El espadachín

narración histórica

del motín de Madrid de 1766

por

Antonio Barreras

Madrid 1880

Imprenta de P. Abienzo,

calle de San Andrés, 20 y Paz, 6.

Capítulo I
Donde se dan noticias al lector acerca del agua del famoso aljibe del convento de Valverde

A un cuarto de legua al Noroeste del pueblo de Fuencarral existe todavía el monasterio de Valverde, en el fondo de una campiña severa y desnuda en la actualidad; pero que en la época a que esta narración se refiere, se hallaba cubierta de exuberante vejetación, al calor de la prodigiosa actividad que los monjes imprimían a la comarca de su residencia.

Entre la suma de gracias temporales que la conventual mansión debía al Todopoderoso, se contaba una, que no por modesta, dejaba de ser de inapreciable estimación, tanto para los regulares que allí esperaban sin impaciencia el término de las miserias de la vida, como para los viajeros que, arrebatados por el huracán de las pasiones del siglo, se detenían algunos momentos en el peristilo del santo lugar.

Aludimos al agua del aljibe del convento.

El cristalino fluido, además de conservar hasta en los meses estivales frescura extraordinaria, y de carecer en absoluto de todo olor, color y sabor, poseía una cualidad verdaderamente maravillosa.

Por la misericordia de Dios no había ejemplo de que el agua de aquel aljibe hubiera ejercido influencia nociva en el aparato respiratorio, o en el tubo digestivo del sediento, cualesquiera que fuesen la abundancia de su traspiración en el instante de la absorción, y el exceso de la cantidad absorbida.

El origen de tan rara virtud se perdía en los tiempos de la erección del monasterio. Una veneranda tradición aseguraba que un reverendo prelado, que en calurosa tarde de Agosto llamó febril a la puerta del convento, visitó el aljibe cuando iba acaso a sucumbir a la doble tortura de la fatiga y de la sed.

No podría expresar humana pluma el inefable consuelo que el buen obispo encontró en el diáfano y fresco líquido que acercó a los labios. Una, diez y veinte veces apuró con avidez el contenido del vaso apenas extraído, vertiendo perlas argentinas de la plácida superficie del agua; y sólo cuando la plenitud del refrigerio hubo vuelto la calma al cuerpo y la paz al espíritu, pudo el digno prelado expresar el pensamiento de que no recordaba haber disfrutado jamás otra felicidad semejante.

La gratitud del peregrino pastor hacia aquellas saludables aguas, no se limitó a las indicadas palabras. El prelado antes de retirarse bendijo el aljibe y arrojó en las límpidas ondas el anillo canónico que a la sazón llevaba.

Ocioso sería añadir que en limpiezas posteriores se buscó con empeño tan preciosa reliquia; pero el agua del aljibe debió apresurarse a disolver y asimilarse el valioso tesoro que le había sido confiado, porque todas las investigaciones fueron infructuosas.

Y como el insigne varón falleció más tarde en olor de santidad, y para ser beatificado y canonizado sólo le faltó acaso un poco más de celo patriótico por parte de los reyes de España, y algo menos de prevención casuística por parte de los purpurados de las congregaciones de Sixto V, la bondad infalible del aljibe de Valverde quedó establecida para siempre.

Tanto por la situación aislada del monasterio como por el número nunca excesivo de los monjes, la más tranquila somnolencia imperaba habitualmente en el templo, en el coro, en el refectorio, en los claustros y en las celdas.

En el momento de principiar nuestra historia había algo, sin embargo, que parecía prestar animación a la santa casa conventual.

Quizá fuese el motivo que se acercaba el primer plenilunio de la primavera de 1766 y, como es sabido, ese es el tiempo en que la Iglesia celebra las solemnidades conmemorativas de la pasión del Redentor.

Acaso fuera la causa la reciente instalación del reverendo procurador provincial de la Compañía, él cual convaleciente de una penosa enfermedad, se había acojido a la hospitalidad del monasterio, en demanda de su agua saludable y de los purísisimos aires de la vecina sierra.

Tal vez ocasionara el hecho la suma de ambas circunstancias.

Nos limitaremos a exponer al buen criterio del lector esas ligeras indicaciones acerca de un fenómeno tan poco frecuente en Valverde, en consideración a que por nuestra parte no podríamos aventurar una explicación fundada en ningún documento auténtico que, a la verdad, no hemos encontrado.

Acababa de lanzar tardamente al espacio diez notas plañideras la cascada campana del reloj, cuando se abrió una de las ventanas mis elevadas del convento, por la parte de la cordillera de Somosierra, y aparecieron dos bustos humanos.

La cabeza, perteneciente al primero, era pálida, delgada y barbilampiña: tenía el honor de formar parte del cuerpo del padre procurador, de que antes hemos hablado. La cabeza correspondiente al segundo busto era, por el contrario, rolliza, atezada y barbuda: descansaba en los robustos hombros de un seglar llegado al monasterio en la misma mañana en que nuestra narración principia.

Los ojos de ambos personajes tomaron idéntica dirección apenas la vidriera giró sobre sus goznes.

El punto que fijaba la atención de los observadores era un ramillete de olmos seculares, situado a cien pasos del convento. Bajo las frondosas copas de aquellos jigantes de la vejetación, había tres mesas rodeadas de una docena de sillas.

-El bosquecillo está desierto -pronunció a media voz el procurador provincial-; pero he allí dos viandantes que pudieran muy bien buscar la sombra de los álamos negros.

En efecto, dos ginetes, que acababan de dejar el camino de Fuencarral, se adelantaban al trote largo de los rocines que montaban, en la dirección de los olmos.

-¡No se equivoca Nuestra paternidad -contestó el barbudo compañero del procurador-; en el sombrero gris del mejor montado de los ginetes reconozco a Pedro Gamonal, el valentón de la Puente segoviana.

-Buen continente, señor de Salazar.

-Que no deshonra su propietario.

-¿Distingue su merced las facciones del sugeto que monta el rucio que sigue al tordo del valentón?

-No, por vida mía; pero el conocimiento que tengo de las intimidades de Gamonal, me permite adivinar su compañero.

-Según eso...

-No puede ser otro que Diego Abendaño. Si vuestra paternidad se encuentra alguna vez en relaciones directas con el del rucio, podrá jactarse de conocer al hombre más osado del pueblo donde rodó la cuna de Dulcinea.

-Nuevos viajeros -repuso el procurador provincial, dirigiendo a otro punto la visual-: allí se acerca un calesín erizado de campanillas.

-En cuanto a esos-añadió Salazar-, el vehículo nos exhibe la partida de bautismo: son Juan el malagueño y Simón Bernardo.

-¿Gente del bronce?...

-Pero del temple del acero: puedo asegurárselo a vuestra paternidad, porque entiendo algo de metalurgia.

-¡Ah!, muy bien; otro ginete, señor de Salazar.

-Dos, podría decir mejor vuestra paternidad; porque acaba de aparecer el segundo en la bifurcación del camino de Colmenar Viejo.

-¿Quién es el de la capa de grana?

-Todo un caballero; el mismísimo Eulogio Carrillo.

-¡Expléndido porte! Más modesto parece el del cabalgador que vuestra merced ha descubierto por el lado de Colmenar.

-Así es la verdad: no me atrevería a asegurar que no hubiera en la capa que lleva más de un remiendo; pero ya sabe vuestra paternidad que precisamente debajo de las malas capas es donde suelen ocultarse los buenos bebedores.

-¿El nombre de ese remendado bebedor?...

-Si vuestra paternidad se refiere al apellido patronímico, me pone en un verdadero conflicto; pero si me pregunta el nombre de guerra, puedo decirle que se llama el Pajaritón.

-Señor de Salazar, imagino que si el coche de colleras que acaba de entrar en la cañada no trae desocupado algún asiento, va a estar completo el número de los adeptos de vuestra merced.

-He ahí una cosa de que en breve vamos a convencernos, porque parece que el carruaje no trata de pasar más adelante, y la portezuela se abre sin el auxilio del mayoral. Esos bravos mozos tienen la costumbre de servirse a sí mismos.

-Ágil es el primero que salta en tierra: no ha puesto el pié en el estribo.

-Si vuestra paternidad concurriera al circo taurino, hubiera reconocido a Pancho Lacambra.

-¿Es negro el que le sigue?

-No por cierto; pero es poco limpio. Comercia en carbones con escasa fortuna. Botija le apellidan, no sé si a causa de su excesivo volumen.

-Lleno estaba el carruaje: todavía hay dentro dos individuos que se disputan la salida.

-Del mismo modo se habrán disputado la entrada. Los reconozco en ese detalle. Son Trifón Falset y Santos Pujol. Los únicos días en que no se querellan son aquellos en que el acaso no los pone en contacto.

Los dos sugetos en cuestión lograron al fin salir al mismo tiempo por la portezuela del coche con notable detrimento de las ropas; y apenas pusieron el pie en la pradera se enseñaron mutuamente los trémulos puños a cuatro dedos de la nariz.

El procurador volvió la cabeza hacia su interlocutor, y dijo requiriendo la caja de rapé:

-Veo que no había la menor hipérbole en la puntualidad que vuestra merced concedía a sus comensales.

-Me complazco en que vuestra paternidad les dispense justicia -contestó inclinándose el caballero.

-Ea, pues, señor de Salazar: ya que esos excelentes individuos no han hecho esperar a vuestra merced, no sea vuestra merced quien les haga esperar a ellos. Vaya a solventar sus asuntos en el bosquecillo, y torne con buenas noticias y no peor apetito para compartir conmigo un almuerzo más o menos ligero. Tenemos que conferenciar de sobremesa largo y tendido.

-Es de creer que antes de media hora tenga el honor de ponerme a las órdenes de vuestra paternidad.

Salazar se compuso la capa en los hombros, atrajo al costado la guarnición del espadín de luces, recogió el sombrero que yacía en un sitial, y salió de la habitación.

Los recién llegados entretanto se iban instalando en las sillas colocadas bajo los olmos.

Los trajes de aquellos hombres no hubieran tenido precio para el anticuario que se propusiese formar un museo etnográfico de las clases madrileñas media y baja en los últimos años del segundo tercio del siglo XVIII. Allí habría encontrado sombreros y cachuchas de todas formas; capas de todos cortes; casacas, caleseras, chupas y chupetines de todas clases; gregüescos, calzones, medias y calcetines de todas confecciones; y botas, zapatos y pantuflos de todo género.

Las armas cortas no podían verse representadas en la colección, al menos ostensiblemente, porque había sido prohibido usarlas por recientes pragmáticas; pero los ejemplares de las armas largas tanto cortantes y punzantes como contundentes, eran de primer orden: lo mismo las espadas de más de marca arrastradas por Abendaño y Gamonal, que el estoque y el verduguillo, ceñidos por el Pajaritón y Carrillo: lo mismo los gruesos y ferrados bastones de cañas de Indias empuñados por Lacambra y Botija, que las varas sin desbastar atravesadas en los cintos del malagueño y de Bernardo.

Por lo demás, en vano se hubiera paseado detenidamente la linterna de Diógenes por todos aquellos personajes para encontrar un rostro simpático.

Desde que los primeros viandantes se acogieron a la sombra de los árboles, dos legos del convento, frescos y risueños, se habían apresurado a poner sobre las mesas porrones con el dorado pardillo de las viñas de la comunidad, y jarras y búcaros con el agua incomparable del aljibe.

Fuera la que quisiera, sin embargo, la excelencia del agua, el culto que los historiadores deben rendir a la verdad, nos obliga a decir que entre los nuevos pobladores de la arboleda, el vino encontró más aceptación.

Los legos no cesaban de reconducir al convento los porrones vacíos, pero como si un mal genio se hubiera propuesto renovar en ellos el suplicio de Sísifo, cuantas vetes volvían al bosquecillo con las vasijas llenas encontraban desocupadas las que antes habían aportado.

La repetición de las libaciones no tardó en producir su ordinario efecto fisiológico. A los pocos minutos todos los bebedores hablaban a la vez; y tan elevado diapasón llegó a adquirir la algarabía bajo los olmos, que no quedó un pájaro en sus frondosas copas.

Tal era la situación cuando el interlocutor del religioso salió del monasterio, dirigiéndose con mesurado paso al lugar de la conferencia.

Apenas le divisó uno de los individuos de la reunión, dio el grito de alerta. Todos se pusieron en pie, y el silencio se restableció como por ensalmo.

Salazar levantó el sombrero, y volvió a cubrir se la frente pronunciando:

-Bien venidos sean los correligionarios de la buena causa.

-Salud para nuestro noble Anfitrión -contestó el de la capa de grana, arrogándose la representación de sus compañeros.

-Nada de corcovas, señores -se apresuró a añadir Salazar, atajando las profundas manifestaciones de respeto que se le tributaban-. Sírvanse ustedes tomar asiento; y con el fin de que nuestra conferencia revista menos carácter de intimidad para los ojos indiscretos conviene que nos distribuyamos entre las tres mesas. No es en manera alguna necesario que se crucen nuestras miradas: basta con que nuestros oídos escuchen atentamente lo que tengamos que comunicarnos.

La instrucción del caballero fue seguida al pie de la letra. Los circunstantes se sentaron, volviéndose la espalda muchos de ellos; y en breve no se oyó otro rumor en el bosquecillo que el de las hojas en flor de los olmos acariciadas por la brisa del Guadarrama.

Los porrones y los vasos, después de sus frecuentes ascensiones, se posaban sobre la superficie de las mesas, tan insensible y vaporosamente como si fueran conducidos por la mano de un silfo.

Salazar se instaló en la misma mesa en que estaban Carrillo, Abendaño y Gamonal, esto es, la aristocracia de la reunión, y articuló con tono solemne:

-El capataz del barrio de Avapiés tendrá a bien exhibirme la lista de su recluta.

Un papel, que partió de la tercera mesa, llegó de mano en mano a la de Salazar.

Aquel papel contenía una relación de veinte nombres, que el caballero recorrió con la vista de arriba a abajo.

-La recluta del barrio de la Cebada -dijo a continuación.

Se le facilitó un segundo papel que contenía otros veinte nombres.

Por el mismo orden fue pidiendo listas iguales referentes a los barrios de la Cuesta de la Vega, Hospital, Maravillas, Paloma, Rastro, Recoletos, Santa Bárbara y Vistillas.

Cada capataz había manifestado su nota en el momento en que el nombre del barrio que le correspondía sonaba en los labios del caballero.

Salazar apiló las listas y repuso, tendiendo una mirada en torno:

-Diez por veinte arrojan una multiplicación de doscientos nombres, que supongo, señores, son llevados por hombres tan decididos como discretos.

-Por mi parte, respondo de los inscritos -contestó Gamonal con aplomo.

Abendaño dirigió al valentón una visual de sorpresa por aquel mérito especial que parecía atribuirse, y dijo con el ceño del gato a quien pasan a contrapelo la mano por el lomo:

-Todos nos hemos ajustado a las recomendaciones de nuestro jefe.

-Así espero que haya sido -prosiguió Salazar-. Los doscientos sugetos que figuran en estas hojas quedan, pues, al servicio de la Asociación, desde el domingo próximo pasado, y devengan desde la misma festividad la retribución diaria de cuarenta reales de vellón.

Un murmullo de aprobación acogió la manifestación del orador.

Este prosiguió diciendo:

-A contar desde el día de mañana, todas las noches a las nueve deberán acudir ustedes a la casa de los Canónigos. La seña que en la primera cita les franqueará la entrada será la palabra ¡Pronto! Allí me encontrarán seguramente ustedes, y podré comunicarles la instrucción que el Consejo supremo haya dictado para las veinticuatro horas siguientes. De hoy a nuestra próxima entrevista, sólo tengo que hacer a los señores capataces una importante recomendación: la de que ningún asociado de al cuerpo de inválidos el más leve motivo de desconfianza. La voz del pueblo ha de asemejarse a la del cielo. Cuando estalle el rugido del trueno ya debe haber producido el rayo su efecto destructor.

Las muestras mímicas de asentimiento fueron generales.

Salazar añadió cada vez más poseído de lo elevado de su misión:

-El Consejo no quiere que los fines patrióticos que nos encomienda puedan en caso alguno verse comprometidos por falta de medios estipendiarios. En su consecuencia, me ha encargado que haga en este momento una distribución metálica a los señores capataces...

A pesar del especial encargo del jefe, no hubo cabeza que no se volviera hacia él instantáneamente.

El caballero extrajo de la faltriquera de su calzón, con la dignidad que el caso requería, una enorme bolsa bien repleta, a través de cuyas mallas se vislumbraba el brillo del oro, y dijo a continuación:

-Al mismo tiempo haré presente a ustedes el orden sencillo de contabilidad a que han de ajustarse los capataces, y la responsabilidad que contraen con respecto a la inversión de los fondos que se les facilitan.

De repente Salazar se detuvo, sus cejas se fruncieron, y la bolsa volvió rápidamente a sepultarse en la abertura del calzón.

-¡Un instante de silencio! -pronunció.

El motivo de interrupción tan brusca era la llegada de un individuo extraño al conciliábulo.

Necesario es que nos ocupemos de ese personaje, porque, merece toda nuestra atención.

El recién venido era un joven de veinticinco años, estatura mediana, tez blanca y sonrosada, nariz ligeramente remangada, pelo y bigote rubios, y grandes ojos garzos.

Montaba un caballo negro de poca alzada y de pelo algo más largo y menos lustroso que el que cualquier poseedor hubiera preferido, si en el mercado tratase de venderlo; pero la erguida cabeza, la brillante mirada, la dilatadísima nariz, las estéticas formas y las descarnadas piernas del bruto, en las cuales se marcala un tegido de nervios de acero, revelaban condiciones de buena raza.

La silla española de cordobán, la brida de color de avellana y el maletín sujeto a la grupa, eran bastante, modestos.

El atavío del ginete no aventajaba mucho al del bridón en punto a explendidez. El paño azul turquí de la casaca había perdido su frescura, y el charol de las botas altas con vueltas blancas, comenzaba a cuartearse. Tampoco el chambergo parecía tener empeño en demostrar que acababa de salir de casa del fabricante; pero esa prenda al menos ostentaba dos accesorios que seguramente la honraban. Era el primero una cinta de hilo de oro finísimo, terminada en elegantes borlas; y consistía el segundo, en un precioso camafeo destinado a sujetar la pluma ausente; porque, desde los tiempos del animoso Felipe V, padre del monarca reinante, la clásica garzota española había ido cayendo en desuso.

El joven viajero llevaba todavía otro objeto más ostensible, que hubiera podido resistir con ventaja todo género de crítica. Hablamos de la espada, arma magnífica en cuya empuñadura de plata, el artífice cordobés, Juan Rosillo, había dejado consignada una de sus monumentales maravillas.

Un psicologista observador acaso hubiera tenido suficiente con estos últimos detalles para aventurarse a definir el carácter y aun los instintos de aquel hombre.

Cuando el joven llegó a la arboleda echó pie a tierra con ligereza, ató las riendas del caballo en la horquilla que formaban dos troncos de un olmo y se acercó, al grupo que formaba el auditorio del señor Salazar.

A los diez pasos se quitó cortésmente el sombrero, y prosiguió el avance, acortando el compás de las piernas para que la llegada no pudiera tener nada de brusca.

Aquel era precisamente el momento en que Salazar había interrumpido su peroración y escamoteado la bolsa al apercibirse de la presencia del viajero.

El joven tendió una mirada hacia los jarrones y búcaros posados en las mesas, y dirigiéndose a Gamonal, a quien por acaso halló más próximo, pronunció con la sonrisa en los labios y el acento mejor modulado:

-¿Tiene usted a bien, caballero, indicarme a quién debo dirigirme para obtener un vaso de agua del alguien del convento, agua cuya excelencia me han ponderado?

Gamonal erizó el bigote y volvió la cabeza hacia Carrillo, dejando escapar de lo profundo del pecho por toda respuesta un rugido sordo, como si le acabaran de disparar a quema-ropa la mayor de las impertinencias en la más extemporánea de las ocasiones.

