"¡Mi amor adorado, estoy muriéndome y sólo deseo verte!" ¡Ay! Aquella carta de la pobre Concha se me extravió hace mucho tiempo. Era llena de afán y de tristeza, perfumada de violetas y de un antiguo amor. Sin concluir de leerla, la besé. Hacía cerca de dos años que no me escribía, y ahora me llamaba a su lado con súplicas dolorosas y ardientes. Los tres pliegos blasonados traían la huella de sus lágrimas, y la conservaron largo tiempo. La pobre Concha se moría retirada en el viejo Palacio de Brandeso, y me llamaba suspirando. Aquellas manos pálidas, olorosas, ideales, las manos que yo había amado tanto, volvían a escribirme como otras veces. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Yo siempre había esperado en la resurrección de nuestros amores. Era una esperanza indecisa y nostálgica que llenaba mi vida con un aroma de fe: Era la quimera del porvenir, la dulce quimera dormida en el fondo de los lagos azules, donde se reflejan las estrellas del destino. ¡Triste destino el de los dos! El viejo rosal de nuestros amores volvía a florecer para deshojarse piadoso sobre una sepultura.

¡La pobre Concha se moría!

Yo recibí su carta en Viana del Prior, donde cazaba todos los otoños. El Palacio de Brandeso está a pocas leguas de jornada. Antes de ponerme en camino, quise oír a María Isabel y a María Fernanda, las hermanas de Concha, y fui a verlas. Las dos son monjas en las Comendadoras. Salieron al locutorio, y a través de las rejas me alargaron sus manos nobles y abaciales, de esposas vírgenes. Las dos me dijeron, suspirando, que la pobre Concha se moría, y las dos como en otro tiempo, me tutearon. ¡Habíamos jugado tantas veces en las grandes salas del viejo Palacio señorial!

Salí del locutorio con el alma llena de tristeza. Tocaba el esquilón de las monjas: Penetré en la iglesia, y a la sombra de un pilar me arrodillé. La iglesia aún estaba oscura y desierta. Se oían las pisadas de dos señoras enlutadas y austeras que visitaban los altares: Parecían dos hermanas llorando la misma pena e implorando una misma gracia. De tiempo en tiempo se decían alguna palabra en voz queda, y volvían a enmudecer suspirando. Así recorrieron los siete altares, la una al lado de la otra, rígidas y desconsoladas. La luz incierta y moribunda de alguna lámpara, tan pronto arrojaba sobre las dos señoras un lívido reflejo, como las envolvía en sombra. Yo las oía rezar medrosamente. En las manos pálidas de la que guiaba, distinguía el rosario: Era de coral, y la cruz y las medallas de oro. Recordé que Concha rezaba con un rosario igual y que tenía escrúpulos de permitirme jugar con él. Era muy piadosa la pobre Concha, y sufría porque nuestros amores se le figuraban un pecado mortal. ¡Cuántas noches al entrar en su tocador, donde me daba cita, la hallé de rodillas! Sin hablar, levantaba los ojos hacia mí indicándome silencio. Yo me sentaba en un sillón y la veía rezar: Las cuentas del rosario pasaban con lentitud devota entre sus dedos pálidos. Algunas veces sin esperar a que concluyese, me acercaba y la sorprendía. Ella tornábase más blanca y se tapaba los ojos con las manos. ¡Yo amaba locamente aquella boca dolorosa, aquellos labios trémulos y contraídos, helados como los de una muerta! Concha desasíase nerviosamente, se levantaba y ponía el rosario en un joyero. Después, sus brazos rodeaban mi cuello, su cabeza desmayaba en mi hombro, y lloraba, lloraba de amor, y de miedo a las penas eternas.

Cuando volví a mi casa había cerrado la noche: Pasé la velada solo y triste, sentado en un sillón cerca del fuego. Estaba adormecido y llamaron a la puerta con grandes aldabadas, que en el silencio de las altas horas parecieron sepulcrales y medrosas. Me incorporé sobresaltado, y abrí la ventana.

Era el mayordomo que había traído la carta de Concha, y que venía a buscarme para ponernos en camino.

El mayordomo era un viejo aldeano que llevaba capa de juncos con capucha, y madreñas. Manteníase ante la puerta, jinete en una mula y con otra del diestro. Le interrogué en medio de la noche:

—¿Ocurre algo, Brión?

—Que empieza a rayar el día, Señor Marqués.

Bajé presuroso, sin cerrar la ventana que una ráfaga batió. Nos pusimos en camino con toda premura. Cuando llamó el mayordomo aun brillaban algunas estrellas en el cielo. Cuando partimos oí cantar los gallos de la aldea. De todas suertes no llegaríamos hasta cerca del anochecer. Hay nueve leguas de jornada y malos caminos de herradura, trasponiendo monte. Adelantó su mula para enseñarme el camino, y al trote cruzamos la Quintana de San Clodio, acosados por el ladrido de los perros que vigilaban en las eras atados bajo los hórreos. Cuando salimos al campo empezaba la claridad del alba. Vi en lontananza unas lomas yermas y tristes, veladas por la niebla. Traspuestas aquellas, vi otras, y después otras. El sudario ceniciento de la llovizna las envolvía: No acababan nunca. Todo el camino era así. A lo lejos, por La Puente del Prior, desfilaba una recua madrugadora, y el arriero, sentado a mujeriegas en el rocín que iba postrero, cantaba a usanza de Castilla. El sol empezaba a dorar las cumbres de los montes: Rebaños de ovejas blancas y negras subían por la falda, y sobre verde fondo de pradera, allá en el dominio de un Pazo, larga bandada de palomas volaba sobre la torre señorial. Acosados por la lluvia, hicimos alto en los viejos molinos de Gundar, y, como si aquello fuese nuestro feudo, llamamos autoritarios a la puerta. Salieron dos perros flacos, que ahuyentó el mayordomo, y después una mujer hilando. El viejo aldeano saludó cristianamente:

—¡Ave María Purísima!

La mujer contestó:

—¡Sin pecado concebida!

Era una pobre alma llena de caridad. Nos vio ateridos de frío, vio las mulas bajo el cobertizo, vio el cielo encapotado, con torva amenaza de agua, y franqueó la puerta, hospitalaria y humilde:

—Pasen y siéntense al fuego. ¡Mal tiempo tienen, si son caminantes! ¡Ay! Qué tiempo, toda la siembra anega. ¡Mal año nos aguarda!

Apenas entramos, el mayordomo volvió a salir por las alforjas. Yo me acerqué al hogar donde ardía un fuego miserable. La pobre mujer avivó el rescoldo y trajo un brazado de jara verde y mojada, que empezó a dar humo, chisporroteando. En el fondo del muro, una puerta vieja y mal cerrada, con las losas del umbral blancas de harina, golpeaba sin tregua: ¡Tac! ¡tac! La voz de un viejo que entonaba un cantar, y la rueda del molino, resonaban detrás. Volvió el mayordomo con las alforjas colgadas de un hombro:

—Aquí viene el yantar. La señora se levantó para disponerlo todo por sus manos. Salvo su mejor parecer, podríamos aprovechar este huelgo. Si cierra a llover no tendremos escampo hasta la noche.

La molinera se acercó solícita y humilde:

—Pondré unas trébedes al fuego, si acaso les place calentar la vianda.

Puso las trébedes y el mayordomo comenzó a vaciar las alforjas: Sacó una gran servilleta adamascada y la extendió sobre la piedra del hogar. Yo, en tanto, me salí a la puerta. Durante mucho tiempo estuve contemplando la cortina cenicienta de la lluvia que ondulaba en las ráfagas del aire. El mayordomo se acercó respetuoso y familiar a la vez:

—Cuando a vuecencia bien le parezca... ¡Dígole que tiene un rico yantar!

Entré de nuevo en la cocina y me senté cerca del fuego. No quise comer, y mandé al mayordomo que únicamente me sirviese un vaso de vino. El viejo aldeano obedeció en silencio. Buscó la bota en el fondo de las alforjas, y me sirvió aquel vino rojo y alegre que daban las viñas del Palacio, en uno de esos pequeños vasos de plata que nuestras abuelas mandaban labrar con soles del Perú, un vaso por cada sol. Apuré el vino, y como la cocina estaba llena de humo, salime otra vez a la puerta. Desde allí mandé al mayordomo y a la molinera que comiesen ellos. La molinera solicitó mi venia para llamar al viejo que cantaba dentro. Le llamó a voces.

—¡Padre! ¡Mi padre!...

Apareció blanco de harina, la montera derribada sobre un lado y el cantar en los labios. Era un abuelo con ojos bailadores y la guedeja de plata, alegre y picaresco como un libro de antiguos decires. Arrimaron al hogar toscos escabeles ahumados, y entre un coro de bendiciones sentáronse a comer. Los dos perros flacos vagaban en torno. Fue un festín donde todo lo había previsto el amor de la pobre enferma. ¡Aquellas manos pálidas, que yo amaba tanto, servían la mesa de los humildes como las manos ungidas de las santas princesas! Al probar el vino, el viejo molinero se levantó salmodiando:

—¡A la salud del buen caballero que nos lo da!... De hoy en muchos años torne a catarlo en su noble presencia.

Después bebieron la mujeruca y el mayordomo, todos con igual ceremonia. Mientras comían yo les oía hablar en voz baja. Preguntaba el molinero adónde nos encaminábamos y el mayordomo respondía que al Palacio de Brandeso. El molinero conocía aquel camino, pagaba un foro antiguo a la señora del Palacio, un foro de dos ovejas, siete ferrados de trigo y siete de centeno. El año anterior, como la sequía fuera tan grande, perdonárale todo el fruto: Era una señora que se compadecía del pobre aldeano. Yo, desde la puerta, mirando caer la lluvia, les oía emocionado y complacido. Volvía la cabeza, y con los ojos buscábales en torno del hogar, en medio del humo. Entonces bajaban la voz y me parecía entender que hablaban de mí. El mayordomo se levantó:

—Si a vuecencia le parece, echaremos un pienso a las mulas y luego nos pondremos en camino.

Salió con el molinero, que quiso ayudarle. La mujeruca se puso a barrer la ceniza del hogar. En el fondo de la cocina los perros roían un hueso. La pobre mujer, mientras recogía el rescoldo, no dejaba de enviarme bendiciones con un musitar de rezo:

—¡El Señor quiera concederle la mayor suerte y salud en el mundo, y que cuando llegue al Palacio tenga una grande alegría!... ¡Quiera Dios que se encuentre sana a la señora y con las colores de una rosa!...

Dando vueltas en torno del hogar la molinera repetía monótonamente:

—¡Así la encuentre como una rosa en su rosal!

Aprovechando un claro del tiempo, entró el mayordomo a recoger las alforjas en la cocina, mientras el molinero desataba las mulas y del ronzal las sacaba hasta el camino, para que montásemos. La hija asomó en la puerta a vernos partir:

—¡Vaya muy dichoso el noble caballero!... ¡Que Nuestro Señor le acompañe!...

Cuando estuvimos a caballo salió al camino, cubriéndose la cabeza con el mantelo para resguardarla de la lluvia que comenzaba de nuevo, y se llegó a mí llena de misterio. Así, arrebujada, parecía una sombra milenaria. Temblaba su carne, y los ojos fulguraban calenturientos bajo el capuz del mantelo. En la mano traía un manojo de yerbas. Me las entregó con un gesto de sibila, y murmuró en voz baja:

—Cuando se halle con la señora mi Condesa, póngale sin que ella le vea, estas yerbas bajo la almohada. Con ellas sanará. Las almas son como los ruiseñores, todas quieren volar. Los ruiseñores cantan en los jardines, pero en los palacios del rey se mueren poco a poco...

Levantó los brazos, como si evocase un lejano pensamiento profético, y los volvió a dejar caer. Acercose sonriendo el viejo molinero, y apartó a su hija sobre un lado del camino para dejarle paso a mi mula:

—No haga caso, señor. ¡La pobre es inocente!

Yo sentí, como un vuelo sombrío, pasar sobre mi alma la superstición, y tomé en silencio aquel manojo de yerbas mojadas por la lluvia. Las yerbas olorosas llenas de santidad, las que curan la saudade de las almas y los males de los rebaños, las que aumentan las virtudes familiares y las cosechas... ¡Qué poco tardaron en florecer sobre la sepultura de Concha en el verde y oloroso cementerio de San Clodio de Brandeso!

Yo recordaba vagamente el Palacio de Brandeso, donde había estado de niño con mi madre, y su antiguo jardín, y su laberinto que me asustaba y me atraía. Al cabo de los años, volvía llamado por aquella niña con quien había jugado tantas veces en el viejo jardín sin flores. El sol poniente dejaba un reflejo dorado entre el verde sombrío, casi negro, de los árboles venerables. Los cedros y los cipreses, que contaban la edad del Palacio. El jardín tenía una puerta de arco, y labrados en piedra, sobre la cornisa, cuatro escudos con las armas de cuatro linajes diferentes. ¡Los linajes del fundador, noble por todos sus abuelos! A la vista del Palacio, nuestras mulas fatigadas, trotaron alegremente hasta detenerse en la puerta llamando con el casco. Un aldeano vestido de estameña que esperaba en el umbral, vino presuroso a tenerme el estribo. Salté a tierra, entregándole las riendas de mi mula. Con el alma cubierta de recuerdos, penetré bajo la oscura avenida de castaños cubierta de hojas secas. En el fondo distinguí el Palacio con todas las ventanas cerradas y los cristales iluminados por el sol. De pronto vi una sombra blanca pasar por detrás de las vidrieras, la vi detenerse y llevarse las dos manos a la frente. Después la ventana del centro se abría con lentitud y la sombra blanca me saludaba agitando sus brazos de fantasma. Fue un momento no más. Las ramas de los castaños se cruzaban y dejé de verla. Cuando salí de la avenida alcé los ojos nuevamente hacia el Palacio. Estaban cerradas todas las ventanas: ¡Aquella del centro también! Con el corazón palpitante penetré en el gran zaguán oscuro y silencioso. Mis pasos resonaron sobre las anchas losas. Sentados en escaños de roble, lustrosos por la usanza, esperaban los pagadores de un foral. En el fondo se distinguían los viejos arcones del trigo con la tapa alzada. Al verme entrar los colonos se levantaron, murmurando con respeto:

—¡Santas y buenas tardes!

Y volvieron a sentarse lentamente, quedando en la sombra del muro que casi los envolvía. Subí presuroso la señorial escalera de anchos peldaños y balaustral de granito toscamente labrado. Antes de llegar, a lo alto, la puerta abriose en silencio, y asomó una criada vieja, que había sido niñera de Concha. Traía un velón en la mano, y bajó a recibirme:

—¡Páguele Dios el haber venido! Ahora verá a la señorita. ¡Cuánto tiempo la pobre suspirando por vuecencia!... No quería escribirle. Pensaba que ya la tendría olvidada. Yo he sido quien la convenció de que no. ¿Verdad que no, Señor mi Marqués?

Yo apenas pude murmurar:

—No. ¿Pero, dónde está?

—Lleva toda la tarde echada. Quiso esperarle vestida. Es como los niños. Ya el señor lo sabe. Con la impaciencia temblaba hasta batir los dientes, y tuvo que echarse.

—¿Tan enferma está?

A la vieja se le llenaron los ojos de lágrimas:

—¡Muy enferma, señor! No se la conoce.

Se pasó la mano por los ojos, y añadió en voz baja, señalando una puerta iluminada en el fondo del corredor:

—¡Es allí!...

Seguimos en silencio. Concha oyó mis pasos, y gritó desde el fondo de la estancia con la voz angustiada:

—¡Ya llegas!... ¡Ya llegas, mi vida!

Entré. Concha estaba incorporada en las almohadas. Dio un grito, y en vez de tenderme los brazos, se cubrió el rostro con las manos y empezó a sollozar. La criada dejó la luz sobre un velador y se alejó suspirando. Me acerqué a Concha trémulo y conmovido. Besé sus manos sobre su rostro, apartándoselas dulcemente. Sus ojos, sus hermosos ojos de enferma, llenos de amor, me miraron sin hablar, con una larga mirada. Después, en lánguido y feliz desmayo, Concha entornó los párpados. La contemplé así un momento. ¡Qué pálida estaba! Sentí en la garganta el nudo de la angustia. Ella abrió los ojos dulcemente, y oprimiendo mis sienes entre sus manos que ardían, volvió a mirarme con aquella mirada muda que parecía anegarse en la melancolía del amor y de la muerte, que ya la cercaba:

—¡Temía que no vinieses!

