Prólogo
En la Colección Austral -pulcra y accesible, universal y españolísima- se reimprime, con título más concreto, este ensayo novelesco mío sobre El Licenciado Vidriera, de Cervantes. El nombre de Tomás Rueda abre siempre, para mí, perspectivas ilimitadas de ideal. De la realidad pasamos, en esta novela de Cervantes, al pleno ensueño. Y tal vez ese ensueño es la más auténtica realidad.
¿Cuándo era más auténtico Tomás Rueda, más de sí, más humano: siendo loco o siendo cuerdo, estando enajenado o estando en su propia posesión? La novela de Cervantes es una bella síntesis de su gran obra, el Quijote. Tomás Rueda equivale a Alonso Quijano. Los dos personajes viven en lo irreal. Los dos acaban, melancólicamente, por volver a lo cotidiano. Pero en la síntesis -novela chica-, la esencia, por lo reducido, es acaso más penetrante que en la creación grande -el Quijote-. Lo que aquí se explaya en el tiempo, en el espacio y en los accidentes, allí se concentra y nos da más sensación de añoranza por lo desconocido. Lo desconocido es el misterio de la vida. ¿Lo sabe don Quijote? ¿Lo sabe Tomás Rueda? ¿Lo sabemos nosotros, con toda nuestra ciencia? He dicho en otra parte, que el más elevado de nuestros líricos, genuino manchego, paisano del soñador de la Mancha, fray Luis de León, en una de sus poesías, la oda a Felipe Ruiz, nos dice que desea partirse de la tierra y ascender al cielo para conocer, al fin, secretos que, siendo mísero mortal, no puede penetrar: cómo se sostiene la tierra en el éter infinito; el porqué de los espantables terremotos; cómo se hacen los incesables flujo y reflujo; de dónde manan las fuentes y cómo se ceban los ríos; de qué modo se encierra el agua en las preñadas nubes y por qué fulmina el rayo y retumba el trueno... Y he hecho observar que todo eso, que era arcano para el poeta, nos lo aclara hoy la ciencia. No; el misterio cala más hondo y es más hermético. El gran misterio está ínsito en la realidad misma que nos circuye y que no sabemos, ni sabe, en fin de cuentas, un Kant, lo que es, ni sabrá nunca, con su inteligencia limitada, el hombre.
Por no saberlo, para escapar a la angustia de no saberlo, se crea don Quijote una realidad suya, y se la crea Tomás Rueda. Sí, dentro de esa realidad ficticia están ellos seguros. Sí, con esa realidad pueden alentar esperanzados, al cabo. En la novela grande, en el Quijote, el héroe torna a la realidad auténtica. Muere desengañado -o verdaderamente ahora engañado-. El lector ve finar definitivamente a Alonso Quijano. Ya no hay más: se acabó la tragicomedia. Pero en la novela chica, en el breve Quijote, es decir, en El Licenciado Vidriera, la congoja del lector perdura. Tomás Rueda no muere. Hay algo en el arte de Cervantes que nos conmueve: las despedidas. En la vida, en cualquier vida, el despedirse, despedirse para un viaje, despedirse para acaso no verse más, es algo que puede ir de la suave melancolía a la franca desesperación. En el Quijote existen despedidas inolvidables. Don Álvaro Tarfe y don Quijote, por ejemplo, se despiden. Echa uno por un camino y echa otro por camino distinto. Se habían unido momentáneamente los dos hombres en un afecto sincero y ya no se verán acaso otra vez. ¿Qué hubiéramos querido nosotros? ¿Cuál hubiera sido nuestro manejo en el destino de estas dos vidas? No lo acertamos a decir. Consideramos absortos el cruce de los caminos y callamos. No sabemos cuál será el destino, recobrado ya el juicio, allá lejos de España, de Tomás Rueda. Y cerramos el libro sintiendo viva punzada en el corazón.
I. En Zamora o en Medina
La casa
Pues, señor, una vez era un rey... No; no era un rey. Una vez era un gran caballero... Tampoco; no era un gran caballero. Era un valiente capitán... Tampoco; no, no era un valiente capitán. ¿Qué era entonces? ¡Ah, sí! Una vez era un niño. Un niño que vivía en una ciudad de Castilla -Valladolid, Zamora, Medina del Campo-. En esa ciudad este niño moraba en un hermoso caserón de piedra. Los muros son de piedra, herreros han golpeado con sus martillos los hierros de los balcones y han hecho de ellos lindos barandales; encima de la puerta hay un escudo de piedra. Entremos en la casa: se ve primero en ella un ancho zaguán; luego, por la espaciosa escalera, se sube a unas amplias habitaciones. Antes, en esta casa, se veían ramos de flores encima de las mesas y de los escritorios; ahora, hace ya tiempo que nadie corta flores en el huerto. El huerto está detrás de la casa; crecen, en sus viales y arriates, rosales, jazmineros, adelfos. Cortaban las flores unas manos blancas y finas. Con mucho cuidado unían en un haz las rosas y los jazmines. De cuando en cuando, una rosa, un jazmín, eran olidos suavemente. Después, hecho ya el ramo, era subido a las estancias de lo alto y era puesto en un lindo búcaro de cristal. ¡Qué bien olía toda la sala con estas flores! Amad las flores: amad las rosas, los claveles o jazmines, o los nardos. Andando el tiempo, en vuestras alegrías y en vuestras tristezas, las flores pondrán un matiz de consuelo o de exaltación. Unas flores reirán con vosotros -en día feliz-, o unas flores llorarán con vosotros -en día funesto-. Pero sigamos con nuestro cuento.
Las bellas manos que cortaban las flores del huerto han desaparecido ya hace años. Hoy sólo vive en la casa un señor y un niño. El niño es chiquito, pero ya anda solo por la casa, por el jardín, por la calle. No se sabe lo que tiene el caballero que habita en esta casa. No cuida del niño; desde que murió la madre, este chico parece abandonado de todos. ¿Quién se acordará de él? El caballero -su padre- va y viene a largas cacerías; pasa temporadas fuera de casa; luego vienen otros señores y se encierran con él en otra estancia, se oyen discusiones furiosas, gritos. El caballero, muchos días, en la mesa regaña violentamente a los criados, da fuertes puñetazos, se exalta. El niño, en un extremo, lejos de él, le mira fijamente, sin hablar.
¡Qué extraña es esta casa! Un día ha desaparecido del salón un magnífico escritorio con labores de plata y nácar. ¿A dónde se lo habrán llevado? ¿No era aquí donde la madre guardaba sus labores, sus joyas? Otro día han descolgado los tapices y se los han llevado también. Ya el niño no verá un anciano de barbas blancas, tan bondadoso, que él veía siempre en uno de esos tapices. Otra vez han formado en la biblioteca grandes montones en el suelo, con libros, y después los han colocado en espuertas y los han bajado a la calle, donde esperaban unos carros. El niño, en esta estancia, pasaba largas horas, olvidado de todos, desdeñado por todos, él venía aquí, y con un ancho libro sobre la mesa, iba pasando las hojas con cuidadito y viendo las estampas. Ya no verá el niño ni el escritorio -que abría y cerraba mamá-, ni el anciano con la barba blanca del tapiz, ni el libro de las estampas. Otras muchas cosas se han llevado de casa. Los señores que se encierran con el padre en una de las piezas de la casa, gritan cada vez más furiosos. El caballero, cada vez, también está en la mesa, a las horas de comer, más mohíno y más violento...
Mari-Juana
Alguien había, sin embargo, hasta hace poco, en la casa, que tenía para el niño momentos de ternura. Era Mari-Juana. Mari-Juana reía como loca, a carcajadas presurosas y argentinas. Mari-Juana tenía unos brazos fuertes y unos carrillos encendidos. Cuando se movía violentamente Mari-Juana, le retemblaba un poquito la gruesa barbilla que acababa de redondear su rostro. Al hablar Mari-Juana, se hacía una luz de jovialidad y de salud en toda la estancia. A veces cogía al niño en sus brazos, lo levantaba en vilo y lo besaba ruidosamente: «¡Jesús, qué niño tan bonico!», solía exclamar a voces. Al niño le gustaba extremadamente este momento en que, desprendido de tierra por un impulso tremendo, subía por el aire hasta la cara de Mari-Juana; él no decía nada; pero se dejaba traer y llevar sumisamente por Mari-Juana. «¡Pero este niño no dice nunca nada!», exclamaba también a menudo la moza. El niño no decía nada; mas sentía un mudo cariño por Mari-Juana. Desde el alba hasta medianoche, la moza andaba y venía por la casa. Lo recorría todo y lo escudriñaba todo. No podían los demás criados hurtar ni desaguisar nada. Todo lo llevaba en orden Mari-Juana. Limpiaba y arreglaba los muebles; tenía limpio y reluciente el comedor; no faltaba nada en la despensa; no desaparecía el aceite de las tinajas, ni disminuían insólitamente los bastimentos... Y, de cuando en cuando, resonaban en la casa las carcajadas precursoras y sonoras de Mari-Juana. Y otras veces, cuando el niño estaba en la biblioteca abstraído sobre una estampa, de pronto sentía unas manos sobre sus ojos.
Él no se asustaba; ya sabía que era Mari-Juana; pero, desde el primer día, la conoció por las recias tumbagas de oro que estas manos llevaban en los dedos. ¿No lo hemos dicho? Sí, sí. Mari-Juana no tenía más que un defecto: era aficionada a las joyas, a los trajes vistosos. En sus manos llevaba unos anillos de oro, y los colores de su traje eran los más llamativos. Una noche, al acostarlo, Mari-Juana dio al niño más besos que de costumbre; los ojos de Mari-Juana estaban enrojecidos. Besaba al niño y no reía. Al día siguiente no estaba Mari-Juana en la casa. Nunca más vio el niño a Mari-Juana.
II. Las ventanitas
En el sobrado
¿Qué impresión os producen los tejados, los tejados de una vieja ciudad, de una populosa ciudad? Cuando niños, hemos subido -acaso- a las falsas de la casa. Hemos subido, no acaso, sino seguramente. Conocemos todas las piezas de la casa: las salas, los reducidos gabinetes, los corredores que tienen una puertecita, la cocina, la despensa, los patios. Por todas estas dependencias circula la vida y la animación, en todas hay más o menos ruido; por todas se pasa y se repasa durante el día. Pero allá arriba, en lo alto de la casa, existen unas vastas estancias, a las que sólo se sube de raro en raro. Las paredes no están enlucidas, como las cámaras y gabinetes de abajo; se las ha dejado toscas, con burujones y entrantes y salientes de yeso; de alguno de sus mechinales, o agujeros, cuando llega el crepúsculo de la tarde, sale silencioso un murciélago. No es mucha la luz del sobrado. El techo muestra sus vigamientos. Trastos de todas clases reposan aquí, amontonados y revueltos. (Aquí están esos baúles velludos, repletos de papeles y libros, que algún día revolvemos.) Los ruidos de la casa, apenas si se perciben desde estos parajes. No entra aquí la vida rumorosa e incesante. Todo está en silencio. Cuando revolvemos un poco los muebles, el polvo que flota en el aire forma una cuadrada y brillante columna en el rayo del sol que entra por la ventana.