Dos segundos después de formulada la pregunta, había desaparecido la sonrisa del viajero; trascurrido otro espacio igual de tiempo, el rostro del mismo individuo, hacía más que adquirir seriedad; palidecía ligeramente.

La situación comenzaba a hacerse difícil.

De repente, la brusca voz de Abendaño dijo al Pajaritón:

-¿Si tomará a nuestro compañero este pisaverde por el portero del convento?

El viajero se extremeció; se puso el chapeo de un cachete, y volviéndose hacia Abendaño le contestó con voz sonora:

-A este silencioso señor, le diré después por quién le tomo; pero con respecto a usted, no tengo necesidad de esperar un momento; afirmo desde luego que le tomo a usted por un gaznápiro.

Abendaño clavó por primera vez su mirada de oso en el rostro del desconocido, pero éste la sostuvo altivamente.

-¡Ah!... -murmuró Abendaño, apretando los puños-: parece que el barbilindo me busca camorra...

-Torpe es usted, sino lo da por cosa segura. Es secundario, sin embargo, el papel que en este sainete le destino; y antes de llamarle a la escena, tengo que solventar una cuenta pendiente.

Y el joven tornó a encararse con Gamonal añadiendo:

-He hecho a usted, señor mío, el honor de dirigirle una pregunta, y todavía estoy esperando la respuesta.

Gamonal escupió por el colmillo, y contestó midiendo a su interlocutor con los ojos de pies a cabeza:

-A mi juicio lo que usted espera es otra cosa...

-Veamos en qué consiste.

-¡Cuerpo de Dios! en que no le dejen hueso sano.

-Las palabrotas del lenguaje de usted están en armonía con sus inciviles procedimientos. Me hallo dispuesto a ver en el acto si el asador que ciñe es capaz de ponerse en contacto con los huesos que ha amenazado. Invito a estos señores a que presencien la partida.

El valentón profirió un juramento y echó atrás la silla para ponerse en pie.

Salazar descargó entonces un vigoroso puñetazo sobre la mesa, gritando al mismo tiempo con voz tremebunda:

-Pedro, intimo a usted que no se ocupe de ese loco para otra cosa que para ponerle entre los faldones de la casaca la punta de la bota.

El viajero practicó un cuarto de conversión hacia Salazar tan vivamente como si este hubiera ejecutado por sí mismo la acción que acababa de recomendar a otro.

-¡Ah, seor barbudo!... -exclamó-; he ahí una bufonada que va a proporcionar a usted la honra de ser mi tercer adversario.:

Abendaño soltó una estentórea carcajada.

-Por lo visto -añadió-, el mozalbete tiene baladronadas para todos.

-Mis baladronadas son seguidas de cerca por los tajos de una buena hoja de Toledo.

Estas palabras fueron saludadas en la tercera mesa con una solemne silba.

El joven se empinó sobre las puntas de los pies para apostrofar a los silbadores por encima de los que les precedían.

-¡Canalla inmunda! -exclamó-; guardad esas demostraciones de mal género para aquellos de vuestros compañeros que, habiendo escuchado que un caballero les exije satisfacción honrosa, todavía tienen la espada en la vaina.

-¡Concluyamos! -pronunció exasperado Salazar-; que los que tengan un bastón más a mano, pongan en la carretera a ese belitre, sacudiendo de firme el polvo de su ropa.

El Pajaritón se levantó arrancando a Bernardo su vara de fresno.

El movimiento del rufián fue la señal del desbordamiento de la cólera general.

Todos los circunstantes se habían puesto en pie amenazadores, y los calificados de canalla por el viajero, se acercaban por su flanco derecho, blandiendo los bastones, con la visible intención de cortarle la retirada.

No era indeciso, por lo visto, el joven en presencia del peligro. Con la ligereza del tigre dio un salto atrás de diez pasos, que le sustrajo al terreno de acción de los más inmediatos adversarios, y tiró de la espada con violencia.

El semicírculo que al salir de la funda trazó en el aire el acero del desconocido, favoreció su retroceso; porque el Pajaritón se detuvo instintivamente al sentir silbar la aguda hoja a cuatro dedos del rostro.

-¡Diablo! -murmuró soltando la vara y poniendo mano al estoque.

-¡Ah; miserables!... -exclamó el viajero-: os propongo un combate leal, y me contestáis con una carga de bandidos... Enhorabuena, cobardes galeotes... No soy hombre a quien se asesina impunemente.

Por precaución, sin duda, todas las espadas, la de Salazar inclusive, habían salido a disfrutar de la luz del día, y los sucesos comprobaron la conveniencia de la determinación.

El joven recorrió el terreno de la lucha con los ojos que parecían poseer el centelleo que anima las pupilas de los animales de la raza felina, y describiendo un terrible molinete, que le abrió ancho camino, se encontró enfrente de Gamonal.

El valentón trató de recibirle en guardia; pero no tan a tiempo que pudiera evitar una media finta que por un instante le inutilizó el arma.

Bastó aquel fugaz intervalo para que le hiriera en la cabeza la espada del viajero, como el martillo hiere el yunque.

Gamonal aturdido se desplomó sobre la mesa, que rodó a su vez por el suelo, arrastrando cacharros y sillas con infernal estruendo.

-No eres tú, por lo pronto, quien ha molido mis huesos:- articuló al mismo tiempo el joven con labio espumante.

Y haciendo una instantánea conversión, cayó como un águila sobre Abendaño.

Este cruzó el acero con el de su adversario, y pugnó por mantenerle a distancia, comprendiendo la desventaja que la larga espada que esgrimía le daría en un combate en el centro; pero el joven, para quien el tiempo era la vida, se deslizó en la primera contra por debajo del hierro hasta que se encontraron las guarniciones de las armas.

Abendaño se apresuró a dar un largo paso atrás desgraciadamente en la dirección en que por acaso se adelantaba en aquel instante Carrillo para entrar en línea.

El imprevisto choque hizo perder al del Toboso momentáneamente el equilibrio, y antes de que le fuera dado reponerse, la empuñadura de la tizona del desconocido le cayó sobre la nuez de la garganta con el peso de una montaña.

-Ya ves como no hay baladronada alguna en castigar tus insolencias -rugió el joven, acudiendo a parar en tercera un golpe recto que le asestó Carrillo.

El pobre Abendaño no veía ni eso ni nada: cárdeno, y sin aliento, giró sobre sí mismo, y acabó por morder el polvo, arrojando una bocanada de sangre.

El viajero despejó a derecha e izquierda el campo, merced a un garboso corte y a un flamífero revés, y avanzó hacia Salazar con el ímpetu de un torbellino.

El jefe de los capataces le presentó la punta de la espada.

-¡Ahora nosotros! -profirió el joven.

Y después de un bien preparado ataque falso, asentó en el antebrazo del nuevo adversario un violento latigazo.

Salazar exhaló un rugido y recogió la guardia; pero como el golpe fue seguido de cerca por un irresistible derrote, la yerta mano del barbudo dejó escapar el acero.

El desarmado caballero dobló el dorso para levantar la tizona que yacía a sus pies. No podía ser más favorable el momento para el desconocido. Su vigoroso puño hizo descender por dos veces la plana superficie del toledano acero sobre la columna vertebral de Salazar, diciendo jadeante:

-Me parece que te habrás convencido de que hay locos que te aventajan en cordura con la espada en la mano.

Salazar dobló una rodilla al primer lapo; al segundo midió la tierra con el cuerpo entero.

El animoso joven, vencedor en toda la línea, se irguió con arrogancia, enseñando los blancos dientes a los enemigos como hubiera podido hacerlo un león.

Pero en aquél momento complicó la situación un incidente extraño.

Las campanas del monasterio poblaron el viento con un sostenido y virulento tañido de rebato, y por la ancha puerta desembocaron precipitadamente en la campiña todos los monjes útiles, armados con horquinas, pértigas y escobas.

Reforzado el bando contrario con aquella imponente masa, era ya superior a las fuerzas de un hombre: el viajero, además, había hecho por su honor cuanto podía exigir un rígido casuista; y, por otra parte, la conciencia debía impedirle esgrimir el acero contra una comunidad de religiosos.

No se hizo esperar el resultado de esta serie de razonamientos, formulados con la rapidez del relámpago.

El joven saludó a sus adversarios irónicamente con la espada; y como si aquilón le hubiese prestado las alas de sus pies, se precipitó en la dirección en que dejó el caballo, el cual estaba relinchando como si quisiera advertirle que ya era tiempo de ceder el campo.

Sabido es que las muchedumbres mantenidas a raya por un esfuerzo heroico, nunca se muestran más encarnizadas que en el momento de la retirada del enemigo.

Apenas el desconocido hubo vuelto la espalda, la hueste entera civil y regular se lanzó en pos de él presurosa con atronadora gritería, como una jauría desatada.

Pudo llegar incólume el viajero hasta donde estaba su corcel, descolgó la rienda, y, sin poner el pie en el estribo, saltó sobre la silla, diciendo:

-Vamos, Moro, justo es que pongas algo de tu parte para que salgamos de este empeño.

En aquel instante, Lacambra, que no tenia rivales en punto a velocidad en la carrera, asió con ambas manos la cola del caballo, aullando enronquecido:

-¡Mío es el tunante!... ¡ánimo compañeros!... ¡volad en mi auxilio!...

El generoso bruto respondió dignamente a la recomendación de su amo. No bien se sintió asido, se levantó sobre las manos, y después de haber recogido las piernas, disparó a la imprudente rémora el mas solemne par de coces que registran los anales hípicos.

El torero, que recibió en pleno estómago aquel golpe de ariete, fue a caer cuatro pasos más lejos, lanzando lastimeros alaridos.

En cuanto a Moro, una vez puesto en franquía, condujo en pocos saltos a su ginete hasta el próximo arrecife, y partió por él como una centella en la dirección de Fuencarral, envuelto en una nube de polvo, y haciendo estallar los guijarros.

Todos los circunstantes se miraron entonces unos a otros en el colmo de la estupefacción.

La escena había sido tan imprevista en el origen, tan rápida en el curso y tan extraordinaria en el desenlace, que se la hubiera podido tomar por un sueño, a no existir la triste realidad de los cuatro hombres que dejaba en el suelo el paso siniestro de aquel energúmeno.

Los cuatro heridos fueron reunidos en el lugar donde dio principio la reyerta, convertido en hospital de sangre, y allí recibieron de los monjes los primeros auxilios.

Mientras los regulares manejaban las vendas y los bálsamos, los legos emitían las más extravagantes opiniones acerca del personaje desconocido.

-¡Es un esbirro!

-¡Es un gimnasta!

-¡Es un maestro de esgrima!

-¡Es un demonio!

Este último parecer produjo una vil ración glacial en los nervios de más de un capataz, al recordar que el ser en cuestión sólo se decidió a abandonar el campo cuando se presentaron los religiosos.

Lacambra, que todo lo oía, dijo entre dos suspiros quejumbrosos a Salazar, junto al cual se hallaba extendido:

-Hombre o demonio, me parece, señor de Salazar, que con otros dos espadachines semejantes a ese furioso, la Asociación de la buena causa era una cosa concluida.

Salazar, tan humillado corno dolorido, se cubrió majestuosamente el rostro con la mano izquierda, mientras se pasaba la derecha con no menos dignidad por toda la extensión del lomo.

Capítulo II
En el cual se expone el motivo del viaje hecho a Madrid por el héroe de esta verídica narración

Entretanto el joven viajero continuaba su vertiginosa carrera al gran galope por la carretera de Francia, a pesar de que era evidente que nadie pensaba en perseguirle.

La llegada a las primeras casas de Fuencarral no fue un motivo para que Moro sintiera en su freno la menor presión; y como el potro, por su parte, no parecía desear otra cosa que la libertad que se le concedía para usar de las piernas a placer, atravesó el pueblo en toda su extensión como una bala de falconete.

Afortunadamente la concurrencia en las calles era escasa, y el tránsito del proyectil pudo realizarse sin otros efectos que los gritos de varias mujeres que llamaban a sus infantes con la conveniente antelación y los ladridos de algunos perros.

La vista, sin embargo, de las innumerables torres que recortaban la silueta de la gran capital que se extendía en la dirección del Sur, comenzó a imprimir distinto curso a los pensamientos del viajero, y contribuyó poderosamente a modificar la excitación febril que le afectaba el sistema nervioso desde Valverde.

La mano del joven recogió la rienda, y con un movimiento progresivo fue moderando la velocidad del corcel, hasta ponerle al trote.

Cuando con ánimo sereno pudo recordar todas las peripecias de la pasada riña el gallardo ginete, no sólo perdió su frente el último pliegue, sino que le asomó a los labios la primera sonrisa.

Lícito debía serle este ligero acceso de jovialidad, porque como la memoria no le imponía el remordimiento de haber asestado golpe alguno de punta, las consecuencias del combate no podían por lo pronto ofrecer gravedad.

El espíritu del joven no era, por otra parte, propenso a alimentar por largo tiempo ideas desagradables; y al aproximarse a la villa del oso y del madroño no conservaba más reminiscencia amarga de la colisión de Valverde, que la contrariedad de no haber apagado la sed en el agua del algibe, merced al grupo de zafios que la fatalidad le interpuso en el camino.

El viajero desembocó en la ronda de Madrid por la esplanada de la puerta de los Carros; pero, en vez de aceptar este ingreso, torció la rienda a la izquierda, y siguiendo el paseo de Santa Bárbara y la tapia del convento de las Salesas, penetró en la villa por el prado de Recoletos.

No fue largo el trayecto que recorrió. Al terminar el prado de San Pascual subió por la calle de Alcalá, y se introdujo a caballo en el ancho portal de la posada de Levante.

Al entrar en el patio halló el joven al paso al administrador del establecimiento, y le pidió una habitación.

Era el tal gerente hombre hábil en el discernimiento del cuarto que a cada huésped convenía, sin aventurar indiscretas preguntas; pero por aquella vez debieron parecerle tan equívocos los signos que el recién llegado le ofrecía a la consideración, que vaciló un instante.

Una rápida mirada dirigida al caballo fijó, sin embargo, las ideas del digno fondista.

-Voy a disponer -contestó-, que preparen el aposento número 5 del piso segundo: me complazco en creer que el señor caballero se encontrará allí perfectamente.

El joven echó pie a tierra, y arrojando las riendas a un mozo, se ocupó por sí mismo en soltar las correas del maletín.

Un camarero se acercó lápiz y cuadro de pizarra en mano.

-¿Qué nombre se ha de anotar en el registro? -preguntó.

-Felicísimo Lozano -respondió viajero.

-¡Felicísimo! -repitió el camarero:- ignoraba que existiera semejante nombre.

-Eso no prueba otra cosa sino que eres un solemne ignorante.

-¡Bah!... no es posible saberlo todo.

-Pero es posible saber callar cuando sólo han de decirse vaciedades.

El ruido de un caldero en contacto con la pila del pozo hizo que el viajero volviera vivamente la cabeza hacia el mozo.

-¿Qué es lo que intentas? -repuso.

-Dar agua al potro -contestó el mozo-: el pobre animal parece pedirla con la necesidad de un alma del Purgatorio.

-Pues te advierto, que si se la das antes de media hora te rompo una costilla.

-¡A mí! -exclamó el mozo con mal gesto.

-A menos que no te manifiestes sorprendido por ello; caso en el cual habré de romperte dos.

Los domésticos cambiaron una mirada semi seria, mientras que el viajero se encaminaba a la escalera con la maleta debajo del brazo.

El cuarto que había sido destinado al nuevo huésped, se componía de salón y alcoba, no seguramente espaciosos ni adornados con lujo, pero en los cuales nada faltaba de lo necesario.

Lozano, puesto que así había dicho apellidarse, se limitó, por lo pronto, a pedir agua fresca; y después de prodigarse las más abundantes abluciones, sacudió con esmero el polvo que parecía habérsele incrustado en las botas y cepilló hasta la saciedad todo el traje.

Un cuarto de hora después estaba de nuevo en la calle, recogiendo los pliegues de la capa en el argentino regatón de la espada.

La dirección que tomó fue la del Prado; pero apenas llegó al guardacantón que marcaba el ángulo del convento del Carmen descalzo, torció por la calle Real del Barquillo.

El joven se detuvo ante una de las puertas del monumental edificio que años después había de ser inmortalizado por don Ramón de la Cruz, en una de sus más populares sainetes.

Como la puerta en cuestión no tenía aldabón ni campanilla, Lozano hubo de resignarse a llamar con los nudillos; y para que este prosaico detalle llegara a ser todo lo desagradable posible, se vio en la necesidad de reproducir por dos veces el llamamiento.

Por fin se descorrió un cerrojo, y entre el marco y la hoja del portón apareció la morena cabeza de una tan agraciada como robusta moza.

-¿Habita todavía en este cuarto el señor de Ayala? -preguntó Lozano.

La receptora, en vez de contestar, escudriñó con la mirada al visitante desde la cabeza hasta los pies.

Pero como aquel silencio no era una negativa, y sólo expresaba desconfianza, lo cual no probaba otra cosa sino que el inquilino de la casa podía tener visitas sospechosas; Lozano empujó suavemente la puerta, y se franqueó el paso, añadiendo.

-Vamos, buena moza, tranquilice el ánimo y dígale a Ayala que uno de sus más antiguos amigos quiere darle un abrazo.

Vencida la hembra, parecía disponerse a complacer a Lozano, cuando se levantó la cortina de la puerta del recibimiento, y apareció un gallardo mocetón de a seis pies.

-¿Quién me busca? -interrogó.

-Lozano, si no lo llevas a mal -contestó éste.

-¡Oh! caro Felicísimo...

-¡Ah! buen Tristán...

Los dos jóvenes se extrecharon concienzudamente en los brazos, y asidos por el talle entraron en la sala.

-¿Desde cuándo estás en Madrid?

-Desde hace media hora.

-Esa manifestación impide que se arrugue mi entrecejo. Acaba de romper cualquier silla desplomándote sobre ella.

Lozano tomó asiento, y paseó una mirada por la habitación.

-En efecto -dijo-, me parece que tus muebles han envejecido algún tanto desde que por ahora te visité el año pasado.

-Es natural, querido Felicísimo, han pasado por ellos trescientos sesenta y cinco días, y el uso destemplado de mis miembros en momentos de mal humor, que a decir verdad no han sido poco frecuentes. Si buscas bien todavía, podrás observar la falta de algunos trastos; los menos vetustos fueron a parar a no sé qué prenderías, y los más decrépitos alimentaron la llama del hogar durante el invierno.

Lozano cruzó una pierna, sobre otra, y pronunció mirando seriamente a Ayala:

-Tristán, tú eres lo que puede llamarse un mozo inteligente.

-¿Lo crees así?

-De no mala cuna.

-Tal era la opinión de mi abuelo.

-De generoso corazón.

-Cualidad de que otros han abusado.

-De excelentes puños.

-No me quejo por lo menos de ellos.

-Y hasta de arrogante presencia.

-En ese punto mi modestia se refiere a la opinión de algunas benevolentes damas.

-Sería en absoluto inexplicable para mí la insistencia con que en Madrid parece volverte la espalda la fortuna, si no conociera perfectamente tu talón de Aquiles.

-¿Qué talón es ese?

-¡El sacanete!

-No blasfemes, desventurado. Tomas la triaca por el tósigo. ¡Ah! ¡si supieras que precisamente al sacanete es a lo que se debe en esta casa el pan nuestro de cada día!...

-Lo cual significa en buen romance que vives del juego.

-¿Y de qué diablos quieres que viva?... He llamado en vano a todas las puertas... he tocado infructuosamente todos los registros...

-Tristán; pudiera haber cierta hipérbole en esos todos.