—¿Y ahora?

—Ahora soy feliz.

Su boca, una rosa descolorida, temblaba. De nuevo cerró los ojos con delicia, como para guardar en el pensamiento una visión querida. Con penosa aridez de corazón, yo comprendí que se moría.

Concha se incorporó para alcanzar el cordón de la campanilla. Yo le cogí la mano, suavemente:

—¿Qué quieres?

—Quería llamar a mi doncella para que viniera a vestirme.

—¿Ahora?

—Sí.

Reclinó la cabeza y añadió con una sonrisa triste:

—Deseo hacerte los honores de mi Palacio.

Yo traté de convencerla para que no se levantase. Concha insistió:

—Voy a mandar que enciendan fuego en el comedor. ¡Un buen fuego! Cenaré contigo.

Se animaba, y sus ojos húmedos en aquel rostro tan pálido, tenían una dulzura amorosa y feliz.

—Quise esperarte a pie, pero no pude. ¡Me mataba la impaciencia! ¡Me puse enferma!

Yo conservaba su mano entre las mías, y se la besé. Los dos sonreímos mirándonos:

—¿Por qué no llamas?

Yo la dije en voz baja:

—¡Déjame ser tu azafata!

Concha soltó su mano de entre las mías:

—¡Qué locuras se te ocurren!

—No tal. ¿Dónde están tus vestidos?

Concha se sonrió como hacen las madres con los caprichos de sus hijos pequeños:

—No sé dónde están.

—Vamos, dímelo...

—¡Si no sé!

Y al mismo tiempo, con un movimiento gracioso de los ojos y de los labios me indicó un gran armario de roble que había a los pies de su cama. Tenía la llave puesta, y lo abrí. Se exhalaba del armario una fragancia delicada y antigua. En el fondo estaban los vestidos que Concha llevara puestos aquel día:

—¿Son éstos?

—Sí... Ese ropón blanco nada más.

—¿No tendrás frío?

—No.

Descolgué aquella túnica, que aún parecía conservar cierta tibia fragancia, y Concha murmuró ruborosa:

—¡Qué caprichos tienes!

Sacó los pies fuera de la cama, los pies blancos, infantiles, casi frágiles, donde las venas azules trazaban ideales caminos a los besos. Tuvo un ligero estremecimiento al hundirlos en las babuchas de marta, y dijo con extraña dulzura:

—Abre ahora esa caja larga. Escógeme unas medias de seda.

Escogí unas medias de seda negra, que tenían bordadas ligeras flechas color malva:

—¿Estas?

—Sí, las que tú quieras.

Para ponérselas me arrodillé sobre la piel de tigre que había delante de su cama. Concha protestó:

—¡Levántate! No quiero verte así.

Yo sonreía sin hacerle caso. Sus pies quisieron huir de entre mis manos. ¡Pobres pies, que no pude menos de besar! Concha se estremecía y exclamaba como encantada:

—¡Eres siempre el mismo! ¡Siempre!

Después de las medias de seda negra, le puse las ligas, también de seda, dos lazos blancos con broches de oro. Yo la vestía con el cuidado religioso y amante que visten las señoras devotas a las imágenes de que son camaristas. Cuando mis manos trémulas anudaron bajo su barbeta delicada, redonda y pálida, los cordones de aquella túnica blanca que parecía un hábito monacal, Concha se puso en pie, apoyándose en mis hombros. Anduvo lentamente hacia el tocador, con ese andar de fantasma que tienen algunas mujeres enfermas, y mirándose en la luna del espejo, se arregló el cabello:

—¡Qué pálida estoy! ¡Ya has visto, no tengo más que la piel y los huesos!

Yo protesté:

—¡No he visto nada de eso, Concha!

Ella sonrió sin alegría.

—¡La verdad, cómo me encuentras?

—Antes eras la princesa del sol. Ahora eres la princesa de la luna.

—¡Qué embustero!

Y se volvió de espaldas al espejo para mirarme. Al mismo tiempo daba golpes en un "tan-tan" que había cerca del tocador. Acudió su antigua niñera:

—¿Llamaba la señorita?

—Sí; que enciendan fuego en el comedor.

—Ya está puesto un buen brasero.

—Pues que lo retiren. Enciende tú la chimenea francesa.

La criada me miró:

—¿También quiere pasar al comedor la señorita? Tengan cuenta que hace mucho frío por esos corredores.

Concha fue a sentarse en un extremo del sofá, y envolviéndose con delicia en el amplio ropón monacal, dijo con estremecimiento:

—Me pondré un chal para cruzar los corredores.

Y volviéndose a mí, que callaba sin querer contradecirla, murmuró llena de amorosa sumisión:

—Si te opones, no.

Yo repuse con pena:

—No me opongo, Concha: Únicamente temo que pueda hacerte daño.

Ella suspiró:

—No quería dejarte solo.

Entonces su antigua niñera nos aconsejó, con esa lealtad bondadosa y ruda de los criados viejos:

—¡Natural que quieran estar juntos, y por eso mismo pensaba yo que comerían aquí en el velador! ¿Qué le parece a usted, señorita Concha? ¿Y al Señor Marqués?

Concha puso una mano sobre mi hombro, y contestó risueña:

—Sí, mujer, sí. Tienes un gran talento, Candelaria. El Señor Marqués y yo te lo reconocemos. Dile a Teresina que comeremos aquí.

Quedamos solos. Concha, con los ojos arrasados en lágrimas, me alargó una de sus manos, y, como en otro tiempo, mis labios recorrieron los dedos haciendo florecer en sus yemas una rosa pálida. En la chimenea ardía un alegre fuego. Sentada sobre la alfombra y apoyado un codo en mis rodillas, Concha lo avivaba removiendo los leños con las tenazas de bronce. La llama al surgir y levantarse, ponía en la blancura eucarística de su tez, un rosado reflejo, como el sol en las estatuas antiguas labradas en mármol de Pharos.

Dejó las tenazas, y me tendió los brazos para levantarse del suelo. Nos contemplamos en el fondo de los ojos, que brillaban con esa alegría de los niños, que han llorado mucho y luego ríen olvidadizos. El velador ya tenía puestos los manteles, y nosotros con las manos todavía enlazadas, fuimos a sentarnos en los sillones que acababa de arrastrar Teresina. Concha me dijo:

—¿Recuerdas cuántos años hace que estuviste aquí con tu pobre madre, la tía Soledad?

—Sí. ¿Y tú te acuerdas?

—Hace veintitrés años. Tenía yo ocho. Entonces me enamoré de ti. ¡Lo que sufría al verte jugar con mis hermanas mayores! Parece mentira que una niña pueda sufrir tanto con los celos. Más tarde, de mujer, me has hecho llorar mucho, pero entonces tenía el consuelo de recriminarte.

—¡Sin embargo, qué segura has estado siempre de mi cariño!... ¡Y cómo lo dice tu carta!

Concha parpadeó para romper las lágrimas que temblaban en sus pestañas.

—No estaba segura de tu cariño: Era de tu compasión.

Y su boca reía melancólicamente, y sus ojos brillaban con dos lágrimas rotas en el fondo. Quise levantarme para consolarla, y me detuvo con un gesto. Entraba Teresina. Nos pusimos a comer en silencio. Concha, para disimular sus lágrimas, alzó la copa y bebió lentamente, al dejarla sobre el mantel la tomé de su mano y puse mis labios donde ella había puesto los suyos. Concha se volvió a su doncella:

—Llame usted a Candelaria que venga a servirnos.

Teresina salió, y nosotros nos miramos sonriendo:

—¿Por qué mandas llamar a Candelaria?

—Porque te tengo miedo, y la pobre Candelaria ya no se asusta de nada.

—Candelaria es indulgente para nuestros amores como un buen jesuíta.

—¡No empecemos!... ¡No empecemos!...

Concha movía la cabeza con gracioso enfado, al mismo tiempo que apoyaba un dedo sobre sus labios pálidos:

—No te permito que poses ni de Aretino ni de César Borgia.

La pobre Concha era muy piadosa, y aquella admiración estética que yo sentía en mi juventud por el hijo de Alejandro VI, le daba miedo como si fuese el culto al Diablo. Con exageración risueña y asustadiza me imponía silencio:

—¡Calla!... ¡Calla!

Mirándome de soslayo volvió lentamente la cabeza:

—Candelaria, pon vino en mi copa...

Candelaria, que con las manos cruzadas sobre su delantal almidonado y blanco, se situaba en aquel momento a espaldas del sillón, apresurose a servirla. Las palabras de Concha, que parecían perfumadas de alegría, se desvanecieron en una queja. Vi que cerraba los ojos con angustiado gesto, y que su boca, una rosa descolorida y enferma, palidecía más. Me levanté asustado:

—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?

No pudo hablar. Su cabeza lívida desfallecía sobre el respaldo del sillón. Candelaria fue corriendo al tocador y trajo un pomo de sales. Concha exhaló un suspiro y abrió los ojos llenos de vaguedad y de extravío, como si despertase de un sueño poblado de quimeras. Fijando en mí la mirada, murmuró débilmente:

—No ha sido nada. Siento únicamente el susto tuyo.

Después, pasando la mano por la frente, respiró con ansia. La obligué a que bebiese unos sorbos de caldo. Reanimose, y su palidez se iluminó con tenue sonrisa. Me hizo sentar, y continuó tomando el caldo por sí misma. Al terminar, sus dedos delicados alzaron la copa del vino y me la ofrecieron trémulos y gentiles: Por complacerla humedecí los labios: Concha apuró después la copa y no volvió a beber en toda la noche.

Estábamos sentados en el sofá y hacía mucho tiempo que hablábamos. La pobre Concha me contaba su vida durante aquellos dos años que estuvimos sin vernos. Una de esas vidas silenciosas y resignadas que miran pasar los días con una sonrisa triste, y lloran de noche en la oscuridad. Yo no tuve que contarle mi vida. Sus ojos parecían haberla seguido desde lejos, y la sabían toda. ¡Pobre Concha! Al verla demacrada por la enfermedad, y tan distinta y tan otra de lo que había sido, experimenté un cruel remordimiento por haber escuchado su ruego aquella noche en que llorando y de rodillas, me suplicó que la olvidase y que me fuese. ¡Su madre, una santa enlutada y triste, había venido a separarnos! Ninguno de nosotros quiso recordar el pasado y permanecimos silenciosos. Ella resignada. Yo con aquel gesto trágico y sombrío que ahora me hace sonreír. Un hermoso gesto que ya tengo un poco olvidado, porque las mujeres no se enamoran de los viejos, y sólo está bien en un Don Juan juvenil. ¡Ay, si todavía con los cabellos blancos, y las mejillas tristes, y la barba senatorial y augusta, puede quererme una niña, una hija espiritual llena de gracia y de candor, con ella me parece criminal otra actitud que la de un viejo prelado, confesor de princesas y teólogo de amor! Pero a la pobre Concha el gesto de Satán arrepentido la hacía temblar y enloquecer: Era muy buena, y fue por eso muy desgraciada. La pobre, dejando asomar a sus labios aquella sonrisa doliente que parecía el alma de una flor enferma, murmuró:

—¡Qué distinta pudo haber sido nuestra vida!

—¡Es verdad!... Ahora no comprendo cómo obedecí tu ruego. Fue sin duda porque te vi llorar.

—No seas engañador. Yo creí que volverías... ¡Y mi madre tuvo siempre ese miedo!

—No volví porque esperaba que tú me llamases. ¡Ah, el Demonio del orgullo!

—No, no fue el orgullo... Fue otra mujer... Hacía mucho tiempo que me traicionabas con ella. Cuando lo supe, creí morir. ¡Tan desesperada estuve, que consentí en reunirme con mi marido!

Cruzó las manos mirándome intensamente, y con la voz velada, y temblando su boca pálida, sollozó:

—¡Qué dolor cuando adiviné por qué no habías venido! ¡Pero no he tenido para ti un solo día de rencor!

No me atreví a engañarla en aquel momento, y callé sentimental. Concha pasó sus manos por mis cabellos, y enlazando los dedos sobre mi frente, suspiró:

—¡Qué vida tan agitada has llevado durante estos dos años!... ¡Tienes casi todo el pelo blanco!...

Yo también suspiré doliente:

—¡Ay! Concha, son las penas.

—No, no son las penas. Otras cosas son... Tus penas no pueden igualarse a las mías, y yo no tengo el pelo blanco...

Me incorporé para mirarla. Quité el alfilerón de oro que sujetaba el nudo de los cabellos, y la onda sedosa y negra rodó sobre sus hombros:

—Ahora tu frente brilla como un astro bajo la crencha de ébano. Eres blanca y pálida como la luna. ¿Te acuerdas cuando quería que me disciplinases con la madeja de tu pelo?... Concha, cúbreme ahora con él.

Amorosa y complaciente, echó sobre mí el velo oloroso de su cabellera. Yo respiré con la faz sumergida como en una fuente santa, y mi alma se llenó de delicia y de recuerdos florecidos. El corazón de Concha latía con violencia, y mis manos trémulas desabrocharon su túnica, y mis labios besaron sobre la carne, ungidos de amor como de un bálsamo:

—¡Mi vida!

—¡Mi vida!

Concha cerró un momento los ojos, y poniéndose en pie, comenzó a recogerse la madeja de sus cabellos:

—¡Vete!... ¡Vete por Dios!...

Yo sonreí mirándola:

—¿Adonde quieres que me vaya?

—¡Vete!... Las emociones me matan, y necesito descansar. Te escribí que vinieses, porque ya entre nosotros no puede haber más que un cariño ideal... Tú comprenderás que enferma como estoy, no es posible otra cosa. Morir en pecado mortal... ¡Qué horror!

Y más pálida que nunca cruzó los brazos, apoyando las manos sobre los hombros en una actitud resignada y noble que le era habitual. Yo me dirigí a la puerta:

—¡Adiós, Concha!

Ella suspiró:

—¡Adiós!

—¿Quieres llamar a Candelaria para que me guíe por esos corredores?

—¡Ah!... ¡Es verdad que aún no sabes!...

Fue al tocador y golpeó en el "tan-tan". Esperamos silenciosos sin que nadie acudiese. Concha me miró indecisa:

—Es probable que Candelaria ya esté acostada...

—En ese caso...

Me vio sonreír, y movió la cabeza seria y triste.

—En ese caso, yo te guiaré.

—Tú no debes exponerte al frío.

—Sí, sí...

Tomó uno de los candelabros del tocador, y salió presurosa, arrastrando la luenga cola de su ropón monacal. Desde la puerta volvió la cabeza llamándome con los ojos, y toda blanca como un fantasma, desapareció en la oscuridad del corredor. Salí tras ella, y la alcancé:

—¡Qué loca estás!

Ríose en silencio y tomó mi brazo para apoyarse. En la cruz de dos corredores abríase una antesala redonda, grande y desmantelada, con cuadros de santos y arcones antiguos. En un testero arrojaba cerco mortecino de luz, la mariposa de aceite que alumbraba los pies lívidos y atarazados de Jesús Nazareno. Nos detuvimos al ver la sombra de una mujer arrebujada en el hueco del balcón. Tenía las manos cruzadas en el regazo, y la cabeza dormida sobre el pecho. Era Candelaria que al ruido de nuestros pasos despertó sobresaltada:

—¡Ah!... Yo esperaba aquí, para enseñarle su habitación al Señor Marqués.

Concha le dijo:

—Creí que te habías acostado, mujer.

Seguimos en silencio hasta la puerta entornada de una sala donde había luz. Concha soltó mi brazo y se detuvo temblando y muy pálida: Al fin entró. Aquella era mi habitación. Sobre una consola antigua ardían las bujías de dos candelabros de plata. En el fondo, veíase la cama entre antiguas colgaduras de damasco. Los ojos de Concha lo examinaron todo con maternal cuidado. Se detuvo para oler las rosas frescas que había en un vaso, y después se despidió:

—¡Adiós, hasta mañana!

Yo la levanté en brazos como a una niña:

—No te dejo ir.

—¡Sí, por Dios!

—No, no.

