas (masones los llamaban las beatas del pueblo), por el influjo de su piadosa mujer había ido cambiando poco a poco de opinión. Principió por alejarse de la política y dejar la suscrición a El Motín; después fue eliminando de su tertulia a los sujetos más exaltados y peligrosos; luego se le vio alternando cortésmente con varios sacerdotes. Finalmente, como llegase una misión de jesuitas a la villa, D.ª Marciala consiguió llevarle a confesar con uno. Desde entonces se realizó un cambio completo y radical en la vida de D. José María. El feroz republicano, suscritor de El Motín, se trasformó en un cofrade de San Vicente de Paul, hermano del Sagrado Corazón. Alumbraba en las procesiones, hacía la guardia al Santísimo con escapulario al cuello, etc., etc. Y no sólo practicaba todos los actos religiosos de un fervoroso creyente, sino que dio en acompañarse de clérigos y en recibirlos en su trastienda, en vez de los impíos que antes iban; de tal suerte, que su botica vino a ser al cabo de algún tiempo el centro de reunión de los tradicionalistas de Peñascosa. Tal fue la obra benemérita llevada a cabo con singular fortaleza y habilidad por D.ª Marciala. En ella le ayudó muchísimo con sus consejos el P. Narciso. Acaso por esta razón su alma quedó tan ligada y agradecida a su director, que por no saber contenerse, daba pávulo y estimulaba a las malas lenguas de Peñascosa.

Fue, como ya sabemos, una de las que contribuyeron a la educación y a la carrera del P. Gil; pero en la deserción que se operó en el rebaño de D. Narciso a la llegada de aquél, permaneció fiel a su pastor. Quizá ayudase a mantenerla firme la huida de Obdulia, de quien ella tenía, según fama, unos celos rabiosos, y por lo visto no le faltaba razón. Aspiró a sustituir a ésta en la gracia del elocuente y donoso sacerdote, y casi lo tenía conseguido. Desgraciadamente, se interpuso en su camino D.ª Filomena, la viuda que ya conocemos, quien con más modestia y reserva admiraba a su director espiritual y le prodigaba en silencio y en la sombra mil atenciones delicadas, que concluyeron por hacer mella en su corazón. No significa esto que dejase de considerar y atender como debía a D.ª Marciala; pero se observaba en él de algún tiempo a aquella parte más inclinación hacia D.ª Filomena, aunque nunca por supuesto tan señalada como la que había sentido por Obdulia.

En la tertulia de D.ª Eloisa se agitaban mil dulces sentimientos, a los cuales, como la sombra a la luz, acompañan siempre otros amargos. Varias jóvenes solteras, a quienes el tiempo y los desengaños habían hecho más reflexivas, algunas señoras casadas en las cuales sus maridos no habían podido extinguir la sed de lo infinito, y tal que otra viuda necesitada de consuelos, se reunían todas las noches en torno de media docena de presbíteros, formando un grupo interesante y conmovedor. Aquel pequeño mundo, ajeno enteramente a las luchas de la política, de la ciencia y de los intereses materiales, representaba un oasis deleitoso enmedio de la corrupción general de las costumbres. La perfecta sumisión de aquellas almas femeninas a sus directores, la benevolencia y la ternura con que éstos se esforzaban en conducirlas por el sendero de la virtud, prestaban a la tertulia un carácter suave, inocente y piadoso que no se hallará seguramente en las exclusivamente seglares. Existía una dichosa compenetración de lo espiritual en lo temporal; era una imagen aproximada de lo que debe ser el reinado de Dios sobre la tierra.

El rebaño místico se repartía, como era natural. Cada clérigo tenía sus hijas de confesión, que le obedecían y le admiraban. Y ellos, aprovechando, como expertos y hábiles pastores, el carácter y condición de cada oveja, solían estimularlas por medio de acertados manejos, ora halagando su amor propio, ora mortificándolo unas veces con celos, otras con saludable frialdad, otras con alguna lisonja adecuada. Ni faltaban tampoco en aquella exquisita sociedad algunos honestos recreos. No era todo hacer calceta ni colchas de crochet: también se rendía culto a la música. El P. Norberto era organista de la iglesia, y aunque conocía poca música profana, algunos nocturnos tocaba, y cuando no, acompañaba al P. Narciso, que entre sus múltiples habilidades tenía la de tocar en la flauta dos o tres pavanas y la sinfonía de Juana de Arco. También Marcelina sabía cantar La Stella confidente y la Plegaria a la Virgen. D. Melchor sabía hacer algunos juegos de manos; D. Peregrín Casanova sazonaba la tertulia con salerosos cuentos; Cándida recitaba admirablemente al piano varias fábulas morales; por último, el P. Joaquín tocaba, rascando los dientes con las uñas, cualquier pieza musical, y remedaba el grito del gallo con tal perfección que cualquiera le confundía con este bípedo.

Aquella noche no hubo música. Los ánimos estaban un poco abstraídos. Reinaba cierta inquietud en la tertulia, motivada por la presencia del P. Gil, a quien ninguno de sus colegas, si se exceptúa el P. Norberto, mostraba simpatía. La conversación fue rodando de uno en otro asunto, todos de poca monta. En un momento de silencio, D. Juan Casanova, que tenía la cabeza inclinada hacia un lado, sin duda por el excesivo peso del cerebro, la descargó algún tanto, diciendo con su acostumbrada solemnidad:

—Eloisa, hoy he hallado a su hermano Álvaro en el paseo de la Atalaya. Llevaba un pantalón de cuadros.

D.ª Eloisa suspiró, como siempre que se tocaba el punto de su hermano.

—Estos días ha estado un poco enfermo. Me lo ha dicho el criado—manifestó dirigiendo una mirada tímida a la mesa donde jugaba su marido.

D. Martín y su cuñado hacía tiempo que no se relacionaban. Por el motivo baladí de un mueble de la casa que aquél pretendía llevar a la suya, sin derecho alguno, rompieron de un modo violento. D. Martín (¿cómo no?) puso la mano en la cara a su cuñado, y a más de esto le desafió. Desde entonces, absoluta separación entre ambos. D. Álvaro vivía en su enorme casa, enteramente solo, y D. Martín en la suya con su esposa. Ésta, de vez en cuando, a escondidas de don Martín, iba a visitar a su hermano.

—No parece que goza de buena salud—dijo el P. Gil, a quien sin saber por qué interesaba aquel hombre.

—¡Oh! Sumamente enfermizo y delicado. Sólo cuidándose mucho puede ir viviendo.

Los clérigos, como siempre que se trataba de Montesinos en presencia de su hermana, guardaban un silencio sombrío, con la cara larga y enfoscada. Si no estuviera ella, de seguro hubieran soltado alguna frase de indignación o algún sarcasmo contra aquel impío, que tenía escandalizada a la villa con sus opiniones y con su conducta. A duras penas respetaban el lazo estrecho de familia.

Hubo un silencio lúgubre, porque las damas, comprendiendo lo que pasaba en lo interior de sus directores espirituales, no osaban hablar. D.ª Eloisa tornó a exhalar otro suspiro y dijo con acento dolorido, como si terminase en alta voz un monólogo:

—¡Qué lástima que le hayan pervertido en Madrid! Álvaro tiene buen corazón... y todos dicen que es hombre de talento.

Los clérigos se sintieron molestados por aquellos elogios. Uno de ellos, el P. Melchor, se atrevió a decir con sonrisita de suficiencia:

—Señora, permítame usted que no reconozca talento en quien no admite las verdades de nuestra santa religión.

—A lo menos fue el primero en su cátedra y pasaba entre sus profesores por un chico despejado.

—Y lo será, señora,—dijo el P. Gil, a quien el tonillo agresivo de su compañero había disgustado.—Se puede tener talento y estar obcecado en cualquier asunto. Su hermano, desgraciadamente, lo está en lo que se refiere al más interesante para el hombre. Mas no hay razón para negarle el talento. Los grandes heresiarcas lo han tenido; si no fuese así, seguramente no habrían podido dar apariencia de verdad al error y engañar tanta gente.

Aunque se sintiese herido en lo vivo por esta réplica indirecta, el P. Melchor no osó responder, y prefirió hacerse el distraído devorando su enojo. Por más que no la confesasen, todos los clérigos de Peñascosa sentían la superioridad del P. Gil, que achacaban, por supuesto, a que era el único entre ellos que había seguido la carrera lata de teología. Ningún otro intentó tampoco llevarle la contraria por temor de hacer un mal papel.

La conversación se encauzó por otro lado. Charlose animadamente del proyecto de construcción de una nueva iglesia, cerca de la plaza, echado a volar por varios vecinos y al cual se oponía con todas sus fuerzas el cura, por temor de que se dividiera la parroquia. Los jugadores seguían en sus alternativas de silencio y ruidosos altercados. El P. Gil quedó mudo y pensativo, impresionado con lo que acababa de oír y decir. La figura de Montesinos, a quien no había visto más de tres o cuatro veces en su vida, y eso de lejos, flotaba en su imaginación despertando en él viva curiosidad. La afirmación de doña Eloisa de que había sido siempre el primero entre sus condiscípulos, contribuyó a hacer más grande, por no decir más interesante a sus ojos, aquel hombre. Un deseo vago, indefinido de acercarse y conquistarle nació en su mente. Cuando la llegada de D. José María el boticario y de Osuna dio la señal de disolverse la tertulia, aún rodaba este pensamiento por su cerebro en busca de forma.

La noche seguía encapotada y triste. El cielo dejaba caer con pertinacia una lluvia menuda y fría. En la puerta de la casa los tertulios se dividieron: la mayor parte se quedó por las inmediaciones de la plaza, otros siguieron por la calle del Cuadrante. Y en ella se fueron separando todos hasta que quedaron solos el P. Gil, Osuna y su hija, los únicos que vivían en el Campo de los Desmayos. Obdulia maniobró para que el P. Gil la tapase con su paraguas. El jorobado marchaba detrás, satisfecho de no pasar por la humillación de que su hija le tapase, pues a causa de la gran diferencia de estatura así sucedía siempre.

Caminaron unos instantes en silencio, escuchando el estruendo lejano del mar que batía contra las peñas y el leve rumor de la lluvia sobre el paraguas. La joven esperaba que el P. Gil sacara la conversación de su altercado con el P. Narciso, y de intento prolongaba indefinidamente el silencio. Viéndole taciturno y abstraído, se aventuró a decirle con voz temblorosa:

—¿Está usted enfadado conmigo, padre?

—¿Por qué?—preguntó el clérigo con sorpresa, saliendo repentinamente de su meditación.

—Por la disputa que he tenido con D. Narciso.

—¡Ah! Sí... en efecto, no me ha gustado la actitud rebelde en que usted se ha colocado frente a él. Es indigno de una joven humilde y virtuosa como usted...

Obdulia guardó silencio, sintiendo en el corazón la censura de su director. Al cabo dijo, poniéndose colorada, lo cual nadie pudo advertir:

—Tiene usted razón; he cometido un pecado y me arrepiento...

Después de una pausa larga, añadió humildemente:

—No puede usted figurarse cuánto me disgusta el observar la envidia de D. Narciso.

—¿La envidia?—preguntó el sacerdote con sorpresa.—¿A quién tiene envidia?

—A usted, padre, a usted—repuso con firmeza la joven.

—No, hija, no—dijo el P. Gil todo azorado.—Yo no puedo excitar la envidia de nadie... Soy un pobre clérigo... un miserable pecador...

—Pues así y todo... yo me entiendo...

Repuesto de su turbación, el sacerdote dijo entonces con aspereza:

—Ruego a usted que no vuelva a decir esas cosas, ni que las piense... Se lo prohíbo... Advierta usted que se trata de dos sacerdotes—añadió después de una pausa, dulcificando la voz.

Obdulia no replicó. Muda y con el corazón apretado por una pena extraña, siguió marchando al lado del clérigo. Éste dirigió la palabra a Osuna sin volverse:

—Al llegar al Campo vamos a sentir el aire, señor Osuna.

—¿Cuándo no sopla en ese maldito Campo?—replicó el jorobado con mal humor.

Y en efecto, al abocar a él, una ráfaga violenta les azotó el rostro y estuvo a punto de volverles los paraguas. La sotana del clérigo, las enaguas de la joven tremolaron: les costaba trabajo avanzar.

Por fin alcanzaron el gran portal de Montesinos. Se limpiaron el rostro con el pañuelo y repusieron el desorden de sus vestidos. El P. Gil volvió a dirigir una mirada curiosa y escrutadora a la oscura puerta en cuya cima ardía siempre la lamparita de aceite.

—Adiós, señor Osuna, que usted descanse—dijo tendiendo la mano al jorobado.

Luego tuvo un momento de indecisión: iba a tendérsela a Obdulia; pero turbado por la mirada intensa y extática que la joven le clavaba, la llevó al sombrero y se inclinó gravemente, diciendo:

—Buenas noches, señorita.

Alzó de nuevo el paraguas y salvó de prisa la distancia que le separaba de la rectoral. Los ojos de Obdulia, inmóvil a la puerta mientras su padre llamaba, le siguieron algún tiempo.

Antes de penetrar en la rectoral, el P. Gil volviose y quedó inmóvil también algunos instantes. Pero sus ojos no buscaron la puerta de donde aquélla acababa de desaparecer. Fueron más arriba, abrazaron de una vez la extensa y sombría fachada de la gran casa solariega que, avezada a los golpes del huracán, dormía grave y desdeñosa bajo la intemperie. Contemplola larga, atentamente. Sus ojos brillaron con un fuego de gozo místico. Era la mirada del apóstol, ávida, tierna, clemente. Tal debió ser la expresión que reflejaron los ojos de San Pedro a la vista de Roma.

IV

Desde aquella noche el P. Gil no soñó con otra cosa. La fiebre del apostolado le encendió de tal modo que no dejó rincón vacío en su cerebro para otro pensamiento. Dentro de él entablose una lucha sorda entre el deseo vivo y ardiente de ennoblecer su vida con la conquista de un enemigo encarnizado de la Iglesia, y el miedo desapoderado, loco, que sin saber por qué le inspiraba. En sus continuos paseos por la estancia que ocupaba en la rectoral, mientras con el breviario en la mano decía los rezos obligatorios, a menudo se detenía ante la ventana, levantaba la punta del visillo y dirigía una mirada tímida y ansiosa al palacio de Montesinos. Allí estaba, adusto, impenetrable, hostil como un baluarte fabricado por la impiedad. Los balcones eternamente cerrados. El hombre misterioso que lo habitaba debía de odiar tanto la luz del sol como la de la fe. El P. Gil dirigía luego la vista al cielo y daba gracias a Dios desde el fondo del corazón por haberle tenido siempre de su mano, por haberle hecho nacer y vivir en la región luminosa de las santas creencias cristianas.

En vano trató de inquirir pormenores de la vida y carácter de aquella oveja descarriada a quien ansiaba traer al redil. Los datos que le suministraron eran contradictorios. Mientras su hermana y algunas otras personas se lo presentaban como un perfecto caballero, un hombre de buen fondo, extraviado por las malas compañías y la lectura de libros impíos, otras, que también pretendían conocerle desde la infancia, lo pintaban como un ser avieso, mal intencionado, riendo siempre de las desgracias y las flaquezas del prójimo, insolente y agresivo de palabra, ya que de obra no podía serlo por su natural débil y enfermizo. A este propósito narraban algunas anécdotas de su infancia y adolescencia que acreditaban esta opinión. Otros, en fin, le tenían por un desdichado, por un hombre a quien los desengaños de su carrera literaria y los profundos pesares domésticos habían llenado el corazón de hiel. Suponían que Montesinos, aficionado a las letras, enamorado de la gloria, había ido a Madrid. En vez de ella, sólo halló glacial indiferencia: esto, unido a la catástrofe de su matrimonio, le había obligado a retirarse de nuevo a Peñascosa «rabo entre piernas,» como decían pintorescamente los graves biógrafos. Y terminaban afirmando que Montesinos desahogaba su amargura y despecho blasfemando de palabra cuando se le presentaba la ocasión y publicando artículos en los periódicos y revistas de los masones. El P. Gil no sabía a qué atenerse. Inclinábase, no obstante, a esta última opinión, que conciliaba hasta cierto punto la benévola de su hermana y ciertos amigos con la mala fama que tenía en el pueblo. Lo que no dejaba de sorprenderle era que mientras el clero y los tradicionalistas de Peñascosa le detestaban cordialmente, los pocos republicanos y masones que había en la villa no le demostraban estimación alguna. Decíase que Montesinos se reía de ellos con más gana aún que de los católicos, y que había huido constantemente su trato.

Todas estas noticias, que recogía de un lado y de otro disimulando, por supuesto, su proyecto, no eran a propósito para apartarle de él. El misterio impenetrable que envolvía el carácter de aquel hombre le interesaba cada día más, y más le atemorizaba. Sabía cuánto importaba atraer un alma perdida al seno de la Iglesia; pero cuando esta alma era la de un hereje, un enemigo encarnizado de ella, el acto crecía desmesuradamente a los ojos de Dios. Dando vueltas a la idea, concibió varias veces el propósito de acercarse inmediatamente a él, hablarle y convencerle con razones y con ruegos; mas pronto lo abandonaba temiendo un fracaso. No era que le mortificase lo más mínimo en su amor propio: estaba resuelto a padecer por Dios con alegría toda clase de martirios, cuanto más una injuria. Lo que temía era tener que renunciar a una empresa tan noble y gloriosa. Poco a poco llegó a convencerse de que el mismo Dios se la encomendaba especialmente, que ésta era la tarea principal que le había impuesto al enviarlo a Peñascosa. Y convencido de que lo sublime del propósito no empece a que se adopten los medios más eficaces para llevarlo a feliz remate, resolviose a comunicarlo con su madrina doña Eloisa y a pedirle ayuda. Grande fue el gozo de la buena señora al recibir la confidencia. Aplaudió de todas veras el proyecto, que satisfacía los deseos más ardientes de su corazón, y prometió hacer cuanto humanamente fuese posible por que tan hermoso sueño se realizase. Hubo entre ambos largas pláticas, en que se buscaron y ponderaron los medios de llevarlo a cabo; se trazaron y se rechazaron diferentes planes; por último, quedaron convenidos en que el excusador fuese a la morada de D. Álvaro por encargo de su hermana a pedirle una limosna para las viudas y los huérfanos de unos pescadores que habían perecido recientemente en la mar. Aprovechando la ocasión, podía tantearle, hacerse amigo suyo y dar comienzo poco a poco a la obra de su conversión. D.ª Eloisa no dudaba del éxito, fiada en el buen fondo de su hermano y en la virtud y la ciencia de su ahijado. Cuando alguna vez le había hablado de las prácticas religiosas, Álvaro había respondido con alguna invectiva grosera contra los clérigos de Peñascosa; a unos los consideraba idiotas, a otros malvados; de todos se reía a mandíbula batiente. Pero ¿qué podía decir de este muchacho tan bueno, tan estudioso, de costumbres tan puras y austeras?

Él no estaba tan confiado. A medida que se acercaba el día de la visita, sentíase más agitado y medroso. Pedía con insistencia a Dios que le diese fuerzas y valor, y preparaba sus argumentos y hasta sus frases con una atención exagerada. Una mañana, después de haber estado en oración largo rato, salió de la rectoral con paso firme, salvó la pequeña distancia que le separaba del palacio de Montesinos, penetró en el lóbrego portal y tiró del grasiento cordel de la campana. Ésta sonó a lo lejos cascada y triste. El corazón del sacerdote se contrajo, a pesar del ánimo que la oración le había infundido. Presentose al cabo de un buen rato de espera un criado anciano de semblante hosco. Al ver al excusador, sus ojos duros y penetrantes expresaron asombro.

—¿D. Álvaro está?

Tardó en contestar.

—¡Ya se ve que está!—respondió al cabo.—No sale nunca.

—¿Y se le puede ver?

—¿Por qué no?

—Pues avísele usted que el teniente cura de la parroquia desea hablar con él por encargo de su señora hermana D.ª Eloisa.

—No hay necesidad. Venga usted conmigo—replicó bruscamente.

Y después de cerrar y trancar con cuidado la puerta, echó a andar delante. No dejó de sorprenderle al excusador el aire de autoridad del viejo doméstico, y lo poco en que tenía la voluntad de su amo para recibir o no las visitas. Después de atravesar un gran patio húmedo, mal empedrado, donde crecía por todas partes la hierba, rodeado de columnas toscas de piedra manchadas de musgo, ascendieron por una escalera de piedra y tosca también, con los pasos gastados por el uso. En el piso principal salvaron un ancho corredor abierto, con el pavimento de madera, tan deteriorado que era preciso ir con cuidado para no meter el pie por algún agujero. Por todas partes se observaba un abandono extraño; las paredes sucias, descascarilladas, el suelo con un dedo de polvo, los techos agrietados: no parecía una casa habitada, sino una antigua abadía solitaria. La gran casa solariega de los Montesinos se pudría, se derrumbaba, sin que su dueño intentase en ella la menor reforma, sin que lo advirtiese siquiera. En el piso segundo el criado le condujo al través de varias salas destartaladas y lóbregas, abrió al fin una puerta de cristales con visillos sucios, después de echar una mirada por el interior, dijo:

—No está aquí. Habrá subido a la biblioteca.

Vuelta a desandar lo andado. Hallaron en el corredor una puertecita estrecha, y por ella entró el criado seguido del clérigo, subiendo por una escalera de caracol más oscura y más sucia aún que el resto de la casa. Cuando iban hacia el medio, el P. Gil oyó en lo alto una tosecilla seca que volvió a apretarle el corazón de temor. La biblioteca se hallaba en una de las dos torres cuadradas que la casa tenía a los lados. Había una pequeña antesala sin mueble alguno, con puerta de madera sin pintar, charolada por el uso, que el viejo empujó, diciendo:

—Álvaro, aquí tienes al señor excusador, que desea hablarte.

El susto que éste llevaba en el cuerpo no le impidió sorprenderse de la confianza extraña del criado. ¡Un señor tan rico, tan noble, tan misterioso, tuteado por un criado!

La biblioteca corría parejas con el resto de la casa en lo destartalada y sucia. Era una gran pieza cuadrada, de techo abovedado, cuyas paredes estaban cubiertas a trechos de tosca estantería con libros. Éstos andaban asimismo amontonados por el suelo sin orden ni curiosidad alguna. Los había encuadernados con pasta antigua, los había también en rústica modernísima, pero todos eran víctimas por igual del descuido de su dueño y de la inclemencia del polvo. Dos ventanas de vidrios emplomados, sin cortinas, esclarecían la estancia. Una estufa moderna, cuyo tubo, sostenido por alambres, salía por un cristal roto, la calentaba. Cerca de una mesa deteriorada, cubierta por un hule todo salpicado de tinta, estaba sentado en un sillón antiguo de vaqueta un hombre cuya figura y atavío correspondían perfectamente al decorado de la estancia. Era menudo de cuerpo, gordo de cabeza, el rostro pálido, nariz y labios finos, los ojos pequeños y de un color indefinible, el cabello bermejo y ralo, las manos diminutas y descarnadas. Vestía una bata usada, mugrienta, traía anudado al cuello un pañuelo de seda, y se cubría las piernas y los pies con una manta de viaje tan rapada y grasienta como la bata.

Al abrirse la puerta levantó la cabeza, y sus ojos verdosos con puntos amarillos, como los de los gatos, se clavaron en el sacerdote con una curiosidad que llegó a ser insolente por el acto de no levantarse más que a medias del sillón ni hacer siquiera una inclinación de cabeza. El P. Gil se había despojado del sombrero canal, y se inclinaba confuso y molesto bajo aquella fría y escrutadora mirada. El criado se retiró y entornó la puerta. Después de preguntarle por la salud, tardó en hallar palabras el sacerdote.

—Estará usted enterado, señor, de la desgracia que ha ocurrido hace algunos días en la mar. Unas cuantas familias han quedado sin más amparo que la capa del cielo y el de las almas caritativas. Confiado en la caridad de este pueblo, emprendí la tarea de implorarla de casa en casa. En cumplimiento de este deber y excitado por su señora hermana, me tomo la libertad de venir a pedirle a usted para las pobres viudas y huérfanos una limosna por el amor de Dios.

El dueño de la casa le contempló todavía unos instantes. Luego sacó del bolsillo una llave, abrió un cajón de la mesa, sacó unas monedas de oro y, alargando la mano, las depositó silenciosamente en la del sacerdote.

—Dios se lo pague a usted, señor—dijo éste.

No había más remedio que retirarse. D. Álvaro no decía una palabra ni le invitaba a sentarse. Pero el hacerlo sin tentar de algún modo su proyecto, le dolía tanto que permaneció inmóvil, a despecho de la mirada de despedida que aquél le estaba clavando.

—No me sorprende su generosidad—dijo.—Su señora hermana me había hecho muchos elogios de su corazón, y veo que no estaba equivocada.

—Supongo que a nadie más que a mi hermana habrá usted oído hacer elogios de mi corazón.

La voz del mayorazgo de Montesinos era singularmente armoniosa y dulce, y contrastaba notablemente con lo inarmónico y triste de su figura. El P. Gil, que era la rectitud personificada, quedó un instante suspenso.

—En efecto, a nadie he oído hacer elogios de usted más que a su hermana—dijo al cabo, con naturalidad.

Montesinos no pareció disgustado con esta respuesta, pero sus ojos brillaron con más curiosidad, y volvió a examinar atentamente al clérigo de los pies a la cabeza.

—Como los elogios de mi hermana no tienen valor alguno... saque usted la consecuencia.

Una levísima sonrisa apuntó a sus labios al pronunciar estas palabras.

—Para juzgar a los hombres no me atengo al juicio de los hombres, sino al de Dios. ¿Quién sabe la bondad o la maldad que pueden ocultarse en el fondo de un alma? Hasta ahora lo único positivo que sé respecto a usted, señor, es que no he llamado en vano a su puerta, es que los huérfanos desvalidos bendecirán su nombre y su corazón.

Los ojos del caballero se desviaron bruscamente del clérigo y expresaron malestar.

—El dar una limosna más o menos crecida nada tiene que ver con la bondad del corazón. Damos lo que nos sobra. ¿Está usted seguro de que si el dinero que acabo de darle me hiciese falta se lo daría?

—No, señor: de lo que estoy seguro es de que haría usted bien en darlo aunque le hiciese falta—respondió gravemente el sacerdote.

El aristócrata le miró aún con más interés y quedó unos instantes pensativo. Luego alzó los hombros con indiferencia.

—¡Ps! Yo no sé hasta qué punto es eso cierto. Suponiendo que mi dinero sirviese para que vivan esos huérfanos, no es gran favor el que les hago. Es más; si se considera lo que indudablemente les espera en esta vida, puede asegurarse que les causo un terrible mal... Vivir abrumados de trabajo, de sufrimientos, de angustias, y por fin de fiesta quizá una muerte aterradora como la de sus padres allá entre las olas embravecidas. ¡Hermoso porvenir! Bien pueden darnos las gracias esos pobres chicos por la felicidad que les preparamos.

—Todo hombre tiene un destino que cumplir sobre la tierra.

—Conozco perfectamente ese destino. Padecer los innumerables dolores que la naturaleza y nuestros semejantes nos proporcionan.

—Y si los padecemos con paciencia y los encomendamos a Dios, lograr la recompensa reservada a los buenos.

D. Álvaro hizo una mueca de desdén, y levantándose de la silla con señales de impaciencia, tendió la mano al sacerdote.

—Señor excusador, nuestra conversación, si se prolongase, podría convertirse en disputa. Siempre es mala educación disputar con las personas que vienen a visitarnos, pero en este caso, tratándose de un sacerdote, sería una verdadera ofensa.

—Diga usted cuanto se le ocurra, señor. Mi deber es pregonar la verdad sin temor a las ofensas.

El caballero volvió a mirarle esta vez con una benevolencia compasiva, y acercándose a él y poniéndole una mano sobre el hombro, le preguntó sonriendo:

—Vamos a ver, señor cura, si usted fuera Dios, ¿haría un mundo tan perverso como éste?

—Esa pregunta más parece una burla...—respondió con señales de tristeza y disgusto el clérigo.

—¡Lo ve usted cómo se ofende!... Lo que yo pretendo preguntarle es si, teniendo usted en su mano fabricar un mundo bueno, poblado de seres felices, eternamente felices, crearía usted por capricho otro lleno de dolores, de tristezas, de amarguras, daría usted vida a unos pobres seres, malos y buenos, por el gusto de recompensar a los buenos y castigar a los malos.

—Dios no ha creado el mundo malo, sino bueno. Fue el primer hombre quien se acarreó todos los dolores con su desobediencia.

—¡Ah, sí! El mito de la manzana. Yo no le creo a usted capaz, señor excusador, de un capricho tan ridículo. ¿A qué conducía el reservar esa manzana, sobre todo conociendo el carácter caprichoso de Eva y la debilidad de Adán por ella? Pero dando por supuesto que esos dos merecieran castigo, ¿qué tenemos que ver nosotros con su delito? Si una persona le agraviase, ¿sería usted capaz de vengarse en sus hijos y sus nietos? No lo creo. Principiaría usted por perdonar al ofensor, y si no le perdonaba, al menos se guardaría de causar ningún daño a sus hijos. Vea usted, por lo tanto, cómo me veo en la precisión de considerarle a usted mejor persona que Dios.

Una ola de sangre subió al rostro del presbítero. El estupor, la indignación, le trabaron la lengua.

—Eso es mofarse indignamente de las cosas más santas—articuló al fin.—Me sorprende que habiendo usted recibido una educación cristiana haya llegado a tal extremo de impiedad.

Una sonrisa sarcástica se dibujó en el rostro macilento del hidalgo.

—Efectivamente, he recibido una educación cristiana... al menos según se ha entendido hasta ahora el cristianismo. Mire usted, señor excusador, yo he tenido un padre que era como Dios. Por la más leve falta, hija de mi inexperiencia, de mi temperamento, de mi edad, me imponía un castigo bárbaro, cruel. Si me dormía durante el rosario, azotes; si cometía tres equivocaciones en la lección, azotes; si me caía un borrón en la plana escrita, azotes; si corría por la casa, azotes; si manchaba el vestido, azotes. ¡Siempre azotes!... Y no se tomaba siquiera la molestia de dármelos por su mano: encargaba de la ejecución a Ramiro, ese criado que le ha conducido a usted hasta aquí, el cual, cristianamente, me los propinaba hasta hacerme sangre. Pero todavía mi padre era mucho mejor que Dios en este punto; porque los azotes de Ramiro duraban un rato, mientras que los que los diablos nos han de dar durarán eternamente, según aseguran ustedes...

La sonrisa que vagaba por sus labios se apagó. Guardó silencio un rato: quedó profundamente ensimismado. Sus ojos, fijos en el suelo, se dilataron con expresión de terror. Por delante de ellos pasó en rauda y lúgubre visión toda su infancia. Su padre, alto, seco, con su gran nariz encorvada y cortante como el pico de un águila. Jamás le había visto sonreír. La mitad de la vida la pasaba en la iglesia, donde se dejaba caer de rodillas con un fuerte golpe que le hacía estremecer (a veces imaginaba que tenía las rodillas de hierro o piedra). Sólo le hablaba para reprenderle o exigirle el cumplimiento de alguna tarea. No tenía más amigos que dos o tres clérigos, con los cuales le oía abominar del liberalismo y la impiedad moderna. Se veía a él, pobre niño, enteco y enfermizo, pasando dos y tres horas arrodillado en la iglesia, sin gustar jamás el placer de correr al aire libre como los hijos de los miserables pescadores, sin tener un compañero con quien comunicar sus inocentes pensamientos. Un día igual a otro. El cielo siempre plomizo. La mar bramando tristemente en las peñas. El viento aleteando con violencia sobre los cristales. Y la casa silenciosa, lóbrega, sucia, resonando de vez en cuando con los paseos lentos, acompasados, de su padre. Veíase más tarde en Lancia estudiando la segunda enseñanza, hospedándose en casa de un clérigo del mismo temperamento y costumbres que su padre. Sus compañeros le despreciaban a causa de su debilidad, de su falta de destreza; los profesores le miraban con recelo por su carácter reservado y triste. Y por las vacaciones vuelta al lúgubre y aborrecible palacio, al austero régimen, a los eternos rezos. A pesar de sus ardientes deseos de seguir una carrera no lo consiguió. Su padre consideraba indigno del mayorazgo de la casa de Montesinos el escribir un pedimento o trazar una carretera: a los abogados los llamaba curiales, a los ingenieros canteros, a los profesores maestrillos. La milicia le agradaba, pero sus ideas tradicionalistas le impedían mandar a su hijo a servir a un gobierno liberal. No pudiendo servir a su rey con las armas, la vida de un noble debía ser levantarse temprano para oír misa, echar un vistazo a su hacienda, platicar un rato con el mayordomo, jugar al tresillo con los curas, dar luego con ellos un paseo, rezar el rosario, confesarse a menudo y dar constantemente ejemplo a los plebeyos de virtud y religiosidad, sin rozarse jamás con ellos. Pero a pesar del gran respeto que mostraba a los sacerdotes y de besarles la mano en público, Álvaro recordaba un pormenor que siempre le había llamado mucho la atención: a la hora de comer los criados servían antes al amo y a su hijo que al capellán de la casa. El orgullo nobiliario latía aún más vivo en el corazón de su padre que el sentimiento religioso; pero sabía aliarlos tan bien en el fondo de su conciencia, que había llegado a creer que la religiosidad era una cualidad privativa de los aristócratas, y que por ella se distinguían mejor que por ninguna otra del vulgo despreciable.

Veíase en Peñascosa haciendo la vida de hidalgo desocupado, sometido como un niño de diez años a la autoridad despótica de su padre. Su espíritu imaginativo, soñador, no podía soportar aquella inacción. Comenzó a leer a hurtadillas novelas que le proporcionaba una señora que tenía estanquillo en la calle del Cuadrante. Subió después a la biblioteca, donde un clérigo, hermano de su abuelo, que pasó por sabio en vida, había dejado gran copia de libros, y comenzó a devorarlos. Leyó a Platón, a Descartes, a Santo Tomás, a Fenelón, etc.

Se hizo sabio. Pero al entrar la luz de la ciencia en su espíritu, también se deslizó la duda. ¡Qué tormentos tan crueles le causó! En su vida, triste, monótona, sólo la religión, el pensamiento de Dios, la promesa de la inmortalidad, de otro mundo más justo y más hermoso endulzaba un poco el amargor de las horas. Y he aquí que repentinamente desconfiaba de esta dulce promesa, dudaba de las verdades todas de la religión, hasta de la existencia de Dios. En un principio anduvo receloso, sombrío, temiendo que su padre le descubriera en los ojos sus abominables pensamientos. Después, atormentado cruelmente, abrumado por ellos, ansioso de hallar remedio a su mal, de una mano que le sostuviese antes de caer en el abismo de perdición, tuvo el valor un día de arrojarse a los pies de su padre y confesárselos. El viejo aristócrata quedó aterrado, y para remediar la locura de su hijo (así la calificó) no halló otro remedio que aconsejarle la penitencia, los ayunos, las mortificaciones de todo género. Para él estas dudas no provenían más que de rebeliones de la carne, a la cual había que combatir con la humildad y las disciplinas.

Saltó pronto la barrera de la duda y cayó en el campo de la incredulidad. Desde entonces, ni un momento de vacilación; más y más convencido cada día de que este mundo no valía nada, y que fuera de este mundo no había que esperar otra cosa. Murió su padre y se confesó con remordimiento que no lo sentía. Respiró con ansia y delicia el aire de la libertad. Hubo un momento en que la vida le pareció menos horrible; el mundo tuvo para él una dulce sonrisa. Fue cuando, el bolsillo bien repleto, se marchó a Madrid. Primero la ciencia le ofreció un consuelo y un entretenimiento. Se puso al corriente con avidez de las últimas ideas en filosofía, en historia, en ciencias naturales; alternó, discutió con los hombres más eminentes de España. Y tuvo la satisfacción de observar que allá en sus soledades de Peñascosa, meditando sobre los libros antiguos, había llegado a los mismos resultados que los filósofos modernos. Después vino el amor: un sueño dulce y embriagador, una música penetrante y divina que le suspendió algún tiempo sobre la miseria de la tierra, que le reconcilió con la vida y despertó en su corazón la esperanza infinita, la ilusión de la dicha inmortal. La caída de aquel mundo luminoso, encantado, risueño, fue bien cruel; una de las páginas más negras que registra la historia de los hombres, ¡donde las hay tan negras!...

—Por lo demás—dijo saliendo de su éxtasis doloroso y pasando la mano de esqueleto por la frente,—yo he tomado bastante tiempo en serio esas cosas que usted cree. Me ha costado mucho dolor, muchas horas de insomnio, muchas lágrimas separarme de ellas. Déjeme usted que a cambio de tantas lágrimas me ría ahora un poco.

—De modo—dijo el sacerdote con mal reprimida agitación—que, olvidando por entero las creencias que usted mamó, la santa religión de sus padres, se declara usted enemigo de Dios...

—Sí, señor, enemigo de Dios y de los hombres... Es decir, de Dios desgraciadamente no puedo serlo, porque no existe. Si existiera, a juzgar por sus obras, sería un Dios bien perverso. No pudiendo serlo de Dios, lo soy de los hombres, no para hacerles daño, sino para huir de ellos como se huye de las bestias feroces. Desde que nací me han hecho experimentar muchos dolores. Sin embargo, nunca intenté vengarme de ellos, porque sé muy bien que son malvados porque así los ha creado la Naturaleza o el Destino; hacen daño como lo hacen las fieras, por el egoísmo que ruge dentro de todo ser animado. El mundo está organizado para devorarse los seres, unos a otros. Lo que pasa entre los peces pasa entre los hombres; sólo que nosotros no abrimos la boca y nos tragamos la víctima de golpe, lo cual, después de todo, es una ventaja para ella, sino que la vamos devorando a pequeños mordiscos, arrancándole la carne hasta dejarla en esqueleto... ¿No me ve usted a mí?—añadió con sonrisa feroz apuntando a su rostro.—El pez que me ha comido lo entendía. No me ha dejado más que los huesos.

El P. Gil, cada vez más aterrado, se atrevió a preguntar:

—¿Y usted piensa que no hay sobre la tierra ningún hombre honrado, ninguna mujer virtuosa?

—Sí los hay, pero son productos excepcionales de la Naturaleza; mejor dicho, son aberraciones de un organismo creado para el mal. Los hombres buenos sufren las consecuencias de toda aberración; no pueden subsistir. Todos los animales nacen con defensa para la lucha en el combate de la vida, unos tienen dientes, otros tienen garras, otros tienen cuernos, otros tienen alas para huir: el hombre bueno es el único animal que carece de medios de defensa. No siendo apto para luchar, está fatalmente destinado a perecer. Es la pobre mosca que se enreda en la inmensa tela de araña labrada por los bribones que componen la inmensa mayoría del género humano. El consuelo único que el hombre bueno puede tener es que sus verdugos tampoco son felices. La vida es un gran fraude para todos, para los buenos y para los malos. Dentro del universo se oculta una fuerza astuta, perversa, que nos impulsa, que nos dirige hacia un fin desconocido para nosotros, en el cual nada tenemos que ver. Para este fin misterioso necesita de nosotros y nos obliga a reproducirnos. No le importa que seamos desgraciados. El individuo para ella es nada, la especie lo es todo. Obra como el dueño de una ganadería, que antes de matar un buen caballo que ya no sirve, le obliga a dejar una cría. Preocupada únicamente con la perpetuidad para que no le falten jamás instrumentos, nos engaña con el señuelo del placer, de la ambición o del orgullo. Usted mismo, que no obra por ninguno de estos móviles, es igualmente un instrumento de la especie. Al preocuparse con la suerte de esos pobres huérfanos, al buscar con afán los medios de que vivan, obedece usted inconscientemente las órdenes de esa fuerza malvada. Cuando no le basta el atractivo del placer para la conservación de la vida, apela al sentimiento de compasión que ha puesto dentro de nosotros.

El P. Gil, que escuchaba petrificado tal sarta de impiedades, sintió un estremecimiento de horror al oír aquella interpretación monstruosa del sentimiento de la caridad. A este estremecimiento sucedió una viva irritación. Necesitó un gran esfuerzo de voluntad para no romper en insultos contra el blasfemo.

—Todo eso está muy bien—dijo dominándose y sonriendo forzadamente;—pero usted me dispensará que le haga una pregunta. En ese pesimismo tan desconsolador que usted profesa, en la idea deplorable que usted ha formado del mundo y de los hombres, en ese mismo ateísmo brutal (¡perdón por la frase!) que tanto gusto tiene en exhibir, ¿está usted seguro de que todo depende de la razón fría y serena? ¿No habrán influido nada sus tristezas individuales, los acontecimientos desgraciados de su vida?

Los ojos felinos del hidalgo brillaron iracundos; le había herido en lo vivo.

—¡Ah, la eterna cantilena!—exclamó impetuosamente.—Cuando no se puede atacar una teoría, se escudriñan los móviles del que la sustenta. ¿Qué pretende usted probar con eso? Supongamos que el mundo es un paraíso, que todos los hombres, menos yo, son felices, y que mi pesimismo depende en un todo de mis desgracias. ¿Dejaré por eso de afirmar el mal que me ha tocado en suerte? ¿No tendré derecho yo, criatura desdichada, a calificar a Dios (caso de que lo hubiera) de perverso, puesto que pudiendo haberme hecho feliz como a los demás me hizo desgraciado? Todo el que padece sobre la tierra puede preguntar a Dios como Job: ¿Cuándo la existencia te pidió la nada?... Por lo demás—añadió adoptando un tono despreciativo, insultante,—desde que usted ha entrado por esa puerta supe a lo que venía. No quiero discutir con usted, porque me aburriré. Estoy persuadido de que la religión en que usted cree no es más que un conjunto de hipótesis inocentes como las de todas las demás religiones inventadas por la miseria y la cobardía de los hombres, que no pueden resignarse a morir buenamente como los demás seres animados, como nos lo enseña irrefutablemente la experiencia, que no pueden convencerse de que han nacido para el dolor. Y esto no lo creo por capricho, sino después de haber estudiado y meditado el asunto largamente, después de haber seguido paso a paso con cuidado la historia de las religiones más importantes. Si hubiera de elegir alguna entre ellas, no sería ciertamente el cristianismo, que es una de las más tristes e insensatas. Me sucede lo que a Goethe: la cruz me crispa los nervios. Ni Santo Tomás, ni San Agustín, ni Fenelón, ni Pascal me han convencido. Por consiguiente, ninguno de ustedes me convencerá. Usted no tiene más respetabilidad para mí que la que le preste su carácter y sus obras. De su ciencia y de la de todos sus colegas, obispos y arzobispos me río a carcajadas.

Sus ojos brillaban con fiereza, mirándole de arriba abajo; pero estos ojos se dulcificaron repentinamente al ver temblar una lágrima en los del P. Gil.

—Dispénseme usted, señor excusador—se apresuró a decir, acercándose a él,—si le he ofendido. Tengo mal carácter... me irrito con facilidad...

—Adiós, señor, adiós—respondió el P. Gil, estrechando la mano que Montesinos le tendía.—A mí no me ha ofendido... Es a Dios a quien...

—Entonces estoy contento, porque eso no importa nada...—replicó sonriendo.—Hasta la vista. Ya sabe que tiene aquí un amigo y una casa a su disposición.

V

Salió de aquella casa maldita en un estado de confusión y tristeza indescriptibles. No quiso ir a la de D.ª Eloisa, que le esperaba impacientemente. Cuando más tarde la vio, manifestole su fracaso en cortas y secas palabras.

Durante algunos días hizo esfuerzos para alejar de su pensamiento aquella desagradable entrevista y hasta la imagen del blasfemo. Abrumado, abatido por un recibimiento tan brutal, no imaginaba que hubiese medio alguno de combatir aquel diablo rabioso henchido de ira y de impiedad. Pero sus palabras resonaban noche y día en sus oídos, le perseguían, le dolían como crueles latigazos. Conocía algunos razonamientos de los herejes; aquellos que los libros de teología traían, y que el autor, con la autoridad de los Santos Padres, refutaba siempre victoriosamente. Sabía de la existencia de los racionalistas, pero sus noticias eran deficientes y vagas. Jamás había visto expresado de un modo tan cínico el ateísmo. No pensaba que hubiese quien estuviera verdaderamente convencido de que Dios no existía.

Disipada, no obstante, al cabo de algún tiempo la impresión, no pudo menos de pensar que se había amilanado pronto. Demasiado sabía que la oveja no se le había de entregar de buenas a primeras, que iba a encontrarse con un hombre avisado, erudito, a quien no se atraería con cuatro lugares comunes. Entonces, ¿por qué abatirse repentinamente? ¿Por qué darse por vencido sin luchar? El P. Gil se confesó, con su habitual y sincera modestia, que no estaba preparado para este combate. Debajo de las frases irónicas y cínicas del mayorazgo de Montesinos adivinaba un estudio largo de la materia, un sistema meditado y completo. Para combatir este sistema y los razonamientos que la impiedad puede alegar era menester conocerlos de antemano, discutirlos y ponderarlos previamente en la cabeza, para luego, al aparecer en la boca del incrédulo, destruirlos, hacerlos polvo. Por eso no se atrevía a intentar de nuevo aquella apetecida conversión.

Pero cuanto más difícil se le hacía, cuantos más obstáculos encontraba en el camino, más vivos eran sus deseos de lograrla. En las vidas de los santos había visto que jamás se daban por vencidos en su lucha con el pecado. Por enorme, por imposible que la empresa fuera, una y otra vez la acometían con creciente ardor, fiados únicamente en la ayuda de Dios. Debía hacer otro tanto. Si le faltaban fuerzas, Dios se las prestaría. Trabajar sin descanso hasta conseguir la vuelta del hijo pródigo, hasta destruir este foco de impiedad que podía contagiar los corazones sanos de Peñascosa, hasta remover aquella piedra de escándalo.

Quedó decidido en su pensamiento que volvería de nuevo a la carga. Pero esta vez iría mejor apercibido; conocería perfectamente todos los argumentos de los herejes y llevaría preparada la réplica. Comunicó con su maestro el rector del seminario de Lancia el proyecto de la conversión y le rogó que pidiese al prelado un permiso para leer libros prohibidos. Tardó poco en mandárselo el rector, pero en la carta que lo acompañaba no aparecía muy entusiasmado con la empresa de su discípulo. El ascético sacerdote gozaba más con perfeccionar las almas creyentes y buenas, que en atraer las que definitivamente se hallaban en las garras del pecado.

Lo primero que se le ocurrió leer al P. Gil fue cierta Vida de Jesús, muy popular a la sazón entre los impíos y de la cual se hablaba siempre con desprecio mezclado de terror en el seminario. La leyó con profundo dolor y tristeza. Nuestro Señor Jesucristo era considerado por el hereje que la escribiera como hombre. Le prodigaba mil irrisorias alabanzas, le manifestaba exagerada admiración, pero era para demostrar mejor su condición exclusivamente humana y deslizar el veneno de la impiedad con más fruto. El libro estaba atestado de patrañas. «El cristianismo, decía, es un fenómeno histórico, y como tal debe ser estudiado históricamente.» Esto era evidentemente absurdo, porque el cristianismo significa la redención del género humano por el Hijo de Dios; es la revelación de la verdad divina. El autor pedía que se examinasen los relatos de los Evangelios mediante los mismos principios con que se juzga cualquiera otra tradición, que no se impusieran de antemano a la crítica los resultados y se la dejase libre de hipótesis preconcebidas. Esto era otro absurdo, porque ¿cómo hemos de aplicar a la fe, a la palabra de Dios, los mismos principios que a los hechos y a las palabras de los hombres? De este modo iba respondiendo uno por uno a los argumentos del autor racionalista, y deshaciéndolos.

Preocupado con esta discusión interior y ganoso de exteriorizarla, como acaece con todo lo que llena y embaraza nuestro espíritu, se aventuró a hacer otra visita al mayorazgo de Montesinos. Esta vez le recibió muy bien, con exquisita amabilidad, como si le remordiese la conciencia de su grosería pasada. Hablaron de cosas indiferentes. Montesinos tuvo ocasión de manifestarle que tenía muy buenas noticias de su carácter, que conocía las virtudes que le adornaban. El P. Gil se ruborizó con estos elogios y respondió, sonriendo tristemente, que lo que quisiera en aquel momento era tener mucho talento y mucha ciencia para convencerle de la verdad de la revelación. «¿De cuál revelación?—le había preguntado el hidalgo sonriendo también con benevolencia.—¿Cómo de cuál revelación?—Sí, ¿de cuál? porque hay varias: los cristianos, los buddhistas, los mahometanos, los judíos, todos creen su religión revelada por Dios.—Hablo de la única verdadera, de la revelación de Nuestro Señor Jesucristo.—¿Y en qué se funda usted para creer que ésa es verdadera y las otras falsas?—En que las otras están llenas de cosas monstruosas, irracionales—respondió imperiosamente el clérigo,—en que sólo la religión del Crucificado llena todas las aspiraciones de nuestro sentimiento y nuestra razón.—¡Tenga usted cuidado, señor excusador!—exclamó el mayorazgo soltando una alegre carcajada—que está usted haciendo depender la verdad revelada del aserto de la razón, que está usted proclamando la supremacía de ésta, lo cual es una proposición herética.—¿Cómo? ¿cómo?—preguntó aturdido el sacerdote.» Pero Montesinos cambió la conversación bruscamente. No se atrevió a insistir.