-Te concedo de buena voluntad que el círculo de mis vocaciones es limitado. Un hombre como yo no sirve para cualquier cosa. Los trabajos oficinescos, por ejemplo, no son mi fuerte: las letras que hago se semejan a uvas jaenes; y respecto a cuentas, calculo con más facilidad por los dedos, que en virtud de signos aritméticos. Tampoco me seduce la milicia: la disciplina y mis instintos son antitéticos. En cuanto al servicio de persona alguna que no sea el rey, los pergaminos del abuelo me imponen ciertos deberes...

-Me vas inclinando a creer que tu colocación puede ofrecer dificultades.

-¿No es verdad que sí? ¡Condenación! Sólo me reconozco con especial aptitud para el ejercicio de una noble profesión, y el mismo Lucifer parece haber tomado por su cuenta el empeño de contrariar mis aspiraciones.

-¿A qué aptitud te refieres?

-A la de repartir cintarazos.

-No seré yo por cierto quien la ponga en duda.

-Poco satisfecho podías estar de ti mismo si tal hicieses. Precisamente los golpes que más han cimentado mi reputación los debo a tus lecciones.

-¡Oiga!

-Mi convicción es inquebrantable: la exposición metódica de la escuela completa de tu gran maestro Luigi Bosco, labraría mi fortuna.

-Según eso te proponías establecer...

-Una sala de armas, lo has adivinado. Mis admiradores pregonarían mi mérito por todos los ámbitos de la villa: mis envidiosos mismos le acreditarían, porque con sus críticas me proporcionarían ocasión para exhibirme en un par de encuentros ruidosos; y si tú tenías a bien favorecer mi semana inaugural con algunos asaltos, el éxito sería completo; los discípulos de alta alcurnia acudirían a disputarse mis lecciones, como hace diez arios se disputaban las de maese pacheco, el último de su gloriosa dinastía.

Ayala se detuvo dos segundos, y exhaló un profundo suspiro.

-He aquí la tradición de la lechera -murmuró-, lastimoso es que tan bello sueño no pueda únicamente realizarse por la prosaica falta del capital necesario para la instalación del establecimiento.

-¡Buen Tristán!...

-¿Estás satisfecho de mis jeremiadas?

-¿Por qué me diriges esa pregunta?

-Porque, por mi parte, no puedo estar más harto de ellas; y te prometo que hoy no he de insistir en su expresión, por mucho que vuelvas a empeñarte en provocarlas.

Colocó las dos manos el mocetón en los hombros de su amigo y repuso:

-Hay, por lo pronto, Felicísimo, algo que absorbe mi interés con preferencia.

-¿Qué algo es ese?

-Tus propios asuntos.

-¡Cordial preocupación!

-Enhorabuena. Desde luego tu presencia en Madrid me hace presumir que la liquidación de la testamentaría de tu padre está terminada.

-De todo punto.

-¿Y ha arrojado saldo satisfactorio?

-Completamente satisfactorio... para los acreedores. Ha podido pagárseles hasta el último maravedí.

-Hem... no me admira que esos acreedores existiesen.

-Me lo explico; lo que hubiera debido admirarte sería que no existieran. Mi buen padre era notoriamente expléndido.

-Y sus amigas más expléndidas que él.

-También es cierto: el culto de las damas fue la debilidad de la vida del autor de la mía.

-¡Pobre don Tadeo! no juzguemos con demasiada severidad esa ligera imperfección.

-Tan lejos estoy de ello, que no me opongo a que sustituyas el nombre de imperfección que has usado, por el de cualidad que habrías podido emplear; por más que esta sea una de las muchas cosas que no me ha sido dado heredar.

La joven ama de llaves, que se ocupaba en restablecer el imperio del orden en los muebles, lanzó a Lozano una mirada de desdén y salió de la habitación.

Ayala prosiguió:

-Has obrado como un buen hijo haciendo honor a los compromisos contraídos por el autor de tus días; pero la suerte de sus acreedores sólo me inspira una curiosidad mediana; donde se fija mi atención es en la suma que todavía puede constituir tu fortuna.

-¡Ah! eso es diferente.

-¡Cáspita!... ¡y tanto!

Lozano se arrellanó cómodamente en la silla, y pronunció:

-Si no te hubiera oído hablar de tu poca afición a las matemáticas, te diría que podías escribir la suma en cuestión con todos los ceros que tuvieras por conveniente, con tal de que no los hicieras preceder de alguno de los otros nueve guarismos.

-¡Cómo! ¿hasta ese punto han llegado las cosas?

-Hasta ese punto.

-¡Señor don Tadeo! -exclamó Ayala, apostrofando al difunto enterrado en el cementerio de Torrelaguna.

-Mi noble padre usó de su derecho -repuso indolentemente Lozano:- los bienes no estaban vinculados.

-¡De modo que la preciosa quinta del Lozoya, donde don Tadeo vio terminar sus días!...

-Ha sido adjudicada a un usurero.

-¡La dehesa de la jurisdicción de Guadalix!...

-Hoy pertenece al comendador de Santiago, uno de los mejores amigos de la familia.

-¡El coto redondo del Jarama!...

-Ha sido dividido en cinco partijas que en la actualidad se disputan otros tantos bergantes.

-¡Pero la casa solariega!

-Eso es todo lo que me queda.

-¡Ah! siquiera...

-Voy a referirte una pequeña anécdota para que no des al caserón más valor del que tiene.

-Veamos.

-Debes recordar que el edificio se halla cerrado desde hace doce años. Las golondrinas anidan a su placer en los desvanes, y las ratas trotan tranquilamente en los sótanos. Semejante estado amenaza. prolongarse hasta que los viejos muros cedan a su propia pesadumbre; porque los arquitectos encargados de formar el proyecto de las obras necesarias para poner la casa habitable han tasado la restauración en quince mil pesos.

-La cantidad no es, en efecto, floja.

-Sobre todo, si se tiene en cuenta que los mismos peritos, que con tanto garbo se permitieron calcular el importe de las reparaciones, sólo han justipreciado en diez mil reales el área superficial.

-¡En tan poco se estima el terreno en Torrelaguna!

-En tan poco, desgraciadamente para mí; puesto que, si bien con profunda pena, me decidí a enajenar el patronímico suelo que cimentaba los decrépitos sillares donde rodó mi cuna. Diez mil reales no eran sin duda mucho dinero; pero en mis circunstancias podían representar acaso la cifra indispensable para esperar menos indignamente el primer albor de mi estrella.

-Bien pensado.

-Me dirigí, pues, a don Justo Morente, propietario de la finca colindante y formulé mi proposición. El tal sugeto me miró con el aire del hombre a quien se quiere meter en un berengenal; profirió media docena de irónicas impertinencias que empezaron a agotar mi paciencia acerca de las ruinas que pretendía hacerle adquirir; y concluyó por decirme que, movido por generosos sentimientos, y en atención a la necesidad de fondos en que debía encontrarme, se avendría a comprar el solar de mi caserón para dar ensanche al jardín que poseía, única cosa para la que mi ex-vivienda era utilizable, ofreciéndome, no los diez mil reales de la tasación, sino la mitad de esa suma, con tal que derribase el edificio por mi cuenta y le dejase la superficie libre de escombros.

-¡Ah, diablo!

-Como ves, mi negocio no podía ser más redondo; porque los gastos de la demolición hubieran excedido con mucho al producto de la venta.

-¿Y qué contestaste a semejante gitano?

-No le contesté nada; me limité a darle un papirotazo en la nariz, y le volví la espalda.

-Perfectamente; pero ¿se quedó con el papirotazo?

-Preciso fue: yo no soy hombre que recoge esas cosas.

Tristán se sonrió.

-Después de esta breve exposición del estado de mis asuntos -repuso Lozano-, ¿será necesario decirte el objeto que me trae a la Corte?

-Vienes a pretender.

-Pero con más confianza que tú, y por lo pronto, con menos difíciles exigencias.

-¿Tienes padrinos?

-Espero tenerlos.

Ayala se rascó una oreja.

-Esperar no es precisamente lo mismo que tener-murmuró.

-Mis esperanzas no carecen de fundamento racional.

-Eso es distinto.

-Cuento con una carta para el marqués de la Ensenada, de persona a la cual está muy obligado.

-Puedes jactarte de venir recomendado a un ilustre prócer que hace algunos años era omnipotente en España.

-¿Quieres decir con ello que en la actualidad no debo prometerme mucho de esa protección?

-No te oculto que la voz pública asegura que Ensenada es mirado con prevención notoria en palacio; pero tampoco despojo de toda importancia el apoyo que te pueda prestar. El marqués conserva todavía amigos influyentes, y no es imposible que alguno de ellos se decida a servirle, guardándose bien de dejarlo entrever en las regiones oficiales.

-Valga lo que valiere, se contará con Somodevilla como recurso supletorio.

-Tanto mejor si no es el único.

-También poseo una expresiva epístola para el marqués de Esquilache.

-¡Ah, chápiro! he ahí un nombre que nada me deja que desear. Se trata de un ministro con dos carteras; la de Hacienda, como quien dice, la recaudación de las rentas reales, los pingües empleos, el oro: y la de guerra, esto es, la magnificencia personal, el mando, la gloria. Si el doble altísimo secretario del despacho honra la firma que suscribe tu carta, hecha está tu suerte.

-No he de tardar mucho en saber a qué atenerme en ese punto.

-¿Cuándo te propones intentar que el italiano te conceda una audiencia?

-Mañana mismo.

-¡Siempre con la misma aversión al aplazamiento de las crisis!

-Sobre todo, cuando aplazar no es resolver. Vamos, excelente Tristán, comienza a coadyuvar por tu parte al logro de mis deseos: ¿Dónde habita el ministro?

-A cuatro pasos de aquí.

-¡Oh! tienes un buen vecino.

-Te aseguro que hasta ahora me ha servido de poco. El domicilio de Esquilache es la casa llamada de las siete chimeneas.

-¿Dónde está ese edificio?

-En la plaza a que la misma casa da nombre.

-Como si nada me hubieras dicho.

-¿Por dónde has entrado en esta calle?

-Por la de Alcalá: me he hospedado en la fonda de Levante.

-Entonces has pasado por esa plaza: se halla situada al fin de la calle de las Infantas.

-Basta; estoy orientado.

-No podía menos: acabas de decirme que te alojas en la posada de Levante. Tu reciente llegada me mueve a, hacerte una observación indiscreta sin duda, pero que tiende a evitarte una inconveniencia.

-Precisamente te estoy pidiendo instrucciones.

-Supongo que antes de visitar al marqués, cambiarás de traje.

Lozano se retorció las puntas del bigote, y contestó con cierta indolencia:

-Pienso, efectivamente sustituir esta casaca por otra menos usada, y las botas por zapatos de hebilla; pero en cuanto a la chupa y al calzón no me atrevo a darte palabra de cambiarlos.

-Cambiarás al menos el sombrero.

-Los sombreros son incómodos en los viajes: no traigo otro en el equipaje.

-¡Cómo! ¿ignoras acaso que por iniciativa del marqués acaba de prohibirse en la capital de la monarquía el uso del sombrero redondo?

-Algo había oído decir en Torrelaguna que se proyectaba sobre el particular; pero no imaginé que eso pasase nunca de proyecto.

-No conoces el brío de los italianos que nos gobiernan. Desgraciado: apunta tu chambergo antes de ponerte en presencia del ministro, o se ha llevado el demonio tus pretensiones.

Felicísimo dio algunas vueltas a su sombrero replicando.

-En rigor, no me parece cosa difícil añadir dos presillas a la que tiene.

-Así es la verdad.

-Agradezco la indicación, bravo Tristán.

-¿Sí?.. pues ¡pardiez! vas a tener que agradecerme otra. Mucho me temo que tu capa tenga una tercia más de la longitud que el bando permite.

-¡Ah, diantre!

-Por dicha no ofrece la capa más inconvenientes que el sombrero para hacerte perder todo aspecto contrabandista.

-Tienes razón: ofrece mucho menos; se apresuró a decir Lozano, que estaba temiendo oír hablar de tijeras; la capa, no sólo no es necesaria para visitar a un ministro, sino que es poco deferente. Se quedará en mi habitación.

-Obrarás cuerdamente. Ambos detalles entrañaban capital importancia.

-Voy echando de ver que las exigencias que siempre ha tenido la vida de la Corte, empiezan a adquirir cierto carácter enojoso.

-Participaría de tu opinión, si hace mucho tiempo no hubiera contraído el hábito de reírme de todo lo que no sea la olla, el mosto y el amor.

-¡Oh! sibarita...

-Desgraciadamente mi sibaritismo es platónico con frecuencia.

-En fin, absurdo sería revelarse contra el orden establecido. Al venir a Madrid, no ignoraba que iba a poner mí planta en el gran escenario donde incesantemente se entrechocan las impertinentes imposiciones de la moda, los ruinosos delirios de la ostentación, las pérfidas intrigas del odio, las repugnantes miserias de la farsa. Abandonémonos al curso del impetuoso torrente.

-Es lo mejor que puede hacerse.

-Para probarte que no pienso sustraerme al vértigo de la Corte, he de comunicarte mi primera determinación. Acaso te sea dado también facilitarla.

-Dime, pues.

-Los pliegues de mi bolsa tienden a unirse con una rapidez alarmante; no tengo amigos en Madrid a quienes decorosamente pueda poner a contribución para subvenir a mis gastos: si antes de un mes no me ha sonreído la fortuna, que el diablo me lleve si sé lo que habré de hacer de mi persona... Pues bien, Tristán, voy a tomar lacayo.

-Con menos recursos que tú me permito yo mayores excesos.

-¡Ah! ¿no te parece extravagante mi lógica?

-Al contrario.

-¿Comprendes que la necesidad más imperiosa para un noble mendigo es ocultar sus arapos si aspira a que se le tienda la mano?

-¡Pues no!

-¿La teoría de los gastos reproductivos no es una paradoja para ti?

-No creo que pueda serlo para ningún hombre inteligente. ¿Quién recoje sin haber sembrado?

-Tristán, hemos nacido para entendernos.

-Eso no obstante, nuestras riñas han sido innumerables.

-Nimiedades.

-Es igual: mi corazón siempre ha sido tuyo.

-¿Conoces algún mozo cuya estampa no me deshonre que quiera entrar a mi servicio?

-Pse... reflexionaré... ¡Ah! ¡Bah! está reflexionado.

-¿Has tropezado con alguno?

-Si el huésped de mi vecino del patio no ha encontrado todavía el acomodo que buscaba hace cuatro días, está hecho tu negocio.

-¿Será eso fácil de averiguar?

-Facilísimo, como tengas paciencia para esperarme tres minutos.

Y Ayala desapareció en el acto por la puerta opuesta a la que dio entrada a Lozano.

No mucho tiempo después del prefijado, Tristán estaba de vuelta seguido de otro individuo.

Lozano clavó en éste sus ojos escrutadores.

Era el sugeto un mozo de veinte anos, espesa cabellera, mirada humilde y no breves extremidades. Vestía una librea del color de Castilla, sin orla ni bordados, y oprimía debajo del brazo izquierdo un tricornio más que de marca.

A decir verdad, la ojeada de Lozano no reveló la más ligera repulsión.

-Aquí tienes, querido Felicísimo, el camarero que antes te anuncié -pronunció Ayala.

Lozano se acomodó mejor en el asiento, cambió el cruzado de las piernas, y dijo con la dignidad que el caso requería:

-¿Cómo se llama el anunciado?

-Perfecto Cazurro -contestó el mozo interpelado.

-¿Dónde se ha permitido nacer el buen Cazurro Perfecto?

-En Betanzos.

-¿Ha servido en Madrid a muchos hidalgos?

-Sólo he pertenecido por espacio de un año a la casa de don Diego Calderón, caballero cordobés.

-¿Era del caballero cordobés la librea que viste el joven Cazurro?

-Si señor.

-¿Por qué le ha quitado los galones?

-Porque como contenían el blasón de los Calderones, he creído que no me era lícito conservarlos al dejar de ser comensal de la familia. Por otra parte, así queda mi traje en disposición de recibir la orla que vuestra señoría determine, en el caso de que se avenga a aceptar mis servicios; y si los colores de vuestra señoría son otros que los de esta librea, llevaré con tanto orgullo como respeto la que tenga bien facilitarme.

Dejó esta respuesta tan plenamente satisfecho a Lozano, que repuso con cierta ligera sonrisa:

-Por ahora, conservará ese traje el buen Cazurro; más adelante hablaremos.

-¿Según eso puedo considerarme al servicio de vuestra señoría?

-Desde luego: a menos que el seor gallego quede poco prendado de la abundante pitanza y del buen par de reales diarios que le ofrezco.

-Si vuestra señoría no me asigna otro salario, preciso será que me contente con ese. Por algo he de contar entre mis beneficios el insigne honor de servir a tan gentil caballero.

Lozano se puso en pie, volviéndose hacia Ayala, el cual parecía decirle con el movimiento de su cabeza semi-probador, semi-interrogativo:

-¿Exajeré al asegurarte que quedarías complacido?

-Trato cerrado -añadió Lozano-: Para darle sanción cuidará la atildada frase de Cazurro de rebajar mi señoría hasta la merced: por mi parte cambiaré la tercera persona en el familiar tuteo.

Después, abrazando a Ayala para despedirse, murmuró a su oído:

-¡Con tal de que tu perillán tenga más de Perfecto que de Cazurro!..

-¡Bah! el chico parece una perla -contestó Tristán en el mismo tono:- menos obligado que tú me temo que él me quede.

-¡Ah! gracias, francote rústico.

-¡Hum!.. mucho será que no me devuelvas al pobre mozo con algún desperfecto: te conozco, Felicísimo, lo mismo que si te hubiera dado a luz...

Pocos minutos más tarde, Lozano ganaba la salida de la calle del Barquillo, seguido por Cazurro a la distancia de seis pasos.

Capítulo III
De cómo Lozano vio arder la mejor de sus credenciales en una de las siete chimeneas de la casa del marqués de Esquilache

Al sonar las once de la mañana siguiente en el reloj del Buen Suceso, situado entonces en la próxima Puerta del Sol, Lozano dejó su domicilio para encaminarse a la plaza de las Siete chimeneas, con la fe que inspira en el corazón el convencimiento del propia mérito, y la esperanza que infunde en el alma la edad de veinticinco años.

El traje del caballero había experimentado una verdadera trasformación. El sombrero que cubría al joven, estaba perfectamente apuntado en forma de tricornio; vestía una casaca negra en buen uso, de tejido catalán, bordada de seda con herretes de abalorio; y calzaba medias de triple punto de torzal y zapatos con hebilla de acero.

Como la distancia que tenía que recorrer no era mucha, Lozano se encontró bien pronto delante de la casa del ministro, y atravesó el dintel de la puerta con el aire, con que César debió pasar el Rubicón.

Los dos lacayos que halló detrás de la cancela de cristales, le encaminaron al portero de estrados, situado en el recibimiento, y este dependiente a su vez le dirigió al ugier particular de su excelencia, que regía la antecámara.

Cuando Lozano penetró en la espaciosa estancia, consideró de excelente augurio la circunstancia de que no hubiera en ella otra persona que el ugier. Esto solo probaba falta de práctica: todos los que frecuentan las regiones donde se forja el rayo y se elabora el maná, saben perfectamente lo que significa una antecámara vacía.

El ugier, vestido con la más exquisita elegancia dejó la mesa junto a la cual se hallaba sentado, y se adelantó hacia el recién llegado con no menos exquisita cortesía.

-¿Me será permitido ver al señor marqués? -dijo Lozano.

-Su excelencia conferencia en este momento con el señor secretario de Estado y del despacho de Gracia y Justicia -respondió el ugier.

-Se me antoja que esas palabras no contestan categóricamente mi pregunta.

- Intelligenti pauca .

Lozano dio un paso atrás como si su interlocutor le hubiera enseñado las herraduras de repente.

-¡Ah! -repuso-, ¿estoy hablando con un ugier o con un preceptista latino?