Y mis ojos reían sobre sus ojos, y mi boca reía sobre su boca. Las babuchas turcas cayeron de sus pies, sin dejarla posar en el suelo, la llevé hasta la cama, donde la deposité amorosamente. Ella entonces ya se sometía feliz. Sus ojos brillaban, y sobre la piel blanca de las mejillas se pintaban dos hojas de rosa. Apartó mis manos dulcemente, y un poco confusa empezó a desabrocharse la túnica blanca y monacal, que se deslizó a lo largo del cuerpo pálido y estremecido. Abrí las sábanas y refugiose entre ellas. Entonces comenzó a sollozar, y me senté a la cabecera consolándola. Aparentó dormirse, y me acosté.

Yo sentí toda la noche a mi lado aquel pobre cuerpo donde la fiebre ardía, como una luz sepulcral en vaso de porcelana tenue y blanco. La cabeza descansaba sobre la almohada, envuelta en una ola de cabellos negros que aumentaba la mate lividez del rostro, y su boca sin color, sus mejillas dolientes, sus sienes maceradas, sus párpados de cera velando los ojos en las cuencas descarnadas y violáceas, le daban la apariencia espiritual de una santa muy bella consumida por la penitencia y el ayuno. El cuello florecía de los hombros como un lirio enfermo, los senos eran dos rosas blancas aromando un altar, y los brazos de una esbeltez delicada y frágil, parecían las asas del ánfora rodeando su cabeza. Apoyado en las almohadas, la miraba dormir rendida y sudorosa. Ya había cantado el gallo dos veces, y la claridad blanquecina del alba penetraba por los balcones cerrados. En el techo las sombras seguían el parpadeo de las bujías, que habiendo ardido toda la noche se apagaban consumidas en los candelabros de plata. Cerca de la cama, sobre un sillón, estaba mi capote de cazador, húmedo por la lluvia, y esparcidas encima aquellas yerbas de virtud oculta, solamente conocida por la pobre loca del molino. Me levanté en silencio y fui por ellas. Con un extraño sentimiento, mezcla de superstición y de ironía, escondí el místico manojo entre las almohadas de Concha, sin despertarla. Me acosté, puse los labios sobre su olorosa cabellera e insensiblemente me quedé dormido. Durante mucho tiempo flotó en mis sueños la visión nebulosa de aquel día, con un vago sabor de lágrimas y de sonrisas. Creo que una vez abrí los ojos dormido y que vi a Concha incorporada a mi lado, creo que me besó en la frente, sonriendo con vaga sonrisa de fantasma, y que se llevó un dedo a los labios. Cerré los ojos sin voluntad y volví a quedar sumido en las nieblas del sueño. Cuando me desperté, una escala luminosa de polvo llegaba desde el balcón al fondo de la cámara. Concha ya no estaba, pero a poco la puerta se abrió con sigilo y Concha entró andando en la punta de los pies. Yo aparenté dormir. Ella se acercó sin hacer ruido, me miró suspirando y puso en agua el ramo de rosas frescas que traía. Fue al balcón, soltó los cortinajes para amenguar la luz, y se alejó como había entrado, sin hacer ruido. Yo la llamé riéndome:

—¡Concha! ¡Concha!

Ella se volvió:

—¡Ah! ¿Conque estabas despierto?

—Estaba soñando contigo.

—¡Pues ya me tienes aquí!

—¿Y cómo estás?

—¡Ya estoy buena!

—¡Gran médico es amor!

—¡Ay! No abusemos de la medicina.

Reíamos con alegre risa el uno en brazos del otro, juntas las bocas y echadas las cabezas sobre la misma almohada. Concha tenía la palidez delicada y enferma de una Dolorosa, y era tan bella, así demacrada y consumida, que mis ojos, mis labios y mis manos hallaban todo su deleite en aquello mismo que me entristecía. Yo confieso que no recordaba haberla amado nunca en lo pasado, tan locamente como aquella noche.

No había llevado conmigo ningún criado, y Concha, que tenía esas burlas de las princesas en las historias picarescas, puso un paje a mi servicio para honrarme mejor, como decía riéndose. Era un niño recogido en el Palacio. Aún le veo asomar en la puerta y quitarse la montera, preguntando respetuoso y humilde:

—¿Da su licencia?

—Adelante.

Entró con la frente baja y la monterilla de paño blanco colgada de las dos manos:

—Dice la señorita, mi ama, que me mande en cuanto se le ofrezca.

—¿En dónde queda?

—En el jardín.

Y permaneció en medio de la cámara, sin atreverse a dar un paso. Creo que era el primogénito de los caseros que Concha tenía en sus tierras de Lantaño y uno de los cien ahijados de su tío Don Juan Manuel Montenegro, aquel hidalgo visionario y pródigo que vivía en el Pazo de Lantañón. Es un recuerdo que todavía me hace sonreír. El favorito de Concha no era rubio ni melancólico como los pajes de las baladas, pero con los ojos negros y con los carrillos picarescos melados por el sol, también podía enamorar princesas. Le mandé que abriese los balcones y obedeció corriendo. El aura perfumada y fresca del jardín penetró en la cámara, y las cortinas flamearon alegremente. El paje había dejado la montera sobre una silla, y volvió a recogerla. Yo le interrogué:

—¿Tú sirves en el Palacio?

—Sí, señor.

—¿Hace mucho?

—Va para dos años.

—¿Y qué haces?

—Pues hago todo lo que me mandan.

—¿No tienes padres?

—Tengo, sí, señor.

—¿Qué hacen tus padres?

—Pues no hacen nada. Cavan la tierra.

Tenía las respuestas estoicas de un paria. Con su vestido de estameña, sus ojos tímidos, su fabla visigótica y sus guedejas trasquiladas sobre la frente, con tonsura casi monacal, perecía el hijo de un antiguo siervo de la gleba:

—¿Y fue la señorita quien te ha mandado venir?

—Sí, señor. Hallábame yo en el patín deprendiéndole la riveirana al mirlo nuevo, que los viejos ya la tienen deprendida, cuando la señorita bajó al jardín y me mandó venir.

—¿Tú eres aquí el maestro de los mirlos?

—Sí, señor.

—¿Y ahora, además, eres mi paje?

—Sí, señor.

—¡Altos cargos!

—Sí, señor.

—¿Y cuántos años tienes?

—Paréceme... Paréceme...

El paje fijó los ojos en la monterilla, pasándola lentamente de una mano a otra, sumido en hondas cavilaciones:

—Paréceme que han de ser doce, pero no estoy cierto.

—¿Antes de venir al Palacio, dónde estabas?

—Servía en la casa de Don Juan Manuel.

—¿Y qué hacías allí?

—Allí enseñaba al hurón.

—¡Otro cargo palatino!

—Sí, señor.

—¿Y cuántos mirlos tiene la señorita?

El paje hizo un gesto desdeñoso:

—¡Tan siquiera uno!

—¿Pues de quién son?

—Son míos... Cuando los tengo bien adeprendidos, se los vendo.

—¿A quién se los vendes?

—Pues a la señorita, que me los merca todos. ¿No sabe que los quiere para echarlos a volar? La señorita desearía que silbasen la riveirana sueltos en el jardín, pero ellos se van lejos. Un domingo, por el mes de San Juan, venía yo acompañando a la señorita: Pasados los prados de Lantañón, vimos un mirlo que, muy puesto en la rama de un cerezo, estaba cantando la riveirana. Acuérdome que entonces dijo la señorita: ¡Míralo adónde se ha venido el caballero!

Aquel relato ingenuo me hizo reír, y el paje al verlo ríose también. Sin ser rubio ni melancólico, era digno de ser paje de una princesa y cronista de un reinado. Yo le pregunté:

—¿Qué es más honroso, enseñar hurones o mirlos?

El paje respondió después de meditarlo un instante:

—¡Todo es igual!

—¿Y cómo has dejado el servicio de Don Juan Manuel?

—Porque tiene muchos criados... ¡Qué gran caballero es Don Juan Manuel!... Dígole que en el Pazo todos los criados le tenían miedo. Don Juan Manuel es mi padrino, y fue quien me trujo al Palacio para que sirviese a la señorita.

—¿Y dónde te iba mejor?

El paje fijó en mí sus ojos negros e infantiles, y con la monterilla entre las manos, formuló gravemente:

—Al que sabe ser humilde, en todas partes le va bien.

Era una réplica calderoniana. ¡Aquel paje también sabía decir sentencias! Ya no podía dudarse de su destino. Había nacido para vivir en un palacio, educar los mirlos, amaestrar los hurones, ser ayo de un príncipe y formar el corazón de un gran rey.

Concha me llamaba desde el jardín, con alegres voces. Salí a la solana, tibia y dorada al sol mañanero. El campo tenía una emoción latina de yuntas, de vendimias y de labranzas. Concha estaba al pie de la solana:

—¿Tienes ahí a Florisel?

—¿Florisel es el paje?

—Sí.

—Parece bautizado por las hadas.

—Yo soy su madrina. Mándamelo.

—¿Qué le quieres?

—Decirle que te suba estas rosas.

Y Concha me enseñó su falda donde se deshojaban las rosas, todavía cubiertas de rocío, desbordando alegremente como el fruto ideal de unos amores que sólo floreciesen en los besos:

—Todas son para ti. Estoy desnudando el jardín.

Yo recordaba nebulosamente aquel antiguo jardín donde los mirtos seculares dibujaban los cuatro escudos del fundador, en torno de una fuente abandonada. El jardín y el Palacio tenían esa vejez señorial y melancólica de los lugares por donde en otro tiempo pasó la vida amable de la galantería y del amor. Bajo la fronda de aquel laberinto, sobre las terrazas y en los salones, habían florecido las risas y los madrigales, cuando las manos blancas que en los viejos retratos sostienen apenas los pañolitos de encaje, iban deshojando las margaritas que guardan el cándido secreto de los corazones. ¡Hermosos y lejanos recuerdos! Yo también los evoqué un día lejano, cuando la mañana otoñal y dorada envolvía el jardín húmedo y reverdecido por la constante lluvia de la noche. Bajo el cielo límpido, de un azul heráldico, los cipreses venerables parecían tener el ensueño de la vida monástica. La caricia de la luz temblaba sobre las flores como un pájaro de oro, y la brisa trazaba en el terciopelo de la yerba, huellas ideales y quiméricas como si danzasen invisibles hadas. Concha estaba al pie de la escalinata, entretenida en hacer un gran ramo con las rosas. Algunas se habían deshojado en su falda, y me las mostró sonriendo:

—¡Míralas qué lástima!

Y hundió en aquella frescura aterciopelada sus mejillas pálidas:

—¡Ah, qué fragancia!

Yo le dije sonriendo:

—¡Tu divina fragancia!

Alzó la cabeza y respiró con delicia, cerrando los ojos y sonriendo, cubierto el rostro de rocío, como otra rosa, una rosa blanca. Sobre aquel fondo de verdura grácil y umbroso, envuelta en la luz como en diáfana veste de oro, parecía una Madona soñada por un monje seráfico. Yo bajé a reunirme con ella. Cuando descendía la escalinata, me saludó arrojando como una lluvia las rosas deshojadas en su falda. Recorrimos juntos el jardín. Las carreras estaban cubiertas de hojas secas y amarillentas, que el viento arrastraba delante de nosotros con un largo susurro: Los caracoles, inmóviles como viejos paralíticos, tomaban el sol sobre los bancos de piedra: Las flores empezaban a marchitarse en las versallescas canastillas recamadas de mirto, y exhalaban ese aroma indeciso que tiene la melancolía de los recuerdos. En el fondo del laberinto murmuraba la fuente rodeada de cipreses, y el arrullo del agua, parecía difundir por el jardín un sueño pacífico de vejez, de recogimiento y de abandono. Concha me dijo:

—Descansemos aquí.

Nos sentamos a la sombra de las acacias, en un banco de piedra cubierto de hojas. Enfrente se abría la puerta del laberinto misterioso y verde. Sobre la clave del arco se alzaban dos quimeras manchadas de musgo, y un sendero umbrío, un solo sendero, ondulaba entre los mirtos como el camino de una vida solitaria, silenciosa e ignorada. Florisel pasó a lo lejos entre los árboles, llevando la jaula de sus mirlos en la mano. Concha me lo mostró:

—¡Allá va!

—¿Quién?

—Florisel.

—¿Por qué le llamas Florisel?

Ella dijo, con una alegre risa.

—Florisel es el paje de quien se enamora cierta princesa inconsolable en un cuento.

—¿Un cuento de quién?

—Los cuentos nunca son de nadie.

Sus ojos misteriosos y cambiantes miraban a lo lejos, y me sonó tan extraña su risa, que sentí frío. ¡El frío de comprender todas las perversidades! Me pareció que Concha también se estremecía. La verdad es que nos hallábamos a comienzos de Otoño y que el sol empezaba a nublarse. Volvimos al Palacio.

El palacio de Brandeso, aunque del siglo décimo octavo, es casi todo de estilo plateresco. Un Palacio a la italiana con miradores, fuentes y jardines, mandado edificar por el Obispo de Corinto Don Pedro de Bendaña, Caballero del Hábito de Santiago, Comisario de Cruzada y Confesor de la Reina Doña María Amelia de Parma. Creo que un abuelo de Concha y mi abuelo el Mariscal Bendaña, sostuvieron pleito por la herencia del Palacio. No estoy seguro, porque mi abuelo sostuvo pleitos hasta con la Corona. Por ellos heredé toda una fortuna en legajos. La historia de la noble Casa de Bendaña es la historia de la Cancillería de Valladolid.

Como la pobre Concha tenía el culto de los recuerdos, quiso que recorriésemos el Palacio evocando otro tiempo, cuando yo iba de visita con mi madre, y ella y sus hermanas eran unas niñas pálidas que venían a besarme, y me llevaban de la mano para que jugásemos, unas veces en la torre, otras en la terraza, otras en el mirador que daba al camino y al jardín... Aquella mañana, cuando nosotros subíamos la derruida escalinata, las palomas remontaron el vuelo y fueron a posarse sobre la piedra de armas. El sol dejaba un reflejo dorado en los cristales, los viejos alelíes florecían entre las grietas del muro, y un lagarto paseaba por el balaustral. Concha sonrió con lánguido desmayo:

—¿Te acuerdas?...

Y en aquella sonrisa tenue, yo sentí todo el pasado como un aroma entrañable de flores marchitas, que trae alegres y confusas memorias... Era allí donde una dama piadosa y triste, solía referirnos historias de Santos. Cuántas veces, sentada en el hueco de una ventana, me había enseñado las estampas del Año Cristiano abierto en su regazo. Aún recuerdo sus manos místicas y nobles que volvían las hojas lentamente. La dama tenía un hermoso nombre antiguo: Se llamaba Agueda: Era la madre de Fernandina, Isabel y Concha. Las tres niñas pálidas con quienes yo jugaba. ¡Después de tantos años volví a ver aquellos salones de respeto y aquellas salas familiares! Las salas entarimadas de nogal, frías y silenciosas, que conservan todo el año el aroma de las manzanas agrias y otoñales puestas a madurar sobre el alféizar de las ventanas. Los salones con antiguos cortinajes de damasco, espejos nebulosos y retratos familiares: Damas con basquiña, prelados de doctoral sonrisa, pálidas abadesas, torvos capitanes. En aquellas estancias nuestros pasos resonaban como en las iglesias desiertas, y al abrirse lentamente las puertas de floreados herrajes, exhalábase del fondo silencioso y oscuro, el perfume lejano de otras vidas. Solamente en un salón que tenía de corcho el estrado, nuestras pisadas no despertaron rumor alguno: Parecían pisadas de fantasmas, tácitas y sin eco. En el fondo de los espejos el salón se prolongaba hasta el ensueño como en un lago encantado, y los personajes de los retratos, aquellos obispos fundadores, aquellas tristes damiselas, aquellos avellanados mayorazgos parecían vivir olvidados en una paz secular. Concha se detuvo en la cruz de dos corredores, donde se abría una antesala redonda, grande y desmantelada, con arcones antiguos. En un testero arrojaba cerco mortecino de luz la mariposa de aceite que día y noche alumbraba ante un Cristo desmelenado y lívido. Concha murmuró en voz baja:

—¿Te acuerdas de esta antesala?

—Sí. ¿La antesala redonda?

—Sí... ¡Era donde jugábamos!

Una vieja hilaba en el hueco de una ventana. Concha me la mostró con un gesto:

—Es Micaela... La doncella de mi madre. ¡La pobre está ciega! No le digas nada...

Seguimos adelante. Algunas veces Concha se detenía en el umbral de las puertas, y señalando las estancias silenciosas, me decía con su sonrisa tenue, que también parecía desvanecerse en el pasado:

—¿Te acuerdas?