Por la ventanita se ven los tejados de la ciudad. En nuestros años de muchacho los hemos contemplado muchas veces. Entre la multitud de las techumbres surgen las torres, las cúpulas, los altos paredones de los recios edificios. Aquí unos cipreses asoman sus cimas agudas; surgen del patio de un convento. Allá se ve un pedazo de galería con arcos, y paseando por ella, lentamente, una figurita humana. Más lejos, en una azotea, extienden unas ropas blancas. Los tejados se acaban, llegan hasta el límite de la ciudad. Luego se ve la franja verde de la huerta, y más lejos, cerrando el horizonte, una larga montaña azul, que casi se confunde con el azul del cielo.
El niño de nuestro cuento ha subido -como nosotros- al sobrado. Él guardará, durante toda su vida, este recuerdo de los ratos pasados en lo alto de la casa, asomado a la ventanita. Una honda emoción le sobrecogerá luego al pensar en esos momentos. Ahora su espíritu -sin darse cuenta- recoge ávidamente el espectáculo de los tejados, de la ciudad, del campo lejano, de la montaña remota. Y luego, este silencio, sólo roto de tarde en tarde por el cacareo de un gallo, por el aullido de un perro; esta quietud de las cosas que aquí reposan y que ya han cumplido su misión en la vida; este indefinible misterio, que contribuye a formar el silencio, la soledad y la lejanía...
Nuestro corretear por la ciudad se mezcla algunas veces a los juegos ruidosos de los demás muchachos; acaso ha trepado también a los árboles y ha tirado piedras, pero...
El mohín
Pero algo hay en él que no hay en los demás muchachos. Cuando vivía mamá, un día le sentaron en un sillón y le dijeron que se estuviera quietecito. Un señor, delante de él, comenzó a poner colores diversos encima de un pedazo de cobre. A los tres o cuatro días el retrato estaba hecho. El niño tenía los ojos negros, y negro y brillante el pelo. Su cara era de un ligero color moreno. No había nada en ella de extraordinario. No había nada para un observador vulgar. Mas ¿y este mohín ligero que, si nos fijamos bien, notamos en esta faz infantil? ¿Y esta breve mueca que, al pronto, una vez observada, no sabemos de qué es? Los labios están un poco salientes y, a la vez, como apretados, y en la frente, entre las dos cejas, se ve una suave contracción. Sí, decididamente, en este mohín hay algo de meditación y de melancolía. Este niño lleva en la cara escrito su destino. Retratos de niños, retratos desconocidos, retratos en que vemos esta mueca instintiva y congénita: sois más elocuentes vosotros que todos los libros, vosotros reveláis el arcano de una existencia futura; en vosotros está en germen el porvenir de incertidumbre, de angustia y de melancolía.
El mohín de nuestro niño nos explica sus instantes de silencio y de contemplación en la ventanita del sobrado, sus días de olvido en el ancho caserón, su ensimismamiento sobre las estampas de los libros, el recuerdo de Mari-Juana, la ternura de la mamá, que cortaba flores en el huerto, sus llantos inexplicables, su sensibilidad fina y morbosa.
El hombre que ríe y sufre
Hay emociones en la niñez que duran toda la vida. Continuamente, a lo largo de los años, sentiremos, en lo más hondo del espíritu, la pasada, la remota visión. ¿Cómo ha de olvidar nuestro niño lo que vio un día por una ventanita? Las ventanas han jugado un papel importante en la vida de nuestro niño. Primero, la ventanita del sobrado; luego, una ventana, que un criado de la casa le enseñaba algunas noches. Era una ventana lejana; a cierta hora de prima noche, en la oscuridad, de pronto, bruscamente, se destacaba un cuadro brillante de luz; más tarde desaparecía; después, la luz de la ventana volvía a aparecer. (Ya siendo hombre, nuestro niño, se preguntó muchas veces cuál sería el misterio de aquella ventana, y no acertaba a comprender el miedo que de él se apoderaba cuando la contemplaba. ¿Miedo por qué? El criado que le sacaba al patio para que viera la ventana reía a carcajadas.) Ahora, lo que nuestro niño ha visto por una ventanita no lo olvidará tampoco durante toda su vida: se ha visto a él mismo; él pensará esto cuando a lo largo de su vida -no ahora- piense en esta visión.
Veréis cuál ha sido. Ha llegado al pueblo una tropa de cómicos. Ha sonado una trompeta y un tambor: anunciaban la función de la tarde. La comedia la representaban los actores en el patio de un caserón. La muchedumbre ha invadido el corral. Todos los cómicos han trabajado a maravilla. El público reía a carcajadas, con las ingeniosidades del gracioso. Los aplausos han sido, principalmente, para él. Era ya de noche cuando ha acabado la función. La multitud se ha dispersado. Entonces, nuestro niño, vagando al azar por los alrededores del caserón en que se ha representado la farsa, se ha detenido en una callejuela desierta, ante una ventanita. Se veía reducida estancia, iluminada débilmente. Un hombre estaba sentado en una silla y junto a él había una mujer llorando. Dos niños se hallaban también en la estancia, al lado del hombre y de la mujer. El hombre era el gracioso de la comedia. Se hallaba intensamente pálido; se ponía la mano sobre el pecho, como queriendo contener algo, y daba, de cuando en cuando, un hondo suspiro. La mujer lloraba, lloraba en silencio y le pasaba la mano, suavemente, al hombre, por la frente y por la cabeza. Alguna vez apoyó su cara sobre la frente del hombre y estuvo así un momento. ¡Ah, este hombre pálido, este hombre que ríe y sufre! Este hombre ve ya a esta mujer, sola, y a estos niños, solos; a esta mujer, tan buena, desamparada, y a estos niños, sus hijos, desamparados. No puede reír, y tiene que reír. Dentro de poco, ¿qué será de esta mujer y de estos niños? Estas manos que ahora a él le acarician con tanto amor, ¿qué harán?
Nuestro niño no ha comprendido nada ahora. Lo comprenderá más tarde. Ahora ha mirado un momento por esta ventanita, y luego se ha marchado.
III. En la Olmeda
Lorenzo
¿En qué habíamos quedado? ¿Dónde estábamos? Esperad un poquito... ¡Ah, sí! Quedábamos en que el niño, nuestro niño, se aburre en el vasto caserón o divagando por las callejuelas de la ciudad. Hace mucho tiempo que no veía a papá; se había marchado a Madrid. (Allí todos los días iba a los patios de Palacio y pretendía ver al rey..., pero no lo veía.) Un día, al cabo de algún tiempo, Lorenzo... Pero ¿quién es Lorenzo? Detengámonos otro poquito. Lorenzo es el cachicán de la Olmeda. La Olmeda es una casa de campo que la familia tiene -es decir, tenía- a tres o cuatro leguas de la ciudad. La Olmeda ha sido de los tatarabuelos y de los padres de este niño. Hace un año que la compró Lorenzo. Lorenzo es hijo de Lorenzo y nieto de Lorenzo. Todos han sido cachicanes en la Olmeda. Este Lorenzo de ahora es un hombre ya viejecito; casi tiemblan sus manos. Cuando murió mamá, estuvo mucho tiempo enfermo; él la había tenido chiquitina en sus rodillas, él le llevaba todos los años un panal de miel dorada de romero. ¿Un panal? No había primor en el campo que Lorenzo no se apresurara a llevar a mamá. Cuando la Olmeda iba a pasar a otras manos, cuando iba a salir de la familia, Lorenzo hizo un esfuerzo y se quedó con ella. De cuando en cuando iba el cachicán a la ciudad; allí cogía al niño y creía ver en sus ojos los ojos de mamá. No podía ya llorar Lorenzo; sus ojos estaban secos; pero ¡cómo temblaban sus manos cuando acariciaban las mejillas del niño!
Ha venido Lorenzo y le han dicho a nuestro niño que papá ya no volvía. Después le han vestido un traje negro. No se podía estar ya más en la casa. (La casa estaba ya casi vacía de muebles.) Había que ir a la Olmeda. Lorenzo y el niño han montado en un carro y han salido de la ciudad. Algunas veces ha hecho el niño este viaje; pero ahora no lo hace lo mismo que otras veces. La mañana está clara, radiante. El camino está solitario. Las montañas remotas parecen de porcelana azul. Las hojas de los álamos temblotean ligeramente como con alegría. Allá a lo lejos, al pie de aquel recuesto pardo, ¿no asoma la techumbre de una casa entre la verdura de los árboles? Pues aquello es la Olmeda.
La Olmeda
La Olmeda tiene delante de la puerta, derechitos, rectos, dos liños de gruesos olmos. El zaguán de la casa es ancho; las habitaciones son claras y espaciosas. ¿Qué diréis que ha visto el niño cuando ha entrado en el cuarto que para él estaba destinado? Pues... el escritorio de mamá. Allí, junto a una ventana, tan pulido y primoroso, estaba este escritorio en que mamá guardaba sus papeles; estos cajoncitos tan lindos, las manos blancas y puras de mamá los abrían y cerraban. Cuando los muebles de la casa de la ciudad comenzaron a ser sacados, Lorenzo no quiso que este escritorio fuera a parar a gentes extrañas. Lorenzo lo trajo a la Olmeda; es decir, lo hizo comprar por tercera persona, y, sin que lo supiera nadie, un día se lo trajo en su carro a esta casa. (¿Qué será de este mueble andando el tiempo? Cuando nuestro niño haya corrido mucho por la vida, y hayan pasado años y años, ¿podrá algún día abrir y cerrar los cajoncitos de este mueble como los abrían y cerraban las manos blancas, las queridísimas manos blancas de antaño?).
No habíamos dicho que el niño no sabe leer. ¿Quién se ocupaba de él en la ciudad? Pero es necesario saber leer; Lorenzo quiere que el niño sepa leer. Ahora que el cachicán tiene aquí al niño, él hará que aprenda esta cosa tan necesaria. En la Olmeda hay tiempo para todo. Las horas pasan lentamente. ¡Qué grato es recorrer todas las dependencias de la casa! El lagar, donde se hace el vino; la almazara, donde muelen la aceituna, los alhorines, llenos de grano; el tinajero, con sus panzudas tinajas; el corral, habitado por la población pintoresca y simpática de los gallos, gallinas, ánades, pavos y pavones... ¡Los pavones! Se suben a los tejados, lanzan agudos gritos; son solitarios, soberbios y caprichosos. De cuando en cuando se ve en el suelo una larga pluma con un rondel matizado maravillosamente de oro y de azul... El pavón ha dejado desdeñosamente su tarjeta. Todo esto es distraído; la vida es grata en la Olmeda. Pero... pero... es preciso aprender a leer. ¿Quién le enseñará al niño a leer? ¡Atención! Va a venir el maestro.