Le costó gran trabajo tragar aquella píldora. Estuvo una porción de días sin poder pensar apenas en otra cosa. La idea de que sin darse cuenta de ello pudiera incurrir en algún error condenado por la Iglesia le inquietaba vivamente. Indudablemente el leer libros heréticos, el pensar demasiado en los fundamentos de la religión era parecido a jugar con fuego. Mejor haría en dejar los dados quedos y a Montesinos que se lo llevase el diablo. Contra esta resolución clamaban todos los santos que vivieron en el mundo y los mandamientos divinos que ordenan amar al prójimo como a uno mismo. Por otra parte, presentía que su agitación interior no iba a cesar. Las ideas de la Vida de Jesús y las que había oído a Montesinos bullían confusamente en su cerebro, y no se calmarían repentinamente por un esfuerzo de la voluntad. ¿Por qué no había de ahondar en el examen de los orígenes de la religión cristiana? ¿Por qué no había de conocer hasta en sus últimos pormenores los datos de la discusión, a fin de confundir, de pulverizar a cualquier racionalista que se le presentase, por sabio que fuera? En esto no había peligro alguno. La poca ciencia aleja de Dios: la mucha acerca.

Dedicose con ardor, con frenesí se puede decir, al estudio. Montesinos, con quien empezó a intimar, puso a su disposición la biblioteca. Leyó sin tregua, con atención profunda, los escritos más sobresalientes acerca de las investigaciones críticas sobre el cristianismo primitivo, sobre los libros del Nuevo Testamento y la historia de los dogmas. Bebió a grandes tragos el veneno de la herejía sin percibir su sabor, con la esperanza de que al agotar el vaso quedaría perfectamente tranquilo, seguro para siempre de la insensatez y maldad que encerraba todo lo que se opusiera a la Iglesia de Cristo. Mas ¡ay! no sucedió así. Al cabo de algunos meses la duda levantó su cabeza hedionda en su espíritu atribulado. Estuvo muchos días sin confesárselo, procurando engañarse a sí mismo, desviando los ojos para no verla. Llegó un momento, sin embargo, en que ya no fue posible. La infame se había ido enroscando cautelosamente a su alma, se había apoderado insensiblemente de toda ella. ¡Qué estupor! ¡Qué horrible desconsuelo!

La Biblia es la palabra de Dios. Lo que Dios sugiere es la infalible verdad. En la Biblia no pueden existir narraciones falsas o contradictorias. Esto se repetía el sacerdote a cada instante, hasta en voz alta cuando se hallaba solo.

Si la Escritura no fuese de origen divino, ¿cómo se explica que Isaías pudiese profetizar que Jesús nacería de una virgen y que había de ser en Belén? ¿Cómo pudo el mismo Isaías, siglo y medio antes de Ciro, señalar a éste como libertador de los judíos? ¿Cómo pudo Daniel, bajo el imperio de Nabucodonosor, profetizar el nacimiento de Alejandro Magno y muchas particularidades de su historia?

¿A quién dirigía con violencia el P. Gil estas contundentes preguntas hallándose solo? A un heresiarca invisible que le replicaba silbando como una serpiente: «Los diferentes libros de la Biblia son obra de los hombres, como todos los demás que se atribuyen origen divino, el Corán, los Vedas, etc. Son compilaciones de escritos de diversos géneros y épocas. Los libros atribuidos a Moisés y a Samuel son compilaciones muy posteriores, en las cuales se han introducido fragmentos de diferentes épocas. Lo mismo pasa con los libros del Nuevo Testamento. Isaías no ha pensado con su hijo de virgen para nada en Jesús. El último tercio de las profecías de Isaías procede de un contemporáneo de Ciro y todo el libro de Daniel de un contemporáneo de Antioco, por lo cual muy bien pudieron profetizar lo que ya había sucedido.»

El P. Gil se tapaba los ojos, se mesaba los cabellos, horrorizado de aquella disputa sacrílega. ¡Él, un ministro del Altísimo, buscando reparos y contradicciones a las palabras del Espíritu Santo! Merecía que la tierra se abriese repentinamente y se lo tragara. Aquellos libros infames que le había prestado el hereje Montesinos tenían la culpa. Arrebatado de santa indignación contra ellos, sin reparar en que no le pertenecían, los cogió todos un día, hizo un montón con ellos en el patio, y le dio fuego. D. Miguel, que estaba muy lejos de sospechar lo que pasaba por el alma de su teniente, aplaudía desde el balcón con fuertes risotadas el auto de fe.

Quedó más tranquilo desde que no tuvo en la habitación aquellos perversos enemigos de su salvación. Dejó por completo la lectura y entregose de nuevo a los deberes del confesonario, que tenía algo abandonados. Y procediendo con sus dudas de crítica histórica como los santos antiguos procedían con las tentaciones de la carne, comenzó a mortificarse despiadadamente. Él, que hasta entonces se había mostrado débil y cobarde en esta vía de perfección, siguiola ahora con arrojo, ansioso de pagar con los dolores del cuerpo la rebelión escandalosa del espíritu. Mucho le confortó y ayudó en este trance el ejemplo de la piadosa hija de Osuna. Cada día descubría en el alma pura de su penitenta nuevos tesoros de bondad y perfección cristianas. Creía estar en presencia de una de aquellas elegidas del Señor, consagradas por la Iglesia y adoradas por los fieles de toda la cristiandad: Santa Teresa, Santa Isabel, Santa Catalina, Santa Eulalia, la beata Margarita de Alacoque. Las mismas particularidades que había leído en la historia de estas santas, observábalas ahora en su hija de confesión; la misma sed de penitencia, iguales escrúpulos y temores, la misma humildad, los mismos favores divinos.

Porque Obdulia, llena de vergüenza, como si se acusara de un pecado grave, temblando de emoción, le había confesado que de vez en cuando experimentaba desmayos hallándose en oración, caía al suelo repentinamente, y en los breves momentos en que permanecía sin sentido, veía unas veces a Jesús entre nubes rodeado de ángeles, escuchaba una música divina, embriagadora; otras veces notaba que un ángel grande, fuerte, hermoso, con dos alas inmensas y trasparentes, se acercaba a ella y le ponía con dulzura la mano en la cabeza, diciéndole: «Persevera;» otras, las más, percibía solamente una gran claridad, que la bañaba toda de placer, sin ver a nadie; pero se sentía acompañada como si todos los santos y santas del cielo vagasen invisibles a su alrededor. Al principio, como confesor prudente, mostró no dar importancia a aquellas visiones: podría muy bien estar equivocada; el diablo finge muchas veces tales escenas para engañar a las almas incautas, deslizando en ellas el veneno de la vanidad y la soberbia. Obdulia persistía, sin embargo: los síncopes eran cada vez más frecuentes y prolongados, las visiones más intensas; aseguraba con mal reprimido fuego que veía a Jesús, que veía al ángel. El P. Gil dudaba siempre, o fingía dudar, haciendo un gesto desdeñoso cada vez que la joven relataba con labios temblorosos aquellos favores del cielo. Sólo había un signo seguro para reconocer si venían directamente de Dios; cuando el alma se perfecciona con ellos a tal punto que un levísimo pecado venial le causa tanto dolor y tantas lágrimas como el más nefando y mortal. Ahora bien, en ella todavía existían las rebeliones de la carne, todavía apuntaba el amor propio. No podía juzgar divinos aquellos deslumbramientos. Obdulia experimentaba un gran desconsuelo ante esta actitud severa y reservada.

Pero poco a poco el sello que el sacerdote pedía para reconocer el origen celestial de sus visiones fue apareciendo. El espíritu de la joven se acendró de todas las impurezas. Su devoción a las prácticas religiosas, sobre todo al sagrado pan eucarístico, era cada día mayor. Se deshacía, se derretía en amor divino, rompiendo muchas veces en exclamaciones de entusiasmo, en frases incoherentes, como si estuviera loca. Y con esto, su humildad y sumisión tan perfectas, que bastaba una mirada de su confesor para confundirla, para hacerle temblar y pedir perdón por los actos más inocentes. A la postre no tuvo más remedio aquél que inclinarse ante la voluntad de Dios y confesar su presencia. Lo hizo con gran placer. Después de sus sacrílegas dudas, estaba ansioso de ver los testimonios de la omnipotencia y de la bondad infinitas; quería anegarse en el océano de lo inexplicable, de lo sobrenatural, para escapar a la crítica minuciosa y perversa que todo lo marchita. Considerose feliz, libre de ella, teniendo a su lado tan claro ejemplo del poder milagroso de Dios. Creyó que así le advertía para que no volviese a caer en la tentación, que le enviaba un faro para esclarecer las tinieblas de su espíritu. Recordaba siempre lo que le había pasado al P. Gracián, a quien Santa Teresa tanto ayudó en el camino de la virtud con el ejemplo de su conciencia inmaculada. Y en el fondo de su corazón nació un gran respeto a par que una inmensa gratitud hacia aquella piadosa mujer, que le libertaba de las garras del demonio. Escuchó con atención el prolijo relato de sus visiones, y armado de santa emulación emprendió de nuevo con más ardor, si no con más fe, el camino de las mortificaciones, que había abandonado mientras gimió en la servidumbre de la duda.

Obdulia, que durante los últimos meses le había visto con pena distraído, sintió gran alegría al hallarle de nuevo atento, solícito, escuchándole horas enteras desahogar las menudas preocupaciones de su espíritu sin impacientarse. Era un retorno feliz a la dulce confianza, a las pláticas místicas, a las familiaridades de antes. Y como suele acontecer en casos semejantes, se apretó más el lazo entre ellos; esto es, la confianza y el afecto fueron mayores. Al cabo de poco tiempo consultaba con su penitenta, no sólo los asuntos piadosos, sino también los domésticos; era su consejera espiritual y temporal. La joven devota penetraba todos sus pensamientos, a veces antes de formularse con precisión en su cerebro.

—Padre, hoy está usted de mal humor; es porque no ha podido decir misa en el altar de la Concepción como otras veces.—Tiene usted ojeras; bien se ve que se ha pasado toda la noche rezando.—Ya sé por qué dijo la misa el domingo más tarde: esperaba que llegase doña Eloisa.—Ese alzacuello le aprieta a usted mucho. Está usted incómodo. ¿Quiere que yo se lo arregle?...

Sus vidas se iban compenetrando insensiblemente. No sólo tenían un rato de plática casi todos los días en el confesonario, sino que por la tarde se veían en la iglesia, al rosario, y por la noche también a menudo en casa de D.ª Eloisa. Además, de vez en cuando, para algún motivo piadoso, como una novena, una reunión de la cofradía, etc., la joven iba a la rectoral a consultarle, aunque le costase siempre un esfuerzo, porque tenía gran miedo a D. Miguel. Se le había metido en la cabeza que éste la miraba de mal ojo, que la despreciaba. Y acaso no le faltase razón para suponerlo.

Esta confianza llegó a pecar de excesiva en algunas ocasiones. Al menos así lo pensó el P. Gil. Obdulia se autorizaba de vez en cuando algunas familiaridades que le chocaban, y en ocasiones llegaron a turbar momentáneamente la limpidez de su conciencia. Un día le habló de sus apuros económicos. El padre le daba poco dinero para los gastos de la casa, y como tenía el vicio de la caridad, de dar limosnas a troche y moche, había contraído deudas, que la mortificaban; sobre todo había una tendera a quien debía veinte duros, que la molestaba a todas horas y le amenazaba con decírselo a su papá. ¿No podría él facilitarle por poco tiempo esta cantidad? El clérigo tampoco los tenía, pero se los pidió a su madrina y se los entregó ruborizado. Ella los aceptó sin vergüenza alguna, como la cosa más natural. Otro día le llevó a la iglesia el paquete de cartas del novio que había tenido para que las leyese. Más adelante le pidió el escapulario que traía al cuello, y tanto le instó y tales pretextos adujo, que concluyó por obtenerlo. Al día siguiente le confesó, sonriendo, que no había sido para ponérselo a una amiga que acababa de morir, sino para traerlo ella sobre el pecho. Estas cosas herían e inquietaban vagamente al joven sacerdote. Las bromitas que la beata se permitía de palabra también rebasaban algunas veces los límites convenientes. Un día le dijo repentinamente:

—¿Sabe usted lo que estoy pensando, padre? Que el ángel que viene muchas veces a ponerme la mano sobre la cabeza tiene los ojos muy parecidos a los de usted.

Y soltó la carcajada al decirlo. El clérigo rió también ruborizándose. Luego quedó serio y de mal humor.

Un suceso extraño, que escandalizó a la villa, vino de un modo indirecto a estrechar aún más su relación y a inquietar al P. Gil. Cierta noche se despertó despavorido con el ruido de una detonación dentro de casa. Levantose de un salto y acudió corriendo a la habitación de D. Miguel, donde se figuró que había sonado. Al llegar a ella quedó petrificado de terror ante la escena que apareció a su vista. Un hombre se revolcaba en medio de la habitación en un charco de sangre, mientras D. Miguel, de pie sobre la cama, agitaba triunfante una pistola gritando con sonrisa feroz:—¡Ya cayó uno! ¡Ya cayó uno!—La mortecina luz de una bujía tirada en el suelo alumbraba aquella fatídica escena.

El caso había sido que, hallándose el párroco en la cama, un hombre había penetrado en su dormitorio, le había despertado y le intimó para que le entregase el dinero. D. Miguel sin inmutarse echó mano al chaleco, sacó la llave y la arrojó al medio de la habitación. Luego, mientras el ladrón la recogía, sacó una de las pistolas que tenía debajo del colchón y le descerrajó un tiro dejándole tendido. La bala le había penetrado por los riñones. El excusador, dominando su espanto, se apresuró a prestarle los auxilios espirituales. Sólo tardó tres horas en expirar.

El suceso se comentó mucho y de muy diverso modo en el pueblo. Algunos aprobaban la conducta del cura. Estaba en su derecho defendiéndose de un facineroso que Dios sabe lo que haría con él después de robarle. Otros, los más, la censuraban con acritud. Un sacerdote no puede obrar como los demás en tal caso. Es un ministro de Jesucristo y debe proceder siempre con caridad aunque sea en legítima defensa. El P. Gil estaba profundamente indignado, aunque guardaba silencio. Un sacerdote, antes que ensangrentar sus manos, no sólo debía dejarse robar, sino matar. Nuestro Señor así lo había enseñado cuando San Pedro cortó la oreja al soldado que venía a prenderle. Obdulia traslució bien los sentimientos que le agitaban y le aconsejó que dejase la rectoral y se estableciese en otra casa.

—Usted ya no puede vivir ahí después de lo que ha pasado, padre. El susto que ha llevado ha sido muy fuerte, y todos los días tiene que renovarse la impresión viendo el sitio.

No era esto precisamente lo que quería decir, sino que un hombre verdaderamente cristiano y virtuoso debía de padecer mucho viviendo al lado de quien acababa de dar muerte violenta a un semejante. Pero si no lo decía con las palabras, se dejaba adivinar en la gravedad y tristeza de su continente. El P. Gil no ansiaba otra cosa hacía mucho tiempo. La compañía del párroco le era molesta, como ya sabemos. Ahora, después del asesinato (así lo calificaba su conciencia), se le había hecho insoportable. D. Miguel había incurrido en la censura de la Iglesia, se le retiraron las licencias para confesar y decir misa: mientras llegase la rehabilitación pasaría una temporada. Aprovechando aquellos momentos de flaqueza del terrible cura, con la ayuda de su madrina alquiló una casita no muy lejos de la iglesia y se trasladó a ella. Una antigua criada de D.ª Eloisa vino a servirle y a ser su ama de gobierno.

Libre ya del temor al párroco, Obdulia empezó a frecuentar la nueva casa del excusador y a ejercer en ella una alta vigilancia. Enterábase de la ropa blanca, del estado de las sotanas, de los alimentos que más placían al padre, de las particularidades de su cama. Algunas veces venía a ayudar al planchado o llevaba para aplanchar en su casa aquellas cosas más delicadas, como las albas y los roquetes, recosía las medias que se habían roto, quitaba las manchas de las sotanas, etc. Éstas eran las tareas ordinarias. Pero también se ocupaba en alguna obra más fina, en bordarle un amito, o unos corporales o cualquier otra prenda de las vestiduras sacerdotales. D.ª Josefa, el ama de llaves, no aceptaba de buena gana este protectorado; pero como aún no había echado raíces hondas en la casa y observaba la estrecha amistad que aquella señorita llevaba con su amo, no se atrevía a protestar. Contentábase con murmurar de ella cuando iba a visitar a su antigua señora y llamarla entrometida y tonta. Más adelante fue tascando el freno de peor voluntad aún y concluyó por desbocarse, como ya tendremos ocasión de ver. Tampoco el P. Gil estaba tranquilo ni satisfecho en la atmósfera de atenciones delicadas, de afecto y veneración en que la joven le tenía envuelto. Por más que la profesaba viva admiración y tenía en cuenta sus consejos, sentía un vago malestar cada vez que la veía ocupándose del cuidado material de su persona. Le parecía a él que esto era rebajar el carácter de aquella amistad espiritual, formada y sostenida para mejorar sus almas, para ayudarse en el camino de la perfección. No tenía noticia alguna de que Santa Teresa repasase las medias de San Juan de la Cruz. Además, no se comprendía muy bien el desprecio de la carne, que tan bien practicaba ella, con las comodidades de que pretendía rodearle. ¿Por qué había de ser tan severa para ella y tan blanda para él? ¿Por ventura, le suponía tan débil y cobarde que no podía vivir sin tales cuidados?

El P. Gil meditaba esto, apoyado en la baranda de un corredor enrejado que su habitación tenía sobre el mar. El sol declinaba entre celajes carmesíes, envolviendo en una onda de luz tibia y rojiza el pueblo y la rada. El lienzo de rocas que la cierra allá enfrente alzaba su masa enorme sobre las aguas, proyectando ya una vasta región de sombra. Y entre aquel negror los ojos del presbítero percibían el fulgor de las olas, mostrando y apagando a cortos intervalos su blancura. El muelle estaba desierto: aún no era llegada la hora de la vuelta de las lanchas. Los pataches y quechemarines cabeceaban dulcemente, aburridos de su inacción. Una gaviota volaba en círculos concéntricos rozando con sus alas la superficie del agua. El suave lejano rumor de las olas henchía el ambiente dormido de un murmullo sordo. La pequeña ensenada sólo vivía del juego movible de la luz que la bañaba de una claridad sangrienta que se iba retirando lentamente detrás de las peñas.

Tan absorto estaba, que D.ª Josefa necesitó llamarle tres veces desde la puerta para conseguir que se volviese.

—¿Qué hay?

—Una señora está abajo preguntando por usted. Dice que necesita hablarle en seguida.

—¿Una señora?—replicó el P. Gil abriendo mucho los ojos.—Será la señorita Obdulia.

—No, señor, no es ésa—replicó el ama haciendo con los labios un gesto de desdén.—La señora que aguarda abajo es mucho más guapa y elegante.

—¿No la conoce usted?—preguntó algo acortado por la intención que advertía en las palabras de D.ª Josefa.

—No, señor, es forastera.

—Pues hágale usted subir.

Tardó pocos segundos en aparecer una linda joven como de veinticuatro años, rubia, de rostro blanquísimo y facciones delicadas, vestida con elegancia peregrina. En su vida había visto el P. Gil, ni aun en Lancia, una dama tan distinguida. Su traje era sencillo, de viaje, pero tan original el corte y con tal lujo y esmero en los pormenores, que se echaba de ver inmediatamente la elevada calidad de la persona. Despedía de ella un perfume suave que vino a herir su nariz así que puso el pie en el cuarto. Mirola con sorpresa, que se convirtió en estupefacción al ver que la dama avanzó con resolución hasta él, y sin decir palabra se dejó caer de rodillas a sus pies sollozando.

—¡Señora... por Dios... levántese usted!—dijo aturdido.

La dama no se movió.

—Señora, levántese usted—repitió de nuevo cogiéndola suavemente por un brazo.

La forastera se levantó en silencio y se dejó caer en una silla, alzó el velito del sombrero que le tapaba los ojos y se los enjugó con el pañuelo. El P. Gil, en pie frente a ella, aguardaba a que se explicase. Y como no daba señales de hacerlo, antes se tapaba el rostro cada vez más, aventurose a decir:

—Señora, desearía saber en qué puedo servirla...

Todavía tardó unos instantes en responder. Al cabo dijo, sin apartar el pañuelo de los ojos:

—Soy la esposa de D. Álvaro Montesinos.

El excusador dio un paso atrás involuntariamente.

¿Cómo? ¿aquella dama era la mujerzuela despreciable que había hecho la desgracia de D. Álvaro, de quien su madrina D.ª Eloisa hablaba siempre con horror? Por ésta conocía la triste historia del aquel matrimonio. El heredero de la casa de Montesinos se había enamorado como un loco de una joven de buena familia, pero sin dinero; una de esas chicas que suelen verse en Madrid en todos los teatros y en todos los saraos a la caza de un marido rico. Aun con serlo Montesinos, Joaquinita Domínguez (que así se llamaba) le dio cordelejo una temporada, esperando tal vez que llegase otro con la misma hacienda y mejor figura; porque la del mayorazgo de Peñascosa era, cierto, de lo más raquítico y desgraciado que pudiera verse. Mas como no llegaba, resolviose un día a enamorarse perdidamente de él y se lo demostró de un modo que no daba lugar a dudas. «Todo el Madrid elegante» recordará a una linda rubia abonada al turno primero par del teatro Real, que se pasaba la noche charlando con un caballero flacucho y pálido sentado en la fila de atrás; que en el teatro de la Comedia y en el de Apolo no le quitaba los gemelos de encima desde su platea; que lo llevaba de remolque en el paseo del Retiro, y hasta por las mañanas, cuando iba de tiendas, se la veía con él, escoltados por la mamá. Enteramente convencido de su amor, el hidalgo la pidió en matrimonio, y la obtuvo no sin algún trabajo, pues a la mamá costole muchas lágrimas entregarle aquella joya, que era la alegría de la casa. En los primeros cuatro meses gastó D. Álvaro la renta de todo el año. Joaquinita quiso coche y palco en los teatros, y dio reuniones y saraos. Pero estaba tan hermosa y su marido la encontraba tan alegre, que con el amor frenético que la profesaba no le hubiera rehusado ni la sangre del corazón si un día se la pidiera después de un beso de amor largo, oprimido, espasmódico, como los que le daba cuando tenía que pedirle una rivière de brillantes o una sociable de doble suspensión.

A los seis meses justos se le antojó a la joven esposa viajar por Europa, un viaje largo que había de durar un año o más; visitar toda Francia, Italia, subir luego a Inglaterra, pasar a Alemania y correrse hasta San Petersburgo. El enamorado Montesinos no puso obstáculos a este deseo, aunque debiera ponerlos. Necesitábase un capital respetable para realizarlo, atento a las comodidades y boato con que Joaquinita pretendía viajar. Pidió a préstamo sobre algunas de sus fincas 30.000 duros y salieron de Madrid. En Hendaya vieron en la fonda del ferrocarril tomando chocolate a Federico Torres, un sietemesino madrileño hijo de un ministro del Tribunal de Cuentas. A Joaquinita siempre le había sido muy antipático, sin saber por qué.

—¿Adonde irá este títere?—preguntó por lo bajo, después de corresponder fríamente a su saludo.

Montesinos alzó los hombros con indiferencia.

—¡Qué pelea le tienes a este chico! Yo le encuentro fino y agradable.

—¡Qué horror!—exclamó ella riendo.

En Pau volvieron a verle en la estación, y ya no le vieron más. En Marsella pensaba el matrimonio detenerse cuatro o cinco días; pero al tercero, viniendo D. Álvaro de la estación de arreglar el asunto del sleeping-car para el día siguiente, con gran sorpresa no encontró a su esposa en casa. La sorpresa convirtiose en horrible estupor al observar el desorden de la habitación. El gran baúl mundo de su mujer había desaparecido. Había diferentes prendas de ropa por el suelo. Los criados le dijeron que la señora había hecho trasportar el baúl después de irse él para facturarlo en doble pequeña, según decía. Luego había salido y no había vuelto. Montesinos, aturdido, horrorizado de la idea que le cruzaba por el cerebro, abrió con mano convulsa el secreto del cofre donde guardaban el dinero. Ni un céntimo había allí ya. Comprendiendo de una vez toda su desgracia, cayó al suelo como herido por un rayo. Estuvo algunos días entre la vida y la muerte. Cuando recobró el conocimiento, hizo telegrafiar a su cuñado D. Martín, el cual se presentó inmediatamente y le condujo a Peñascosa. No tardó en saberse que Joaquinita se había escapado con Federico Torres, y que viajaban alegremente por Europa con el dinero del hidalgo.

Ésta era la mujer que tenía delante el P. Gil. Después de aquel primer movimiento de repulsión, se rehizo y dijo:

—Serénese usted un poco, señora, y dígame en qué puedo favorecerla.

—Acabo de llegar de Madrid—articuló con trabajo la dama,—y me he dirigido a casa de mi marido, con quien hace tiempo estoy reñida... Deseaba reconciliarme con él... que concluyese esta separación tan fea y tan escandalosa... Un criado viejo que tiene... ¡un bruto!... no me permitió verle... me cogió por el brazo... me arrojó de casa a empellones... ¡sí, a empellones!

Aquí la dama volvió a estallar en sollozos, y se tapó de nuevo el rostro con el pañuelo.

El clérigo esperó a que continuase; pero viendo que no lo hacía, tomó de nuevo la palabra.

—Siento mucho ese percance, señora... Pero no creo que haya motivo para tal desconsuelo. Las ofensas que se perdonan no se sienten. Perdone usted a ese pobre criado que ha obrado sin saber lo que hacía, y dígame qué es lo que puedo hacer en su obsequio.

Secose los ojos la esposa infiel. Volvieron a humedecérsele y volvió a secarlos.

—Según me han dicho ahí en la posada, usted es la única persona que visita a mi marido... Yo le suplico, por lo más sagrado, ya que es usted su amigo, que intervenga para que termine nuestra separación. Lo deseo hace mucho tiempo con ansia... Confieso que no he sido buena para él...

—Sí, sí; lo sé todo—interrumpió el clérigo con impaciencia.

La dama se puso fuertemente colorada.

—Confieso que le he ofendido gravemente... Fue un momento de obcecación... una tentación del demonio... Pero yo siempre le he querido... y le quiero... No tengo inconveniente en humillarme, en pedirle perdón de rodillas... Ya ve usted, padre, si no le quisiera no me humillaría... ¡Me horroriza la idea de no obtener su perdón, de morir lejos de él sola, maldita! ¡Ah, qué porvenir tan espantoso!... Si mucho he pecado, crea usted que mucho he padecido en estos últimos tiempos...

—Señora, ya puede usted comprender si yo tendría satisfacción en unir un matrimonio disuelto... lo mismo el de usted que cualquier otro. Mi misión es predicar la concordia entre los hombres y morir por ella si es preciso. Aun sin pedírmelo tengo el deber, por mi cargo, de procurar en esta parroquia la reconciliación de los matrimonios desavenidos... Pero este caso es delicado. Aparte de la ofensa gravísima que usted ha inferido a su esposo, del escándalo que la acompañó, de los que la siguieron, todo lo cual dificulta extraordinariamente la reconciliación, aparte de eso, repito, hay otra dificultad mayor. Y es que su marido de usted está fuera de la Iglesia católica. No tengo sobre él otra influencia que la que puede dar una amistad superficial. Ninguno de los razonamientos a los cuales pudiera yo apelar como sacerdote tiene fuerza sobre su ánimo. Al contrario, dadas sus ideas, es posible que sirviesen para embravecerle más, o cuando menos de mofa...

—Sí, sí—interrumpió la dama con voz chillona, malévola,—mi marido ha sido siempre un impío, un ateo escandaloso.

—Señora, de poco sirve creer si se obra como si no se creyera—replicó severamente el excusador, a quien había herido el tono agresivo de la dama, tan contrario a la humildad de antes.

Tornó a ponerse colorada y bajó los ojos afectando de nuevo una gran contrición. El P. Gil prosiguió:

—De todos modos, como cristiano y como sacerdote, estoy dispuesto a hacer todo lo que puedan mis fuerzas por conseguir lo que usted desea. Dudo mucho del éxito de mi intervención... Sé también que me expongo a ser arrojado como usted de la casa, pero no me importa. Cumpliré mi deber, y si no conseguimos nada, me quedará al menos la satisfacción de haberlo cumplido...

Quedose pensativo unos instantes, mientras la dama mantenía sobre él una mirada intensa y ansiosa. Luego, como si hablase consigo mismo más que con ella, prosiguió:

—El dirigirme ahora a casa de D. Álvaro ofrece inconvenientes. La gente del pueblo es curiosa... Vendrían las hablillas... después el escándalo... Opino que deberíamos aguardar un rato a que concluyera de oscurecer, o mejor aún, que yo fuese por delante a tantear el asunto...

—¡No! ¡no!—exclamó la dama.—No le prevenga usted. Se negaría a recibirme. Es necesario cogerle de improviso; aprovechar el primer movimiento de su corazón, que es generoso. Luego, cuando reflexiona, se hace malo, burlón...

—Como usted quiera. Entonces, aguardaremos.

Pero en el instante de pronunciar esta palabra se hizo cargo de lo inconveniente de permanecer tanto tiempo a solas con una mujer, y dijo un poco turbado:

—Usted me permitirá que mientras tanto la deje sola unos momentos... Soy con usted en seguida.

En vez de ser con ella, mandó a su ama para que la acompañase. Sólo cuando la luz se hubo extinguido por completo subió de nuevo con el sombrero en la mano, preparado a salir. La esposa de D. Álvaro, así que le vio en esta traza, se levantó de la silla.

Había cerrado ya la noche. La gente de mar se había retirado a sus casas o a las tabernas. Por la larga, sinuosa calle del Cuadrante circulaban pocos transeúntes. El excusador y la esposa de Montesinos caminaron un rato en silencio en dirección al Campo de los Desmayos. Al aproximarse a él ambos se sentían agitados, temerosos. Tanto para calmarse un poco como para prevenirse, se detuvieron un instante, y metiéndose en el hueco de una puerta, cuchichearon con animación. El P. Gil insistía en su idea de entrar primero en la casa y explorar el ánimo de D. Álvaro: tenía miedo a un escándalo. La dama se oponía con calor, convencida hasta la evidencia de que su marido se negaría en absoluto a recibirla, y tomaría precauciones para que no pisase el suelo de su casa. Cuando más embebidos se hallaban en la discusión, del hueco de otra puerta cercana salió una sombra estrecha, elevada, y se aproximó a ellos rápidamente.

—Buenas noches, padre, buenas noches.

Era la hija de Osuna. Había en la inflexión de su voz al pronunciar estas palabras cierta ironía, mezclada de cólera, que sorprendieron a la vez a la dama y al sacerdote. Éste levantó la cabeza y respondió fríamente:

—Buenas noches, hija.

—¿Va usted a hacer oración, o viene usted?—preguntó con el mismo retintín y sonriendo.

—Ni voy ni vengo de hacer oración, hija mía. En este momento me ocupo de asuntos de mi ministerio—replicó en tono severo el P. Gil.

Pero este tono, en vez de sosegar a la joven o amedrentarla, la encrespó al parecer.

—Usted siempre haciendo algo por Dios, padre, ¡ji! ¡ji! lo mismo en la iglesia, que a la cabecera de los moribundos... que en los huecos de las puertas, ¡ji! ¡ji!... Si usted se muere antes que yo, ya tiene usted un testigo de alguno de sus milagros para que le canonicen... Vaya, no quiero estorbar el milagro. Hasta la vista. ¡Ji! ¡Ji!

Y cuando hubo dado dos o tres pasos, sin volverse dijo:

—¡Y que aproveche!

La esposa de Montesinos levantó la cabeza y clavó en el P. Gil una mirada de estupor y curiosidad.

—¿Qué es eso?

El sacerdote, rojo de vergüenza y de indignación, alzó los hombros en señal de ignorancia y echó a andar hacia el caserón de Montesinos.

VI

Al tirar del cordel grasiento, el mismo tañido lúgubre, que tanto había impresionado al P. Gil la vez primera que puso los pies en aquella casa, produjo a ambos un estremecimiento de temor y ansiedad. No tardó en oírse la voz cascada de Ramiro.

—¿Quién es?

—Gente de paz.

—¿Quién es?—tornó a preguntar.

—Soy yo, Ramiro. Abre—respondió el sacerdote.

La puerta giró pausadamente sobre sus goznes y apareció la silueta del viejo, débilmente esclarecida por la luz de la lamparilla que ardía sobre el dintel.

—Pase usted, señor excusador—dijo sin percibir a la dama, que se había ocultado detrás de éste. Pero viéndola al fin, dio un paso atrás y, abriendo los brazos en actitud de impedir la entrada, exclamó:

—¡Ah! ¿Vuelve usted acompañada?... Pues ni por esas... ¡No entrará usted, no!

—Vamos, Ramiro—dijo con dulzura el sacerdote, poniéndole una mano sobre el hombro,—déjanos paso, que éste es un asunto delicado y que no te concierne.

—Pase usted cuando quiera, pero esa mujer no puede pasar.

—¿Por qué no puede pasar?—preguntó con entereza el sacerdote, alzando la cabeza.

—Porque aquí no entran p.... ni ladronas.

Ante aquella injuria bárbara, la dama se tapó el rostro con las manos y dejó escapar un gemido. El P. Gil se puso rojo, y cogiendo al viejo por un brazo, le sacudió con violencia.

—Sea usted más comedido, y ya que no respete la sotana que visto, guarde los miramientos que se deben a las señoras. Ante Dios y ante los hombres ésta es la esposa legítima de su amo de usted. Déjeme el paso franco, que a usted no le toca en este asunto más que oír, ver y callar.

Y dando un empellón al viejo, se volvió diciendo:

—Venga usted, señora.

Pero Ramiro, agitado, convulso, como si fuera a caer presa de un síncope, se puso a correr delante de ellos, gritando:

—¡Álvaro, Álvaro! ¡Que entra la z... en tu casa!

Dos criadas se asomaron a la escalera y contemplaron con estupor la escena. El viejo no se detuvo en el principal; siguió hasta el segundo, dando los mismos gritos. El P. Gil, que le seguía con Joaquinita, dijo a ésta al llegar al piso primero:

—Quédese por ahora aquí; yo subiré solamente.

Cuando llegó al segundo, tropezó con D. Álvaro que salía a punto de su habitación. Su rostro, siempre pálido, lo estaba ahora tanto que daba miedo. En cuatro palabras Ramiro le había enterado de lo que ocurría. Por la tarde, cuando por primera vez había venido la esposa infiel a la casa, no lo había hecho. D. Álvaro no pronunció una palabra. Cogió con mano convulsa por un brazo al sacerdote y le hizo entrar en su gabinete. Luego cerró con cuidado la puerta.

—¿A qué viene esa mujer?—preguntó haciendo inútiles esfuerzos por aparecer sosegado. La voz salía de su garganta débil y ronca.

—Viene a implorar su perdón.

—Se equivoca usted; viene por dinero—repuso sonriendo ya forzadamente.

El P. Gil permaneció un instante silencioso y dijo al cabo:

—No me atrevo a asegurar a usted nada. Parece que está arrepentida... Su acento es sincero y ha llorado con verdadero dolor en mi presencia.

Un relámpago de ira pasó por los ojos del hidalgo. En aquel tropel de emociones que se agitaban en su espíritu, la indignación logró vencer a todas las demás y profirió con acento despreciativo:

—Estoy perfectamente convencido de que no viene más que por cuartos... pero de todos modos, me importa un bledo su arrepentimiento y su sinceridad... Si está arrepentida, que pida a un cura la absolución. El figurarse por un instante que yo puedo perdonarla es un nuevo insulto, es una idea que sólo cabe en un alma tan miserable como la suya.

—El perdón jamás degrada. Es la virtud que más ennoblece al ser humano—manifestó el clérigo, sorprendido.

D. Álvaro le clavó una larga mirada colérica. Después alzó los hombros con desdén y dijo:

—Está bien: dejemos eso. Lo que importa es que, ya que la ha traído, se lleve usted inmediatamente a esa señora.

—Me atrevería a suplicarle que, aunque no la perdone, le permita al menos hablar con usted... Quizá tenga algunas revelaciones que hacerle.

—No soy curioso. Puede guardarse sus revelaciones o confiarlas a quien se le antoje... Por mi parte (escuche usted bien lo que voy a decirle)—al mismo tiempo le cogió con mano crispada la muñeca,—por mi parte, ni ahora ni nunca cruzaré con ella la palabra... Puede usted decírselo.

El P. Gil bajó la cabeza y permaneció silencioso mientras el mayorazgo comenzó a pasear agitadamente por la estancia con las manos en los bolsillos. De vez en cuando se dibujaba en su rostro una sonrisa sarcástica y dejaba escapar por la nariz un leve resoplido que acusaba la tensión de su espíritu, como el pito revela la tensión de la caldera de vapor.

—Ya que eso no pueda ser—manifestó al cabo de un rato con suavidad el sacerdote,—usted comprenderá, D. Álvaro, que esa señora no puede irse a dormir fuera de esta casa sin dar pábulo a las malas lenguas, sin renovar conversaciones que no deben renovarse. Por egoísmo, ya que no por caridad, debe usted consentir que su esposa duerma hoy en esta casa, pues no creo que le convenga a usted escandalizar a la población.

D. Álvaro prosiguió sus paseos agitados sin responder palabra, como si no hubiese oído la proposición del sacerdote. Al cabo de un rato se plantó delante de él y, mirándole fijamente, dijo:

—Está bien. Dígale usted que, si es su gusto, no hay inconveniente en que duerma en esta casa... aunque se necesite bien poca dignidad para aceptarlo—añadió bajando la voz y recalcando las sílabas.—Y si quiere dinero para el viaje de vuelta, Osuna se lo proporcionará.

—Le doy las gracias por esta deferencia, pero me voy muy triste—replicó sonriendo el P. Gil.—Cualquier sacrificio haría por borrar de su memoria la ofensa recibida y soldar de nuevo la cadena de su matrimonio. ¡Cuánto daría en este momento por ser un hombre elocuente!...

—La elocuencia, señor excusador, ha servido en este mundo para que se cometiesen grandes vilezas; pero creo que ninguna lo sería mayor que la que usted me propone.

—Para usted es una vileza lo que para mí sería un acto noble y generoso, propio de un imitador de Cristo. No nos entendemos en lo que se refiere a lo que es dignidad o indignidad...

—Lo siento por usted, padre—repuso el mayorazgo, tendiéndole la mano.

—Y yo por usted, D. Álvaro. Buenas noches.

Al quedarse solo éste, siguió paseando todavía unos momentos; luego se paró delante del cordón de la campanilla y tiró con fuerza. No tardó en presentarse Ramiro.

—Esa mujer está ahí... ¿Quieres que la eche?—preguntó el viejo, sin aguardar las órdenes de su amo.

—No. Condúcela a la sala, enciende todas las lámparas y avisa a Dolores que suba.

El criado permaneció inmóvil, mirándole con sorpresa.

—¿Y vas a consentir que esa...

—¡Silencio!—exclamó el mayorazgo con energía, llevando el dedo a los labios.—Haz inmediatamente lo que te mando.

El viejo se alejó gruñendo. Al instante se presentó la doncella.

—Dolores, di a la cocinera que prepare cena para la señora que está abajo, y que haga todo lo que sepa. Ilumina el comedor, saca la vajilla fina, arregla el gabinete azul y toma del armario la ropa mejor para ponerla en la cama... Que no le falte absolutamente nada. Ayúdala a desvestirse: cualquier cosa que ordene la hacéis inmediatamente. ¿Estás enterada?

—Sí, señorito; pierda usted cuidado, que se la tratará como quien es.

D. Álvaro dirigió una mirada oblicua a la doncella y se apresuró a decir, algo acortado:

—Despáchate pronto y enséñale el gabinete azul. Si desea dormir en otro lado, puedes mostrarle también el que llamáis cuarto del obispo.

Otra vez quedó solo y otra vez emprendió su paseo nervioso de un ángulo a otro de la cámara. A pesar de la fortaleza y sosiego que había mostrado para rechazar las súplicas del P. Gil, su cerebro trabajaba agitado, febril. Aquella visita tan inesperada removió los recuerdos felices y aciagos que se habían depositado en el fondo de su ser, y que ya no le molestaban. Su vida matrimonial, que en aquellos tres años se había ido alejando de su memoria como un sueño que la claridad de la aurora desvanece, surgió de pronto delante de sus ojos, tan próxima que la tocaba con la mano. Ni un pormenor faltaba al cuadro. Y ante aquella visión sentíase turbado, como si los sucesos acabasen de efectuarse.

Después de pasear algunos minutos a grandes trancos, comenzó a detenerse a menudo, prestando oído a los ruidos que llegaban del piso primero. Adivinaba más que percibía los preparativos que la servidumbre estaba ejecutando en obsequio de aquella vil mujer que le había revelado toda la negrura y todo el dolor de la existencia: «Ahora bajan la lámpara del comedor... Ahora sacan la vajilla... Deben de estar haciendo la cama... Ha salido gente: será Rufino a buscar a la tienda alguna cosa... Parece que están hablando en el gabinete azul...»

Ya no paseaba. Con el oído pegado a la cerradura, recogía ávidamente todos los rumores que llegaban de abajo. Y como llegaban demasiado confusos, concluyó por abrir la puerta, avanzar cautelosamente hasta el pasamanos de la escalera y escuchar desde allí, inmóvil, recogiendo el aliento. Había imaginado vagamente que su esposa, una vez sola y libre, subiría hasta su cuarto para hablarle. Lo hubiera deseado, para darse el gozo de arrojarla con algunas frases despreciativas que le llegasen hasta el fondo del alma. Hubo un instante en que pensó que este deseo se realizaba. Sintió pasos en la escalera: toda su sangre fluyó al corazón; se apresuró a dejar el pasamanos y a meterse de nuevo en el cuarto. Era Dolores que subía a pedirle una llave. Cuando se fue, tornó a su espionaje; permaneció en la escalera larguísimo rato sin saber por qué hacía aquello. Escuchó el rumor confuso de la conversación de Dolores y su mujer. La doncella era charlatana; Joaquinita también tenía un temperamento expansivo: la plática se animaba cada vez más. Hasta se le figuró percibir algunas alegres carcajadas de su esposa, que le sorprendieron más que le indignaron. Por fin notó que se ponía a cenar. Dolores iba y venía con los platos. Terminó la cena. La doncella se detuvo en el comedor y prosiguió la charla. Cansado de estar en pie, se sentó en uno de los peldaños de la escalera. Al hacerlo sintió vergüenza y comenzó a darse alguna cuenta vaga de las emociones que embargaban su espíritu. Una hora larga esperó de aquel modo, percibiendo el rumor confuso de las voces, en el cual nada podía distinguir, ni siquiera cuál era la de su esposa y cuál la de la criada. Al cabo observó que salían del comedor. Todavía se figuró que su mujer aprovecharía aquella ocasión para subir a visitarle. Se puso en pie vivamente y se preparó a meterse en su cuarto tan pronto como sintiese pasos en la escalera. Pero esperó en vano. La señora se dirigió con Dolores hacia el gabinete azul. Sintió cerrarse la puerta tras ellas: luego notó que se abría de nuevo y salía la doncella y tomaba el camino de su cuarto. Sin duda había ayudado a desnudarse a la señora y la dejaba en la cama.

Con la cabeza entre las manos, los codos apoyados sobre las rodillas, permaneció inmóvil, abstraído, escuchando ya solamente la voz de su pensamiento y los latidos de su corazón. Un vivo despecho, del cual no quería darse cuenta, le mordía cruelmente las entrañas. Sentía la necesidad de avistarse con su mujer, de injuriarla, de escupirla, de abofetearla. ¿Por qué hacía unos instantes se había negado a recibirla, y ahora ansiaba de aquel modo tenerla delante? El mayorazgo creía que era porque su odio y su indignación habían crecido. No supo el tiempo que permaneció en aquella postura. El deseo de verse frente a su esposa ardía cada vez más vivo en su pecho, le ponía inquieto, excitado; se iba convirtiendo en una fiebre, en una rabia intensa que le devoraba. ¡Oh, tenerla entre sus manos, apretarla hasta hacerle gritar de dolor, hacerle padecer en el cuerpo lo que él había padecido en el alma! Puntas de hierro candentes le pinchaban por la espalda, las manos le temblaban como si le pidieran una estrangulación con que calmar sus ansias; un calor insoportable le subía de las piernas al cerebro. Las tinieblas se espesaban, le envolvían en una atmósfera tibia, sofocante, como si se hallase en un subterráneo. Hubo un instante en que pensó que no podía moverse; los miembros entumecidos se negaban a obedecer a su voluntad. Hizo un esfuerzo, sin embargo, como si tratase de romper una tela que le sujetara, y se puso en pie.

Se dirigió con paso vacilante a su cuarto. La luz del quinqué que ardía sobre la mesa le hirió de tal modo que estuvo a punto de caer ofuscado. Apagola de un soplo, buscó a tientas la ventana y la abrió de par en par. Una ráfaga viva de viento y agua le azotó el rostro y penetró rugiendo por la estancia, echando a volar los papeles de la mesa. D. Álvaro aspiró con delicia el aire frío y húmedo, asomose a la ventana y expuso su frente ardorosa a la inclemencia del chubasco. Las mil agujas de la lluvia se le clavaron en las mejillas y convertidas en lágrimas las bañaron completamente. Por algunos minutos gozó con voluptuosidad de aquel frío, apeteciendo que le penetrase en el cerebro y sosegase su desordenada actividad. La noche no era tenebrosa. A pesar del espeso toldo de nubes, la luz de la luna conseguía cernirse y esparcía una débil y triste claridad. Sólo cuando algún nubarrón más espeso y más negro pasaba por delante de ella descargando su fardo de agua, la luz se extinguía casi por completo. Las olas se estrellaban contra los peñascos que sirven de baluarte al Campo de los Desmayos. El viento silbaba entre las grietas de la torre de la iglesia. La música lúgubre de los elementos embravecidos calmó un poco la fiebre del hidalgo.

Consolado por aquel refresco, respiró con libertad; se creyó dueño de sí. Sin embargo, a los pocos instantes el mismo deseo agudo, candente, volvió a pincharle el cerebro. ¡Oh, tener delante a la infame, vomitarle en el rostro las injurias que su dolor y su indignación habían acumulado durante tres años; luego cogerla así por el cuello y retorcérselo! Aquel instante de placer compensaría los tormentos que había experimentado. Un minuto que valía por toda una existencia de dolor. ¿Y por qué no gozarlo? ¿No tenía en su poder al verdugo de su dicha? ¿No estaba allí debajo, durmiendo tranquilamente, mientras él se agitaba todavía entre crueles torturas? Apartose un poco de la ventana y se secó el rostro con el pañuelo. Sintió que era impotente para luchar con aquel apetito de venganza. Toda su filosofía despiadada, indiferente, se había ido a pique. El mundo dejó de ser pura representación; se convertía en realidad innegable; la vida adquiría el valor absoluto que tiene para todo ser finito. Era forzoso, a despecho de la razón, satisfacer los instintos animales que gritan en el fondo de nuestro ser. En vano, para calmarse, se decía que todas aquellas emociones nada valían ni significaban en el curso eterno de las cosas, que dentro de muy poco tiempo todo sería humo; en vano se representaba la imbecilidad del ser humano, luchando y padeciendo en holocausto de una fuerza que se burlaba de él. Todos sus pensamientos se estrellaban contra un anhelo poderoso, irracional que le dominaba. El bruto, como sucede siempre, podía más que el filósofo.

Buscó a tientas la salida, y apoyándose en las paredes llegó hasta la escalera. Al bajar el primer peldaño, sus botas rechinaron en el silencio de la casa. Sentose y se despojó de ellas. Luego se deslizó hasta abajo sin hacer el menor ruido. Sin tropezar, por el conocimiento perfecto de la casa, avanzó por los corredores hasta llegar a la puerta del gabinete azul. En aquel momento el gran reloj del comedor dio una campanada. No supo a qué hora pertenecía esta media. Acercó el oído a la cerradura y estuvo un rato escuchando sin percibir ruido alguno. Indudablemente Joaquina estaba ya durmiendo. Entonces se deslizó hasta la puerta de escape que la alcoba tenía en el pasillo y volvió a poner el oído. Al cabo de un momento pudo oír una respiración igual y serena. Un vivo estremecimiento corrió por todo su cuerpo al percibirla. Sintió un nudo en la garganta, pero un nudo de fuego: el corazón quería saltarle del pecho: apoyó las manos sobre él para apagar el ruido de las palpitaciones. La traidora dormía tranquilamente sin curarse de él. ¿Aquel deseo de reconciliación era, pues, una farsa? ¿Venía a buscar dinero solamente? ¡Qué miserable! ¡Qué mujer tan odiosa!