-Sírvase usted dispensarme -pronunció el ugier con fina sonrisa:- mi aforismo quiere decir que la entrevista de su excelencia con el señor ministro de Gracia y Justicia, será larga; y que cuando la conferencia termine, el señor marques no estará visible para nadie.

-O lo que es lo mismo, su excelencia se habrá puesto el anillo de Giges, y váyase la figura por el aforismo.

El ugier miró con sorna al que no podía ser otra cosa que un pretendiente más o menos petulante.

-Por fin -prosiguió Lozano-, ¿cree el digno ugier que a su excelencia le sea dado dejar de estar invisible alguna vez?

-¿Me concede el caballero su permiso para que le obsequie con un buen consejo? -replicó el interrogado por toda respuesta.

-Después de haberse permitido a sí mismo el señor ugier herir mi tímpano con un sublime graznido... del idioma del cisne de Mántua, bien puede atreverse a dispensarme el obsequio en cuestión.

El dependiente comenzaba a perder una parte de su aplomo.

-Conviene -dijo con seriedad disciplente-, que el caballero formule por escrito su deseo. El señor ministro se enterará más tarde de la correspondencia privada, y es de creer que le señale día y hora de audiencia.

-¡Ah!... perfectamente.

-De esa manera no tendrá necesidad el joven señor de perder aquí lastimosamente el tiempo con inútiles gestiones.

-Repito al clásico ugier que estoy enamorado de su idea.

Y Lozano se acercó a la mesa sin la menor ceremonia; tomó una pluma y el mejor papel que encontró a mano, y escribió rápidamente en pie las frases siguientes:

«Felicísimo Lozano saluda al excelentísimo señor marqués de Esquilache y le ruega tenga a bien concederle una audiencia para que le pueda exponer el objeto de la misión que le ha confiado uno de los amigos de su excelencia».

A continuación plegó el papel en tres dobleces, sujetó la punta con una oblea, y puso el sobrescrito.

-He ahí mi pequeña instancia -añadió:- ¿a qué hora y de qué kalendas, nonas o idus, calcula el señor ugier que habrá podido tener ocasión su excelencia para resolver alguna cosa?

-Si el caballero se toma la molestia de volver a las cinco de la tarde, no es imposible que reciba contestación, -dijo el doméstico con la voz más breve y el ceño más fruncido.

-Está muy bien: a esa hora enviaré a mi ayuda de cámara para que se entere acerca de si la falta de imposibilidad ha llegado a adquirir la forma de hecho consumado.

Las últimas palabras del joven parecieron rehabilitarle algún tanto, en el concepto del dependiente, porque el entrecejo de éste comenzó a despojarse de su severidad.

Lozano, sin embargo, no pensó en aprovecharse de su ventaja. Con un equívoco movimiento de cabeza, se dio por despedido, y abandonó la antecámara, vengando con burlonas sonrisas y miradas en las personas y las cosas que encontraba al paso, la primera contrariedad que en el primer propósito había experimentado.

El joven caballero fue a pasar una hora en sabrosa plática con el amigo Ayala; después recorrió los puntos más concurridos de la villa con paso reposado, la nariz al viento y las manos cruzadas en el dorso; tomó una taza de moka, más o menos legítimo, en el café y botillería de San Felipe; y usó y abusó de la hospitalidad tan cómoda como llena de distracciones que el establecimiento ofrecía a sus numerosos concurrentes, con la delectación morosa del hombre que sólo se propone matar el tiempo. Previa venganza, cuya perfecta justicia nadie podrá poner en dada, puesto que a falta de otros enemigos el tiempo habrá de ser quien mate al hombre.

Llegaba el sol al término de las cuatro quintas partes de su carrera, cuando Lozano retornó a su posada.

El primer cuidado del joven, fue llamar a Cazurro y encargarle que a las cinco en punto se avistase con el cancerbero del marqués de Esquilache. Al efecto, comunicó al lacayo las más precisas instrucciones.

Cazurro se apresuró a cumplir el encargo de su amo con la mejor voluntad; pero el incidente de la antecámara había puesto en guardia a Lozano contra las ilusorias facilidades del deseo, y aguardó la vuelta del fámulo con poca impaciencia y acaso con menos confianza.

Veinte minutos después, el caballero que se había asomado a su balcón, vio regresará Cazurro, desembocando por la calle Ancha de Peligros.

-¿Has conferenciado con el ugier del ministro? -dijo Lozano a su doméstico, apenas éste puso la planta en el aposento.

-He tenido esa satisfacción -contestó Cazurro.

-¿En castellano o en latín?

-¡Ah, bah!.. Hubiéramos podido, sin embargo, entendernos en dialecto galáico, porque hemos resultado paisanos.

-¿Y qué te ha dicho?

-Me ha asegurado que al entregar la esquela al señor marqués, le encareció el carácter de perentoriedad que mi amo parecía dar a su instancia.

-El tunante ha mentido; pero no le haré un cargo por ello. Adelante.

-Después ha puesto en mis manos este billete.

Lozano se apoderó del papel apenas salió de la librea de Cazurro, desplegó los dobleces, y leyó estas palabras:

«El marqués de Esquilache tendrá el honor de recibir en su domicilio a Don Felicísimo Lozano, a las once de esta noche».

-Esto ya es algo -murmuró Lozano-; pero ¡cáspita! la hora estaba fuera de todos mis cálculos: ¿qué clase de costumbres empiezan a adquirir los altos personajes de la Corte?

Fueran esas costumbres las que quisiesen, lo importante era que se hallaba citado por el Ministro.

El joven comió con excelente apetito; se paseó rápidamente por el Prado; concurrió en las primeras horas de la noche al salón común de la posada, donde presenció distraído una partida de rebesino, juego para el cual se escribió en el caballo de copas el tradicional ¡ahí va! y a las once, menos cuarto se lanzó a la calle.

La noche estaba oscura; pero si las nubes interceptaban la luz de los cuerpos celestes, abrigaban en cambio agradablemente la superficie de la tierra.

El tránsito que por esta vez eligió Lozano, fue el de la calle de las Torres.

A doblar iba Felicísimo el ángulo de la calle de la Reina, cuando oyó distintamente las frases que siguen:

-Y juego limpio, camarada: a los dos se nos ha hecho el encargo; juntos por lo tanto debemos presentarnos a dar cuenta de su cumplimiento. Si cualquier accidente nos separa, convengamos en que el favorecido por la suerte se reunirá con el desdeñado, de una a dos de la madrugada en la hostería del valenciano.

-¡Convenido! -contestó otra voz.

En aquel momento Lozano, que llegaba a la esquina, vio dos hombres embozados en largas capas, recostados en la pared donde comenzaba la calle de la Reina.

La única cosa que en la oscuridad pudo entrever el joven, fue el sombrero redondo de color gris de uno de aquellos hombres.

Los embozados guardaron instantáneamente silencio.

-Que el diablo me lleve si la fortuna que estos bigardos esperan es la de ganar el cielo -murmuró Lozano.

Y prosiguió su camino hasta la calle de las Infantas.

El gran reverbero, colocado en el portal de la casa del marqués, sirvió de faro al joven en su nueva ruta.

Por los mismos pasos que doce horas antes, y sin otro inconveniente que el de tomarse el trabajo de aludir a la citación de que era portador cuando se veía interrogado por algún dependiente, llegó Lozano a la antecámara del ministro.

A la sazón había en la sala media docena de individuos entre los cuales dos vestían uniforme militar.

El ugier recogió el billete de Lozano, y formulariamente le rogó que tomase asiento, pero el caballero prefirió pasearse como algunos de los concurrentes.

Trascurrido medio cuarto de hora, resonó en la estancia inmediata una argentina campanilla; el ugier desapareció, y un momento después pronunció un nombre desde la puerta.

El apelado ingresó en el despacho del ministro donde permaneció cinco minutos.

A la salida del introducido, un nuevo nombre franqueó el paso a otro espectante. La entrevista de éste con su excelencia fue más breve todavía.

Todos aquellos sucesos de precipitado curso, los detalles que los daban color, y hasta la hora de silencio y de sombras en que se realizaban, podrían ser la cosa más natural del mundo; pero imprimían en el ánimo de Lozano una sensación penosa. ¿Quién se atravería a asegurar que el ministro no se apresuraba a abreviar las eternas importunidades que su cargo le imponía la obligación de sufrir, y que conservaría algún recuerdo de las sonatas que le entonaban al indiferente oído?

El cuarto nombre que el ugier articuló fue el de Lozano.

El Joven penetró en el gabinete del marqués, con el sombrero debajo del brazo.

Era el despacho más espacioso que la misma antecámara; pero ninguna parte de él estaba en penumbra, merced a la elegante araña de seis mecheros cubiertos por campanas de cristal, que pendía del techo, y a la gran lámpara de bomba esmerilada que ardía sobre la mesa.

Al resplandor de aquel opulento alumbrado, Lozano distinguió al marqués en pie, apoyando indolentemente un codo sobre la tabla de mármol de la chimenea.

Los rasgos del rostro de Esquilache no eran de los que definen la edad de un hombre, ni los ojos, de los que revelan los pensamientos que abriga un cerebro, ni los labios de los que denuncian los grados de franqueza, de una sonrisa.

Si se hubiera perdido el modelo de la esfinge cortesana, el semblante de Esquilache habría podido servir para rehacerle.

Vestía el marqués con un esmero irreprochable, y en el costado izquierdo de la casaca de terciopelo negro, fulguraba una placa de diamantes.

-¿Es al señor Lozano a quién tengo el placer de saludar? -pronunció el italiano con melífluo acento.

-Respestuoso servidor de vuecencia -contestó el joven inclinándose.

-Parece que el asunto que mueve a usted a visitarme no carece de urgencia.

-Confieso que por carácter suelo perseguir con cierta actividad los negocios en que me empeño.

-Por mi parte, como usted ve, no he querido despojar de la menor importancia al que en este momento le ocupa. No obstante los altísimos intereses que absorben mi atención, hoy he recibido el aviso de usted, y hoy mismo le admito a mi presencia.

-No puedo encarecer bastante a vuecencia lo que con ello me obliga.

-¿De qué se trata, pues?

-De entregar a vuecencia esta carta del caballero César Ponzone, secretario del marqués de Tanucci.

Y Lozano entregó al ministro la misiva de que hablaba.

-¿Viene usted de Nápoles? -añadió el marqués mientras desdoblaba el pliego.

-Regresé hace diez y ocho meses; pero la amistad que allí contraje con el señor Ponzone, no se ha entibiado en ese tiempo.

Esquilache recorrió con la vista rápidamente la carta, y la dejó entre otros papeles sobre la chimenea.

-El buen César -repuso-, me hace de usted el más cumplido elogio.

-Indulgencia de la amistad.

-Pero como la carta no es otra cosa que una encomiástica presentación, espero la explicación del presentado.

-Dios mío, la explicación no puede ser más sencilla. El señor marqués tiene delante a un joven en la plenitud de su energía, sin familia ni lazo alguno de los que pueden cohibir el acometimiento de las más grandes empresas, que nada anhela tanto como consagrar toda la actividad de que se siente capaz a ser útil al rey y a vuecencia.

El relámpago de entusiasmo que animó la voz y las facciones de Lozano acaso hubiera agradado a un hombre de cabeza y de corazón en la acepción figurada de la frase; pero el marqués tenía ambas partes del organismo atrofiadas, tanto por el pesa no escaso de los años, como por la batalla sin tregua de la vida palaciega, y en las palabras del joven sólo vio con extrañeza una cosa, la falta absoluta de la súplica tradicional que todo pretendiente debe poner al pie de sus memoriales.

-Esto es, aspira usted a un empleo -replicó, rebajando el lirismo hasta el más pedestre de los lenguajes.

-Si vuecencia creyese que ese era el mejor medio de servirlos...

-Prescindiendo por completo de mi persona -añadió el marqués con fina sonrisa-, conviene no perder de vista que son tan excesivamente numerosos los buenos servidores del rey; que su majestad es quien favorece en alto grado a aquellos cuyos servicios se digna aceptar.

El joven ligeramente herido, contestó bajando la voz.

-No es imposible que mi provinciana falta de tacto, me haya hecho incurrir en alguna inconveniencia que no me propongo adivinar; pero desde luego, me parece que las frases que he pronunciado no se oponen poco ni mucho a la exacta teoría que vuecencia acaba de exponer.

-¿Ha pertenecido usted a algún ramo de la administración del Estado?

-Jamás.

-¿Posee usted título profesional de los que habilitan para el ejercicio de alguna carrera científica o literaria?

-Ninguno.

-¿Los antepasados de usted han prestado al rey especiales servicios?

-Lo ignoro; pero me atrevería a asegurar que si esos servicios existen, no han llegado nunca a la conquista de un reino, porque no lo registra la historia.

Esquilache tomó un tabaco habano de la cigarrera que había sobre la mesa, murmurando entre dientes:

-Pobre y soberbio.

El marqués guardó un calculado y elocuente silencio a continuación de sus preguntas, acaso con el objeto de que Lozano pudiera por sí mismo deducir la consecuencia.

-A decir verdad -repuso el joven-, no fundaba mis esperanzas en ninguna de esas circunstancias.

-El áncora de las aspiraciones de usted era por lo visto el apoyo de Ponzone.

-¡Bah! posteriormente comprendí que el excelente caballero alucinado por la mejor de las intenciones daba a sus presentes más valor del que sin duda tienen.

Algo de equívoco debió ver Esquilache en las palabras de Lozano, porque dijo con un candor verdaderamente italiano:

-Fijemos bien los términos de la cuestión para que podamos entendernos. ¿A quién ha creído César Ponzone obligar con su carta?

Lozano se sublevó ante la idea de la última humillación que se le quería imponer; y dando a la fisonomía una expresión irónica, contestó rotundamente:

-A mi juicio, es evidente que Ponzone no ha creído obligar a otra persona que a vuecencia.

-Así lo sospechaba -pronunció fríamente el marqués-; pero no me ha parecido inútil oírlo.

Y eligiendo con aire distraído un papel entre los que había sobre la chimenea, hizo con él una especie de antorcha; prendió fuego a su punta en el hogar, y utilizó la llama para encender tranquilamente el cigarro.

Después arrojó a los tizones el resto de la mecha.

La casualidad había hecho que el papel tomado por Esquilache, fuese la carta del secretario del Presidente del Consejo de regencia de Nápoles.

Lozano afectó no echarlo de ver, entornando los párpados con indolencia; pero el iris de los ojos fulminaba a través de las pestañas más chispas que la misma chimenea.

El marqués prosiguió:

-Los dones de un hombre como Ponzone, a pesar de la modestia con que usted los justiprecia, no son seguramente de desdeñar. No echaré en olvido el nombre de don Felicísimo Lozano, si ocasión se presenta en que sea conveniente utilizar sus especiales cualidades. ¿Tiene usted a bien manifestarme su residencia?

-Calle de Alcalá, fonda de Levante.

Esquilache trazó un par de garabatos en el libró de memorias. A continuación miró la puerta.

Lozano pronunció con la más afable de las sonrisas de su repertorio:

-Ruego a vuecencia que no sea demasiado tarde. Los hidalguillos de provincia, aun en Madrid nos recojemos temprano por costumbre; y no sería imposible que si el mensajero de vuecencia acudiese a mi domicilio a una hora algo avanzada, me encontrase profundamente dormido.

El marqués irguió la frente con viveza; pero sólo vio la coronilla del joven que se inclinaba con flexibilidad.

Cuando un momento después Lozano atravesó la antecámara, oyó al ugier proferir otro nombre, lo cual le probaba que la audiencia continuaba su mecánico curso, como la tierra proseguía trazando su órbita gigantesca alrededor del astro rey en el piélago inmenso del vacío .

Capítulo IV
Donde Lozano oye por primera vez en su vida el canto de una sirena

La disposición de ánimo con que Lozano llegó al peristilo, no podía ser menos tranquilizadora para cualquiera que hubiese tenido la poca fortuna de tropezarle; y sin embargo, fue tropezado sin que los labios del joven, plegados por la ira, formulasen reclamación alguna.

Es verdad que el choque que sufrió habría podido tomarse por el del ala de un pájaro en su rápido vuelo: que no de otro modo cruzó por delante del joven una mujer que se deslizaba desde la escalera al portal, rebozada en la amplia sarga del manto.

-¡Diantre! -pensó Lozano-; si la presencia de esa dama estaba relacionada con la nerviosa precipitación con que el marqués procura esta noche desembarazarse de sus importunos, su excelencia pierde su trabajo: la tapada tiene menos paciencia que él.

Para los hombres del temple de Lozano no hay términos medios cuando experimentan una importante decepción. O enseñan los puños al cielo, hieren la tierra con los pies, y reniegan de todo lo creado, o ahogan una carcajada, hacen una pirueta y cantan una seguidilla.

Al salir a la calle, el joven, que sin duda en esta ocasión había optado por el segunda extremo de la disyuntiva, echó a andar automáticamente canturreando el aire de las últimas manchegas que fueron importadas en Torrelaguna.

Sabido es, sin embargo, si hemos de dar crédito a un autorizado proverbio, que no hay que fiarse gran cosa de los cánticos del español. Si del Capitolio a la roca Tarpeya no había más que un paso, de la pirueta al pataleo debe haber mucho menos.

El camino que seguía Lozano era el mismo que había traído. Nunca, deja la costumbre de imponer su yugo cuando se carece de libertad de espíritu para elegir dirección.

Las calles de aquella parte del extremo de la villa, estaban completamente desiertas, y como el silencio sigue a la soledad, a la manera que la sombra al cuerpo, Lozano no escuchaba otro ruido que el de sus propios pasos.

Por esta circunstancia, impresionó más vivamente el oído del joven un grito penetrante que resonó a su espalda en el momento en que acababa de cruzar por delante de la calle de la Reina.

Lozano se detuvo, y condensó en su órgano auditivo todos los sentidos del cuerpo y todas las potencias del alma. No tardó en percibir otro segundo grito más débil que el primero. Entonces dio algunos pasos atrás, dobló la esquina, y procuró arrancar con los ojos a la oscuridad el secreto de lo que ocurría en el fondo de la calle.

Inútil fue el intento. Si la vista, no obstante, de nada le servía, en cambio oyó distintamente la sofocada voz de una mujer que clamaba:

-¡Socorro!.. ¡socorro!..

El joven se precipitó hacia el punto de donde partía el acento.

Cien pasos más arriba, un pálido reflejo le permitió vislumbrar algunas sombras que se agitaban en violenta lucha.

Sin interrumpir Felicísimo su carrera, desenvainó la espada, y a los pocos momentos se encontró en el terreno de la agresión.

Dos hombres pugnaban por sujetar a una mujer. Él sombrero gris de uno de ellos hizo pensar a Lozano en los dos embozados que veinte minutos antes había visto en la esquina.

En cuanto a la dama, a juzgar por el luengo manto que a la sazón flotaba al viento, era verosímil que fuese la misma que salió de la casa del marqués de Esquilache.

-¡Hola! ¡tunantes! -gritó Lozano:- ¿creéis que se puede saltear en las calles de Madrid con la misma facilidad que en Sierra-Morena?

Y acompañó las palabra con un vigoroso latigazo, asentado de plano en el hombro del más próximo de los apostrofados.

El insinuante modo con que Lozano se presentó en escena no era para mirado con indiferencia.

Los embozados abandonaron a la dama y pusieron mano a las tizonas, prorumpiendo cada uno de ellos en la más pintoresca de sus interjecciones.

-¿Qué es lo que tiene que hacer aquí el panarria de la casaca?-dijo el del sombrero gris.

-Sí ¡pardiez! -añadió su compañero-, ¿qué es lo que quiere este Quijote?

Lo único que faltaba a Lozano para que se le subiera la sangre a la cabeza, eran los denuestos de aquella gente.

-¡Quiero vuestra sangre villana... cobardes bandidos de mujeres!.. -rugió con acento estentóreo.

Cuando la dama se vio libre, recogió su falda y dio instintivamente un paso para huir, pero un noble impulso la detuvo. Lo único que hizo fue colocarse a espaldas de Lozano, cuidando de no entorpecer sus movimientos.