El maestro
¡Atención! Ya está aquí el maestro. El maestro no vive en la Olmeda, vive en una casa cercana. Todos los días, a media mañana, aparece por el fondo de la alameda que hay frente a la puerta de la casa. Viene montado en un borriquito, lentamente. (Después, cuando le conozcáis, habréis de perdonar lo del borriquito; él quisiera un caballo; pero...). Cuando llega a la puerta de la casa, para el borriquito y se apea el maestro; entonces vemos que una de sus piernas es de palo. El maestro saluda a los que están esperándole sonriendo, con una mueca de malicia y de bondad. En su faz resaltan dos colores: el rojo, muy rojo, de las mejillas, y el blanco, blanco de nieve, de la barba. La barba acaba en una puntita aguda; él, de cuando en cuando, se pasa la mano por la cara, y al llegar a la punta de la barba hace un ligero gesto como retorciéndola. Y al mismo tiempo, al igual que un autómata, lanza una ligera y discreta exclamación. En la cara nieve y púrpura parece que distinguimos, en lo alto, dos granitos de pimienta: son los ojos. Los ojos que se abren y se cierran rápidamente y que brillan de un modo singular. Brillan cuando se percibe un grato olor de cocina, o cuando pasa una linda moza, o cuando el maestro cuenta las cosas de Flandes y de Italia.
Al comenzar estas charlas de las cosas de Flandes y de Italia ya todo desaparece para el niño. No hay silabario, ni Olmeda, ni pavones, ni Lorenzo, ni mundo. No sabemos quién goza más, si el viejo o el niño. ¡Cuántas cosas le han pasado al maestro en Flandes y en Italia! ¡Qué ciudades aquéllas y qué vida tan regalada y espléndida! En una batalla perdió el maestro la pierna, y en una hostería de Luca pasó el mes más agradable de toda su existencia...
¡Flandes, Italia! Lejos, muy lejos está ya la vida militar, la vida libre, expansiva, de los años nuevos. Ahora, el maestro ¿qué es? ¿Qué es en estos campos, metido entre labriegos, correteando por las lomas y los boscajes? En una vieja traducción de la Eneida (hecha «en Alcalá, en casa de Juan Iñiguez Lequerica, año 1586»), en la declaración de los términos esparcidos por esta traducción, se lee lo siguiente: «Faunos.-Dioses de las selvas y de los campos; dícense, por otro nombre, sátiros. De los cuales escribe sant Hieronymo haber visto uno sant Antonio en el yermo.» San Antonio vio uno en el yermo y aquí hay otro.
Hay otro que fue un antiguo soldado y que ahora enseña a leer a un niño. Los ojuelos del fauno fulgen en la nieve y el bermellón de la cara cuando sale de la cocina un grato olor o cuando pasa una zagala. Y la imaginación del niño se echa a volar, y vuela, vuela, cuando el maestro cuenta las cosas pasadas de Flandes y de Italia.
IV. La montaña y los libros
Pastores
¿Qué ha pasado desde la última vez que hemos visto a nuestro muchachito castellano? Pues ha pasado... el tiempo. Han pasado los días, los meses, los años. Han venido muchas veces las golondrinas, y se han marchado. Han caído muchas veces las hojas de los olmos, y han salido otras. (¡Qué bello es este paseo de olmos, en otoño, con la alfombra de hojas amarillas, bajo el cielo de plata!). El niño tiene once años. Andando el tiempo, él recordará muy pocas cosas de estos días. Da paseos él por el campo y está muchos ratos leyendo. Lee los libros que ha encontrado en una alacena. Todos estos volúmenes tienen en la guarda blanca un renglón manuscrito, que dice: «Soy de María». La letra es grande, fina, sutil; parece que la pluma, al trazarla, ha rozado a malas penas el papel. «Soy de María». Este volumen era de María; María lo ha tenido entre sus manos, lo ha leído; ha meditado sobre sus páginas. María ya no existe; sus manos blancas y delicadas ya no pueden coger estos volúmenes. Pero otras manos -las de un niño- toman ahora estos libros y continúan, sí, continúan sobre sus páginas los ensueños, las dulces quimeras, las imaginaciones de María... Andando el tiempo, este niño se ha de acordar mucho de estas lecturas. Lecturas de poetas y de noveladores fantásticos; lecturas llenas de atención profunda, de abstracciones de todo; lecturas -!oh María!, ¡oh delicada María!- que hacen abrir los ojos a este niño ante el espectáculo del mundo y ponen en su alma -que es la tuya, María- un fermento de ideal, de nerviosidad, de desasosiego, de pasión.
Y cuando el niño se cansa de leer o de corretear por la casa, sale al campo y sube a las montañas. Las montañas están detrás de la casa; es preciso atravesar hazas labradas y pradecillos para llegar a sus faldas. Luego, allá arriba, está la cumbre, pelada, enhiesta. En la montaña se hallan los pastores. Con el pastor está el fiel mastín que, cuando ve llegar al niño, se adelanta corriendo y le pone las patas en el pecho. Tan fuerte, tan impetuoso es el empellón al echarse sobre el niño Leal -así se llama el can-, que casi le derriba al suelo. Luego, el niño ríe y el mastín hace mil zalamerías, retozando y gambeando en su torno. Los pastores son amigos de las nubes. Allá arriba no hay más que nubes y piedras. (¿Y ese árbol solitario que, a veces, sale obstinadamente de entre las junturas de las piedras y que se inclina hacia el abismo? ¡Ah! Ese árbol solitario y obstinado, ese árbol abocado al barranco, es el más bello de todos los árboles.) Los pastores viven una vida solitaria. El silencio de estas alturas es maravilloso. El aire tiene aquí una transparencia que no tiene en ninguna parte. El agua de los hontanares, y la que queda en las quiebras de las peñas de cuando llueve, parece que no existe. Tan límpida es, que se diría que estas quiebras y estos remansos están vacíos. Pero los pastores...
La arañita en su lentisco
... Pero los pastores no hacen caso de las arañas. Hacen mal los pastores. Se tiene cierta preocupación respecto de las arañas. Hay arañas -lo confesamos- que son malas; su aspecto no inspira confianza. (Mas lo mismo ocurre con muchos hombres.) Sin embargo, existen muchas arañas simpáticas y agradables. Es preciso que nos desprendamos de esta aversión a las arañas. Las arañas son los verdaderos gozadores del planeta. Caminan por la tierra, tienen viviendas subterráneas, pueden habitar debajo del aguar; nadan maravillosamente; vuelan con suavidad colgadas de un hilito. Existen arañas tan originales e imaginativas, como las llamadas saltadores escénicos, que las habréis visto tomando el sol en las paredes y en las maderas de las puertas, y que son a manera de leoncitos que dan rápidos saltos, como los felinos. ¿Y las buenas e inofensivas tejenarias con sus largas zancas; las buenas tejenarias que pasan, resignadas, meses enteros sin probar un bocado, replegadas en la tela de su rincón, en la cual -como en casa de escritor pobre- no cae nada? Buenas, sufridas, silenciosas tejenarias...
En la montaña, las arañas -algunas de las arañas- tejen su tela entre las ramas de un lentisco, de un romero, de un espliego. No puede darse mayor limpieza, aliño y simetría que la de las de esta linda urdimbre. Puede sentirse ufana la arañita que ha tejido, poquito a poco, su red en el lentisco. Por las mañanas caen unas gotas de rocío en la tela y el sol les hace brillar luego, como si fueran diamantes en el garbín de una dama. El aire está embalsamado con el aroma de las plantas silvestres. Se oye un trinar de pájaros. Y en este ambiente exquisito, único, en esta paz del campo, la arañita pasa horas y horas -toda la vida- acurrucada en la tela de su lentisco. Nuestro niño, tendido en el suelo, mientras el pastor le cuenta una historia, no pierde de vista la arañita del lentisco. Cuando sea hombre, él se acordará del sosiego de estas montañas y de la lección de pulcritud, de limpieza, de serenidad que ahora le está dando la arañita del lentisco.
«Alto, aunque agradable»
Todas las montañas tienen sus encantos: las altas, las bajas; las peladas, las cubiertas de bosque; las suaves, las anfractuosas, las cenicientas y negruzcas, las claras y manchadas de rodales azulados, verdosos o rojizos. Todas las montañas tienen sus encantos. Cuanto más elevadas, cuanto más subidas a los cielos, nos parecen ahora más bellas. Pero en el tiempo en que vivía nuestro niño, los hombres aún no sabían amar del todo a las montañas. Había entonces en la naturaleza muchos espectáculos que les parecían tenebrosos. Hoy las montañas han acabado de perder para nosotros su aspecto hórrido. (¿Estamos seguros de ello? ¿No hay todavía en la montaña algo que nos sobrecoge y nos es desagradable?). En tiempos de nuestro niño, un gran ingenio español, describiendo la ciudad de Toledo, decía que estaba colocada en «un alto, aunque agradable monte». Alto, aunque agradable... Este «aunque» ya no lo comprendemos hoy. Este «aunque» es de Lope de Vega, en El peregrino en su patria. ¡Que sean altas, empinadas, elevadísimas las montañas! Nosotros subiremos a ellas, como sube nuestro niño al monte alto, aunque agradable, que se halla detrás de la casa de la Olmeda, y en él pasa ratos felices escuchando las consejas de los pastores.
V. Acaba la aurora
«Yo, Cronos, ordeno y mando»
No para de marchar el tiempo. Entra la vida de nuestro mocito en una nueva época. ¡Adiós, querida Olmeda! ¡Adiós, correteos por los montes, charlas con los pastores! ¡Queda con Dios, arañita, en tu lentisco! Ya todo esto no lo volveremos a ver. No lo volveremos a ver con la luz con que ahora lo veíamos: la luz brillante, iluminadora, de la infancia y de la adolescencia. Si lo volvemos a ver, si venimos por estos parajes en otro período de nuestra existencia, ya no será lo mismo. ¡Adiós, Olmeda querida! Hay una deidad, invisible y terrible, que se llama Cronos. Es un dios que nadie ve y que todo el mundo siente. Debe de tener un laboratorio donde él hace sus manipulaciones; será algo como un taller repleto de instrumentos sutiles. Cronos ahora ha decidido que la vida de nuestro niño entre en una fase nueva. «Yo, Cronos, ordeno y mando.» Nada indica este cambio: no se ha producido en los árboles de la Olmeda ninguna violenta agitación de sus troncos y de sus ramas; no han temblado ni ligeramente las paredes de la casa; las avecicas del campo han comenzado a cantar como todos los días; el pavón ha saludado al nuevo sol con largos gritos agudos. Y, sin embargo...
La romería
... Sin embargo, este niño que ahora traspasa los umbrales de la casa, ya no volverá a repasarlos. Día de exaltaciones es hoy. Se celebra la romería de la Virgen de los Verdes. La Virgen de los Verdes se encuentra allá arriba en la montaña, en lo más empinado y áspero de ella. ¡Qué soberbio panorama se divisa desde la cumbre! La ermita se halla rodeada de un bosquecillo de acebuches. Los árboles silvestres tienen un encanto de que carecen los domesticados y urbanos. Los allozos, los acebuches, los cabrahigos, el maguillo, la vid labrusca (es decir, almendros, olivos, higueras, manzanos, vides silvestres); todos estos árboles crecen y se expanden libre, espontáneamente, gozando del cielo y del aire delgado y nutritivo. Un bosquecillo de plateados acebuches rodea la ermita. Entre la fronda de los olivos se columbran las paredes blancas del santuario con un zócalo azul. Todos los años, en septiembre, se celebra la romería de la Virgen de los Verdes. De las aldeas, de los cortijos, de los pueblos acude una copiosa muchedumbre que puebla la montaña. Hasta la noche, durante todo el día, duran las cánticas y plegarias en la ermita y los bailes y retozos al aire libre.