Empleando todas las precauciones imaginables, levantó el pestillo de la puerta y empujó. Tenía el pasador echado por dentro. Entonces se fue a la puerta del gabinete. Aquélla estaba abierta. Avanzó por la estancia sobre la punta de los pies conteniendo la respiración, llegó hasta la alcoba y levantó las cortinas. Dio un paso más y chocó con la cama: puso la mano sobre ella y la deslizó hacia la cabecera. Sintió la presión del cuerpo de su esposa al hincharse con la respiración. Acercó el rostro hacia el sitio donde debía de estar la cabeza de la dama, y dijo muy quedo:

—Joaquina, Joaquina.

No despertó.

—Joaquina, Joaquina—repitió.

Tampoco hizo movimiento alguno. Entonces la sacudió levemente por el hombro, llamándola de nuevo.

La dama dio un grito y despertó despavorida.

—¡Jesús! ¿Quién es? ¿Quién va?

—No te asustes, soy yo—dijo con voz débil el mayorazgo.

—¿Quién? ¿Quién?—replicó la dama, con señales de terror en la voz, echándose hacia la pared.

—Soy yo, soy Álvaro... Mira—añadió con voz temblorosa,—sé que has venido a hacer las amistades... Has hecho bien... Olvidémoslo todo, comencemos una nueva vida...

La dama no respondió. Metida contra la pared, escuchábase su respiración aún anhelante por el susto.

—Hice esfuerzos sobrehumanos para olvidarte—prosiguió con la misma voz temblorosa, apagada por la emoción,—pero fueron inútiles... Estás metida a hierro y a fuego dentro de mi pecho... Has sido mi primero, mi único amor en este mundo... Me has hecho mucho daño, ¡mucho! pero aunque me hicieses mil veces más, no se borrarán de mi alma los momentos de dicha embriagadora que te debo... ¡Te quiero, sí, te quiero, te adoro!... Aunque me llamen cobarde, indigno, lo repetiré a la faz del mundo entero... ¡Si supieses cuánto he sufrido! No ha sido mi dignidad, mi orgullo destrozado lo que me ha hecho padecer... Mi corazón es el que ha sufrido... ¡Qué desconsuelo! ¡Qué tristeza tan honda! Parecía como si una mano helada me arrancase suavemente las entrañas... Pero ya pasó todo... ¿Verdad que ya pasó?... Comenzaremos a amarnos de nuevo, como aquella tarde en que te estreché entre mis brazos por primera vez, en una calle de árboles de los jardines de Aranjuez...

El mismo silencio por parte de Joaquinita.

—Contéstame... ¿Te he asustado, vida mía? Perdóname... ¿Por qué no has salido luego que se fue ese cura?... ¿Pensabas que iba a arrojarte?... No, preciosa mía... no... Te quiero, te adoro...

Al mismo tiempo, alargando las manos, tropezó con una de su esposa, la cogió y la llevó a sus labios con entusiasmo. La dama la retiró prontamente.

D. Álvaro quedó sobrecogido.

—¿Por qué me retiras tu mano?... ¿No te tiendo yo la mía, y soy el ofendido?... ¿No has venido a reconciliarte conmigo?...

—Sí, sí, Álvaro—murmuró ella.—A eso he venido... Me has asustado...

—Perdóname, Joaquina... ¡Si supieses qué alegría me causa el oír tu voz! Pensé que nunca ya, ¡nunca ya! la volvería a oír. ¿Quieres ser mi esposa?—añadió bajando la voz, inclinándose para acercar la boca al rostro de la dama.—Déjame un sitio a tu lado, hermosa... Déjame ser una noche feliz...

—No, Álvaro, ahora no—volvió a murmurar la esposa infiel.—Mañana... Déjame, estoy muy cansada... Déjame hasta mañana...

—No te molestaré. Me estrecharé cuanto pueda y dormirás tranquila...

—No, ahora no puede ser... Mañana.

—¿Por qué no? ¿No quieres ser mi mujercita? ¿No quieres que seamos felices otra vez, como en aquellos primeros meses de nuestro matrimonio?

—Sí, lo quiero... Pero ahora estoy muy nerviosa... Deseo quedarme sola... Mañana será otro día, y te prometo ser tuya... Ahí tienes mi mano... Vete a dormir, Álvaro... Hasta mañana.

Montesinos buscó en la oscuridad aquella pequeña y hermosa mano, que tan bien conocía, y la apretó contra sus labios perdidamente, la devoró a besos. Joaquina la abandonó en su poder, esperando que al cabo se marcharía. Soltola, en efecto, pero fue para echarle los brazos al cuello y apretarla contra su pecho, loco, perdido de amor, aplastando sus labios con besos brutales, frenéticos. La dama forcejeó rabiosamente para desasirse, y lo logró, haciendo tambalearse a su marido de un empellón.

—¡Te he dicho que no quiero, que no quiero!—le gritó con voz colérica.—Si vuelves a tocarme, me marcho desnuda como estoy por esas calles... ¡Vete! ¡Vete!

D. Álvaro quedó clavado al suelo por el estupor. No eran sus palabras las que le dejaban frío, horrorizado; era aquella voz aguda como la hoja de un puñal, que le llegaba hasta lo más hondo del pecho.

—¡Vete! ¡Vete!—repitió ella alzando aún más el grito.

En aquel momento ni un pensamiento cruzaba, por el cerebro del mayorazgo: todas sus facultades quedaron aniquiladas, rotas por la sorpresa y el horror del golpe. No sentía más que una viva impresión de anhelo, como si se hubiese caído de algún sitio muy elevado y estuviese aún por el aire. El mundo desapareció en medio de aquella oscuridad; nada existía en las tinieblas que le envolvían, ni siquiera su pensamiento. Sólo quedaba una voz estridente, fatal y un gran dolor, un dolor eterno.

—¡Vete! ¡Vete!

Tropezando con los muebles, brincando como si escapase de una catástrofe, salió de aquella estancia. Se encontró en la escalera agarrado fuertemente al pasamanos para no caer. Allí se detuvo y quiso coordinar sus ideas. ¿Por qué corría? ¿Qué había pasado? No se daba razón de aquella huida repentina. Trató de volverse y penetrar de nuevo en la estancia de su esposa y entrar en explicaciones; pero las piernas se negaron a obedecerle. Un horror instintivo, como si hubiese delante un pozo negro y hondo, le detuvo. Avanzó, cogiéndose con ambas manos a la barandilla, y llegó hasta su cuarto. El huracán, penetrando por la ventana abierta, se había enseñoreado de él; los papeles volaban, los muebles a que se iba agarrando estaban mojados. Sus manos tropezaron con el sillón del escritorio, y se sentó sin intentar siquiera buscar los fósforos ni cerrar la ventana. Así permaneció inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos en la oscuridad, sin sentir el frío que le penetraba hasta los huesos ni el agua de los chubascos que le bañaba a intervalos la cabeza, no pudiendo determinar si el rumor que le ensordecía y le mareaba era realmente el de las olas o sonaba tan sólo en su cerebro.

Así le sorprendió la claridad del día, un día triste y sucio, como casi todos los del invierno en Peñascosa. Alzose al fin como un sonámbulo, entró en la alcoba y se dejó caer pesadamente en la cama. Ramiro no pudo despertarle a las nueve para tomar el desayuno. Era un sueño invencible, de aniquilamiento, semejante a la muerte. Dormía en una inmovilidad absoluta, con los ojos entreabiertos y el rostro densamente pálido. Cuando a las tres de la tarde salió de aquel profundo letargo, supo, sin asombro alguno, que su esposa se había marchado en la diligencia de Lancia.

VII

Después de desahogar su ira la hija de Osuna, siguió por la calle del Cuadrante abajo, riendo todavía nerviosamente algún tiempo. Pero aquella risita se apagó al cabo. Sintió un desasosiego extraño, cierto abatimiento que hizo flaquear sus piernas. Detúvose un instante: le acometieron deseos de volverse y espiar de nuevo a la pareja que dejaba allá en el Campo de los Desmayos. El temor de ser notada la contuvo. Aunque vagamente, se daba también cuenta de lo singular y censurable de su conducta. ¿Por qué había hecho aquello? ¿Quién era ella para espiar los pasos de su confesor, ni menos reprenderle? Su despecho era tan vivo, sin embargo, que no le permitía arrepentirse. Tenía la boca seca; le ardían las mejillas. Siguió caminando apresuradamente, y se dirigió al muelle. Estaba ya solitario. La brisa del mar le refrescó un poco. Se sintió, no obstante, tan agitada que no quiso volver a casa: necesitaba charlar, distraerse. Iría a casa de D.ª Eloisa y cenaría allí como otras veces.

Justamente iban a ponerse a la mesa los esposos cuando llegó ella. Les acompañaba el P. Norberto, lo cual significaba que había callos.

—¡Qué sofocada vienes, hija!—exclamó doña Eloisa.

—¿No sabe usted?... Vengo sola desde casa de D.ª Trinidad... Vengo a cenar con ustedes... Pero háganme el favor de mandar un recado a papá.

Se esforzaba en aparecer serena y risueña.

—Conque solita, ¿eh? Solita a las ocho de la noche—dijo D. Martín en tono de broma.

—¡Ay, si supieran ustedes qué agitada venía!... Anda tan poca gente por la calle. En un momento en que me vi sola, eché a correr hasta que hallé a unas mujeres.

—¿Qué? ¿Tenía usted miedo que la tomasen por una de esas palomas que aquí el P. Norberto caza con lazo?—tornó a decir D. Martín con ático humorismo de cuartel.

La joven se ruborizó hasta las orejas. Doña Eloisa dirigió una mirada severa a su marido.

—Vamos, no empieces a barbarizar, Martín.

—¡Señor, yo no hablo más que de la posibilidad de una equivocación!—replicó el inválido riendo.—Y si no, que me diga el P. Norberto si hay mucha diferencia en la figura entre una señorita y esas amiguitas suyas.

—No son amigas mías, D. Martín—replicó riendo benévolamente el buen sacerdote;—son ovejas descarriadas...

—Pero usted no les tira piedras para que vuelvan al redil, sino besos...

—¡Oh! ¡oh! ¡D. Martín!

El bueno de D. Norberto, capellán y organista de la parroquia, demasiado modesto para aspirar a sacar triunfante la virtud y la fe entre las clases elevadas, se dedicaba con entusiasmo hacía ya tiempo a arrancar del vicio a esas pobres mujeres que caen en él la mayor parte de las veces por miseria. Se introducía en las asquerosas moradas que ocupaban, las catequizaba haciendo esfuerzos titánicos de oratoria que le ponían rojo como un tomate y le obligaban a toser y escupir de un modo imponente. Y cuando el arte de Bossuet no producía efecto, apelaba al dinero. Era un soborno piadoso en el que había gastado el corto caudal que heredara de sus padres y que se llevaba también la mayor parte de su paga. Había logrado el arrepentimiento de varias pecadoras, a las cuales solía llevar a cierto asilo o convento establecido para ellas en Valladolid, sufragando él, por supuesto, los gastos de viaje, instalación, etc. Pero a cambio de estos triunfos experimentó el buen capellán horribles desengaños. Muchas veces las bellas pecadoras se mostraban arrepentidas, le sacaban todos los cuartos que podían y concluían riéndose de él y contando el chasco por la villa. Pero no desmayaba en su obra. Estaba a prueba de risas y fracasos. Algunas que comenzaron engañándole, habían terminado arrepintiéndose sinceramente. El sueño de D. Norberto era fundar en Peñascosa un convento de arrepentidas. Para lograrlo sería capaz de andar pidiendo limosna por toda la provincia, de trabajar él mismo como bracero en el edificio, hasta de renunciar a comer callos por el resto de su vida.

En la villa todos conocían esta su manía. La mayor parte se mofaba de ella. No había quien no se creyese con derecho para darle acerca del particular su bromita más o menos pesada, según la educación del individuo. Mas, por mucho que lo fuesen, jamás se le vio enfadarse ni dar siquiera señales de impaciencia. Reía bondadosamente o se alejaba tapándose los oídos. Nadie dudaba tampoco, aunque algunos lo aparentasen, de su recta intención y del completo desinterés con que trabajaba en este asunto. Las mismas mujerzuelas, que le engañaban, no osaban calumniarle, y si alguna lo había hecho, pronto fue categóricamente desmentida por sus compañeras.

—¡Martín, te pido por Dios que no desbarres!—exclamó llena de angustia D.ª Eloisa.

—Mujer, hablo de besos místicos.

—Sí, D.ª Eloisa—se apresuró a decir D. Norberto,—su esposo quiere referirse a los medios suaves que necesito emplear para convencer a esas desgraciadas.

D. Martín, comprendiendo que había ido demasiado lejos, asintió, no sin dirigir un guiño expresivo al capellán.

Sentáronse a la mesa. Obdulia hacía esfuerzos atroces por comer, pero su estómago se negaba a recibir alimento alguno. Seguía en un estado de agitación bien visible. D. Martín la embromó acerca de su falta de apetito. ¿Estaría por ventura enamorada? A pesar de su inclinación a la iglesia, él apostaba a que había de concluir apasionándose violentamente. De una sola ojeada conocía él los temperamentos destinados al amor. Había ciertas señales: la ojera, que ella tenía muy pronunciada, los ojitos un poco entornados, los labios secos... y otras, y otras. El jefe de inválidos volvió a deslizarse. D.ª Eloisa estaba en brasas, y otra vez le llamó al orden con voz angustiosa. Sucedía esto muy a menudo. D. Martín gozaba lo indecible colóreando las mejillas de las damas con sus frases atrevidas. Le parecía que era el adecuado complemento de aquella otra tendencia que sentía a enrojecer las de los caballeros con sus proverbiales bofetadas. Ambas inclinaciones acusaban su temperamento heroico y daban testimonio innegable de su procedencia del arma de caballería. Obdulia solía responderle con oportunidad y con gracia, dejándole no pocas veces amoscado; pero la preocupación que ahora la embargaba le impidió tomar nota de sus palabras y darles su merecido. Antes de terminar la cena sintiose indispuesta y tuvo que salir a otra habitación y arrojó cuanto había comido.

A los postres llegó D.ª Serafina Barrado con su capellán y mayordomo. Ambos venían encarnados, risueños y extraordinariamente locuaces. Los ojos les brillaban con fuego alegre y malicioso, que llamó la atención de sus amigos.

—Ahí va un cigarro, D. Martín—dijo el joven presbítero, ofreciéndole uno de acreditada vitola, igual al que él estaba chupando voluptuosamente.

—¡Buen tabaco!—exclamó el amo de la casa dándole vueltas entre los dedos.—¡Qué latigazos se pega usted, amigo!

—Regulares, regulares—respondió el clérigo con sonrisa de satisfacción, dirigiendo al mismo tiempo una mirada expresiva a su antigua ama, que le pagó con otra brillante y cariñosa.

—¿Dónde los compra usted?

—No los compro: me los regalan.

Otro cambio de miraditas risueñas y apasionadas.

—¡Ah! Entonces le salen a usted por una friolera. ¿Se puede saber quién es el señor tan generoso...

—No es señor; es señora.

Otra miradita.

—¡Ah, pícaro! Ya sabía yo que gozaba usted de gran favor entre las damas.

Por la fisonomía alegrísima de D.ª Serafina corrió una nube que la oscureció momentáneamente.

—Es regalo de D.ª Serafina, con motivo de ser hoy mi cumpleaños—se apresuró a decir el presbítero.

—¡Ya me parecía a mí que venían ustedes hoy demasiado contentos!... Con tan fausto motivo hubo juerga, ¿verdad?

—¿Cómo juerga?—preguntó D. Joaquín con cierta inquietud, temiendo la franqueza militar de su amigo.

—Sí, una comidita íntima con algunos platos extraordinarios y un par de botellas de burdeos.

—No fue burdeos—replicó D. Joaquín riendo,—Fue borgoña.

—Mejor que mejor.

—¡Ya lo creo!—exclamó D.ª Serafina, comiéndose con los ojos a su capellán.

Y volvió a comenzar entre ellos el tiroteo de miraditas y guiños, prodigándose mil atenciones tiernas que denotaban un estado de felicidad perfecta.

La llegada de D.ª Rita no turbó poco ni mucho su éxtasis delicioso. Esta señora, pequeña y regordeta, con grandes ojos negros sin expresión y dientes grandes también, sanos y amarillos, entraba siempre con un cesto donde guardaba la labor. Sacábala con lentitud, trabajaba media hora en silencio escuchando atentamente todo lo que se decía, y al cabo recogía de nuevo los bártulos y se iba a hacer lo mismo a otra parte. De este modo recorría en la noche tres o cuatro casas. Era su manía la de saber; saberlo todo, hasta lo más trivial e insignificante. Se la toleraba bien en todas partes, porque a pesar de su desmedida febril curiosidad nunca hubo disgusto alguno por su causa. Gozaba con saber tan solamente: era un placer desinteresado, intenso, como el de los hombres de ciencia que no miran el resultado que sus conocimientos les puede dar. Como el avaro amontona en su caja monedas de oro sin pensar en utilizarlas jamás, así D.ª Rita atesoraba en su cerebro cuantas noticias privadas podía recoger en sus peregrinaciones por la villa, sin molestar a nadie con ellas. Pocos se guardaban, pues, de hablar secretos en su presencia; pero si alguno lo hacía y llegaba a notarlo, le acometían tales ansias y congojas por conocer lo que le ocultaban, que no dormía, ni descansaba un momento; andaba pálida, ojerosa, se hacía grosera, intratable. Una vez que descubría el ansiado secreto, aunque fuese la cosa más baladí, recobraba la calma y serenidad, volvía a su ser dulce, pacífico, inofensivo. Algunos sujetos maleantes, como don Martín, el P. Narciso, D. Joaquín y otros, solían embromarla fingiendo algún misterio entre ellos, la atormentaban, le hacían perder el juicio de pura curiosidad.

Pero cuando entró el P. Narciso, D. Joaquín se puso más grave, ocultando a su compañero aquella dicha inefable, que le retozaba dentro del alma, evitando encontrarse con los ojos alegres, chispeantes de su antigua ama. Aquél sintió en seguida en la nariz el tufillo aromático del cigarro, dirigió una mirada escrutadora a su colega, otra a D.ª Serafina y se puso al tanto.

—Hubo gaudeamus, ¿verdad?—preguntó por lo bajo.

D. Joaquín negó descaradamente.

Unos tras otros fueron llegando Consejero, Cándida, D.ª Filomena, el P. Melchor, Marcelina y, en suma, casi todos los tertulianos habituales. Formáronse pronto los grupos de siempre, se disgregaron los elementos de aquella sociedad, operándose en ella el fenómeno químico de las afinidades electivas. Mas esta operación no se efectuaba sin las violentas conmociones y sacudidas que se observan en el seno de la naturaleza, sin las acciones y reacciones a que da origen toda fermentación. Aquella noche Cándida, la huesuda señorita que ya conocemos, en vez de ir a besar la mano al P. Melchor y sentarse a su lado y cuchichear toda la velada, fue a hacer lo mismo con el P. Norberto. ¿Por qué esta deserción? En la tertulia nadie lo sabía más que los interesados y D.ª Rita. El P. Melchor había tenido la imprevisión de decir en una casa que los roquetes que le hacía la citada joven eran escasos de manga, y que le costaba trabajo con ellos doblar el brazo. En cambio, había elogiado calurosamente un alzacuello que le había regalado D.ª Marciala. El caso era grave, como cualquiera comprenderá, y debía producir este triste resultado. D.ª Marciala, viendo al padre Narciso cada vez más inclinado a admitir y agradecer la fervorosa admiración de D.ª Filomena, mostraba su sentimiento y despecho, acercándose a D. Melchor y hablándole con afectado cariño. D.ª Filomena, después de algunos años de adoración resignada, silenciosa, había llegado, cuando ya no lo esperaba, a la meta de sus aspiraciones. Tanta atención, tanto cariño habían logrado al fin cautivar el espíritu del elocuente capellán de Sarrió, quien daba claras muestras a la viuda de su afecto. Después de haberlo intentado en vano muchas veces, aquélla había recabado de él que fuese preceptor de su hijo, y que tomase el cargo con afición. Su temperamento dominante y fogoso se manifestó en seguida. El pobre niño tuvo que experimentar no sólo un trabajo excesivo, superior a su edad, sino una serie de castigos crueles, malévolos, refinados. Y D.ª Filomena, que era la dulzura personificada, que jamás había levantado la mano sobre su hijo, consentía impasible que aquel hombre lo azotase despiadadamente. Acallaba su conciencia diciéndose que era para su bien.

Marcelina, que había soñado con suplantar a D.ª Serafina en el corazón de D. Joaquín (y en realidad había cierto fundamento para este sueño, pues el joven presbítero no cesaba de distinguirla entre todas), andaba ya bastante desengañada. Adquirió el convencimiento de que aquél la tomaba como instrumento para hacer padecer un poco a su ama y tenerla más atenta y sumisa. Tal convicción la empujó de nuevo hacia D. Narciso, a quien hacía tiempo había abandonado; pero éste, que nunca le había profesado gran afición, como a Obdulia, la rechazó sin miramientos. Si embargo, la ex-joven seguía luchando bravamente con D.ª Filomena. Hacía pocos días había regalado al capellán una colcha de crochet que era una verdadera maravilla de trabajo pacienzudo y habilidoso. Por cierto que la viuda, al verla sobre la cama del clérigo, experimentó un vivo disgusto y lloró muchas lágrimas en secreto.

Estas agitaciones espirituales, estas luchas de sensibilidad y abnegación entre las piadosas damas que allí asistían, eran precisamente las que daban algún interés dramático a aquel mundo sereno, inocente. No eran ciertamente las competencias groseras que se establecen en las sociedades profanas, donde las intrigas afectan un carácter violento, donde las relaciones del varón y la hembra tienen su fundamento siempre en la explosión de los sentidos, llevan el sello abominable de la animalidad. Aquí todo se efectuaba de un modo suave, inocente, espiritual: los pequeños sacudimientos de que hemos hecho mención semejaban el leve rizado de un lago trasparente y hermoso. Era aquella tertulia como una antesala del cielo, donde las relaciones de los ángeles, de los santos y las santas alcanzan el supremo grado de la pureza inmortal.

Lo que estaba pasando por el alma de la hija de Osuna confirma bien la idea que acabamos de formular. Después de experimentar aquel trastorno gástrico, hijo de la excitación en que se hallaba, cayó en profundo desfallecimiento físico y moral. Sentía la impresión de si hubieran cometido con ella una gran perfidia, y aunque su pensamiento le decía vagamente lo absurdo de tal sensación, no podía minorar su intensidad, ni menos desecharla. Odiaba al P. Gil, le odiaba con toda su alma. Daría algo por vengarse. ¿De qué? No se lo decía; pero allá en el fondo del alma estaba persuadida de que tenía razón para ello. Formó resolución inquebrantable de no confesar más con él. ¡Con él! ¡Un sacerdote que entra de noche en los portales a cuchichear con mujeres hermosas y elegantes! ¡Puf! Sería vergüenza el hacerlo. Obdulia estaba bien segura de que la mujer que hablaba con su confesor era linda. Esta seguridad la torturaba. Por supuesto que, si tenía el atrevimiento de venir a hablarle, le daría un desaire de los gordos, le volvería la espalda. Y confesaría otra vez con D. Narciso. Y diría a sus amigas en qué situación le había visto con una señora desconocida y elegante. Porque no cabía duda de que vestía con elegancia, bien lo había reparado. Aquel abrigo largo no estaba hecho en Peñascosa. ¿Quién sería? Alguna de Lancia, seguro, que vendría a hacerle una visita. Y ¿por qué se viene de lejos a visitar a un sacerdote no siendo su madre, o su hermana o su deuda? ¿No sabe esa señora que la fama de los sacerdotes es muy delicada y cualquier cosa la quiebra? El cerebro de la joven no cesaba de dar vueltas y más vueltas a estas ideas y a otras análogas, mientras su cuerpo permanecía inmóvil, abatido, clavando los ojos obstinadamente en las manos de D.ª Marciala, que no dejaba un momento su calceta. Sentíase enferma, deseaba irse; pero una vaga esperanza, que no podía definir, la retenía a su pesar.

Mientras tanto el P. Norberto estaba sorprendido y confuso por las inusitadas atenciones de que era objeto por parte de Cándida. El pobre no estaba acostumbrado a que se las prodigasen. El bello sexo de Peñascosa le profesaba cierto desdén compasivo. Teníasele por un sacerdote virtuoso, pero de muy cortos alcances. Sus mismos compañeros, cuando hablaban de él, lo hacían sin dejar de los labios una sonrisa medio protectora, medio burlona. Para las damas, la virtud del P. Norberto no tenía poesía, carecía de ese encanto especial que en otros sacerdotes la hace contagiosa, era una virtud pedestre, que no se traducía en conceptos delicados y sublimes como en el P. Narciso, el P. Gil y otros. Así que rara era la joven que se confesaba con él, ni menos la que apeteciese su conversación o tuviese gusto en envolverle entre nubes de incienso, como hacía Cándida en aquel momento. Su misma inclinación a rescatar las mujerzuelas perdidas, por más que se respetase, no le hacía simpático a las señoritas. Verdad que él se pasaba admirablemente sin esta simpatía y no le quitaba de engordar cada día más y pasar la vida riendo. Las lisonjas que le estaba vertiendo al oído con voz insinuante su nueva hija de confesión, en vez de agradarle, le turbaban, le molestaban visiblemente. Fue una de las pocas veces en que pudo vérsele serio. Hacía rechinar la silla, cambiando de postura a cada instante, y restallaba los nudillos de las manos de un modo formidable, tosía, se ponía colorado, y de vez en cuando dejaba escapar de la garganta un leve bufido con que su modestia alarmada protestaba. Por último, solicitado vivamente por la dulce perspectiva del tresillo, aprovechó una pausa de la doncella para levantarse y decir torciendo un poco las caderas a guisa de saludo:

—Con permiso de usted, señorita.

En cuanto salió de aquella situación angustiosa, su faz sanguínea se dilató y volvió a aparecer en ella la sonrisa de benevolencia universal que le servía de principal ornamento. Su llegada al grupo donde estaban Consejero, D. Martín, Osuna y otro caballero militar de Lancia fue acogida con alegría.

—Te presento—dijo D. Martín a su amigo forastero, bajando la voz y echando una mirada recelosa alrededor para cerciorarse de que no le oía su mujer,—al padre Norberto, un cura que te podrá informar de todos los chamizos de la población, si deseas conocer alguno.

—¡Oh, oh! ¡D. Martín, por Dios!

—¡Atrévase usted a decir que no los conoce!

—Hombre, sí... de algunos sé... Por desgracia, necesito entrar en ellos alguna vez...

—Este señor se dedica a las jóvenes extraviadas—continuó D. Martín, dirigiéndose a su compañero, que sonreía lleno de asombro.

—¡Jesús! Considere, D. Martín, que este señor no me conoce...

—Pues para que le conozca a usted hablo.

D.ª Eloisa, de lejos, echaba miradas de terror a su marido, observando la confusión de D. Norberto y la risa de los otros.

—Bueno—prosiguió el señor de las Casas, haciéndose prudente y conciliador,—yo no diré, D. Norberto, que usted vaya con mala idea a esas casas de perdición; pero lo que sostendré siempre es que les está usted prestando un gran servicio: está usted haciendo su agosto.

—¿Cómo, cómo?—preguntó asustado el clérigo.

—Pues muy sencillo; ayudando a que se eleve el precio de la mercancía. Recuerde el ejemplo de Carmen la zapatillera...

Ésta era una muchacha a quien el P. Norberto había conseguido sacar de una casa de prostitución y llevar a un convento. Al cabo de algún tiempo se salió y volvió a la mala vida. Tornó D. Norberto a persuadirla al arrepentimiento, y otra vez ella se vino del asilo y se entregó al vicio.

—¿Y qué tiene que ver?...

—Voy a explicárselo, padre, voy a explicárselo... Atiendan ustedes... Cuando usted catequizó a Carmen, no me negará que la mercancía estaba bastante depreciada ya...

—¡Yo no sé! ¡Qué cosas tiene usted, D. Martín!—exclamó el clérigo azorado.

—Me consta, padre, me consta. Pues bien, después que estuvo un año por allá y engordó un poco en el convento y volvió rodeada de cierta aureola de honradez, el precio se elevó notablemente. Vuelve usted a llevársela cuando ya estaba un poco estropeadilla y la demanda había mermado hasta un punto que hacía temer por la bucólica, y ahora que viene otra vez gordita y santificada, se cotiza de nuevo como en sus mejores tiempos.

—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Vaya todo por Dios!—exclamó el clérigo tapándose los oídos, pero sin enfadarse.—No sea usted tan malo, D. Martín.

D.ª Eloisa, que bien advertía lo que estaba pasando, se levantó al fin de la silla y vino hacia ellos, preguntando con mal humor:

—¿No juegan hoy al tresillo?

—Vamos allá, vamos allá—respondió su marido, sofocando la risa que le fluía del cuerpo, como a los demás.

Sentáronse Consejero, D. Norberto y él a la mesa, y no tardaron en abstraerse de todos los ruidos mundanales bajo la influencia fascinadora de la espada, la mala y el basto. Poco después Consejero rechinaba los dientes y se tiraba cruelmente del bigote, encontrándose dos veces seguidas con el tres de bastos, su enemigo personal. Hacía ya muchos años que se tenían declarada una guerra a muerte. Cada vez que le venía a las manos, Consejero se crispaba, juraba sordamente como un carretero. El tres de bastos, malintencionado y socarrón como ningún otro naipe, gozaba al parecer con verle irritado, y se colaba bonitamente siempre que podía en el montoncillo que le repartían. No sólo en la tertulia, sino en toda la villa era conocida esta antipatía. Algunos, con ciertas precauciones por supuesto, porque D. Romualdo se disparaba fácilmente, le embromaban con ella. En cierta ocasión, pescando con caña detrás de la iglesia, sacó en el anzuelo un naipe que resultó ser el tres de bastos. No le cupo duda de que lo habían tirado allí con intención, pero no dijo palabra para que no se rieran.

Mientras tanto Osuna había ido a frotarse un poco contra D.ª Eloisa. Entre todas las damas que asistían a aquella tertulia no había más que dos gordas, D.ª Teodora y D.ª Eloisa. Estaba también en buenas carnes D.ª Rita, pero era blanda, amarilla. Las demás «escocia pura,» como él llamaba a las flacas, aludiendo al bacalao. Así que no tenía fin el desprecio que nuestro jorobado profesaba a aquella sociedad degenerada y exhausta de tejido adiposo. Sólo iba por allí a buscar a su hija, o cuando materialmente no sabía dónde refugiarse. D.ª Eloisa miraba con benevolencia (como lo miraba todo la buena señora) aquella pasión que el monstruo parecía sentir hacia ella. Cuando se le acercaba demasiado, separábase dulcemente, sin extinguirse por eso su sonrisa bondadosa. En cambio D.ª Teodora le tenía un gran miedo, verdadero terror. Lo mismo era aproximarse Osuna, que ya estaba la casta jamona sofocada, inquieta, un color se le iba y otro se le venía. Pero era tal la vergüenza que sentía, que no hubiera declarado a su mismo padre las insinuaciones del sucio contrahecho. ¡Qué diferencia entre este indecente y el sereno, majestuoso y romántico D. Juan Casanova! Ni con D. Peregrín podía comparársele, con ser éste, en concepto de la madura doncella, un sujeto mucho más voluptuoso y terrestre.

D. Peregrín había llegado, según costumbre, de los últimos. Y si la tertulia no advirtió en la mayor estridencia de sus bufidos nasales, en su parpadear infinitamente más solemne y en la grave manera de poner una pierna sobre otra y echarse hacia atrás que algo importante, importantísimo, tenía que comunicar, fue que no quiso advertirlo. Aguardó pacientemente, como todos los hombres seguros del éxito, a que hubiese una pausa, y cuando llegó, profirió con su voz gangosa, penetrante, encarándose con el ama de la casa:

—¿A que no sabe usted a quién acabo de ver entrar en casa de su hermano, en compañía del excusador?

A Obdulia le dio un salto tan recio el corazón, que pensó caer al suelo. Los demás, incluso D.ª Eloisa, alzaron la cabeza con curiosidad.

—¿Quién era?

—Su cuñada Joaquina—gritó más que dijo el ex-gobernador interino de Tarragona, como si anunciara el juicio final.

Profundo estupor en toda la tertulia.

—¡Mi cuñada!—exclamó.

—Su misma cuñada—confirmó D. Peregrín con trompeteo horrísono.

—¡No puede ser!—dijo D.ª Eloisa.

—¡No puede ser!—exclamó su marido, suspendiendo el juego.

—¡No puede ser!—repitió D.ª Serafina Barrado.

El ex-gobernador de Tarragona dejó escapar por la nariz algunos resoplidos fragorosos, como una locomotora que desaloja el vapor sobrante, y repuso:

—¿Creen ustedes, señores, que no tengo ojos en la cara?

Esta pregunta trascendental, acompañada del adecuado fruncimiento de cejas, produjo bastante impresión entre los interruptores.

—Bien pudo usted haberse equivocado—dijo el inválido.

—¡Es tan fácil!—exclamó D.ª Eloisa.

—La he visto como les veo a ustedes ahora, a tres pasos de distancia. Venía yo de hablar con el sacristán para la cuestión del aniversario de mi señor padre, cuando al embocar la calle del Cuadrante veo al P. Gil con una señora que me pareció forastera. Quise saber quién era, y me detuve un poco cerca del farol, ocultándome detrás del quicio de una puerta. Era Joaquinita, sin duda alguna. Esperé un poco y los seguí con la vista hasta que entraron en casa de Montesinos.

—Pero ¿usted la conoce bien?—preguntó el P. Narciso.

—Lo mismo que a usted.

—Peregrín, debes tener presente que no le has hecho más que una visita en Madrid, y por la noche, según me has dicho—apuntó tímidamente D. Juan.

El ex-gobernador arrojó a su hermano una mirada de indecible desprecio.

—Juan, no metas la pata.

—Peregrín, no sé por qué...

—¡Juan!...

—¡Peregrín!...

—¡Que no la metas! ¡Que no la metas! A esa señora la he visto después de visitarla otra porción de veces en la calle, y la he saludado. Por lo tanto, me veo en la triste necesidad de manifestarte que lo que acabas de decir es una impertinencia. Cuando he asegurado que conocía a esa señora, es porque la conocía. Yo no hablo nunca a humo de pajas. Si fuera un hombre ligero y sin fundamento, no hubiera podido ocupar las posiciones que he ocupado. Sírvate de gobierno.

—Ahora que me acuerdo—dijo Cándida,—hoy he visto apearse de la diligencia a una señora rubia con un traje muy elegante.

D. Peregrín alzó los hombros con un gesto de profundo desdén, como si quisiera decir: «¿A qué viene usted en mi apoyo para contrarrestar los absurdos de este necio?»

Aquel dato y aquel gesto concluyeron de aniquilar a D. Juan, cuyo rostro expresó el abatimiento. Pero D.ª Teodora, con sus grandes ojos serenos, le clavó una mirada tan afectuosa que las facciones del caballero, contraídas por la pesadumbre, se fueron dilatando gradualmente, y una plácida sonrisa melancólica concluyó por esfumarse en sus labios. La frente de D. Peregrín, en cambio, quedó surcada instantáneamente por una porción de arrugas. La innegable superioridad que tenía sobre su hermano, ¿de qué le servía? Cuanto mejor la demostraba delante de la fresca jamona, tanto más se inclinaba ésta a favor de él. Razón tenía el juez de primera instancia de Tarragona cuando le decía que la mujer era un tejido de contradicciones.

Obdulia sintió que una alegría intensa, infinita, le entraba a chorros dentro del alma. Su cuerpo, enervado, incapaz de movimiento, adquirió súbito la ligereza de un pájaro. Quería salir prontamente de aquella estancia y surcar los aires y cantar su gozo. Cualquiera podría observar el cambio operado en ella. Al mutismo obstinado en que yacía sucedió una locuacidad extrema, una charla animada, insustancial, entreverada de carcajadas extrañas en que se placía, desahogando la emoción que la embargaba, estirando sus nervios encogidos. Ni sabía bien lo que estaba diciendo, ni D.ª Filomena, con quien platicaba, se enteraba tampoco, atenta a contemplar la faz inteligente del P. Narciso y gozar del brillo de sus humoradas. Al poco rato sintió la garganta seca y calor inusitado en las mejillas. El caballero de Lancia, que allí estaba, hizo la observación, que se apresuró a comunicar a Osuna, de que su hija tenía los ojos muy negros y brillantes, y que le sentaban muy bien las rosetas encarnadas que el calor le había sacado en el rostro.

La noticia había producido sensación en todos. Pocos eran los que conocían allí a la esposa de Montesinos, aunque nadie ignoraba los incidentes del drama conyugal que había retraído al mayorazgo a Peñascosa. Pero lo que en los extraños era pura curiosidad, en la buena de doña Eloisa se ofreció, como es lógico, con la apariencia de viva y honda emoción. Quiso desde luego salir a saber lo que pasaba en casa de su hermano, quiso después que fuese su marido, quiso enviar un criado. A todo se opuso D. Martín que, viendo las cosas con más frialdad, comprendía que cualquier paso de éstos en aquel instante era inoportuno. La conversación se animó extremadamente, hasta el punto de que los tresillistas suspendieron el juego y tomaron parte en ella. Los comentarios que se hicieron, infinitos. Se forjaron mil hipótesis sobre el caso. Unos opinaban que la esposa, arrepentida, venía a pedir perdón a su marido, otros que hacía el viaje tan sólo para reclamar de él alimentos, otros que su intento era entablar la demanda para formalizar el divorcio, otros que el marido la había llamado, no pudiendo desterrar de su corazón el amor que la profesaba (la mayoría del elemento femenino se inclinaba a esta suposición), otros que el P. Gil, motu proprio, había escrito a D.ª Joaquinita y había preparado la escena, a fin de que D. Álvaro la perdonase, otros que había persuadido a éste a que la llamase a Peñascosa. Ni faltaba tampoco quien supusiera que D. Álvaro y su esposa hacía tiempo que mantenían correspondencia, y que era ella quien resistía venir a visitarle hasta la hora presente.

—De todos modos, lo que no ofrece duda es que el P. Gil tiene una intervención muy principal en el asunto, y a él le pertenece la gloria de la reconciliación—dijo gravemente D. Narciso.

—Si la hay—repuso Consejero.

—La habrá—replicó el capellán.—La habrá, y aquí D. Martín tendrá quizá el gusto pronto de ver un sobrinito que le distraerá con sus travesuras y sus gracias.

D. Martín, a quien su alma de héroe no le quitaba de tener muchísimas ganas a la herencia del cuñado, cuya salud era endeble, arrugó las narices y murmuró groseramente:

—Me tiene sin cuidado.

—No lo creo; no puedo creerlo, D. Martín. A usted no puede menos de alegrarle que la noble casa de Montesinos no se extinga, que haya quien lleve honrosamente este apellido... Luego ha de parecer bien aquella casa tan grande con unos cuantos chicos que la alegren con sus risas y sus gritos. La obra del padre Gil es de las más meritorias que ha llevado a cabo, y eso que las ha hecho muy buenas.

Obdulia le clavó una mirada colérica; pero templándose súbito, repuso con sonrisa inocente:

—Usted no tiene nada que envidiarle, don Narciso. ¿Quién no recuerda en la villa los muchos matrimonios que por su mediación están hoy bien avenidos? Sin ir más lejos, todo el mundo sabe que D. Feliciano quería muy poco a D.ª Nieves... y ya ve usted, hoy están como dos pichones.

Este D. Feliciano era el marido que, según se decía en secreto, había roto una pierna al P. Narciso arrojándole por las escaleras.

Los circunstantes se miraron con inquietud. Hubo un silencio embarazoso. Consejero soltó la carcajada, y exclamó, poniendo una carta sobre la mesa, como si se refiriese al juego:

—¡Anda, vuelva usted por otra!

Todos comprendieron que se dirigía al padre Narciso, y esto aumentó la inquietud. El clérigo se puso colorado y murmuró:

—Gracias, gracias. Todos tenemos obligación...

—Usted va más allá de la obligación, padre... Muchas veces lo que usted hace es pura devoción—replicó la hija de Osuna con encantadora sencillez.

—¡Arrea!—volvió a exclamar Consejero, con la vista fija en las cartas.

—¿Qué es eso, D. Romualdo?—preguntó riendo D. Norberto.—¿Le ha tocado el tres de bastos?

—Sí, señor; pero me consuela que hay palos para todos.

—Pues yo no tengo ninguno—replicó el cándido presbítero.

—¡Otro los recibirá!

—Hacemos todos lo que podemos; pero no cabe duda que unos pueden más que otros. El P. Gil es un santo, es un apóstol de los primeros tiempos de la Iglesia. Ninguno de nosotros tiene la presunción de competir con él en celo ni en sabiduría—manifestó D. Joaquín, viniendo en socorro de su amigo, con una risita venenosa que haría saltar una piedra.

—En sabiduría puede que tenga usted razón, D. Joaquín—replicó vivamente Obdulia;—pero en celo, me parece que está usted en un error. Es usted demasiado modesto... No es por adularle, pero tratándose de celo, yo creo que es usted tan celoso como el primero, ¿verdad, doña Serafina?

Un gruñido de todo punto extraño se escapó en aquel momento de la garganta de Consejero, al cual siguió inmediatamente un violento golpe de tos que le dejó sin respiración por algunos segundos. D. Joaquín también sintió cierto picor en la garganta, que le obligó a toser volviendo la cabeza. D.ª Serafina no contestó a la pregunta, porque se distrajo hablando con D.ª Eloisa.

La conversación cambió de rumbo, como si tácitamente todos convinieran en que aquél era peligroso. Poco después cesó de ser general, y volvieron a formarse los grupitos de costumbre. D. Martín estaba malhumorado y disputaba a cada jugada. D.ª Eloisa hablaba tranquilamente del caso. Ninguno, por estupendo que fuese, conseguía alterar el sistema nervioso de la buena señora. Su interlocutora D.ª Serafina seguía dirigiendo frecuentes miraditas y sonrisas a su capellán; pero éste se había puesto repentinamente serio, cejijunto. Una nube de tristeza pasó también por la bella alma apasionada de la respetable viuda, y sus miradas comenzaron a ser tímidas, inquietas, llenas de muda reconvención.

Sonó la campanilla de la puerta. Nadie lo advirtió mas que el ama de la casa y Obdulia, cuyo rostro se cubrió de palidez. Clavó los ojos en la puerta con espanto, como si por ella fuese a entrar un aparecido: sus nervios se pusieron en tensión bajo una misteriosa influencia magnética. Un minuto después alzose la cortina y apareció la esbelta figura del P. Gil.

Todos los ojos se volvieron hacia él con expresión de curiosidad. La noticia de la llegada de Joaquinita los tenía sobresaltados: se anhelaba saber lo que había pasado. Pero antes de que nadie hablase ni el sacerdote diera paso alguno por la sala, Obdulia se levantó de la silla, avanzó precipitadamente a su encuentro y se dejó caer de rodillas a sus pies. Al mismo tiempo le tomó una mano y comenzó a imprimir en ella vivos y fuertes besos, mientras bañaban sus mejillas las lágrimas y le rompían el pecho los sollozos. El P. Gil quiso arrancarse a aquellas demostraciones, pero no pudo. La arrepentida doncella le tenía sujeto con las manos crispadas. Turbado hasta lo indecible, no supo decir más que...

—Obdulia, ¡cálmese usted... ¡Cálmese usted! ¡Cálmese usted, por Dios! ¡Levántese usted!... ¡Levántese usted, por Dios!...

Su faz blanca, nacarada, estaba cubierta de vivo rubor. Un soplo de emoción delicada y mística corrió por toda la tertulia. Algunas jóvenes también se ruborizaron. Los clérigos se miraron unos a otros. Consejero, después de echar una mirada socarrona de absoluta indiferencia al grupo, convirtió de nuevo la vista a los naipes y murmuró:

—¡El Redentor y la Magdalena!

Pero Obdulia soltó al fin la mano del sacerdote y cayó al suelo, presa de un violento ataque de nervios. Entonces todas las señoras se precipitaron hacia ella y le prodigaron los cuidados de costumbre. Porque escenas semejantes e idénticos ataques se producían a menudo en aquella tertulia de vírgenes nerviosas y viudas místicas. Salieron a relucir los pomos, los frascos de antiespasmódico. Un olor penetrante de éter se esparció en seguida por la estancia.

VIII

«La distinción entre las llamadas naturaleza orgánica e inorgánica es completamente arbitraria. La fuerza vital, como vulgarmente se la concibe, es una quimera. La materia en que reside la vida nada tiene de especial. No existe en los cuerpos orgánicos ningún elemento fundamental que no se encuentre ya en la naturaleza inorgánica: la sola cosa especial es el movimiento de esta materia. La vida no es más que un modo particular más complicado de la mecánica: una porción de la materia total pasa de tiempo en tiempo de su curso habitual a otras combinaciones químicas y orgánicas; después que ha permanecido en ellas un cierto período vuelve al movimiento general.»

El P. Gil leía con profunda emoción estas y otras análogas proposiciones en un libro que había sacado de la biblioteca de D. Álvaro. Después que hizo un auto de fe con los libros históricos de éste, referentes a los orígenes del cristianismo, estuvo mucho tiempo sin tomar siquiera en las manos ningún otro de su biblioteca. Continuaba visitando al mayorazgo de vez en cuando, pero huía de toda conversación metafísica. La salud de D. Álvaro empeoraba a ojos vistas desde la llegada y súbita partida de su esposa. Su tristeza, su estado miserable le inspiraban cada día más compasión. El horror que antes sentía hacia él había desaparecido. Por encima de las diferencias religiosas y filosóficas, de la oposición de inteligencia y carácter asomaba briosamente el amor a la humanidad que latía en el corazón profundamente cristiano del joven sacerdote. D. Álvaro era un hermano que padecía. Ante esta consideración, todas las demás ceden en las almas donde ha soplado el espíritu del sublime Nazareno. Pero D. Álvaro tampoco era el malvado diabólico, que se había representado en los primeros días que le conoció. A ratos lo parecía. Un demonio hablaba y reía por su boca en ocasiones, maldiciendo de Dios y de los hombres. En otras, sin embargo, mostrábase dulce, afectuoso, compasivo, y hablaba con tal inocencia que parecía estar oyendo a un niño. Aunque se defendiese contra ella, el P. Gil no podía menos de sentir cada día más afición a este desgraciado.

Una mañana departían los dos en el gabinete de la torre que servía de despacho y biblioteca. D. Álvaro había pasado toda la noche tosiendo. Estaba fatigado, molido. Al cabo de un rato cerró los ojos y se quedó traspuesto en la butaca. El P. Gil ni creyó bueno el despertarle para despedirse, ni se atrevió a marcharse sin hacerlo. En esta incertidumbre, se puso a hojear algunos libros que andaban esparcidos sobre la mesa. Tropezaron sus ojos con uno de geografía, y leyó distraídamente algunos párrafos. Al cabo la lectura logró interesarle. El autor describía pintorescamente algunas comarcas desconocidas y ciertos fenómenos de la mar muy curiosos. La instrucción del P. Gil en las ciencias naturales era limitadísima. En el seminario de Lancia ocupaban éstas un lugar muy secundario: apenas si se les exigía a los alumnos algunas nociones insignificantes de física, química e historia natural. Además, siempre les había profesado cierto desprecio inculcado por el rector su maestro; el desprecio que los ascetas sienten hacia todo lo que se relaciona con la materia. Así que tales descripciones le cogían de nuevas. El libro era célebre en el mundo científico; había oído hablar de él; pero nunca cayera en sus manos hasta entonces. Titulábase Cosmos; su autor, Alejandro Humboldt. Cuando D. Álvaro abrió los ojos al fin y le vio enfrascado en la lectura, le preguntó sonriendo:

—¿Le interesa a usted ese libro, padre?

—Muchísimo.

—Pues lléveselo usted... Llévese usted el primer tomo, que ése es el segundo.

Y levantándose y sacándolo de uno de los armarios, se lo presentó al sacerdote. Este vaciló en tomarlo.

—¿Está condenado por la Iglesia?

—No lo creo—replicó sonriendo el hidalgo.—Es un libro puramente expositivo, sin intención alguna polémica.