-Parece que el mirliflor levanta el grito -repuso uno de los individuos, arrollando rápidamente su capa al brazo izquierdo.

-Es un medio indirecto -contestó el otro-, de que acuda a auxiliarle algún vecino de buena fibra.

-¡Gaznápiros! -articuló Lozano-, voy a haceros saber si necesito apoyo alguno para triunfar de dos rufianes.

-¡Adelante!

-¡Hip!

Los embozados cayeron sobre Felicísimo, procurando ligar su hoja toledana; pero se hallaron con un puño de acero que para probarles su energía, ni siquiera quiso intentar un cambio.

El del sombrero gris volvió a levantar la mano a la altura del hombro, y un instante después partió a fondo, no sin cierta destreza.

Lozano paró el golpe con una contra de tercera en que apenas fue perceptible el movimiento de la muñeca.

El otro adversario, para quien no pasó desapercibida esta circunstancia, señaló un puntazo, pero sin tender otra cosa que el brazo.

El joven separó en cuarta el hierro enemigo lo extrictamente necesario, sin que perdiera el suyo la línea.

Los embozados juraron en distintos tonos.

-¡Maldición!

-¡Mil infiernos!

-¡Ea! camarada -continuó el del sombrero gris-, una embestida simultánea... Nadie para dos golpes a la vez...

Y poniéndose de acuerdo con un gesto, partieron al propio tiempo al doble grito de:

-¡Hem!..

Pero el nadie a quien aludía el del chambergo, no tenía por lo visto relación alguna con Lozano; porque éste recogió ambas hojas en el mismo círculo, sin otro inconveniente que el de darle acaso algo más radio del que permitía la buena escuela del maestro Bosco.

Felicísimo conocía perfectamente sus contrarios: no era cosa de prolongar la defensiva.

Con la agilidad que le distinguía, saltó a la derecha de la línea, y aprovechando el momento en que la nueva posición sólo le presentaba enfrente un enemigo, fingió un pase y se tendió a fondo.

El del sombrero gris profirió un juramento, y cayó encima del que le acompañaba, pero como este no se ocupó en sostenerle, acabó por desplomarse sobre el empedrado.

-¡Ah! renegado -balbuceó el embozado que quedaba en pie-, puedes jactarte de un buen golpe.

-Espera... contestó Lozano:- voy a enseñarte otro mejor.

Pero el último adversario no manifestó el menor interés en recibir la lección anunciada. A cada paso que Lozano avanzaba para cruzar el hierro, contestaba con otro paso atrás equidistante: y cuando metódicamente hubo repetido veinticinco veces el mismo movimiento, volvió la espalda y emprendió una velocísima carrera.

Lozano se lanzó en pos del fugitivo; pero la voz de la dama, que le había seguido en el avance, detuvo el primer ímpetu de la persecución en que iba a empeñarse.

-¡Oh!.. caballero... -pronunció la del manto con acento vibrante-, no se ocupe usted más de ese miserable. Bastante ha castigado la agresión de que he sido objeto.

El joven volvió sobre sus pasos envainando la espada.

La dama le esperaba en el espacio sometido a la acción de la tenue luz de dos lamparillas que alumbraban una imagen. Quería conocer el rostro del caballero.

La curiosidad de Lozano no era menor. Ambos se contemplaron algunos segundos, sin la reserva convencional del mundo, en gracia de lo excepcional de las circunstancias en que estaban, y a decir verdad, para ninguno fue poco agradable la impresión.

La del manto contaría de veintiséis a veintiocho años, y era de un género de hermosura que podría llamarse imponente.

Jamás una aventajada estatura y un correcto perfil griego han sido mejor secundados por cabellos y cejas de ébano más espesos, por ojos negros más rasgados y brillantes, por labios más finos y severos, por tez más trasparente de color blanco mate, y por talle más esbelto y elegante.

En aquella joven había algo de las bellezas circasiana, árabe y helénica, triple tipo de las mujeres de Oriente, las más hermosas de la tierra.

-¿Han lastimado a usted esos malvados?.. -dijo Lozano recorriendo con extasiados ojos las huellas del desorden que la pasada lucha había impreso en el cabello y en el traje de la joven.

-No, caballero: -contestó la dama pugnando por dominar su agitación-; ¡llegó usted tan a tiempo en mi auxilio!.. ¡me desembarazó usted con tanto brío de las manos que me asían!..

-¡Ah, señora! -repuso Lozano con un acento lleno de interés-; preferiría que mi buena fortuna me hubiera hecho seguir el mismo camino que usted llevaba para haber prevenido el suceso que ha ocasionado la angustiosa emoción de que con dolor la mira poseída.

-Gracias, caballero; esto pasará luego -respondió la joven, procurando dar a su boca la expresión de una sonrisa.

-¿Los malsines se proponían sin duda despojar a usted de sus joyas?..

-No ha podido ser otra cosa.

-La dama se llevó las manos a las orejas, adornadas por dos gruesas perlas, y murmuró:

-Y sin embargo, aquí están mis arillos...

Después se miró los dedos anulares, que ostentaban ricos solitarios de magníficas luces.

-Mis sortijas permanecen intactas... -añadió.

Por fin dirigió los ojos a una flor de bullidora pedrería, prendida en la parte alta del seno.

-Ninguno ha tocado a mi broche... -repuso.

-Es tan singular como satisfactorio -dijo Lozano.

De repente la dama exhaló un grito de angustia, y palideció hasta adquirir el color de los vuelos de encaje del jubón que vestía.

Lozano sorprendido, se acercó para sostenerla, si como temía la veía vacilar.

-¡La escarcela!.. ¡me han sustraído la escarcela!.. -balbuceó la joven en el colmo de la desolación.

-¿Contenía objetos de valor?..

-Un papel precioso... una carta que debía ser... que era seguramente de la más alta importancia... ¡Ay! desgraciada... mil veces desgraciada de mí...

-Si por ventura...

-¿Qué?

El hombre que derribé hubiera sido...

-¡Oh! sí, sí, caballero: véalo usted por favor... -se apresuró a decir la dama, asiéndose a la idea del joven como el náufrago al extremo de un cable.

Felicísimo volvió a bajar la calle, buscando en las tinieblas la masa más o menos inerte, trofeo de la excelente espada que ceñía.

El asombro del joven no conoció límites. El hombre que consideraba muerto o herido había desaparecido, sin dejar otro rastro que algunas gotas de sangre en el sitio donde cayó.

Lozano se asomó a la próxima calle de San Jorge hasta la cual pudo arrastrarse el del sombrero gris. La corta vía estaba solitaria en toda su extensión.

-¡Pardiez! -murmuró dando media vuelta.

Felicísimo encontró a su lado a la dama lívida como un cadáver, y retorciéndose las manos con desesperación.

-¡Nada!... ¡nada!... -sollozaba-. ¡Ah! ¿por qué no me han arrancado antes la vida?

Había en el dolor de aquella mujer influjo tan simpático, tan irresistible, que Lozano poca accesible hasta entonces al sentimentalismo en general y a las lágrimas femeniles en particular, se admiró de reconocerse verdaderamente conmovido.

El joven condensó sus recuerdos, coordinó coincidencias, calculó probabilidades; y cuando creyó haber entrevisto la suficiente luz para seguir algún camino, dijo a la bella desolada:

-En nombre del cielo, señora, no se abandone usted a la desesperación. Acaso no esté todo perdido...

-¡Ay! -articuló la joven con desaliento-. ¡Quién podría ya devolverme esa carta!..

-Tal vez yo, señora.

-¡Usted! -exclamó la dama estupefacta.

-La casualidad, o más bien la Providencia, me había hecho oír el punto de una cita que esos hombres se daban...

-¡Dios mío!

Si las facultades de una criatura humana alcanzan a sustraer a usted a su amargura, confío en que no me falten alientos para merecer tanta dicha.

-¡Ah, caballero! -pronunció la dama, juntando las manos en ademán de súplica-; si fuese dado a usted prestarme ese inapreciable servicio antes de las diez de la mañana, apenas quedaría espacio en mi corazón para la gratitud que le debo por la heroica acción que acaba de ejecutar.

-¡Hum! palabras son esas que me harían intentar lo imposible.

-Mis preces al Altísimo acompañarán a usted en sus procedimientos.

-¿Qué señas tiene la escarcela?

-Es de terciopelo negro con guarnición de plata.

-¿A quién va dirigida la carta que contiene?

-No lleva dirección alguna.

-Tengo los datos suficientes.

-¡Oh!.. ¡si el cielo se apiadase de mí!... ¡si el éxito coronara el generoso esfuerzo de usted!..

-Empeño a usted mi palabra de que en todo caso, no habrá sido celo lo que me haya faltado... Abandonemos este sitio... Urge que yo no pierda un instante, tan luego como deje a usted segura en su habitación.

-Por fortuna la distancia no es larga; mi casa está en esta misma calle. Precisamente el corto trayecto que tenía que recorrer ha sido la causa de mi desdicha, porque me hizo prescindir de todo acompañamiento.

-¿Tiene usted a bien aceptar mi brazo?

La dama le tomó en el acto, y ambos jóvenes subieron a buen paso la calle hasta las inmediaciones de la de Hortaleza.

Al llegar a un ancho portal bien alumbrado, único abierto en la calle entera, la dama se detuvo.

-He aquí el término de nuestra peregrinación -dijo-; ¿me será lícito conocer el nombre del caballero que con tanta bravura, nobleza y abnegación se ha consagrado a mi servicio?

-Señora: me llamo Felicísimo Lozano.

-¡Felicísimo! ¡oh! el nombre no puede ser de mejor augurio para mí.

-Plegue a Dios que lo sea más que para quien le lleva.

-¡Ah! ¿es posible que no sea dichoso quien posee tan privilegiadas cualidades?

-Me atrevería a jurar que nada tenía, que agradecerá la fortuna un momento antes de conocer a usted...

Lozano, asustado él mismo de sus palabras, se apresuró a añadir:

-Y en cuanto a mí, ¿por quién, señora, deberé preguntar mañana cuando vuelva a dar cuenta a usted del resultado de mi empeño?

-Puede usted preguntar por la condesa de Bari.

Y la dama tendió la mano a su libertador.

El joven posó en ella respetuosamente los labios, añadiendo:

-Adiós, señora condesa.

-Adiós, señor de Lozano.

Cuando algunos segundos después Felicísimo se encontró sólo en la calle y, por consiguiente, dejó de estar sometido a la magnética influencia de aquella seductora mujer, no pudo menos de preguntarse si el compromiso que acababa de contraer tenía sentido común.

¿A qué aberración del entendimiento, a qué fascinación de los ojos, a qué ilusión de los oídos había debido que por primera vez en la vida le arrastrase, el canto de una sirena, hasta el borde del precipicio en que sin conciencia, sin interés ni esperanza, iba a arrojarse de cabeza?

¿Por ventura, consistiría la explicación en que hasta aquel momento no hubiera escuchado la maléfica voz de la creación mitológica, inventada por el genio de la ironía para la perdición del hombre?

Capítulo V
La hostería del valenciano en una de sus frecuentes noches de linternazo seco

-De todos modos -acabó por pensar Lozano-, el mal está hecho, puesto que media una palabra empeñada. No es cosa, por lo tanto, de perder estúpidamente el tiempo en discutir la conducta que habría debido seguir algunos minutos antes.

Felicísimo se dirigió a su posada, y encargó al plantón del portal que llamase a Cazurro, el cual, aunque vestido, roncaba en su cama con el éxtasis profundo del primer sueño.

El mozo se presentó a su amo restregándose los ojos.

-Abra el seor Cazurro las orejas, ya que tanto trabajo le cuesta abrir los párpados -dijo Lozano.

-La liebre que escucha el ladrido de un galgo, no está más despierta que yo -contestó Cazurro.

-En buen hora; vas a poner a contribución inmediatamente la indiscreción de los dependientes de la fonda hasta que averigües en qué punto de la villa se halla establecida la Hostería del Valenciano .

-No es necesario que proceda a ese interrogatorio.

-¡Ah! si tú lo sabes, no habrás sido un servidor inútil; pero serás todo un bribón.

-¿Por qué abriga mi amo suposición tan injuriosa?

-Porque la gente que frecuenta el tal figón no puede ser menos honrada.

-Me parece que no son incompatibles el conocimiento del infierno y el horror a sus calderas. Por mi parte, me atrevo a asegurar a mi señor que jamás he pisado esa Hostería.

¡Hum!... en fin ¿dónde está, pues?

-En Puerta Cerrada.

-Perfectamente; prepárate a ir a enseñármela con el dedo. Toma tu capa.

-Así lo haré.

-Y provéete de un estoque.

-¡Ah! -murmuró Cazurro, perdiendo mucho entusiasmo.

-¿Qué es eso?... ¿tendrías por ventura aversión a las armas?

-No afirmaré tal cosa; las armas son instrumentos nobles... Su uso es lo que ya no me seduce tanto.

-Porque careces de lógica; los utensilios que no se usan no tienen razón de ser. En marcha.

-Obedezco -respondió Cazurro saliendo del gabinete de su amo.

Durante este breve diálogo, Lozano cambió prudentemente de casaca y se echó la capa sobre los hombros.

Acto continuo descendió al piso bajo para promover la actividad de Cazurro.

Al pie de la escalera, sin embargo, vio con satisfacción que ya le esperaba el bravo mozo envuelto en su capa y apoyando la siniestra mano en la guarnición de un negro espadín, arma préstamo del despensero, de la cual se servía éste para pinchar las ratas que se extralimitaban de la bodega.

Los dos expedicionarios se encaminaron a la Puerta del Sol, siguieron las calles de Carretas y de la Concepción Jerónima, y cruzando las de Toledo y Latoneros, desembocaron en Puerta Cerrada, triste y sombría como boca de lobo.

Cazurro condujo a su amo delante de un portal mal alumbrado por un farol de vidrios rojos, y dirigiendo los ojos a una muestra ilegible, colocada sobre el frontón, dijo a media voz:

-Esta es la Hostería que mí señor buscaba.

-Prepárate entonces a pisarla por la primera vez en tu vida; pero por lo que pudiere ocurrir, bueno será que tomes la precaución de entrar con el pie derecho en tan honrado establecimiento.

Lozano, embozado en su capa y con el sombrero en las cejas, penetró en una estancia cuadrilonga, en el fondo de la cual, tronaba detrás del mostrador el dueño de la Hostería como un magistral en su cátedra.

A la sazón sufrían sus filípicas en el dialecto del reino a que da nombre la ciudad del Cid dos dependientes de distinto sexo, que subían y bajaban botellas por la escotilla del cueva. Felicísimo se enteró de todos los detalles de la localidad con el único ojo que llevaba fuera del embozo.

La habitación tenía dos puertas, además de la que daba ingreso desde la calle. La primera, indicada por una cortina de percal de los colores nacionales, se hallaba situada a la derecha; la segunda se abría en el fondo al lado del mostrador.

Con el paso misterioso del embozado de Córdoba, Lozano se acercó a la puerta de la cortina, y entreabrió uno de los pliegues de ésta.

Al otro lado se extendía un espacioso comedor ocupado por doce o catorce personas, entre las cuales había algunas mujeres, a pesar de lo avanzado de la noche.

La excrutadora mirada del joven examinó todos los rostros uno por uno. Los hombres de la calle de la Reina no se encontraban en aquel sitio.

Del examen de las personas, Felicísimo pasó al de las cosas. El comedor no tenía otra puerta que la de la cortina. En la pared de la fachada, brillaban las vidrieras de dos rejas con celosías, y en la parte alta del tabique opuesto, se abría una ventana a la manera de montante de puerta, con objeto sin duda de dar luz al aposento contiguo.

Terminado el estudio de la topografía, Lozano se encaminó hacia el mostrador, donde el hostelero, punto menos que estupefacto, por los extraños procedimientos del embozado, parecía indeciso acerca de la elección de la primera palabra que la situación requería.

El joven bajó el embozo y dijo al hostelero con la más cortés de las sonrisas:

-¿Tiene el excelente establecimiento de usted algunos gabinetes reservados?

El interpelado cambió la severidad de su entrecejo por otra sonrisa vaciada en el mismo molde que la de Felicísimo.

-Uno de todo punto independiente puedo ofrecer a usted -contestó.

-¿Sólo ese existe? -insistió el joven.

-Sólo ese -repitió el hostelero algo humillado al tener que reconocer que no era mayor la amplitud de un establecimiento calificado de excelente por el caballero.

-Está bien; necesito celebrar una conferencia interesante con cierta persona, y ruego a usted que me franquee el aposento en cuestión.

-En el acto... ¡Vicenteta! ¡Un quinqué al reservado!

-Y que sirvan en él a este mancebo una botella de moscatel -añadió Lozano.

Mientras el hostelero tomaba en su anaquelería el objeto pedido, Felicísimo dijo rápidamente al oído de Cazurro:

-Toma posesión del gabinete y no consientas la instalación en él de ningún intruso.

Cazurro, precedido de Vicenteta, que llevaba el quinqué encendido en una mano, y una bandeja con botella y vasos en la otra, desapareció por la puerta inmediata al mostrador.

En cuanto a Lozano, prosiguió diciendo al hostelero con aire obligador:

-Voy a tomarme la libertad de solicitar de la cortesía de usted una pequeña información.

-Disponga el caballero de la buena voluntad que para servirle tiene Jaime Sanchís.

-¿Conoce el señor Sanchís a dos sugetos cuyo aspecto es el siguiente? El primero, tiene elevada estatura, color encendido, cara ancha, boca más ancha todavía; y gasta sombrero redondo gris. El segundo, apenas pasará del hombro del anterior, posee poblada barba negra y usa chupete con relucientes botones de acero...

-Los individuos que usted me describe se parecen como dos gotas de agua a Tragaldabas y al Barbut.

-¿Acuden con frecuencia a la Hostería?

-Con más de la que sería de apetecer... Y perdóneme usted si son amigos suyos.

-Perdonado; ¿no carecen del defectillo de ser algún tanto propensos a promover escándalos... eh?

-¡Oh! tienen un vicio mil veces más execrable que ese; son malos pagadores.

-La imperfección, en efecto, no puede ser más vituperable. ¿Qué último servicio es el que usted les ha fiado?

-El almuerzo de esta mañana.

-¿Teme usted que también le adeuden esta noche la cena?

-Si llegan a venir es poco menos que seguro.

-Gracias mil por sus confidencias, señor Sanchís. Sírvase usted disponer que me lleven una botella de cerveza al comedor.

-¡Al comedor! -preguntó el hostelero con cierta sorpresa.

-Eso he dicho.

-¡Ah! ¿El señor caballero se propone esperar en un punto concurrido para que las distracciones que ofrece aguijen menos la impaciencia que siente?

-¿Por acaso estaría prohibido?

-En manera alguna; sólo que...

Sanchís dio una vuelta al pañuelo qué le ceñía la cabeza, y pareció experimentar esa perplegidad que precede a las observaciones espinosas.

-Vamos; ¿qué es ello? -repuso Felicísimo.

-La verdad... quisiera evitar al señor caballero cualquier motivo de disgusto.

-¡A mí! ¡vive Dios!¿Y qué motivo puede ser ese?...

-Pues... el sombrero de tres picos que lleva. La gente de este barrio está a matar con Esquilache, y con sus bandos.

-¡Ah! ¡Bah! si no se trata más que de eso, tranquilícese el buen hostelero. El mismo caso hago yo de Esquilache que de los asnos que presuman que si me visto de esta o de la otra manera, es por atenerme a las ordenanzas del marqués.

-Sin embargo...

En aquel instante, merced a un casual movimiento de cabeza, advirtió Lozano que a su espalda, uno de los mozos de la Hostería, le estaba señalando con los índices de ambas manos los cuernos del sombrero, sin duda por hacer gracia a Vicenteta, que pugnaba por contener la risa.

El rayo no es más rápido en sus efectos.