De la Olmeda ha salido esta mañana -como todos los años- una caravana de romeros. No va en ella Lorenzo, el cachicán, porque es muy viejecito y apenas puede caminar. Va, sí, nuestro mocito. Gran jornada les espera a todos. El tiempo es espléndido; apunta el otoño y ya los frutales de esta estación están cargados de las frutas que han de ser guardadas para las Navidades. El camino es largo. Han pasado por los Pedreñales; se han detenido a tomar un bocadillo en la casa de Serón; han vadeado el río por el paso del Prior; en el alto de las Cornejas, ya en la montaña, han arrojado unos pedruscos en la sima que allí hay, y han escuchado cómo las piedras, de tumbo en tumbo, bajaban a lo hondo y se iba apagando poco a poco, sordamente, su ruido... Cuando han arribado a la cumbre, ya la ermita estaba rodeada de una compacta muchedumbre. No se podía entrar en el santuario. Resonaban dentro fervorosas imprecaciones y plegarias. De cuando en cuando se producía un profundo silencio. Y el sol claro de septiembre alumbra el panorama. Allá en lo hondo se ven las paredes blancas de las casitas, los cuadros sombríos de los barbechos, las hazas ya labradas, los verdes claros de los herrenes, los bosquecillos de álamos que se apelotonan junto al río.
El carro de la farsa
Cuando, ya hombre, después de muchos años, ha pensado nuestro personaje en este día de su vida -día memorable, decisivo-, no ha podido acordarse sino de que, en la comida, a mediodía, le hicieron beber mucho entre aplausos y carcajadas. Quiso nuestro amigo ser hombrecito; todos hemos tenido una hora (¿nada más que una hora?) en nuestra niñez, en nuestra adolescencia, en que hemos querido serlo. Le ponían entonces una bota panzuda entre las manos; le invitaban alegremente a empinarla, y nuestro personaje bebía y bebía sin tasa... Ya al segundo copioso trago, no se daba cuenta de lo que se hacía. (Si hubiera estado allí Lorenzo no hubiera ocurrido nada de esto. Pero estos mozos de labranza, tan bruscos, con sus bromas tan toscas...). Al despertar de su profundo ensueño, nuestro amigo sintió una profunda estupefacción: iba en un carro entre dos hombres y una mujer. La mujer iba vestida de colores chillones, con una corona dorada en la cabeza, y uno de los hombres tenía en la mano una larga y blanca barba, que se ponía y se quitaba prestamente. Todos reían y gritaban, y, de cuando en cuando, el hombre de la barba, en tanto que los tres callaban, pronunciaba con voz sonora una larga tirada de versos...
Dice Cervantes
Cervantes comienza así su novela: «Paseándose dos caballeros estudiantes por las riberas del Tormes, hallaron en ellas, debajo de un árbol, durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador; mandaron a un criado que lo despertase. Despertó y preguntáronle de dónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad; a lo cual el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por sólo que le diere estudio. Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí y escribir también.»
VI. En Salamanca
El muro blanco
Ha ido pasando el tiempo. Poco a poco hila la vieja el copo. Ha ido pasando el tiempo, sin sentir, sin notarse, como el agua de un manso río que parece que no se mueve y no cesa de correr. Tomás Rueda, amigo nuestro, niño que saliste una mañana de la Olmeda, sin saber que no ibas a volver nunca; Tomás Rueda ¿qué es lo que quedará en tu espíritu de estos ocho años pasados en Salamanca, la ciudad poblada de estudiantes? En esta ciudad hay bellas iglesias, espléndidos palacios, muchas plazas, callejuelas silenciosas. Nuestro amigo vive con unos escolares; ellos le mantienen y le proporcionan los medios de estudio. Nuestro amigo encuentra gratísimas estas horas de Salamanca. No se acuerda ya de nada. El pasado no existe. Ante él se abre el porvenir. Moran los escolares que sustentan a Rueda en una casa algo apartada del centro. Tiene la casa un ancho zaguán, y luego, arriba, los escolares se alojan en diversas cámaras y habitaciones. La vida que llevan en Salamanca es algo desigual y estrepitosa. Conocidas son sus alegrías y sus devaneos. La casa donde moran resuena frecuentemente de su bulliciosa algarada. Nuestro amigo no toma mucha parte en estos lances y holgorios. Su habitación se halla en lo más alto de la casa; una mesita hay en ella con varios libros, y de un clavo penden unas modestas ropas. La mesita está enfrente de la ventana; por la ventana, se ven unos tejados pardos y un alto muro blanco.
Este muro blanco, esta pared lisa y encalada, será una de las cosas que queden en el espíritu de nuestro Rueda. Imaginad una vida sencilla, solitaria y reflexiva; en esta vida, cosas, detalles y matices, inadvertidos e indiferentes para los hombres, adquirirán una significación profunda. ¡La pared blanca de los años estudiantiles! ¡El muro alto y liso de Salamanca! A las mismas horas, Tomás, todos los días, se sienta ante su mesita, frente a la ventana. Es a media tarde; la mañana la ha pasado trajinando al servicio de sus amos y en las aulas de la Universidad. Es a media tarde; sus amos se han marchado por las riberas del Tormes; hay una profunda paz en la casa. El cielo está luminoso. En los días de cielo claro -la mayor parte del año- esta luminosidad de Castilla es maravillosa. Ya tiene Tomás toda la tarde por suya. Sentado ante la mesita, frente a la ventana, se sume en la lectura de sus amados libros. El tiempo va discurriendo suavemente. El sol, que al principio bañaba vivamente el alto muro, se ha ido debilitando; poco a poco, la ancha faja de sol ha ido disminuyendo... Ya, al final de la tarde, cuando la estancia va siendo ganada por la penumbra, sólo se ve, allá, en lo alto de la pared, una mancha tenue, delicadísima, de un sol dorado, purpúreo, violeta. Y luego viene la noche y comienzan a brillar las estrellas.
Durante ocho años, Tomás ha contemplado los cambios del sol en el alto muro blanco. Ha visto sus mudanzas -imperceptibles-, según las estaciones y según alargaban o acortaban los días. El muro blanco ha entrado en su espíritu. Andando por la vida, pasados los años y los años, Salamanca será para él una pared alta y lisa en que, por la tarde, da el sol. Y será también otra cosa.
Don Lope de Almendares
Será don Lope de Almendares. ¡Adelante, don Lope! Todos queremos y respetamos a vuesa merced... ¿Hemos dicho vuesa merced? Perdón; lo hemos dicho impensadamente. A don Lope no hemos de tratarle de merced, sino de señoría. Don Lope se incomoda si no le tratamos de señoría. Démosle este gusto, nada nos cuesta. Además, tiene derecho a ello. A don Lope le queremos todos en Salamanca. Si sois forasteros en la ciudad, os causará cierta sorpresa el ver por primera vez el siguiente espectáculo. Por una calle marcha un grupo compacto de transeúntes. Son estudiantes, muchachos jóvenes y simpáticos. Pero, en el centro del grupo, se destaca un caballero un poco provecto. Todos los estudiantes van acompañando al caballero con extremadas muestras de respeto. Cuando, de trecho en trecho, se detiene este señor para decir algo importante, todos los escolares tienden el oído hacia él, y abren los ojos y hacen visajes de honda admiración. Luego, ostensiblemente, comentan entre sí, con elogio, las palabras dichas por el caballero. Y, detrás del grupo, un escolar ha levantado la capa del caballero, sin que él lo advierta, y la lleva en alto. Y otro compañero, al par que los demás marchan gravemente, con la mano extendida ante la nariz va tecleando con los dedos en el aire....
¡Ah, buen don Lope de Almendares, sólo nuestro amigo Tomás no se mofa de vuestra señoría! Sólo nuestro amigo Tomás ha visto que, por debajo de vuestra eterna quimera, hay un corazón bueno y un juicio discreto. Don Lope ha estado en Flandes y en Italia. Pero S. M. el Rey le tiene olvidado y postergado. Sin embargo, si se tomó en tal ocasión tal plaza, fue por él; si en tal otro trance no sufrió el ejército una derrota lamentable, a él se debía también; él buscó un medio seguro de ir siempre a la victoria; es absurdo, terriblemente absurdo, el que no le quieran escuchar en Madrid. Don Lope sigue contando sus hazañas y sus proezas. Y cuando no las cuenta, cuando no se trata de cosas de Flandes y de Italia ¡qué discreción, qué claridad, qué agudeza y tino en su juicio! No hay caballero más bondadoso y cortés en toda la ciudad. Lo saben los mismos escolares que se chancean de él. Continuamente va a los claustros de la Universidad y conversa afablemente con ellos; pasea con ellos por las afueras; muchas veces, cuando alguno de estos escolares está enfermo, acude a su casa y le entretiene, consuela o esparce su ánimo largos ratos. Ésta es su vida en Sala manca. Ahora, si S. M. el Rey quisiera... Hace años que pretende un empleo en la corte y no acaba de llegar el despacho real.
Tomás escucha siempre con respeto a don Lope. Nunca se ha permitido con él la más ligera irreverencia. Le atrae este hombre bondadoso, que lleva por la vida una quimera. Quimera, ensueño, idealidad, generosidad...
VII. Hacia el mar
La emoción de partir
Ya se van los escolares caminito de Madrid... Ya se van y ya no volverán. Tal vez no vuelvan en su vida a Salamanca. Viven muy lejos. ¿Dónde viven? ¿Hacia dónde van? Quince días antes de la marcha han comenzado sus preparativos estos estudiantes que ahora se disponen a emprender la marcha. Estos estudiantes son los amos de nuestro Tomás; con ellos ha vivido durante ocho años; durante ocho años, día tras día, Tomás se ha sentado en su mesita y ha visto cómo acrecía, cómo amenguaba, cómo se encendía, cómo se debilitaba la claror solar que iluminaba el muro blanco. No contemplará más esta nítida pared; otro estudiante se sentará, acaso, en la mesita; otro estudiante verá subir y desaparecer el sol en el muro. Pero este sol claro y vívido, o tenue y dorado ¿le dirá a este nuevo escolar las casas que a él le ha dicho?
¡Ea, fuera sentimentalismos! ¡En marcha! Cuando hemos arreglado ya todos nuestros bártulos; cuando está todo recogido y encerrado en los cofres y maletas, echamos una mirada por la estancia. ¿Es para cerciorarnos de que no nos dejamos nada, o es para llevarnos en la retina, en el espíritu, en el fondo de nuestro espíritu, bien dentro, bien sumida, una visión última de estas paredes y de estos muebles, que nos han acompañado en momentos de alegría y en horas de angustia? Desde hace quince días está preparándose el viaje. Ha llegado el momento; van a llegar los arrieros con sus recuas; ya asoman por el extremo de la calle. Por última vez contemplamos el cuartito en que hemos vivido; los amigos nos esperan abajo, en la calle; esta buena mujer que ha cuidado de la casa durante los ocho años, suspira y llora, los vecinos se asoman a las puertas y balcones; en una ventanita, bajo el alero de un tejado, aparece, atraída por el estrépito, la cabeza de una viejecita. Luego, al advertir de qué se trata, se retira prestamente y cierra la ventana. No es nada; muchas de estas partidas de estudiantes ha visto ella; otros vendrán; otros se marcharán...