En esta confianza se llevó a su casa el tomo primero y se puso con afán a leerlo. Comenzaba con una descripción elocuentísima del mundo sideral, del panorama de las grandezas celestes. El autor desenvolvía con pluma vigorosa el mecanismo inmenso de los cuerpos que giran en el espacio. Ante su vista asombrada pasaron mundos tras mundos, sistemas tras sistemas en la sucesión sin fin de los universos estrellados, globos inmensos volando en rápido torbellino sobre sí mismos, lanzados a toda velocidad en los desiertos del vacío. ¡Qué velocidad, eterno Dios! Una bala de cañón es una tortuga en comparación con ellos. Estos globos, millares y millones de veces más grandes que nuestra tierra, caminan centenares de miles de leguas por día. Bajo la acción irresistible de fuerzas colosales, misteriosas, son arrebatados por el espacio con la rapidez del relámpago. Y todos ellos son mundos donde palpita la vida con eterna y maravillosa fecundidad: en la combinación misma de sus movimientos hallan la renovación de su juventud y belleza: son otros tantos soles que esparcen y trasmiten como el nuestro a otras tierras que los acompañan su luz y su vida. En ellos también se alzan las montañas hermosas coronadas de nieve, también suspira el viento en los bosques y se retratan sus paisajes en los lagos silenciosos; también se despliega en su superficie la inmensidad de los océanos, agitados, turbulentos unas veces, otras serenos, iluminados por los resplandores de la luz crepuscular; también se sufre, también se goza, también se lucha, también se ama... Y todas estas moradas del espacio navegan al través del océano celeste sin temor a los escollos, a los choques o a las tempestades, sostenidos y guiados por una fuerza invisible que jamás se equivoca. Más allá de esos millares de astros, que percibimos a simple vista, hay cien millones que percibimos con el telescopio; más allá de esos cien millones hay otros millones de millones más, que recorren la inmensidad con celeridades aterradoras. Eso que nos aparece como un poco de polvo blanco, como leve imperceptible vapor, es una nebulosa: millones de soles tan grandes y mayores que el nuestro la forman, escoltados por una legión de planetas y satélites que respiran y beben su aliento. Y esta nebulosa no es más que una provincia del éter. Más allá hay otras, y otras, hasta el infinito.

Ante esos movimientos inconcebibles que arrastran por los desiertos infinitos a millares y millares de soles; ante esa colosal catarata, esa lluvia de estrellas que rueda sin cesar por los abismos del espacio; ante esas órbitas inconmensurables; ante esas distancias y velocidades donde la imaginación se pierde, descritas con la firmeza de un sabio y el fuego de un poeta por el barón de Humboldt, el joven presbítero se sintió acometido de un vértigo. Sujetose las sienes con las manos y estuvo largo rato con los ojos cerrados. Al abrirlos, percibió las mejillas húmedas. Algunas lágrimas se habían deslizado entre sus pestañas.

Una melancolía profunda invadió su alma. ¿Por qué? ¿Todas aquellas maravillas no pregonaban la grandeza del Creador? Sin duda; mas a pesar de esto, el desconsuelo le ahogaba, como el hombre que repentinamente se ve perdido enmedio del océano. Estaba acostumbrado a medir su insignificancia en el orden moral, su maldad y perversión comparadas con la bondad infinita de Dios. Pero nunca había visto de modo tan evidente lo ínfimo y microscópico de su naturaleza. La tierra que habitamos le pareció un pobre globo ridículo navegando por el espacio sin ser notado ni sentido de nadie. Las guerras, las grandes catástrofes y trasformaciones históricas que en ella se efectúan, cosas tan despreciables y risibles como las luchas de los seres que habitan una gota de agua. Y lo que era peor, Jesucristo, cuya figura, aun en sus momentos de duda, se le aparecía elevada siempre y majestuosa, se presentaba ahora a su imaginación como un grano de polvo; la historia de la Redención, tan insignificante como la caída de una hoja.

Quiso penetrar más en el estudio de la Naturaleza. Después del Cosmos leyó otra porción de libros de astronomía, de física, de geología. Poco a poco se acostumbró a ver en los fenómenos naturales el resultado de la actividad de las fuerzas inherentes a la materia. El mundo pudo haberse formado, sin la intervención de una Inteligencia, por la sola acción de las leyes naturales. La antigua idea de un Arquitecto inteligente, de un inspirador personal de los instintos se fue debilitando en su espíritu. Y cuando menos lo imaginaba comenzó a dudar de la existencia de un Dios personal separado del Universo. El acto de la creación lo encontraba inconcebible, absurdo. En todas partes veía la acción de una fuerza constante que opera según leyes fatales, no la de un Dios que puede obrar por capricho, cuya voluntad es capaz de contrarrestar estas leyes.

La idea era aterradora. El P. Gil hacía esfuerzos desesperados por arrojarla de su cerebro, aunque inútilmente. Cayó de nuevo en aquel estado angustioso de duda en que le dejaran los libros de exegesis bíblica, mucho más angustioso y miserable porque se veía lanzado en pleno materialismo, lejos de la idea de Dios y de la inmortalidad. Luchaba bravamente procurando representarse a todas horas las verdades sublimes de la religión, la idea de un Dios padre de las almas, arquitecto y director del Universo, a quien ofenden nuestros pecados, a quien ablandan nuestras súplicas y nuestras lágrimas; se agarraba con toda su alma a estas firmes doctrinas; estaba un día entero unido con fervoroso anhelo a ellas; pero cuando más descuidado se hallaba, un pensamiento impío, fatal, caía en su cerebro y lo volvía todo del revés. La idea del Dios personal separado del Universo le parecía un absurdo, porque Dios no sería entonces infinito, pues que estaba limitado por el mundo; la creencia de que nuestras oraciones pueden alterar el curso de las leyes naturales, un cuento de viejas para engañar a los niños; la religión, en conjunto, una serie de mitos, más o menos ingeniosos y bellos, creados por la fantasía viva, pero infantil aún de los hombres. Cuando esto le pasaba, el P. Gil se mesaba los cabellos y se mordía las manos; metía la frente por la almohada, a ver si lograba paralizar su pensamiento. Se horrorizaba de sí mismo.

Después del lamentable suceso que privó a D. Miguel de licencias para confesar y decir misa, quedó él al frente de la parroquia. Y aunque poco después se rehabilitó al párroco, el obispo no quiso que apacentase otra vez las ovejas de Peñascosa. No le privó del curato (que esto no podía hacerlo), pero le puso un coadjutor para desempeñarlo. Se encomendó este cargo interinamente al P. Gil, en espera del nombramiento definitivo. Todo el peso y la responsabilidad de la cura de almas de Peñascosa vino a recaer, pues, sobre nuestro presbítero en los momentos en que más necesitaba él que curasen la suya, lacerada por la duda. El trabajo de velar por los intereses de la religión, de mantener viva en aquel pueblo la antorcha de la fe, que era para él antes un manantial de puros goces, se le hizo molestísimo, odioso; se convirtió en un tormento. ¿Con qué derecho subía a la cátedra del Espíritu Santo a exponer la divina palabra, o escuchaba en el confesonario los pecados del creyente, o elevaba en el altar la sagrada Hostia, él, que dudaba si las palabras del Evangelio fueron o no pronunciadas por Jesús, si la confesión auricular era ley divina o una institución creada en interés de la hierocracia, si el sacramento de la Eucaristía encerraba una verdad sublime o era una reminiscencia de los símbolos y misterios de las religiones del Oriente?

Muchas tardes, agobiado por sus pensamientos, salía de casa y recorría a paso largo las orillas solitarias de la mar. La brisa le refrescaba las sienes, la vista del océano calmaba la fiebre de su cerebro. Sentábase en un peñasco batido por las olas, y permanecía horas enteras con los ojos extáticos clavados en el horizonte. La belleza imponente de aquel espectáculo no lograba cautivarle. Ni el clamor de las olas, ni su cambiante manto de ópalo y plata y zafiro, ni los hermosos celajes abrasados por los rayos del sol moribundo serenaban jamás por completo su frente. La misma arruga dolorosa la cruzaba siempre, la misma fatal interrogación se leía constantemente en ella. ¿En esta agitación eterna de las aguas hay algo más que una fuerza ciega empujando los átomos unos contra otros? ¿La luz hermosa que reverbera en el horizonte es algo más que una vibración de la materia? Ese pájaro que hiende los aires y se precipita en el agua para atrapar un desdichado pez y devorarlo, ¿qué misterio guarda dentro de su organismo? ¿Yo mismo soy otra cosa más que una expresión individual de la fuerza que anima a todos los seres del Universo?

Pero cuando estos pensamientos, horribles siempre, le apretaban como las cuerdas de un potro, se le hacían irresistibles, era cuando le acometían al tiempo de ejercer alguna función de su sagrado ministerio. Si al celebrar el santo sacrificio de la misa o dar la absolución a un penitente cruzaba por su espíritu una de estas ideas negras, sentía la misma impresión que si le atenazasen el cerebro con un hierro candente, le asaltaba una congoja que le dejaba paralizado. Pensaba morirse. Lo deseaba ardientemente por librarse de aquel suplicio.

Un día le avisaron para llevar el Viático a un caserío próximo a la villa. Como era preciso caminar algún tiempo a campo traviesa, fue sin campanilla ni convocar a los fieles. Salió solo con el sacristán, la bolsa de los corporales colgada al cuello y en ella la Sagrada Forma. El camino ceñía a trechos la orilla de la mar. Fascinado como siempre por la inmensidad del océano, distrajo su atención del misterio inefable que llevaba sobre su pecho, dejó de balbucir oraciones y entregó su pensamiento a las mismas meditaciones que noche y día le embargaban hacía tiempo. Los rayos del sol desparramados sobre los cristales del agua le impulsaron a considerar la acción suprema, omnipotente de este astro sobre la vida terrestre. Él es quien la ha creado, quien la sostiene, quien la renueva. La flor le debe su perfume, la fiera su agilidad y su instinto sanguinario, nuestra alma sus impresiones más dulces o terribles. El sol es el padre de todo, del amor y del odio. Consideró después que la vida no es más que un dinamismo inmenso en cuyo seno se trasforman las fuerzas formidables de la física y de la química. Todos los seres de la tierra, hombres, animales, plantas, están íntimamente ligados. La vida de todos ellos es una misma, y esta vida universal no es otra cosa que un incesante cambio de materias. Un movimiento universal arrastra a los átomos, como a los mundos. Mil ondulaciones se entrecruzan en la atmósfera, mil fuerzas se combinan, el calor y la luz, la afinidad y el magnetismo se unen en los misterios del mundo vegetal y mineral. Todos los seres están constituidos de las mismas moléculas, que pasan sucesiva e indiferentemente de uno a otro, de modo que nada les pertenece en propiedad. Nuestro cuerpo se renueva de tal modo que al cabo de cierto tiempo no poseemos ya un solo gramo del cuerpo material que poseíamos antes. Este movimiento de renovación se opera en cada uno de los animales, en cada una de las plantas. Los millones de seres que habitan la superficie del globo viven en mutuo cambio de organismos. La molécula de oxígeno que ahora respiro fue ayer respirada por uno de estos árboles que bordan el camino. La molécula de carbono que arde en uno de estos montoncitos de hoja seca que sirven para abonar la tierra, quizá haya ardido ayer en los pulmones de un héroe. Quizá en una de esas conchas de ostras que yacen adheridas a estas peñas se esconda el fósforo que formaba las fibras más preciosas del cerebro de Jesucristo...

Sintió dentro de su ser algo que se desgarra y cae. Había olvidado por completo que llevaba consigo el cuerpo divino del Redentor. Le pareció una cosa tan extraña, tan fuera de la realidad eterna que veía y palpaba, que imaginó estar soñando. Y sin saber de qué antro oscuro de su ser venían, le acometieron unas ganas feroces, impías, de soltar la carcajada. ¿Qué comedia era aquélla? Un poco de harina amasada y tostada ayer por el ama de D. Miguel se trasformó por arte mágico en la persona de Jesucristo, un ser que desapareció de entre los vivos hace diez y nueve siglos. ¿Esas leyes soberanas, sublimes de la Naturaleza, quedarán violadas porque unos cuantos insectos de este microscópico planeta reunidos en concilio lo decreten? Separó los ojos del mar y los fijó en el sacristán, que corría delante silbando a su perro, que se escapaba detrás de unas gallinas. ¡Qué reverencia la de aquel hombre, llevando a su lado al Dios de los cielos, al Creador de todas las cosas! Y la carcajada subía del pecho cada vez con más ímpetu, llegaba a la garganta, tocaba en los labios, estaba a punto de estallar. Un extraño temblor le hizo dar diente con diente; sintió la frente bañada por un sudor frío; se le turbó repentinamente la vista, y cayó al suelo sin conocimiento. Cuando lo recobró, estaba en brazos del sacristán y dos o tres labriegos que por allí andaban. Le habían bañado la cara con agua fría, le abrieron la sotana y le quitaron el alzacuello. Uno le echaba el humo del cigarro a la nariz. La bolsa de los corporales con el cuerpo del divino Redentor yacía sobre la paredilla de un prado. El P. Gil se apresuró a recogerla, se la colgó de nuevo al cuello, y después de orar un instante hincado de rodillas, siguió su camino sin separar los ojos del suelo.

IX

Su confesor, hasta que le retiraron las licencias, había sido D. Miguel. Se confesaban mutuamente, como acontece entre los clérigos. Con él fue con quien comunicó primero sus dudas. El viejo cabecilla quedó más sorprendido que escandalizado de ellas. Le parecían cosa tan insustancial que no merecía la pena de fijar mucho tiempo la atención. Los dogmas eran para él como las leyes físicas de la gravedad, la impenetrabilidad, etc. Se contaba con ellos sin pensar en su existencia. Todo el drama conmovedor de la pasión y muerte de Jesús lo miraba el párroco de Peñascosa en el fondo como una especie de romanticismo que sirve de acompañamiento obligado a la verdadera religión. Ésta consistía en la misa, los responsos, el rezo del día, el rosario, la abstinencia de carne en los días de vigilia, y sobre todo en los derechos parroquiales, que tal vez juzgaba simultáneos con el acto de la Creación. No se paraba, pues, en analizar y desvanecer las dudas de su excusador. «Anda adelante.—No hagas caso.—¡Pataratadas!—Déjate estar.—¡Otra te pego!—¿Cómo no había de resucitar al tercero día, majadero? ¿No ves que lo dice San Juan y San Mateo y San Marcos?» Éstos eran los consuelos que ordinariamente le prodigaba.

Nuestro sacerdote unas veces se entristecía con ellos, pero otras se confortaba pensando que no debía de estar tan condenado y maldito cuando D. Miguel tomaba sus terribles dudas con tanta calma. Cuando a éste le retiraron las licencias no tuvo más remedio que buscar otro confesor. Convencido de la hostilidad con que le miraban D. Narciso, D. Melchor y D. Joaquín, no quiso desahogar con ninguno de ellos su conciencia, aunque bien sabía que en el tribunal de la penitencia nada tienen que hacer las simpatías o las antipatías. Fue a dar con un joven capellán, más joven aún que él, recién llegado del seminario. Era hijo de un carpintero de la villa, tan tímido y encogido que apenas sabía saludar, feliz de verse elevado sobre su antigua condición, tributando un respeto sin límites a todas las grandezas del cielo y a todas las pequeñeces de la tierra. Éste quedó vivamente impresionado con la confesión del P. Gil, y desde luego trató de convencerle de que todo aquello venía del demonio y que no había otro remedio más que ponerle la cruz y darse buenas disciplinas, rezar y ayunar mucho. Por espíritu de humildad y obediencia, el excusador hizo lo que su confesor le mandaba, secretamente persuadido, sin embargo, de que no adelantaría nada. Ya antes había intentado estos medios, sin resultado. Las dudas seguían atormentándole; se le ofrecían cada vez más crueles, más imponentes. El tímido capellán pasaba un rato muy amargo cada vez que le confesaba; temblaba y se azoraba como si le sucediese una desgracia: tanto padecía y tales temores le asaltaban, no se sabe de qué, que poco a poco fue excusándose de oírle en confesión y concluyó por negarse en absoluto.

Entonces se le ocurrió ir a ver a D. Restituto, párroco de una de las aldeas inmediatas a Peñascosa, hombre que pasaba entre sus compañeros por avisado, prudente y aficionado a los libros. Decíase que tenía una gran biblioteca y que en su juventud había hecho en Lancia ejercicios brillantísimos a una de las prebendas de la catedral, y que no se la dieron porque el obispo la tenía reservada para un sobrino. Don Restituto, herido por la injusticia se había retirado a aquel curato rural, y nunca más quiso salir de él para intentar nueva contienda. Si continuó dedicado al estudio de la teología o pagó en ella el desaire que había recibido, no se sabe con certeza. Gustábale, sí, cuando alguna fiesta o funeral le reunía con sus compañeros, mostrar erudición y excederles en ingenio y sutileza para defender cualquier proposición; pero los curas de las parroquias inmediatas todos eran moralistas, esto es, ninguno había estudiado la carrera lata de teología más que él. Pocas gracias que los arrollase en las disputas de sobremesa. Por lo demás, D. Restituto llevaba tanta labranza y estaba tan interesado en ella, que no debía de tener mucho tiempo, ni humor tampoco, para profundizar en la Dogmática ni en la Patrología.

Nuestro acongojado presbítero salió una tarde, después de comer, y encaminó sus pasos hacia la aldea donde moraba el teólogo. Le conocía bastante, pero no le trataba con intimidad. Estaba apartada la aldea como media legua. El camino era vario y pintoresco: callejas estrechas con altos setos de zarzal, trozos de bosque, vereditas entre maizales y senderos al través de los prados. A la entrada de una garganta, sobre una vega de maíz y teniendo detrás algunas praderas deliciosas, estaba asentado el principal caserío de la parroquia. La iglesia y la casa rectoral estaban un buen trecho más allá, en una angostura sombría y húmeda. Todo dormía en el silencio más completo cuando el joven sacerdote llegó. Las gallinas picoteaban en la calle delante de la casa; un gato rabón se lavaba la cara sentado sobre la paredilla de la huerta, y un mastín desorejado dormía de bruces sobre la tabla del hórreo vecino de la casa. Este mastín fue el encargado de romper la paz de aquel paraje, alzándose iracundo contra el advenedizo, ladrando con un grito ronco, apagado, testimonio de su decrepitud. El P. Gil detuvo el paso, y comenzó a decir en tono dulce y persuasivo:

—¡Toma, toma! ¡Quis, quis!

¡Que si quieres! El mastín, viendo al recién llegado achicarse, se creció horriblemente. ¡Guau, guau! gritó, buscando el registro más feroz y amenazador que pudo hallar en su pecho. Al mismo tiempo clavaba una mirada de exterminio en el presbítero y avanzaba, aunque con cierta cautela, hacia él. Éste, aterrado por aquellos ladridos salvajes, dio tres o cuatro pasos atrás y extendió el brazo con el paraguas, que traía para quitarse el sol, hacia adelante. «¡Paraguas! El recurso de los cobardes,» debió pensar el mastín. Y se encrespó de tal modo ante aquel ultraje, que no lo hubiera pasado bien el clérigo a no salir a la puerta una vieja chillando:

—¡Cuco! ¡Cuco! ¡Aquí, Cuco! ¡Fuera, Cuco! ¡Maldito perro! ¡Aquí!... ¡Aquí! ¡Ven aquí!

El perro vaciló un instante, dejó de ladrar y mostró bastante claramente la resolución de volverse otra vez a dormir como si no hubiera pasado nada; pero la vieja no se dio por satisfecha; exigía un acto de sumisión.

—¡Aquí, Cuco! ¡Aquí, ahora mismo!

El Cuco bajó la cabeza humildemente y emprendió hacia ella una marcha lenta, penosísima, como si el camino estuviera erizado de peligros.

—¡Aquí! ¡Venga usted aquí!

«Me trata de usted, ¡malísimo!» se dijo el perro, a quien no hacían efecto las pompas y vanidades. Y avanzó con mayores precauciones aún, asegurando bien la pezuña a cada paso que daba, meneando el rabo de un modo vertiginoso.

—¡Aquí! ¡Aquí!—seguía gritando la vieja.

Por fin, a una velocidad máxima de seis pasos por minuto, llegó el Cuco a su destino. La vieja le cogió por la parte de oreja que le quedaba y dio tres o cuatro tirones con fuerza. El perro lanzó un aullido de dolor. Luego le cogió por la otra, y otros tantos tirones. Mayor y más triste aullido aún. Cumplidos sus deberes con la justicia de la tierra, el mastín se retrajo de nuevo hacia la tabla del hórreo, no sin lanzar por lo bajo algunas imprecaciones y blasfemias. Esta escena se repetía unas cuantas veces al día, siempre que alguna persona sospechosa, como ahora, llegaba con propósitos hostiles a la rectoral. El Cuco deploraba en su fuero interno que no le hubieran rapado mejor las orejas.

—Buenas tardes, D. Gil—dijo la vieja, cambiando súbito la expresión colérica por otra sonriente, melosísima, dando muestras de que le conocía.

El P. Gil, a quien no sucedía otro tanto, respondió muy cortésmente y preguntó por D. Restituto.

—El señor cura debe de estar hacia el establo. Pase usted, D. Gil. Iré a llamarlo.

—No hay necesidad: yo mismo iré a buscarlo. ¿El establo está aquí?...

—Sí, señor; aquí detrás de la casa.

Dio la vuelta a toda ella el sacerdote, subió algunos pasos por una calleja sucia, y se encontró con una misérrima fábrica hecha de piedras del río sin labrar apenas, con una puerta desvencijada. Estaba cerrada, y a nadie vio por allí delante. Iba a dejar aquel sitio y volverse a la casa, cuando detrás del establo oyó ruido de voces. Fuese hacia allá, y halló, en efecto, a don Restituto, sorprendiéndose no poco del traje y la situación en que se le apareció.

El anciano cura vestía unos calzones anchos de pana, remendados, como los que gastan los paisanos por aquella tierra; traía en los pies almadreñas con escarpines de paño burdo, chaqueta lustrosa por el uso, y camisa de lienzo hilado por el ama, sin alzacuello ni cosa que lo valga. Era el traje de un labrador, sin quitar ni poner nada. Pero lo que hacía verdaderamente peregrino y estrafalario el atavío es que en la cabeza traía un bonete viejo y grasiento.

El P. Gil quedó asombrado de aquella figura, y más asombrado, cuando advirtió la ocupación a que el párroco se entregaba. Estaba, con una rodilla hincada en tierra, desollando un becerro. Le ayudaba en la operación el criado. Tenían al animal extendido entre los dos, la mayor parte de él en carne viva ya. Volvió la cabeza D. Restituto al sentir pasos, y hallándose con su joven compañero, se puso en pie y vino hacia él con las manos ensangrentadas empuñando un enorme cuchillo.

—¿Qué milagro es éste, amigo? ¡El futuro cura de Peñascosa se digna hacernos una visita!... Mira, no te doy la mano, porque ya ves cómo la tengo. Bien de salud, ¿verdad?... Por aquí tampoco hay novedad.

D. Restituto trataba de tú, familiarmente, a todos los clérigos más jóvenes que él desde la primera entrevista. Cuando Gil le hubo explicado el motivo de su viaje, mostró cierta extrañeza, pero se apresuró a responderle:

—Bueno, bueno. Yo voy a concluir en seguida. Vete a casa, y espérame.

Pero el joven manifestó deseos de ir a la iglesia.

—¿A la iglesia?—dijo sorprendido. Entre ellos era costumbre confesarse en casa.—Está bien. No hay inconveniente. Pide al ama la llave, y espérame allí. No tardaré.

¡Pluguiera a Dios que hubiese tardado más! Y sobre todo, pluguiérale que hubiera tenido tiempo a lavarse bien. Porque el teólogo despedía de sí un vaho de matadero que derribaba. Mientras duró la confesión, y duró bastante, el P. Gil apenas pudo pensar en otra cosa. Sentíase asfixiado por aquel olor nauseabundo; acudíanle unas congojas y sudores que estuvieron a punto varias veces de privarle del sentido. Don Restituto sintió verdadera satisfacción en poder sacar a relucir su antigua batería de proposiciones teológicas. A cada duda que su atribulado penitente le ofrecía, contestaba victoriosamente con un texto latino. Como el veterano descuelga con gozo sus armas a la señal de guerra, así el viejo opositor a la lectoralía de Lancia descolgó de su memoria los textos enmohecidos ya de Perronne y de Balmes. ¿Cómo dudar de la inmortalidad del alma, cuando ésta es una cosa simple, y las cosas simples no pueden descomponerse? ¿Quién se atreve a imaginar que la Iglesia católica puede algún día perecer, cuando están ahí sangrando las palabras de Jesucristo: «Las puertas del infierno no prevalecerán (non prœvalebunt?)» ¿Cómo se ha de dar más crédito a la palabra de los hombres que a la de Dios? Pues qué, ¿la Divina Sabiduría no ha dicho: «Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio a la verdad?» Y este testimonio ¿no está bien claro y bien patente en las obras visibles que exceden al poder natural, por ejemplo, en la curación de los enfermos, en la resurrección de los muertos y en otros admirables milagros llevados a cabo por Nuestro Señor Jesucristo y por los Santos Apóstoles?

El P. Gil recibió la absolución, prometiendo no ser más demente ni idiota; así juzgaba don Restituto al que dudaba de las verdades reveladas por angélico ministerio. Poco después de besar aquella mano no bien purgada de la sangre del becerro, y cuando se hubo levantado para rezar ante un altar la penitencia, nuestro presbítero se sintió indispuesto. Tuvo que salir inmediatamente de la iglesia, acometido de violentas náuseas. En el pórtico devolvió toda la comida. Llevole a casa el cura, y quiso curarle con una taza de salvia, remedio supremo que empleaba contra todas las dolencias que afligen al género humano; pero su joven compañero, que sabía a qué atenerse sobre su enfermedad, rehusó obstinadamente toda medicación. El párroco entonces pasó a mostrarle la huerta, en la cual tenía cifrado tanto orgullo como en la profundidad de sus conocimientos teológicos. Estaba llena de árboles frutales y legumbres. No se veía una flor ni un arbusto de adorno. Desde allí pasaron a un vasto prado, donde tenía unos cuantos operarios alzando pared. D. Restituto comenzó a darles instrucciones, aprobó algunas cosas, reprobó otras, olvidándose por completo de su huésped. Uno de los operarios le participó que el molino había parado porque el hijo de Cosme había desviado el agua más arriba para secar el cauce del riachuelo y pescar las anguilas. D. Restituto se enfureció y anunció su propósito de demandar a Cosme y pedirle indemnización de daños y perjuicios. De él no se burlaba nadie; estaba resuelto a hacer que se respetase su propiedad. Desde allí se corrieron a los maizales, y el párroco mostró a su compañero con extremado gozo el estado magnífico de las plantas. El agua había venido muy a tiempo, pero más que al agua se debía a la gran cantidad de abono que había echado.

—Tú dirás: ¿dónde podrá hacer D. Restituto tanto estiércol para una tierra como ésta, de quince días de bueyes? Voy a explicártelo. Yo, aunque tengo nueve cabezas de ganado, no podría abonar ni la mitad de la tierra que llevo. ¡Aquí del intelectus! En todas las parroquias, como tú sabes bien, hay una porción de pobretes, a los cuales no es posible sacarles un cuarto ni por bautizos ni por matrimonios ni por nada. Pues bien, a estas calamidades vivientes les obligo a echar de vez en cuando delante de sus casas (vulgo pocilgas) una buena cantidad de hoja seca o tojo. Con el agua y el paso de los transeúntes y el estiércol de las reses que cruzan se convierte al cabo de algún tiempo en abono. Cuando ya está bien podrido me lo traen y voy formando montón hasta que llega el tiempo de distribuirlo por la tierra. ¿Qué tal?

Desde allí saltaron a una heredad de prado. D. Restituto, en cuanto se vio en ella, dejó escapar una risita aguda y burlona, que hizo levantar la cabeza a su joven compañero y mirarle con curiosidad.

—Este es el prado del molino de abajo... el prado del molino de abajo, ya sabrás... ¿Cómo? ¿no sabes la historia de este prado? Pues ha corrido mucho por la villa... Pertenecía a los mansos de la parroquia, y había quedado trasconejado cuando la venta de todos ellos. Yo lo llevaba, y nadie en la parroquia se atrevía a denunciarlo. Pero había aquí un tabernero rico llamado Lino (que ya reventó, a Dios gracias, el año pasado), y este Lino le tenía muchas ganas al prado. Al fin dio el soplo en la administración, guardando la mano, porque no quería ponerse mal conmigo, y lo sacaron a subasta. Dos días antes de hacerse, vino por acá el muy hipócrita y me dijo: «Señor cura, voy a hacer postura al prado del molino de abajo, pero si usted lo quiere me quedo en casa.» El tunante trataba de sonsacarme la cantidad que yo pensaba ofrecer. «No, no lo quiero; puedes rematarlo cuando gustes,» le contesté. El hombre, viendo que yo no iba al remate, y sabiendo que ningún vecino estaba en situación de tirarle, se las prometía muy felices. Y mandó a Lancia a un primo hermano suyo. Pero a éste le fui a tropezar camino de Peñascosa, y le hablé muy al caso, representándole el pecado en que incurría rematando bienes de la Iglesia, le prometí darle en arriendo el prado, y le puse cuarenta duros en la mano. ¿Qué había de hacer el hombre? Fue a Lancia, lo remató y me lo traspasó a mí acto continuo... ¡Vaya una risa que se armó en el pueblo, amigo! Lino enfermó de rabia, y en cuanto se le presentó ocasión, que fue al cabo de dos meses, viniendo de una romería, le pegó una puñalada a su primo... ¡Pero, anda, que buenos cuartos le costó la tal puñaladita! No lo hizo con diez mil reales.

Como ya el sol declinaba, después de haberle enseñado un lagar, que acababa de construir para la sidra, D. Restituto llevó de nuevo a su penitente a casa y le convidó a chocolate. Pero el excusador no se sentía aún bien. Además tenía prisa. Rehusó todo convite y emprendió el camino de Peñascosa. El cura le acompañó un buen trecho.

Fuera ya de sus fincas y comprendiendo por el continente reflexivo del excusador de Peñascosa que su ánimo seguía embargado por pensamientos serios, D. Restituto quiso volver a la carga, aunque le pareciese sobradamente demostrado que todas las dudas de su compañero no eran más que bombas de jabón, las cuales deshace con un soplo cualquiera que haya saludado siquiera la Sagrada Teología.

—Debes fijarte, querido—le decía con protección ilimitada,—que las verdades de la fe no son contrarias a la razón, sino que están sobre ella. Lo contrario de lo verdadero, ¿qué es? Lo falso, ¿no es cierto? ¿Y cómo ha de tenerse por falso lo que está divinamente confirmado? Las cosas que sabemos por revelación divina no pueden ser contrarias al conocimiento natural, porque el conocimiento natural viene también de Dios, puesto que Dios es el autor de nuestra naturaleza. Porque exceda a la razón una cosa no debe reputarse contraria a ella. Así dice San Agustín que aquello que como verdad se demuestra por los libros santos, sea del Antiguo, sea del Nuevo Testamento, de ningún modo puede serle contrario. El entendimiento humano no puede llegar, naturalmente, a conocer la existencia de Dios, supuesto que nuestra inteligencia en el modo de la presente vida comienza su conocimiento por el sentido, y por lo tanto, las cosas que no caen bajo el sentido no pueden percibirse sino en cuanto por los sentidos puede colegirse su conocimiento...

La tarde estaba fría y apacible. La campiña se extendía debajo del cielo trasparente, reflejando con tonos verdes, claros, amarillentos, los rayos del sol que se ocultaba. El mar era una mancha azul allá a lo lejos. Los dos clérigos habían atravesado ya el caserío principal, donde las mujeres, sentadas a la puerta de casa, les daban las buenas tardes y los niños acudían a besarles la mano. Estaban en la región abierta, ligeramente ondulada, que caracteriza la costa en aquel país. El P. Gil, silencioso, caminaba con la cabeza baja, levantándola de vez en cuando para enderezar su mirada vaga, perdida, hacia lo lejos, a las tierras rojas y a las rocas peladas que festonaban la orilla del mar. El sol moría despidiendo su última llamarada, que enrojecía una parte del horizonte. Y de allí venía una leve brisa helada que coloreaba los dedos y la punta de la nariz, vigorizando los músculos y produciendo cosquilleo en los ojos. La campiña se preparaba a dormir, exhalaba un suspiro de bienestar, mezcla confusa de voces y mugidos, rechinar de carros, tañido de esquilas y rumor de olas, fundido todo y armonizado en la amplitud de la llanura ilimitada. El P. Gil se esforzaba en atender a los argumentos que su anciano compañero iba vertiendo con voz profunda y solemne. Eran los mismos que había estado oyendo durante siete años en las cátedras del seminario de Lancia.

Al dejar la senda y penetrar en una callejuela estrecha vieron llegar un hato de ganado avanzando lentamente. D. Restituto atajó su discurso teológico y se llevó la mano a los ojos a guisa de pantalla.

—Son mis vacas—dijo sordamente.

Y antes que llegasen se puso a gritar al criado que las conducía:

—¿Qué tiene la Parda, que cojea?

—Debió meterse una espina.

—Pues en cuanto llegue al corral la registras bien y se la sacas, ¿entiendes?... Es la mejor vaca que tengo—añadió por lo bajo, dirigiéndose a su compañero.

Y como ya estuviera entre ellas, el cura se acercó solícito, paternal, a la Parda y comenzó a acariciarle el testuz, bajando al mismo tiempo la cabeza, para mirarle las patas.

—¡To, Parda!... ¡to! ¡to!... Espina debe de ser, porque en las patas no veo nada. Después que se la saques la lavas bien con un poco de vino y romero... Di a Teresa que te lo prepare... Nacida y criada en casa, ¿sabes tú?—prosiguió volviéndose al excusador con la fisonomía enternecida.—Me daba D. Jovino, tu feligrés, sesenta duros por ella... ¡Como si me diera ochenta! Esta alhaja no sale de casa. ¡Qué anchura de pechos, eh? ¡Qué cuarto trasero! (Y se lo acariciaba blandamente con la palma de la mano.) No da mucha leche, pero toda es manteca... Esta otra también nació en casa... ¡Quieta, Guinda, quieta!... Es más torpe que la otra... Una novilla todavía... No hace quince días que ha parido por primera vez... Ésta se deshace en leche... ¡Repara, repara que ubre! ¡No puede andar con ella!... Cada chorro suelta como el dedo... Mira, mira... ¡Quieta, Guinda!...

Y bajándose tiró de una de las tetas al animal e hizo salir dos o tres chorros de leche que humedecieron el suelo. Al mismo tiempo volvió su faz, congestionada por la posición tanto como por el gozo, hacia el joven coadjutor. Éste sonrió por complacencia, pero separó al instante la vista, no pudiendo reprimir bien la repugnancia que sentía.

Se puso de nuevo el hato en marcha y ellos también. D. Restituto cogió otra vez el hilo de su discurso.

—Ya sé que hay quien dice que por la razón no puede demostrarse que Dios es, y que esto sólo puede obtenerse por la fe y la revelación... Error crasísimo. La falsedad de esta opinión se manifiesta por el arte de la demostración, que deduce por los efectos las causas, y por el orden mismo de las ciencias, porque si no hay ninguna sustancia cognoscible fuera de lo sensible, no habrá tampoco ninguna ciencia supranatural, como se dice in quarto Metaphysicorum. Hay que distinguir lo que es conocido per se simpliciter, y lo que es conocido quoad nos. Simpliciter que Dios es por sí, es conocido...

D. Restituto tenía una memoria felicísima. Al cabo de tantos años recordaba perfectamente su Dogmática, y la recitaba vertida al castellano con el mismo énfasis que si la hubiera inventado. También la recordaba el P. Gil, porque la tenía más reciente, pero escuchaba con atención, por humildad, esforzándose en admirar la fortaleza de aquellos argumentos, en considerarlos irrefutables. El anciano teólogo se detenía a menudo, balbucía olvidando alguna demostración, pero súbito tomaba vuelo y se lanzaba vigoroso sobre las premisas, haciéndoles sudar inmediatamente las conclusiones apetecidas.

—...Todo lo que se mueve se mueve por algo. O lo que mueve es movido o no. Si no se mueve, tenemos lo que buscamos, un móvil inmóvil, y a esto llamamos Dios. Si se mueve, es por algo que le mueve, y entonces, o hay que seguir así hasta el infinito, o tenemos que llegar a algún móvil inmóvil; pero en el orden del movimiento no puede haber proceso infinito... ergo hay que suponer un primer móvil inmóvil. Probemos ahora que todo movimiento se determina por algo. Si algo se mueve a sí mismo, es necesario que tenga en sí el principio de su movimiento...

Caminaban por una senda estrecha abierta entre los maizales. El teólogo iba delante y el P. Gil detrás. Súbito aquél paró en firme el paso y la lengua. Al doblar un recodo se encontró de frente con el hijo de Cosme, que traía colgado a la espalda un cesto mediado de anguilas. Verlo el teólogo y arrojarse sobre él sin conmiseración fue todo uno.

—¡Granuja! ¡Grandísimo perro! ¿Conque eres tú el que me quitas el agua del molino? ¡Te voy a desollar vivo! ¿Es tu padre quien te enseña esas picardías? ¿Es el maestro quien te las enseña? ¡Desvergonzado, cínico!

Le tenía asido fuertemente por entrambas orejas, y a cada interrogación le daba una fuerte sacudida. El chico, comprendiendo bien que aquellos interrogantes tenían un fin puramente retórico y no debían ser contestados, limitábase a lanzar gritos de dolor inarticulados.

—¡Ven acá, pilluelo! ¡Quiero llevarte delante de tu padre! ¡A ver si me dices ahora que yo te tengo mala voluntad! ¡Has de parar en un presidio! ¡Ven aquí, ven!

Y como no era factible llevarle cogido de las dos orejas, el anciano teólogo se avino, aunque con profundo dolor, a soltar una, comunicando instantáneamente a la otra su parte de presión para que no se desperdiciase nada. En esta forma, con el rostro encendido y los ojos llameando de cólera, dio la vuelta hacia el pueblo sin despedirse de su compañero, llevando medio en suspensión al chico, que lanzaba quejidos lastimeros.

El P. Gil le contempló estupefacto hasta que le perdió de vista. Permaneció todavía unos momentos inmóvil, abstraído. Y emprendió de nuevo su camino que se acercaba cada vez más a la orilla del mar, para bajar por una rampa suave a Peñascosa. La luz desaparecía por momentos. El frío aumentaba. El océano en calma había perdido su bello color azul, cambiándolo por otro gris con reflejos acerados. De vez en cuando un soplo de viento helado hacía correr por la tersa superficie de las aguas un estremecimiento que las rizaba leve y momentáneamente, como si al mar se le pusiera carne de gallina. Y este estremecimiento se comunicaba al joven presbítero y llegaba hasta el fondo de su ser. Lo que sentía en su alma no era ni dolor, ni agitación, ni congoja; era tan sólo frío, un frío mortal que le roía los huesos. Nunca se había visto tan solo y desvalido. Sus ojos iban obstinadamente fijos en el suelo. No se atrevía a levantarlos e interrogar la inmensidad como otras veces. Estaba seguro de su respuesta y la temía.

Cuando llegó a las primeras casas del arrabal de la Gusanera había cerrado ya la noche. Al pasar por delante de una de las más pobres y sucias llamó su atención el estrépito de golpes y gritos que de adentro partía. Detuvo el paso asustado y procuró averiguar qué era aquello. Por las pequeñas ventanas iluminadas no se veía más que agitarse violentamente algunas sombras. A sus oídos llegaban, entre el confuso vocerío, algunas blasfemias que le estremecían. De pronto se abre con violencia la puerta y sale precipitadamente una masa negra, disparada por unas manos que cierran de nuevo al instante. El P. Gil reconoció en aquella masa negra a un clérigo. Se aproximó solícito y vio que era el P. Norberto, con manteos y sin sombrero.

—¡D. Norberto! ¿Qué es eso? ¿Qué le pasa?

—Hola, querido. Nada, nada... no es nada—respondió sin aturdimiento.

—Sí le pasa algo... ¿Qué le han hecho a usted en esa casa?

—Nada, nada... Vámonos que se reúne gente.

—¿Se va usted a ir sin sombrero?

—Es verdad... Voy a pedirlo... Aguarda un poco.

Pero en aquel instante salió de una de las ventanas de la casa y voló por el aire el sombrero, cayendo enmedio de la carretera, esto es, cerca de los clérigos. Al mismo tiempo una voz ruda dijo, acompañándolo de varias interjecciones:

—Toma la teja, ladrón. Si vuelves por aquí, te vas sin las orejas.

El P. Norberto se apresuró a recogerla del suelo y echó a andar.

—Pero explíqueme usted...—le dijo el coadjutor juntándose a él y haciendo esfuerzos por seguirle el paso.

—Ya te lo explicaré... Ahí más abajo.

Cuando hubieron salido de la Gusanera, salvado la plaza y entrado en la calle del Cuadrante, D. Norberto acortó un poco el paso. El excusador aprovechó la ocasión para insistir en sus preguntas.

—Vamos a ver, ¿qué le ha pasado a usted?

—Pues mira, en esa casa vive una muchacha, una niña que apenas tiene quince años, a quien su madre ha prostituido, entregándola a ese chalán que llaman Pepe el Manchego.

—¿Y usted ha ido allí a ver si la sacaba de sus garras?

—La había visto ya otras dos veces, y no parecía mal dispuesta; pero no sé quién dio soplo a ese hombre, y hoy se presentó de repente y armó un alboroto.

—¡Jesús! ¡Está usted herido!—exclamó el padre Gil, viendo correr algunas gotas de sangre por las mejillas de su compañero. Al mismo tiempo le levantó un poco el sombrero y vio que tenía un fuerte golpe en la frente, de donde partía la sangre.

—¡Pero esto es una indignidad! Vamos a dar parte en seguida al juez...

—No pienses en eso, querido... Esto no vale nada... El parte lo echaría todo a perder; se daría un escándalo, y la chica, viéndose perdida, se iría de este pueblo con el chalán. Quedándose aquí, tengo esperanzas que con un poco de maña lograré quitársela a ese diablo y reducir a la misma madre... Esto no es nada—añadió limpiándose la sangre con el pañuelo.—Lo que me duele algo más es este hombro...

—Pero ¿le ha dado a usted más golpes?

—Me ha sacudido un poco la badana—respondió riendo candorosamente.—Es cuestión de árnica y reposo... Yo creo que no me viene mal. Estaba demasiado apoltronado... Desde hace algún tiempo todos los días me convidan a callos... Voy engordando demasiado, ¿no te parece?

Despidiose el P. Gil a la puerta de su casa y siguió caminando con pie más ligero hacia la suya. Parecía como si le hubiesen aliviado de la carga que le abrumaba. Sintió suavizarse la honda melancolía que le había oprimido todo el camino, y corrió por su ser una dulce inexplicable vibración de bienestar.

Después de interrogar a la naturaleza muda, después de consultar a la teología decrépita, el soplo de Jesús había pasado al fin por su alma y la había refrescado.

X

Dos meses después, el P. Gil descansaba sentado en su pobre sillón de gutapercha. El trabajo de todos aquellos días, sobre todo del último, le había rendido. Era un trabajo puramente material, donde su espíritu, atribulado por nefandos y horribles pensamientos, se complacía; buscaba un calmante para la agitación interior que le atormentaba. Tratábase de festejar la colocación de la primera piedra del nuevo templo con una gran función religiosa y profana. La erección de este templo había sido desde largos años el sueño dorado de los piadosos vecinos de Peñascosa. Siempre había tropezado con obstáculos insuperables. El dinero por una parte, por otra la corta voluntad del párroco, que oponía sorda resistencia al proyecto, le habían hecho fracasar constantemente. Pero al encargarse Gil de la parroquia tomó este asunto con calor; convocó a los vecinos más ricos de la villa y abrió una suscrición, que dio buen resultado; logró que el ayuntamiento otorgase una crecida subvención; fue a Lancia e interesó al prelado y a varios próceres, que le prometieron su concurso. En fin, después de muchas vueltas y sudores, la nueva iglesia era un hecho. La primera piedra debía de colocarse el día 24 de Enero, con asistencia del prelado, el gobernador, varias dignidades del cabildo catedral de Lancia y muchas personas notables de la provincia. Estábamos a 23. El peso de los preparativos había caído sobre los hombros del P. Gil, quien, ayudado de las personas de buena voluntad que se prestaron a ello, organizó no sólo la fiesta religiosa, sino también alguna parte de la profana, la iluminación, los fuegos y la ceremonia de la primera piedra.

En aquellos últimos días no había tenido tiempo a pensar. Había sido menos desgraciado. Pero sus fuerzas estaban agotadas con tanta menuda y enfadosa ocupación, y gozaba con voluptuosidad de un corto momento de reposo, en espera del trajín del día siguiente. Caíansele ya blandamente los párpados, cuando se abrió la puerta con violencia, haciéndole dar un brinco en la butaca. Aturdido por la sorpresa, con los ojos desmesuradamente abiertos, vio a Obdulia que penetraba como un huracán y se dirigía a él con la fisonomía alterada, mostrando en ella agitación y cólera.

—¿Sabe usted lo que pasa, padre?—le preguntó sin saludarle.

El coadjutor no respondió, interrogando sólo con la vista.

—Pues acabo de saber que le han birlado a usted el cargo de coadjutor... Se lo han dado a D. Narciso.

—¿Nada más?—preguntó sorprendido aún el presbítero.

—¿Y le parece a usted poco?—exclamó con ímpetu.—Después de lo que usted ha trabajado en este pueblo, después de haberlo puesto todo en orden, después de haber logrado que se edificara la iglesia... Porque a usted exclusivamente se debe... todo el mundo lo sabe... ¡Quitarle lo que le pertenece y darle la plaza a un D. Narciso!... ¡Es una infamia! ¡es un asco!... ¡Qué bien han manejado la intriga esos envidiosos! ¡Ya me parecía a mí que tanto viaje a Lancia algo significaba!... Por supuesto que yo bien sé quién le ha ayudado... ¡ya lo creo que lo sé! D.ª Filomena es prima hermana del gobernador de Madrid, y por ahí viene la cosa... ¿Y qué diremos del señor obispo que, sabiendo los servicios que usted ha prestado a la religión en este pueblo, se presta a servir de juguete a una vieja verde? ¡Qué indignidad! ¿No le dije bien a tiempo que no se durmiera en las pajas?... ¡Ah, qué infamia tan grande! ¡Qué infamia! ¡Qué reteinfamia!

Hablaba atropellándose, con las mejillas encendidas, vibrando por los ojos rayos de ira, agitando las manos temblorosas, moviendo todo su esbelto cuerpo como si estuviera sujeto a una fuerte corriente eléctrica. El P. Gil la contemplaba estupefacto. Por fin, aprovechando un instante de vacilación, antes que de nuevo tomara vuelo y lanzara otra sarta de denuestos, la atajó diciendo:

—Agradezco a usted mucho, hija mía, el interés que me manifiesta en esta que usted cree injusticia que se me hace, y que no lo es. Yo no he deseado nunca ese cargo ni he hecho nada por merecerlo. La persona a quien se encomienda, si es cierto lo que usted me dice, me parece dignísima y me lleva, entre otras muchas ventajas, la de la antigüedad. Pero sobre todo, aunque en efecto se cometiera conmigo una injusticia, ¿a qué viene esa alteración? ¿A qué vienen esos insultos a personas respetables por cuya cabeza no habrá pasado la idea de hacerme daño alguno?

Obdulia se puso fuertemente colorada y dijo balbuciendo:

—Porque usted es un santo... sí... porque usted es un santo.

—¡Qué santo!—exclamo el clérigo alzando la mano con impaciencia.

—Sí; porque usted es un santo y mira todas estas cosas desde la altura en que se encuentra... Pero es una injusticia, padre; ¡es una villanía!—añadió volviendo a exaltarse.—Usted es demasiado bueno para vivir entre esta gente... y le sacrifican como un cordero... ¡Si fuera yo!... ¿Cree usted que no me apena verle a usted humillado, verle pisoteado por esos peleles que no sirven para limpiarle los zapatos?... ¿No es triste que otro recoja el premio de sus afanes?... A usted no le importará nada, padre, pero yo no podré, sin que me arda toda la sangre del cuerpo, verle a usted de excusador, de simple ayudante de ese... de ese farfantón.

Se dejó caer en una silla y comenzó a sollozar; pero levantándose súbito, prosiguió, dando patadas de rabia en el suelo, agitando frente a la puerta los puños cerrados, con una voz concentrada y áspera que daba miedo:

—¡Pillos! ¡Infames! ¡Herejes! ¿Creéis que os ha de salir bien la cuenta? Pues no os saldrá, porque hay un Dios en el cielo... y porque estoy yo además sobre la tierra, que os he de dar todavía alguna guerra... ¡Vaya si os la daré!... ¡Ya veréis de lo que es capaz una pobre mujer!... No os reiréis, no... Ya veréis cómo me arreglo para echar una gotita de hiel en vuestro plato de crema, para que no os relamáis, ¡puercos!...

Concluyó por sentirse mal. Fue necesario que el P. Gil llamase a D.ª Josefa y le mandase traer una taza de tila con gotas de azahar.

A las nueve de la noche aún no habían concluido de adornar la iglesia las señoritas y los obreros que las secundaban. La velada se prolongó sabrosamente para todas aquellas almas piadosas que servían a su Amo Divino en tales pequeños menesteres con una espontánea alegría precursora de la que habrán de sentir en el cielo cuando, trasformadas en ángeles, rodeen cantando el trono del Altísimo. Aquí una cortina que tape la suciedad de la pared, allí una araña, más allá un jarrón con flores, todo discutido larga y calurosamente antes de ser colocado en su sitio. Las que más se distinguían en la obra de ornamentación eran D.ª Marciala y Marcelina, la primera por su actividad frenética, la segunda por su gusto y habilidad. Presidía los trabajos el P. Gil, como coadjutor interino, pero la mayor parte de las damas atendían ya más a las indicaciones del P. Narciso. La noticia de su triunfo había volado por todo Peñascosa, y las señoras, con su inclinación nativa a todo lo que brilla y alcanza éxito lisonjero en el mundo, comenzaban a sentir de nuevo cierta ternura por él. En los grupos que se formaban por los rincones del templo cuchicheábase dirigiéndole miradas furtivas, acogíanse todas sus palabras con mirada benévola y sumisa, se le colmaba de atenciones. Mientras tanto, D.ª Filomena, procurando ocultarse detrás de todas, gozaba en lo profundo de su corazón de aquel fausto suceso, que a ella sola se debía, acariciaba a su director con una mirada húmeda y suave donde se pintaba la ternura, el secreto y la sumisión. Obdulia se había retirado temprano, no pudiendo soportar tanta asquerosa adulación y el abandono de su amado confesor. Además Marcelina le había dirigido una pulla, y aunque había contestado con otra más sangrienta, que en esto nunca se había quedado atrás, tenía miedo a enfermar de ira.