Ella recordaba las cosas más lejanas. Recordaba cuando éramos niños y saltábamos delante de las consolas para ver estremecerse los floreros cargados de rosas, y los fanales ornados con viejos ramajes áureos, y los candelabros de plata, y los daguerrotipos llenos de un misterio estelar. ¡Tiempos aquellos en que nuestras risas locas y felices habían turbado el noble recogimiento del Palacio, y se desvanecían por las claras y grandes antesalas, por los corredores oscuros, flanqueados con angostas ventanas de montante donde arrullaban las palomas!...

Al anochecer, Concha sintió un gran frío y tuvo que acostarse. Alarmado al verla temblar, pálida como la muerte, quise mandar por un médico a Viana del Prior, pero ella se opuso, y al cabo de una hora ya me miraba sonriendo con amorosa languidez. Descansando inmóvil sobre la blanca almohada, murmuró:

—¿Creerás que ahora me parece una felicidad estar enferma?

—¿Por qué?

—Porque tú me cuidas.

Yo me sonreí sin decir nada, y ella, con una gran dulzura, insistió:

—¡Es que tú no sabes cómo yo te quiero!

En la penumbra de la alcoba la voz apagada de Concha tenía un profundo encanto sentimental. Mi alma se contagió:

—¡Yo te quiero más, princesa!

—No, no. En otro tiempo te he gustado mucho. Por muy inocente que sea una mujer, eso lo conoce siempre, y tú sabes lo inocente que yo era.

Me incliné para besar sus ojos, que tenían un velo de lágrimas, y le dije por consolarla:

—¿Creerás que no me acuerdo, Concha?

Ella exclamó riéndose.

—¡Qué cínico eres!

—Di qué desmemoriado. ¡Hace ya tanto tiempo!

—¿Y cuánto tiempo hace, vamos a ver?

—No me entristezcas haciendo que recuerde los años.

—Pues confiesa que yo era muy inocente.

—¡Todo lo inocente que puede ser una mujer casada!

—Más, mucho más. ¡Ay! Tú fuiste mi maestro en todo.

Exhaló las últimas palabras como si fuesen suspiros, y apoyó una de sus manos sobre los ojos. Yo la contemplé, sintiendo cómo se despertaba la voluptuosa memoria de los sentidos. Concha tenía para mí todos los encantos de otro tiempo, purificados por una divina palidez de enferma. Era verdad que yo había sido su maestro en todo. Aquella niña casada con un viejo, tenía la cándida torpeza de las vírgenes. Hay tálamos fríos como los sepulcros, y maridos que duermen como las estatuas yacentes de granito. ¡Pobre Concha! Sobre sus labios perfumados por los rezos, mis labios cantaron los primeros el triunfo del amor y su gloriosa exaltación. Yo tuve que enseñarle toda la lira: Verso por verso, los treinta y dos sonetos de Pietro Aretino. Aquel capullo blanco de niña desposada, apenas sabía murmurar el primero. Hay maridos y hay amantes que ni siquiera pueden servirnos de precursores, y bien sabe Dios que la perversidad, esa rosa sangrienta, es una flor que nunca se abrió en mis amores. Yo he preferido siempre ser el Marqués de Bradomín, a ser ese divino Marqués de Sade. Tal vez esa haya sido la única razón de pasar por soberbio entre algunas mujeres. Pero la pobre Concha nunca fue de éstas. Como habíamos quedado en silencio, me dijo:

—¿En qué piensas?

—En el pasado, Concha.

—Tengo celos de él.

—¡No seas niña! Es el pasado de nuestros amores.

Ella se sonrió, cerrando los ojos, como si también evocase un recuerdo. Después murmuró con cierta resignación amable, perfumada de amor y de melancolía:

—Sólo una cosa le he pedido a la Virgen de la Concepción, y creo que va a concedérmela... Tenerte a mi lado en la hora de la muerte.

Volvimos a quedar en triste silencio. Al cabo de algún tiempo, Concha se incorporó en las almohadas. Tenía los ojos llenos de lágrimas. En voz muy baja me dijo:

—Xavier, dame aquel cofre de mis joyas, que está sobre el tocador. Ábrelo. Ahí guardo también tus cartas... Vamos a quemarlas juntos... No quiero que me sobrevivan.

Era un cofre de plata, labrado con la suntuosidad decadente del siglo XVIII. Exhalaba un suave perfume de violetas, y lo aspiré cerrando los ojos:

—¿No tienes más cartas que las mías?

—Nada más.

—¡Ah! Tu nuevo amor no sabe escribir.

—¿Mi nuevo amor? ¿Qué nuevo amor? ¡Seguramente has pensado alguna atrocidad!

—Creo que sí.

—¿Cuál?

—No te la digo.

—¿Y si adivinase?

—No puedes adivinar.

—¿Qué enormidad habrás pensado?

Yo exclamé riéndome:

—Florisel.

Por los ojos de Concha pasó una sombra de enojo:

—¡Y serás capaz de haberlo pensado!

Hundió las manos entre mis cabellos, arremolinándolos:

—¿Qué hago yo contigo? ¿Te mato?

Viéndome reír, ella reía también, y sobre su boca pálida, la risa era fresca, sensual, alegre:

—¡No es posible que hayas pensado eso!

—Di que parece imposible.

—¿Pero lo has pensado?

—Sí.

—¡No te creo! ¿Cómo has podido siquiera imaginarlo?

—Recordé mi primera conquista. Tenía yo once años y una dama se enamoró de mí. ¡Era también muy bella!

Concha murmuró en voz baja:

—Mi tía Augusta.

—Sí.

—Ya me lo has contado... ¿Pero tú no eras más bello que Florisel?

Dudé un momento y creí que mis labios iban a mancharse con una mentira. Al fin, tuve el valor de confesar la verdad:

—¡Ay, Concha! Yo era menos bello.

Mirándome burlona, cerró el cofre de sus joyas.

—Otro día quemaremos tus cartas. Hoy no. Tus celos me han puesto de buen humor.

Y echándose sobre la almohada volvió a reír como antes, con frescas y alegres carcajadas. El día de quemar aquellas cartas no llegó para nosotros: Yo me he resistido siempre a quemar las cartas de amores. Las he amado como aman los poetas sus versos. Cuando murió Concha, en el cofre de plata, con las joyas de familia las heredaron sus hijas.

Las almas enamoradas y enfermas son tal vez las que tejen los más hermosos sueños de la ilusión. Yo nunca había visto a Concha ni tan alegre ni tan feliz. Aquel renacimiento de nuestros amores fue como una tarde otoñal de celajes dorados, amable y melancólica. ¡Tarde y celajes que yo pude contemplar desde los miradores del Palacio, cuando Concha con romántica fatiga se apoyaba en mi hombro! Por el campo verde y húmedo, bajo el sol que moría ondulaba el camino. Era luminoso y solitario. Concha suspiró con la mirada perdida:

—¡Por ese camino hemos de irnos los dos!

Y levantaba su mano pálida, señalando a lo lejos los cipreses del cementerio. La pobre Concha hablaba de morir sin creer en ello. Yo me burlaba:

—Concha, no me hagas suspirar. Ya sabes que soy un príncipe a quien tienes encantado en tu Palacio. Si quieres que no se rompa el encanto, has de hacer de mi vida un cuento alegre.

Concha, olvidando sus tristezas del crepúsculo, sonreía:

—Ese camino es también por donde tú has venido...

La pobre Concha procuraba mostrarse alegre. Sabía que todas las lágrimas son amargas y que el aire de los suspiros, aun cuando perfumado y gentil, sólo debe durar lo que una ráfaga. ¡Pobre Concha! Era tan pálida y tan blanca como esos ramos de azucenas que embalsaman las capillas con más delicado perfume al marchitarse. De nuevo levantó su mano, diáfana como mano de hada:

—¿Ves, allá lejos, un jinete?

—No veo nada.

—Ahora pasa la Fontela.

—Sí, ya le veo.

—Es el tío Don Juan Manuel.

—¡El magnífico hidalgo del Pazo de Lantañón!

Concha hizo un gesto de lástima.

—¡Pobre señor! Estoy segura que viene a verte.

Don Juan Manuel se había detenido en medio del camino, y levantándose sobre los estribos y quitándose el chambergo, nos saludaba. Después, con voz poderosa, que fue repetida por un eco lejano, gritó:

—¡Sobrina! ¡Sobrina! ¡Manda abrir la cancela del jardín!

Concha levantó los brazos indicándole que ya mandaba, luego volviéndose a mí, exclamó riéndose:

—Dile tú que ya van.

Yo rugí, haciendo bocina con las manos:

—¡Ya van!

Pero Don Juan Manuel aparentó no oírme. El privilegio de hacerse entender a tal distancia, era suyo no más. Concha se tapó los oídos:

—Calla, porque jamás confesará que te oye.

Yo seguí rugiendo:

—¡Ya van! ¡Ya van!

Inútilmente. Don Juan Manuel se inclinó acariciando el cuello del caballo. Había decidido no oírme. Después volvió a levantarse sobre los estribos:

—¡Sobrina! ¡Sobrina!

Concha se apoyaba en la ventana riendo como una niña feliz:

—¡Es magnífico!

Y el viejo seguía gritando desde el camino:

—¡Sobrina! ¡Sobrina!

Es verdad que era magnífico aquel Don Juan Manuel Montenegro. Sin duda le pareció que no acudían a franquearle la entrada con toda la presteza requerida, porque hincando las espuelas al caballo, se alejó al galope. Desde lejos, se volvió gritando:

—No puedo detenerme. Voy a Viana del Prior. Tengo que apalear a un escribano.

Florisel, que bajaba corriendo para abrir la cancela, se detuvo a mirar cuán gallardamente se partía. Después volvió a subir la vieja escalinata revestida de yedra. Al pasar por nuestro lado, sin levantar los ojos, pronunció solemne y doctoral:

—¡Gran señor, muy gran señor, es Don Juan Manuel!

Creo que era una censura, porque nos reíamos del viejo hidalgo. Yo le llamé:

—Oye, Florisel.

Se detuvo temblando.

—¿Qué me mandaba?

—¿Tan gran señor te parece Don Juan Manuel?

—Mejorando las nobles barbas que me oyen.

Y sus ojos infantiles, fijos en Concha, demandaban perdón. Concha hizo un gesto de reina indulgente. Pero lo echó a perder, riendo como una loca. El paje se alejó en silencio. Nosotros nos besamos alegremente, y antes de desunir las bocas, oímos el canto lejano de los mirlos, guiados por la flauta de caña que tañía Florisel.

Era noche de luna, y en el fondo del laberinto cantaba la fuente como un pájaro escondido. Nosotros estábamos silenciosos, con las manos enlazadas. En medio de aquel recogimiento sonaron en el corredor pasos lentos y cansados. Entró Candelaria con una lámpara encendida, y Concha exclamó como si despertase de un sueño:

—¡Ay!... Llévate esa luz.

—¿Pero van a estar a oscuras? Miren que es malo tomar la luna.

Concha preguntó sonriendo:

—¿Por qué es malo, Candelaria?

La vieja repuso, bajando la voz:

—Bien lo sabe, señorita... ¡Por las brujas!

Candelaria se alejó con la lámpara haciendo muchas veces la señal de la cruz, y nosotros volvimos a escuchar el canto de la fuente que le contaba a la luna su prisión en el laberinto. Un reloj de cuco, que acordaba el tiempo del fundador, dio las siete. Concha murmuró:

—¡Qué temprano anochece! ¡Las siete todavía!

—Es el Invierno que llega.

—¿Tú, cuándo tienes que irte?

—¿Yo? Cuando tú me dejes.

Concha suspiró:

—¡Ay! ¡Cuando yo te deje! ¡No te dejaría nunca!

Y estrechó mi mano en silencio. Estábamos sentados en el fondo del mirador. Desde allí veíamos el jardín iluminado por la luna, los cipreses mustios destacándose en el azul nocturno coronados de estrellas, y una fuente negra con aguas de plata. Concha me dijo:

—Ayer he recibido una carta. Tengo que enseñártela.

—¿Una carta, de quién?

—De tu prima Isabel. Viene con las niñas.

—¿Isabel Bendaña?

—Sí.

—¿Pero tiene hijas Isabel?

Concha murmuró tímidamente:

—No, son mis hijas.

Yo sentí pasar como una brisa abrileña sobre el jardín de los recuerdos. Aquellas dos niñas, las hijas de Concha, en otro tiempo me querían mucho, y también yo las quería. Levanté los ojos para mirar a su madre. No recuerdo una sonrisa tan triste en los labios de Concha:

—¿Qué tienes?... ¿Qué te sucede?...

—Nada.

—¿Las pequeñas están con su padre?

—No. Las tengo educándose en el Convento de la Enseñanza.

—Ya serán unas mujeres.

—Sí. Están muy altas.

—Antes eran preciosas. No sé ahora.

—Como su madre.

—No, como su madre nunca.

Concha volvió a sonreír con aquella sonrisa dolorosa, y quedó pensativa contemplando sus manos:

—He de pedirte un favor.

—¿Qué es?

—Si viene Isabel con mis hijas, tenemos que hacer una pequeña comedia. Yo les diré que estás en Lantañón cazando con mi tío. Tú vienes una tarde, y sea porque hay tormenta o porque tenemos miedo a los ladrones, te quedas en el Palacio, como nuestro caballero.

—¿Y cuántos días debe durar mi destierro en Lantañón?

Concha exclamó vivamente:

—Ninguno. La misma tarde que ellas vengan. ¿No te ofendes, verdad?

—No, mi vida.

—Qué alegría me das. Desde ayer estoy dudando, sin atreverme a decírtelo.

—¿Y tú crees que engañaremos a Isabel?

—No lo hago por Isabel, lo hago por mis pequeñas, que son unas mujercitas.

—¿Y Don Juan Manuel?

—Yo le hablaré. Ese no tiene escrúpulos. Es otro descendiente de los Borgias. ¿Tío tuyo, verdad?

—No sé. Tal vez será por ti el parentesco.

Ella contestó riéndose.

—Creo que no. Tengo una idea que tu madre le llamaba primo.

—¡Oh! Mi madre conoce la historia de todos los linajes. Ahora tendremos que consultar a Florisel.

Concha replicó:

—Será nuestro Rey de Armas.

Y al mismo tiempo, en la rosa pálida de su boca temblaba una sonrisa. Luego quedó cavilosa con las manos cruzadas contemplando al jardín. En su jaula de cañas colgada sobre la puerta del mirador, silbaban una vieja riveirana los mirlos que cuidaba Florisel. En el silencio de la noche, aquel ritmo alegre y campesino evocaba el recuerdo de las felices danzas célticas a la sombra de los robles. Concha empezó también a cantar. Su voz era dulce como una caricia. Se levantó y anduvo vagando por el mirador. Allá, en el fondo, toda blanca en el reflejo de la luna, comenzó a bailar uno de esos pasos de égloga alegres y pastoriles. Pronto se detuvo suspirando:

—¡Ay! ¡Cómo me canso! ¿Has visto que he aprendido la riveirana?

Yo repuse riéndome:

—¿Eres también discípula de Florisel?

—También.

Acudí a sostenerla. Cruzó las manos sobre mi hombro y reclinando la mejilla, me miró con sus bellos ojos de enferma. La besé, y ella mordió mis labios con sus labios marchitos.

¡Pobre Concha!... Tan demacrada y tan pálida, tenía la noble resistencia de una diosa para el placer. Aquella noche la llama de la pasión nos envolvió mucho tiempo, ya moribunda, ya frenética, en su lengua dorada. Oyendo el canto de los pájaros en el jardín, quedeme dormido en brazos de Concha. Cuando me desperté, ella estaba incorporada en las almohadas, con tal expresión de dolor y sufrimiento, que sentí frío. ¡Pobre Concha! Al verme abrir los ojos, todavía sonrió. Acariciándole las manos, le pregunté:

—¿Qué tienes?

—No sé. Creo que estoy muy mal.

—¿Pero qué tienes?

—No sé... ¡Qué vergüenza si me hallasen muerta aquí!

Al oírla sentí el deseo de retenerla a mi lado:

—¡Estás temblando, pobre amor!

Y la estreché entre mis brazos. Ella entornó los ojos: ¡Era el dulce desmayo de sus párpados cuando quería que yo se los besase! Como temblaba tanto, quise dar calor a todo su cuerpo con mis labios, y mi boca recorrió celosa sus brazos hasta el hombro, y puse un collar de rosas en su cuello. Después alcé los ojos para mirarla. Ella cruzó sus manos pálidas y las contempló melancólica. ¡Pobres manos delicadas, exangües, casi frágiles! Yo le dije:

—Tienes manos de Dolorosa.