La caravana se ha puesto en marcha. Han ido recorriendo las callejuelas y han salido al campo. El día estaba claro, y al subir a un terrero, desde lo alto, han contemplado, allá atrás, en la lejanía, la silueta de la ciudad con las torres de sus catedrales.
El hombre junto al río
En la lejanía, enfrente -al cabo de muchos días de caminar-, otra ciudad. Cúpulas y torres en el azul. La caravana se aproxima. Una calle en cuesta. Tráfago de gentes, agitación, carros, coches. Madrid. Madrid con su plaza Mayor, con el palacio, con los grandes caserones de la nobleza. Madrid: estrépito, idas y venidas. Madrid: una posada, un cuarto chiquito y sucio, y un ruido de pasos y un clamor de voces de toda la noche. Madrid: unas tapadas que vienen a buscar a estos escolares y se van con ellos por la ciudad, y luego vuelven, y después se tornan a marchar. Madrid: tres días de descanso en el viaje, que luego se alargan a seis, y luego a quince. En los pasillos de la posada y en las habitaciones de arriba, sigue el estrépito de voces y de pasos durante toda la noche. Entran y salen en la posada amigos y conocidos de estos estudiantes; van y vienen papeles, recados; tornan y giran mandaderos que buscan a los escolares, y preguntan por ellos en lugares en los que se les dicen que están, y no los hallan... Nuestro Tomás vaga solo y a la ventura por las calles. ¿Qué es lo que en su espíritu quedará de toda esta baraúnda, de toda esta mezcolanza de tipos y personajes?
Una mañana, paseando por las orillas del Manzanares, vio un hombre sentado junto al río. No hacía nada; permanecía profundamente absorto contemplando el agua. La intensa abstracción de este hombre, apartado del bullicio de la ciudad, fijos los ojos en la corriente de las aguas, hizo detenerse a nuestro mozo. Cosas extrañas pasan en las grandes ciudades; pero ésta, en su simplicidad, era una de las más extrañas de todas. ¿Quién era este hombre? ¿Un filósofo, o un loco? ¿Qué hacía mirando, con tan profunda atención, correr el río?
(«De noche, leo alguna historia o algún poeta; acuéstome con miedo de que no tengo de dormir, y sáleme tan cierto que, como a cualquier reloj, me pueden preguntar las horas, y si de cansado de la batalla de mis pensamientos -como el Petrarca dijo-, me duermo un poco, sueño tan prodigiosas invenciones de sombras, que me valiera más estar despierto... Al alba salgo al Prado o me voy al río, donde, sentado en su orilla, estoy mirando el agua, dándole imaginaciones que lleve para que nunca vuelvan.» Fernando, en La Dorotea, de Lope de Vega.)
La mujer en la llanura
Otra vez en marcha. La caravana va hacia abajo, hacia el mar. Cervantes dice que la patria de estos estudiantes era «una de las mejores ciudades de Andalucía». Después nos hace saber que tal ciudad era Málaga. Atrás, van quedando pueblecitos y aldeas. No ocurre nada de notable en el viaje. Lo más notable que ha ocurrido, lo único digno de mención, es lo que vamos a referir. Caminaban por una extensa llanura, habían salido, hacía horas, de una ciudad, la campiña estaba solitaria. Conforme iban caminando, se encontraron con una mujer que, sola, sin compañía ninguna, llevaba el mismo camino. No era una mujer de pueblo, ni semejaba una dama. Su talle aparecía esbelto, grácil, de una tez de un moreno ambarino, fulgían unos ojos negros, centelleantes, con centellas de pasión y de melancolía. Toda su persona revelaba una elegante desenvoltura y un hábito de fastuosidad y de señorío. ¿Dónde iba esta mujer, sola, por los caminos? Había salido de una ciudad y se dirigía a otra, indudablemente. Pero ¿por qué iba desacompañada y a pie? Su traje rico y su persona delicada contrastaban con esta soledad. No dijo nada la mujer a los caminantes; un breve trecho anduvo con ellos. Llegaron todos a un cruce de caminos; la misteriosa desconocida tomó por uno y la caravana siguió por otro.
Si nuestro Tomás hubiera consignado en un libro los sucesos que le han acaecido durante la vida, este libro debería titularse Diario... de nada. De nada, y, sin embargo, ¡de tanto! De nada ruidoso y excepcional, y, sin embargo, ¡de tantos matices e incidentes que le han llegado a lo hondo del espíritu! La visión de esta mujer en la llanura le han hecho ahora experimentar una honda emoción. ¿Por qué? No lo sabríamos explicar. Pero estos ojos negros y relampagueantes, esta tez morena, este señorío en el gesto y en los ademanes, y luego, por otra parte, el hecho incomprensible de caminar sola y aun a la ventura, todo esto, en sumo, era algo que le atraía profundamente y que le hará soñar durante mucho tiempo, a lo largo de su vida.
Lo ya visto
Se va achicando el término del viaje. El mar está ya próximo. Nuestro Tomás no ha visto nunca el mar, y por primera vez va a verlo. Todos los estudiantes le hacen grandes encarecimientos del espectáculo. No hay nada como la vista del ancho, inmenso mar. La vegetación -desde la España central hasta aquí- ha ido cambiando. Hay en el ambiente y en el paisaje un matiz de voluptuosidad y de dulzura. Atrás ha quedado la nobleza, la serenidad, la grandiosidad castellanas. Se ven bosquecillos de naranjos. Un rosal crece junto a una adelfa. Y de pronto, desde lo alto de un otero plantado de olivos, allá abajo, el mar. La caravana se detiene. ¡Oh mar latino! ¡Oh mar, límpido y azul! Desde lo empinado de la loma aparecías centelleante al sol, reverberando en clara lumbre, como un inmenso espejo... El azul contrastaba con el gris de este bosquecillo de olivos, y todo se fundía -con armonía suprema en un ambiente de dulzura y de paz. Y en este minuto tan ansiado, instante único en la vida, viendo el mar por primera vez, Tomás se ha sentido presa de una sensación extraña: esto ya lo había visto él otra vez. Este minuto ya lo había vivido él otra vez. La emoción de este misterioso fenómeno le oprimía la garganta. ¿Cómo era posible tal cosa? El mar estaba allí, nuevo ante sus ojos, y, sin embargo, el mar lo había él visto ya.
¡Oh mar latino! ¡Oh mar, claro y sereno! Los relumbres de tus aguas se perdían en la inmensidad.
VIII. Tierras de España
La vida
Banderitas que ondean al viento en los mástiles. Arriba, el cielo; abajo, el mar... Tomás -nos dice Cervantes- ha estado en Málaga con sus amos unos días; luego se ha despedido de ellos. Al salir de la ciudad ha encontrado a un militar con sus asistentes. Juntos han comenzado a caminar. El militar ha hablado a Tomás de la vida de Italia. ¿Por qué no se irá Tomás con él? La vida militar ¡qué grata es! Italia ¡qué bella y qué libre! Después de pasar por Antequera ha encontrado el capitán a sus tropas, y todos se han dirigido a Cartagena. Allí embarcarán. La vida que hasta llegar a este puerto han llevado todos, no podía ser más agradable. «La vida de los alojamientos -dice Cervantes- es ancha y varia, y cada día se topan cosas nuevas y gustosas.» Para Tomás se abría un mundo nuevo ante su vista; parecía que sus sentidos despertaban. Se entregaba a todas las sensaciones: reía, cantaba, gozaba del aire, del cielo, del paisaje, de todo lo que le rodeaba. No quería ya los libros; no pasaba sobre ellos las horas. Ahora él tenía la preocupación de ser fuerte y libre. ¿Serán eternas, siempre las mismas, las cosas de este mundo? Lo que un mozo ha experimentado en el siglo XVII ¿lo habrá experimentado otro en el XIX, y lo experimentará un tercero en el XXI?
Aquí tenemos a nuestro Tomás creyendo que el gran problema estriba en vivir la vida; no dice él estas cosas como las decimos ahora, pero las siente. La sabiduría está en la vida y no en los libros. Nada nos enseña tanto como este ajetreo por aldeas y ciudades, como este tumultuoso tráfago militar, como este ir y venir incansable y afanoso. Tomás, querido Tomás: no desaprobamos enteramente lo que haces; vives de la ilusión, y no queremos quitarte la ilusión. Además, y sobre todo, es necesario que los sentidos se llenen ahora de sensaciones. Si no hicieras esto, cuando llegara tu edad provecta, una gran amargura llenaría tu espíritu. «¡Ah! -exclamarás tú-. He perdido mi mocedad. No sé lo que es la vida; podía haber gustado de una porción de sensaciones, cuando mis sentidos estaban nuevos, de que ahora, estando viejos, no puedo gustar.» (No sabes tú, Tomás, dicho sea en secreto, y sin que tú te enteres ahora; no sabes tú que, cuando seas viejo, tanto dolor como el no haber gustado las satisfacciones del mundo, te causará el haberlas gustado. Uno de los maestros más ilustres que ha habido en Salamanca, antes de que tú estuvieras en ella, el maestro Hernán Pérez de Oliva, ha puesto en castellano una de las comedias de Plauto, la llamada Amphitrion; y mira lo que en ella dice uno de los personajes: «Todos los placeres de esta vida no son sino aparejo que se hace para el dolor de ser pasados.» El dolor de ser pasados...).
Tierras de España
Banderitas que ondean al viento en los mástiles. Arriba, el cielo; abajo, el mar... Están ya en Cartagena los soldados; Tomás va a embarcarse con ellos hacia Italia. Nuestro amigo -nos lo dice Cervantes- ha vendido todos sus libros y sólo se ha quedado con las Horas de la Virgen y con Garcilaso. Por primera vez va a salir nuestro amigo fuera de España. Dentro de unos días, dentro de unas horas, el barco levará sus anclas; poco a poco irá saliendo del puerto; luego, desde allá lejos Tomás columbrará la tierra de España, que se desvanece en el agua y en el cielo. ¡La tierra de España! ¡Las naciones de España! Hablando Baltasar Gracián, en su opúsculo El político Don Fernando, de las diferencias que hay para el gobierno entre Francia y España, dice que en Francia todo concurre para que la gobernación sea fácil, en tanto que en España muchas cosas la hacen difícil. «Los mismos mares, los montes y los ríos, le son a Francia término connatural y muralla para su conservación.» Y el autor añade: «Pero en la monarquía de España, donde las provincias son muchas; las naciones, diferentes; las lenguas, varias; las inclinaciones, opuestas; los climas, encontrados; así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir.»