No todo era bienandanza, sin embargo, para los futuros querubes de la corte celestial. Don Miguel, el terrible párroco, turbaba de mil modos, a cual más grosero, la paz de su corazón, ora echando una cortina al suelo bajo pretexto de que le tapaba alguna imagen, bien trasladando los jarrones de flores adonde se le antojaba, o deteniendo a los recadistas y empleándolos en otros menesteres, etc., etc. Ninguna censura o mandato episcopal podía debilitar la energía del feroz cabecilla ni hacerle doblar la cerviz. Él era el cura propio de Peñascosa y ninguna potestad de la tierra, ni la del mismo Pontífice, podía privarle de este carácter. Que le pusieran coadjutor. Bueno, él se reía del coadjutor, y si se torcía un poco, le alumbraba un par de coscorrones para que anduviera derecho. Felizmente para todos, el P. Gil era la mansedumbre personificada, y le dejaba pasar con cuanto quería, con tal que no tocase directamente a la cura de almas, y esto último no era, como ya sabemos, la especialidad de D. Miguel. Pero las damas protestaban sordamente contra su tiranía y esperaban con anhelo que D. Narciso empuñara con más brío las riendas de la parroquia.

—¡Holgazanazas! ¡Pendonas! Mejor estabais en vuestras casas espumando el puchero o recosiendo calcetas... ¡Lástima de vara de fresno! Si yo fuera marido o padre vuestro, ya os diría lo que era candonguear a todas horas por la iglesia...

Estos y otros requiebros semejantes eran los que el cura murmuraba por los rincones de la iglesia en tono bastante alto para que pudieran oírle. Y claro está, todas aquellas rosas místicas, oyéndolas, se estremecían en sus cálices y se plegaban tímidamente. Susurrábanse al oído amargas quejas, mas no osaban producirlas en voz alta. D. Miguel era muy capaz de echarlas de la iglesia a coces. No teniendo ocasión de hacerlo, el párroco aliviaba su corazón administrando un par de ellas en el trasero a cualquier monaguillo que tropezaba en su camino.

Mientras esto sucedía en la iglesia, una muchedumbre inmensa se agolpaba a las puertas del Ágora, donde su digno presidente, D. Gaspar de Silva, estaba ensayando a dos docenas de jóvenes artesanas un himno de su invención (música del director de la banda municipal) para cantar durante el banquete del teatro. Y las voces argentinas del coro salían a intervalos por las ventanas de la casa, despertando en la multitud un entusiasmo sin límites, que estallaba en aplausos y en hurras. De tal manera que al cabo de algún tiempo varios dignísimos vecinos, de oficio pescadores, pidieron a gritos que se presentase D. Gaspar a la ventana para tributarle los honores merecidos. El gran poeta no tuvo más remedio que ceder a esta exigencia de la multitud, que le recibió con palmoteo atronador y fuertes vivas. La silueta angulosa del vate se destacó en el hueco de la ventana, y pudo verse claramente que se llevó repetidas veces la mano al sitio del corazón, con lo cual el entusiasmo de la muchedumbre se convirtió en verdadero delirio.

Un viento de regocijo, de pura y fervorosa alegría soplaba por el vecindario de la noble villa. Habían deseado siempre un templo más digno y más capaz, pero no se daban cuenta cabal de la importancia que esto tenía. Sólo cuando supieron positivamente que iba a alzarse uno en la plaza, de mayores dimensiones que todos los de Sarrió, sintieron removidas hasta las últimas fibras de su patriotismo. No hubo grande ni pequeño que no repitiese con frenesí: «Cuarenta y cinco cincuenta de largo, treinta veinticinco de ancho. La iglesia mayor de Sarrió no tiene más que cuarenta por veintiocho cincuenta.» Estaban reservadas aún al corazón de los beneméritos peñascos otra porción de alegrías inefables. El pavimento del nuevo templo no sería de baldosa común, como el de Sarrió, sino de azulejos; los altares vendrían tallados de Italia, los cristales de Londres; el altar mayor sería todo de mármol. Cada uno de estos pormenores, repetidos de boca en boca, les hacía derramar lágrimas de ternura.

En la plaza y sitio que había de ocupar el nuevo templo se había levantado un cadalso para las autoridades, los próceres del pueblo y las damas. Desde este cadalso, el obispo colocaría la primera piedra, que ya pendía de unos cordones de seda, perfectamente preparada. En el teatro no cesaba el martilleo para colocar la mesa del banquete, guirnaldas y trofeos. Sobre cada uno de los pesebres, llamados palcos, colocaron dos banderas nacionales cruzadas; una guirnalda de laurel las iba enlazando todas graciosamente. Fue idea de D. Peregrín Casanova, que también había presidido un banquete en el teatro de Tarragona en los quince días que gobernó aquella provincia. Por último, en el Campo de los Desmayos estaban ya tendidos los alambres para la iluminación, si bien no pendían de ellos aún los faroles. Esto se dejaba para lo último, por miedo a la lluvia.

No había cuidado. El día 24 amaneció sereno. Unas cuantas nubecillas impertinentes, que se amontonaban del lado de tierra, fueron barridas muy pronto por la brisa del Nordeste, con gran regocijo y aplauso de todas las personas sensatas de la población. El mar se rizaba blandamente sonriendo a la privilegiada villa, y el sol asomaba majestuosamente su disco por detrás de las olas, dispuesto a dar gusto siquiera una vez en su vida a los honrados peñascos. Porque desde tiempo inmemorial se sabía que apenas se preparaba una fiesta en Peñascosa, el sol tomaba las de Villadiego y dejaba que las nubes diesen buena cuenta de ella. Cuatro docenas de cohetes de dinamita, capaces de estremecer a los muertos en sus tumbas, anunciaron su salida. La murga municipal saludó al astro del día tocando por las calles la famosa polka de los paraguas. Después se situó en el Campo de los Desmayos, rodeada de un enjambre de chiquillos, y ejecutó algunas piezas de ópera. El mar, batiendo suavemente en las peñas, le servía de contrabajo. Hasta que a eso de las nueve se fue hacia la plaza tocando un paso doble, y desde allí salió por la carretera de Lancia a esperar al prelado, al gobernador y a las personas que los acompañaban.

No tardaron en llegar en seis coches que con el estrépito de sus ruedas estremecieron de júbilo la villa. Una nube de cohetes estalló en el aire. Los viajeros fueron acogidos en la plaza con inmensa gritería. Todo peñasco en uso de sus extremidades abdominales salió del domicilio en aquella sazón, para regocijar la vista con el espectáculo de la bella comitiva. El obispo era un hombre alto, gordo, con el pelo blanco y la faz redonda, de luna llena, adornada de gafas. El gobernador un hombrecillo enteco, pálido, de ojos hundidos. Vestía de gran uniforme y cruzaba su pecho la banda de Isabel la Católica. Igualmente las personas que los acompañaban lucían cruces, uniformes y condecoraciones. Detrás de ellos marchaba el piquete de carabineros. Al ver desfilar aquel lúcido y esplendoroso cortejo, la fantasía, siempre propensa a la exaltación, de los patriotas peñascos, se arrebató de un modo inexplicable. El orgullo de haber nacido en aquel pueblo privilegiado les embriagó como nunca. Por un instante creyeron estar en la capital de un gran imperio, que los ojos de todo el mundo civilizado estaban fijos en Peñascosa. Irresistible debía de ser esta embriaguez cuando a persona tan grave y calificada como D. Juan Casanova se le subió a la cabeza hasta hacerle caminar delante de la comitiva con el sombrero en la mano, gesticulando y hablando solo como un loco. «¡Cuándo habíamos de pensar—exclamaba agitando el sombrero!—¡Cuándo habíamos de pensar que se reunieran en nuestra villa tantas notabilidades, tantas personas eminentes del clero, de la administración y de la milicia! ¡Alegraos, vecinos de Peñascosa! ¡Alegraos! Para nosotros comienza la era de la justicia. Esta pobre villa, tan postergada ¡ya sabéis por quien!... esta pobre villa, tan postergada, levanta al fin la cabeza y dirá al mundo entero lo que vale... eso es... lo que vale. Si hemos sido esclavos hasta ahora de otro pueblo que no vale lo que el nuestro, ya hemos roto nuestras cadenas. ¡Salid a los balcones, bellas peñascas! ¡Salid a los balcones y arrojad flores sobre nuestros ilustres huéspedes! ¡Salid! ¡Salid!»

D. Juan Casanova había ganado mucho en emoción, en calor, durante esta tirada. La voz salía temblorosa, ronca. Pero la imparcialidad nos obliga a confesar que había perdido algo de su majestad característica. Por lo menos aquellos movimientos descompasados de hombros y cabeza eran inexcusables en un hombre tan elevado física y moralmente. Los chicos que iban a la par le miraban con asombro, y las bellas peñascas, evocadas por él, si no arrojaban flores, sonreían desde los balcones al verle tan descompuesto, mostrando unas hileras de dientes como nunca veréis en Sarrió, yo os lo juro.

Después de tomar un refrigerio en las Consistoriales y descansar un poco, la comitiva se restituyó a la plaza, donde se efectuó con una solemnidad capaz de hacer derramar lágrimas al ateo más empedernido el acto de colocar la primera piedra de la nueva casa de Dios. Uno de los que más bullían y mangoneaban por allí era D. José María el boticario, el antiguo suscritor de El Motín y corifeo de los masones, dando claro testimonio de que para Dios no hay imposibles, y que nadie puede decir que está por completo dejado de su mano. Después el gobernador dirigió desde el tablado la palabra al pueblo, y aunque su discurso no llegó a más de tres o cuatro metros de distancia, el pueblo comprendió en seguida con admirable instinto que rebosaba de elocuencia y se entusiasmó de un modo frenético. Centenares de boinas de todos colores surcaron el aire en prueba del efecto mágico que entre ellas había producido la oración de la primera autoridad civil de la provincia. Los cohetes y la murga municipal secundaron esta gloriosa manifestación de las boinas. Una muchedumbre inmensa de blusas azules y pantalones rayados se agitó conmovida, embargada por los más nobles sentimientos religiosos y humanitarios.

Acto continuo se trasladaron todos a la antigua iglesia parroquial para cantar el Te Deum en acción de gracias. El templo, adornado como ya sabemos por lo más selecto de la sociedad femenina de Peñascosa, estaba deslumbrante de lentejuelas, arañas y cirios. El día anterior había llegado una exigua orquesta de Lancia, compuesta de dos violines, una viola, un violoncello y un contrabajo, y con ella tres o cuatro cantores de la catedral. Los músicos se situaron en el coro, el obispo y el clero en el presbiterio. Don Miguel, el tozudo párroco, no quiso revestirse con los sagrados ornamentos, bajo pretexto de sus achaques, y se fue al coro con la orquesta. El prelado dijo una breve y sentida plática desde el púlpito. Tenía una hermosa voz de barítono que hizo vibrar las cuerdas más delicadas del corazón de todas las rosas místicas de la villa. El brillo del pectoral de diamantes y de los cristales de sus gafas daba mayor realce y un poder mágico a su palabra sonora, dulce, persuasiva.

Cantose después el Te Deum. Los tiples y los bajos de la catedral de Lancia hicieron prodigiosos gorgoritos, que dejaron asombrados a los buenos peñascos. La diminuta orquesta les secundó perfectamente; Pero he aquí que a D. Miguel se le antoja mirar con malos ojos al pobre contrabajo, tan sólo porque no pasaba el arco sobre las cuerda más que de vez en cuando. El párroco estaba de rodillas y tenía delante y vuelto de espaldas al músico. Mirábale de hito en hito y cada vez con mayor excitación. El músico cumplía con su deber rozando las cuerdas parsimoniosamente, produciendo un sonido sordo y antipático. A D. Miguel le parecía aquello el colmo de la estupidez y la holgazanería. Venir de Lancia con un buen sueldo y el viaje gratis para hacer unas cuantas veces ron, ron con aquel trasto, era cosa verdaderamente irritante. La ola de la indignación fue subiendo en su pecho. Mil pensamientos de exterminio se le amontonaron en el cerebro mientras su mirada torva y siniestra permanecía clavada en las espaldas del infeliz contrabajo, bien ajeno por cierto de los sentimientos sanguinarios que en aquel momento inspiraba su inofensiva persona. Al fin, habiendo dejado escapar un acorde más áspero y estridente que los otros, el viejo párroco no pudo aguantar más, y levantándose vivamente, se fue hacia él y le encajó una patada en los riñones que le hizo caer de bruces. Allá fueron el músico y su violón rodando con estrépito. Al ruido levantaron la cabeza todos los fieles. Satisfecha su justicia, D. Miguel se volvió al sitio que ocupaba antes. Cuando el desdichado músico vino a preguntarle por qué había hecho aquello, respondió que él no quería gorrones en la iglesia y que hiciese el favor de marcharse con su armatoste más lejos, porque no daba palabra de contenerse.

Concluido el Te Deum, volvieron, como es lógico, a restallar en el aire otras cuantas docenas de cohetes de dinamita. Los simpáticos hijos de la Pepaina, Chola y Lorito, estuvieron a punto de perecer, víctimas de su arrojo, al apoderarse de uno que aún no había chasqueado. D. Miguel, cuando supo que se habían quemado la cara y las manos, manifestó, de acuerdo con todos los Santos Padres, que creía en la intervención directa de la Providencia en las cosas humanas.

Poco después dio comienzo el banquete en el teatro. Exceptuando el obispo y sus familiares, todos los huéspedes de Lancia asistieron a él. Eran más de cien los comensales, que ocupaban tres mesas paralelas, situadas en el recinto de las butacas. En el escenario se colocó el coro de muchachas ensayadas en el Ágora por D. Gaspar de Silva y el director de la murga municipal. Los palcos estaban ocupados por cuanto de elegante, aristocrático y exquisito guardaba Peñascosa en su seno. Apenas sirvieron la sopa, se dejó oír el himno de D. Gaspar. Comenzaba por una especie de recitado de notas lúgubres, prolongadas, ejecutado por un tenorete, ebanista de oficio. Decía, si no recordamos mal:

«Peñascosa, triste ayer,
Hoy venturosa,
Sacude la apatía en que vivió,
Y se lanza al progreso entusiasmaaaada
Y se laaaanza al progreso con ardor.»

Después de esta tirada, sombría como un lamento, que el tenor cantó con todo el énfasis de que es susceptible un ebanista en casos semejantes, las doncellas arremetieron vigorosamente con el alegro.

«El pueblo animoso
Y lleno de esperanza
A gozaaaaar se lanza
Con mágico ardor.»

Este himno de corte clásico, y que bien puede compararse, sin desmerecer, con los más inspirados de los sacerdotes salios, en el caso de que conociésemos alguno, despertó inmediatamente en los comensales y en el público mil ideas de progreso indefinido y perfectibilidad. Por un momento todos aquellos espíritus elevados vivieron dos siglos más adelante y vieron con los ojos del alma una Peñascosa ideal cuajada de fábricas y cervecerías. ¡Poder maravilloso de la poesía! Se aplaudió furiosamente con las manos y con las cucharillas. Y aunque algún personaje de espíritu ligero y afeminado manifestó por lo bajo que lo que él aplaudía eran los ojos negros y los dientes blancos de las peñascas, tenemos la certeza de que la mayoría supo apreciar perfectamente la intención pura y el clasicismo del himno del vate de Peñascosa. La prueba de ello es que cuando se escuchó en una de las pesebreras la voz de: «¡Que salga el autor!», en todas las demás se pusieron a gritar lo mismo, y los convidados expresaron con la boca llena idéntico deseo. D. Gaspar salió al fin al escenario y avanzó, doblado como un arco, hasta el borde del tablado. Después, haciendo un esfuerzo sobre sus callos, se volvió prontamente y fue a recoger del foro al autor de la música, un hombrecillo regordete, que se presentó con los pelos tiesos como un aparecido. El público rompió a aplaudir calurosamente al verlos cogidos de la mano. D. Gaspar apuntaba para el director de la murga como diciendo: «A éste se debe todo.» El director de la murga apuntaba para D. Gaspar, manifestando por mímica: «El triunfo es de este señor.» Por último, en la imposibilidad de expresar de un modo más plástico la profunda admiración que el uno sentía por el otro y la perfecta compenetración de sus espíritus entusiastas, se abrazaron en medio del escenario y permanecieron unidos bastante tiempo.

No sabemos qué influencia misteriosa, mágica puede ejercer sobre un concurso el acto de abrazarse dos individuos del mismo sexo; pero siempre que lo hemos visto declaramos que produjo el mismo efecto sorprendente. El público se levanta electrizado, grita, aplaude, saca el pañuelo, gesticula con violencia y hasta hay señoras que derraman lágrimas. ¿Por qué? No nos lo preguntéis. Creemos que la ciencia no se encuentra todavía en estado de dar una explicación satisfactoria a este enigma. Aquello fue un vértigo, un delirio; más de diez minutos duró el estrépito, mientras Euterpe y Talía permanecieron estrechamente abrazadas. Cuando empezó a sosegarse el tumulto se oyó uno voz que dijo: «¡Que se besen!» Al parecer, quien lanzó este grito fue un periodista de Lancia. Si se trataba de una broma, la verdad es que tenía bien poca gracia. Burlarse en aquel acto solemne donde se festejaba la regeneración moral y material de Peñascosa, era una insolencia, y como decía muy bien D. Juan Casanova, «no daba buena idea de la cultura de la prensa de Lancia.» No se besaron, pues, aunque D. Gaspar mostró ciertas tendencias a hacerlo, aproximando demasiadamente sus narices color violeta al rostro del aparecido; pero éste lo retiró, dando pruebas de prudencia, pues se hablaba en términos muy graves por Peñascosa de las narices de D. Gaspar.

Terminado el himno, comenzó de nuevo y se repitió indefinidamente hasta los postres. El gobernador volvió a dirigir la palabra al público. A unos gobernadores les da por destituir ayuntamientos, a otros por llevarse los colchones que les pone la Diputación provincial. A éste le daba por la elocuencia. Le contestó D. Peregrín Casanova, y tuvo ocasión de llamarle «mi distinguido compañero» y aludir a los altos deberes que impone el gobierno de una provincia, «que él había tratado de cumplir en otro tiempo en la medida de sus débiles fuerzas.» Habló también D. José María el boticario, abogando por el fomento de la religión como «elemento de progreso» (le quedaban ciertas frasecillas del tiempo en que era librepensador) y como «freno para los apetitos bastardos.» Habló don José el estanquero; habló D. Remigio Flórez, el fabricante de conservas alimenticias; habló el director de El Porvenir de Lancia (que hacía pocos días se había batido a sable con D. Rosendo Belinchón, director de El Faro de Sarrió). Y habló otra vez el gobernador. Un redactor de El Joven Sarriense trató de pronunciar algunas palabras, pero le interrumpieron con algunos murmullos desde los palcos, y se sentó muy desabrido. Por último, D. Gaspar de Silva avanzó por el escenario con un papel en la mano. «¡Silencio! ¡Chis, chis!... ¡Que se callen!—¡Silencio! ¡Fuera!—¡Chis, chis!» En medio de un silencio religioso, el famoso vate de Peñascosa comenzó a leer con voz dramática una Oda a la Religión. Los temas sagrados no eran su especialidad. Había preferido siempre poner la lira al servicio de la libertad y de las ideas democráticas. Su mejor composición era un soneto al pacto sinalagmático bilateral. Comprendiendo, sin embargo, con profunda intuición, el sublime destino que el cielo le había designado, cantaba, como los vates y semidioses de la antigüedad, todo lo que se ofrecía a su vista, la paz y la guerra, la democracia y los señoríos, la religión y el libre pensamiento. Esta oda, que empezaba: «¡Oh dulce religión inmaculada!» era inspiradísima y fue recibida con vivas muestras de aprobación. El banquete terminó de noche cerrada.

A las seis, el sacristán y algunos empleados del municipio comenzaron a iluminar los farolillos a la veneciana del Campo de los Desmayos, de tal modo que a las ocho estaban casi todos encendidos. La velada se presentó muy alegre. En uno de los ángulos del Campo bailaban los aldeanos al son de la gaita y el tambor; en otro hacían lo propio las artesanas al compás de la banda municipal. La gente discurría por el espacio libre cada vez con menos desahogo, pues la calle del Cuadrante no cesaba de vomitar blusas azules y pañuelos de percal sobre el citado Campo. Lo más exquisito de la sociedad peñasquense se refugió en el pórtico de la iglesia, estableciendo la consabida división de castas. Organizose un paseo inmediatamente donde los forasteros de Lancia pudieran apreciar de un solo golpe de vista todo lo grande y majestuoso que encerraba Peñascosa en su seno. Allí estaba la tertulia en masa de D.ª Eloisa, y además, otra parte de la nobleza de la villa, con la cual no hemos podido poner al lector en relación. Después de haber disfrutado por largo rato del placer de verse, como los inmortales en el Olimpo, aislados y encima del resto de los seres de la creación, aquella sociedad hizo irrupción en el Campo de los Desmayos, para contemplar los fuegos artificiales de los renombrados pirotécnicos palentinos. Entró sin descomponerse, con un desdén y una gravedad calculados para henchir de respeto el corazón de las castas inferiores.

Deslizándose como un mono por los parajes oscuros, buscando la proximidad de las mujeres obesas, y cuando no, la de las que estaban en regulares carnes, andaba nuestro amigo Osuna, el administrador de la casa Montesinos. A la hora en que le sorprendemos no se había ganado más que una bofetada; caso extraño, porque en estas noches de jolgorio solía encontrarse con media docena, por lo menos. Algo desengañado bajo este aspecto, no tanto por las bofetadas como por lo que las precedía, movíase impaciente echando miradas carniceras en torno suyo, sin hallar un sitio lo bastante ameno y deleitoso para fijar sus pasos. Aquella noche se habían dado cita todas las flacas de Peñascosa. Mas hete aquí que cuando empieza a arder la primera rueda de pólvora, columbra no muy lejos a la fresca D.ª Teodora, al sueño constante de su existencia, más radiante y más lozana que nunca, con sus cabellos blancos y sus mejillas rosadas de cutis terso y brillante. Verla y emprender la marcha hacia ella fue todo uno. Pero esta marcha en tales circunstancias era más difícil de lo que cualquiera puede imaginarse. La gente se apiñaba a ver los fuegos y permanecía inmóvil, formando una espesa muralla. Nuestro jorobado la atravesó con arte diabólico, retorciéndose como una lagartija para pasar por los agujeros más estrechos. Después de un buen rato logró colocarse detrás de la simpática jamona. Estaba escoltada por los dos hermanos Casanova, que la habían acompañado en unión de la doncella. Continuaban disputándose su corazón, con empeño rabioso por parte de D. Peregrín, con noble y severa tranquilidad por la de D. Juan. En este certamen de amor la virtuosa y madura señorita padecía mucho, por creerse culpable de las reyertas que a lo mejor estallaban entre los dos hermanos. Procuraba conservar la neutralidad, pero se echaba de ver que D. Peregrín llevaba la peor parte. Explicábale éste, con el tono de suficiencia que le caracterizaba, algunos pormenores interesantes de la industria pirotécnica y citaba algunos fuegos que había visto, en su época de covachuelista, verdaderamente asombrosos. El pobre D. Juan, que no había salido jamás del estrecho recinto de Peñascosa y que no podía citar nada, callaba como siempre. Pero la pulquérrima jamona le dirigía de vez en cuando una mirada suave y una sonrisa más suave aún, que podían indemnizarle de su vida sedentaria.

Cuando D.ª Teodora volvió la cabeza para ver quién la apretaba tanto y se encontró con Osuna, cambió de color. Aquel maldito jorobado no la dejaba jamás en paz. En la tertulia, en el paseo, en el teatro, en la iglesia, en todas partes donde tuviera ocasión de aproximarse, era sabido que se veía necesitada a sufrir el contacto asqueroso de sus piernas y a veces de sus manos también. Osuna conocía bien el terreno que pisaba. La bella y pudorosa jamona se hubiera caído antes muerta de vergüenza que confesar a alguno los atentados de que era objeto. Pero si no los confesaba, cualquiera podría cerciorarse de ellos, observando el estado de agitación en que se hallaba. En esta ocasión el jorobado anduvo audaz en demasía. D.ª Teodora comenzó a dar muestras tales de inquietud que para cualquiera serían visibles. D. Juan no las vio, sin embargo. Era un varón puro y magnánimo, incapaz de sospechar las grandes suciedades que puede haber sobre la tierra. Pero D. Peregrín, como hombre de mundo, concluyó por advertir algo de lo que pasaba. Espió a Osuna con el rabillo del ojo, y cuando penetró en su espíritu gubernamental el convencimiento de la trasgresión que se estaba cometiendo, comenzó a roncar y silbar por la nariz como un vapor en peligro, lanzando al mismo tiempo centelleantes miradas de indignación al audaz jorobado. Éste prescindió en absoluto de aquellos silbidos temerosos, y no vio siquiera la expresión fatídica de los ojos del ex-gobernador interino de Tarragona. ¿Qué había de suceder? La caldera del remolcador, no teniendo más desahogo que el de la nariz, estalló con horrible estruendo.

—¡Oiga usted, grosero, sucio, cínico, desorejado!—rugió D. Peregrín cogiendo por el cuello al contrahecho y sacudiéndole con rabia.—Si usted continúa en modo alguno molestando a esta señora, con esta mano (alzando la derecha) le doy una bofetada en esta mejilla, y con la otra (alzando la izquierda) le doy otra bofetada en la opuesta. Acto continuo le vuelvo a usted, y con estas botas gordas que usted ve aquí le doy a usted dos puntapiés en el trasero.

El físico de D. Peregrín no era a propósito para infundir terror pánico en el corazón de sus enemigos. Sin embargo, su continente severo y administrativo como pocos y el torrente de voz grandioso con que la naturaleza le dotara suplían bastante bien la deficiencia de otros órganos. Además, Osuna era un ser más débil y más ruin que él. Por esto y por el tumulto que se armó en seguida, en vez de hacerle frente, se escurrió entre la muchedumbre y desapareció en un momento. D.ª Teodora, al verse objeto de la curiosidad pública, se desmayó. D. Juan y la doncella la sostuvieron. D. Peregrín siguió increpando a su enemigo ausente. La muchedumbre rió, gritó, se agitó tumultuosamente. Al fin todo quedó en paz, y la pudibunda jamona tornó a su domicilio, donde la dejaremos esparciendo un torrente de lágrimas.

Obdulia, agitada todo el día por un vivo dolor y por un deseo rabioso de reparar la injusticia que se había cometido con su amado director espiritual, no salió de casa ni de la cama. Estaba realmente enferma. Tenía fiebre, la fiebre que produce en los temperamentos como el de ella un pensamiento único que se va exacerbando por grados. Al llegar la noche se levantó y se vistió apresuradamente. Sus grandes ojeras azuladas se marcaban ahora de un modo chocante. Una arruga profunda, signo de resolución inquebrantable, le surcaba la frente. Llamó a la doncella y le manifestó que quería salir a ver los fuegos. Todo lo que ésta hizo por disuadirla, representándole el grave daño que podía ocasionarle el frío y la humedad de la noche, fue inútil. Cogió la mantilla, se la echó encima de la cabeza con mano convulsa, obligó a la doméstica a ponerse la suya y se lanzaron a la calle. El Campo de los Desmayos hervía ya de gente. Les costó mucho trabajo avanzar hasta colocarse en el medio. Obdulia quería a todo trance acercarse a la casa del párroco, donde se alojaba el prelado. Había visto brillar las gafas de éste y ocultarse en seguida en una de las ventanas. Debajo, a la puerta misma de la rectoral, un grupo numeroso de muchachas bailaba la giraldilla, cantando a grito pelado coplas de circunstancias improvisadas en el momento. Aludían en ellas a la nueva iglesia, piropeaban al obispo, al gobernador, a los próceres de Peñascosa, sin que faltase tampoco, por supuesto, la consabida puntadita a Sarrió.

La imaginación de la hija de Osuna trabajaba sin descanso, aumentando la calentura que la consumía. Mas por encima de los mil pensamientos y fantasmas que daban vueltas en ella, asomaba una idea fija, tenaz, que la impulsaba inconscientemente a abrirse paso con los codos por la muchedumbre, seguida de la doncella, que no comprendía el afán de su señorita. Cuando estuvieron próximas a la rectoral, la joven se detuvo unos minutos. Observó con el rabillo del ojo a su doncella, y cuando la vio más absorta en la contemplación de los fuegos que se estaban quemando, maniobró hábilmente y se alejó de ella ocultándose entre la gente. Una vez sola, se detuvo otra vez. Después de dirigir infinitas miradas de ansiedad y temor a la casa del párroco, después de resolverse más de veinte veces y de arrepentirse otras tantas, al fin se deslizó como una sombra por detrás de las muchachas que bailaban y del círculo de espectadores que tenían en torno, y se introdujo en el portal de la casa. Dentro de él había unos cuantos criados que charlaban contemplando desde allí lo que podían. Tenían la puerta abierta, y Obdulia, sin decirles palabra, se introdujo por ella y subió unas cuantas escaleras. Pero deteniéndose de repente y permaneciendo un instante indecisa, tornó a bajarlas y se dirigió al grupo de los domésticos.

—¿El secretario del señor obispo está arriba?—preguntó al más próximo.

—¿D. Cayetano?... Sí, señora, arriba está—respondió uno de los más lejanos.

—¿Podría hablar unas palabras con él?

—¿Por qué no?... Le avisaré... Suba usted conmigo.

Ascendieron ambos por la sucia escalera de D. Miguel, pues ni por la llegada del prelado se había limpiado.

—Tenga usted la bondad de aguardar un momento.

Poco después se presentaba el secretario, un clérigo de media edad, feo, desgarbado, pero de mirada inteligente y franca. La miró con gran curiosidad y preguntó, esforzándose en mostrarse amable:

—¿Preguntaba usted por mí, señora?

—Sí, señor.

—Usted me dirá...

—Deseo hablar con el señor obispo.

Volvió a mirarla el secretario con mayor curiosidad aún, y después de un instante de vacilación, apareciendo en su rostro un esbozo de sonrisa, respondió:

—Usted comprenderá que la hora no es oportuna... Su Ilustrísima se va a retirar en seguida a descansar...

—Es urgente y de mucha importancia lo que tengo que comunicarle...—dijo precipitadamente.

Otra vez la contempló el clérigo con penetrante mirada, advirtiendo su agitación.

—Bueno... Lo que puedo hacer en su obsequio es avisar a Su Ilustrísima... No respondo de que la reciba a usted a estas horas... Puede usted pasar a esta sala y aguardar un momento. No tardaré en traerle la respuesta.

Abrió la puerta del saloncito de recibo, hizo traer un quinqué y la dejó sola. En aquel instante la joven sintió que le abandonaban todas sus fuerzas. El corazón comenzó a darle fuertes golpes en el pecho. La habitación se movía suavemente como la cámara de un buque. Se vio obligada a sujetarse con las dos manos al respaldo de una butaca para no venir al suelo. El secretario apareció a los pocos minutos, y sin traspasar el marco de la puerta, dijo con afectada solemnidad:

—Su Ilustrísima va a llegar en este momento.

Obdulia cerró los ojos y se agarró con más fuerza a la butaca. Cuando los abrió tenía delante de sí la figura imponente del prelado.

La estancia se hallaba a media luz a causa de la pantalla que cubría el quinqué. Los contornos de aquella figura se esfumaban en la sombra. Pero los diamantes del pectoral lanzaban destellos y los cristales de las gafas brillaban también con los débiles rayos de luz que sobre ellos caían. Avanzó algunos pasos por la sala. Obdulia se dejó caer de rodillas.

—¿Es para algún asunto de conciencia, hija mía?—preguntole el prelado dulcemente, dándole al mismo tiempo su anillo a besar.

—Sí, señor—respondió la joven con voz alterada por la emoción.—Es para un asunto de la conciencia de Su Ilustrísima.

—¿De mi conciencia?—exclamó el obispo, irguiéndose lentamente y dejando caer sobre ella una mirada de sorpresa y curiosidad.

—La conciencia más pura, Su Ilustrísima lo sabe mejor que yo, está sujeta a error. Cuando pensamos estar haciendo el bien hacemos el mal. El alma de Su Ilustrísima es noble y es santa, según dicen todos los que la conocen. Por algo Dios le ha elegido para apacentar su rebaño. Pero los ojos de Su Ilustrísima no llegan a todas partes como los de Dios. Su brazo se extiende en vano para bendecir. La bendición no alcanza a todos. Entre los pastores que Su Ilustrísima tiene colocados para ayudarle los hay que guardan con fidelidad y amor el rebaño, los hay también que tienen la vista y el amor fijos en sí mismos...

—Levántese usted, hija mía... ¿Qué quiere decir con estas palabras?

—Lo que quiero decirle, señor—profirió la hija de Osuna con audacia, serenándose de pronto bajo el impulso de la exaltación,—es que teníamos en esta villa un coadjutor celoso, modelo de abnegación, de mansedumbre, de actividad, que había logrado a fuerza de inmensos sacrificios inspirar devoción y piedad a muchos que jamás las habían sentido, que sin violencia ninguna había puesto en orden la parroquia y devuelto a Dios lo que le pertenecía... Pues bien, he sabido... hemos sabido con dolor los feligreses todos, que en vez de dejarle en el cargo que desempeñaba interinamente, Su Ilustrísima se lo ha dado a otra persona...

El obispo la contempló en silencio un buen espacio. La joven, bajo aquella mirada, que pasaba por los cristales de las gafas penetrante, indagadora, volvió a perder la serenidad.

—¿Es el coadjutor interino quien la envía a usted para dirigirme una representación?—preguntó con extremado sosiego, recalcando cada sílaba de un modo que resultaba epigramático.

—¡Oh! ¡No, señor!—exclamó toda turbada la joven, poniéndose roja.—El señor coadjutor no tiene aspiración ninguna. Está tan contento con el cargo como sin él. Nada sabe ni nada quiero que sepa... He sido yo quien por el odio que me inspira la injusticia me atreví a dar este paso... acaso imprudentemente...

—¡Sin acaso! ¡Sin acaso!—murmuró el prelado, sacudiendo la cabeza.

Quedósela otra vez mirando fijamente sin pestañear, absorto en intensa contemplación. Obdulia bajó la cabeza.

—Hija mía—siguió diciendo gravemente,—la juventud tiene sus derechos. Puede ser aturdida, imprevisora, gozar sin medida de los dones con que Dios nos ha favorecido, vivir ofuscada sin el pensamiento del pecado... Pero la juventud no tiene derecho a jugar con nuestra salvación eterna, con la vida y con la muerte. La Santa Iglesia Católica tiene sus ministros encargados de velar por la fe. Yo, aunque indigno, soy uno de ellos y soy responsable ante Dios y ante el Sumo Pontífice de mis actos. No he aprendido en ningún Santo Padre ni en ninguna decretal que los prelados tuviéramos que dar cuenta de ellos a las niñas como usted...

—¡Oh, señor obispo... yo no quería!...

—Escuche usted, escuche usted con paciencia, hija mía, escuche usted de rodillas a su prelado.

Obdulia se arrodilló de nuevo llena de confusión, roja como una amapola. La figura corpulenta del obispo se agrandó desmesuradamente delante de sus ojos; su blanca cabeza coronada por el morado solideo resplandecía de majestad.

—Los cargos de la Iglesia católica no deben ser empleos codiciados: no se buscan, se aceptan con humildad y resignación. Cuanto más alto, más duro y espinoso es para el que quiere servir a Dios. Usted, al hablar de injusticia, los ha considerado por lo visto como una granjería, y ha pecado gravemente. Si no he dado el cargo de coadjutor a la persona por quien usted se interesa, esa persona debe agradecérmelo, pues la he librado de muchas terribles responsabilidades que dificultarían su salvación eterna.

Obdulia, viendo el rayo marchar otra vez hacia su confesor, halló palabras para desviarlo.

—Vuelvo a decirle, señor obispo, que el padre Gil nada sabe de este paso... que se morirá de pena y de vergüenza si llega a conocerlo, porque es la modestia y la humildad personificadas. La estimación y el respeto que le profeso, como todos los vecinos de este pueblo, y mi deseo de ver la parroquia en orden y bien servida, me impulsaron en un momento de ligereza a acudir a Su Ilustrísima...

—Pero ¿no comprende usted, hija, que al dar este paso, extraño en una joven sensata y piadosa, se compromete usted, y lo que es peor, compromete usted a un sacerdote gravemente?

—¡Oh Virgen Santa! ¿Qué he hecho?—exclamó la joven tapándose la cara con las manos.—Sí, sí, comprendo ahora que he sido una loca, que tratando de hacer un bien he causado un terrible mal... Su Ilustrísima me desprecia y tiene razón, porque no soy más que una pobre tonta... Pero no es eso lo malo... Lo horrible es que de aquí en adelante estará prevenido contra un pobre inocente... ¡Jesús de mi corazón, qué tentación ha sido la mía!...

Y rompió a sollozar perdidamente murmurando frases ininteligibles. El prelado se inclinó hacia ella y le habló con dulzura.

—Sosiéguese usted, hija mía. Sosiéguese usted y aprenda que un sucesor de los Apóstoles no puede sentir prevención ni odio. Si usted ha pecado, pida la absolución a su confesor. Serénese usted, que ningún mal ha causado más que a sí misma... Ni el inocente ni el culpable tienen nada que temer de mí. Que lo teman todo de Dios...

Después de pedir muchas veces perdón y derramar infinitas lágrimas, Obdulia besó otra vez con devoción el anillo del prelado, y se levantó. Sin alzar los ojos del suelo murmuró débilmente:

—Adiós, señor obispo. Perdone Su Ilustrísima el disgusto que le he causado, y olvídelo.

—Que la Virgen Santísima la proteja, hija mía. Rece una salve por mí, que bien la necesito—respondió el prelado, dejándola pasar y mirándola con expresión de lástima hasta que traspasó la puerta.

Salió aturdida, loca de vergüenza, con las manos trémulas y las mejillas encendidas. En cuanto llegó a casa se metió en la cama, con una fiebre altísima.

XI

Ya está descifrado el enigma, padre Gil—dijo D. Álvaro desde su butaca viéndole entrar. La sonrisa con que acompañó estas palabras era tan contraída y extraña que daba frío.

—¿Qué enigma?—preguntó el P. Gil, un poco agitado por el presentimiento de alguna desgracia.

—No se asuste usted; no es el de la Creación: un enigma más modesto, el de la venida de mi mujer a Peñascosa hace unos meses... Entérese usted de esa carta.

El joven presbítero tomó de las manos del mayorazgo la que le presentaba y se puso a leer:

«Mi querido Álvaro: Acabo de saber que Joaquina dio a luz hace seis días un niño, el cual se ha inscrito en la parroquia y en el registro civil con tu apellido. He procurado informarme, y me han dicho que era perfectamente legítimo, puesto que tu esposa ha estado en Peñascosa hace unos meses y ha dormido en tu misma casa. Te escribo apresuradamente para preguntarte si es cierto. Lo dudo mucho, porque no me has dicho jamás una palabra del asunto. Contéstame inmediatamente.

Julio.»

El P. Gil dejó caer los brazos, dobló la cabeza y murmuró sordamente:

—¡Qué infamia!

El mayorazgo soltó una carcajada.

—Pero ¿aún cree usted que hay infamias en el mundo? ¿De qué le sirve a usted tanto como ha leído? Quisiera que me explicase cómo es posible hacer porquerías dentro de una letrina. Por lo visto, todavía se encuentra usted asistiendo a la primera representación de la comedia. Yo estoy en la segunda, y puedo decir anticipadamente lo que ha de suceder.

—De todos modos, D. Álvaro, me duele en el alma esta indignidad que con usted se ha cometido sin merecerla.

—¿Indignidad? ¿Llama usted indigna a la araña que ahoga a la pobre mosca en su tela, o al milano que cae sobre el inocente polluelo y lo arrebata por el aire? Pues la misma fuerza infame (¡ésa sí que es la infame!), la misma fuerza que mueve a la araña y al milano es la que habita dentro de mi mujer. La mosca, el pollo y yo merecemos la misma suerte por haber nacido. Porque el delito mayor—del hombre es haber nacido, ya lo ha dicho Calderón, que era sacerdote como usted.

El P. Gil meditó unos momentos, y dijo al cabo, como si se hablase a sí mismo:

—No puedo acabar de persuadirme a que en nosotros no exista más que la fuerza ciega; que esta luz que de vez en cuando brilla en el corazón de los hombres, y que se llama unas veces justicia, otras amor y abnegación, dependa exclusivamente de combinaciones químicas. La infamia es infamia siempre, y despierta en nuestro espíritu un sentimiento de repugnancia. La araña y el milano no saben que hacen el mal, pero su esposa lo sabe.

—¿Y qué importa? Dote usted a la bestia con la conciencia de sus actos y habrá usted formado al hombre. La conciencia no es más que una antorcha. Los crímenes lo mismo pueden ejecutarse en las tinieblas que a la luz. Si yo pensase, como usted, que hay un Dios creador consciente de todos los seres, le mandaría un «besa la mano» felicitándole por haber formado una criatura tan amable y encantadora como mi mujer y dándole las gracias por haberla reservado para mi uso particular. Desgraciadamente no puedo representarme a ese Dios recibiendo en bata y zapatillas mis tarjetas de felicitación. Creo más bien que ella y yo somos víctimas de la lógica. La vida tiene por objeto inmediato el dolor... Saque usted la consecuencia. Mi mujer nació con uñas para desgarrar. Yo nací con un corazón blando a propósito para ser desgarrado. Sería una contradicción que ella no arañara y que yo no fuese arañado.

—¡Y sin embargo, usted ha amado a esa mujer con toda su alma!

—¡Ah, sí!—exclamó el hidalgo, cerrando los ojos y pasando su mano descarnada por la frente.—¡La he amado!... Por un momento fui comparable a los inmortales del Olimpo. La felicidad cantó dentro de mi alma el himno más hermoso que acompañó jamás a sus divinos juegos. El sol se levantaba y se acostaba tan sólo para dorar mis ilusiones. El mar estaba murmurando ahí únicamente para reflejar las imágenes de oro que cruzaban por mi mente... Ningún hombre fue cazado por la especie con más precauciones, con más exquisito cuidado... Todos los lazos que nos tiende la Naturaleza para realizar su plan misterioso se pueden evitar; hasta la misma voluntad de vivir se puede vencer; yo la he vencido, pues que apetezco con ansia la muerte. Pero esta voluntad de perpetuarse que se manifiesta en toda la especie, esta fuerza soberana que empuja a un individuo hacia otro de sexo diferente, crea usted, padre, que es insuperable... ¡Qué brazo tan bien torneado! ¡Qué espaldas de alabastro! ¡Qué modo tan fascinador de quitarse los guantes y agitar su dedo meñique, que tenía lindísimo!

—No conozco el amor, pero sé que hay dos clases: uno el que tiene por objeto exclusivamente el goce sensual que nos equipara a los brutos, y otro el amor puro de dos almas que se completan, de dos corazones que se unen para gozar y padecer al mismo tiempo, para formar uno solo hasta la muerte. Éste es el amor que nos ennoblece, el único digno del ser humano y que merezca tal nombre.

—En efecto, eso creen todos los poetas cursis y todas las niñas opiladas... Pero usted es una persona formal y no puede pensar semejante disparate. Todo amor, por tierno y sublime que sea, tiene su raíz en el instinto natural de los sexos: no es más que ese instinto individualizado. ¿Ha visto usted alguna vez unirse un corazón de diez y ocho años con otro de ochenta para formar uno solo? Y sin embargo, el de ochenta puede ser tanto y más noble y bondadoso que el de diez y ocho. Suprima usted la voluptuosidad, y ¿cuántos serían los hombres que se unieran a una mujer y soportaran la carga de los hijos y las innumerables molestias del matrimonio por el solo gusto de completar su espíritu? El amor no es más que una treta de la Naturaleza, padre. Para vencer nuestro egoísmo, que es muy grande, nos engaña con una ilusión, haciéndonos creer que lo que deseamos es nuestra felicidad, cuando sólo es el bien de la especie. El individuo es el esclavo inconsciente de...

Un violento golpe de tos le cortó la palabra. Pidió por señas al P. Gil el pañuelo que tenía sobre la mesa y se lo llevó a la boca. Cuando lo separó, estaba manchado de sangre. Una sonrisa de tristeza mortal contrajo sus labios al contemplar aquella sangre.

—Ésta es la única amante que no engaña jamás, padre—dijo mostrando el pañuelo al joven presbítero, que había empalidecido.—Vea usted el beso que acaba de darme. Mañana me dará otro más prolongado; después otro y otro, hasta que me coja entre sus brazos fríos y me estreche eternamente.

Y lo terrible del caso era que tenía razón. La salud de D. Álvaro, que jamás había sido completa, se arruinaba sensiblemente desde hacía una temporada: tal vez desde la visita inopinada de su esposa. Habíase demacrado mucho más, con estarlo siempre bastante. El color, de pálido daba ya en terroso; los ojos habían perdido en movilidad y ganado en brillo; las manos parecían las de un esqueleto.

Desde que supo la cobarde y traidora intriga urdida para que sus bienes fueran a parar al fruto de los adúlteros, no levantó cabeza. Bebió el cáliz del dolor hasta las heces. Lo bebió con la sonrisa en los labios para no desmentir sus teorías, pero el veneno produce siempre su efecto; le abrasó las entrañas. La tos fue en aumento, los esputos sanguinolentos también. Pasaba las noches enteras sin poder conciliar el sueño. Comenzaron a darle algunos ataques de disnea. Todo hacía presagiar un próximo y funesto desenlace.

En aquellos días se operó una crisis interesante en el espíritu atormentado del P. Gil. El materialismo pesaba como una losa sepulcral sobre su corazón. Pero dentro de aquel sepulcro el espíritu idealista del sacerdote se revolvía incesantemente, luchaba con ansia por salir al aire libre y respirar una atmósfera más pura. El afán de sacudir la lepra que le iba royendo poco a poco le impulsó a estudiar los sistemas de metafísica dogmática antiguos y modernos. Fue una felicidad para él que el obispo hubiese nombrado coadjutor al P. Narciso. Tenía mucho más tiempo disponible y el espíritu más libre. Entregose de nuevo a la lectura con ardor febril. Por delante de su vista asombrada desfilaron todas las grandes concepciones del entendimiento humano, los esfuerzos colosales, sublimes, llevados a cabo por el hombre para dar una explicación satisfactoria al gran problema de la existencia. De muchos de ellos tenía noticia, pero era vaga, incompleta y a veces falsa, como que procedía de las citas de los libros que había manejado en el seminario. Al estudiarlos ahora en sus fuentes se sintió poseído de una admiración que semejaba al estupor. La grandeza, la perfección maravillosa de algunos de estos sistemas parecía insuperable y fascinó su alma. Por momentos, cuando acababa de examinar alguno, le parecía haber levantado el velo de la verdad para siempre. Aquel sabio y portentoso engranaje de todas las verdades parciales para obtener la verdad total satisfacía la aspiración de su mente hacia la unidad. Además, aquellos sistemas le devolvían a Dios. No se lo devolvían como él lo quería, personal, providente, atento a las oraciones de los hombres, pero al fin lo alzaban sobre el Universo material como su principio y su razón. Ya no andábamos perdidos como tristes náufragos en el océano turbulento de las fuerzas físicas; ya teníamos algo a donde levantar los ojos y el corazón. El malo volvía a ser malo, y el bueno, bueno. Y como hombre de espíritu lúcido no se fijó en la contradicción superficial de los sistemas, que tanto impresiona y desencanta al vulgo. Fue más allá y vio claramente que, por debajo de esta aparente lucha, los sistemas de la filosofía moderna idealista se besaban fraternalmente. Todos estaban empapados en el mismo idealismo panteista. Penetrando aún más, advirtió que la filosofía alemana se daba la mano con la griega al través del desierto de la Edad Media.

Por desgracia, el último filósofo que leyó fue a Kant, debiendo ser el primero. Al recorrer las primeras páginas de la Crítica de la razón pura, sintió la impresión extraña del que va a contemplar un paisaje y le faltan los pies.