Se sonrió:

—Tengo manos de muerta.

—Para mí eres más bella cuanto más pálida.

Pasó por sus ojos una claridad feliz:

—Sí, sí. Todavía te gusto mucho y te hago sentir.

Rodeó mi cuello, y con una mano levantó los senos, rosas de nieve que consumía la fiebre. Yo entonces la enlacé con fuerza, y en medio del deseo, sentí como una mordedura el terror de verla morir. Al oírla suspirar, creí que agonizaba. La besé temblando como si fuese a comulgar su vida. Con voluptuosidad dolorosa y no gustada hasta entonces, mi alma se embriagó en aquel perfume de flor enferma que mis dedos deshojaban consagrados e impíos. Sus ojos se abrieron amorosos bajo mis ojos. ¡Ay! Sin embargo, yo adiviné en ellos un gran sufrimiento. Al día siguiente Concha no pudo levantarse.

La tarde caía en medio de un aguacero. Yo estaba refugiado en la biblioteca, leyendo el "Florilegio de Nuestra Señora", un libro de sermones compuesto por el Obispo de Corinto, Don Pedro de Bendaña, fundador del Palacio. A veces me distraía oyendo el bramido del viento en el jardín, y el susurro de las hojas secas que corrían arremolinándose por las carreras de mirtos seculares. Las ramas desnudas de los árboles rozaban los vidrios emplomados de las ventanas. Reinaba en la biblioteca una paz de monasterio, un sueño canónico y doctoral. Sentíase en el ambiente el hálito de los infolios antiguos encuadernados en pergamino, los libros de humanidades y de teología donde estudiaba el Obispo. De pronto sentí una voz poderosa que llamaba desde el fondo del corredor:

—¡Marqués!... ¡Marqués de Bradomín!...

Entorné el "Florilegio" sobre la mesa, para guardar la página, y me puse de pie. La puerta se abría en aquel momento y Don Juan Manuel apareció en el umbral, sacudiendo el agua que goteaba de su montecristo:

—¡Mala tarde, sobrino!

—¡Mala, tío!

Y quedó sellado nuestro parentesco.

—¿Tú, leyendo aquí encerrado?... ¡Sobrino, es lo peor para quedarse ciego!

Acercose a la lumbre y extendió las manos sobre la llama.

—¡Es nieve lo que cae!

Después volviose de espaldas al fuego, e irguiéndose ante mí exclamó con su engolada voz de gran señor:

—Sobrino, has heredado la manía de tu abuelo, que también se pasaba los días leyendo. ¡Así se volvió loco!... ¿Y qué librote ese ese?

Sus ojos, hundidos y verdosos, dirigían al "Florilegio de Nuestra Señora" una mirada llena de desdén. Apartose de la lumbre y dio algunos pasos por la biblioteca, haciendo sonar las espuelas. Se detuvo de pronto:

—¡Marqués de Bradomín, se acabó la sangre de Cristo en el Palacio de Brandeso!

Comprendiendo lo que deseaba me levanté. Don Juan Manuel extendió un brazo, deteniéndome con soberano gesto:

—¡No te muevas! ¿Habrá algún criado en el Palacio?

Y desde el fondo de la biblioteca empezó a llamar con grandes voces:

—¡Arnelas!... ¡Brión!... Uno cualquiera, que suba presto...

Ya empezaba a impacientarse, cuando Florisel apareció en la puerta:

—¿Qué mandaba, señor padrino?

Y llegose a besar la mano del hidalgo, que le acarició la cabeza:

—Súbeme del tinto que se coge en la Fontela.

Y Don Juan Manuel volvió a pasear la biblioteca. De tiempo en tiempo se detenía frente al fuego, extendiendo las manos, que eran pálidas, nobles y descarnadas como las manos de un rey asceta. A pesar de los años, que habían blanqueado por completo sus cabellos, conservábase arrogante y erguido como en sus buenos tiempos, cuando servía en la Guardia Noble de la Real Persona. Llevaba ya muchos años retirado en su Pazo de Lantañón, haciendo la vida de todos los mayorazgos campesinos, chalaneando en las ferias, jugando en las villas y sentándose a la mesa de los abades en todas las fiestas. Desde que Concha vivía retirada en el Palacio de Brandeso, era también frecuente verle aparecer por allí. Ataba su caballo en la puerta del jardín, y entrábase dando voces. Se hacía servir vino, y bebía hasta dormirse en el sillón. Cuando despertaba, fuese de día o de noche, pedía su caballo, y dando cabeceos sobre la silla, tornaba a su Pazo. Don Juan Manuel tenía gran predilección por el tinto de la Fontela, guardado en una vieja cuba que acordaba el tiempo de los franceses. Impacientándose porque tardaban en subir de la bodega, se detuvo en medio de la biblioteca:

—¡Ese vino!... ¿O acaso están haciendo la vendimia?

Todo trémulo apareció Florisel con un jarro, que colocó sobre la mesa. Don Juan Manuel despojose de su montecristo, y tomó asiento en un sillón:

—Marqués de Bradomín, te aseguro que este vino de la Fontela es el mejor vino de la comarca. ¿Tú conoces el del Condado? Este es mejor. Y si lo hiciesen eligiendo la uva, sería el mejor del mundo.

Decía esto mientras llenaba el vaso, que era de cristal tallado, con asa y la cruz de Calatrava en el fondo. Uno de esos vasos pesados y antiguos, que recuerdan los refectorios de los conventos. Don Juan Manuel bebió con largura y sosiego, apurando el vino de un solo trago, y volvió a llenar el vaso:

—Muchos así debía beberse mi sobrina. ¡No estaría entonces como está!

En aquel momento Concha asomó en la puerta de la biblioteca, arrastrando la cola de su ropón monacal y sonriendo:

—El tío Don Juan Manuel quiere que le acompañes. ¿Te lo ha dicho? Mañana es la fiesta del Pazo: San Rosendo de Lantañón. Dice el tío que te recibirán con palio.

Don Juan Manuel asintió con un ademán soberano.

—Ya sabes que desde hace tres siglos es privilegio de los Marqueses de Bradomín ser recibidos con palio en las feligresías de San Rosendo de Lantañó, Santa Baya de Cristamilde y San Miguel de Deiro. ¡Los tres curatos son presentación de tu casa! ¿Me equivoco, sobrino?

—No se equivoca usted, tío.

Concha interrumpió, riéndose:

—No le pregunte usted. ¡Es un dolor, pero el último Marqués de Bradomín no sabe una palabra de esas cosas!

Don Juan Manuel movió la cabeza gravemente:

—¡Eso lo sabe! ¡Debe saberlo!

Concha se dejó caer en el sillón que yo ocupaba poco antes, y abrió el "Florilegio de Nuestra Señora" con aire doctoral:

—¡Estoy segura que ni siquiera conoce el origen de la casa de Bradomín!

Don Juan Manuel se volvió hacia mí, noble y conciliador:

—¡No hagas caso. Tu prima quiere indignarte!

Concha insistió:

—¡Supiera al menos cómo se compone el blasón de la noble casa de Montenegro!

Don Juan Manuel frunció el áspero y canoso entrecejo:

—¡Eso lo saben los niños más pequeños!

Concha murmuró con una sonrisa de dulce y delicada ironía:

—¡Como que es el más ilustre de los linajes españoles!

—Españoles y tudescos, sobrina. Los Montenegros de Galicia descendemos de una emperatriz alemana. Es el único blasón español que lleva metal sobre metal: Espuelas de oro en campo de plata. El linaje de Bradomín también es muy antiguo. Pero entre todos los títulos de tu casa: Marquesado de Bradomín, Marquesado de San Miguel, Condado de Barbanzón y Señorío de Padín, el más antiguo y el más esclarecido es el Señorío. Se remonta hasta Don Roldán, uno de los Doce Pares. Don Roldán ya sabéis que no murió en Roncesvalles, como dicen las Historias.

Yo no sabía nada, pero Concha asintió con la cabeza. Ella sin duda conocía aquel secreto de familia. Don Juan Manuel, después de apurar otro vaso, continuó:

—¡Como yo también desciendo de Don Roldán, por eso conozco bien estas cosas! Don Roldán pudo salvarse, y en una barca llegó hasta la isla de Sálvora, y atraído por una sirena naufragó en aquella playa, y tuvo de la sirena un hijo, que por serlo de Don Roldán se llamó Padín, y viene a ser lo mismo que Paladín. Ahí tienes por qué una sirena abraza y sostiene tu escudo en la iglesia de Lantañó.

Se levantó, y acercándose a una ventana, miró a través de los vidrios emplomados si abonanzaba el tiempo. El sol aparecía apenas entre densos nubarrones. Un instante permaneció Don Juan Manuel contemplando el aspecto del cielo. Después volviose hacia nosotros:

—Llego hasta mis molinos que están ahí cerca y vuelvo a buscarte... Puesto que tienes la manía de leer, en el Pazo te daré un libro antiguo, pero de letra grande y clara, donde todas estas historias están contadas muy por largo. Don Juan Manuel acabó de vaciar el vaso, y salió de la biblioteca haciendo sonar las espuelas. Cuando se perdió en el largo corredor el eco de sus pasos, Concha se levantó apoyándose en el sillón y vino hacia mí: Era toda blanca como un fantasma.

En el fondo del laberinto cantaba la fuente como un pájaro escondido, y el sol poniente doraba los cristales del mirador donde nosotros esperábamos. Era tibio y fragante: Gentiles arcos cerrados por vidrieras de colores le flanqueaban con ese artificio del siglo galante que imaginó las pavanas y las gavotas. En cada arco, las vidrieras formaban tríptico y podía verse el jardín en medio de una tormenta, en medio de una nevada y en medio de un aguacero. Aquella tarde el sol de Otoño penetraba hasta el centro como la fatigada lanza de un héroe antiguo.

Concha, inmóvil en el arco de la puerta, miraba hacia el camino suspirando. En derredor volaban las palomas. La pobre Concha enojárase conmigo porque oía sonriendo el relato de una celeste aparición, que le fuera acordada hallándose dormida en mis brazos. Era un sueño como los tenían las santas de aquellas historias que me contaba cuando era niño, la dama piadosa y triste que entonces habitaba el Palacio. Recuerdo aquel sueño vagamente: Concha estaba perdida en el laberinto, sentada al pie de la fuente y llorando sin consuelo. En esto se le apareció un Arcángel: No llevaba espada ni broquel: Era cándido y melancólico como un lirio: Concha comprendió que aquel adolescente no venía a pelear con Satanás. Le sonrió a través de las lágrimas, y el Arcángel extendió sobre ella sus alas de luz y la guió... El laberinto era el pecado en que Concha estaba perdida, y el agua de la fuente eran todas las lágrimas que había de llorar en el Purgatorio. A pesar de nuestros amores, Concha no se condenaría. Después de guiarla a través de los mirtos verdes e inmóviles, en la puerta del arco donde se miraban las dos Quimeras, el Arcángel agitó las alas para volar. Concha, arrodillándose, le preguntó si debía entrar en su convento, el Arcángel no respondió. Concha, retorciéndose las manos, le preguntó si debía deshojar en el viento la flor de sus amores, el Arcángel no respondió. Concha, arrastrándose sobre las piedras, le preguntó si iba a morir, el Arcángel tampoco respondió, pero Concha sintió caer dos lágrimas en sus manos. Las lágrimas le rodaban entre los dedos como dos diamantes. Entonces Concha había comprendido el misterio de aquel sueño... La pobre al contármelo suspiraba y me decía:

—Es un aviso del Cielo, Xavier.

—Los sueños nunca son más que sueños, Concha.

—¡Voy a morir!... ¿Tú no crees en las apariciones?

Me sonreí, porque entonces aún no creía, y Concha se alejó lentamente hacia la puerta del mirador. Sobre su cabeza volaron las palomas como un augurio feliz. El campo verde y húmedo, sonreía en la paz de la tarde, con el caserío de las aldeas disperso y los molinos lejanos desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules con la primera nieve en las cumbres. Bajo aquel sol amable que lucía en medio de los aguaceros, iba por los caminos la gente de las aldeas. Una pastora con dengue de grana guiaba sus carneros hacia la iglesia de San Gundián, mujeres cantando volvían de la fuente, un viejo cansado picaba la yunta de sus vacas que se detenían mordisqueando en los vallados, y el humo blanco parecía salir de entre las higueras... Don Juan Manuel asomó en lo alto de la cuesta, glorioso y magnífico, con su montecristo flotando. Al pie de la escalinata, Brión el mayordomo tenía de las riendas un caballo viejo, prudente, reflexivo y grave como un Pontífice. Era blanco con grandes crines venerables, estaba en el Palacio desde tiempo inmemorial. Relinchó noblemente, y Concha al oírle enjugó una lágrima que hacía más bellos sus ojos de enferma:

—¿Vendrás mañana, Xavier?

—Sí.

—¿Me lo juras?

—Sí.

—¿No te vas enojado conmigo?

Sonriendo con ligera broma le respondí:

—No me voy enojado contigo, Concha.

Y nos besamos con el beso romántico de aquellos tiempos. Yo era el Cruzado que partía a Jerusalén, y Concha la Dama que le lloraba en su castillo al claro de la luna. Confieso que mientras llevé sobre los hombros la melena merovingia como Espronceda como Zorrilla, nunca supe despedirme de otra manera. ¡Hoy los años me han impuesto la tonsura como a un diácono, y sólo me permiten murmurar un melancólico adiós! Felices tiempos los tiempos juveniles. ¡Quien fuese como aquella fuente, que en el fondo del laberinto aún ríe con su risa de cristal, sin alma y sin edad!...

Concha, tras los cristales del mirador, nos despedía agitando su mano blanca. Aún no se había puesto el sol, y el airoso creciente de la luna ya comenzaba a lucir en aquel cielo triste y otoñal. La distancia al Pazo de Lantañón era de dos leguas, y el camino de herradura, pedregoso y con grandes charcos, ante los cuales se detenían nuestras cabalgaduras moviendo las orejas, mientras en la otra orilla, algún rapaz aldeano que dejaba beber pacíficamente a la yunta cansada de sus bueyes, nos miraba en silencio. Los pastores que volvían del monte trayendo los rebaños por delante se detenían en las revueltas, y arreaban a un lado sus ovejas para dejarnos paso. Don Juan Manuel iba el primero. A cada momento yo le veía tambalearse sobre el caballo, que se mostraba inquieto y no acostumbrado a la silla. Era un tordo montaraz y de poca alzada, de ojos bravíos y de boca dura. Parecía que por castigo le llevaba su dueño tonsurado de cola y crin. Don Juan Manuel gobernábale sin cordura: Le castigaba con la espuela y al mismo tiempo le recogía las riendas, el potro se encabritaba sin conseguir desarzonarle, porque en tales momentos el viejo hidalgo lucía una gran destreza.

A medio camino se nos hizo completamente de noche. Don Juan Manuel continuaba tambaleándose sobre la silla, pero esto no impedía que en los malos pasos alzase su poderosa voz para advertirme que refrenase mi rocín. Llegando a la encrucijada de tres caminos, donde había un retablo de ánimas, algunas mujeres que estaban arrodilladas rezando, se pusieron en pie. Asustado el potro de Don Juan Manuel, dio una huída y el jinete cayó. Las devotas lanzaron un grito, y el potro, rompiendo por entre ellas, se precipitó al galope, llevando arrastras el cuerpo de Don Juan Manuel, sujeto por un pie del estribo. Yo me precipité detrás... Los zarzales que orillaban el camino producían un ruido sordo cuando el cuerpo de Don Juan Manuel pasaba batiendo contra ellos. Era una cuesta pedregosa que baja hasta el río, y en la oscuridad, yo veía las chispas que saltaban bajo las herraduras del potro. Al fin, atropellando por encima de Don Juan Manuel, pude pasar delante y cruzarme con mi rocín en el camino. El potro se detuvo cubierto de sudor, relinchando y con los ijares trémulos. Salté a tierra. Don Juan Manuel estaba cubierto de sangre y de lodo. Al inclinarme abrió lentamente los ojos tristes y turbios. Sin exhalar una queja volvió a cerrarlos. Comprendí que se desmayaba: Le alcé del suelo y le crucé sobre mi caballo. Emprendimos la vuelta. Cerca del Palacio fue preciso hacer un alto. El cuerpo de Don Juan Manuel se resbalaba y tuve que atravesarle mejor sobre la silla. Me asustó el frío de aquellas manos que pendían inertes... Volví a tomar el diestro del caballo que relinchaba, y seguimos acercándonos al Palacio. A pesar de la noche vi que salían al camino por la cancela del jardín tres mozos caballeros en sendas mulas. Les interrogué desde lejos:

—¿Sois alquiladores?