Nuestro amor para todas
Banderitas que ondean al viento en los mástiles. Arriba, el cielo; abajo, el mar... El barco comienza a caminar. Dentro de un momento, allá quedará España, con sus varias y pintorescas tierras. De estas tierras, Tomás ha visto ya algunas; más tarde verá las otras. Las tierras de España: Castilla, Cataluña, Andalucía, Galicia, Vasconia. Todas tienen nuestro profundo amor. Todas: Cataluña, Castilla, Vasconia, Galicia, Andalucía. De todas guardamos en el alma un paisaje, una visión. De Castilla vemos, en una vieja ciudad -rodeada de llanura ocre-, un patio con columnas, y un laurel y un ciprés. De Cataluña, un almendro en flor junto al mar de intenso azul, y una montaña altísima con una casita. Galicia es la mancha roja del pañuelo que lleva a la cabeza una aldeana -¡tan amorosa!- sobre el verde del prado. Una callejuela sonora y encalada, con una cinta de añil en lo alto, y olor grato a olivo quemado, y aire tibio y voluptuoso es Andalucía. Y Vasconia se nos presenta con un cielo gris y bajo, entre dos alcores, y unas tablas gruesas y relucientes en el piso de la estancia. El barco que se lleva a Tomás apenas se distingue ya en la lejanía.
IX. Otra vez en Salamanca
Muchas vueltas
Muchas vueltas ha dado nuestro amigo Tomás por Italia y Flandes. Lo ha visto todo y ha estado por todas partes. Ahora vuelve otra vez a Salamanca. Desea continuar sus estudios interrumpidos; pero ahora ya no estará en aquella casita de antes. Y, aunque estuviera, ya no sería lo mismo. Las cosas no se repiten dos veces. Salamanca está igual que antes, sí; pero hay otras gentes que no son las de antaño.
-¿Y don Lope de Almendares?
-Murió; el pobre murió sin ver su deseo satisfecho.
¡Tened un recuerdo para don Lope de Almendares! ¡Amad la memoria de estos hombres buenos y un poco locos!
Asensio
Al volver ahora a Salamanca, Tomás ha encontrado un tesoro. Este tesoro se llama amistad. Amistad: cosa dulce y profunda. Amistad: sílabas encantadoras. Amistad: coloquio de dos almas que se comprenden... Acompáñenos el lector un momento. Vamos a una casa de la ciudad. Una casa española como tantas otras. Jerónimo de Alcalá, el segoviano, nos ha dado en cuatro líneas de su novela El donado hablador (I, cap. IV), la impresión de una casa española. Nada más sencillo, y, sin embargo, nada tan sugeridor. «Subimos una escalera -dice el novelista-; pasamos un corredor, una cuadra y otra, llegando a una espaciosa sala, razonablemente aderezada de guardamaciles, cuatro sillas, dos taburetes, un bufete, una alfombra mediana con seis almohadas de terciopelo carmesí, estrado de alguna moderación...». Los balcones son anchos; todo está limpio; sobre el tapiz de color oscuro resaltan las notas rojas de los almohadones. Se oye en una lejana estancia el son melódico de un clavicordio; cesa luego, y a poco, aparece en la puerta del fondo un hombre que anda lentamente, con las manos un poco extendidas.
Asensio; este hombre es Asensio. No es caballero, ni siquiera hidalgo. No hace preceder su nombre con un sonoro don. Asensio; nada más que Asensio; un hombre que era labrador rico y que amaba la música. ¿Por qué dejó su estancia y vino a la ciudad? Seguid leyendo, todo lo explicaremos. El hombre que ha aparecido en la puerta del fondo camina lentamente. Ya ha conocido por la voz a Tomás, cuando éste le ha saludado. En su rostro se ha dibujado una sonrisa. Camina por la estancia despacio y no tropieza con ningún mueble. Hay en todos sus movimientos y ademanes una gran suavidad. En esta estancia clara, Tomás y él charlan largamente; otras veces -por las tardes- salen a dar extensos paseos por el campo. «No he estado nunca en esta ciudad -dice Asensio- y, sin embargo, tengo idea de todo. No podría perderme; cuando voy por la calle, conozco, sin que me lo diga nadie, dónde están los obstáculos. Al principio, cuando me quedé ciego, me entró una profunda tristeza. No sabía salir del abatimiento en que estaba. Después, poco a poco, mi espíritu ha ido serenándose, dulcificándose. ¡Qué sé yo! Ahora parece que vivo en otro mundo. Sin ver las cosas, las siento, las percibo, como si las viera.»
Sobre este tema razonaba muchas veces Asensio. No ver las cosas, y, sin embargo, sentirlas en torno a la persona: éste era el rasgo capital de su nueva existencia. ¿Qué tendrán las cosas que las percibimos sin verlas? Si nuestro amigo estuviera sentado, y una persona viniera hacia él tan pasito, tan calladamente que no se percibiera ni el menor rumor de pasos, Asensio sabría de pronto que alguien estaba a su lado. Cuando, inadvertidamente, se deja en la casa un mueble fuera de su sitio, en el camino que Asensio lleva de una estancia a otra, nuestro amigo, antes de llegar a él, se detiene, como misteriosamente advertido.
Desde niño tenía Asensio una profunda afición a la música. Mientras tuvo que cuidar de su hacienda en el campo, sólo podía dedicar a la música algunos ratos. Era una cosa extraña este labrador músico. La naturaleza tiene cosas extrañas. Cuando Asensio se quedó ciego, liquidó sus tierras y se vino a Salamanca con su mujer y sus dos hijas. Ya no vivía más que para su arte. Cuando, sentado ante el clavicordio, o, en alguna iglesia, ante el órgano, sus manos recorrían el teclado, su faz se transfiguraba. Asensio, como primera impresión, aparecía como un hombre recio y tosco del campo; luego, poco a poco se iba viendo, al hablar con él, al verle moverse, que una delicadeza innata se desprendía de toda su persona. Un día Tomás, en una iglesia oyó unas melodías que no había escuchado jamás. Inquirió quién era tan singular músico, y desde aquel momento fueron Tomás y Asensio grandes amigos. Tomás conoció a la familia de Asensio. Tomás y Asensio recorren la ciudad; salen al campo; Tomás lee algunas páginas en voz alta; Asensio suena delicadas músicas, que su mujer y sus hijas y Tomás escuchan absortos. ¡Qué lejos está esto del tumulto y fiebre de la vida mundana! ¡Qué lejos del trajinar errabundo por Flandes y por Italia! De Italia ha traído Tomás algunos volúmenes de poesías: Dante, Petrarca... A veces Tomás leía alguno de estos versos, que él iba traduciendo luego. Pero a Asensio le agradaba profundamente el escuchar la música -¡otra divina música¡- de los versos sutiles, melódicos, de Petrarca, o los austeros y terribles del poeta florentino, en la propia lengua italiana:
Entrai per lo cammino alto é silvestro...
Al terminar la lectura de alguno de los cantos de la Divina Comedia, uno de estos versos finales quedaba como flotando -inquietadoramente- en la paz de la estancia. Entré por el camino hondo y silvestre... La falta de la vista ¿le había servido a este hombre, aparentemente tosco, para meditar en muchas cosas de que antes no se daba cuenta, y para comprenderlas? ¿No había entrado en una región para él desconocida? Algunas noches de verano, gustaban los dos amigos de salir al campo y tenderse en el césped, cara a la inmensidad cuajada de estrellas. «Toda la vida, para mí -decía Asensio-, está en la cara; en la cara siento yo todas las cosas que me rodean; la cara me advierte de los peligros y me dicta por dónde he de caminar. Ahora, encarado con esta inmensidad llena de estrellas, que yo no puedo ver, tengo la sensación de que estoy libre de la presión de las cosas, de la presión material del mundo fugitivo y terrible, y de que respiro y me empapo de lo Infinito...». Y las estrellas fulgían en la noche callada.
X. Un vino dulce y violento
De orden del Rey
Decíamos... Ya no nos acordábamos; pues íbamos hablando de nuestro amigo Asensio, el músico. ¿Dónde vive Asensio? En la calle de Boneteros, a mano derecha, conforme se entra por la de Pan y Carbón. (¿No existen estas calles en Salamanca? Si no existen, debían existir.) Pero Asensio no vive ya en Salamanca. Un día vinieron a llamarle de orden del Rey. El Rey se había enterado de que Asensio Rodríguez era un sutilísimo músico de tecla y lo hizo venir a su Capilla. En la corte se halla Asensio. Y en Salamanca, solo, estudiando a ratos y paseando a ratos, nuestro otro amigo Tomás.
A primera vista, nada
Un día Tomás pasó por una calle y vio asomada a una ventana baja a una mujer. Era esta mujer como todas; no le llamó la atención a Tomás. Transcurrieron varios días, seis u ocho. Al cabo de ellos volvió a pasar por la misma calle y vio a la misma mujer. Ya reparó un poco más en ella; pero siguió su camino. Días más tarde, en una plaza, al paso de una procesión, Tomás estaba mezclado con la muchedumbre; allí se encontraba esperando el desfile del cortejo. De pronto, sin saber por qué, volvió instintivamente la cabeza. ¿Por qué la volvía? No se daba cuenta de ello; pero sus ojos tropezaron con la mirada de la mujer desconocida. Retrocedió un paso y se puso a nivel de ella para poder observarla. No tenía nada de particular esta mujer; no era fea, ni era bonita; tenía unas facciones regulares, simétricas, pero sin nada notable. Sin embargo, mirándola bien y volviendo a mirarla, sí, decididamente, se iba viendo algo en el rostro de esta desconocida. Poco a poco se iba sintiendo uno atraído, hechizado.
No era hermosa, no, esta mujer. No se podía decir que sus ojos, o su boca, o sus mejillas, o sus cabellos, fuesen extraordinarios. Y, sin embargo, la vista se recreaba contemplándola. ¿De dónde y de qué provenía este hechizo? (Desconfiad de estas mujeres que no son feas ni bonitas y en las cuales descubrimos lealmente una atracción profunda. Éstas son las que más adentro penetran en nuestro espíritu. ¿Hemos dicho desconfiad? No; queríamos decir otra cosa. No las desdeñéis, no paséis de largo ante ellas.)
«Algunas personas arrugadas y canas...»
Una viejecita arrugada y con el pelo blanco va caminando pasito por las calles de la ciudad y llama a la puerta de nuestro amigo Tomás. Esta viejecita no tiene nada que comer; a veces lleva en sus manos un jarrito; lo suele llevar envuelto en un lienzo para que no lo vean. Entra en las casas y dice oraciones y proporciona agujas, hilado, recetas para tal o cual mal. Ya conocéis a esta viejecita. La ha retratado, hace mucho tiempo, Fernando de Rojas. Pero un varón grave, como el maestro Luis de León, ha creído conveniente, en términos generales, hablar de ella. En las páginas sobrias y austeras de La perfecta casada, esta viejecita aparece y desaparece como una figurilla de Teniers: una figurilla de Teniers que anima -perdón, querido gran poeta- las dichas severas páginas. «Debajo de nombre de pobreza -dice fray Luis de León- entran en las casas algunas personas arrugadas y canas, que roban la vida y entiznan la honra.» Y, más adelante, añade: «Y llega la vejezuela al oído y dice a la hija y a la doncella que por qué huyen de la ventana, o por qué aman la almohadilla tanto, que la otra fulana y fulana no lo hacen así. Y enséñales el mal aderezo. Y méntales la desenvoltura del otro y las marañas que o vio o inventó...».
«No hay que cansarse mucho trabajando sobre la almohadilla -dice la vejezuela a las lindas muchachas-, hay que salir también un rato al balcón; el aire y el sol son buenos. No seamos hurañas y huyamos de las gentes; hay que ser amables con todos.» Etcétera, etcétera. La vejezuela ha ido y venido de casa de las desconocidas a la casa de Tomás. Y, al fin, Tomás...