Estaba avezado a no pensar en el suelo, y hete aquí que de repente se hunde. Para conocer las cosas es preciso averiguar antes si podemos conocerlas. Y el resultado que iba deduciendo de la lectura es que de las cosas no podemos conocer más que la apariencia. Nuestros conocimientos no son, en último término, más que percepciones; las percepciones, impresiones, modificaciones de nuestro propio ser. Todo es, pues, una pura representación. El instinto le obligó a buscar con anhelo tierra firme; pero cuanto más se esforzaba en levantar los pies, más se hundía, a imagen de los incautos que penetran en un terreno pantanoso. Alzábase repentinamente y quería apoyarse en esas nociones firmísimas que jamás han faltado al entendimiento humano, en las nociones de Tiempo y Espacio. El filósofo de Koenisberg le demostraba poco a poco, con lógica inflexible, que el Espacio y el Tiempo no son seres reales, ni tampoco propiedades de estos seres, sino tan sólo formas de la percepción que tocan a las cualidades de nuestro espíritu y no a la realidad externa. Buscaba después con ansia apoyo en el enlace constante de la causa con el efecto. Kant le hacía ver que este enlace no es más que el encadenamiento no interrumpido de los cambios sucediéndose en el tiempo, que cada efecto es un cambio y cada causa también. Por lo tanto, que es tan absurdo pensar en una causa primera de las cosas como en el sitio en que termina el espacio o el instante en que el tiempo ha comenzado.

El pánico se apoderó de su alma como nunca. El positivismo materialista le dejaba algo: la materia era una realidad; sus relaciones también. Además, nunca se había entregado a él, por más que agitara en su mente dudas violentísimas. Pero ahora quedaba solo, sumido en completa oscuridad, lo mismo acerca del universo que nos envuelve, como de su propia existencia y destino. Luchó, pues, con las ansias del que va a morir, con la desesperación del náufrago que disputa a otro el socorro de una tabla. Discutió las proposiciones del libro una por una. Era el combate de un niño con un atleta. Cada una de aquellas proposiciones había sido meditada en todos sus aspectos largamente por el pensador más profundo de su siglo y también por el más prudente. ¿Qué fuerza habían de hacer sus débiles manos contra baluartes fabricados con tanto esmero? Su espíritu sobrexcitado imaginaba un argumento; lo apuntaba en la margen del libro; lo juzgaba inexpugnable. A la página siguiente se encontraba con que el filósofo ya lo había tenido en cuenta y lo deshacía de un soplo.

¡Lucha triste y cruel! Lanzaba, en el frenesí de su cólera y pavor, una granizada de golpes al pecho del viejo atleta. Éste permanecía inmóvil como una roca. Luego, con burlona calma, dejaba caer su mano de hierro sobre la frente del sacerdote y le hacía rodar por el suelo. Alzábase vivamente y acometía de nuevo con mayor ardimiento, y otra vez volvía a caer aturdido por el golpe. Se aproximaba al término del libro. Sentía ya sus fuerzas agotadas. Quiso, no obstante, tentar un último esfuerzo contra aquella lógica abrumadora y desembarazarse de los lazos que le aprisionaban. Todo fue inútil. El hércules alemán le sujetó entre sus brazos poderosos, le sacudió unas cuantas veces, cual si fuese de paja, y por último lo arrojó con violencia al suelo.

Ya no pudo levantarse. Cuando despertó de su aturdimiento se confesó que estaba vencido. El mundo se le ofreció entonces claramente como su propia representación. Todo lo que existe no existe más que por el pensamiento. El filósofo de Koenisberg no quiso sacar esta consecuencia; pero estaba bien clara; no había otra posible para sus terribles premisas. Ese sol que nos alumbra, ese mar que ruge a nuestros pies, esos mundos que pueblan el espacio son otras tantas representaciones de nuestro pensamiento. Sólo sabemos de ellos que hay un ojo que los ve. El centro de gravedad de la existencia recae en el sujeto y es un fenómeno de su cerebro. Todo este universo tan rico y tan vario, todos los seres grandes y pequeños, los astros como los insectos, tienen suspendida su existencia de un hilo muy delgado, el hilo de la conciencia. El mundo guarda mucha semejanza con un sueño, una quimera... Y de ese Dios creador de las cosas, padre de los hombres, ¿qué sabemos? Jamás sabremos nada. Desde el momento en que el mundo y el orden del mundo son puros fenómenos determinados por nuestra inteligencia, no tiene razón de ser una Inteligencia Suprema. Había llegado la hora de poner a Dios a la puerta y despedirlo con todos los honores de un rey destronado legalmente.

Pálido, anhelante, con el cuerpo rendido a la fatiga y el alma deshecha de dolor, el P. Gil permanecía extendido en su pobre sillón. Tenía el libro abierto sobre las rodillas, los brazos pendientes, los ojos cerrados. Por los intersticios de sus pestañas comenzaron a rezumar algunas lágrimas, que bajaron trémulas y silenciosas por sus mejillas. Era la imagen triste del vencido. Poco después su cuerpo delicado se estremeció, contrajéronse los rasgos de su fisonomía dulce y apacible, y sacudió su pecho un sollozo. Se llevó las manos al rostro y lloró con desconsuelo.

—¡Nada, nada!... ¡Nunca sabremos nada!

Su ama D.ª Josefa quedó estupefacta al penetrar en la estancia y encontrarle de aquel modo. El excusador levantó la cabeza y se apresuró a volverla en seguida para que la buena mujer no advirtiese su estado; pero ya era tarde.

—¿Cómo?... ¿Está usted llorando, señor excusador? ¿Qué le ha pasado, criatura? ¡Virgen de la Soledad! Si tuviera padres o hermanos, creería que se le había muerto alguno... Apuesto a que ese narizotas de D. Narciso le ha dado otro disgusto. ¡Desprécielo, D. Gil, desprécielo!

—¡Oh, no! ¡Cuidado con las injusticias, doña Josefa!—se apresuró a decir el joven.—Nadie me ha causado disgusto alguno. Estas lágrimas provienen de un malestar nervioso que siento hace días.

—¡Si ya se lo decía yo! Usted trabaja demasiado... Esos dichosos libros, que quisiera ver quemados...

Aquí D.ª Josefa enjaretó una larga catilinaria, declarándose en principio sectaria devota del califa Omar. El P. Gil la atajó antes de terminar.

—¿Qué venía usted a decirme, D.ª Josefa?

—¡Ah, se me olvidaba! Su madrina manda recado de que el hermano se está muriendo: que vaya usted en seguida y que lleve los santos óleos.

—¡Jesús!... ¡Vaya por Dios! ¡Vaya por Dios!... No pensé que fuera para tan pronto... ¡Pobre D. Álvaro!—exclamó levantándose vivamente y apresurándose a ponerse los manteos y el sombrero.

—¡Bah! ¡Un hereje que no ponía los pies en la iglesia! ¿Qué importa que se muera? Cuanto primero se lo lleven los demonios, mejor.

El excusador le dirigió una mirada tímida y ansiosa. No se atrevió a protestar de la barbarie: temía que penetrara en su alma y leyera sus sacrílegas dudas.

Después de pasar por la iglesia y recoger los óleos, penetró en el vetusto palacio de Montesinos. El día estaba encapotado. La lluvia caía tristemente con una pertinacia que sólo se conoce en aquella región de la Península. Salió a abrirle, como siempre, Ramiro. El viejo doméstico estaba desencajado. Parecía que le habían echado en pocos días diez años encima. Así que vio al sacerdote le cogió, con sus manos trémulas, por las muñecas y exclamó con voz alterada:

—¡Se muere, D. Gil! ¡Se muere!

Y un raudal de lágrimas corrió por sus mejillas surcadas de arrugas.

—¿Está tan grave?

—¡Se muere! ¡Se muere!... ¡Ha sido ella, sí, ella!... Pero yo la mato... ¿sabe usted? la mato... Después que me maten a mí... que me echen al mar... Quiero vengar a mi señorito... ¡Yo mato la zorra, yo!

El anciano, sin saber de dónde la sacaba, apretaba al mismo tiempo con tal fuerza las muñecas del presbítero que a éste le costó trabajo reprimir un grito de dolor.

—¡Calma, Ramiro, calma! Lo que ahora nos toca es atender al enfermo y ver si podemos aliviarle.

—Suba usted conmigo, señor excusador. No hay esperanza... El médico lo ha dicho... ¡Pobre señorito de mi alma!... ¡La mato, la mato!

En el gran patio, toscamente empedrado, la lluvia producía ruido lúgubre. Subieron la escalera deteriorada y sucia del principal. Ramiro iba llorando y murmurando amenazas. Ascendieron después al segundo. El viejo empujó la puerta del cuarto de su amo, y el sacerdote se detuvo, impresionado por el espectáculo que se ofreció a su vista. D. Álvaro Montesinos yacía en la cama, más bien reclinado que extendido, con una pila de almohadas detrás de la espalda; yacía presa de un síncope o ataque de disnea, con los ojos cerrados y la boca entreabierta, sacudido de vez en cuando su mísero tórax por un hipo aciago. No había a su lado más que D.ª Eloisa y una criada. Aquélla le daba con un abanico aire, que el enfermo instintivamente trataba de recoger. Ofrecía ya en su fisonomía todos los signos de la muerte.

D.ª Eloisa, al sentir el ruido de la puerta, volvió su rostro bañado de lágrimas, e hizo seña al sacerdote para que se aproximase.

—Hace un cuarto de hora que está en el ataque—dijo con voz de falsete.—Puede quedarse en él... ¿Quiere usted ponerle la Santa Unción?

Ni las ideas del enfermo, ni el caos que reinaba en aquel momento en su cabeza le estimulaban a hacerlo. Sin embargo, el P. Gil abrió como un autómata la caja de los óleos y se dispuso a imponer el último sacramento a su desdichado amigo. Hubo que alzar un poco la ropa para ungirle los pies. D.ª Eloisa y la criada se volvieron; marcharon hacia un rincón de la estancia y sollozaron fuertemente. La lluvia batía en aquel momento los cristales emplomados del balcón con triste repiqueteo. Las cortinas sucias ya, de muselina antigua, cernían tenue claridad en la alcoba. El P. Gil, con mano trémula, iba cumpliendo su piadoso oficio, mientras el último vástago de la casa Montesinos yacía sin conocimiento, con la terrible palidez de la muerte impresa en sus facciones. Cuando estaban a punto de terminar, serenose un tanto el pecho del enfermo. Poco después abrió los ojos y paseó una mirada de sorpresa y aun de espanto por la estancia. Tornó a cerrarlos. Al cabo de un momento los abrió, miró fijamente al P. Gil, dirigió después la vista a los óleos que tenía en la mano, y sus labios amoratados quisieron plegarse con una sonrisa.

—¡Al fin me han untado ustedes!—dijo con voz apenas perceptible.—Han hecho bien... Pero esta máquina ya no anda, por mucho aceite que ustedes la echen...

El P. Gil dirigió una mirada expresiva a doña Eloisa. Ésta exclamó con angustia:

—¡Acuérdate de Dios, hermano mío!

—Me acuerdo mucho, querida... Le estoy muy agradecido.

El P. Gil quiso evitar una escena repugnante. Hizo seña a D.ª Eloisa y a la criada de que se retirasen, como si fuese a confesarle. Las mujeres se apresuraron a cumplir la orden, ávidas, sobre todo la hermana, de que el moribundo se reconciliase con Dios.

—Aunque hace ya mucho tiempo que no hemos hablado de asuntos religiosos—dijo el padre Gil, sentándose al pie de la cama e inclinando su cabeza hacia el mayorazgo,—presumo que sus ideas no habrán cambiado desde la última vez que hemos discutido. Sin embargo, en estos momentos en que su vida corre algún peligro, ¿no siente usted la necesidad de una fe que le alumbre en las tinieblas en que puede ser envuelto, de alguna esperanza que le consuele en este amargo trance?

—Ninguna... He llegado felizmente al desenlace de la horrible comedia... Todos los hombres juegan en ella un papel bien poco airoso... El mío ha sido tristísimo...

—Verdad, D. Álvaro... Es usted uno de los hombres más desgraciados que he conocido. Por lo mismo creo que, o no hay justicia en el cielo, o recibirá en él la recompensa de sus dolores si se arrepiente en este instante de sus pecados... y también de sus ideas anticristianas.

Estas últimas palabras las pronunció el padre Gil en voz más baja, como si sintiera vergüenza.

—Ni en el cielo ni en la tierra... hay esa justicia ridícula que usted supone... Pero hay otra más grande... y se va a cumplir ahora.

—Y tantos dolores como usted ha experimentado, ¿serán infructuosos? ¿No se cree usted con derecho a una compensación?

—No... Soy profundamente culpable por el hecho de haber nacido.

—Eso es horrible, D. Álvaro, y además absurdo. Los dolores de este mundo nos hacen creer que éste es un pasaje de tránsito y prueba, que después de esta vida, triste y amarga, hay otra eterna donde nuestra alma inmortal gozará al fin la felicidad más pura. Usted, que ha padecido más que los otros, gozará de mayor premio.

—¡Oh, no!... ¡No quiero premios!... ¡No quiero vida futura!... Quiero reposar... ¡reposar eternamente!... ¡Qué dulce... es esta palabra, padre!... ¡No sentir ya nunca más los latigazos de la naturaleza ni las puñaladas de los hombres!... ¡No sentir este cuerpo miserable que tanto me ha hecho padecer! ¡No sentir los dientes de esa infame royéndome el corazón lentamente!... Escuche usted, padre... Si usted me tiene siquiera un poco de lástima... no intente quitarme esta última ilusión... Si sabe usted que hay cielo, cállelo... No turbe usted, por cuanto más haya querido en el mundo, esta paz bendita en que voy a entrar...

El P. Gil, sacudido por un estremecimiento de tristeza y compasión, comenzó a llorar.

—Gracias... gracias por esas lágrimas—dijo el enfermo sonriendo.—Al mismo tiempo dejó caer su mano, trasparente como la porcelana, sobre la del sacerdote y la apretó suavemente.

Hubo un largo y triste silencio. El P. Gil, con la mirada extática, clavada en el balcón, meditaba. El moribundo, con los ojos cerrados, parecía prepararse a conciliar el sueño dulce que anhelaba. La estancia se oscurecía por momentos fuertemente y en otros se esclarecía, revelando la espesura de las nubes que interceptaban la luz del sol.

—Pero ¿no siente usted horror a la nada, al aniquilamiento absoluto?—exclamó al fin el P. Gil con cierta violencia, como si argumentase contra su propio pensamiento.

El mayorazgo abrió los ojos sorprendido.

—¿Cómo?... ¿Si no tengo miedo a la nada?... ¡Oh, no! A lo que tengo miedo es a la vida... Todos se casan con ella al nacer, y a todos les sale p... Unos lo dicen como yo... Otros lo callan por vergüenza, como hacen la mayor parte de los maridos.

—¿Y si Dios le condenase después de esta vida a eternos tormentos por haber blasfemado tanto?

El moribundo sonrió con trabajo.

—Eso lo han inventado ustedes los clérigos... para turbar la paz de esta hora... de esta hora dichosa... Pero yo la he comprado demasiado cara para desprenderme de ella...

Hubo otro largo silencio. El enfermo volvió a cerrar los ojos. Aparte de cierta extraña agitación en los dedos, su actitud tranquila confirmaba el sentido de sus palabras. Parecía estar gozando con voluptuosidad de la insensibilidad que poco a poco penetraba en su ser, de los preludios de la nada.

—Y sin embargo—concluyó por decir el P. Gil, exhalando un suspiro y con los ojos clavados siempre en el balcón,—¿no sería infinitamente más dulce esta hora si fuese la entrada de una nueva vida, si por nuestra alma bajase una legión de ángeles que la llevasen a gozar de Dios eternamente, como creemos los cristianos?

El mayorazgo alzó un poco los ojos e hizo signos de negación con la cabeza. Volvió a cerrarlos. Pero haciendo al cabo de algunos instantes un esfuerzo para incorporarse, dijo con voz más firme:

—Para que la vida en otro mundo me fuese soportable... sería forzoso que trasformasen mi ser por completo... Mi carácter por sí sólo bastaría para aburrirme... Déjeme usted reposar en paz... Deje usted, padre, que se destruya el error fundamental de mi existencia... Ni yo ganaría nada con perpetuarme... ni el Universo tampoco... Ahí quedan otros millones de seres encargados de sostener el fardo de la vida.

—¡Pero es horrible entrar en una noche sin límites, eterna!

—No tal... La vida es una pesadilla... La muerte es un sueño tranquilo...

Cerró de nuevo los ojos. El P. Gil le apretó cariñosamente la mano, exclamando:

—¡Quién sabe!

La mano del moribundo se estremeció levemente. El excusador no volvió a desplegar los labios. Inclinó la cabeza sobre el pecho y cerró también los ojos, apretándolos con las yemas de los dedos, cual si tratara de contener el torrente de pensamientos que se escapaban de su cerebro. El viento y la lluvia habían cesado. No se oía en la estancia más que el rumor lejano de las olas batiendo contra los peñascos.

La meditación del sacerdote fue larga y dolorosa. La hoja aguda y fría del escepticismo penetraba en sus entrañas: una mano cruel la revolvía sin piedad para desgarrárselas mejor. Lo que aquel hombre, enloquecido por el dolor, decía quizá no fuese cierto. Pero ¿lo era lo que afirmaba el cristianismo? Éste, en último resultado, también era una tentativa para explicar la Existencia y el Universo, más hermosa, más consoladora que las demás... pero al fin una tentativa. Ninguna seguridad podíamos tener de ella, pues que no la tenemos de nuestra facultad de conocer las cosas.

Cuando al cabo de un rato largo levantó la cabeza, el susto que recibió le hizo dar un salto en la silla. D. Álvaro se estaba muriendo. Tenía la boca abierta y recogía en silencio el aire, que ya no bastaba a mover sus deshechos pulmones.

—¡D. Álvaro! ¡D. Álvaro!—le gritó, sacudiéndole.

No respondió. El P. Gil cogió el abanico que estaba sobre la mesa de noche y se apresuró a darle aire. Al mismo tiempo gritó:

—¡Madrina! ¡madrina! ¡Venga usted!

D.ª Eloisa y la criada se precipitaron en la habitación. En vano trataron de reanimar al moribundo dándole aire después de incorporarle, abriendo el balcón, frotándole los pies con un cepillo, haciendo todo lo que les sugería en aquel momento su imaginación. Era el último ataque de disnea. Abría de vez en cuando la boca. Movía los dedos con ligeras sacudidas. Pero su fisonomía se iba inmovilizando rápidamente. El hombre trasmigraba a la estatua; el alma se convertía en piedra.

Aspiró tres o cuatro veces seguidas el aire y quedó rígido, inmóvil, con los ojos y la boca entreabiertos.

D.ª Eloisa se abrazó a él sollozando y cubrió de besos su faz cadavérica. La criada rompió a gritar como si la estuvieran golpeando. El padre Gil se dejó caer de rodillas y se puso a leer en voz baja por su breviario.

Al cabo de un rato D.ª Eloisa y la criada también se arrodillaron al pie del lecho y oraron. Pero aquélla, viendo asomar una lágrima por entre las pestañas de su hermano, se levantó prontamente y la recogió con el pañuelo. Era la lágrima que vierten los que acaban de morir; lágrima de protesta de la criatura contra el poder aciago que la ha sacado de la nada sin pedírselo.

—¡Mire usted, padre, qué sosiego, qué quietud tan dulce respira su fisonomía!—exclamó la buena señora, contemplando a su hermano con ojos de dolor y ternura.—¡Bien se conoce que al fin se ha reconciliado con Dios!

El sacerdote dejó caer el libro sobre el lecho y se tapó el rostro con las manos.

XII

Obdulia manifestó a su confesor que estaba resuelta a dejar el mundo y consagrarse por entero a Dios en un convento. No pudo darle noticia más grata. Hacía ya mucho tiempo que las preferencias, la exagerada sumisión y hasta idolatría que la joven devota se complacía en mostrarle inquietaban al P. Gil. La última extravagancia que había cometido, y de la cual le enteró el secretario del obispo, le puso en un estado tal de confusión y enojo que en muchos días no quiso hablar con ella, ni menos se avino a confesarla. El suceso había trascendido y se comentaba mucho y se reía no poco también. Claro que quien perdía principalmente era ella; pero de reflejo también se menoscababa la dignidad del sacerdote. La joven estaba avergonzada. No se presentaba en público ni en casa de sus amigas, y hasta procuraba ir a la iglesia a las horas en que no hubiese gente. Pero estaba aún más afligida, con la actitud de su confesor, que avergonzada. Quizá por esto, y para granjearse de nuevo su voluntad, le fue a noticiar una tarde al confesonario la determinación que había tomado.

No vaciló en darle su consentimiento. Una devoción tan exaltada, un anhelo tan vivo de penitencia y sacrificio se hallarían más a su grado entre las paredes de un convento que en medio de las impurezas de la vida mundanal. A decir verdad, siempre le había sorprendido un poco que su penitenta no se acordase de la vida monástica, tan conforme con sus inclinaciones. Luego, la edad a que había llegado, traspuesta ya la primera juventud, no hacía temer que su resolución fuese hija de un deseo efímero, de una fugaz exaltación romántica, como suele acaecer a las niñas de quince a veinte años. No sólo, pues, se manifestó conforme, sino que la alentó con suaves palabras a persistir en ella y a llevarla a cabo en el plazo más corto posible. Quedó en principio acordado entre ambos que se buscarían los medios más adecuados para ello. El P. Gil, aunque no se lo confesase claramente, estaba contentísimo de librarse de aquella inquieta y enfadosa beata, que a todas horas le molestaba, y que el día menos pensado podía comprometerle gravemente.

Se trató la cuestión de convento. El P. Gil deseaba que fuese al de Agustinas de Lancia, pero la joven prefirió una regla más estrecha. En un pueblecito de Castilla llamado Astudillo existía un convento de Carmelitas Descalzas, donde estaba de superiora una prima suya. Era un retiro dulce, remoto; no había más que diez o doce monjas: un rinconcito del cielo, como le decía cierto capellán que lo había visitado. A ése se empeñó en ir, y su confesor no tuvo al fin más remedio que ceder.

Quedaba la cuestión más grave; el permiso de su padre. Obdulia la presentó desde luego como muy ardua. Osuna no tenía más hija que ella. Era verosímil que se resistiera a perderla para siempre. Mostrábase reacia, temerosa, para hablarle: dejó trascurrir días y días sin intentarlo. El P. Gil la animaba representándole que nada reprobado iba a solicitar de él. La resolución de retirarse del mundo era buena y piadosa para la Iglesia. Para los que no creyeran en ésta, indiferente, nada tenía de inmoral; dependía en un todo del gusto o vocación de la persona. Si un padre consiente que un hijo se case o elija carrera acomodada a sus aficiones, ¿por qué no ha de permitir que otro busque su felicidad en el silencio de una celda? Sobre todo, nada tenía de ofensivo para su autoridad el solicitarlo humildemente. Si lo negaba, se alegarían razones; tal vez se llegase a convencerle.

Finalmente, después de muchas idas y vueltas, tentativas y sustos y vacilaciones, las cuales rodeaba la exaltada doncella de gran aparato y misterio, se decidió un día a acometer aquella empresa espeluznante. ¡Cielo santo, en qué estado de confusión y terror llegó aquella tarde al confesonario! Su padre se había puesto loco, rabioso, al solo anuncio de lo que deseaba hacer. No quiso escuchar razones; la increpó, la injurió y la arrojó de su cuarto a empellones. Jamás consentiría en darle permiso. Primero quisiera verla muerta, y aun la mataría por su propia mano. El P. Gil halló exagerada y hasta irracional aquella oposición, y manifestó propósitos de dirigirse él mismo a Osuna y hacerle comprender que no tenía derecho a violentar de tal modo la inclinación de su hija, sobre todo considerando que no era una niña privada de reflexión. Obdulia se apresuró a disuadirle de este empeño. Su padre había dicho en un arranque de enojo que consideraría como enemigo a cualquiera que le hablase del asunto, que no le escucharía y le arrojaría de su casa.

Fue preciso resignarse por el momento, esperando tiempo más propicio. Sin embargo, la piadosa joven manifestaba cada día mayores y más vehementes deseos de abandonar el mundo para siempre. Esto la reconciliaba con el P. Gil, que había comenzado a desestimarla. Varias veces, desde el primer intento, había abordado a su padre, pero siempre en vano y con desgracia. Osuna se oponía cada vez con más alta violencia. Desde que supiera el propósito de su hija se mostraba con ella despegado, la trataba con extraordinaria dureza; en todas ocasiones, pero sobre todo a la hora de comer, hacía befa de su devoción y se complacía en atormentarla con burlas sangrientas que le hacían llorar. Y no sólo con palabras, sino también con obras la torturaba despiadadamente. Afirmaba tener los brazos negros de los pellizcos que la infligía en cuanto se tocaba la cuestión del convento. Un día mostró a su confesor una oreja rota, de un tirón del feroz jorobado; otro, llegó con una mejilla inflamada y renegrida por haberle tirado un cepillo a la cara. El P. Gil estaba horrorizado y confundido. No sabía qué hacer ni aconsejar.

Los malos tratos y la violencia de las escenas que con su padre tenía a todas horas llegaron a tal extremo que un día declaró a su confesor hallarse resuelta a no padecerlos más tiempo. Tenía el propósito de entrar en el convento a despecho de todos los obstáculos que se le presentasen. Si el P. Gil la ayudaba en su empresa, se escaparía de la casa paterna y entraría inmediatamente en la de Dios. Quedó aquél asustado y confuso ante tan arrebatada determinación. No se le ocultaba que la joven tenía razones poderosas para desobedecer la autoridad de su padre, y si se quiere para huirla. Pero el caso era muy grave. Desde luego trató de disuadirla aconsejándole calma y resignación. Acaso con el tiempo Osuna se convencería, le tocaría Dios en el corazón y podría realizarse con su anuencia lo que tanto anhelaba.

Obdulia no quiso escucharle. Había padecido ya demasiado. Dios no podía querer que obedeciese a un padre tirano y cruel que desobedecía él mismo las leyes divinas poniendo trabas a la salvación de una hija. Con muchas lágrimas y extremosos ademanes le rogó que la socorriese en aquel trance, que la condujese al convento de Astudillo. El sacerdote se negó rotundamente a ello. Volvió a aconsejarle calma y que buscase siempre por los medios suaves de la obediencia y la humildad ganar el consentimiento de su padre. Pero Obdulia, conducida a la desesperación por el creciente rigor de éste, le dijo al fin de un modo terminante que si en el plazo de ocho días no se decidía a acompañarla al convento, se escaparía de la casa y se iría sola.

Gran turbación arrojaron estas palabras en el espíritu del joven excusador. Ayudar tan directamente a cometer una desobediencia le causaba repugnancia. Pero consentir que un padre abusase de tan bárbara manera de su autoridad para violentar la inclinación de su hija y contrariar la voluntad misma de Dios, que la llamaba hacia sí, tampoco le parecía bien. Por algunos días lucharon dentro de él estas opuestas tendencias. Obdulia le veía preocupado, irresoluto. Con astucia le iba atrayendo a la determinación que ella deseaba, haciéndole entender, cada vez con más fuerza, que si se negaba a acompañarla se marcharía sola. Esto le parecía al excusador el colmo del escándalo. Además, se expondría a mil accidentes lamentables, y acaso a su perdición completa. Consentirlo, era echar sobre la conciencia una terrible responsabilidad. Pensó prevenir a su padre; pero la joven, que le adivinó el pensamiento, le declaró con firmeza que sería inútil y aun nocivo para todos este paso. En cuanto tuviese un momento libre para escaparse, lo haría aunque fuese a medianoche.

El P. Gil tuvo la debilidad de ceder. Con la viva imaginación que la caracterizaba, la hija de Osuna se puso a idear los medios de llevar a cabo su propósito. Era condición de su temperamento el no hacer nada por medios naturales y sencillos. Para que saliese a gusto suyo, todo había de ser laberíntico, extraño, violento. El plan era el siguiente: el P. Gil se iría una mañana a Lancia, alquilaría un coche y volvería con él por la noche. Lo dejaría en las cercanías de la villa y vendría a dormir a su casa. Por la mañanita, antes de amanecer, saldría ella con pretexto de ir a misa, tomaría por la carretera de Lancia y se reunirían en el lugar designado de antemano: se meterían en el coche e irían a tomar el tren de Castilla a una estación más allá de Lancia, para despistar a su padre, si por acaso pretendía perseguirla.

No le pareció bien al excusador este proyecto: le causaba instintiva y profunda repugnancia. Hizo algunas observaciones, pero todas se las desbarató prontamente la joven con su facundia y aguzado ingenio. Le hizo ver que cualquier otro ofrecería más graves inconvenientes; fue paliando con arte los que en éste pudieran chocar más a su confesor; le aturdió con tanta palabrería. El carácter débil y bondadoso del padre Gil no supo resistir a aquellos ataques, y convino al fin en poner en práctica lo que su penitenta había imaginado.

Un lunes del mes de Abril salió nuestro excusador en la diligencia de Lancia, con pretexto de ir a consultar sus achaques con un médico amigo. Obdulia se personó poco después en su casa. Habían enterado a D.ª Josefa de todo. Al ama le parecía tan mal como al excusador aquel plan, y en su interior llamaba «enredadora y liosa» a la beata; pero era tanto el gusto que sentía por verse desembarazada de ella, que calló y pasó por todo. Existía siempre entre ambas una rivalidad fácil de explicar. Obdulia, con ocasión o sin ella, visitaba a su confesor, vigilaba su bienestar doméstico, unas veces arreglándole la ropa, otras enviándole algún plato de su gusto, etc. Esto indignaba de un modo indecible a D.ª Josefa. La odiaba a par de muerte. Decía de ella perrerías en todas partes, y por causarle daño, estuvo a punto de comprometer varias veces a su amo. No es extraño, pues, que conociendo todo lo ridículo y peligroso de la escapatoria, la favoreciese, alentando al P. Gil, disipando sus escrúpulos. No veía en ella más que un medio de librarse para siempre de aquella insufrible verruga que le había salido.

Lo primero que hizo la joven fue pedir al ama una maleta para colocar en ella la ropa que su confesor había de necesitar en el viaje. Doña Josefa trajo del desván un saquito de noche.

—Esto es muy pequeño, señora. Aquí no cabe nada.

—¿Cómo pequeño?...—preguntó el ama, estupefacta.—Aquí cabe ropa para una porción de días. ¿Cuánto tiempo ha de estar por allá el señor excusador?

—Poco, poco—se apresuró a decir con manifiesta turbación, poniéndose colorada.—Pero ya ve usted, en los viajes nunca se sabe lo que puede ocurrir... A lo mejor falta la diligencia o las caballerías... Una enfermedad... ¡Quién sabe!...

—¡Válgala Dios, señorita, no se ponga a pensar esas cosas!... Iré por otra. Por falta de maleta no se quede.

Entre ambas acomodaron en ella algunas mudas de ropa blanca, zapatillas, peines, el breviario, etc., etc. Ya que hubieron terminado la tarea, no larga ni difícil por cierto, Obdulia se sentó en el sillón del clérigo, declarando que estaba cansadísima, que aquella noche apenas había dormido con la zozobra que produce siempre una resolución tan decisiva, y que le vendría bien echar un sueño. D.ª Josefa la dejó reposar tranquilamente y se fue a sus quehaceres.

Cuando la sintió trajinar allá abajo, por la cocina, levantose y se puso a examinar con placentera mirada cuantos objetos había en la estancia. Todos los tocó con sus manos. Particularmente aquellos de uso más inmediato y personal para su confesor, como los peines, las plumas de escribir, la fosforera, etc., fueron objeto para ella de una atención viva, ansiosa: les daba vueltas entre sus dedos con emoción, mientras una sonrisa tierna y sumisa vagaba por sus labios. Un alzacuello usado yacía sobre una silla. Se detuvo delante de él, lo alzó y lo contempló unos momentos con interés; luego, echando una mirada tímida a la puerta, lo llevó a los labios dos o tres veces y lo dejó donde estaba. Permaneció algunos minutos inmóvil, de pie en medio de la habitación, con los ojos en el vacío, enajenada por intensa meditación. Sus ojos tornaron al cabo a brillar sonrientes, y una ola de leve carmín se esparció por sus mejillas. Dio algunos pasos con pie vacilante y se paró al fin a la puerta de la alcoba. Con una mirada intensa abrazó cuanto en ella había. El lecho del sacerdote era pequeñito, de madera blanca; blanca también la colcha que lo cubría; las almohadas y las sábanas finas, pero sin encajes. Parecía la cama de una colegiala. Obdulia la contempló largo rato, como si no hubiera visto jamás cosa más sorprendente. En su rostro se notaban los signos de una emoción respetuosa, la que se siente al penetrar en el camarín donde se guardan las reliquias en las catedrales.

Así permaneció sin osar mover un pie, la faz blanca, los ojos anegados en gozo extático como si estuviese en un baño tibio y perfumado. Súbito dio un paso atrás, corrió a la puerta del gabinete, la entreabrió, asomó la cabeza y escuchó. Dª Josefa seguía en la cocina. La cerró nuevamente y volvió en puntillas a la alcoba. Detúvose un instante, y avanzó después hasta tocar en la cama. Puso sobre ella las manos. El corazón le golpeaba en el pecho fuertemente. Dejose caer de bruces, y con mucha delicadeza para no deshacer la ropa se subió a ella y se extendió, apoyando la cabeza en las almohadas. Corrió por todo su cuerpo un estremecimiento inexplicable de placer, de miedo, de vergüenza; un estremecimiento delicioso que la dejó lánguida y desvanecida con los ojos cerrados y el rostro pálido. Al cabo de un rato se volvió y hundió sus mejillas en la almohada, aspirando con narices y boca el olor que los rubios cabellos del P. Gil habían dejado en ella. Frotó repetidas veces la cara contra el lienzo, percibiendo un cosquilleo gratísimo que le penetraba hasta el alma. Gozaba con todo su cuerpo, como si mil bocas la estuviesen besando a un mismo tiempo. Se dejó estar un largo rato quieta, perdida en un sueño feliz, celeste, sacudida por leves estremecimientos de una dulzura tan grande que le hacía daño. Sentía una angustia deliciosa; suspiraba sin apartar el rostro de la almohada para no romper la alegría que la inundaba. Se iba aletargando lentamente. Sus miembros empezaban a dormir, privados de movimiento. Una niebla se esparcía por su mente, borrando y confundiendo las imágenes. Pero su corazón latía siempre con violencia, como si toda la vida se hubiera refugiado en él. Cuando se levantó al cabo de una hora, tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes: una sonrisa humilde, vergonzosa, trasfiguraba su rostro marchito, prestándole una suavidad cándida y virginal que jamás había tenido. Si en algún momento de su vida estuvo hermosa, fue en aquél.

Se apresuró a arreglar la cama haciendo desaparecer toda señal de haber descansado en ella y salió de la estancia; se despidió de Dª Josefa y fue a su casa.

Al oscurecer llegó el P. Gil; se vio con él y convinieron en salir a la madrugada, antes que fuese día, y montar en el coche que aquél había dejado en las inmediaciones. Dª Josefa envió, de noche ya, las maletas por su sobrino a cierta venta no lejana de Peñascosa.

Gran rato antes de percibirse la claridad de la aurora, llamó Obdulia discretamente a la puerta de la casa de su confesor. Salió Dª Josefa a abrirle. El P. Gil estaba ya listo. Tomaron apresuradamente chocolate, y después de haber besado a Dª Josefa con efusión, la presunta monja salvó la puerta y se deslizó rápidamente por la calle abajo. Diez minutos después salió el P. Gil. La noche estaba oscura y húmeda. Había llovido bastante. La calle, llena de charcos; la carretera, de lodo. Fuera ya de los arrabales, Obdulia esperó a su confesor y juntos se dirigieron a la venta donde paraba el coche. Mientras llegaron allá no cruzaron ninguna palabra. El P. Gil caminaba silencioso, taciturno, revelando bien a las claras un mal humor que no era frecuente en él. Tardó un rato el cochero en enganchar. Mientras duró la operación, la futura monja se metió en la venta. El P. Gil permaneció fuera, presenciándola. Uno y otro fueron objeto de gran curiosidad para la ventera, para sus hijos, para el mayoral y el mozo del coche. Apenas les quitaban ojo. El joven presbítero observó que cambiaban entre ellos algunas miradas expresivas y burlonas que le avergonzaron. Vio repentinamente la falsedad de su situación, la enorme tontería que había hecho. Otro hombre de más carácter hubiera retrocedido en aquel instante. Tuvo amagos de hacerlo, vaciló si le diría a la joven que le era imposible acompañarla; al fin no se atrevió, y cuando el cochero advirtió que todo estaba listo y Obdulia le dijo con su viveza característica: «Vamos, padre; pronto... ¡arriba!» subió al carruaje con la resignación de un cordero.

Empezaba a amanecer. Clareaba el horizonte y soplaba un viento húmedo y caliente, propio de primavera y de tiempo achubascado. El carruaje rodaba por la carretera, haciendo saltar nubes de lodo. Era una carretela vieja que en otro tiempo debió de pertenecer a un particular. Obdulia se colocó en la trasera y el P. Gil en la delantera, lo más lejos posible. Siguió mostrándose serio y taciturno, más aún que antes. La joven le observaba con el rabillo del ojo, y adivinando lo que pasaba en su espíritu, permanecía silenciosa también, en un estado de recogimiento que diera buena muestra de sus místicos pensamientos. Para ayudar a ella, dijo al cabo de media hora de silencio:

—Padre, no hemos pedido a San José que nos proteja en nuestro viaje.

—Es cierto—respondió el clérigo, cuyos ojos claros, azules, vagaban perdidos por el paisaje, que empezaba a desembozarse del manto oscuro de la noche y salía fresco y hermoso y goteando todavía de su baño prolongado.

—¿Quiere usted que le recemos cinco padrenuestros?

El sacerdote se despojó del sombrero en silencio y comenzó en voz baja a decir el padrenuestro. Obdulia le respondió con verdadera emoción, también en voz baja. Formaban la del uno y la del otro un murmullo suave, discreto, que sin saber por qué llenaba de emoción el alma de la joven. Sentíase poseída de una languidez extraña, de una felicidad íntima, que aniquilaba o adormecía su pensamiento. El ruido sordo de las ruedas del coche y el cascabeleo de las mulas contribuían a sumergirla en este arrobamiento. Cuando terminaron, quedó largo rato ensimismada. Por su gusto aquella oración no se hubiera terminado nunca.

Pero el joven presbítero se había puesto el sombrero y miraba otra vez por la ventanilla. El paisaje se animaba bajo la claridad rosada de la aurora. El viento había barrido los nubarrones hacia el poniente y dejaba en la parte de levante una claraboya por donde surgía esplendoroso el disco del sol. Aquella visión le apartó del mísero cuidado que ocupaba su mente. Sintió un estremecimiento y cayó de nuevo en la idea fija, terrible, que desde hacía algunos días le roía el corazón. Volvió a sentir aquella angustia opresora que hinchaba poco a poco su pecho y que amenazaba ahogarle. Dejó de existir Obdulia y cuanto tenía a su alrededor. No quedó en el Universo más que su pensamiento frente al gran problema del conocer.

Aquélla, que le observaba atentamente, no se atrevió en mucho tiempo a turbar su éxtasis. Pensaba que lo que le ponía taciturno era lo que le había leído antes en los ojos, el pesar de haberse colocado en una falsa situación. Sin embargo, concluyó por hablar y adoptó el tono jocoso. Quería distraerle a todo trance.

—Padre, está usted muy pensativo. Usted tiene hambre.

El sacerdote hizo un esfuerzo para sonreír.

—No tal.

—Sí, la tiene; no me lo niegue usted. ¡Y el hambre nos hace pensar unas cosas tan tristes!... Verá usted cómo yo le quito en un momentito esa cara de vinagre y se la pongo de jerez amontillado... Aquí lo traigo en este frasco...

Al mismo tiempo abrió un saquito de piel que traía en la mano y comenzó a sacar vitualla y dos o tres frascos con vino y leche.

—Yo necesito verle a usted con cara de pascua, padre—prosiguió mientras desenvolvía los papeles blancos en que traía envueltas las rajas de carne, de pescado, los pastelitos, etc.—En cuanto le veo a usted esa arruguita ahí... ahí—y le tocó con su dedo en la frente: el sacerdote la retiró con viveza,—ya me tiene usted más triste que la noche... ¿Por qué será?... ¿Por qué no será?... Usted, que sabe tanto, me lo dirá.

Las últimas palabras las dijo canturreando y afectando distracción.

—¡Ea! Voy a poner la mesa... Tenga usted quietecitas las piernas, que necesito de ellas en este momento.

Juntó las suyas con las del clérigo, extendió una servilleta por encima y fue colocando los víveres. Los frascos con el vino los puso en el suelo.

—Me parece que no habrá necesidad de que saque los tenedores, ¿verdad?... Seamos humildes. Comamos con los dedos.

—¿Es humildad, o es que le sabe mejor así?—preguntó sonriendo el P. Gil.

Obdulia soltó la carcajada.

—Es usted mi confesor y no puedo decirle mentira. Me gusta así mucho más... Es de las pocas cosas sucias que me gustan.

—Eso último tampoco es humildad—dijo el confesor sin dejar de sonreír.

—Vaya, vaya, no se me ponga regañón y coma con garbo... si es que sabe... que estoy viendo que no... Pero ¡criatura! ¿Qué hace usted ahí echando bocados a ese trozo de mero sin quitarle las espinas?... ¿No ve usted que se le puede clavar una en la garganta?... Deme usted acá—y se la arrebató al mismo tiempo de las manos.—Verá usted cómo yo se las quito sin dejar una... Digo... si es que usted no tiene asco a mis dedos...

El P. Gil se apresuró a hacer signos negativos.

—Salen ahora mismo de los guantes... Además—exclamó riendo,—usted me tiene mucho cariño y lo come más a gusto pasando por mis manos... ¡Qué tonta soy! ¿Verdad, padre?—añadió bajando la voz.

—Tonta, no. Un tanto ligera, sí—repuso el sacerdote, acompañando estas palabras con una sonrisa para desvirtuar su aspereza.

La joven se puso encarnada. La conversación se hizo más seria.

Cerca de las nueve divisaron las torres de Lancia y la gran cortina negra de montañas que cierra su horizonte. El cielo estaba despejado. El viento soplaba tibio del Sur. La mañana ofrecía esa dulzura exquisita que se observa en algunos días de primavera.

El P. Gil advirtió al cochero que pasase cerca de la capital sin entrar y se dirigiese a la primera estación del ferrocarril, distante una legua de ella. Había resuelto tomar el tren allí para mayor recato. La estación, se llamaba la Reguera. Cuando llegaron eran las once. Debían esperar dos horas y media, porque el tren no pasaba por allí hasta la una y cuarenta.

La Reguera estaba situada al extremo de un pintoresco y risueño valle. Desde la estación, asentada en un alto terraplén, se divisaba todo perfectamente. Circundábalo un cinturón de colinas suaves vestidas de árboles y praderas y después de éste otro de altas y escuetas montañas, cuyos tonos rojizos formaban hermoso contraste con el verde del primero. En el llano había un mosaico caprichoso de prados con lindes de avellanos, tierras de maíz y arboledas. Por el medio atravesaba majestuoso un río ancho, cristalino, que, herido por el sol, parecía una gran faja brillante de plata. Así que despidieron el coche, Obdulia propuso a su confesor el bajar a este llano y aguardar allí la llegada del tren. Aceptó gustoso, por librarse de las miradas de la gente de la estación. Bajaron por un sendero estrecho y empinado y entraron en un bosque de castaños que se prolongaba hasta la orilla del río. El sacerdote advirtió que estaba muy húmedo, pero la joven marchaba delante dando gritos de alegría, metiéndose hasta la rodilla en la yerba, batiendo las palmas como una niña a quien perdonasen la escuela. Las grandes copas de los castaños aún no estaban vestidas del follaje que ostentan en el verano. Los rayos del sol, pasando al través de sus ramas descarnadas, bebían el agua fresca que formaba charcos entre el césped.

Obdulia no paró hasta llegar al talud guijarroso que servía de margen al río. Allí se detuvo y volvió la vista atrás y contempló con semblante risueño a su confesor, que venía tomando precauciones, apoyando con cuidado el pie en los sitios más secos. Tenía el rostro encendido por la carrera, los cabellos revueltos y sus grandes ojos negros brillaban con expresión de vivo placer.

—¡Ande usted, cobarde! ¿Tiene miedo a morirse por los pies?

—Y si pilla usted un catarro, ¿cómo podrá resistir la vida dura del año de noviciado?—repuso el clérigo aproximándose.

Por los ojos de la joven pasó una nube sombría y quedó repentinamente seria. Luego, haciendo un esfuerzo para animarse, dijo:

—¿A que no se atreve usted a desenganchar esa lancha para que demos un paseito por el río?

—¡Ya lo creo que no!

—Pues yo sí... Ahora va usted a ver.

Una gran barca vieja y deteriorada, que servía para trasportar a los paisanos de una orilla a otra en los días de mercado, yacía amarrada por una cadena a la orilla, debajo de unos juncales que la sombreaban.

—¡Ay, qué lástima!—exclamó la joven devota cogiendo entre sus manos la cadena.—¡Tiene candado!

—Me alegro. Eso evita que usted hiciera una locura.

—Pues yo no renuncio a flotar un poco. Me meto dentro. Soy de puerto de mar y el agua es mi elemento.

Y diciendo y haciendo, saltó con decisión en la barca, que se inclinó de un lado para recibirla; se fue por encima de los bancos hasta la popa, y allí se sentó.

—¡Oh! ¡Qué bien se está aquí a la sombra! Y hay su cachito de balanceo... Véngase, padre. En ninguna parte se puede esperar mejor...

El clérigo saltó también por encima de los bancos, y se fue a sentar no lejos de ella. La sombra, en efecto, era grata en aquella hora del mediodía. La corriente balanceaba suavemente la lancha y producía al chocar un glu glu suave y cristalino que convidaba al sueño. Después de alegrarse de su buena fortuna por hallar asiento tan agradable y de cambiar algunas frases, ambos guardaron silencio. Obdulia inclinó su cuerpo sobre el agua y clavó los ojos en ella con expresión melancólica. El P. Gil dejó los suyos vagar por el horizonte, recorriendo sin verlas las altas montañas que aislaban el valle del resto del mundo. Y como siempre que quedaba un momento abstraído, la fatal duda volvió a flotar en su mente. ¿Qué era todo aquello que tenía a su alrededor? Una pura representación de su pensamiento, un producto de él, un sueño quizá... ¡Un sueño!... Mientras dormimos también vemos, también palpamos, lo sentimos todo al igual que despiertos. ¿Por qué no ha de ser la vida un largo sueño? La diferencia que establece Kant entre la vigilia y el sueño le parecía deleznable. Porque el encadenamiento de las representaciones lo mismo existe en la una que en el otro. Lo único que rompe este encadenamiento es el acto de despertar. Pero muchas veces al despertar confundimos los acontecimientos del sueño con los de la realidad. ¿No indica esto bastante claramente que todo tiene el mismo origen y fundamento? ¿Por qué razón decimos que los unos son reales y los otros no?...

Sacole de su intensa meditación la voz de Obdulia, que desde hacía algunos minutos le observaba.

—Vamos, padre, no piense usted más en eso, y dígame de verdad si no está a gusto aquí.

—¿En qué no he de pensar, hija mía?—respondió el sacerdote poniéndose levemente colorado, como si ya se lo hubiese adivinado.

—¡En eso!... No sé lo que es, pero debe de ser algo malo cuando le hace a usted arrugar la frente y abrir unos ojazos pasmados como si viera delante un alma del otro mundo... Vamos, piense usted un poco en mí, ya que me he confiado a sus cuidados.

—Ya pienso. ¿No acabo de advertir a usted que no debía mojarse los pies? Pero usted no hace caso—replicó sonriendo con benevolencia.

—¡Eso es! Se acuerda usted de mí para regañarme... ¡Se ha vuelto usted muy regañón, padre!... En otro tiempo era usted más cobarde, más suavecito; todo lo decía dando rodeos, de miedo de ofender a una... ¡Pero ahora! ¡Anda, anda, buenos rodeos te dé Dios!... Ya ha aprendido bien a regañar... Por supuesto—añadió cambiando de tono y acercándose más a él—que a mí me gusta más de esta manera. Yo quiero que mi confesor tenga firme por las riendas, que sea severo y hasta duro conmigo... Usted me riñe poco todavía, padre. Quisiera que usted fuese más severo... que me castigara fuerte... y hasta me pegara, para demostrarle bien mi sumisión.

Dijo las últimas palabras con voz temblorosa y el rostro avergonzado, fijando en su confesor una mirada de tímida adoración. El rostro de éste expresó turbación y disgusto. Volvió la vista al otro lado y guardó silencio.