-¡Gaznápiro! -exclamó Felicísimo.

Y administró tan vigoroso puntapié al bufón, que éste fue rodando hasta la abierta trampa de la cueva, y desapareció de la escena dando tumbos por la escalera abajo con un estrépito que podía hacer temer que no le quedase hueso sano.

Maese Sanchís, en el colmo del estupor, pudo tranquilizarse efectivamente con respecto a la expedición del caballero para arreglar sus asuntos personales; pero sin duda, esa misma facilidad de procedimientos, no debió parecerle una sólida garantía para la conservación del orden en la Hostería.

-¡La cerveza! -pronunció lacónicamente Lozano.

Y levantando la cortina de la puerta, pasó al comedor.

El refectorio del establecimiento, a pesar de que como hemos dicho no era de reducidas dimensiones, sólo tenía cinco mesas; pero la primera, de forma elíptica, colocada en el centro, podía bastar para el servicio de cuarenta personas. En los cuatro ángulos de la habitación había otros tantos veladores colocados a guisa de rinconeras.

De la parte central del techo del aposento pendía una lámpara de dos mecheros con reflector de hoja de lata.

Todos los concurrentes, eminentemente sociables por lo visto, se hallaban, instalados en la mesa redonda, si bien con desiguales intersecciones.

Felicísimo, dejándose guiar por su instinto, atravesó la estancia y fue a situarse en el velador más sombrío.

El bullicioso diálogo que animaba el comedor, sufrió una interrupción. Todas las cabezas se volvieron hacia el recién llegado.

Entre los circunstantes, sólo uno llamó la atención de Lozano. Era un hombre de capa de grana y continente pretencioso, que hablaba íntimamente al parecer, con otro de grandes bigotes.

Ambos individuos, por su parte, fijaron los ojos con insistencia en Felicísimo.

-Decididamente -pensó éste-, he producido en el prójimo rojo la misma impresión que él me ocasiona. Yo no sé qué recuerdo vago me está diciendo que yo he visto esa facha en alguna parte, y hasta que la he visto con la espada en la mano...

Pronto volvió a reanudarse el curso de las conversaciones particulares, y a subir al diapasón general; pero ciertas frases equívocas, que llegaron a los oídos de Lozano, le probaron que no era extraña su persona al objeto de algunos diálogos.

El de la capa de grana preocupaba a Felicísimo especialmente; porque, sin quitarle ojo, alternaba las significativas confidencias del hombre de los bigotes, con las burlonas intimidades de una princesa de la Morería; hablamos, por supuesto, de la plaza de este nombre, dama junto a la cual se hallaba sentado.

Lozano, con todo el fervor de que era capaz, que no nos atreveríamos a afirmar fuese mucho, rogaba al cielo que no viniese cualquier reyerta a comprometer el buen éxito del plan que había concebido.

En vez, sin embargo, de formar propósitos de prudencia, que era lo que en semejante caso habría ocurrido a otro carácter menos impresionable, lo único que se prometió a sí mismo, fue imponer el más severo de los castigos al miserable que tuviera la avilantez de introducir en los proyectos que acariciaba, una perturbación cualquiera.

Acababa de colocar un mozo el servicio de la cerveza delante del joven y de destapar la botella con sonoro taponazo, cuando uno de los concurrentes dijo con voz bastante acentuada para dominar el rumor general:

-Me parece señor don Eulogio, que pocos momentos antes iba usted a hacerme yo no sé qué manifestación; pero que por el mero hecho de ser suya, no puede menos de interesarme.

-En efecto -contestó el de la capa de grana con aire zumbón-; iba a decir a usted, que me alegro mucho de que no me guste el sombrero de tres candiles, porque si me gustase, me le pondría, y es una cosa que me revienta.

El éxito que estas palabras obtuvieron, no pudo ser más completo. En todos los extremos de la mesa estalló un coro de carcajadas, no siendo las damas las que menos parte tomaron en él, con sus atipladas florituras.

Lozano dio por supuesto que la cerveza que acababa de acercar a los labios iba a volvérsele veneno; pero no obstante, apuró pausadamente el vaso con la mayor abnegación y le dejó sobre el velador cuando el acceso de hilaridad general se hubo calmado.

Entonces, clavando la acerada visual en el de la capa roja, pronunció con acento vibrante:

-Señor mía, la peregrina manera que tiene usted de discurrir me ha inspirado otra análoga. Me felicito con alma y vida en este momento, de tener poca paciencia, porque si tuviera mucha, habría sufrido las impertinencias de usted, y ese sufrimiento sería capaz de producirme un cólico bilioso.

-¿Qué gallo cacarea en el rincón? -replicó el llamado Eulogio, poniéndose la mano sobre los ojos a manera de visera-; ¡es tan detestable el alumbrado que la economía de Sanchís nos dispensa!...

-Si usted no tiene suficiente luz para distinguir los objetos -añadió Felicísimo-, será porque padezca miopía; por mi parte, me basta y aún me sobra con la lámpara para ver que es usted un necio.

Eulogio debió convencerse de que con aquel adversario no podía haber combate de guerrillas, porque se puso en pie gritando:

-¡Ah! ¿sabe el del tricornio lo que hago yo con los insolentes?

-No -contestó Lozano imitando el movimiento de Eulogio-; pero en cambio sé lo que hago yo con los gaznápiros.

Y acercándose a la mesa redonda, cogió una gruesa botella de agua, y sin otro preámbulo la lanzó con mano vigorosa a la cabeza del hombre de la capa de grana.

Eulogio, que adivinó más bien que vio la acción de Lozano, bajó con rapidez la frente, y el terrible proyectil pasó por encima llevándose el sombrero por todo trofeo.

Pero si el oportuno movimiento de la cabeza de Eulogio evitó una situación trágica, fue la ocasión de una escena cómica.

Un mozo, que en aquel momento pasaba por detrás del agredido conduciendo majestuosamente una enorme fuente de pepitoria, recibió la botella en pleno servicio; y al romperse en mil pedazos ambos recipientes, se derramó poco menos que la totalidad del contenido sobre el cráneo del de la capa roja.

Difícil sería describir la estupefacción que experimentó el caballero al verse sometido a la acción de aquella catarata de alones, patas y pechugas, de líquidos grasientos y de cascos de loza y de vidrio.

Y como para colmo de desdicha, la especie que predominaba en el guiso hasta tocar los límites del abusó, era el azafrán; el rostro del pobre Eulogio se ofreció a todas las miradas como afectado de un violento acceso de ictericia.

En cuanto al mozo conductor de la pepitoria, había depositado suavemente las posaderas en el suelo, gimoteando entre mueca y mueca, sin duda con el objeto de hacer comprender a cuantos quisieran observarlo, que lejos de alcanzarle responsabilidad alguna en la catástrofe ocurrida, era tan víctima como el primero.

Eulogio, cegado por los arroyos que se desprendían de sus cabellos, había empuñado a tientas un cuchillo y un tenedor como si se propusiera trinchar al enemigo; pero el de los bigote por la derecha, y la dama por la izquierda, pugnaban por calmarle hablándole en voz baja y llevando la caridad hasta el punto de limpiarle de arriba a abajo con los pañuelos de bolsillo.

Jaime Sanchís, atraído por el estrépito, se ocupaba en levantar al dependiente y en exigirle la explicación del acontecimiento.

Cuando Eulogio pudo por fin utilizar sus ojos, halló a dos pasos delante de sí al del tricornio con la siniestra mano en la empuñadura de la espada, la diestra en la cadera y la mirada centellante.

-Supongo, caballero, que no me negará usted una reparación -rugió rechinando los dientes.

-¡Pardiez!-contestó Felicísimo.

-¿Conoce usted el Tejar de la Jara detrás de la tapia del Retiro?

-Dé usted por supuesto que le conozco.

-Pues bien; a las nueve de la mañana esperaré a usted allí con un amigo.

-Pactado.

-Procure usted no olvidar el punto de la cita...

-¡Bah! -murmuró Lozano con la más insolente de las sonrisas.

-¡Y cuidado con la puntualidad, señor mío!...

Por esta vez, un monosílabo hubiera parecido demasiado a Felicísimo. Se encogió de hombros, volvió la espalda a Eulogio y se encaminó de nuevo hacia el velador.

Luego que Eulogio no pudo cruzar su mirada con la de Felicísimo, la fijó en sí mismo. El estado en que el desventurado caballero se encontró, le colmó de vergüenza.

El traje entero que vestía, se asemejaba a una carta geográfica; y el olor que despedía podría ser muy apetitoso para un individuo que estuviese en ayunas, pero era nauseabundo para otro cualquiera. Permanecer un instante más en aquel sitio, equivalía a dar el último golpe a la propia dignidad.

El de la capa antes de grana se encasquetó el chambergo. Y salió furioso del comedor, acompañado del bigotudo compañero; el cual proseguía frotándole por el camino con el pañuelo, lienzo que en el grado de saturación a que había llegado, más era la grasa que ponía que la que quitaba Felicísimo se instaló otra vez en su mesa, dirigiendo a los circunstantes la mirada que dirije el oso a los que se acercan a la gruta donde tiene los cachorros.

Afortunadamente no se vio en el caso de afrontar por entonces otra provocación, porque los pobladores del comedor le observaban de reojo sin duda con la buena voluntad que los ratones de la fábula dispensaban al gato; pero ninguno se encargó por un acto expontáneo de la espinosa misión de colgarle el cascabel.

Pocos minutos después del episodio referido, la cortina de la puerta abrió paso a un nuevo personaje.

Lozano se envolvió mejor en su capa y se bajó el sombrero. Acababa de reconocer al fugitivo de la calle de la Reina, o sea al Barbut de Jaime Sanchís.

El recién venido abarcó con su visual toda la estancia, y fue a situarse en el velador opuesto al de Felicísimo, declinando al paso el honor a que algunos conocidos le invitaban de colocarse a su lado en la mesa redonda.

El Barbut llamó con dos puñetazos, y se hizo servir un frasquete de bala rasa . La ostensible preocupación que le dominaba, el aislado sitio que eligió, y la insistencia con que clavaba en la puerta la extraviada vista, probaban a Lozano que aquel hombre no aparecía de motivo fundado para esperar a alguno.

Como el Barbut había visto caer a su compañero, la idea inspiró a Felicísimo una vaga inquietud; pero le afirmó en el ánimo el propósito de imitar al tunante en su expectación.

El motivo que el joven sospechaba existía realmente. El Barbut, después de su fuga por la calle de Hortaleza, siguió la de las Infantas, torció por la de San Jorje, y volvió a aparecer en la de la Reina. Como Tragaldabas no estaba en el punto donde dio la caída, era evidente que no había tardado en levantarse, poniéndose a buen recaudo.

A no hacer patente otros signos el exceso de absorción moral del último concurrente, lo habría revelado su falta de absorción física. El frasquete, en efecto, permaneció, no sólo intacto, sino olvidado por espacio de un cuarto de hora.

La expectación del Barbut fue coronada al cabo por el éxito. En el marco de la puerta se dejaron ver las acentuadas formas del hombre del sombrero gris.

Tragaldabas se encaminó a la mesa donde distinguió a su compañero. Era siempre el mismo tagarote rudo, enérgico, repulsivo que Lozano conocía: solamente tenia menos color en el rostro, y en el paso menos firmeza.

Los dos camaradas se engolfaron en un diálogo íntimo, frío y reposado en los primeros momentos; pero que progresivamente fue creciendo en animación.

La considerable distancia que separaba los veladores, y el bajo tono en que se sostenía la conversación, impedían que llegase frase alguna a los oídos de Felicísimo; pero los ojos de éste, asestados por entre la capa y el sombrero como dos falconetes en batería, no perdían el menor detalle en punto a gesticulación y movimientos de los interlocutores.

Llegó un momento en que Tragaldabas sacó del bolsillo del pecho una escarcela negra de argentinos reflejos, sepultó en el fondo de ella la garra y extrajo un papel.

Lozano, que durante algún tiempo no respiró a sus anchas, exhaló entonces un profundo suspiro que le desahogó los pulmones.

El papel comenzó a sufrir un extraño manejo por parte de los poseedores. Felicísimo supuso que aquel par de bergantes buscaba el medio de abrir el billete de la manera menos perceptible.

En lo más interesante de la manipulación, dos de los concurrentes a la mesa redonda, que se habían levantado, eclipsaron a Lozano el grupo que expiaba.

Bien puede asegurarse que aquella situación fue para el joven una de las más críticas de su vida. Escasamente le faltaron dos dedos para levantarse como un león, coger las cabezas de los importunos, romperlas la una contra la otra, y meterlos a ambos a puntapiés debajo de la mesa.

Sin embargo, la luz de la reflexión, que siempre vela en el fondo del ánimo por impetuoso que sea, inspiró a Felicísimo el pensamiento de que el remedio no podía menos de superar en gravedad a la misma dolencia, y llevó la longanimidad hacia aquellos desventurados, hasta el punto de resistir a la violencia de la tentación. Es verdad que fue a costa de fulminar sobre ellos una maldición mental tan tremenda, que si les hubiera caído podían tenerlos sin cuidado todas las correcciones humanas incluso la del descuartizamiento.

Al fin el obstáculo desapareció en parte. Uno de los interpuestos tuvo la feliz ocurrencia de sentir sed, y se acercó a la mesa para satisfacerla. A la sazón se ocupaba Tragaldabas en volver a guardar la carta en la escarcela. Cuando estuvo cerrado el broche, sepultó continente y contenido en el mismo bolsillo de donde salieron.

Felicísimo poseía todos los datos necesarios; había llegado el momento de resolver el problema.

Con la naturalidad más perfecta dejó el joven su asiento, y cuidando de no ofrecer otra cosa que el cerviguillo a las miradas que pudieran partir del velador opuesto, atravesó el comedor, y salió a la estancia del despacho.

El hostelero saludó la aparición de Felicísimo con un involuntario movimiento de satisfacción. Hubiérase dicho que mientras el del tricornio estuviera en el comedor, no le llegaba la camisa al cuerpo.

Lozano se acercó al mostrador, y dijo con aire jovial:

-Voy a ver si por esta noche evito al señor Sanchís la contrariedad de fiar la cena a Tragaldabas.

-El señor caballero puede estar seguro de que me prestaría un servicio en cambio del que me ha roto -contestó el hostelero.

-He de merecer de su bondad -prosiguió Felicísimo-, que se acerque usted a la mesa de Tragaldabas y el Barbut, y diga al primero, que una persona que no ha podido resistir a la impaciencia de recibir esta noche noticias suyas, desea conferenciar con él a solas en el gabinete reservado.

-Será complacido el caballero.

-Ni una palabra más...

-Muy bien.

-Ni una palabra menos.

-Me atendré al tenor literal.

-Si Tragaldabas le pide noticias acerca de la persona en cuestión, el señor Sanchís se encastillará en la absoluta reserva que su posición social le impone, y se negará a entrar en todo género de explicaciones sobre el particular.

-Perfectamente.

-Es necesario que la discreción de maese Sanchís llegue hasta el punto de que ni siquiera deje traslucir si se trata de un caballero... o de una dama...

-¡Ah!

-¿Ha comprendido usted?

-Sin duda.

-Pues manos a la obra. ¿Cuál es la dirección del cuarto reservado?

-Pasadizo lateral, segunda puerta de la derecha.

Lozano dio tres pasos, y se detuvo volviendo la cabeza.

-Una ligera observación -repuso-, no quiero ocultar al señor Sanchís que si en el desempeño de la misión que le confío comete la más pequeña inconveniencia, dejamos de ser amigos ¡vive Dios!

Tan siniestra fue la llama destellada por los ojos del joven, que el hostelero se apresuró a protestar:

-Puede estar tranquilo el caballero; no discreparé en un ápice de sus instrucciones.

Felicísimo prosiguió entonces su camino con arreglo al itinerario de Sanchís, y abrió la puerta del gabinete donde Cazurro saboreaba la sesta copa de su botella de moscatel.

El primer cuidado de Lozano consistió en hacerse cargo de los detalles de la localidad.

El gabinete sólo tenía una puerta: los muebles estaban reducidos a una mesa central de no pequeñas dimensiones, y a media docena de sillas: en cuanto a luz diurna, únicamente la recibía cansada a través de los cristales de una elevada ventana interior tan idéntica a la del comedor, que no podía menos de ser la misma.

El caballero dijo a su lacayo:

-Voy a recibir en este momento la visita de un bribón; y como tu presencia pudiera alarmarle, cuando no retraerle, conviene que te ocultes.

Cazurro paseó la mirada por la estancia, tan desnuda de todo objeto utilizable como una llanura de la Mancha.

-Observo -añadió Felicísimo-, que no te fijas en lo único en que debieras fijarte, lo cual no habla muy alto en favor de tu imaginación. Acomódate debajo de la mesa.

-¿Será larga la entrevista? -aventuró tímidamente el mozo.

-Imagino que no: soy poco amigo de perder el tiempo. Además, te permito que te des a luz en un instante crítico...

-¿En qué signo podré conocer que ha llegado ese instante?

-En la pronunciación de uno de mis apóstrofes favoritos.

-Por ejemplo...

-La palabra ¡gaznápiro!

-La conozco.

-Te encargo, sin embargo, dos cosas.

-La primera...

-Que no te vayas a exhibir por delante de mi interlocutor.

-Y la segunda...

-Que tu súbita aparición en la escena no se asemeje a la solemne y rígida de la estatua del Comendador. Por el contrario, será de utilidad innegable que no te apresures en manera alguna a abandonar la posición del cuadrúpedo.

-Comprendido.

Un ruido de pasos, que resonó en el pasadizo hizo cesar el diálogo. Felicísimo señaló la mesa con el índice, y Cazurro desapareció como por ensalmo.

Los pasos que Lozano escuchaba con atención, no eran de una sola persona. ¿Acompañaría Sanchís a Tragaldabas? ¿Sería que el Barbut no quisiera separarse de su camarada por prudencia o por desconfianza?

El joven frunció el entrecejo, y ocultando el rostro en el embozo, se dirigió a la puerta con aire resuelto.

Un golpe seco resonó en la tabla de encina.

-¡Adelante! -pronunció Lozano.

La hoja de la puerta giró sobre sus goznes y Tragaldabas entró en el gabinete.

Felicísimo aprovechó un momento de indecisión, que pareció experimentar la persona que seguía al hombre del sombrero gris, y volvió a cerrar la puerta que era sólida, corriendo su cerrojo interior.

El misterioso aspecto de Lozano y su significativa precaución llevaron el recelo al ánimo de Tragaldabas.

-¡Qué quiere decir esta mascarada! -exclamó:- el carnaval ha pasado hace un mes ¡voto al firmamento!..

-El antifaz caerá en breve -contestó Felicísimo, volviéndose hacia Tragaldabas, y desembarazándose del embozo:- como usted ve, se encuentra en presencia de un conocido.

-¡Ah!.. -pronunció Tragaldabas estupefacto:- ¡se trataba de usted!

-Precisamente: se trataba del hombre con quien hora y media antes ha tenido usted que entenderse en la calle de la Reina.

La oleada de sangre, que subió a la cabeza de Tragaldabas, reveló que el inesperado acontecimiento había sacado del arzón de la serenidad a aquel experto ginete.

-Según eso -articuló, apretando los puños-, viene usted a proseguir aquí su querella...

-No: si el señor Tragaldabas no se dejó caer del modo menos incómodo posible con el objeto de escurrir el bulto, debe tener en esta o en la otra parte de la piel alguna ligera solución de continuidad que privaría de igualdad a la partida.

-Tragaldabas, puesto que usted conoce ese nombre de guerra, no es hombre que se haya valido nunca de semejante género de supercherías.

-He ahí un escrúpulo que seguramente no tendría yo, tratándose de gentes de la estofa de usted.

-En fin, para alguna cosa expía usted mis pasos...

-Sin duda, tengo la pretensión de que me entregue usted la escarcela y la carta que ha sustraído a su dueña.