«Los abscondidos rincones»
Tomás ha bebido un vino dulce y violento. ¡Qué aspereza y qué suavidad! Existen mujeres terribles; mujeres apasionadas y ardientes; mujeres que subyugan y de cuyo sortilegio es imposible desprenderse. Tomás quería y no quería. ¿Nos apartamos con esto de la versión de Cervantes? No; estos días fueron angustiosos, de zozobra, para nuestro amigo. Iba y venía sin voluntad como una brizna al viento. El mismo fray Luis, a quien hemos citado antes, hablando de estas mujeres hechizadoras, escribe, después de copiar una página de los Proverbios, en que se retrata a una de ellas: «Y si todas las ociosas no salen a lo público de las calles como ésta salía, sus abscondidos rincones son secretos testigos de sus proezas, y no tan secretos que no se dejen ver y entender.»
Las hojas vuelven
Fueron tan violentos para su sensibilidad aquellos días, fue tan honda y violenta la conmoción de todo su organismo, que un día Tomás sintió su cerebro todo hecho fuego, y no pudo ya mantenerse en pie. La fiebre comenzó a devorarle. No podía moverse de la cama. En ella estuvo dos o tres meses, luego otros tantos en la estancia sin poder salir de su encercamiento. Desde la ventana, por encima de los tejados, se veía la copa de un olmo. Era al comenzar el otoño cuando Tomás cayó enfermo. En las largas horas de soledad y de inmovilidad, nuestro amigo no tenía más espectáculo que las ramas lejanas del árbol frondoso. Sobre el cielo azul o sobre el cielo gris veía perfilarse, al principio, las ramas vestidas de hojas amarillentas. Luego, las hojas fueron desapareciendo. Quedaron las ramas desnudas. Sobre el cielo azul o gris, se perfilaron durante todo el invierno. La primavera llegaba. Las ramas lejanas se fueron vistiendo, engalanando de verde. Ya Tomás, fuerte la cabeza, podía ir leyendo largos ratos. Ya la primavera ha avanzado; el olmo lejano tiene las hojas tupidas y grandes. Pero Tomás -¡ay¡- ya no es el mismo.
XI. Vidrioso, un poco vidrioso...
Fragilidad
¡Ah queridos lectores! Llegamos ahora a la parte más delicada de este cuento. ¿Por qué no era igual que antes nuestro amigo Tomás? Ser exteriormente, socialmente, era igual; pero una honda conmoción había puesto un no sé qué en su organismo. Algo había en su cerebro, en su sensibilidad, que no había antes. No será fácil describir este estado espiritual de nuestro amigo. Diremos, en términos generales, que su carácter ahora era vidrioso, un poco vidrioso. Se irritaba fácilmente de muchas cosas que antes pasaban por él inadvertidas; él mismo comprendía lo infundado de estas súbitas irritaciones. Lo comprendía... y no lo comprendía. Detalles, particularidades, incidentes de la vida diaria, eran para Tomás motivo de reiteradas meditaciones. «Diríase -pensaba él- que hacia mi persona, como atraídos por un misterioso imán, acuden todos estos pormenores desagradables. Yo procuro poner un poco de lógica y de delicadeza en la vida; pero, fatalmente, de pronto uno de estos detalles, uno de estos incidentes, viene a revolucionar mi serenidad espiritual.» Pensaba Tomás en si todo este encadenarse de menudas adversidades sería fruto de un ambiente social determinado, y, por lo tanto, si no existirían en tal otro medio social; pensaba, otras veces, si ello no radicaría en una fatalidad humana, honda e indestructible, idéntica en todas las naciones. Un resto de optimismo alentaba en el fondo de su espíritu, y nuestro amigo se inclinaba al primer partido.
Pero el primer ímpetu de nerviosidad no podía reprimirlo; un momento después, Tomás se avergonzaba, allá en su interior, de este movimiento de cólera brusca e irreflexiva. «No soy el mismo de antes -volvía a pensar-; parezco hecho de vidrio, de sutil y quebradizo vidrio. Esta sensibilidad mía, tan aguda, tan irritable, es algo enfermizo y doloroso. Veo ahora cosas que no veía antes, percibo matices y relaciones del mundo que antes para mí estaban ocultos; pero ¡a qué costa! ¡A costa de cuántas zozobras, de cuánta inquietud, de cuántas menudas y continuas aflicciones íntimas!».
La soledad necesaria
De Salamanca, Tomás se marchó a Valladolid; estaba allí la corte. Tomás se creó numerosos amigos; placían todos de su conversación amena y de sus observaciones siempre agudas y gratas. Pero Tomás necesitaba la soledad. Hemos citado, en algún precedente capítulo, unas palabras de Hernán Pérez de Oliva, rector que fue de Salamanca tiempo antes de que estudiara Tomás en aquella Universidad. En su Diálogo de la dignidad del hombre -anticipo magnífico de Il Parini, de Leopardi-, el maestro Oliva, hablando de la soledad, escribe: «Ninguno hay que viva bien en compañía de otros hombres, si muchas veces no está solo, a contemplar qué hará acompañado.» Nuestro amigo se placía extraordinariamente en el comercio y comunicación de los demás hombres; pero, a ratos, necesitaba -imperiosamente- estar solo. Una vida de comunicación y de expansión constantemente le hubiera hecho no ser él.
Tomás quería ser él, sentirse él. Su personalidad se justificaba en las muestras de meditación silenciosa y apartada de la baraúnda mundana. Cuando, después de un baño de soledad, volvía al tráfago cotidiano, ¡con cuánta fruición gozaba del tumulto de la vida y de la charla de las gentes! «Porque como los artífices piensan primero sus obras que pongan sus manos en ellas -añade Oliva-, así los sabios, antes que obren, han de pensar primero qué hechos han de hacer y cuál razón han de seguir.»
Lo subconsciente
Tomás iba escribiendo a ratos; sus libros han quedado inéditos, se han perdido. ¿Se encontrarán algún día en un granero, allá en la alta cámara de una casa, como los Viajes de Montaigne? Pero Tomás no piensa sus obras, como hacen los artífices, al decir del maestro Oliva; las obras de Tomás salen ya hechas de su cerebro, sin que él piense en ellas. Todo esto que va él escribiendo en los blancos folios -hoy perdidos- sale de su cabeza automáticamente. ¡Qué cosa prodigiosa! A Tomás no le extraña, porque está ya habituado a ello; cuando nuestro amigo quiere escribir algo, piensa en ello un momento, a grandes rasgos, a la manera de quien esboza un cuadro con amplios brochazos. Luego, hace por olvidarse de ello y se ocupa en otra cosa: pasea, conversa, lee. A la mañana siguiente, dos días después, todo está ordenado, limpio y cuajado de detalles. El cuadro aparece pintado en el cerebro con sus menores particularidades. Tomás, sin fatiga ninguna, sin variar nada, no hace más que ir trasladando las cosas del cerebro al papel.
Hipnos, dulce Hipnos
Vidrioso, un poco vidrioso... Pero Hipnos, el dulce Hipnos, el dios del sueño, está aquí. Hipnos y Cronos son los dos dioses amigos de los mortales. Cronos, si es benéfico, es también terrible. Lo hace todo y lo deshace todo. Pero Hipnos es saludable y bienhechor enteramente. El sueño es una tregua en las adversidades y en los dolores. Se suspende la lucha por un momento; mañana se reanudará, sí; mañana, el dolor y la angustia volverán a atenacearnos, sí. Pero, por de pronto, ahora, en estos momentos, estamos libres de la opresión. Estamos... o debemos esforzarnos en estarlo. ¡Que sea la noche realmente para nosotros, para nuestros espíritus conturbados, un oasis! Echemos fuera todas las malas pasiones; aplacemos para el día siguiente toda resolución grave. Seguramente, con la nueva luz veremos las cosas de otro modo; la ira se habrá aplacado; una gota de suave indulgencia habrá caído sobre el juicio temerario y rencoroso...
XII. La postrera imagen
Cambio de paisaje
-Pero Tomás, ¿estás decidido a marcharte? ¿Te marchas al fin? ¿No volverás ya a España?
-Me marcho, sí, y con un profundo sentimiento. Siento marcharme... y me alegro. Si no me alegrara, no me marcharía. Pero... al mismo tiempo tengo una honda tristeza.
-No te entiendo; es decir, te entiendo. Pero creo que tú abultas un poco los motivos que te impulsan a marcharte de España. Yo comprendo tu problema, tu conflicto interior; pero ¿no exageras un poco ese conflicto?
-No lo sé; tal vez sí; pero estas cosas es inútil razonarlas. Tú sabes lo que yo amo a España, lo que yo quiero a estos paisajes, estas piedras, estas ciudades, estas callejuelas. Pero, poco a poco, en mí se ha formado un estado espiritual que todo esto -amado con tanto entusiasmo- no logra contrabalancear y neutralizar. Veo la irremediable perdición de España... Al pronunciar esta frase me asalta una duda: ¿ha de ser fatalmente así la humanidad, la sociedad española, o esto podría ser de otro modo, de un modo bueno? Me inclino a este último extremo; mi fe no se ha extinguido todavía del todo...
-No se ha extinguido; pero tú pones tierra de por medio; tú te marchas.
-Me marcho... y mi espíritu queda aquí. Me marcho porque hay aquí, en el ambiente, una violencia, una frivolidad, una agresividad que me hacen un daño enorme. Cada día vivo más replegado sobre mí mismo. Veo lo que pudiera ser la realidad... y veo lo que es. ¿Por qué habrá esa brusquedad en el ambiente moral que respiramos? En el moral y en el físico.
-¿Ves? Exageras un poco. Esa brusquedad es una característica de nuestro pueblo: es energía, vigor, fuerza. Fíjate en que esa energía, ese rasgo claro y saliente, ese sabor áspero, resalta en todo: en el paisaje, en los frutos de la tierra, en la mujer, en los grandes artistas, literatos o pintores...
-Tienes razón; yo gusto de esa energía, de ese vigor. Pero yo quisiera esa energía... ¿Cómo lo diré? Yo la quisiera encauzada, normalizada. No, no es esa energía a lo que me refiero: me refiero a la aspereza dispersa en el ambiente y que es inútil y dañina. Aspereza que va desde el grito agudo y chillón de un vendedor ambulante, hasta la destemplanza de un literato que discute con un compañero. Y hay también, a par de esto, una frivolidad, una inseguridad en el efecto, un desorden y una confusión que me entristece.
-¡Tomás! ¡Tomás! ¿Qué te he de decir yo? Pasa por alto todas esas menudas contrariedades. Todo es cuestión de un poco de abnegación y de esfuerzo. ¿Tú crees que no sucederá lo mismo en otras partes, en cualquier parte del mundo?
-No lo sé; probaré. Entretanto, cambiaré de paisaje espiritual...