Los tres respondieron a coro.

—Sí, señor.

—¿Qué gente habéis llevado al Palacio?

—Una señora aún moza, y dos señoritas pequeñas... Esta misma tarde llegaron a Viana en la barca de Flavia-Longa.

Los tres espoliques habían arrendado sus mulas sobre la orilla del camino, para dejarme paso. Cuando vieron el cuerpo de Don Juan Manuel cruzado sobre mi caballo, habláronse en voz baja. No osaron, sin embargo, interrogarme. Debieron presumir que era alguno a quien yo había dado muerte. Juraría que los tres villanos temblaban sobre sus cabalgaduras. Hice alto en medio del camino, y mandé a uno de ellos que echase pie a tierra para tenerme el caballo, en tanto que yo daba aviso en el Palacio. El espolique se apeó en silencio. Al entregarle las riendas reconoció a Don Juan Manuel:

—¡Válgame Nuestra Señora de Brandeso! Es el mayorazgo de Lantañón...

Asió los ramales con mano trémula y murmuró en voz baja, llena de temeroso respeto:

—¿Alguna desgracia, mi Señor Marqués?

—Cayose de su caballo.

—¡Parece que viene muerto!

—¡Parece que sí!

En aquel momento Don Juan Manuel alzose trabajosamente en la silla:

—No vengo más que medio muerto, sobrino.

Y suspiró con la entereza del hombre que reprime una queja. Dirigió a los espoliques una mirada inquisidora, y volviose a mí:

—¿Qué gente es esa?

—Los alquiladores que han venido con Isabel y con las niñas.

—¿Pues dónde estamos?

—Delante del Palacio.

Hablando de esta suerte, volví a tomar el caballo del diestro y penetré bajo la secular avenida. Los espoliques se despidieron:

—¡Santas y buenas noches!

—¡Vayan muy dichosos!

—¡El Señor les acompañe!

Se alejaban al paso castellano de sus mulas. Don Juan Manuel volviose suspirando, y apoyadas las manos en uno y otro borren, les gritó ya de muy lejos, todavía con arrogante voz:

—Si topaseis mi potro, llevadlo a Viana del Prior.

A las palabras del hidalgo respondió una voz perdida en el silencio de la noche, deshecha en las ráfagas del aire:

—¡Señor padrino, descuide!...

Bajo la sombra familiar de los castaños, mi rocín, venteando la cuadra, volvió a relinchar. Allá lejos, pegados a las tapias del Palacio, cruzaban dos criados hablando en dialecto. El que iba delante llevaba un farol que mecía acompasado y lento. Tras los vidrios empañados de rocío, la humosa llama de aceite iluminaba con temblona claridad la tierra mojada, y los zuecos de los dos aldeanos. Hablando en voz baja se detuvieron un momento ante la escalinata, y al reconocernos, adelantaron con el farol en alto para poder alumbrarnos, desde lejos, el camino. Eran los dos zagales del ganado que iban repartiendo por los pesebres la ración nocturna de húmeda y olorosa yerba. Acercáronse, y con torpe y asustadizo respeto bajaron del caballo a Don Juan Manuel. El farol alumbraba colocado sobre el balaustral de la escalinata. El hidalgo subió apoyándose en los hombros de los criados. Yo me adelanté para prevenir a Concha.

¡La pobre era tan buena, que parecía estar siempre esperando una ocasión propicia para poder asustarse!

Hallé a concha en el tocador rodeada de sus hijas y entretenida en peinar los largos cabellos de la más pequeña. La otra estaba sentada en el canapé Luis XV al lado de su madre. Las dos niñas eran muy semejantes: Rubias y con los ojos dorados, parecían dos princesas infantiles pintadas por el Tiziano en la vejez. La mayor se llamaba María Fernanda, la pequeña María Isabel. Las dos hablaban a un tiempo contando los lances del viaje, y su madre las oía sonriendo, encantada y feliz, con los dedos pálidos, perdidos entre el oro de los cabellos infantiles. Cuando yo entré sobresaltose un poco, pero supo dominarse. Las dos pequeñas me miraban poniéndose encendidas. Su madre exclamó con la voz ligeramente trémula:

—¡Qué agradable visita! ¿Vienes de Lantañón? ¿Sin duda sabías la llegada de mis hijas?...

—La supe en el Palacio. El honor de veros lo debo a Don Juan Manuel, que rodó del caballo al bajar la cuesta de Brandeso.

Las dos niñas interrogaron a su madre:

—¿Es el tío de Lantañón?

—Sí, hijas mías.

Al mismo tiempo Concha dejaba preso en la trenza de su hija el peine de marfil y sacaba de entre las hebras de oro una mano pálida, que me alargó en silencio. Los ojos inocentes de las niñas no se apartaban de nosotros. Su madre murmuró:

—¡Válgame Dios!... ¡Una caída a sus años!... ¿Y de dónde veníais?

—De Viana del Prior.

—¿Cómo no habéis encontrado en el camino a Isabel y a mis hijas?

—Hemos atajado por el monte.

Concha apartó sus ojos de los míos para no reírse, y continuó peinando la destrenzada cabellera de su hija. ¡Aquella cabellera de matrona veneciana, tendida sobre los hombros de una niña! Poco después entró Isabel:

—¡Primacho, ya sabía que estabas aquí!

—¿Cómo lo sabías?

—Porque he visto al tío Don Juan Manuel. ¡Verdaderamente es milagroso que no se haya matado!

Concha se incorporó apoyándose en sus hijas, que flaqueaban al sostenerla y sonreían como en un juego.

—Vamos a verle, pequeñas. ¡Pobre señor!

Yo le dije:

—Déjalo para mañana, Concha.

Isabel se acercó y la hizo sentar:

—Lo mejor es que descanse. Acabamos de envolverle en paños de vinagre. Entre Candelaria y Florisel le han acostado.

Nos sentamos todos. Concha mandó a la mayor de sus hijas que llamase a Candelaria. La niña se levantó corriendo. Cuando llegaba a la puerta, su madre le dijo:

—¿Pero adónde vas, María Fernanda?

—¿No me has dicho?...

—Sí, hija mía; pero basta que toques el "tan-tan" que está al lado del tocador.

María Fernanda obedeció ligera y aturdida. Su madre la besó con ternura, y luego, sonriendo besó a la pequeña, que la miraba con sus grandes ojos de topacio. Entró Candelaria deshilando un lenzuelo blanco:

—¿Han llamado?

María Fernanda se adelantó:

—Yo llamé, Candela. Me mandó mamá.

Y la niña corrió al encuentro de la vieja criada, quitándole el lenzuelo de las manos para continuar ella haciendo hilas. María Isabel, que estaba sentada sobre la alfombra con la sien reclinada en las rodillas de su madre, levantó mimosa la cabeza:

—Candela, dame a mí para que haga hilas.

—Otra llegó primero, paloma.

Y Candelaria, con su bondadosa sonrisa de sierva vieja y familiar, le mostró las manos arrugadas y vacías. María Fernanda volvió a sentarse en el canapé. Entonces mi prima Isabel, que tenía predilección por la pequeña, le quitó aquel paño de lino que olía a campo y lo partió en dos:

—Toma, querida mía.

Y después de un momento su hermana María Fernanda, colocando hilo a hilo sobre el regazo, murmuró con la gravedad de una abuela:

—¡Vaya con la mimosa!

Candelaria, con las manos cruzadas sobre su delantal blanco y rizado, esperaba órdenes en medio de la estancia. Concha le preguntó por Don Juan Manuel:

—¿Le habéis dejado solo?

—Sí, señorita. Quedose traspuesto.

—¿Dónde le habéis acostado?

—En la sala del jardín.

—También tenéis que disponer habitaciones para el Señor Marqués... No es cosa de que le dejemos volver solo a Lantañón.

Y la pobre Concha me sonreía con aquella ideal sonrisa de enferma. La frente arrugada de su antigua niñera tiñose de rojo. La vieja miró a las niñas con ternura y después murmuró con la rancia severidad de una dueña escrupulosa y devota:

—Para el Señor Marqués ya están dispuestas las habitaciones del Obispo.

Se retiró en silencio. Las dos niñas se aplicaron a deshilar el lenzuelo, lanzándose miradas furtivas, para ver cuál adelantaba más en su tarea. Concha e Isabel secreteaban. Daba las diez un reloj, y sobre los regazos infantiles, en el círculo luminoso de la lámpara, iban formando lentamente las hilas, un cándido manojo.

Tomé asiento cerca del fuego, y me distraje removiendo los leños con aquellas tenazas tradicionales, de bronce antiguo y prolija labor. Las dos niñas habíanse dormido: La mayor con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, la pequeña en brazos de mi prima Isabel. Fuera se oía la lluvia azotando los cristales, y el viento que pasaba en ráfagas sobre el jardín misterioso y oscuro. En el fondo de la chimenea brillaban los rubíes de la brasa, y de tiempo en tiempo una llama alegre y ligera pasaba corriendo sobre ellos.

Concha e Isabel, para no despertar a las niñas, continuaban hablando en voz baja. Al verse después de tanto tiempo, las dos volvían los ojos al pasado y recordaban cosas lejanas. Era un largo y susurrador comento acerca de la olvidada y luenga parentela. Hablaban de las tías devotas, viejas y achacosas, de las primas pálidas y sin novio, de aquella pobre Condesa de Cela, enamorada locamente de un estudiante, de Amelia Camarasa, que se moría tísica, del Marqués de Tor, que tenía reconocidos veintisiete bastardos. Hablaban de nuestro noble y venerable tío, el Obispo de Mondoñedo. ¡Aquel santo, lleno de caridad, que había recogido en su palacio a la viuda de un general carlista, ayudante del Rey! Yo apenas atendía a lo que Isabel y Concha susurraban. Ellas de tiempo en tiempo me dirigían alguna pregunta, siempre con grandes intervalos.

—Tú quizá lo sepas. ¿Qué edad tiene el tío Obispo?

—Tendrá setenta años.

—¡Lo que te decía!

—¡Pues yo le hacía de más!

Y otra vez comenzaba el cálido y fácil murmullo de la conversación femenina, hasta que tornaban a dirigirme otra pregunta:

—¿Tú recuerdas cuándo profesaron mis hermanas?

Concha e Isabel me tomaban por el cronicón de la familia. Así pasamos la velada. Cerca de media noche, la conversación se fue amortiguando como el fuego de la chimenea. En medio de un largo silencio, Concha se incorporó suspirando con fatiga, y quiso despertar a María Fernanda, que dormía sobre su hombro:

—¡Ay!... ¡Hija de mi alma, mira que no puedo contigo!...

María Fernanda abrió los ojos cargados con ese sueño cándido y adorable de los niños. Su madre se inclinó para alcanzar el reloj que tenía en un joyero, con las sortijas y el rosario:

—Las doce, y estas niñas todavía en pie. No te duermas, hija mía.

Y procuraba incorporar a María Fernanda, que ahora reclinaba la cabeza en un brazo del canapé:

—En seguida os acuestan.

Y con la sonrisa desvaneciéndose en la rosa marchita de su boca, quedose contemplando a la más pequeña de sus hijas, que dormía en brazos de Isabel, con el cabello suelto como un angelote sepultado en ondas de oro:

—¡Pobrecilla, me da pena despertarla!

Y volviéndose a mí, añadió:

—¿Quieres llamar, Xavier?

Al mismo tiempo Isabel trató de levantarse con la niña:

—No puedo: Pesa demasiado.

Y sonrió dándose por vencida, con los ojos fijos en los míos. Yo me acerqué, y cuidadosamente cogí en brazos a la pequeña sin despertarla: La onda de oro desbordó sobre mi hombro. En aquel momento oímos en el corredor los pasos lentos de Candelaria que venía en busca de las niñas para acostarlas. Al verme con María Isabel en brazos, acercose llena de familiar respeto:

—Yo la tendré, Señor Marqués. No se moleste más.

Y sonreía, con esa sonrisa apacible y bondadosa que suele verse en la boca desdentada de las abuelas. Silencioso por no despertar a la niña, la detuve con un gesto. Levantose mi prima Isabel y tomó de la mano a María Fernanda, que lloraba porque su madre la acostase. Su madre le decía besándola:

—¿Quieres que se ofenda Isabel?

Y Concha nos miraba vacilante, deseosa por complacer a su hija:

—¡Dime, quieres que se ofenda?...

La niña volviose a Isabel, suplicantes los ojos todavía adormecidos:

—¿Tú te ofendes?

—¡Me ofendo tanto, que no dormiría aquí! La pequeña sintió una gran curiosidad:

—¿Adónde irías a dormir?

—¿Adónde había de ir? ¡A casa del cura!

La niña comprendió que una dama de la casa de Bendaña sólo debía hospedarse en el Palacio de Brandeso, y con los ojos muy tristes se despidió de su madre. Concha quedó sola en el tocador. Cuando volvimos de la alcoba donde dormían las niñas, la encontramos llorando. Isabel me dijo en voz baja:

—¡Cada día está más loca por ti!

Concha sospechó que era otra cosa lo que me decía y a través de las lágrimas nos miró con ojos de celosa. Isabel aparentó no advertirlo: Sonriendo entró delante de mí y fue a sentarse en el canapé al lado de Concha.

—¿Qué te pasa, primacha?

Concha, en vez de responder, se llevó el pañuelo a los ojos y después lo desgarró con los dientes. Yo la miré con una sonrisa de sutil inteligencia, y vi florecer las rosas en sus mejillas.

Al cerrar la puerta del salón que me servía de alcoba, distinguí en el fondo del corredor una sombra blanca que andaba lentamente, apoyándose en el muro. Era Concha. Llegó sin ruido:

—¿Estás sólo, Xavier?

—Sólo con mis pensamientos, Concha.

—¡Qué mala compañía!

—¡Adivinaste!... Pensaba en ti.

Concha se detuvo en el umbral. Tenía los ojos asustados y sonreía débilmente. Miró hacia el corredor oscuro y estremeciose toda pálida:

—¡He visto una araña negra! ¡Corría por el suelo! ¡Era enorme! No sé si la traigo conmigo.

Y sacudió en el aire su luenga cola blanca. Después entramos, cerrando la puerta sin ruido. Concha se detuvo en medio de la estancia, mostrándome una carta que sacó del pecho:

—¡Es de tu madre!...

—¿Para ti o para mí?

—Para mí.

Me la dio, cubriéndose los ojos con una mano. Yo la veía morderse los labios para no llorar. Al fin estalló en sollozos:

—¡Dios mío!... ¡Dios mío!

—¿Qué te dice?

Concha cruzó las manos sobre su frente casi oscurecida por un mechón de cabellos negros, trágicos, adustos, extendidos como la humareda de una antorcha en el viento:

—¡Lee! ¡Lee! ¡Lee!... ¡Que soy la peor de las mujeres!... ¡Que llevo una vida de escándalo!... ¡Que estoy condenada!... ¡Que le robo su hijo!...

Yo quemé la carta tranquilamente en las luces del candelabro. Concha gimió:

—¡Hubiera querido que la leyeses!

—No, hija mía... ¡Tiene muy mala letra!

Viendo volar la carta en cenizas, la pobre Concha enjugó sus lágrimas:

—¡Que la tía Soledad me escriba así, cuando yo la quiero y la respeto tanto!... ¡Que me odie, que me maldiga, cuando no tendría goce mayor que cuidarla y servirla como si fuera su hija!... ¡Dios mío, qué castigada me veo!... ¡Decirme que hago tu desgracia!...

Yo, sin haber leído la carta de mi madre, me la figuraba. Conocía el estilo. Clamores desesperados y coléricos como maldiciones de una sibila. Reminiscencias bíblicas. ¡Había recibido tantas cartas iguales! La pobre señora era una santa. No está en los altares por haber nacido mayorazga y querer perpetuar sus blasones tan esclarecidos como los de Don Juan Manuel. De reclamar varonía las premáticas nobiliarias y las fundaciones vinculares de su casa, hubiera entrado en un convento, y hubiera sido santa a la española, abadesa y visionaria, guerrera y fanática.