Al cabo de unos instantes, la joven devota, que miraba melancólicamente al agua, dijo con ímpetu reprimido:

—Cuánto daría porque se rompiese la cadena que sujeta esta barca y la corriente me llevase muy lejos... ¡muy lejos!... donde no viese nada de lo que he visto hasta ahora, donde todo lo que imaginara se realizase al instante... ¡Ah! Yo quisiera ir a parar a un valle más pequeño que éste, pero más risueño todavía: el cielo siempre azul, la tierra llena de flores y animales hermosos que viniesen a comer a mi mano. Y vivir allí sola con Dios y las personas que eligiese para acompañarme. Vivir enmedio de los campos y entender lo que dicen los árboles cuando el viento agita sus copas y lo que murmuran las fuentes y lo que gorjean las aves y lo que silban los insectos. Marchar siempre acompañados de una escolta de pajaritos de Dios que nos enseñaran el camino y nos deleitaran con su canto, embriagados por los aromas de las flores, inundados de luz, envueltos en la caricia de una primavera eterna. Esto es lo que soñaba cuando tenía catorce años. Y hoy, sin saber por qué, vuelvo a soñarlo otra vez... Pero no—añadió con voz profunda al cabo de una pausa, frunciendo fuertemente su frente pálida,—mejor sería que la barca me llevase a alguna gruta oscura entre peñascos inaccesibles y me volcase allí y me sepultase en sus aguas negras, para que nunca más se volviese a saber de mí... Así concluiría de una vez de padecer...

Al pronunciar las últimas palabras se llevó las manos a la cara y comenzó a sollozar.

El P. Gil la contempló un momento con ojos severos.

—Lo que acaba de decir es una gran impiedad, tanto más grande y abominable, cuanto que sale de una boca que va a pronunciar muy pronto votos sagrados.

—Perdón, padre... Son sueños nada más.

—Pida usted perdón a Dios y prepárese de un modo más respetuoso para ser su esposa.

El P. Gil se levantó al decir esto gravemente y salió de la barca. Obdulia le siguió con el pañuelo en los ojos.

Subieron de nuevo a la estación. En una cantina próxima tomaron caldo y aguardaron la llegada del tren, que no se hizo esperar. No había ningún coche vacío, pero en uno estaba solamente una persona, y a él subieron. Partió el tren al instante. El viajero les miró distraídamente, con poca curiosidad, figurándose tal vez que eran hermanos. Sin embargo, al cabo de unos momentos la joven pidió a su confesor que le bajase la maleta de la rejilla para sacar un pañuelo. El viajero percibió que se trataban de usted, y entonces los examinó con viva atención. El padre Gil se turbó bajo su mirada fija, inquisidora. Por fortuna, a la tercera estación se bajó. Pero todavía, en pie sobre el andén, los seguía saetando con los ojos hasta que el tren se puso en marcha.

Ambos guardaron silencio obstinado. El padre Gil ya no se sentía arrastrado por la metafísica; empezaba a atormentarle una sorda inquietud que llenaba su espíritu de temores, de vagos presentimientos. Sentía vergüenza singular desde que el viajero que se había apeado les observara con atención tan sostenida. Aquella muchacha le inspiraba miedo. Un tropel de pensamientos feos, insensatos, acudió a su cerebro y lo llenó de confusión. Tenía las mejillas encendidas y los ojos asustados. Procuraba evitar el encuentro con los de su penitenta, que sentía posados constantemente sobre él.

Por atracción irresistible o por casualidad llegó un momento en que se cruzaron sus miradas. La joven dejó escapar una risita maliciosa. El sacerdote apartó prontamente la vista y permaneció grave, como si no la hubiera advertido. Al cabo de un rato volvieron, sin saber cómo, a encontrarse sus ojos, y otra vez soltó a reír la devota, mirándole con semblante alegre. El padre Gil no hizo aprecio de ello y volvió el suyo hacia la ventanilla. Pero Obdulia exclamó:

—¿A que no sabe, padre, de qué me estoy riendo?

—Usted dirá—repuso gravemente el clérigo sin volver la cabeza.

—Pues de usted.

—¿Por qué motivo?—preguntó con naturalidad y modestia.

—Porque adivino perfectamente lo que está pensando. Usted teme que llegue la noche, como los niños... Empieza usted a estar violento con una mujer que todavía no es vieja, y se arrepiente ya de haber cedido a acompañarme...

—No anda usted muy distante de la verdad—replicó el sacerdote con firmeza.

Obdulia se turbó un poco; pero reponiéndose inmediatamente:

—Eso prueba su gran modestia, padre. Un santo como usted no debe temer nada en ninguna situación. Yo, sin ser santa, estoy perfectamente tranquila.

Estas palabras gustaron al P. Gil. Le respondió con benevolencia, y un poco más sereno y confiado, volvió a entablar conversación con ella, procurando mostrarse familiar y jocoso, tanto más cuanto que deseaba alejar el malestar y la inquietud que se cernía sobre ellos.

Rezaron el rosario. Luego cenaron con la vitualla que traían. Mientras duró la cena, Obdulia estuvo oportuna y alegre. El clérigo le seguía el humor con cierta afectación para ocultar el embarazo que a su pesar le dominaba.

Había cerrado la noche, una noche soberbia de Castilla, fría y azul, alumbrada por los rayos de la luna, que trasformaba la llanura en un vasto lago dormido. El tren corría a toda velocidad por el medio rompiendo con sus silbos estridentes, con el fragor de su marcha, el encanto de aquella claridad suave y tranquila. Los altos chopos parecían flotar sobre ella como fantasmas envueltos en el blanco cendal de la neblina.

Los cristales del coche se empañaron al fin. Obdulia se apartó de su confesor y fue a arrebujarse en un rincón, tiritando de frío. Luego se puso a hacer dibujos sobre el cristal con un dedo. Escribió su nombre: Obdulia Osuna; después el de su confesor, Gil Lastra. Y volviéndose al rincón, se rebujó de nuevo. El P. Gil, que había leído bien desde su sitio los dos nombres, se acercó a la ventanilla, con pretexto de estirar las piernas, y escribió debajo del suyo con letra clara: presbítero.

Trascurrió un rato en silencio. Ambos parecían soñolientos. Obdulia dijo al cabo:

—Con permiso de usted, voy a acostarme un poquito, padre. Tengo sueño.

Y se estiró sobre los almohadones, echándose una manta encima de las piernas.

—¡Ay! ¡ay!—exclamó a los pocos instantes.—¡Cómo me lastiman las botas!... ¡Claro, como las he humedecido primero y luego puse los pies sobre el calorífero, se han contraído!... Vamos, padre—añadió sonriendo graciosamente,—sírvame de doncella una vez siquiera... Quítemelas usted, que yo no puedo.

Una ola de rubor subió a las mejillas del sacerdote. Tuvo un momento de vacilación.

—Vamos, padre—insistió ella,—sea usted humilde como todos los santos. El Papa lava los pies a los pobres: bien puede usted quitarme a mí las botas.

El P. Gil se levantó y empezó con mano temblorosa, rojo como una amapola, a soltar los botones del calzado a su hija de confesión. Ella le contemplaba con sonrisa maliciosa.

—Muchas gracias, padre. Ahora hágame el favor de envolverme las piernas en la manta... Así; perfectamente. Ahora acuéstese un poco también y no haga ruido.

El sacerdote, que a todo esto sonreía forzadamente, se acomodó en el rincón opuesto y quedó de repente serio, con el entrecejo violentamente fruncido. Una viva terrible inquietud se apoderó de su espíritu. La escapatoria le iba pareciendo una ligereza cada vez más imperdonable. Aquella muchacha, ni tenía verdadera vocación de monja, ni llevaba trazas de tenerla jamás. Era un temperamento frívolo, malicioso, arrebatado, capaz de cualquier atrocidad. ¡Qué necedad la de haber cedido a sus instancias! Se confesaba que merecía un poco lo que le estaba pasando por su afán de desembarazarse de ella a todo trance. Pero como ya no era tiempo de volverse atrás, lo importante era dejarla cuanto más antes en el convento, y a eso debían tender todos sus esfuerzos.

Obdulia parecía dormida. Sus ojos, no obstante, se entreabrían de vez en cuando para mirarle, y dejaban escapar una llamarada burlona y maliciosa.

A las nueve llegaron a Palencia. Se hicieron guiar a una posada modesta. Antes de retirarse cada cual a su habitación, el P. Gil quiso prevenir todo lo necesario para emprender el viaje a Astudillo al día siguiente. Mandó buscar caballos, se enteró del camino que habían de seguir, del tiempo que iban a tardar, etc. Quiso dejarlo todo listo, a pesar de que Obdulia le indicaba que no corría tanta prisa. Puesto que se trataba de un viaje corto, por la mañana era fácil arreglarlo todo. Pero el excusador no podía disimular el ansia que tenía de dejar zanjado aquel asunto.

Se levantó muy temprano, pero no se atrevió a avisar a la joven. Entretuvo su impaciencia rezando, paseando por la habitación, yendo a casa del alquilador de los caballos para cerciorarse de que los tenía dispuestos. Al fin, cerca ya de las diez, se atrevió a pasar un recado por la criada, preguntándole si estaba ya preparada a partir. La respuesta que aquélla trajo fue que la señorita aún no se había levantado, por hallarse un poco constipada, que en cuanto se levantase le avisaría para ponerse en camino.

Sin saber por qué, aquella novedad produjo en el P. Gil un gran desconsuelo; sintió profundo disgusto, presintiendo una catástrofe. Una hora después recibió otro recado de ella aconsejándole que almorzase solo y pasase después por su habitación, que para entonces ya estaría vestida y preparada. Así lo hizo, cada vez más inquieto y receloso; pero al entrar en el cuarto de la joven, encontró que estaba, en efecto, levantada, pero de ningún modo dispuesta para partir. Vestía una bata elegante y tenía los cabellos recogidos en una cofia blanca con lazos de seda encarnados. Estaba bastante pálida y tenía los ojos con señales de haber llorado.

El P. Gil se detuvo a la puerta y frunció el entrecejo.

—Entre usted, padre, y siéntese aquí en esta butaca—dijo ella desde una sillita, mirándole con dulzura.—Ya estoy bien. He pasado una noche muy mala.

—¿Ha tosido usted?—preguntó el excusador, sentándose.

—No... la he pasado toda llorando.

El clérigo la miró estupefacto.

—¿Cómo es eso, hija mía?

Obdulia se llevó el pañuelo a los ojos y no contestó. Al cabo de un largo silencio dejó caer el pañuelo, se apoderó de una mano de su confesor y la besó con efusión repetidas veces y la llenó de lágrimas, exclamando:

—¡Soy muy desgraciada!

El P. Gil quiso retirar la mano suavemente, pero la devota se la apretó con más fuerza.

—No... no me retire usted esta mano, padre... esta mano que tantas veces me ha absuelto de mis pecados, y que ahora ¡ay! no podrá absolverme ni sacarme del abismo en que he caído...

—Cálmese usted, hija—repuso el clérigo, impresionado.—¿Acaso se arrepiente usted de su decisión?... Por eso no ha caído usted en el abismo. Todo se puede arreglar sin escándalo. Tiene usted un año de noviciado, en que puede salir del convento cuando lo desee...

Obdulia volvió a taparse el rostro con las manos y dijo entre sollozos:

—No es eso... Es otra cosa peor... Yo tengo un secreto, padre; un secreto que me pesa en el corazón hace tiempo y que me ahoga...

El P. Gil quedó unos instantes suspenso, y dijo al fin:

—Si usted lo desea, iremos a la iglesia y la escucharé en confesión.

—No, no... Usted ya no puede ser mi confesor—y levantando repentinamente la frente, pálidas las mejillas, los ojos secos y brillantes, donde se pintaba una resolución extrema, siguió:—Sé muy bien, padre, que mi vida entera está destinada a llorar... Sé también que después de esta vida me espera quizá una eternidad de tormentos. Pero la desesperación no cuenta los tormentos ni teme nada. No tiene más que un pensamiento. Todo lo demás queda aniquilado... Yo le he engañado a usted, padre. Yo no quiero ni puedo ser esposa de Jesucristo, porque sería infiel a mis juramentos. Tengo dentro del alma, allá en el rincón más oculto y sagrado, un amor al cual seré fiel toda la vida. Este amor es mi delicia y es mi tormento. Hace dos años que vivo muriendo de una muerte dulce, porque adoro mis propios sufrimientos... Hace dos años que lloro en silencio, pero mis lágrimas son dulces y las bebo con placer. Sin saberlo, padre, usted me ha estado envenenando lentamente; pero, lejos de aborrecerle, le quiero, le adoro con toda mí alma... He procurado arrancar de mi alma este amor que me consume, he golpeado mi pecho, he martirizado mis carnes... Usted bien lo sabe, padre... Después me he convencido de que era inútil, y lo he dejado florecer en mi corazón. Cúmplase la voluntad de Dios. Sé que estoy condenada, pero yo le quiero a usted... ¡Te quiero! ¡te quiero más que a mi salvación!... Llévame adonde se te antoje, pero no me separes de ti... Déjame ser tu sierva... Déjame besar el suelo que pisas...

Cayó de rodillas delante de su consejero, con el rostro entre las manos. Al través de sus dedos flacos se notaba el vivo carmín de que estaba cubierto.

El P. Gil se puso en pie vivamente, pálido como un muerto, con el espanto pintado en los ojos. Sus labios temblaron para fulminar sin duda alguna frase durísima, pero no llegó a pronunciarla. Se lanzó rápidamente a la puerta y desapareció por ella.

Salió de casa sin darse cuenta de lo que hacía. Caminó a la ventura largo rato por las calles en un estado de aturdimiento que le impedía razonar sobre lo que acababa de sucederle. Saliose al campo y dio un largo paseo. El cansancio físico produjo su acostumbrado efecto sedante y comenzó a ver con claridad su situación. Nada ganó con ello. Lo que le estaba pasando era gravísimo, una verdadera catástrofe. Sus presentimientos se habían realizado. ¿Cómo volver a Peñascosa con la muchacha? ¿Cómo dejarla allí abandonada? Todas las soluciones que acudían a su mente le parecían igualmente comprometidas. Pensó en telegrafiar al padre, pero no era posible explicar en un telegrama lo ocurrido, ni aun de palabra podía hacerlo dignamente. Además, ¡quién sabe de lo que sería capaz aquella loca si se veía acosada! Una viva irritación se iba apoderando del alma pacífica del presbítero. Hacía ya tiempo que no estimaba a la exaltada beata; ahora la aborrecía.

Cuando regresó a casa era ya noche. Se encerró en su cuarto sin preguntar por su compañera, y continuó meditando con febril impaciencia sobre el mismo tema. La solución que le pareció menos mala, después de haber tomado y desechado muchas, fue presentarse al obispo de la diócesis y confiarle todo el asunto y pedirle consejo y órdenes para salir del paso.

—Señor cura, la señorita que ha venido con usted me manda decirle que haga el favor de pasar por su habitación.

El P. Gil levantó la cabeza, y avergonzado y confuso como si tuviera que arrepentirse de algo, respondió a la huéspeda:

—¿La señorita?... ¡Ah! Bien... Allá voy en seguida.

Pero no se movió del sitio. Aquella llamada aumentó aún más su irritación. Estaba resuelto a no volver a verla mientras el prelado no interviniese en un asunto que tan gravemente podía comprometerle. Trascurrió cerca de una hora. Al cabo de ese tiempo se presentó de nuevo la patrona, toda azorada.

—La señorita tiene un ataque y está en la cama sin conocimiento. ¡Venga, venga, señor cura!

—¡Voy, voy!—exclamó asustado, corriendo en pos de ella.

En efecto, Obdulia yacía en la cama, privada de sentido y extrañamente pálida. Parecía muerta. El P. Gil sintió al verla en tal estado una punzada de remordimiento en el corazón. Se apresuró a prodigarle todos los cuidados que en el momento se le ocurrieron. Entre la patrona y él le bañaron las sienes con agua fría, le hicieron oler algunos pomos de los que ella traía en su saquito de mano. No tardó mucho en abrir los ojos. Estuvo algunos momentos con la mirada seria y fija en el sacerdote. Luego sonrió dulcemente. La huéspeda se apresuró a ofrecerse.

—¿Quiere usted que llamemos al médico, señorita?

—No, no... Esto no es nada... Hágame una tacita de tila.

—Ahora mismo.

Cuando se quedaron solos, la beata volvió a mirarle larga y fijamente. Al cabo dijo con voz débil:

—Escuche usted, padre.

—¿Qué desea usted, hija mía?—respondió inclinando la cabeza hacia ella.

—Acérquese usted más... No puedo esforzar la voz.

El P. Gil se inclinó todavía más. Súbito, con movimiento imprevisto, la joven devota sacó los brazos desnudos de la cama y se los echó al cuello, atrajo su rostro hacia el de ella con inusitada fuerza y le dio un beso prolongado, frenético, en los labios, y después otro y otro. El sacerdote forcejeó en vano por desasirse. Aquellos brazos le apretaban como si fuesen de hierro, y una nube de besos ardorosos corría por todo su rostro, sin tregua. No se oía en la estancia más que el suave rumor que producían y el resuello de dos pechos anhelantes.

Al fin, el sacerdote, con un supremo esfuerzo, se desligó. La joven cayó pesadamente en la cama. Aquél se sintió acometido de tal susto, repugnancia y horror que, después de vacilar unos momentos, perdió el sentido y se desplomó sobre el pavimento.

Viéndole caer, la joven se levantó con presteza del lecho y acudió solícita a socorrerle. Pero al poner los pies en el suelo, su flaca naturaleza, hondamente perturbada por lo que acababa de suceder y por la vista de su confesor tendido en el suelo, le faltó también y cayó presa de un síncope.

El del P. Gil era un desmayo pasajero. Tardó pocos segundos en volver en sí. Incorporose en el suelo, y viendo a Obdulia tendida a su lado en camisa y con una parte del cuerpo descubierta, sintió un fuerte estremecimiento de vergüenza y se alzó como movido por un resorte. Y pensando con horror que podía llegar el ama en aquel momento, se apresuró a tomar a la joven entre sus brazos para trasportarla a la cama. Cuando la tenía suspendida a media vara del suelo, sintió ruido en la puerta. Volvió la cabeza aterrado, y un grito ahogado de vergüenza se escapó de su garganta. A la puerta estaban Osuna, D. Martín de las Casas y D. Peregrín Casanova.

—¡Ya cayeron los tórtolos!—gritó D. Martín con voz estentórea.

El P. Gil dejó caer de nuevo a la joven y retrocedió, mirándoles con ojos de espanto.

—¿Qué es esto?... ¿Qué es lo que pasa? ¡Mi hija!... ¡Dios mío!—clamó Osuna, apresurándose a reconocerla.

—Oiga usted, ¡sucio, canalla, desorejado!—profirió D. Peregrín, dirigiéndose al excusador.—¿Qué situación es ésta para un sacerdote? ¿No se le cae la cara de vergüenza?

D. Martín de las Casas le agarró con la mano izquierda por el brazo, y empujándole contra la pared, le vomitó con voz campanuda, blandiendo al mismo tiempo el bastón:

—¡Granujota, indecente! ¡En buen lugar has dejado a los que te sacaron del polvo! ¡Miserable gusano, debiera aplastarte y arrojarte después como una piltrafa a la calle para que te coman los perros! Debiera clavarte por las orejas a la pared y exponerte a la vergüenza pública... Por lo menos debiera romperte las costillas con este bastón, ¡y me están dando ganas de hacerlo!

No sería difícil, mejor dicho, sería casi seguro que el enérgico inválido satisficiera en esta ocasión, como en tantas otras, su apetito desordenado de contundir a sus semejantes, si no fuera porque en aquel instante se interpuso la huéspeda.

—¿Qué va usted a hacer, caballero? ¡Maltratar a un sacerdote!... En mi casa no se dará tal escándalo...

Repuesto un poco de la sorpresa el P. Gil, dijo con firmeza entonces:

—Señores, esta joven se ha desmayado al tiempo de venir en mi socorro por haberme caído. La he acompañado hasta aquí, a ruego suyo, porque desea entrar en un convento y consagrarse a Dios, a lo cual su padre se opone sin razón ni derecho y para ello la maltrata bárbaramente...

—¡Maltratar yo a mi hija, canalla!—gritó en el colmo de la indignación el jorobado, que había conseguido trasportar a Obdulia hasta la cama y se disponía a echarle agua en la cara.—Miente usted y miente quien lo diga. Yo no sabía siquiera que deseaba entrar en un convento... ni me hubiera opuesto a ello.

El P. Gil quedó estupefacto, sin acertar a decir una palabra, porque el acento de Osuna denotaba sinceridad.

—Yo creo que lo que procede en este caso—manifestó D. Peregrín con su voz gangosa, administrativa,—es dar inmediatamente conocimiento del hecho a la autoridad civil... A mí se me presentó un padre, siendo gobernador de Tarragona...

—¡Déjenos usted de Tarragona, D. Peregrín!—interrumpió el señor de las Casas.—Aquí lo que procede es atender a esa niña... Usted, señora, haga lo que sepa para hacerle volver en sí. Usted, D. Peregrín, que conoce bien la población, vaya a buscar un médico... Y tú, don Gil el enamorado... al infierno si te parece.

—¡Decir que yo maltrato a mi hija, porque quiere hacerse monja!—seguía exclamando por lo bajo Osuna, mientras ayudaba a la huéspeda.—¡Canalla, más que canalla!

—Señor Osuna, dispénseme usted... Yo lo creía así—dijo el sacerdote.

—Bueno, bueno. Ya se arreglará esa cuestión en Peñascosa—profirió D. Martín con su energía característica.—Ahora, ¡largo de aquí!... ¡largo!

El P. Gil se dirigió a la puerta, pero cuando ya iba a trasponerla, D. Martín le gritó como si estuviese al frente de un batallón: ¡Alto!

—Amigo Osuna—dijo dirigiéndose al jorobado,—a usted le han inferido una ofensa grave y usted no queda decentemente si no da ahora mismo una bofetada al individuo que le ha ofendido (apuntando para el P. Gil).

Hubo silencio embarazoso. El semblante de Osuna expresó malestar y vacilación.

—Nada, nada—siguió el feroz inválido con su voz resonante de barba de teatro,—no es usted hombre de honor, no tiene usted pizca de vergüenza si deja sin correctivo la ofensa.

Osuna vaciló todavía un instante, echó una mirada de misericordia al inválido; pero viendo su rostro espantable, se resolvió al fin. Alzose sobre la punta de los pies y descargó una sonora bofetada en la mejilla del sacerdote.

—¡Jesús!—exclamó la huéspeda.—¡Eso es una iniquidad!

El P. Gil se puso densamente pálido: asomaron dos lágrimas a sus ojos; pero no hizo movimiento alguno para arrojarse sobre su agresor.

XIII

Gracias a la actitud resuelta de Obdulia, el asunto no fue llevado a los tribunales. Desde el primer momento se confesó autora y única responsable de la fuga: el excusador ninguna culpa había tenido en ella; sólo había cedido a acompañarla después de incesantes ruegos y valiéndose del ardid de los malos tratos en su casa. D. Peregrín Casanova, queriendo sin duda demostrar que no guardaba rencor alguno a Osuna por la escena de la iluminación, seguía opinando que debía instruirse expediente gubernativo. Hacía ya mucho tiempo que estaban reconciliados. En Peñascosa los particulares se injurian públicamente, se llaman canallas, miserables, etc., etc., y a los ocho días se les vuelve a ver juntos tomando café. Pero esto no es privativo de Peñascosa. Lo mismo sucede en Sarrió y en Nieva. De otro modo, ¿cómo sería posible la vida en estas villas insignes?

Contra el parecer de D. Peregrín se hallaban todas las personas sensatas de la población. Unos por afectos al excusador, otros por timoratos, otros porque no veían motivo para armar un escándalo, casi todos aconsejaron a Osuna que se estuviese quedo. Sin embargo, los enemigos que el excusador tenía, mejor diremos, los envidiosos, se encresparon terriblemente. No quisieron asentir a la versión de la doncella. Opinaban que era una patraña forjada por ella para salvarle; y si no lo creían, por lo menos así lo manifestaban bajando la voz y sonriendo maliciosamente. Se les cubrió de sarcasmos, lo mismo al sacerdote que a su hija de confesión, y se hicieron correr por la villa mil chuscadas más o menos ingeniosas a propósito de su viaje. Fácil es de adivinar que quien más trabajó en esta propaganda, aunque de un modo solapado, fue el P. Narciso. No le bastaba al capellán de Sarrió haber humillado a su émulo arrancándole el cargo de coadjutor, que en justicia le pertenecía. Quería a toda costa concluir con él, pulverizarle, que no se oyese más su nombre en boca de las beatas de Peñascosa.

Pareciole la ocasión de perlas para ello. Por eso se dirigió espontáneamente a Osuna, preguntándole si no pensaba acudir a los tribunales. Cuando supo que esto no podía ser porque Obdulia asumía toda la responsabilidad y declaraba haber engañado a su confesor, experimentó profundo pesar. Tanto era su anhelo de exterminar al P. Gil, que aunque hacía ya muchísimo tiempo que sus relaciones con aquélla eran tirantes, y aun puede decirse de abierta hostilidad, se aventuró a tantearla. Tres o cuatro días después de haber regresado a Peñascosa la vio una mañana en la iglesia. Le mandó recado por un monaguillo que deseaba hablar con ella y la esperaba en la sacristía. Fue allá la joven, aunque de malísima gana. El coadjutor se hizo de miel; la trató con extremado cariño; manejó con brío el incensario, sabiendo hasta qué punto era vivo y delicado su amor propio. Cuando creyó tenerla blanda, le hizo presente con grandes perífrasis que él, como párroco coadjutor, tenía el deber de velar por la honra de todas sus feligresas; que la de ella andaba en boca de la gente hacía unos días, y que esto le pesaba en el alma por el particular cariño que la profesaba. Le pesaba tanto más, cuanto estaba seguro de que no había dado motivo alguno para ello. Conocía su carácter generoso, su espíritu noble; por eso estaba convencido de que en esta ocasión, como en tantas otras, se sacrificaba por los demás. Ahora bien, este sacrificio no era admisible; podía considerarse como un pecado. La honra no nos pertenece; es un depósito que Dios nos confía y que tenemos la obligación de defender. Por otra parte, la deshonra no era solamente para ella, sino también para su anciano padre. El pobre se veía a causa de este sacrificio motejado y murmurado en la villa. Aún más: aunque se diera por bueno tal rasgo de generosidad, tanto ella como él, que eran miembros de la Iglesia, tenían el deber de denunciar a la autoridad eclesiástica a cualquier sacerdote que se extralimitase en el ejercicio de su ministerio, para que recibiese el condigno y fraternal castigo que los cánones previenen. Esto redundaba en bien de la fe. Ella, tan excelente cristiana, no había de permitir que se burlase la justicia de Dios. Comprendía perfectamente que le sería doloroso declarar contra su confesor; pero era un sacrificio mayor que el que estaba llevando a cabo, y que Dios le agradecería seguramente. Además, debía tener en cuenta que al denunciar a su confesor no le causaba daño alguno; al contrario, el castigo en la Iglesia se considera como un bien, como una justa expiación que, cuando va acompañada del arrepentimiento, redime del pecado y nos libra de las penas del infierno.

El pobre D. Narciso ignoraba, a pesar de haberla tratado tanto tiempo, con quién se las había. Antes de que hubiera pronunciado palabra, ya sabía Obdulia qué iba a decirle y en qué forma poco más o menos; le conocía como si pasara la vida dentro de su cerebro. Aquella habilidad frailuna hecha de lugares comunes se estrellaba contra la viva imaginación, el ingenio sutil y la perspicacia de la joven beata. Respondiole en el mismo tono persuasivo, untuoso, que el clérigo había adoptado. De nada podía acusar al P. Gil, que era un santo, un ser excepcional cuya ilustración servía de faro en la parroquia desde que por dicha había llegado a ella, y cuya modestia, abnegación y piedad podían servir de ejemplo y estímulo a sus compañeros. Pero aunque hubiera motivo para acusarle, se abstendría muy bien de hacerlo, sabiendo que el escándalo aprovecharía principalmente a los enemigos de la religión. La falta de una mujer cuando es soltera redunda sólo en perjuicio de ella. La de un sacerdote, en desprestigio de la clase y en menoscabo por lo tanto de la religión católica. Otras varias consideraciones añadió, y entre ellas más de una frase aguda de doble intención que supo a cuerno quemado al nuevo coadjutor.

—Vaya, adiós, D. Narciso, y dispénseme si no he podido comprender bien su caritativa intención. Soy una ruin mujer y no entiendo de teologías.

El P. Narciso quedó sonriendo como el conejo. Viendo cerrada esta vía, entró resueltamente por otra no menos tortuosa. Lo mismo D. Joaquín el capellán y mayordomo de la señora de Barrado que el P. Melchor, enemigos natos del joven excusador, vomitaban veneno contra él, como es lógico. Pero había otros cuantos clérigos en Peñascosa que se habían mostrado siempre imparciales. A éstos procuró atraérselos pintándoles el lance desde otro punto de vista, asegurando que tenía motivos secretos para saberlo. El viaje había sido un verdadero rapto frustrado. La muchacha se sacrificaba. Hacía ya tiempo que él, D. Narciso, tenía sospechas de lo que iba a pasar. El excusador había concebido una pasión sacrílega. La escapatoria estaba concertada desde hacía tres meses, etc., etc. Les llenó la cabeza de viento. La posición que ocupaba como párroco, de hecho si no de derecho, facilitó mucho esta atracción. Quedó convenido entre la mayoría, casi la totalidad de los capellanes de la villa, que el excusador era un chicuelo sin peso ni formalidad, que había desprestigiado a la clase sacerdotal y que Dios sabe dónde pararía si el prelado no tomaba cartas en el asunto.

Desde entonces no perdonaron medio todos ellos de demostrarle su desprecio. No hay nada que plazca tanto a la naturaleza humana como despreciar. Empezaron a saludarle fríamente, luego a volver la cabeza, después a no contestarle. Cuando entraba en la sacristía, si había allí otros sacerdotes, notaba que se apartaban de él y formaban grupo aparte. Si iba a revestirse para decir misa, se encontraba la mayor parte de los días con el armario de las vestiduras cerrado: había que esperar a que D. Narciso llegase para pedirle la llave. Se prescindía de él en las funciones cuando era posible: no le convidaban a los gaudeamus que celebraban. Finalmente, le vejaban de todas las formas y maneras que se les ofrecía. Y no dejaban de ser bastantes.

El P. Gil quedó más sorprendido que enojado de aquel desprecio. Viendo que sus compañeros prescindían de él, prescindió de ellos sin gran pesar. Sólo hablaba con el P. Norberto y con D. Miguel. El viejo párroco, a quien se había privado de la jefatura de hecho, mantenía, no obstante, con tesón su derecho, inventaba mil trazas de demostrarlo al vecindario. Entre él y D. Narciso había una enemiga profunda, feroz. Pero éste le tenía miedo. El antiguo cabecilla de las huestes carlistas era capaz, si se le irritaba un poco, de apalearle en la misma iglesia. Don Miguel triunfaba por el terror. El P. Narciso afectaba despreciarle, pero siempre a sus espaldas. Delante le trataba con extremada consideración, y sufría con paciencia las rociadas que de vez en cuando le soltaba. Y cuando se le ocurría al coadjutor, predicando a los feligreses en el ofertorio de la misa, decir: «Nosotros los párrocos tenemos el deber, etc.,» D. Miguel, desde su rincón donde oía la misa, profería en voz bastante alta para que le oyeran los que estaban a su alrededor: «¡Párroco yo! ¡párroco yo!»

Saliendo un día juntos de la iglesia, el P. Gil, que acababa de recibir un fuerte desaire de sus compañeros, se lo dijo, sin lamentarse, como si le diera cualquiera noticia.

—No hagas caso de ellos—le replicó el viejo caudillo, poniéndole la mano rugosa y seca como un haz de sarmientos sobre el hombro.—Son todos unos maricas. Viven pegados a las enaguas de las beatas, como los gatos... Mira: yo, cuando salgo de decir misa, como ahora, y llego a casa, nunca dejo de soltarles media docena de... Pero tú, si estás agraviado, puedes llegar sin inconveniente a la docena.

Una carcajada brutal, semejante a un rugido, sacudió su pecho vigoroso al pronunciar estas palabras. Sus ojos brillaron con franca, cordial alegría. El excusador se puso rojo como una cereza y guardó silencio. No volvió a tener más confidencias con él sobre este punto.

Su vida interior le causaba demasiados tormentos para pensar mucho tiempo en estas futilidades. El escepticismo le minaba sordamente. El mundo le parecía cada vez más incomprensible. La idea constante de que todo lo que le rodeaba era una pura apariencia, cuyo verdadero sentido permanecería eternamente ignorado para el hombre, engendraba en su alma una melancolía profunda, que se reflejaba bien en su frente pálida y en la sonrisa triste e indiferente que plegaba sus labios. La experiencia toda entera—decía Kant—no es más que el conocimiento del fenómeno, no de la cosa en sí. Ésta se oculta y se ocultará eternamente a la razón humana. Platón también lo había dicho antes. Las cosas de este mundo, tales como nuestros sentidos las perciben, no tienen realidad alguna. Mientras nos encerramos exclusivamente en la percepción sensible somos como prisioneros sentados en una caverna oscura, encadenados tan fuertemente que no pueden volver la cabeza. No ven nada. Sólo perciben en la pared que tienen enfrente, a la luz del fuego que arde detrás, las sombras de las cosas que pasan entre ellos y el fuego. Tampoco ellos mismos se ven sino como sombras proyectadas en la pared. Nuestra ciencia, pues, se reduce y se reducirá siempre a predecir, según la experiencia, el orden en que se suceden las sombras.

¡Triste resultado después de tantos esfuerzos! El Universo entero se le aparecía como una sombra fugitiva que se desvanece con el sujeto que lo contempla. Es la Maya—como dicen los Vedas,—es el velo de la ilusión el que, cubriendo los ojos de los mortales, les hace ver un mundo del cual no puede decirse si existe o no existe, un mundo que semeja a un sueño, a la radiación del sol sobre la arena, donde el viajero de lejos cree percibir un lago. Habiendo perdido la fe, no sólo en su razón, sino también en sus sentidos, la vida de nuestro clérigo se arrastraba silenciosa, indiferente, en medio de un hastío infinito.

Obdulia no le había visto en los quince días siguientes a su regreso. La beata salía muy poco de casa por razones fáciles de comprender, y a la iglesia procuraba ir a las horas en que no estuviese el excusador. Esto último no precisamente por vergüenza, sino por el mismo sentimiento amoroso que seguía agitando su corazón. Creía, y no le faltaba motivo, que, supuestas las habladurías que corrían por el pueblo y la guerra de todos los capellanes, principalmente de D. Narciso, cualquiera aproximación a su confesor podía comprometerle. Así que se imponía este sacrificio con la satisfacción del que padece por el ser adorado. Pero llegó a ser un tormento superior a sus fuerzas. Su loca pasión, en vez de calmarse, cada día se exaltaba más. No vivía más que con la imagen del joven excusador. Hasta en sueños le veía. Y su fantasía desarreglada le forjaba un sin fin de ilusiones. Dábase a pensar que el P. Gil correspondía a su amor, y para creerlo sacaba de quicio todas sus palabras y acciones. Una vez que le había apretado la mano con más fuerza, otra que le había sonreído desde lejos, otra que se había ruborizado al encontrarla, etc., etc. Todo lo convertía en sustancia. Luego el viaje a Palencia era objeto para ella de un minucioso y febril examen. Su alegría en el coche cuando almorzaban, y ella le limpiaba el pescado de espinas; la escena de la barca, en que le vio melancólico, a punto de llorar al escucharla; la turbación que se apoderó de él en el tren cuando le invitó a descalzarla; finalmente, aquel beso de amor en los labios que le impresionó hasta hacerle perder el sentido, le parecían a la luz de los recuerdos otros tantos signos indudables del sentimiento que embargaba el pecho de su confesor. El pobrecillo era un santo, y su amor luchaba con el deber. Esta lucha que creía adivinar le hacía doblemente interesante a sus ojos, y exaltaba aún más, si posible era, su desapoderada pasión.

Al cabo nació en su mente la idea de verle otra vez. La idea se convirtió al momento en propósito, y la inundó de alegría. La entrevista debía ser secreta, que nadie en Peñascosa tuviese noticia de ella. Esto satisfacía su deseo de no comprometerle, y al mismo tiempo la condición de su temperamento, inclinado siempre al misterio. Determinó que fuese de noche: sorprender al excusador en su cuarto, gozar unos momentos de afectuosa expansión y marcharse al instante. Señaló, por fin, el día. Durante todo él estuvo nerviosa, agitada dulcemente, como la colegiala que espera ver a su amante escalar de noche las rejas del balcón. Cuando llegó la hora, dijo a su padre que le dolía la cabeza, para retirarse temprano. Así que le oyó salir de casa, se echó con mano trémula un mantón sobre los hombros, y acompañada de su doncella, que era su encubridora perpetua, encaminose a casa del excusador. Las piernas le flaqueaban de placer, el corazón le latía fuertemente.

Lo raro del caso es que no se le pasaba por la imaginación que aquel amor era sacrílego. No sentía remordimientos. Su cerebro desequilibrado trastornaba todas las leyes divinas y sociales, las fundía de nuevo a su capricho. Para ella, el amor del joven presbítero era un puro idealismo conforme con el espíritu cristiano: hallaba en las historias de los santos varios casos semejantes. Cuando soñaba con huir en su compañía al fondo de un retiro dulce y ameno, siempre era bajo el supuesto de seguir confesándose con él y subir al cielo juntos. Si la carne hablaba dentro de su ser, o no la escuchaba, o fingía no escucharla, engañándose a sí propia.

Al llegar a la mansión del sacerdote, ordenó a su doncella que la aguardase en el portal: no tardaría en bajar. Llamó toda temblorosa. Salió Dª Josefa a abrir. Como desde su famoso viaje no la había visto, se arrojó en sus brazos, la abrazó y la besó con afectada efusión. El ama se mostró muy poco contenta: la recibió con frialdad glacial; hasta se le conocía que luchaba consigo misma para no soltarle una rociada de desvergüenzas y darle con la puerta en las narices. Sólo le contuvo la idea de que su amo se había reconciliado con la beata, lo cual deploraba en el fondo del alma, juzgándolo feo y peligroso.

Obdulia fingió no advertir la frialdad de la buena señora.

—¿Está en casa?—preguntó con el mismo semblante risueño.

—Está... Voy a avisarle.

—No hay necesidad. Me ha mandado venir a estas horas y me estará aguardando.

Seguidamente tomó la escalera y se dirigió al cuarto del P. Gil. Dª Josefa la miró subir con aversión y desconfianza. Preguntar si estaba en casa y luego decir que la aguardaba era una contradicción manifiesta. Por esto y por la curiosidad natural la siguió a los pocos momentos.

Bailándole de gozo el corazón, Obdulia se acercó a la puerta del gabinete y miró por el agujero de la cerradura. El P. Gil estaba sentado a su mesa de escribir, leyendo a la luz de un quinqué. Una sonrisa de afecto y entusiasmo contrajo los labios de la joven devota. Abrió de golpe la puerta para darle una grata sorpresa y exclamó con alegría:

—¡Padre, aquí me tiene usted!

El sacerdote levantó los ojos sorprendido. La sonrisa de la beata se heló repentinamente en su rostro. En vez del gozo que esperaba, vio cruzar por ellos un relámpago de ira al cual sucedió instantáneamente una expresión de absoluta indiferencia, la misma expresión de cansancio y hastío que hacía tiempo reflejaba su semblante. Alzose con lentitud de la silla, sin contestar a la exclamación de su penitenta, y avanzó hasta ella en silencio. La beata, clavándole una angustiosa mirada de terror, retrocedió un paso. El sacerdote llegó a cogerla por un brazo, y suave, pero firmemente, la llevó en silencio hasta la puerta, la puso fuera del gabinete y cerró de nuevo.

Obdulia tropezó con un bulto. Era Dª Josefa, que le soltó una carcajada en la cara.

—¡Parece que no la reciben a usted bajo palio, señorita!

No contestó. Pálida, con el corazón fuertemente contraído y en un estado de desfallecimiento que le hacía tambalearse, bajó la escalera sin darse cuenta. Dª Josefa, cortando el flujo de la risa, la persiguió hasta la puerta de la calle gritándole con acento iracundo, esforzándose en bajar la voz para que no le oyera su amo:

—Bien empleado le está, holgazana, gallarina... ¡Vergüenza había de darle!... ¡Engañar a mi pobre señor y llevarle como un dominguillo de la ceca a la meca!... ¡Mire usted la monjita!... ¿Es ésa su religión? ¿Es ésa su delicadeza?... Si quiere hombres, vaya a casa de María Ramona con mil pares de demonios y no pretenda a los sacerdotes... ¡Fuera de aquí!... Métase en su casa y tenga honradez y tenga vergüenza, y no ande como una perra salida a todas horas por esas calles... Si fuera a llevarme del genio, le levantaba las sayas ahora mismo y le daba en el tras con la zapatilla hasta que me cansara... ¡Pícara! ¡Mala cabra!

Salió a la calle aturdida, quebrantada. Tuvo que arrimarse a la pared de la casa para no caer. Los horrores y monstruosidades que le había vomitado el ama del excusador seguían sonándole como martillazos en los oídos. Hubo un instante en que creyó perder el sentido; pero del fondo de su ser salió un grito rabioso, un grito de venganza que le mandó tenerse firme. Y cumplió la orden, haciendo un gran esfuerzo sobre sí misma. Descansó unos momentos contra la pared, pasose la mano por la frente y se encaminó con paso rápido hacia su casa, seguida de la doncella, que no había podido obtener respuesta a ninguna de sus preguntas.

Aunque se sentía muy mal, se empeñó en esperar a su padre. Cuando llegó éste a las once, le siguió hasta su cuarto y, después de cerrar la puerta, le dijo de repente:

—Papá, no te he dicho la verdad... Cuando me hallasteis con el excusador acababa de arrojarse sobre mí, estando en la cama. Me resistí, luchamos, y al fin quedé desmayada en sus brazos.

El jorobado dio un grito de rabia.

—¡Ah puerco! ¡Bien lo presumía yo!

Y se puso a dar vueltas como un tigre por la estancia, vomitando injurias y blasfemias. Al cabo de un rato se detuvo delante de su hija, y le preguntó, más con la vista que con las palabras, algo.

La joven bajó la cabeza ruborizada e hizo un signo negativo.

—Bien... De todos modos, has perdido la honra en la población. Es menester que ese infame no se ría de ti... ¿Estamos?

—En eso estoy—repuso ella con firmeza,—y para eso te lo he confesado.

Osuna le clavó una mirada de sorpresa y curiosidad.

—Vamos—dijo al cabo con sonrisa sarcástica,—ha habido rompimiento.

—Poco importa que haya uno u otro—respondió con acento desabrido.—Lo que me interesa en este momento es que no pague yo sola la culpa que es de los dos... de él principalmente.

Asintió el jorobado con toda su alma, porque aún más que la desgracia de su hija, le preocupaba el vengarse del excusador. Y comenzaron a cuchichear largamente sobre los medios de llevarlo a cabo. Habían dado ya las cuatro de la madrugada cuando Obdulia salió del cuarto de su padre.

Se metió en la cama con fiebre. No pudo conciliar el sueño. La escena en que acababa de hacer un papel tan triste se le presentaba a la imaginación cada vez con más relieve. Por más esfuerzos que hacía, no le era posible borrarla ni por un momento siquiera. Su amor propio gemía como si le estuvieran atenaceando.

En cuanto se levantó llamó a su padre, y se fueron ambos, como habían convenido, a ver al P. Narciso. Fue idea de ella. Comprendió que la persona que en Peñascosa podía ayudarles más en la empresa era el coadjutor, y a él se dirigió. Éste se mostró sorprendido de su resolución, y aun quiso, hipócritamente, disuadirles; pero el gozo le rebosaba de tal modo por los poros, que una palabra un poco agria de Obdulia bastó para ponerle suave como un guante.

Osuna apuntó la idea de acudir al obispo. Don Narciso se opuso terminantemente a ello. El delito era común, y a los tribunales ordinarios debía acudir. Cuando éstos hubieran cumplido con su ministerio, entonces era el caso de pedir a la Iglesia el castigo del culpable. El taimado clérigo sabía muy bien que los tribunales eclesiásticos procuran encubrir los delitos de los sacerdotes para evitar el escándalo, cuyas consecuencias son peores. Se hace como que no se cree en ellos, para no verse en la precisión de imponer una pena que excite la atención demasiado. Determinaron, pues, acudir en queja al juez de primera instancia. Al día siguiente fue Obdulia a Lancia a consultar el caso con uno de los abogados más notables. Le encargó la dirección del negocio, dejó nombrado procurador e hizo con el mayor sigilo todas las gestiones conducentes a su propósito, sin olvidar el procurarse algunas cartas de los personajes más influyentes de la provincia para el juez de Peñascosa.

Mientras estas nubes temerosas se amontonaban sobre su cabeza, el inocente excusador paseaba desde casa a la iglesia y desde la iglesia a casa, su frente pálida, su figura melancólica y resignada. Los ojos, ordinariamente fijos en el suelo, sólo dirigían de vez en cuando miradas tímidas a la gente, como si temiera que por ellos descubrieran el cáncer que roía su corazón. No leía más que libros de entretenimiento; no meditaba. Fatigado de tropezar con el mismo muro infranqueable, huía con terror de lanzar su pensamiento por las esferas de la metafísica.

Llegó un momento, sin embargo, en que lo hizo sin darse cuenta de ello. Era una noche plácida de Mayo. Hacía poco más de un mes del famoso viaje a Palencia. Había leído un rato cierta historia de Grecia de la biblioteca de Montesinos, que a su muerte se había deshecho. Sentía calor y cansancio. Apagó el quinqué, abrió las puertas del corredor y trasladó a él la butaca, sentándose a respirar el aire del mar. Por algunos minutos fijó la vista con atención en la bóveda celeste cuajada de estrellas, y se esforzó en reconocer algunas constelaciones. Después contempló, con el asombro que siempre produce, la vía láctea, que aquella noche se señalaba admirablemente. Aquella faja blanca donde se veían los astros como polvo finísimo le causaba siempre un estupor profundo. Cada grano de ese polvo es un cuerpo millares de veces mayor que la Tierra, el cual hace girar a su alrededor otros planetas que nosotros no podemos percibir.

—Y sin embargo—se dijo al cabo de un momento, saliendo de su estupor con un suspiro,—todas esas grandezas ya no me espantan, porque no tienen realidad. La existencia de esos astros está pendiente del hilo de mi razón. Yo llevo en mí la forma eterna de esos objetos, como de todos los demás. No son otra cosa a mis ojos que un espejo donde se refleja mi ser interior. Por medio del mecanismo de mi cerebro, de mi facultad de conocer, se representa la comedia fantástica que se llama mundo externo. Ese tiempo infinito al través del cual existe la materia revistiendo formas infinitas; ese espacio infinito también que llenáis, esferas luminosas, no existen más que en mi representación; son las formas que yo llevo aparejadas en mi cerebro para que seáis, o lo que es igual, para que estéis representadas en mí...

Pero ¿qué es lo que hay detrás de ese fenómeno, única cosa que puedo percibir? ¿Cuál es el ser íntimo y verdadero del Universo? Esos mundos infinitos, ¿son por ventura algo fuera de mi representación? Sí. El idealismo absoluto es un absurdo, porque yo soy objeto de representación para los demás, y sin embargo, tengo la absoluta certeza de que existo fuera de esa representación. Eso mismo pasará a los otros hombres. ¿Qué soy yo mismo separado de esta forma corporal en que me veo, fuera del tiempo y el espacio que llevo en el cerebro? ¿Cuál es mi propia esencia y la esencia del Universo?...

No lo sé. No lo sabré jamás. Los esfuerzos de la filosofía se han estrellado contra este misterio impenetrable. Nadie ha descifrado hasta ahora el gran enigma de la existencia. Algunos seres privilegiados han intentado descorrer el velo y nos han ofrecido, cada cual según su fantasía, sistemas risueños o lúgubres, austeros o frívolos, de lo que constituye el fondo de la vida. Pero estos sistemas no tienen ningún valor científico; no son más que hipótesis. El paso de la representación al ser es un salto mortal en que han perecido los filósofos más sagaces y los genios más sublimes de la humanidad. Kant, el coloso, que ha batido las cataratas de mi inteligencia, atribuye al imperativo de la conciencia moral un valor absoluto fuera del tiempo y el espacio. Partiendo de él, cree penetrar con planta segura en los misterios de la esencia infinita. ¡Ilusión! Este imperativo es un fantasma. Los filósofos materialistas han metido en él el escalpelo de su crítica y se ha visto que está hueco. Schopenhauer, el sutil pensador que hoy arrastra a la juventud, fuera del mundo fenomenal coloca la Voluntad, que es en su opinión la cosa en sí. ¿Por qué? Con la misma razón que él la llama voluntad, la han llamado los escolásticos ens realissimum, y sus predecesores en Alemania absoluto. Por mucho que se esfuerce en ocultarla, su teoría está fundada como las demás en una pura hipótesis, y las hipótesis no tienen valor en la ciencia; sólo se sostienen en la fe...

Al formularse esta palabra en su cerebro, el corazón le dio un vuelco sin saber por qué. Sintió vagamente que había chocado con algo donde asirse y quedó sumido nuevamente en profunda meditación.