Las cortas delicias
No podemos detener a Tomás. «Determinó de dejar la corte y volverse a Flandes», dice Cervantes. Pian, pianito, allá va nuestro amigo. Cuando Tomás regresó de Flandes, vino por Francia y entró por Guipúzcoa. Le encantó la vieja Vasconia. Ahora, al dejar a España -acaso para siempre-, desea volver a ver este país dulce y verde. En Vasconia todo el ser de Tomás sufre un hondo cambio. ¡Cómo gusta él de este ambiente suave y plácido! A los cuatro días de estar aquí, su sensibilidad irritada se ha calmado. Todo le es grato en este país. Todo: desde los interiores de las casas hasta la perspectiva lejana de las montañas con sus jirones y cendales de niebla. Tomás se ha detenido en un pueblo -Donostia- cercano a la frontera. Muchos años después, un historiador vasco, Zamacola, había de hacer algunas observaciones interesantes hablando de este pueblo. Las mujeres -decía- son «acaso las más agraciadas de España y Francia. No vimos entre ellas una mujer fea; aun las viejas sexagenarias conservaban una tez lustrosa y sonrosada. Las jóvenes añaden a su hermosura un trato sencillo y dulce, con que cautivan y encantan a los forasteros». Tomás gozó en este pueblo, junto al mar, de unos días felices. Este mismo historiador que citamos dice también, hablando en general de las costumbres de Guipúzcoa: «Todas las demás costumbres son semejantes a las de Vizcaya; tanto, que puede decirse que es Guipúzcoa una continuación de aquel apreciable país, en que el hombre filósofo es capaz de gozar con tranquilidad de las cortas delicias que ofrece la vida.» Nuestro amigo Tomás, filósofo o no, se siente, sí, capaz en Vasconia, de gozar de las cortas delicias que ofrece la vida.
La postrera imagen
Tomás iba a llevarse, al cabo, una sensación grata de España. Sí, parecía que iba a ocurrir esto; pero... Una tarde pasaba nuestro amigo por una calle, en compañía de unos caballeros, con los que había hecho amistad; iba acompañándoles hasta la casa de uno de ellos para dejarlos allí y luego volverse él solo. Tenían que cruzar por delante de una iglesia; al tiempo de cruzar, distraídos con la charla, Tomás reparó en una vieja que había en la puerta, acurrucada en el suelo, como implorando una limosna. Sintió Tomás de pronto una honda conmoción. ¿Era ella? ¿No era ella? Le pareció a nuestro amigo esta vieja su antigua ama Mari-Juana; pero Mari-Juana decrépita, andrajosa. Tomás dudaba. ¿Cómo podía estar aquí Mari-Juana? Le parecía esto absurdo. Lo natural hubiera sido que Tomás se hubiera detenido en el acto, inmediatamente, con objeto de esclarecer estas dudas. Pero no lo hizo. Acaso, en presencia de todos estos caballeros, Tomás sintió un poquito de vergüenza. Se prometió, sí, interiormente, acercarse a esta vieja mendiga cuando regresara solo, después de haber acompañado a sus amigos. Al regresar solo, la vieja había desaparecido.
No describiremos la contrariedad y la tristeza de Tomás. Pero en un pueblo pequeño es fácil encontrar a una persona. Al día siguiente, nuestro amigo volvió a pasar solo por la iglesia, y allí estaba sentada la pobre mujer como el día anterior. No, no era Mari-Juana. Le parecía absurdo a Tomás que lo fuera, y no lo era, en efecto. Pero la imagen había brotado viva y dolorosa. Allí estaba Mari-Juana y todas las gratísimas sensaciones de la lejana niñez de Tomás. Allí estaba aquella mujer encantadora, y con ella la casa del pueblo, la ciudad, la madre -tan silenciosa y dulce-, la Olmeda, Lorenzo, las montañas... Allí estaba toda su vida, a la cual él daba el adiós postrero al salir de España. Y, sobre todo, lo que no se perdonaba, lo que le remordía y entristecía, lo que le impulsaba a darse él mismo los más denigrantes epítetos, era aquel comento de la primera tarde en que, al pasar frente a la pobre vieja, él, acaso por considerarlo humillante yendo con todos aquellos caballeros, no se había detenido a ver si aquella pobre era o no Mari-Juana, y había con ello pisoteado un afecto, y sacrificado a la vanidad una delicadeza, y renegado en un instante todo un pasado que él amaba con tantas ansias.
XIII. La realidad interior
La limpieza
Tenemos a nuestro amigo Tomás en los Países Bajos. No podía olvidar él esta limpia y silenciosa tierra. Se encuentra Tomás en Leyde o en Harlem, en Dort o en Amsterdam... (En Amsterdam, donde, en 1659, Juan Blaeu imprimía una linda edición del Oráculo manual, de Gracián, y otra de El Herve; bellos tomitos que tenemos ahora sobre la mesa en que escribimos.) La casa en que mora Tomás es callada y pulcra. Todo está en ella reluciente y ordenado. Las mujeres de este país son cuidadosas y diligentes en extremo. «Ponen su empeño en la limpieza de sus casas y de sus muebles más de todo cuanto pudiera imaginarse. Hacen lavar y frotar incesantemente todos los muebles de madera, hasta los bancos y las más pequeñas tablas, así como también los tramos de las escaleras, al pie de las cuales la mayoría se descalza, antes de subir a las cámaras de lo alto. Y si hay que dejar pasar a la gente de fuera, hay frecuentemente unos pantuflos de paja en los cuales se meten los pies calzados, o por menos existen estrazas y argamandeles para limpiarse cuidadosamente. No se atreverá uno a escupir en las estancias; tampoco se sigue la costumbre de escupir en los pañuelos, de suerte que podemos juzgar que aquellos que son flegmáticos se encuentran en gran aprieto, y que por tanto es cosa conveniente el haberse acostumbrado desde la niñez a zafarse de este compromiso por otras vías distintas del escupitajo. No se extraña uno de encontrar las calles tan completamente ordenadas y limpias cuando se considera el tiempo y el trabajo que se emplea en frotar el piso. Por este dato será fácil de deducir que no se ahorra tampoco esfuerzo en frotar el de las habitaciones, que a menudo es de bello mármol. Se la jabona; se la repasa con arena, al modo que se hace con la vajilla. Y como esto se hace principalmente el sábado, no se puede estar en la mayor parte de la casa. Se come ligeramente -pan caliente y manteca- a fin de que los criados puedan dedicarse por completo a la limpieza y que no haya nada sucio el domingo.» (Les Délices de la Hollande, en deux parties... Ouvrage nouveau sur le plan de l'ancien. Amsterdam, 1697.) (Acaba el autor de traducir estas líneas y se acuerda de su claro y límpido Levante, donde también las mujeres frotan, lavan, aljofifan los bellos pisos de mosaicos, y donde los sábados es preciso también comer frugalmente y marcharse de casa, porque en ella, con la estrepitosa y vehemente limpieza, no se puede trabajar.)
Gabriela
Gabriela va y viene cuidadosa y solícita por la casa. En su estudio sobre Marcelina Delbordes-Valmore, Julio Lemaître -Les Contemporains, tomo VII, habla de ses beaux yeux, ses cheveux éplorés, son long visage pâle, expressif et passionné, d'espagnole de Flandre. También Gabriela, española de Flandes, tiene un rostro en óvalo, marfileño, expresivo y apasionado. ¿Cómo podríamos hacer en cuatro líneas la etopeya de Gabriela? Ya la vemos físicamente. Pero ¿cómo es su espíritu? Gabriela, española y humana, se podría titular un largo estudio que hiciéramos sobre ella; mas ahora no podemos detenernos mucho. La característica más saliente de Gabriela es ésta: la vida es siempre para ella nueva. Hay en ella un hondo instinto de bien y de optimismo. Siempre ante las cosas, ante los incidentes de la vida, Gabriela adopta la actitud de un niño que ve por primera vez el mundo. La adversidad, el rencor humano, no dejan en su espíritu huella de melancolía y de odio. Hay en ella siempre un gesto, un ademán espontáneo y sincero de cordialidad. El más interesado pesimista se queda absorto ante un optimismo de tal suerte. Un optimismo que no supone esfuerzo, ni tensión dolorosa de espíritu, ni abnegación, ni reflexión; un optimismo fresco, vivo, natural, ingénito. Muchas veces, ante un árbol recio y lozano o ante un animal selvático, que se mueve libremente; o ante un perrito joven que retoza lleno de confianza, sentimos que la naturaleza nos da una profunda lección. La vida se entrega cordial y espontánea de todo nuestro ser. En la casa de Tomás, Gabriela representa una lección perpetua de vida. Gabriela será siempre joven. Cuando su cabeza esté blanca, su corazón estará como el primer día. ¡Novedad perpetua de la vida! ¡Felicidad exquisita la de encontrar siempre nueva la vida! Y luego este gesto de bondad que no se cansa, de cordialidad que jamás desconfía...
¿Cómo lo expresaremos?
Algo de esta novedad de la vida que experimenta Gabriela, la hay también en Tomás. El disolvente de la inteligencia no ha podido destruir en él del todo un fondo instintivo de vida. Ese profundo instinto reviste en Tomás diversas formas. ¿Cómo lo expresaremos? Deseamos huir del vocabulario usado y tradicional; acaso las palabras tradicionales se presten a interpretaciones que no sean exactas. Tomás, para trabajar, para producir, necesita un apoyo íntimo y espiritual. Ha de haber siempre en él una realidad interior. Y todo esto que le hace vivir, puesto que le hace vivir, es una verdad. No importa que los demás vean o no vean esta realidad; no importa que los demás estén o no conformes con ella. Tomás se siente apoyado en esta realidad innegable y en virtud de ella vive, trabaja, sigue la sucesión del tiempo. La palabra tendría que ser un instrumento sutilísimo para poder describir estos estados de conciencia; tal vez, aun siéndolo, no lo lográramos. Siempre lo expresado sería más tosco que la efectividad que se tratara de expresar. ¿De qué manera, por ejemplo, un autor antiguo que Tomás lee, puede crearle una realidad interior? Pues así es en efecto. No porque Tomás le copie e imite; la imitación no serviría de nada. Sino porque, colocándose Tomás en el mismo plano, trata de polarizar todas las cosas en el mismo sentido, y obtiene, no una obra análoga -no se trata de eso-, sino una corriente interna que le permite avanzar en la vida y desenvolverse en ella...
¡Realidad interior! Esa realidad supone siempre una ilusión, una perpetua ilusión con que el instinto se opone al disolvente de la inteligencia... ¡Realidad interior! Esfuerzo que hacemos, mediante el cual, creyéndonos de otra manera, logramos un resultado que no lograríamos permaneciendo los mismos.
Lo inesperado
Tomás salía todas las tardes a hacer una corta excursión por los alrededores de la ciudad. Una tarde, al volver a casa, encontró encima de una mesa una carta. Conoció que era de España. Tomás la tomó y estuvo considerándola un momento antes de abrirla. Luego, a medida que iba leyéndola, la sorpresa y el júbilo se retrataban en su semblante. «¡Gabriela! ¡Gabriela!», gritó Tomás sin poder contenerse. Apareció Gabriela y le dio a leer la carta Tomás. La carta decía así...
Appendix A
Madrid, 1915.
- Rechtsinhaber*in
- CoNSSA
- Zitationsvorschlag für dieses Objekt
- TextGrid Repository (2022). CoNSSA. conssa. Tomás Rueda. Tomás Rueda. . CoNSSA. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-9B11-1