Hacía muchos años que mi madre—María Soledad Carlota Elena Agar y Bendaña—llevaba vida retirada y devota en su Palacio de Bradomín. Era una señora de cabellos grises, muy alta, muy caritativa, crédula y despótica. Yo solía visitarla todos los otoños. Estaba muy achacosa, pero a la vista de su primogénito, parecía revivir. Pasaba la vida en el hueco de un gran balcón, hilando para sus criados, sentada en una silla de terciopelo carmesí, guarnecida con clavos de plata. Por las tardes, el sol que llegaba hasta el fondo de la estancia, marcaba áureos caminos de luz, como la estela de las santas visiones que María Soledad había tenido de niña. En el silencio oíase, día y noche, el rumor lejano del río, cayendo en la represa de nuestros molinos. Mi madre pasaba horas y horas hilando en su rueca de palo santo, olorosa y noble. Sobre sus labios marchitos vagaba siempre el temblor de un rezo. Culpaba a Concha de todos mis extravíos y la tenía en horror. Recordaba, como una afrenta a sus canas, que nuestros amores habían comenzado en el Palacio de Bradomín, un verano que Concha pasó allí, acompañándola. Mi madre era su madrina, y en aquel tiempo la quería mucho. Después no volvió a verla. Un día, estando yo de caza, Concha abandonó para siempre el Palacio. Salió sola, con la cabeza cubierta y llorando, como los herejes que la Inquisición expulsaba de las viejas ciudades españolas. Mi madre la maldecía desde el fondo del corredor. A su lado estaba una criada pálida y con los ojos bajos: Era la delatora de nuestros amores. ¡Tal vez la misma boca habíale contado ahora que el Marqués de Bradomín estaba en el Palacio de Brandeso!... Concha no cesaba de lamentarse:

—¡Bien castigada estoy!... ¡Bien castigada estoy!

Por sus mejillas resbalaban las lágrimas redondas, claras y serenas, como cristales de una joya rota. Los suspiros entrecortaban su voz. Mis labios bebieron aquellas lágrimas sobre los ojos, sobre las mejillas y en los rincones de la boca. Concha apoyó la cabeza en mi hombro, helada y suspirante:

—¡También te escribirá a ti! ¿Qué piensas hacer?

Yo murmuré a su oído:

—Lo que tú quieras.

Ella guardó silencio y quedó un instante con los ojos cerrados. Después, abriéndolos cargados de amorosa y resignada tristeza, suspiró:

—Obedece a tu madre, si te escribe...

Y se levantó para salir. Yo la detuve.

—No dices lo que sientes, Concha.

—Sí lo digo... Ya ves cuánto ofendo todos los días a mi marido... Pues te juro que en la hora de mi muerte, mejor quisiera tener el perdón de tu madre que el suyo...

—Tendrás todos los perdones, Concha... Y la bendición papal.

—¡Ah, si Dios te oyese! ¡Pero Dios no puede oírnos a ninguno de nosotros!

—Se lo diremos a Don Juan Manuel, que tiene más potente voz.

Concha estaba en la puerta y se recogía la cola de su ropón monacal. Movió la cabeza con disgusto:

—¡Xavier! ¡Xavier!

Yo le dije acercándome:

—¿Te vas?

—Sí, mañana vendré.

—Mañana harás como hoy.

—No... Te prometo venir...

Llegó al fondo del corredor y me llamó en voz baja:

—Acompáñame... ¡Tengo mucho miedo a las arañas! No hables alto... Allí duerme Isabel.

Y su mano, que en la sombra era una mano de fantasma, mostrábame una puerta cerrada que se marcaba en la negrura del suelo por un débil resplandor:

—Duerme con luz.

—Sí.

Yo entonces le dije, deteniéndome y reclinando su cabeza en mi hombro:

—¡Ves!... Isabel no puede dormir sola... ¡Imitémosla!

La cogí en brazos como si fuese una niña. Ella reía en silencio. La llevé hasta la puerta de su alcoba, que estaba abierta sobre la oscuridad, y la posé en el umbral.

Me acosté rendido, y toda la mañana estuve oyendo entre sueños las carreras, las risas y los gritos de las dos pequeñas, que jugaban en la Terraza de los Miradores. Tres puertas del salón que me servía de alcoba daban sobre ella. Dormí poco, y en aquel estado de vaga y angustiosa conciencia, donde advertía cuándo se paraban las niñas ante una de las puertas, y cuando gritaban en los miradores, el moscardón verdoso de la pesadilla daba vueltas sin cesar, como el huso de las brujas hilanderas. De pronto me pareció que las niñas se alejaban: Pasaron corriendo ante las tres puertas: Una voz las llamaba desde el jardín. La terraza quedó desierta. En medio del sopor que me impedía de una manera dolorosa toda voluntad, yo columbraba que mi pensamiento iba extraviándose por laberintos oscuros, y sentía el sordo avispero de que nacen los malos ensueños, las ideas torturantes, caprichosas y deformes, prendidas en un ritmo funambulesco. En medio del silencio resonó en la terraza festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica, que parecía venir de más lejos, llamaba:

—¡Aquí, Carabel!... ¡Aquí, Capitán!...

Era el Abad de Brandeso, que había venido al Palacio después de misa, para presentar sus respetos a mis nobles primas:

—¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!

Concha e Isabel despedían al tonsurado desde la terraza:

—¡Adiós, Don Benicio!

Y el Abad contestaba bajando la escalinata:

—¡Adiós, señoras! Retírense que corre fresco. ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!

Percibí distintamente la carrera retozona de los perros. Luego, en medio de un gran silencio, se alzó la voz lánguida de Concha:

—¡Don Benicio, que mañana celebra usted misa en nuestra capilla! ¡No lo eche usted en olvido!...

Y la voz grave y eclesiástica, respondía:

—¡No lo echo en olvido!... ¡No lo echo en olvido!...

Y como un canto gregoriano, se elevaba desde el fondo del jardín entre el cascabeleo de los perros. Después las dos damas se despedían de nuevo. Y la voz grave y eclesiástica repetía:

—¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!... Díganle al Señor Marqués de Bradomín que hace días, cazando con el Sumiller, descubrimos un bando de perdices. Díganle que a ver cuándo le caemos encima. Resérvenlo al Sumiller, si viene por el Palacio. Me ha encargado el secreto...

Concha e Isabel pasaron ante las tres puertas. Sus voces eran un murmullo fresco y suave. La terraza volvió a quedar en silencio, y en aquel silencio me desperté completamente. No pude volver a conciliar el sueño, e hice sonar la campanilla de plata, que en la penumbra de la alcoba resplandecía con resplandor noble y eclesiástico, sobre una mesa antigua, cubierta con un paño de velludo carmesí. Florisel acudió para servirme, en tanto me vestía. Pasó tiempo, y de nuevo oí las voces de las dos pequeñas que volvían del palomar con Candelaria. Traían una pareja de pichones. Hablaban alborozadas, y la vieja criada les decía, como si refiriese un cuento de hadas, que cortándoles las alas, podrían dejarlos sueltos en el Palacio:

—¡Cuando la madrecita era como vosotras mucho la divertía este divertimiento!

Florisel abrió las tres puertas que daban sobre la terraza, y me asomé para llamar a las niñas, que corrieron a besarme cada una con su paloma blanca. Al verlas recordé aquellos dones celestes concedidos a las princesas infantiles que perfuman la leyenda dorada como lirios de azul heráldico. Las niñas me dijeron:

—¿No sabes que el tío de Lantañón se fue al amanecer, en tu caballo?

—¿Quién os lo ha dicho?

—Hemos ido a verle, y hallamos todo abierto, puertas y ventanas, y la cama deshecha. Candelaria dice que ella le vio salir, y Florisel también.

Yo no pude menos de reírme:

—¿Y vuestra madre lo sabe?

—Sí.

—¿Y qué dice?

Las niñas se miraron vacilantes. Hubo entre ellas un cambio de sonrisas. Después exclamaron a un tiempo:

—Mamá dice que está loco.

Candelaria las llamó, y se alejaron corriendo para cortar las alas a los pichones y soltarlos en las estancias del Palacio. Aquel juego que amaba tanto de niña, la pobre Concha.

En la luminosa pereza de la tarde, con todos los cristales del mirador dorados por el sol y las palomas volando sobre nuestras cabezas, Isabel y las niñas hablaban de ir conmigo a Lantañón para saber cómo había llegado el tío Don Juan Manuel. Isabel me preguntó:

—¿Qué distancia hay, Xavier?

—No más de una legua.

—Entonces podemos ir a pie.

—¿Y no se cansarán las pequeñas?

—Son muy andarinas.

Y las niñas apresuradas, radiantes, exclamaron a un tiempo:

—¡No! ¡No!... El año pasado hemos subido al Pico Sagro sin cansarnos.

Isabel miró hacia el jardín:

—Creo que tendremos buena tarde...

—¡Quién sabe! Aquellas nubes traen agua.

—Pero esas se van por otro lado.

Isabel confiaba en la galantería de las nubes. Nosotros dos hablábamos reunidos en el hueco de una ventana contemplando el cielo y el campo, mientras las niñas palmoteaban dando gritos, para que asustadas volasen las palomas. Al volverme vi a Concha: Estaba en la puerta, muy pálida, con los labios trémulos. Me miró, y sus ojos me parecieron otros ojos: Había en ellos afán, enojo y súplica. Llevándose las dos manos a la frente murmuró:

—Florisel me dijo que estabais en el jardín.

—Hemos estado.

—¡Parece que os ocultáis de mí!

Isabel repuso sonriendo:

—Sí, para conspirar.

Cogió a las niñas de la mano, y salió llevándoselas consigo. Quedeme a solas con la pobre Concha, que anduvo lánguidamente hasta sentarse en un sillón. Después suspiró como otras veces, diciendo que se moría. Yo me acerqué festivo, y ella se indignó:

—¡Ríete!... Haces bien, déjame sola, vete con Isabel...

Alcé una de sus manos y cerré los ojos, besándole los dedos reunidos en un haz oloroso, rosado y pálido.

—¡Concha, no me hagas sufrir!

Ella agitó los párpados llenos de lágrimas, y murmuró en voz baja y arrepentida:

—¿Por qué quieres dejarme sola?... Ya comprendo que tú no tienes la culpa... ¡Es ella, que sigue loca y que te busca!...

Sequé sus lágrimas y le dije:

—No hay más locura que la tuya, mi pobre Concha... Pero como es tan bella, no quisiera verla nunca curada...

—Yo no estoy loca.

—Sí que estás loca... Loca por mí.

Ella repitió con gentil enojo:

—¡No! ¡No! ¡No!...

—Sí.

—Vanidoso.

—¿Pues entonces, para qué quieres tenerme a tu lado?

Concha me echó los brazos al cuello y exclamó riendo, después de besarme:

—¡La verdad es que si tanto te envaneces de mi cariño será porque vale mucho!

—¡Muchísimo!

Concha pasó sus manos por mis cabellos, con una caricia lenta:

—Déjalas ir, Xavier... Ya ves que te prefiero a mis hijas...

Yo, como un niño abandonado y sumiso, apoyé la frente sobre su pecho y entorné los párpados, respirando con anhelo delicioso y triste aquel perfume de flor que se deshojaba:

—Haré cuanto tú quieras. ¿No lo sabes?

Concha murmuró, mirándome en los ojos y bajando la voz:

—¿Entonces no irás a Lantañón?

—No.

—¿Te contraría?

—No... Lo siento por las niñas, que estaban consentidas.

—Pueden ir ellas con Isabel... Las acompaña el mayordomo.

En aquel momento un aguacero repentino azotó los cristales y los follajes del jardín. Las nubes oscurecieron el sol. Quedó la tarde en esa luz otoñal y triste que parece llena de alma. María Fernanda entró muy afligida:

—¿Has visto qué mala suerte tenemos, Xavier? ¡Ya está lloviendo!

Después entró María Isabel:

—¿Si escampa nos dejas ir, mamá?

Concha respondió:

—Escampando, sí.

Y las dos niñas fueron a enterrarse en el fondo de una ventana: Con la cara pegada a los cristales miraban llover. Las nubes pesadas y plomizas iban a congregarse sobre la Sierra de Céltigos, en un horizonte de agua. Los pastores, dando voces a sus rebaños, bajaban presurosos por los caminos, encapuchados en sus capas de juncos. El arco iris cubría el jardín, y los cipreses oscuros y los mirtos verdes y húmedos parecían temblar en un rayo de anaranjada luz. Candelaria con la falda recogida y chocleando las madreñas, andaba encorvada bajo un gran paraguas azul cogiendo rosas para el altar de la capilla.

La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba un escudo de diez y seis cuarteles, esmaltados de gules y de azur, de sable y de sinople, de oro y de plata. Era el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al Capitán Alonso Bendaña, fundador del Mayorazgo de Brandeso: ¡Aquel Capitán que en los Nobiliarios de Galicia tiene una leyenda bárbara! Cuentan que habiendo hecho prisionero en una cacería a su enemigo el Abad de Mos, le vistió con pieles de lobo y le soltó en el monte, donde el Abad murió atarazado por los perros. Candelaria, la niñera de Concha, que como todos los criados antiguos, sabía historias y genealogías de la casa de sus señores, solía en otro tiempo referirnos la leyenda del Capitán Alonso Bendaña, como la refieren los viejos Nobiliarios que ya nadie lee. Además, Candelaria sabía que dos enanos negros se habían llevado al infierno el cuerpo del Capitán. ¡Era tradicional que en el linaje de Brandeso los hombres fuesen crueles y las mujeres piadosas!

Yo aún recuerdo aquel tiempo cuando había capellán en el Palacio y mi tía Agueda, siguiendo añeja e hidalga costumbre, oía misa acompañada por todas sus hijas, desde la tribuna señorial que estaba al lado del Evangelio. En la tribuna tenían un escaño de velludo carmesí con alto respaldar que coronaban dos escudos nobiliarios, pero solamente mi tía Agueda, por su edad y por sus achaques, gozaba el privilegio de sentarse. A la derecha del altar estaba enterrado el Capitán Alonso Bendaña con otros caballeros de su linaje: El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. A la izquierda estaba enterrada Doña Beatriz de Montenegro, con otras damas de distinto abolengo: el sepulcro tenía la estatua orante de una religiosa en hábito blanco como las Comendadoras de Santiago. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo labrado como joyel de reyes: Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios: Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero, como si se afanase por volar hacia el Santo.

Concha quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas, como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de las niñas, se arrodilló ante el altar. Yo desde la tribuna solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las ave-marías, pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. Concha se levantó besando el rosario, cruzó el presbiterio santiguándose y llamó a sus hijas para rezar ante el sepulcro del guerrero, donde también estaba enterrado Don Miguel Bendaña. Aquel señor de Brandeso era el abuelo de Concha. Hallábase moribundo cuando mi madre me llevó por primera vez al Palacio. Don Miguel Bendaña había sido un caballero déspota y hospitalario, fiel a la tradición hidalga y campesina de todo su linaje. Enhiesto como un lanzón, pasó por el mundo sin sentarse en el festín de los plebeyos. ¡Hermosa y noble locura! A los ochenta años, cuando murió, aún tenía el alma soberbia, gallarda y bien templada, como los gavilanes de una espada antigua. Estuvo cinco días agonizando, sin querer confesarse. Mi madre aseguraba que no había visto nada semejante. Aquel hidalgo era hereje. Una noche, poco después de su muerte, oí contar en voz baja que Don Miguel Bendaña había matado a un criado suyo. ¡Bien hacía Concha rezándole por el alma!

La tarde agonizaba y las oraciones resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondas, tristes y augustas, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar: Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Yo sólo distinguí una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio: Era Concha. Sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde el viento mecía la cortina de un alto ventanal: Yo entonces veía en el cielo ya oscuro, la faz de la luna, pálida y sobrenatural, como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos...

Concha cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de su madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos de Concha, que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio su voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban, y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje. Concha leía.

Era media noche. Yo estaba escribiendo cuando Concha, envuelta en su ropón monacal, y sin ruido, entró en el salón que me servía de alcoba.

—¿A quién escribes?

—Al secretario de Doña Margarita.

—¿Y qué le dices?

—Le doy cuenta de la ofrenda que hice al Apóstol en nombre de la Reina.

Hubo un momento de silencio. Concha, que permanecía en pie, apoyadas las manos en mis hombros, se inclinó, rozándome la frente con sus cabellos:

—¿Escribes al secretario, o escribes a la Reina?