Los labios de Tragaldabas dibujaron una sarcástica sonrisa.

-¡Bah! -contestó- ¡eso es imposible!

-¡Cómo qué es imposible! por el contrario, nada existe de más fácil ejecución. El señor Tragaldabas no tiene que hacer otra cosa que sepultar la mano derecha en el bolsillo izquierdo del pecho, y alargarme el objeto pedido.

Y el dedo índice de Lozano, amenazador como su hoja toledana, señalaba con matemática exactitud a la distancia de una cuarta, el punto donde estaba el bolsillo en cuestión.

Tragaldabas exasperado, llevó la mano al cinto.

-¡Cuidado con las armas! -añadió Felicísimo:- no puede usted haber olvidado todavía que en el manejo de la espada no está a mi altura.

-¡Por eso no será la espada la que esgrima! -respondió con siniestra expresión el del sombrero gris.

En efecto, instantáneamente brilló en su puño un agudo cuchillo.

Pero Lozano, que era todo ojos, sujetó en el acto con la mano izquierda la armada diestra de Tragaldabas, exclamando:

-¡Ah! ¡miserable gaznápiro!

A continuación, con la mano que le quedaba libre empujó a Tragaldabas por el pecho con irresistible violencia.

El hombre del sombrero gris quiso dar dos pasos atrás para no perder el equilibrio; pero entonces le ocurrió el mas extraño de los sucesos: un cuerpo redondo, que a la manera de banquillo se le había colocado a la altura de las corvas, impidió que las piernas pudieran ejecutar el movimiento calculado; y después de permanecer un instante, formando con el horizonte un ángulo de cuarenta y cinco grados, se vio en la imprescindible necesidad de caer sobre el pavimento boca arriba, con tanto detrimento de la cabeza como de las costillas.

Merced a tan imprevisto accidente, Lozano había arrancado a Tragaldabas el puñal sin gran esfuerzo.

-¡Dame la escarcela! -dijo apoyando la rodilla en el pecho, y la punta del cuchillo en la garganta del vencido adversario.

-¡Mátame! -balbuceó con ronca voz Tragaldabas en el colmo de la desesperación.

-¡Ah bandido! abusas de tu posición, porque estas leyendo en la lealtad de mi mirada que no soy capaz de asesinar a un hombre indefenso. Está bien: sufre la última humillación ya que lo has querido... ¡Cazurro! sujeta los brazos de tu víctima; pero firme, porque es forzudo.

El lacayo ejecutó el precepto de su amo al pie de la letra.

Felicísimo, entonces entreabrió el traje de Tragaldabas, extrajo la escarcela de la condesa, y la trasladó a la cartera de la casaca.

Cuando el del sombrero gris se vio despojado, reunió todas sus fuerzas para gritar:

-¡Barbut!

-¡Héme aquí! -contestó desde el pasillo el apelado, agitando la puerta con energía.

Tragaldabas continuó:

-He caído en un lazo del hombre de la calle de la Reina... Atranca la puerta por fuera para evitar que huya... Corre al comedor... Dí a Ordóñez, Martín y Jareño que acaba de ser robado... Volved todos juntos... Echad entonces la puerta abajo, y salvadme...

-¡Oh! canalla... -dijo Cazurro enarbolando el puño sobre el cráneo de Tragaldabas.

Lozano le detuvo.

-Acude a la puerta -pronunció-, quita el cerrojo, y empuja con fuerza.

Cazurro cumplió el triple precepto; pero en vano apoyó el hombro en la tabla y arremetió como un toro. El Barbut había desempeñado su encargo con toda conciencia y el portón resistió.

-¡Es inútil! -repuso el pobre mozo-; debe haber barra exterior.

-Bien -añadió Felicísimo-, echa de nuevo el cerrojo, y ven aquí.

El lacayo no tardó en estar al lado de su señor.

-Apodérate del asador de Tragaldabas -prosiguió Lozano, siempre con la rodilla sobre los sofocados pulmones del caído.

Cazurro soltó el broche del cinturón, y cargó con él y con la espada.

-A hora coloca la mesa bajo la ventana.

El mozo comenzó por ajustar a su talle el cinto de Tragaldabas para quedarse con las manos libres, y llevó después la mesa hasta el tabique.

-Pon una silla sobre la mesa.

El lacayo obedeció, eligiendo la silla más sólida.

-Encarámate sobre tu maquinaria; abre la vidriera de la ventana, y salta al otro aposento.

Hasta entonces había obrado Cazurro como un autómata; pero la última orden pareció hacerte reflexionar.

-¡Pronto! -gritó la voz de Lozano, vibrante como un latigazo.

Perfecto Cazurro exhaló un suspiro, trepó hasta la silla, y abrió la ventana.

Apenas asomó la cabeza, la retiró asustado.

-¡Qué vacilación es esa! -exclamó Felicísimo.

-¡Ah! señor... -balbuceó el mozo:- la altura es mucha, y la gente innumerable...

-¡Tunante!.. -rugió Lozano levantando la mano armada con el puñal de Tragaldabas.

El desventurado Cazurro temió ver convertido en arma arrojadiza el terrible cuchillo, y llevó el heroísmo hasta el punto de poner los pies sobre el marco, y dar el salto mortal.

Al decidirse el mancebo a descender del olimpo de la Hostería, había calculado que la caída sería menos peligrosa, dividiéndola en dos etapas: en su consecuencia, se impulsó hacia el centro de la mesa redonda del comedor en la primera trayectoria.

Pero con lo que Cazurro no contaba, era con la lámpara suspendida del techo, la cual fue arrebatada por la contera de una de las dos espadas en su raudo vuelo.

El artefacto del alumbrado acompañó estrepitosamente al mozo en su desplome, y la habitación quedó en la oscuridad más completa.

En el momento en que Lozano vio desaparecer a Cazurro soltó a Tragaldabas, brincó sobre la mesa con la agilidad de un cuadrúmano, ganó la ventana, y se descolgó al otro lado.

El primer objeto que tropezó con los pies fue la parte anterior de un tórax abundantemente provisto de carnosidad y el primer eco que le hirió los oídos consistió en el penetrante grito de una mujer.

Por una hipótesis peor o mejor fundada, podía creer Felicísimo que se hallaba en el comedor; pero el tal aposento sólo le ofrecía a la inteligencia y los sentidos la imagen del caos en toda su espantosa confusión.

A las carreras inconscientes sucedían los choques imprevistos; a las quejas contestaban los juramentos; al estruendo grave de los muebles rotos se mezclaba el agudo ruido de la vajilla pulverizada. Si el infierno tiene en el mundo sucursales, la Hostería del Valenciano debía ser en aquel momento uno de esos satánicos establecimientos.

Lozano procuró reconstruir en su imaginación la topografía de la localidad valiéndose del único dato que tenía al alcance de la mano en la acepción propia de la frase; esto es, calculando por la dirección de la pared. En el sitio que el recuerdo le designaba divisó en efecto una tenue claridad difundida a través de la cortina que cubría la puerta de comunicación con la tienda; pero sobre aquel fondo, relativamente luminoso, se destacaban las movibles sombras interpuestas de algunos hombres que agitaban frenéticos armas los unos, sillas los otros.

Los cuerpos nunca habían sido para Felicísimo un obstáculo serio; mucho menos debían serlo las sombras.

El joven puso mano a la espada, y precedido de su despejador molinete, se lanzó en la dirección de la puerta con la impetuosidad del huracán.

Los alaridos se elevaron al quinto cielo; las caídas se reprodujeron; los golpes menudearon.

Lozano sintió caer con violencia sobre su pie izquierdo un banquillo venido de no se sabe qué punto del espacio; pero nada bastó a detenerle. El vertiginoso impulso inicial le hizo atravesar comedor y tienda en menos tiempo del que hemos empleado para decirlo, y se encontró en la calle sin tener él mismo plena conciencia de cómo ni por dónde.

Diez pasos más arriba, un hombre que tenía en cada mano una espada desnuda, le gritó con acento apremiante.

-¡Por aquí, mi señor!

Era Cazurro.

-¡Ah! ¡el muy bergante! -murmuró Felicísimo:- ¡y yo que abrigaba el escrúpulo de que alguno de mis reveses le hubiera desgarrado la librea!

El lacayo se apresuró a servir de batidor a su amo hasta doblar la esquina de la calle de Toledo. Allí se detuvo sorprendido por la lentitud con que Lozano le seguía; y la sorpresa se cambió en inquietud cuando observó que cojeaba.

-¡Cómo! señor... -dijo acercándose- ¿por acaso estaría usted herido?

-No, Cazurro; pero estoy contuso. En aquella caverna no era posible ver venir ningún golpe... Envaina ese arsenal, ¡poder de Dios! a ningún transeúnte de los que podamos encontrar le hace falta saber que acabamos de andar a linternazos.

Mientras Cazurro enfundaba sus trinchantes, Felicísimo maldecía. El dolor que experimentaba en el tobillo se acentuaba por grados de un modo alarmante.

-¡Mil centellas!.. -exclamó furibundo:- préstame tu brazo o tengo que quedarme aquí como una grulla... ¡Maldito si comprendo para lo que pueden servir las piernas humanas si no son capaces de resistir un silletazo!

Cazurro ofreció el brazo derecho a su amo. Merced a este apoyo y a la indomable energía de una voluntad de hierro, pudo subir el caballero los escalones del arco de la Plaza Mayor.

-He aquí un incidente -pensaba Lozano-, que resuelve el problema relativo a la mayor o menor conveniencia de ver en esta misma noche a la condesa. No hubieran ofrecido el más pequeño obstáculo un puntazo en el pecho y una libra de sangre menos en el torrente circulatorio: por el contrario, la falta de ese líquido presta al rostro una palidez interesante. Pero; ¡quién se presenta renqueando en el estrado de una dama hermosa! Antes me aspan que cometer semejante atentado de leso amor propio. La mirada con que pagasen mi servicio los incomparables ojos de mi sirena, palidecería mil veces ante la sonrisa que podrían determinar en los coralinos labios mis ridículas contorsiones.

Felicísimo se detuvo delante de la botica del Buen Suceso, echó mano a la bolsa, y dio un duro a Cazurro, ordenándole que pidiera un frasco de tintura de árnica montana.

El mozo aporreó tan gentilmente la puerta con la sólida empuñadura del espadón de Tragaldabas, que triunfó del sueño del practicante, y obtuvo el producto demandado.

Al volver presentando la botella a Lozano, éste repuso:

-Está bien: procura que no falte nunca en tu ajuar ese precioso alcoholato. Ten entendido que cuando se sirve a un hombre de mis prendas es un artículo de primera necesidad.

Lozano prosiguió su camino por la calle de Alcalá, para él vía de amargura en aquella ocasión; y disfrutó por fin el beneficio de poder descansar en el más cómodo de los sillones del aposento de la Fonda de Levante .

Allí descalzó el pie izquierdo y a la luz de la palmatoria que acercó Cazurro, examinó la contusión.

La inflamación muscular había adquirido el suficiente grado de desarrollo para impedir la percepción del tobillo; pero ni la equimosis era extensa ni cuantiosa la sangre extravasada.

Felicísimo diluyó en agua la conveniente cantidad de tintura, y se instaló en el lecho, encargando a Cazurro la renovación de las primeras compresas cada cuarto de hora.

Después dirigió una invocación a Morfeo y entornó los párpados.

La preocupación, sin embargo, de que aquel miserable magullamiento pudiera impedirle al día siguiente acudir al doble compromiso que había contraído con el procaz paladín de la Hostería del Valenciano , y con la dama de la calle de la Reina, le hizo descargar un tremendo puñetazo sobre la mesa de noche, exclamando:

-¡Truenos y rayos!.. Daría cualquier cosa por conocer al gaznápiro que ha ocasionado todo el daño, apagando la lámpara del comedor!..

Instantáneamente Cazurro, que estaba en su segunda compresa, se juro a sí mismo sepultar el secreto en el pliegue más recóndito del corazón hasta la consumación de los siglos.

Capítulo VI
Donde Ayala acepta la responsabilidad de un escrúpulo de conciencia de Lozano

Calculaba Felicísimo que escasamente habría dormitado algunos minutos, cuando entreabriendo un ojo encontró inundado el aposento por la explendente luz de un hermoso día.

Esta circunstancia, el trabajo que le costó levantar el otro párpado y el sopor general que embotaba lo mismo el movimiento de los miembros del cuerpo, que la actividad de las facultades intelectuales, le hicieron temer que el sueño hubiera sido más profundo de lo que creía.

La primera idea que clara y concreta se ofreció a la imaginación del joven, fue el estado de su pie. En el acto dobló la pierna, y llevó la mano al extremo inferior de la tibia.

La hinchazón no había disminuido sensiblemente; pero Felicísimo observó con una satisfacción indescriptible que todos los tejidos resistían la presión de los dedos sin hacerle experimentar el más leve dolor.

Inmediatamente se sentó en la cama y puso el pie en el suelo. La sensación dolorosa permaneció ausente.

Faltaba intentar la última prueba. El joven abandonó el lecho, y dio una vuelta por la habitación: el resentimiento apenas fue notable.

A punto estuvo Lozano de estrechar contra su corazón el frasco de árnica que yacía sobre la mesa.

La lógica le condujo entonces por una gradación natural a otro orden de pensamientos; y abriendo vivamente la puerta llamó a Cazurro con acento potente.

El lacayo acudió.

-¡Qué hora es! -le preguntó Felicísimo.

-No tardarán en dar las ocho contestó Cazurro.

Lozano se tranquilizó.

-Un desayuno antes de cinco minutos -repuso.

-Mi señor se encuentra mejorado.

-Tu señor se siente capaz de aplicar la punta del pie izquierdo a todas las cacerolas del cocinero, a sus propias posaderas y a las de cuantos pinches le rodeen, si no te sirven en el plazo fijado.

Cazurro se lanzó fuera del aposento.

El caballero se avió deprisa cerciorándose al endosarse la casaca de que continuaba en ella la escarcela que contenía la carta de la condesa, y tomó en pie el café con leche y la tostada que el lacayo no tardó en llevarle.

En seguida salió de la posada.

No poseía seguramente la regularidad normal el paso de Felicísimo; pero como este no se sentía aquejado por dolor alguno, podía atribuir al temor de despertarle la ligera incertidumbre que reconocía en la locomoción.

Entre acudir a un duelo y a la cita de una dama, jamás dejó Lozano de dar la preferencia al empeño de honor. No había en aquel día de incurrir en la primera inconsecuencia, sobre todo, no siendo en manera alguna necesario, puesto que para ambas cosas debía sobrar el tiempo. Por otra parte, la hora más próxima era la señalada por el hombre de la capa de grana.

En su consecuencia, se dirigió al domicilio de Tristán de Ayala.

El gallardo mancebo dormía todavía; pero su ama de gobierno no opuso inconveniente a que Lozano le despertase.

El visitado sacó sus nervudos brazos de la cama para estirarlos a placer, y pronunció entre dos bostezos:

-¡Diantre! madrugador estás, Felicísimo.

-Por hoy ha habido necesidad -contestó Lozano-; y lo más triste es que vengo a rogarte que te des por incluido en mi ocupación matinal.

-¿Eh?... a ver, explícame eso.

-Tengo que ventilar un asunto en el Tejar de la Jara...

Ayala saltó del lecho y comenzó a vestirse.

-¡Cómo! -exclamó:- ¡tan pronto, voto a los once cielos! ¡Ah, Felicísimo, para ti no hay enmienda!

-Te juro...

-¿Qué vas a jurarme?

-Que desde que estoy en Madrid únicamente dos veces he puesto mano a la espada.

-¡Ah, desventurado! para dos días que llevas de residencia, ¡vive Dios! me parece que es muy suficiente.

-Tristán: déjate de representar el papel de diablo predicador, y acompáñame de buena voluntad.

-Ya ves que no voy a hacer otra cosa; pero conste que es protestando...

-Constará.

-Protestando contra el atrabiliario carácter que Dios te ha dado, y que pese a tus puños de hierro forjado, a tu corazón de león, y a tu agilidad de tigre, tarde o temprano ha de acarrearte, yo soy quien te lo digo, una seria perturbación en alguna de las más importantes partes de tu organismo.

-¡Bah! demasiado sabes que esa perturbación no sería ni la primera ni la décima.

-¡Hum!... ¿Quién es tu adversario?

-Pse: un majadero.

-¡Oh! ¡delicioso! ¿ignoras con quién vas a batirte?

-No hay tal ignorancia, puesto que te aseguro que es un majadero.

-Pero su condición, Felicísimo... ¡Quizá vas a cruzar la espada con un hombre indigno de ti!

-En cuanto a eso puedo afirmarte que su aspecto es el de un caballero.

-El hábito no hace al monje.

Lozano salió impaciente de la alcoba a la sala; y como en aquel irreflexivo movimiento prescindió de todo género de precauciones, se torció ligeramente el pie averiado, y vaciló un momento.

Ayala, que le seguía, dejó escapar una exclamación.

-¡Felicísimo! -dijo- ¿qué tienes en esa pierna?

-Una insignificante contusión.

¡Ah! ¿y piensas batirte hoy?

-¡Pues no!

-A ver: ponte en guardia.

-¡Qué puerilidad!

-¡Voto a las estrellas! ¡Te digo que te pongas en guardia!...

Felicísimo exasperado acabó por complacer a Tristán, procurando dar a la flexión de los muslos el habitual aplomo; pero el efecto de la reciente torcedura no había desaparecido por completo, y el joven no pudo menos de hacer una mueca.

-¡Ah, cuerpo de tal! -exclamó Ayala:- no te bates esta mañana.

-¡Cómo que no me bato!

-Como lo oyes.

-¡Antes se juntaría el cielo con ta tierra!

-Escucha, Felicísimo: ahora que estamos solos puedo decírtelo.

-¿Qué es ello?

-Siempre me has parecido un poco fanfarrón.

-¿Sí?... pues atiende, Tristán: ahora que nade nos escucha, me atrevo a hacerte esta confidencia.

-Veamos.

-En todo tiempo te he considerado algo deslenguado.

-¡Patarata!

-Peor para ti si así lo entiendes.

-Todo tu despecho no me obligará a secundarte en una imprudencia.

¡Tristán!

-Lo dicho: sólo me avengo a seguirte con una condición.

-¿Qué condición es esa?

-Que me dejes arreglar el asunto sobre el terreno.

-¡Sobre el terreno! -gritó Lozano, dirigiendo a Ayala una mirada terrible.

-¡Cáspita! de la manera que yo arreglo esas cosas,-repuso Tristán, -desembarazándote de tu contrario.

El furibundo rapto de Lozano terminó en una carcajada.

-Hubiera debido adivinarlo -pronunció:- lástima es que no cuentes con la aquiescencia de mi enemigo.

-¿Y por qué no he de contar?

-Porque creería perder en el cambio. Tu personalidad es más imponente que la mía.

-Sea la que quiera la imponencia de mi personalidad, te juro que a los dos minutos de diálogo, tu adversario opta por medirse conmigo.

-Tristán: hablando con formalidad, yo no sé por quién me tomas.

-Te tomo por lo que siempre has sido: el más testarudo de los aragoneses de tu familia, pasados, presentes y futuros, y el más intratable de los pendencieros.

Lozano se encogió de hombros.

-Todo eso está muy bien -dijo-, con tal de que cojas, la capa y me acompañes sin condiciones. El tiempo apremia.

-Te acompañaré, ¡voto a brios! porque no puedo abandonarte en las presentes circunstancias; pero no de la manera que me exiges. Te advierto, por el contrario, que llevo el zurrón lleno de condiciones mentales, y que me reservo la más omnímoda libertad de acción en vista dél curso de los sucesos.

Lozano se encaminó a la puerta sin contestar.

Ayala se ciñó la espada, tomó la capa y el chambergo, y salió detrás de Felicísimo.

Los dos jóvenes siguieron la dirección de la verja del Buen Retiro primero, y de la tapia después.