—No hay que dudarlo. Lo que la ciencia puede darme son las relaciones de las cosas bajo el imperio del tiempo y el espacio. Jamás me dirá su esencia. Para que sepa algo de ella, menester es que se trasforme mi facultad de conocer... ¿Y por qué no he de dejar que se trasforme? ¿Por qué no he de prescindir por un momento de mi razón y no he de prestar asenso a los presentimientos de mi alma, a la voz interior que me explica de un modo claro la esencia divina del Universo? La razón no me dice por qué es hermosa la puesta del sol en el mar. ¡Y sin embargo es hermosa! La razón no me dice por qué San Juan de Dios es sublime abrazándose a los leprosos. ¡Y sin embargo es sublime!...

¡Ah, sí! Por encima de este vulgar conocimiento que me esclaviza a la materia hay otro que me emancipa. Los ojos del cuerpo no penetran en la intimidad profunda de los seres; pero la fe no necesita de ojos: la pintan vendada. No sólo poseo una razón que me explica la apariencia de las cosas: existe también en mi espíritu una revelación constante que las ilumina por dentro... ¿Por qué he de prescindir de esta revelación? ¿Por qué he de cerrar los oídos a los suspiros de mi alma? Esta revelación es el tesoro más precioso con que he sido dotado. Quiero gozar de él; quiero recobrar la libertad y responder al llamamiento de lo que hay en mí de divino. Esta revelación me dice que soy un extranjero en este mundo, sometido a la necesidad, y que puedo romper los lazos que me unen a él. Me manda sacudir el yugo del tiempo y distinguir lo que hay en mi ser de temporal y lo que hay de eterno... Si llevo en mi cerebro las formas eternas de los objetos, es que soy superior y tengo una existencia independiente de ellas. Esta existencia es lo único que hay en mí de real; lo demás es pura apariencia, y como ha nacido debe morir... Quiero vivir esta vida inmortal y libre; quiero conocer directamente la verdad eterna que se oculta detrás de este Universo. «La hora vendrá—dice Jesús—en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y aquellos que la oirán vivirán.» La hora ha llegado para mí... ¡Oh sí, Dios eterno, al través del tiempo y el espacio y de todas las formas efímeras de la existencia te veo inmutable, infinito, única fuente de verdad y de vida, única luz en las tinieblas que envuelven nuestra vida temporal; te veo, te reconozco y te adoro!...

Un sacudimiento semejante al que produce una corriente eléctrica le hizo ponerse en pie vivamente. El corazón le latía con tal fuerza que se llevó las manos al pecho. Una emoción grande, intensa subía de él hasta la garganta y se la apretaba. Sentíase inundado de una extraña alegría. Comenzó a pasear por el corredor, presa de un desasosiego tan dulce que le hacía daño. Le parecía que su ser trasmigraba súbito al de un ángel, que en su espíritu se cumplía un misterio inefable y augusto. Le acometían impulsos de reír y llorar al mismo tiempo. Se hallaba en la situación de un desterrado a quien restituyen de repente al seno de su patria y su familia. Necesitaba hacer esfuerzos sobre sí mismo para no brincar, para no gritar y reír como un oxigenado.

De tal modo estaba abstraído, que no oyó el ruido de la puerta de su gabinete al abrirse, ni tampoco los pasos de una persona que avanzaba por él hasta llegar al mismo corredor.

—Buenas noches, señor excusador—dijo una voz conocida.

—¿Quién va?... ¡Ah!... ¿Es usted, señor juez? ¿Cómo no han encendido una luz?

—No hace falta. La noche está hermosa. Indudablemente, este corredor es una gran cosa.

Se dieron la mano, y el juez de primera instancia, que era hombre de unos cuarenta años, de fisonomía abierta y simpática, se arrimó a la barandilla del corredor y puso las manos sobre ella.

—Se extrañará usted—dijo con afectada indiferencia—de verme por aquí a estas horas... ¡Phs!... Hay en el juzgado una denuncia... Nada... Supongo que será nada entre dos platos. Pero como ya sabe usted que todas estas cosas de justicia se llevan con tanta formalidad... Luego en la audiencia no dejan pasar una rata; todo ha de ser a punta de lanza... En fin, me veo en la necesidad de detener a usted... Supongo que será por muy poco tiempo... una pura formalidad; pero hay que cumplirla... No he querido mandar al alguacil ¿sabe usted? por no asustarle, porque la cosa no merece la pena. He venido yo en persona para tranquilizarle... No se apure usted, pues, que la detención no tiene importancia, y véngase conmigo. De este modo y a esta hora nadie se enterará.

—¿Una denuncia?... ¿De qué me acusan?

—Al parecer es el asunto de la escapatoria de la chica de Osuna... No se asuste usted.

—No me asusto, señor juez. Estoy dispuesto a seguirle al instante... Si usted me permite, encenderé el quinqué para quitarme las zapatillas y ponerme los zapatos...

—Todo lo que usted quiera, señor excusador—se apresuró a decir.—Puede usted tomarse el tiempo que guste y mandar a la cárcel cuantos efectos tenga por conveniente.

El sacerdote sacó un fósforo y se dispuso a encender el quinqué. El juez quedó estupefacto. En vez del rostro pálido y descompuesto que pensaba hallar, pudo observar la fisonomía más plácida y feliz que jamás había visto en su vida. En la mirada que el excusador le dirigió, después de encender, brillaba una alegría tan pura como si hubiese venido a noticiarle que le habían hecho obispo. El juez dio un paso atrás y le clavó los ojos con desconfianza. Pero se aseguró en seguida viendo el perfecto sosiego con que hacía todos los preparativos. Empaquetó alguna ropa en una maleta, se puso los zapatos, la sotana y el sombrero y dijo sonriendo:

—Ya estoy. Los curas no tardamos mucho en arreglarnos, ¿verdad?... A Dª Josefa no le diré nada para evitar una escena triste, ¿no le parece a usted? Le escribiré desde la cárcel, pidiéndole la ropa.

Aprobó el juez cuanto decía, y ambos tomaron la escalera y salieron a la calle como dos amigos. Durante el trayecto, el joven presbítero dio señales de una verbosidad y alegría que hacía tiempo no se observaban en él. Entraron en la cárcel, eligió el juez la habitación menos mala y, después de dejarle instalado, se despidió con creciente sorpresa al ver que se quedaba allí tan sereno y risueño como en su casa.

Salió vivamente impresionado de la cárcel. Mientras caminaba por la calle del Cuadrante arriba, su imaginación daba vueltas buscando una explicación a aquella conducta extraordinaria.

El señor juez de primera instancia estaba lejos de sospechar que, al ingresar en la cárcel, el excusador de Peñascosa acababa de salir de los calabozos del escepticismo.

XIV

¡Guarden ceremonia, señores!

La voz del hujier, imperativa, estridente, no lograba calmar la risa y los murmullos de los concurrentes. Porque aunque el presidente de la sala había resuelto que el juicio se celebrase a puertas cerradas, atento a la índole delicada del delito y a las personas que habían intervenido en él, fueron tantos los abogados que reclamaron su derecho a presenciarlo y tantos los permisos concedidos, que se formó pronto una asamblea numerosa y más inquieta de lo que debía esperarse.

La sala de lo criminal de la audiencia de Lancia era una pieza rectangular, grande, oscura, polvorienta. Allá en el fondo, debajo de un dosel de damasco marchito, estaban sentados en sendos sillones de terciopelo los tres magistrados que componían el tribunal. A un lado, el acusador privado, con una mesa delante. Enfrente el defensor. El relator en pie, frente al tribunal. Detrás el acusado en su banquillo.

El testigo que deponía en aquel instante era el cochero que había conducido al P. Gil y su penitenta desde Peñascosa a la estación de la Reguera. Lo presentaba la acusación. Era hombre viejo ya, con la faz extremadamente roja, iluminada por el alcohol tanto como por la intemperie. Vestía un chaquetón del grueso de una albarda, y hacía rodar su gorra de pana entre los dedos con manifiesto embarazo mientras declaraba. La voz era bronca, como conviene a todo mayoral que se estime en algo; el estilo pintoresco, abusando un poco de los tropos.

—Pus a mí me dijo el amo: Lico, hay que dir a Peñascosa a por unos señores. No pases de la venta de Marica, y duérmete allí. Llévate paja pa el ganao, porque allí no la hay. (En esto el amo no habló bien, porque en casa Marica hay paja... sólo que no se la da a los cualisquiera, entendámonos.) Llévate al Tizón y al Sencillo: son quién pa traerlos con la carretela.—Sigún y conforme, dije yo. El Tizón es un perro. Como le dé la serenita por no andar, ya le puede usted alumbrar candela, que ¡ni pa Dios!

—Déjese usted de tizones y candelas, y diga lo que sepa del asunto—interrumpió el presidente con voz irritada.

Este presidente era un viejo terco, colérico, impertinente, que dirigía las sesiones del juicio oral como una escuela de párvulos. Ofendía a reos y a testigos, sin respetar mucho más a los abogados. Mostraba sus simpatías o antipatías con una franqueza que aterraba. Sin embargo, no era un perverso ni procedía de mala fe. Todo dependía de su temperamento excesivamente nervioso y de la edad, que le obligaba a chochear.

—Bien tá eso, señor, y voy al caso. A la una, menuto más o menos, llegó este señor cura (apuntando para el acusado) a montar en la mesma cochera. Llegaríamos a casa de Marica a eso de las seis. Allí nos dejó el señor y nos dijo que volvería al día siguiente con otra presona pa volvernos a Lancia. Por la noche vino un chico a traerme dos maletas, y al otro día bien temprano dio allí el señor cura con una chavalita que venía toa tapá. Nos mandó enganchar y, mientras, la chavalita se subió a la casa.

—¿Y no observó usted—preguntó el presidente—si el sacerdote la acompañó arriba?

—Yo no le vi subir. Si estuvo arriba, fue poco tiempo.

—¿No notaron usted y el zagal nada de particular en la manera de portarse y hablar entre sí el sacerdote y la joven?

—Yo no estaba en el toque de los particulares, señor, porque andaba de aquí para allá detrás del ganao, ni el zagal tampoco... Pero un pensar naide se lo quita a uno. Cuando vi llegar por la carretera al señor cura, que es bien parecido de suyo, con la chavala, dije: Éstos lo mesmo pueen venir de rezar vísperas que de tocar a maitines... Dempués enganché, y dempués me entré en la taberna a limpiar el pasapán. No estaba allí más que Marica.—¿Sabes, Marica, le dije, que me pesa llevar al curita y a la chavala en la carretela?—¿Por qué te pesa?—Porque sí... porque el hombre no está hecho tovía a estos oficios, ¿entiendes tú?—¡Ave María, qué burro eres, Lico! ¡Quita allá! ¿No te da vergüenza?—Mia, Marica, tú no has corrío el mundo como yo. Yo he dido por León, por Palencia, por Salamanca y hasta por tierra de Extremadura... Los curas son, hablando con perdón, hombres como todos los demás, y hay casos en que la mujer no arrepara ni en curas ni en frailes, ni en el verbo devino...

Estas palabras fueron las que promovieron la algazara dicha. Ni los hujieres con sus voces, ni el presidente con la campanilla pudieron apaciguarla en algún tiempo. Por último, aquél logró hacerse oír. Amenazó con hacer desalojar el local inmediatamente, y esto bastó para restablecer el silencio. Después se revolvió contra el testigo.

—Advierto al testigo que si ha dido por todos esos sitios que dice, ahora no va por buen camino. Absténgase de frases groseras y declare sencillamente la verdad.

Después del cochero declaró el zagal. No tuvo importancia su declaración. Salieron luego sucesivamente algunas beatas de Peñascosa que declararon en términos vagos que habían observado cierta intimidad desusada entre Obdulia y su confesor, aunque nunca habían pensado mal de ella. También depuso el P. Narciso. Fue una declaración modelo de hipocresía y maldad. Haciendo elogios hiperbólicos de la virtud y el talento de su compañero, supo, no obstante, clavarle el estilete hasta la empuñadura. Sus reticencias insidiosas, el acento protector y triste con que disculpó las faltas de los sacerdotes, y las últimas palabras dirigidas a excitar la benevolencia del tribunal, causaron profunda impresión en el auditorio. Parecía justificar a su compañero; pero al través de su acento y de su mímica se leía bien claro que le condenaba.

Todas las miradas se volvieron hacia el acusado. El P. Gil estaba como hacía tres meses, cuando ingresó en la cárcel de Peñascosa. Con el encierro su rostro había ganado aún en blancura. En vez del cansancio y melancolía que en los últimos tiempos reflejaba, observábase ahora un alegre sosiego, una firmeza que tenía desconcertados a todos los asistentes al juicio oral. Parecía que aquellos debates no iban con él, que no estaban su honra y su libertad sobre el tapete. La opinión que prevalecía en el concurso, y de la cual se había hecho eco ya la prensa liberal de Lancia, era que aquel clérigo era un cínico, con poca o ninguna vergüenza. No se necesitaba ser muy lince para ver que se había captado la antipatía del tribunal, sobre todo del presidente, que la había puesto ya de manifiesto en varias ocasiones. Como hacía siempre que declaraba algún testigo, el acusado contemplaba ahora al P. Narciso de hito en hito, con mirada firme y tranquila. El coadjutor habló con los ojos puestos en el suelo, y todo el mundo aplaudió su modestia y la moderación de sus palabras.

Salió luego por la puerta de los testigos don Martín de las Casas. Después de su nombre, edad, estado, profesión, etc., el presidente le preguntó:

—¿Ha estado usted procesado alguna vez?

D. Martín, que se hallaba bastante turbado, porque era principalmente hombre de acción, como ya sabemos, y no de derecho, respondió vacilando:

—No recuerdo.

—¡Hombre, no recuerda usted! Pues eso no suele olvidarse.

La frase presidencial despertó gran alegría en el concurso. El inválido rechinó los dientes. Hubiera dado el otro hombro por poder asestar una bofetada a aquel viejo. Éste, observando su irritación, le interrumpió varias veces mientras declaraba, dirigiéndole con zumba algunas preguntas, que siguieron regocijando al auditorio.

El feroz cacique de Peñascosa almacenó en pocos momentos tanta cólera, que se propuso nada menos que escupir en la cara al presidente y desafiarle tan pronto como saliesen a la calle. Sin embargo, este varón poderoso, digno de vivir en la edad de hierro, tropezó con él por la tarde en el casino, y en vez de inferirle agravio, le quitó el sombrero con mucha reverencia. Y es que no hay nada que desanime a los héroes tanto como las cárceles celulares.

Llamaron inmediatamente a D. Peregrín Casanova, el cual, al revés de lo que le había sucedido a su amigo, entró majestuosamente en el salón, resoplando y balanceándose como un vapor que atraca al muelle. En sustancia, el ex-gobernador interino de Tarragona vino a decir que el excusador de Peñascosa nunca había sido santo de su devoción. Los caracteres retraídos, mansos, silenciosos, no le habían dado resultado. A otros quizá se lo dieran, no lo discutía, pero él en su larga carrera administrativa tuvo varios subordinados que estuvieron a punto de comprometerle, y siempre habían sido caracteres semejantes al del acusado. Cuando corrió por Peñascosa la especie de que Obdulia se había fugado con el excusador, él había dicho: «Imposible; estoy seguro de que ese hombre la ha llevado engañada. Hace mucho tiempo que le observo, y yo no necesito tanto. Me precio de tener buena nariz.» (¿De qué no se preciaba D. Peregrín?) A pesar de que existían ciertas diferencias entre él y Osuna, las dio al olvido inmediatamente, porque nunca había sido rencoroso, y se ofreció a acompañarle en la persecución de la pareja. La situación en que los habían encontrado en Palencia no era para descrita. Baste saber que él, D. Peregrín, había enrojecido de indignación. Sin embargo, a ruego del abogado acusador la describió. Después quiso entrar en consideraciones filosóficas sobre la magnitud del delito y sobre la conveniencia para la sociedad de que los tribunales castiguen con mano firme en estos casos, pero le atajó el presidente. El tono pedantesco, la voz nasal y recia y la acción de dómine con que emitía su declaración habían impresionado de mal modo al auditorio, pero peor que a todos al presidente, que le miraba con ojos torvos desde que había comenzado. Cuando ya tuvo lleno el saco de la paciencia, que no llevaba mucha, dijo con su voz áspera de vejete irritable:

—¿Acaso quiere usted darnos un curso de derecho penal? Déjese de filosofías y manifieste los hechos como Dios le dé a entender... que se lo da bien mal por cierto.

—Señor presidente, creo que estoy en mi perfecto derecho...

—Aquí no tiene usted derecho ninguno, ni perfecto ni imperfecto...

—Señor presidente, yo...

—Basta. Retírese usted.

—¡Señor presidente!...

—Que se retire usted inmediatamente, o será expulsado por los hujieres.

Rojo de confusión, trémulo y aturdido, a punto de llorar, el hombre que rigió los destinos de la provincia de Tarragona por más de dos semanas, salió al fin de la estancia dando traspiés.

—Señor presidente—manifestó el abogado acusador con entereza,—esa orden debilita la prueba que propongo y me parece arbitraria...

—¡Llamo al orden al letrado!—gritó furioso el presidente, agitando la campanilla.

—Señor presidente, yo entiendo que se vulneran los derechos de la acusación...

—¡Llamo por segunda vez al orden al letrado!—gritó más furioso aún el presidente, levantándose a medias del asiento y golpeando la mesa con la campanilla.

—Pues formulo la correspondiente protesta.

—Proteste usted cuanto quiera, pero absténgase en lo sucesivo de dirigir palabras irrespetuosas a la presidencia.

El abogado acusador era un joven flaco, de barba negra, ojos pequeños insolentes, y muy sobre sí en todos los ademanes. Figuraba como jefe de los republicanos federales de Lancia y dirigía el periódico que éstos publicaban. Su odio al clero era proverbial en la población. Había tenido varios choques por este motivo, uno de ellos con el obispo: estuvo procesado por injurias a la religión. Como es natural, cogía por los pelos cualquier ocasión de vejar a sus ministros. Un proceso como el presente, en que figuraba como reo un sacerdote, le llenaba de júbilo, lo atendía con cuidados tan tiernos como si se tratase de la honra de una hermana.

Después de D. Peregrín, fue llamada el ama de la casa de huéspedes de Palencia. Venía presentada por la defensa. Declaró que había observado relaciones extrañas entre el sacerdote y la joven, pero que en nada podían comprometer a aquél. Cuando llegaron, pidieron caballos para marchar al día siguiente por la mañana a Astudillo. Le dijo la criada que ya no se marchaban, porque la señorita estaba algo constipada y no se había levantado. Pasó a verla y la encontró pálida, pero no constipada. Le preguntó si había estado a verla su compañero de viaje el sacerdote, y se apresuró a responderle que no, de un modo tan vivo que le llamó la atención. Después supo que había enviado un recado al sacerdote diciéndole que almorzase solo y que pasase luego por su habitación. Estuvo poco tiempo en ella. Le vio salir corriendo, agitado y tembloroso y echarse a la calle. Estuvo por allá toda la tarde, y vino muy de noche ya. Mientras tanto, la señorita había tenido dos ataques; ella la había asistido, porque no quiso que se llamase al médico. El sacerdote se encerró en su habitación. La señorita me mandó llamarle, pero no quiso acudir hasta que le fui a decir que estaba con un ataque. Después fue cuando la señorita me mandó que le hiciese un poco de tila, y mientras yo estaba en la cocina subió su padre con los amigos. Cuando llegué la encontré tendida en el suelo en paños menores. El papá trataba de llevarla a la cama y yo le ayudé.

—Dice usted—manifestó el acusador—que cuando le vio salir del gabinete de la joven ofrecía señales evidentes de turbación. ¿No habrá usted observado, por casualidad, si presentaba igualmente signos de desarreglo en las ropas?

Hubo un murmullo en el auditorio.

—No, señor; no noté nada.

Otras varias preguntas le hizo con la misma intención que ésta. Luego fue repreguntada por la defensa.

Salió inmediatamente, también presentada por ésta, D.ª Josefa, el ama del excusador. Se decía que esta señora tenía pruebas de la inocencia de su amo, que iba a relatar cosas muy curiosas. Se esperaba su declaración con ansiedad. Cuando le hubo tomado juramento y después de las preguntas de reglamento, el presidente le dijo con el tonillo agrio que le era característico:

—Ahora va usted a decir lo que sepa, pero mucho cuidado con los embrollos, porque la tengo a usted sobre ojo...

El abogado defensor, que era un hombre corpulento con largas patillas blancas, protestó contra esta advertencia. Preguntada por el presidente, D.ª Josefa declaró que Obdulia hacía tiempo que perseguía a su amo y le molestaba proponiéndole la escapatoria al convento. Que el excusador había tratado en vano de disuadirla; sus esfuerzos habían sido vanos. Estaba tan resuelta a marcharse, que se hubiera ido sola si él se negaba a acompañarla. En vista de eso, su amo, aunque de malísima gana, había cedido. La testigo misma se lo había aconsejado para que se librase de una beata tan insufrible.

—¿Y no es cierto—preguntó el defensor—que un mes, poco más o menos, después del regreso de Palencia, la querellante se presentó una noche en casa de mi defendido, y que fue arrojada por él de allí?

—Sí, señor.

—Explique cómo ha sido.

D.ª Josefa relató exactamente la escena ya conocida, sin omitir los insultos que dirigió a la joven.

—Como esta versión—dijo el defensor—no concuerda con lo manifestado por la querellante en el sumario, de no haber hablado con mi defendido desde su regreso de Palencia, pido un careo entre ambas.

—Señor presidente—manifestó el abogado de Obdulia,—la acusación se adhiere a esta petición de la defensa, pero solicita que este careo se efectúe después que la querellante haya declarado.

Así lo dispuso la presidencia. El acusador repreguntó a D.ª Josefa:

—¿Es cierto que la testigo miraba con malos ojos a mi defendida, por suponer que la sustraía una parte del cariño o la estimación de su amo?...

—¡No conteste usted a esa pregunta!—se apresuró a decir el presidente.

—Está bien—expresó el defensor.—¿No es igualmente exacto que la testigo detestaba a todas las hijas de confesión del procesado, estableciendo con ellas una suerte de rivalidad?

—No conteste usted tampoco. Esa pregunta es tan impertinente como la otra.

—Renuncio a seguir repreguntando—dijo el abogado con una sonrisa maliciosa, que indicaba bien claramente que ya creía haber conseguido su objeto.

Faltaba la gran emoción de aquel juicio, el acontecimiento que desde que se comenzara hacía unos días se esperaba por todos con verdadero anhelo; faltaba, en suma, la declaración de la querellante, que estaba la última en la lista. Cuando el presidente dio la orden de hacerla pasar, hubo un prolongado rumor en el auditorio, al cual siguió silencio sepulcral. Todos los ojos estaban vueltos hacia la puerta con expresión de intensa curiosidad.

Pareció, al fin, la hija de Osuna. Vestía con modestia y elegancia al mismo tiempo. Su figura esbelta y distinguida y la hermosura ajada, pero interesante, de su rostro causaron favorable impresión en los circunstantes. Al pasar para ocupar su sitio, no se dignó arrojar una mirada a su antiguo confesor. Estaba más pálida que de ordinario, más ojerosa; pero en su mirada podía observarse una vehemencia y un brillo inusitados.

El presidente le hizo las preguntas de la ley, en tono respetuoso y hasta galante. Respondió con notable claridad y precisión.

—¿Es cierto—le preguntó el presidente—que ha sido usted objeto de una agresión maliciosa y escandalosa por parte del procesado?

—Sí, señor.

—Relate usted lo ocurrido en la forma que usted crea más oportuna, sin separarse de la verdad.

—Muy poco tiempo después de llegar el padre Gil a Peñascosa y desempeñar el cargo de excusador, empecé a confesarme con él. Le encontré prudente, advertido y extraordinariamente piadoso. El respeto que yo tenía a su talento y la admiración a sus virtudes eran tan grandes que algunos maliciosos de la población pudieron muy bien figurarse que existía una inclinación en mí hacia su persona. Yo no puedo negar que le profesaba estimación y cariño. Durante el tiempo que fue mi confesor, jamás noté en él más que una estimación espiritual a veces, no siempre, porque ordinariamente se manifestaba severo y poco comunicativo. Sólo en los últimos tiempos empecé a observar que se detenía más tiempo que antes en las confesiones (risas y murmullos en el auditorio); que procuraba prolongarlas entrando en conversaciones que nada tenían que ver con ellas. No hice aprecio de esto, ni tampoco de que alguna vez al despedirnos me retenía la mano entre las suyas largo rato. (Más risas. El presidente agita la campanilla.) Lo atribuía a la confianza que había logrado inspirarle, porque tenía, al menos en la apariencia, un carácter tímido y retraído. Hace ya lo menos un año que le manifesté deseos de entrar en un convento, pero se opuso tenazmente a ello. De vez en cuando volvía a la carga rogándole que me ayudase a llevarlo a cabo. Siempre encontré la misma resistencia. Hasta que repentinamente, pasados algunos meses, me dijo un día que encontraba mi proyecto muy bueno y muy santo, y que estaba dispuesto a prestarme los medios para realizarlo. Lo primero que se me ocurrió, como es natural, fue solicitar el permiso de mi padre. El P. Gil se opuso a ello. Me dijo que por entonces no era conveniente; más adelante ya veríamos. Empezamos a tratar la cuestión de convento. Yo quería entrar en las Agustinas de Lancia, pero él me dijo que conocía un convento de Carmelitas en Astudillo que era el que me convenía. Era un convento que no tenía más que diez o doce monjas, muy tranquilo, muy apartado, un verdadero rinconcito del cielo, como él decía. (Risas.) Preparamos la expedición. Se ofreció a acompañarme. Yo no cesaba de instarle para que mi padre tuviese noticia del proyecto. No se oponía abiertamente a ello, pero lo iba dilatando. Por fin, cuando llegó el momento de realizarlo, me dijo que creía más prudente no darle parte. El pobre iba a tener un disgusto muy grande. Acaso viendo la posibilidad de desbaratarlo se opondría, mientras que sabiéndolo cuando ya estuviese hecho, no tendría más remedio que resignarse. En fin, me alegó una porción de razones que concluyeron por convencerme...

Aquí hizo una pausa la querellante; se llevó la mano a la frente, como si le doliese traer a la memoria lo que iba a decir. Un gesto digno de una actriz de primer orden.

—Salimos un martes al amanecer. Lo había preparado todo perfectamente. El día anterior había ido a Lancia y trajo una carretela que dejó en las inmediaciones de Peñascosa. Durante el camino hablamos poco. Yo iba inquieta y triste. No entramos en Lancia, sino que seguimos a la Reguera para tomar allí el tren. Esperamos bastante tiempo y dimos un paseo por la orilla del río. Nada me dijo entonces que pudiera hacerme concebir sospechas. Sólo cuando estuvimos en el tren y quedamos solos, noté que me miraba fijamente y de un modo particular. Yo me fui al opuesto rincón. Traté de descansar y quise quitarme los zapatos porque me lastimaban. Entonces él se brindó a sacármelos, y sin esperar contestación se puso a hacerlo. (Rumores y risas. El presidente amenaza con despejar la sala.) A mí, a la verdad, me dio aquello vergüenza y quedé muy inquieta. Me pesaba ya muchísimo de haber ido con él. Procuré disimular, sin embargo, porque empezaba a tener miedo. Llegamos a Palencia y mandamos a buscar caballos para ir al día siguiente a Astudillo. Pero al día siguiente me sentí muy mal. La emoción del viaje me había descompuesto los nervios. Me esperaban, por desgracia, otras más fuertes. El padre entró a verme; se sentó a la cabecera de mi cama, y después de algunos lugares comunes, empezó a hablarme de amor como un galán cualquiera. Me hizo una declaración. Yo estaba aterrada y escandalizada. Me dijo que sólo había ideado aquel viaje con el objeto de marcharse conmigo, que podríamos ir al extranjero y vivir como marido y mujer... una serie de cosas escandalosas que me dejaron yerta. Tuve fuerzas, sin embargo, para responderle. Lo hice con tal energía, porque estaba como loca, que le asusté. Le amenacé con gritar si no se marchaba inmediatamente...

Obedeció. Llegó el ama después a verme, y estuve por decirle lo que me había pasado, pero me contuve. Sentía en el alma dar un escándalo y perder a un sacerdote. Me pareció mejor disimular. Envié un recado al padre para que almorzase solo y viniese después a verme. Mi objeto era hacer que reflexionase un poco y rogarle que escribiese a papá o le telegrafiase para que viniese a recogerme, con pretexto de que estaba enferma y no podía entrar en el convento. Llegó después de almorzar; pero en vez de presentarse arrepentido por lo que había hecho, comenzó otra vez a solicitarme de un modo más feo, más asqueroso que antes. Entonces le hablé como debía, recordándole sus deberes y la confianza que había depositado en él. No hizo caso. Viéndome perdida, porque trataba de pasar de las palabras a las obras, cogí un Santo Cristo de ébano que había sobre la mesa de noche y lo puse delante de mí, diciendo: ¡Señor, protegedme!... Entonces él, como si viera el diablo, se marchó corriendo...

Después tuve dos ataques muy fuertes. Creí que me moría. Cuando pude coordinar las ideas, era ya cerca de noche. El ama me dijo que había salido de casa y no había vuelto. Encargué que le avisaran para hablarle por última vez y resolverme o no a dar parte de lo que ocurría. No quiso venir, temiendo sin duda mi indignación. Caí con otro ataque, y el ama sin duda fue a buscarle, porque cuando abrí los ojos estaba él a mi lado. Pedí al ama que me hiciese una taza de tila... En cuanto quedamos solos, sin mediar palabra alguna se arrojó sobre mí, cubriéndome la cara de besos, apretándome con tal fuerza que pensé morir... Aturdida y horrorizada, lancé algunos gritos, pero él los sofocó poniéndome la mano en la boca... Luché con desesperación, y Dios me dio fuerzas para desprenderme de sus brazos y saltar de la cama... Pero apenas había puesto los pies en el suelo, me encontré otra vez sujeta y con la boca tapada... Forcejeamos un rato, pero aquella lucha no podía durar mucho tiempo... Al fin, perdí el sentido...

Una emoción violenta corrió por la sala. Hubo un rumor prolongado. Todas las miradas, fijas hasta entonces en la querellante, se dirigieron hacia el acusado. El P. Gil había escuchado aquella infame declaración, primero con sorpresa, después con una triste compasión, que los circunstantes, impresionados por las palabras de la joven, no supieron leer en sus ojos. Aquella actitud tranquila, aquella mirada persistente, fija sobre su acusadora, siguió atribuyéndose a cinismo.

Era difícil que sucediese de otro modo. Obdulia había mostrado, bajo el latigazo de la ira, un talento diabólico. Su palabra y sus ademanes, un poco exagerados, vibraban de indignación. Su mirada no se cruzó jamás con la del sacerdote; pero supo bien dar a este miedo el aspecto de desprecio.

—Deseo que manifieste la querellante—preguntó el abogado defensor—cómo es que, habiendo sucedido todo lo que acaba de declarar, se confesó después única autora de aquella fuga y nada dijo hasta trascurrido mucho tiempo de la violencia de que fue objeto.

—No he dicho nada por vergüenza. Creo que cualquiera mujer haría lo mismo en mi caso. ¿Qué ganaba con revelar estas cosas tan sucias? Sólo cuando vi mi honra por los suelos, sólo cuando llegó a mis oídos lo que se decía en Peñascosa, me aventuré a confesarlo a mi padre. Por mandato de éste me encuentro aquí, que de otro modo tampoco hubiera venido.

A todas las preguntas que le hicieron, tanto el presidente como los letrados, respondió con admirable serenidad y viveza. Ni un momento le faltó su imaginación.

El defensor del P. Gil propuso al fin el careo con D.ª Josefa. Entró ésta de nuevo y clavó una mirada iracunda en Obdulia, la cual le pagó con otra de afectado desprecio. A instancia de la presidencia relató de nuevo la escena en que el P. Gil arrojó de casa a su penitenta. A las pocas palabras ésta dio señales de agitación y se puso horriblemente pálida.

—¡Falso, falso!—gritó sin poder contenerse.

—¿Es falso que entró usted en la habitación de mi amo diciendo: «¡Padre, aquí me tiene usted!», y que mi amo, sin contestar palabra, se levantó de la silla, la cogió a usted por un brazo y la puso de patitas fuera del gabinete?

—¡Mentira!... Esa mujer está loca... Por salvar a su amo inventa una calumnia.

—No estoy loca, no, ni calumnio a nadie... La que calumnia a un sacerdote es usted, pícara, que tiene que dar cuenta a Dios de su maldad...

—Repórtese la testigo—dijo el presidente.—Repórtese también la querellante, o me veré obligado a expulsarlas de la sala.

Pero ni una ni otra hicieron caso de la amenaza. Obdulia siguió gritando:

—¡Falso! ¡Miente usted!

—La que miente es usted, que quiere por orgullo perder a un sacerdote... ¡a un santo!

—¡Silencio!—gritaba el presidente golpeando con la campanilla.

—¡Buen santo te dé Dios!—exclamaba la joven con sonrisa sarcástica.—No calumnie usted a los demás por salvarle a él.

—¡Basta! Expulsad del local a estas mujeres—profirió el presidente, dirigiéndose a los hujieres.

—¡La calumniadora eres tú!... ¡Tú, bribona! ¡Bribona!... ¿Porque te ha despreciado le acusas, infame? ¿No temes que se abra la tierra y te trague?...

En aquel momento un hujier la cogió por un brazo y la empujó brutalmente hacia la puerta. Pero D.ª Josefa, hasta que llegó a ella, siguió gritando:

—¡No hay justicia que azote a esa mala mujer, que la emplume!... ¡Bribona, que has andado siempre detrás de los curas, como una perra salida!... ¡Meterla en un baño de agua fría para que se refresque!...

Otro hujier fue a expulsar a la otra; pero en el momento de acercarse, Obdulia se desplomó, acometida de un síncope. Su abogado y las personas que estaban cerca acudieron a socorrerla. Se la trasladó al despacho del secretario. Dos médicos del concurso fueron espontáneamente a visitarla.

Terminada la prueba, y después de descansar unos minutos, el presidente concedió la palabra al acusador privado.

Su discurso fue, como se esperaba, elocuente y sañudo. Tenía la voz velada a causa de una bronquitis crónica: cuando quería elevarla resultaba chillona, estridente. La palabra era fluida, aunque abundaba en los lugares comunes del periodismo. En Lancia nadie sabía hablar con esta tersura. Pintó al P. Gil como un ser hipócrita, rastrero, alimentando en secreto pasiones vergonzosas, ocultándolas con cuidado por el temor de perder su posición. Estas pasiones son frecuentes en los clérigos, en quienes un régimen de holganza y una vida muelle y sedentaria las excitan...

Como insistiera demasiado en esto, el presidente le llamó al orden.

Describió el delito con una crudeza pintoresca a propósito para impresionar al tribunal. Un plan odioso trazado de antemano y llevado a cabo con firmeza y habilidad implacables. Abuso de confianza primero, ataque al pudor después; por último, una cobarde y sacrílega violación. Las pruebas eran concluyentes. Con vigor y sutileza al mismo tiempo las fue acumulando todas sobre la cabeza del presbítero para concluir con este párrafo:

—Y por si todos estos datos irrecusables no fuesen bastante a demostrar palmariamente la premeditación del crimen, voy a aducir otro. Se dice, y todos están conformes en ello, que el padre Gil llevaba a su hija de confesión a un convento de Carmelitas en Astudillo. Pues bien, excelentísimo señor... en Astudillo no hay convento de Carmelitas. ¿Quiere más el tribunal?

El discurso fue corto y contundente. Al terminar se sintió un murmullo aprobador, de mal agüero para el procesado.

El defensor de éste era un abogado de experiencia e inteligente, pero que carecía en absoluto de las dotes oratorias de su contrincante. Tenía palabra abundante, pero era monótona, pesada, más a propósito para dilucidar algún punto oscuro en un expediente civil que para arrastrar el espíritu del tribunal y del público. Se entretuvo con suma prolijidad a reconstituir el sumario buscando informalidades, llamando la atención del tribunal acerca de pormenores, algunos de ellos insignificantes. Nada de entrar, como debiera, en el carácter de la querellante, de hacer resaltar el trastorno crónico de su sistema nervioso, la violencia sorprendente de sus sentimientos, lo mismo el amor que el odio, la susceptibilidad enfermiza de su amor propio que parecía desprovisto de piel y en carne viva siempre; nada de buscar, en fin, el origen, el verdadero génesis de aquella acusación extraña.

Habló cerca de hora y media. Al terminar, lo mismo el tribunal que el público, estaban visiblemente fatigados. Rectificó brevemente el acusador privado algunos errores de hecho. Sostúvolos el defensor, según era su condición, larga y prolijamente. De tal modo, que el fastidio engendrado por su primer discurso se multiplicó notablemente en el segundo.

Por último, el presidente hizo sonar la campanilla y, encarándose con el acusado, dijo:

—En vista de las pruebas que acaban de practicarse y de los informes de los señores letrados, ¿tiene el procesado algo que manifestar al tribunal?

El P. Gil se levantó de su banco y paseó una mirada tan suave como vaga por la sala. Parecía que le despertaban de un sueño. Tardó algunos instantes en hablar. Reinó en el auditorio silencio profundo y ansioso. A pesar de la atmósfera desfavorable que habían formado en torno suyo, su figura delicada, poética, donde resplandecía la humildad, no podía menos de causar impresión favorable.

—Soy inocente del crimen que se me imputa. En las manos de Dios, en quien he dejado hace tiempo todos mis pensamientos y cuidados, dejo ahora también mi sentencia. Cúmplase su voluntad.

Estas sencillas palabras, pronunciadas con lentitud, causaron una conmoción eléctrica en el concurso. Por un instante se entrevió la verdad como a la luz de un relámpago. Pero las tinieblas cayeron de nuevo en la sala y se espesaron dentro de las más perspicuas inteligencias. No faltó quien murmurase que los curas, por malvados que fuesen, tenían siempre en los labios estas palabras. El presidente le respondió con su acritud acostumbrada:

—Bueno; más adelante le juzgará Dios. Por lo pronto van a juzgarle a usted los hombres.

XV

El tribunal de los hombres le condenó a catorce años, ocho meses y un día de reclusión.

El oficial de sala de la Audiencia que fue a leerle la sentencia a la cárcel se creyó en el deber de prodigarle consuelos. El caso no era desesperado. El Tribunal Supremo podía aún casar la sentencia. Si esto no sucediese, él era todavía joven y volvería seguramente del presidio, sobre todo teniendo en cuenta las rebajas de tiempo que el gobierno otorga de vez en cuando, etc., etc.

—Gracias, gracias, señor—dijo el presbítero, cuya fisonomía expresaba una calma profunda, una serenidad íntima que llamaba la atención.—Usted me cree muy desgraciado, ¿verdad?

—Mucho... Me inspira usted una gran compasión—respondió con cara compungida el curial.

—¿De modo que no se cambiaría usted por mí en este momento?

El empleado hizo una mueca de susto.

—Por desgracia... Ya comprenderá usted... ¡El caso es terrible!...

El P. Gil permaneció un instante mirándole fijamente con una dulzura no exenta de lástima, y dijo al fin, poniéndole una mano sobre el hombro:

—Pues haría usted mal, señor, haría usted mal. Podía usted muy bien dar su libertad, su honor, su posición y su familia por hallarse como yo... y todavía saldría usted enormemente ganancioso.

El curial le miró con estupor. Por sus ojos pasó después un relámpago de inquietud, temiendo hallarse frente a un loco, y se apresuró a despedirse y salir.

Quedó solo el sacerdote. La celda en que se hallaba era lóbrega y sucia. Un catre de hierro, una mesilla de pino, una cómoda tosca y algunas sillas de paja componían todo el mobiliario. Por la única ventana enrejada que la esclarecía, abierta a bastante altura, entraba en aquel momento un haz de rayos de sol. El P. Gil, después de permanecer un momento inmóvil en actitud reflexiva, fue a colocarse debajo de aquellos rayos. Su cabeza rubia, iluminada repentinamente, brilló con reflejos de oro, su tez blanca adquirió una trasparencia singular. Su cuerpo fino, delgado, vestido con negra sotana, parecía una columna de ébano destinada a sostener aquella cabeza.

Dejose anegar por la onda tibia, bebiendo lentamente su dulzura, palpitando bajo su caricia como un pájaro prisionero. Alzó los ojos a la ventana. Por entre las rejas percibió el azul del firmamento, trasparente, infinito, convidando a volar por él.

El cielo reía. Pero más alegremente que el cielo reía su alma, inundada de gozo embriagador. En el fondo de su ser también brillaba el infinito azul. Desde que la Gracia le había visitado vivía en perpetua fiesta. Sus ojos, iluminados bruscamente, contemplaban el Universo en su naturaleza ideal. Todos los velos tendidos por la razón habían caído al suelo: el gran secreto de la existencia se le revelaba directamente con admirable claridad y pureza.

Detrás de esta vida aparente que nos rodea vio la vida real, la vida infinita, y entró en ella con el corazón henchido de alegría. En esta vida infinita todo es amor, o lo que es igual, todo es felicidad. Entrar en ella es poner el pie en el imperio de la Eternidad. Es la vida del espíritu. El mundo no puede cambiarla ni el tiempo destruirla, porque es ella el principio mismo del tiempo y del mundo. Gustó la vida en Dios; vivió más allá del tiempo en la fuente misma ideal y perenne del mundo imaginativo que nos envuelve. Sus días ya no se deslizaban tristes y ansiosos como una porción del tiempo. Ya no sufría el torcedor de la voluntad; no exhalaba quejas lastimeras sobre sus pecados, sobre sus resoluciones vencidas, porque no amaba ya sus propias obras, por buenas que fuesen, como antes, sino únicamente lo Eterno. Porque las obras tienen su origen en la persona, y él se había despojado de la suya; la había negado con firmeza. En medio de una santa y dulce indiferencia dejaba que Dios obrase dentro de su espíritu. Exento para siempre de duda y de incertidumbre, sabía que no debía querer más que una cosa, y que todo lo demás se le daría por añadidura. Estaba seguro de que la fuente de amor divino que había brotado en él no se agotaría jamás, y que este amor le guiaría eternamente. El temor de la destrucción por la muerte ya no le turbaba. La muerte, desde que había entrado en la vida de la eternidad, era para él incomprensible. No necesitaba bajar a la tumba para obtener esta vida eterna. Bastábale unirse de corazón a Dios para poseerla y para gozarla.

Averiguó, en fin, de una vez para siempre, que el hombre no puede salvarse del dolor y de la muerte por la razón, sino por la Fe, esto es, por un conocimiento distinto y superior del que aquélla puede darnos. Desde que este conocimiento iluminó su espíritu, alcanzó la felicidad absoluta. Sin inquietud por lo porvenir, sin sentimiento por lo pasado, no apeteciendo nada, no rechazando nada tampoco, su vida se deslizaba tiempo hacía como un sueño feliz, como una dulce embriaguez. Dejó caer el plomo de los deseos y las tristezas que le ligaban a la tierra. Desprendido de toda ilusión y de todo esfuerzo, sin temores de aniquilamiento ni esperanzas egoístas de resurrección, por la virtud de la Fe y del amor supo reproducir en su alma el verdadero reinando de Dios.

Sólo breves instantes permaneció así inmóvil, recibiendo el beso cálido del astro del día. No tardó en representársele que aquél era un goce de los sentidos, y haciendo un gesto de desdén, fue a sentarse en el ángulo más oscuro de la estancia. Sólo renunciando a los placeres, sólo buscando el sufrimiento y señoreando sus sentidos había llegado a aquel estado de beatitud, de sublime indiferencia.

—¿Para qué necesito los rayos de ese sol—se dijo,—si el fuego que arde dentro de mi alma me calienta y me conforta mejor? ¿Qué vale esa luz efímera, comparada con esta otra que no se oscurecerá jamás? Vivir en la vida de los sentidos es ser un esclavo del tiempo y la necesidad. Todo lo que no pertenezca al ser interior y libre que dentro de mí he conseguido hallar me es extraño e indiferente. ¡Oh, no! No temblaré ya como un esclavo. Tengo la conciencia de mi libertad. No necesito morir para recobrarla. Este sentimiento de mi libertad me llena de gozo, soy un emancipado y llevo impreso en el alma el sello de mi Dios. Nada de lo que sucede, nada de lo que sucederá puede alterar la paz de mi corazón. El pulso de mi vida interior batirá con la misma fuerza hasta que suene la hora de dejar este mundo. He comido de la carne y he bebido de la sangre del Redentor, y según sus promesas, yo habito en Él y Él habita en mí. Soy un hijo de la Eternidad. He recogido la herencia de mi Padre, y nadie, ¡nadie me la podrá arrancar!...

El cerrojo de la puerta sonó con estrépito. Apareció el llavero, un hombre grueso, con la faz colorada, los ojos llenos de carne, el traje sucio y grasiento, y alrededor del abultado abdomen un cinturón ancho de cuero guarnecido de llaves. Sin dar los buenos días ni hacer una mínima señal de cortesía, volvió el rostro hacia el pasillo, diciendo:

—Pasen ustedes, señores, pasen ustedes.

Detrás de él aparecieron dos caballeros con levita y sombrero de copa. El uno alto, rubio, con larga barba que le llegaba hasta la mitad del pecho, fisonomía abierta y simpática; joven aún. El otro más bajo y más delgado, de color enfermizo, barba rala y gafas. El primero era un médico distinguido de la población. El segundo, un jurista muy aficionado a los estudios penales y que había publicado ya varias monografías referentes a ellos.

Levantose el P. Gil al verlos. Ellos le saludaron cortésmente, aunque sin darle la mano.

—Bueno; ahí les dejo a ustedes con el pater—dijo el llavero con grosería.—Avisen ustedes cuando quieran salir.

Y se fue.

El abogado dio un paso hacia el penado, y le dijo con amable sonrisa:

—Desearíamos, si usted no tiene inconveniente en ello, hacerle algunas preguntas...

—Son ustedes muy dueños—respondió el sacerdote, clavando en él una mirada límpida que consiguió turbarle.

El médico se adelantó también, y sacando la petaca le ofreció un cigarro puro, preguntándole al mismo tiempo:

—¿Qué tal? ¿Le tratan a usted bien por aquí?

—Muchas gracias, no fumo... Sí, señor, me tratan bien. Hay más caridad en la cárcel de lo que ordinariamente se dice.

Entablose una conversación animada. Procuraron, lo mismo el médico que el jurista, hacerla cada vez más íntima y familiar, enterándose con interés de los pormenores de su vida cotidiana. Pasaron después insensiblemente a interrogarle acerca de su infancia, de las primeras impresiones de su vida, de su educación, y se detuvieron particularmente en la adolescencia. ¿Cuál era su vida en el seminario? ¿Cuál su régimen de alimentación? ¿Era aficionado a la soledad? ¿Qué enfermedades había padecido? Enteráronse también de algunas particularidades referentes a su familia. El suicidio de su madre les llamó sobre todo la atención, y se entretuvieron largo rato a preguntarle lo que sabía acerca de la que le había dado el ser. Por último, después de una hora de conversación, durante la cual le miraban con la insistencia pertinaz de quien va a comprar un animal, el médico le preguntó:

—¿Nos permitirá usted ahora que tomemos algunos datos acerca de su cráneo y otras medidas?...

El P. Gil, un poco sorprendido, consintió inmediatamente. El médico sacó del bolsillo de atrás de la levita un craniómetro y una cinta.

Tomole la medida del cráneo en redondo, después la de la caja ósea que protege el encéfalo, la del ángulo facial, la del largo de la cara; midió la proyección facial y la parietal, los arcos zigomáticos y la mandíbula...

Al llegar aquí, el médico y el jurista cambiaron una rápida mirada significativa.

—¿Nos hace usted el favor de abrir los brazos?

El P. Gil se puso en cruz, mientras una mirada dulce y melancólica plegaba sus labios. Midieron el largo de los brazos. Después el de las manos. En este punto, médico y jurista tornaron a cambiar otra mirada de inteligencia.

Finalmente, luego que se hubieron enterado de todo lo que quisieron, despidiéronse de él muy cortésmente, dándole muchas veces las gracias por su amabilidad y procurando animarle con buenas razones.

Al día siguiente aparecía en El Porvenir de Lancia, firmado por el abogado criminalista, un artículo con el título de Una visita al P. Gil. Hacíase en él relación exacta de la entrevista, describíase con minuciosidad la persona del sacerdote penado, y terminaba con una serie de profundas consideraciones científicas acerca de los caracteres anatómicos, patológicos y fisiológicos que el delincuente presentaba.

«Entre los datos antropométricos—decía en uno de sus párrafos—comunes a todos los criminales, sólo hemos podido observar cierto predominio ligero de la proyección parietal comparada con la frontal y bastante desarrollo de los arcos cigomáticos y de la mandíbula. En cambio, el P. Gil ofrece en su figura absolutamente todos los rasgos que la escuela criminal positiva asigna como peculiares a los estupradores y libertinos; es a saber: el pabellón de la oreja saliente e inserto a manera de asa, la mirada brillante, la fisonomía delicada (a excepción de la mandíbula), el cabello liso, el cutis mórbido, las manos muy largas y algo de afeminado en el conjunto.»

Appendix A

FIN
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Rechtsinhaber*in
José Calvo Tello

Zitationsvorschlag für dieses Objekt
TextGrid Repository (2022). conssa. La fe. La fe. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-DCA5-1