Me volví con fría lentitud:

—Escribo al secretario. ¿También tienes celos de la Señora?

Protestó vivamente:

—¡No! ¡No!

La senté en mis rodillas, y le dije, acariciándola:

—Doña Margarita no es como la otra...

—A la otra también la calumnian mucho. Mi madre, que fue dama de honor, lo decía siempre.

Viéndome sonreír, la pobre Concha inclinó los ojos con adorable rubor:

—Los hombres creéis todo lo malo que se dice de las mujeres... ¡Además, una reina tiene tantos enemigos!

Y como la sonrisa aún no había desaparecido de mis labios, exclamó retorciéndome los negros mostachos con sus dedos pálidos:

—¡Boca perversa!

Se puso en pie con ánimo de irse. Yo la retuve por una mano:

—Quédate, Concha.

—¡Ya sabes que no puede ser, Xavier! Yo repetí.

—Quédate.

—¡No! ¡No!... Mañana quiero confesarme... ¡Temo tanto ofender a Dios!

Entonces, levantándome con helada y desdeñosa cortesía, le dije:

—¿De manera que ya tengo un rival?

Concha me miró con ojos suplicantes:

—¡No me hagas sufrir, Xavier!

—No te haré sufrir... Mañana mismo saldré del Palacio.

Ella exclamó llorosa y colérica:

—¡No saldrás!

Y casi se arrancó la túnica blanca y monacal con que solía visitarme en tales horas. Quedó desnuda. Temblaba, y le tendí los brazos:

—¡Pobre amor mío!

A través de las lágrimas, me miró demudada y pálida:

—¡Qué cruel eres!... Ya no podré confesarme mañana.

La besé, y le dije por consolarla:

—Nos confesaremos los dos el día que yo me vaya.

Vi pasar una sonrisa por sus ojos:

—Si esperas conquistar tu libertad con esa promesa, no lo consigues.

—¿Por qué?

—Porque eres mi prisionero para toda la vida.

Y se reía, rodeándome el cuello con los brazos. El nudo de sus cabellos se deshizo, y levantando entre las manos albas la onda negra, perfumada y sombría, me azotó con ella. Suspiré parpadeando:

—¡Es el azote de Dios!

—¡Calla, hereje!

—¿Te acuerdas cómo en otro tiempo me quedaba exánime?

—Me acuerdo de todas tus locuras.

—¡Azótame, Concha! ¡Azótame como a un divino Nazareno!... ¡Azótame hasta morir!...

—¡Calla!... ¡Calla!...

Y con los ojos extraviados y temblándole las manos, empezó a recogerse la negra y olorosa trenza:

—Me das miedo cuando dices esas impiedades... Sí, miedo, porque no eres tú quien habla: Es Satanás... Hasta tu voz parece otra... ¡Es Satanás!...

Cerró los ojos estremecida y mis brazos la abrigaron amantes. Me pareció que en sus labios vagaba un rezo y murmuré riéndome, al mismo tiempo que sellaba en ellos con los míos:

—¡Amén!... ¡Amén!... ¡Amén!...

Quedamos en silencio. Después su boca gimió bajo mi boca.

—¡Yo muero!

Su cuerpo aprisionado en mis brazos tembló como sacudido por mortal aleteo. Su cabeza lívida rodó sobre la almohada con desmayo. Sus párpados se entreabrieron tardos, y bajo mis ojos vi aparecer sus ojos angustiados y sin luz:

—¡Concha!... ¡Concha!...

Como si huyese el beso de mi boca, su boca pálida y fría se torció con una mueca cruel:

—¡Concha!... ¡Concha!...

Me incorporé sobre la almohada, y helado y prudente solté sus manos aún enlazadas en torno de mi cuello. Parecían de cera. Permanecí indeciso, sin osar moverme:

—¡Concha!... ¡Concha!...

A lo lejos aullaban canes. Sin ruido me deslicé hasta el suelo. Cogí la luz y contemplé aquel rostro ya deshecho y mi mano trémula tocó aquella frente. El frío y el reposo de la muerte me aterraron. No, ya no podía responderme. Pensé huir, y cauteloso abrí una ventana. Miré en la oscuridad con el cabello erizado, mientras en el fondo de la alcoba flameaban los cortinajes de mi lecho y oscilaba la llama de las bujías en el candelabro de plata. Los perros seguían aullando muy distantes, y el viento se quejaba en el laberinto como un alma en pena, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas.

Dejé abierta la ventana, y andando sin ruido, como si temiese que mis pisadas despertasen pálidos espectros, me acerqué a la puerta que momentos antes habían cerrado trémulas de pasión aquellas manos ahora yertas. Receloso tendí la vista por el negro corredor y me aventuré en las tinieblas. Todo parecía dormido en el Palacio. Anduve a tientas palpando el muro con las manos. Era tan leve el rumor de mis pisadas que casi no se oía, pero mi mente fingía medrosas resonancias. Allá lejos, en el fondo de la antesala, temblaba con agonizante resplandor la lámpara que día y noche alumbraba ante la imagen de Jesús Nazareno, y la santa faz, desmelenada y lívida, me infundió miedo, más miedo que la faz mortal de Concha. Llegué temblando hasta el umbral de su alcoba y me detuve allí, mirando en el testero del corredor una raya de luz, que marcaba sobre la negra oscuridad del suelo la puerta de la alcoba donde dormía mi prima Isabel. Temí verla aparecer despavorida, sobresaltada por el rumor de mis pasos, y temí que sus gritos pusiesen en alarma todo el Palacio. Entonces resolví entrar adonde ella estaba y contárselo todo. Llegué sin ruido, y desde el umbral, apagando la voz, llamé:

—¡Isabel!... ¡Isabel!...

Me había detenido y esperé. Nada turbó el silencio. Di algunos pasos y llamé nuevamente:

—¡Isabel!... ¡Isabel!...

Tampoco respondió. Mi voz desvanecíase por la vasta estancia como amedrentada de sonar. Isabel dormía. Al escaso reflejo de la luz que parpadeaba en un vaso de cristal, mis ojos distinguieron hacia el fondo nebuloso de la estancia un lecho de madera. En medio del silencio, levantábase y decrecía con ritmo acompasado y lento la respiración de mi prima Isabel. Bajo la colcha de damasco, aparecía el cuerpo en una indecisión suave, y su cabellera deshecha era sobre las almohadas blancas un velo de sombra. Volví a llamar:

—¡Isabel!... ¡Isabel!...

Había llegado hasta su cabecera y mis manos se posaron al azar sobre los hombros tibios y desnudos de mi prima. Sentí un estremecimiento. Con la voz embargada grité:

—¡Isabel!... ¡Isabel!...

Isabel se incorporó con sobresalto:

—¡No grites, que puede oír Concha!...

Mis ojos se llenaron de lágrimas, y murmuré inclinándome:

—¡La pobre Concha ya no puede oírnos!

Un rizo de mi prima Isabel me rozaba los labios, suave y tentador. Creo que lo besé. Yo soy un santo que ama siempre que está triste. La pobre Concha me lo habrá perdonado allá en el Cielo. Ella, aquí en la tierra, ya sabía mi flaqueza. Isabel murmuró sofocada:

—¡Si sospecho esto, echo el cerrojo!

—¿Adónde?

—¡A la puerta, bandolero! ¡A la puerta!

No quise contrariar las sospechas de mi prima Isabel. ¡Hubiera sido tan doloroso y tan poco galante desmentirla! Era Isabel muy piadosa, y el saber que me había calumniado la hubiera hecho sufrir inmensamente. ¡Ay!... Todos los Santos Patriarcas, todos los Santos Padres, todos los Santos Monjes pudieron triunfar del pecado más fácilmente que yo! Aquellas hermosas mujeres que iban a tentarles no eran sus primas. ¡El destino tiene burlas crueles! Cuando a mí me sonríe, lo hace siempre como entonces, con la mueca macabra de esos enanos patizambos que a la luz de la luna hacen cabriolas sobre las chimeneas de los viejos castillos... Isabel murmuró, sofocada por los besos:

—¡Temo que se aparezca Concha!

Al nombre de la pobre muerta, un estremecimiento de espanto recorrió mi cuerpo, pero Isabel debió pensar que era de amor. ¡Ella no supo jamás por qué yo había ido allí!

Cuando volví a ver con mis ojos mortales la faz amarilla y desencajada de Concha, cuando volví a tocar con mis manos febriles sus manos yertas, el terror que sentí fue tanto, que comencé a rezar, y de nuevo me acudió la tentación de huir por aquella ventana abierta sobre el jardín misterioso y oscuro. El aire silencioso de la noche hacía flamear los cortinajes y estremecía mis cabellos. En el cielo lívido empezaban a palidecer las estrellas, y en el candelabro de plata el viento había ido apagando las luces, y quedaba una sola. Los viejos cipreses que se erguían al pie de la ventana, inclinaban lentamente sus cimas mustias, y la luna pasaba entre ellos fugitiva y blanca como alma en pena. El canto lejano de un gallo se levantó en medio del silencio anunciando el amanecer. Yo me estremecí, y miré con horror el cuerpo inanimado de Concha tendido en mi lecho. Después, súbitamente recobrado, encendí todas las luces del candelabro y le coloqué en la puerta para que me alumbrase el corredor. Volví, y mis brazos estrecharon con pavura el pálido fantasma que había dormido en ellos tantas veces. Salí con aquella fúnebre carga. En la puerta, una mano, que colgaba inerte, se abrasó en las luces, y derribó el candelabro. Caídas en el suelo las bujías siguieron alumbrando con llama agonizante y triste. Un instante permanecí inmóvil, con el oído atento. Sólo se oía el ulular del agua en la fuente del laberinto. Seguí adelante. Allá, en el fondo de la antesala, brillaba la lámpara del Nazareno, y tuve miedo de cruzar ante la imagen desmelenada y lívida. ¡Tuve miedo de aquella mirada muerta! Volví atrás.

Para llegar hasta la alcoba de Concha era forzoso dar vuelta a todo el Palacio si no quería pasar por la antesala. No vacilé. Uno tras otro recorrí grandes salones y corredores tenebrosos. A veces, el claro de la luna llegaba hasta el fondo desierto de las estancias. Yo iba pasando como una sombra ante aquella larga sucesión de ventanas que solamente tenían cerradas las carcomidas vidrieras, las vidrieras negruzcas, con emplomados vidrios, llorosos y tristes. Al cruzar por delante de los espejos cerraba los ojos para no verme. Un sudor frío empañaba mi frente. A veces, la oscuridad de los salones era tan densa que me extraviaba en ellos y tenía que caminar a la ventura, angustiado, yerto, sosteniendo el cuerpo de Concha en un solo brazo y con el otro extendido para no tropezar. En una puerta, su trágica y ondulante cabellera quedó enredada. Palpé en la oscuridad para desprenderla. No pude. Enredábase más a cada instante. Mi mano asustada y torpe temblaba sobre ella, y la puerta se abría y se cerraba, rechinando largamente. Con espanto vi que rayaba el día. Me acometió un vértigo y tiré... El cuerpo de Concha parecía querer escaparse de mis brazos. Le oprimí con desesperada angustia. Bajo aquella frente atirantada y sombría comenzaron a entreabrirse los párpados de cera. Yo cerré los ojos, y con el cuerpo de Concha aferrado en los brazos huí. Tuve que tirar brutalmente hasta que se rompieron los queridos y olorosos cabellos...

Llegué hasta su alcoba que estaba abierta. Allí la oscuridad era misteriosa, perfumada y tibia, como si guardase el secreto galante de nuestras citas. ¡Qué trágico secreto debía guardar entonces! Cauteloso y prudente dejé el cuerpo de Concha tendido en su lecho y me alejé sin ruido. En la puerta quedé irresoluto y suspirante. Dudaba si volver atrás para poner en aquellos labios helados el beso postrero: Resistí la tentación.

Fue como el escrúpulo de un místico. Temí que hubiese algo de sacrílego en aquella melancolía que entonces me embargaba. La tibia fragancia de su alcoba encendía en mí, como una tortura, la voluptuosa memoria de los sentidos. Ansié gustar las dulzuras de un ensueño casto y no pude. También a los místicos las cosas más santas les sugestionaban, a veces, los más extraños diabolismos. Todavía hoy el recuerdo de la muerta es para mí de una tristeza depravada y sutil: Me araña el corazón como un gato tísico de ojos lucientes. El corazón sangra y se retuerce, y dentro de mí ríe el Diablo que sabe convertir todos los dolores en placer. Mis recuerdos, glorias del alma perdidas, son como una música lívida y ardiente, triste y cruel, a cuyo extraño son danza el fantasma lloroso de mis amores. ¡Pobre y blanco fantasma, los gusanos le han comido los ojos, y las lágrimas ruedan de las cuencas! Danza en medio del corro juvenil de los recuerdos, no posa en el suelo, flota en una onda de perfume. ¡Aquella esencia que Concha vertía en sus cabellos y que la sobrevive! ¡Pobre Concha! No podía dejar de su paso por el mundo más que una estela de aromas. ¿Pero acaso la más blanca y casta de las amantes ha sido nunca otra cosa que un pomo de divino esmalte, lleno de afroditas y nupciales esencias?

María Isabel y María Fernanda anunciáronse primero llamando en la puerta con sus manos infantiles. Después alzaron sus voces frescas y cristalinas, que tenían el encanto de las fontanas cuando hablan con las yerbas y con los pájaros:

—¿Podemos pasar, Xavier?

—Adelante, hijas mías.

Era ya muy entrada la mañana, y llegaban en nombre de Isabel a preguntarme cómo había pasado la noche. ¡Gentil pregunta, que levantó en mi alma un remordimiento! Las niñas me rodearon en el hueco del balcón que daba sobre el jardín. Las ramas verdes y foscas de un abeto rozaban los cristales llorosos y tristes. Bajo el viento de la sierra, el abeto sentía estremecimientos de frío, y sus ramas verdes rozaban los cristales como un llamamiento del jardín viejo y umbrío que suspiraba por los juegos de las niñas. Casi al ras de la tierra, en el fondo del laberinto, revoloteaba un bando de palomas, y del cielo azul y frío descendía avizorado un milano de luengas alas negras:

—¡Mátalo, Xavier!... ¡Mátalo!...

Fui por la escopeta, que dormía cubierta de polvo en un ángulo de la estancia, y volví al balcón. Las niñas palmotearon:

—¡Mátalo! ¡Mátalo!

En aquel momento el milano caía sobre el bando de palomas que volaba azorado. Echeme la escopeta a la cara, y cuando se abrió un claro, tiré. Algunos perros ladraron en los agros cercanos. Las palomas arremolináronse entre el humo de la pólvora. El milano caía volinando, y las niñas bajaron presurosas y le trajeron cogido por las alas. Entre el plumaje del pecho brotaba viva la sangre... Con el milano en triunfo se alejaron. Yo las llamé sintiendo nacer una nueva angustia:

—¿Adónde vais?

Ellas desde la puerta se volvieron sonrientes y felices:

—¡Verás qué susto le damos a mamá cuando se despierte!...

—¡No! ¡No!

—¡Un susto de risa!

No osé detenerlas, y quedé solo con el alma cubierta de tristeza. ¡Qué amarga espera! ¡Y qué mortal instante aquel de la mañana alegre, vestida de luz, cuando en el fondo del Palacio se levantaron gemidos inocentes, ayes desgarrados y lloros violentos!... Yo sentía una angustia desesperada y sorda enfrente de aquel mudo y frío fantasma de la muerte que segaba los sueños en los jardines de mi alma. ¡Los hermosos sueños que encanta el amor! Yo sentía una extraña tristeza como si el crepúsculo cayese sobre mi vida y mi vida, semejante a un triste día de Invierno, se acabase para volver a empezar con un amanecer sin sol. ¡La pobre Concha había muerto! ¡Había muerto aquella flor de ensueño a quien todas mis palabras le parecían bellas! ¡Aquella flor de ensueño a quien todos mis gestos le parecían soberanos!... ¿Volvería a encontrar otra pálida princesa, de tristes ojos encantados, que me admirase siempre magnífico? Ante esta duda lloré. Lloré como un Dios antiguo al extinguirse su culto.

Appendix A

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CoNSSA

Zitationsvorschlag für dieses Objekt
TextGrid Repository (2022). CoNSSA. conssa. Sonata de otoño. Sonata de otoño. . CoNSSA. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-9AB5-9