Durante el tránsito manifestó Felicísimo a Tristán que el punto de la cita era el tejar de la Jara.

No ocurrió a Ayala la menor observación desfavorable respecto a la localidad elegida; y como conocía perfectamente su situación, se encargó del itinerario.

El sitio designado por el hombre de la capa de grana no podía, en efecto, ofrecer objeciones. Prescindiendo de la habitual soledad que en el tejar reinaba, los ángulos entrantes y salientes de sus numerosas paredes, prestaban un abrigo seguro contra indiscretas curiosidades, a los que como nuestros jóvenes iban a ventilar uno de los negocios de la vida que exigen más tranquilidad, reserva y recogimiento.

Desde que pisó el terreno que había de ser teatro de la contienda, Lozano buscó con los ojos a su adversario. El flamante caballero únicamente se hacía notar hasta entonces por su ausencia.

-¡Con tal de que no nos haga esperar mucho! -murmuró con un gesto de impaciencia.

Ayala, que había ido tranquilizándose poco a poco al ver el gentil donaire con que su amigo movía los pies, repuso:

-Tanta prisa te corre ensayar con ese pobre diablo tu favorita semi-finta de tercera?

-Si con eso te propones tachar mi juego de amanerado, voy a darte un solemne mentís. Desde ahora me comprometo a no emplear semejante golpe.

-Harás muy mal, oh susceptible Pílades, a quien hoy parecen haber picado todas las malas moscas de la Fauna madrileña.

-No es que alimente el vengativo deseo que supones, sino que antes de las diez debo presentarme a una dama.

-¡Ah, pardiez! El símil es tan perfecto como tu lacayo. La tradición pretende que el Cid Ruy Díaz se comprometió a concurrir a la jura en Santa Gadea a las diez de la mañana, sin olvidar por eso que a las nueve tenía concertado un duelo.

-Tristán: si a mi me han picado malas moscas, a ti te han mordido emponzoñadas víboras: es la segunda vez que me llamas hoy baladrón.

-Pues no será por falta de correctivo en la primera.

-Eso prueba que eres incorregible.

-La reconvención no puede ser más donosa en tus labios.

-No conozco una discreción superior a la tuya.

-Yo si, ¡cáspita!, conozco la tuya. Hasta este momento ignoraba que entre tus cartas-credenciales hubiese alguna para la dama a que te refieres.

-Porque sólo poseo esa carta desde hace pocas horas.

-¡Guarda tu secreto, esfinge!

-¡Anda al diablo, procaz!

Felicísimo, cada vez más impaciente, comenzó a pasearse de arriba a abajo, interrogando con la vista todas las avenidas.

Tristán se sentó tranquilamente en un poyo, y para distraer el ocio, se dispuso a fumar un cigarro, previo el entretenido cuanto ingenioso experimento físico que pone el fuego en las manos del hombre, merced a la trinidad de la yesca, el eslabón y el pedernal.

El tiempo volaba que no corría, y el parroquiano de Jaime Sanchís no se dejaba ver.

-¿Qué hora será, Tristán? -pronunció Lozano en una de las ocasiones en que pasaba por delante del fumador.

-Te lo diría con geodésica exactitud, sí aún estuviera en mi bolsillo el reloj que hace seis meses garantiza un préstamo en casa del malsín usurero de la calle de las Salesas, contestó Ayala exhalando un hondo suspiro.

-¡Para lamentaciones de ese género estoy yo! Pero, en fin de algo ha de servirte el cálculo.

-Pues bien, presumo que más cerca han de estar las nueve y media, que las nueve.

-¡Condenación! -juró Felicísimo al ver corroborado su propio pensamiento.

El joven se sentó en un ribazo y se mordió una por una todas las uñas. Ayala recurrió por tercera vez a su eslabón; y el tiempo prosiguió su curso.

Cuando Lozano creyó que no podía menos de haber trascurrido media hora, se levanto furioso.

-¡Tristán! -gritó:- ¿has visto alguna vez un hombre dado a todos los demonios?

-Sin duda -respondió Ayala-; me he visto a mí mismo en cierta ocasión en que se burló de mí un matasiete, haciéndose tocar un interminable solo de contrabajo.

-¡Oh! pues en cuanto a mi perdonavidas, te juro que no recuerda nunca su gracia con otra risa que la del conejo; porque sé dónde adquirir noticias suyas en el acto, y apenas le eche la vista encima, le deslomo a palos.

-No seré yo quien trate de torcer la vara de tu justicia catalana.

-¡Mal haya la torpe mano que anoche no acertó a romperle la botella entre las dos cejas!..

-¡Amén!

-¡Mal haya el ganso que aceptó como buena la palabra de un rufián, y no contestó a su reto con siete docenas de puntapiés!...

-¡Mal haya sea! ¿Te has desahogado?

-No ¡mil rayos!

-Pues continúa; y cuando nada te quede que maldecir, sírvete manifestarme hasta qué hora hemos de permanecer en este sitio; porque no supongo que sea tu intención aguardar a tu contrario de sol a sol, como los paladines de la Edad Media.

-No esperaré un instante más.

-Enhorabuena.

-Ya que el bergante no me busca, buscaré yo al bergante.

-Que me place. Se puede imitar el ejemplo de Mahoma, sin ser de todo punto mahometano; dirígite, pues, a tu montaña si ya no es tiempo de pensar en tu hurí.

Lozano crispó los puños.

-Pero... suspende tu juicio, Felicísimo -añadió Ayala-; pudieras ser más afortunado que el Profeta; vuelve la cabeza a la izquierda, y observa si aquellos dos hombres que se acercan tienen algo que ver con el bergante de que hablabas.

Antes de que Tristán terminase, Lozano que se apresuró a tender la visual en la dirección indicada, había reconocido a Eulogio en uno de los dos individuos que se adelantaban hacia el tejar, no obstante la falta de la característica capa roja.

-¡Al fin! -murmuró.

-Más vale tarde que nunca -repuso Tristán al oír la conclusión de su amigo.

Los recién llegados avanzaron sin premura alguna hasta reunirse con los ocupantes del tejar, y les hicieron un cortés saludo.

Ayala contestó quitándose el sombrero. El rencoroso Lozano apenas llevó la mano al ala del suyo. En cambio, fue el más diligente para tomar la palabra.

-Me parece, caballero -dijo-, que anoche me aseguró usted que a las nueve en punto me esperaría en este sitio; y con efecto, usted ha sido el esperado, y por más tiempo del que tenía derecho a exigir.

-Siento por ustedes, señores -contestó Eulogio con ligera ironía-, que hayan sido los primeros en llegar al lugar de la cita, porque un texto santo proclama que los últimos serán los primeros.

-¿Los primeros en qué? -replicó Felicísimo llevando la expresión de la extrañeza hasta la caricatura.

-¡Pardiez! En obtener la bienaventuranza.

-¡Ah! ¡Pese a sus pecados! ¡Según eso se da usted por muerto!...

Tristán soltó la risa, a pesar de que él mismo reconocía que era una inconveniencia.

Eulogio volvió el rostro hacia su compañero, que no era otro que el bigotudo de la Hostería, como invitándole a llamar al orden al risueño; pero el de los mostachos se contentó con atusárselos.

-Señor mío -dijo Eulogio a su enemigo-; anoche podían tener alguna disculpa esas bravatas; pero un momento antes de tirar de la espada son soberanamente ridículas.

-No existen semejantes bravatas -respondió Lozano-; lo único que hay, es que mi persona parece destinada a encender la sangre de usted. Ayer le escaldé con una salsa y hoy le quemo con una frase.

-Adelante, Arias -repuso Eulogio, dirigiéndose a su testigo.

Arias y Ayala avanzaron algunos pasos, y en poco más de un minuto se pusieron de acuerdo.

Todas las condiciones quedaban reducidas a que mientras los contendientes pudieran manejar el acero, no cesaría el combate a menos que cualquiera de ellos se diese por satisfecho.

A continuación los testigos partieron el sol, según la expresión sacramental, y colocaron a los adversarios a ocho pasos uno de otro.

Los dos contrarios desenvainaron la espada, y saludaron a los padrinos colocados a derecha e izquierda, los cuales contestaron con una doble inclinación.

La voz de Ayala pronunció en toda la plenitud de su sonoridad:

-¡En guardia!

Felicísimo y Eulogio se perfilaron, adelantaron el pie derecho, doblaron la sangría y se presentaron la punta del acero.

Nada dejó que desear a Ayala la actitud de Lozano; la pierna izquierda de éste parecía no ser la misma que en la calle del Barquillo.

Los duelistas fueron metódicamente acortando la distancia que los separaba hasta que los hierros se cruzaron a cuatro dedos de la punta.

Los primeros movimientos no pasaron de tanteos.

De repente, una piedra no sabemos si caliza o granítica, pero del tamaño de una naranja, cruzó zumbando a media vara de Ayala y vino a chocar con violencia en la empuñadura de la espada de Lozano.

No era tirador Felicísimo que dentro de distancia se distrajese por nada en el mundo. El primer cuidado, por lo tanto, que le inspiró la pedrada, consistió en dar tres pasos atrás.

Entonces volvió la cabeza hacia el sitio de donde partió el proyectil. La acción no pudo ser más oportuna, porque escasamente tuvo tiempo para evitar el golpe de otros dos guijarros suspendidos en la atmósfera.

Ayala, por su parte, no se daba mano ni pie a esquivar el encuentro de iguales mariposas no menos temibles que la ura. Aquello era un verdadero huracán de peladillas.

Los dos jóvenes obtuvieron en el acto la explicación del fenómeno. La tempestad procedía de una nube de ocho o diez bigardos armados de sendas hondas, que se habían desplegado en forma de media luna a lo largo de la tapia del Retiro.

-¿Qué significa esto? -gritó Lozano bajando la cabeza por un lado, a la vez que levantaba un pie por el otro.

-¡Condenación! -juró Ayala-; pregúntaselo a tu adversario. Parece que ve venir las chinas con más tranquilidad que nosotros.

-En efecto -exclamó Felicísimo fulminando una rápida mirada a Eulogio-; ¿se puede saber señor hidalgo por qué razón esa horda de pillos no dirije a usted la puntería?

Eulogio, que contemplaba fríamente el espectáculo, apoyando en la bola la punta del acero, contestó con acento burlón:

-¡Quién es capaz de adivinarlo!... Quizá tienta menos a los apedreadores mi chambergo que el tricornio de usted... Acaso alguno de ellos que habrá oído hablar de la sin igual destreza de usted en la esgrima, se propone averiguar si esa habilidad llega hasta el extremo de competir con la del célebre Manolito Gázquez, que como es notorio, no necesitaba paraguas en los días de lluvia, porque con la punta de la espada se quitaba todas las gotas de agua que amenazaban caerle encima.

Un trozo de teja que Felicísimo no sorteó en suficiente grado, le arrebató en aquel instante el sombrero de la cabeza.

-¿No lo decía yo? -añadió Eulogio prorumpiendo en una carcajada:- contra el chapeo de los tres candiles era la inquina. ¡Bah! decididamente no representa hoy el señor espadachín un papel tan airoso como hace tres días.

-¡Ah! miserable... -pronunció Lozano:- has hecho la luz en mis ideas; eres uno de los malsines del convento de Valverde...

Y dirigiéndose a Ayala repuso:

-¡Tristán: espada en mano, y demos una buena carga a este par de gaznápiros!... Prescindiendo de que su felonía lo merece, de ese modo, nos servirán de escudo contra las hondas de los tunos que han aceptado por cómplices.

-Y en todo caso -aulló Tristán desenvainando-, no correrán menos peligro que nosotros.

En media docena de saltos Lozano y Ayala ganaron el flanco de Eulogio y de Arias, e interpusieron a éstos en el camino que trazaban las piedras de los honderos.

Realizado tan importante movimiento táctico, los dos jóvenes cayeron sobre Carrillo y su camarada, envolviéndolos en un tifón de flamígeros cortes.

De repente, una voz poderosa hizo resonar en el espacio este grito fatídico para todos los contraventores de la ley:

-¡Los inválidos!

La dispersión de los apedreadores fue instantánea, y los mismos Eulogio y Arias no se apresuraron menos a abandonar el terreno de la contienda, corriendo como dos liebres hacia el ángulo más próximo del tejar.

Por la parte opuesta al trayecto de la fuga general aparecieron un sargento y seis individuos del cuerpo de inválidos armados con carabinas. Los erizados bigotes entrecanos de aquellos representantes de la fuerza pública, y sus entrecejos de pocos amigos, justificaban, en cierto modo, el efecto que habían acertado a producir.

Lozano y Ayala esperaron, sin embargo, con calma a los bizarros veteranos, cuyo nombre vulgar nos impide escribir nuestro respeto a la cultura del lenguaje, a pesar de que andaba en todos los labios, inclusive los de las más almibaradas damas.

Los inválidos, siguiendo el instinto inmanente en los agentes subalternos de la autoridad, prescindieron por lo pronto de los estacionarios y se lanzaron en pos de los fugitivos.

El sargento se detuvo un instante delante de los dos jóvenes y les dijo con ruda severidad:

-¡Quietos aquí, señores míos!

-Pierda usted cuidado, veterano -contestó Áyala-; de ninguna falta tenemos nosotros que arrepentirnos.

-Eso es lo que veremos después -repuso el inválido.

Y siguió a sus subordinados que a buen paso procuraban cortar a los dispersos, prodigándoles el militar grito de -¡Alto!

-¡Desgraciado Tristán! -exclamó Lozano recogiendo el sombrero y envainando la espada-; ¿qué compromiso acabas de contraer?

-¡Compromiso! -dijo Ayala admirado.

-¡Poder de Dios!... nos has dado por prisioneros.

-¡Ah! eso si que es bueno, Felicísimo: ¿por ventura imaginabas esgrimir tu hoja toledana contra el cuerpo de inválidos? Infeliz; la cuestión era de galeras. Si realmente has llegado a pensar en visitarlas, puedes tener por cierto que yo no te hubiera acompañado en el viaje.

-Y sin embargo -pronunció Lozano exasperado-; este infernal incidente da el golpe de gracia a mis proyectos.

-¡Bah! si el mal existe, estaba ya hecho.

-Me hablas en hebreo rabínico; ¿acaso estaba hecho el mal del detestable negocio en que nos hemos metido, y de la ignorancia en que nos encontramos acerca del momento en que le podremos zanjar?

-Ese momento va a quedar a tu elección.

-Tristán: ten entendido que me considero tan ligado por tu palabra como lo estás tú mismo.

-¿Sí?... entonces no te comprometes a mucho.

-¡Cómo! ¿te propones infamarnos?...

-Por lo pronto, tú no has despegado los labios; y en cuanto a mí, acepto la responsabilidad de todo; hasta de tus escrúpulos de conciencia.

-Jamás te he visto tan acomodaticio.

-Eso depende de las circunstancias. No tengo el menor deseo de acompañar a los inválidos a su puesto de las Ventas. Conozco el albergue y le encuentro insoportable.

-De manera...

-Que apenas los veteranos hayan doblado la esquina del corral del parador, y queden por lo tanto enmascarados nuestros movimientos, doy por supuesto que ha sonado la hora de la retirada en el reloj de los que tú hiperbólicamente considerabas prisioneros bajo palabra.

-Tristán... Tristán... te juro que si los inválidos nos detienen... me da una apoplegia de vergüenza.

-Como nunca he tenido afición a los estudios médicos, ignoro si la patología reconoce la existencia de semejante enfermedad.

-Pues yo te afirmo que la reconoce, o no es una ciencia perfecta.

-Está bien; en ese caso procuraremos sustraerte al acceso. ¡Cáspita! una apoplegia de vergüenza debe ser lo peor del género.

Llegó el momento que esperaba Ayala. La cortina de las bardas del mesón ocultó a los inválidos.

-¡En marcha! -dijo.

Y sin que pudiera asegurarse que emprendiese una carrera, abrió y cerró el compás de las bien desarrolladas piernas con celeridad tan sostenida, que Lozano se vio precisado a quedarse atrás largo trecho, a menos de no decidirse a levantar el galope, cosa que no hubiera hecho por nada en el mundo.

Los dos jóvenes salieron de los límites del tejar, cruzaron el sembrado inmediato, se acogieron al pliegue del terreno que precede a la tapia del Retiro, y ganaron la carretera de Aragón.

No tardaron muchos minutos en llegar al portillo, situado donde doce años después levantó Sabatini el magnífico arco de triunfo llamado Puerta de Alcalá.

Desde entonces, la confusión consiguiente a la concurrencia de carruajes, tragineros y transeúntes de la gran metrópoli, garantizó a los dos amigos la continuación del eclipse de los inválidos.

Capítulo VII
En el cual se sirve al lector un bocado apetitoso, según el duque de Medinaceli

A las diez y cinco minutos de la mañana se detuvo un carruaje delante de la puerta de la casa del marqués de Esquilache.

El lacayo saltó en tierra, abrió la portezuela timbrada con una corona condal de plata, y se inclinó respetuosamente ante una dama hermosa y de elevada estatura, que se deslizó por el estribo y desapareció en el portal con la locomoción aérea de una sílfide.

El lector conoce a esta dama; era la condesa de Bari.

La joven se dirigió sin vacilar a las habitaciones interiores, precedida de los domésticos que encontró al paso, los cuales se apresuraban a franquearla todas las puertas y penetró en el salón de la marquesa.

Una doncella acudió al ruido que produjo la mampara.

-¿Dónde está tu señora, buena Irene? -dijo la condesa.

-En el tocador -contestó la doncella.

-Te ruego que la hagas saber mi llegada.

-En el acto. Puede pasar la señora condesa al gabinete.

La doncella levantó el tapiz que cubría la entrada del aposento a que se refería. La dama cruzó el dintel.

La condesa se asustó de la palidez de su semblante al verte por acaso reproducido en un espejo. El insomnio, el dolor y las lágrimas ni siquiera respetan la belleza.

Durante cuatro minutos dejó la joven el diván por, los sitiales, éstos por la banqueta del clavicordio, la banqueta por los cojines del estrado. Para ella no había mueble aceptable ni posición posible.

Al cabo, una puertecilla practicada en uno de los ángulos de la habitación giró sobre los goznes y apareció la esposa del ministro de hacienda y de la Guerra.

La marquesa era de mediana estatura, redondeadas formas, seno abundante, y gentil donaire. Entraba en el último tercio de la segunda juventud; sin embargo, las menudas facciones que debía a un hada propicia, corregían el trascurso del tiempo, y podían autorizarla en rigor, para negar dos lustros de experiencia..

Las líneas de la fisonomía no eran seguramente de una corrección intachable; pero la marquesa tenía una cosa que vale más que la belleza de los detalles; poseía en grado eminente la gracia del conjunto. No es esto suscitar una duda acerca del mérito de ciertas notorias perfecciones; los rasgados ojos, por ejemplo, arrebataban; las aterciopeladas mejillas donde se dibujaban dos movibles hoyuelos, seducían; la boca, de dientes sin defecto y de labios frescos, gruesos, carmíneos, incitaba.

El duque de Medinaceli había dicho esta frase, que desde entonces fue repetida con frecuencia:

-La marquesa de Esquilache es un bocado apetitoso.

El bocado en cuestión corrió hacia la condesa y la estrechó en los brazos diciendo:

-En verdad, querida Elina, que no contaba con verte hoy a esta hora.

La abrazada respondió ahogando un sollozo.

-¡Ah, marquesa! porque ignorabas mi desdicha.

La marquesa se fijó entonces en el desolado semblante de su amiga.

-¡Dios mío! -exclamó-; ¿qué es lo que tienes?

Elina clavó sus húmedos ojos en los de la marquesa, y repuso:

-¿Te compromete seriamente la carta que me confiastes anoche?

Sorprendida la marquesa trató a su vez de penetrar el pensamiento de la joven.

-¿Por qué me haces esa pregunta? -replicó..,

-Porque me ha sido robada la escarcela, que contenía el billete.

-¡Tranquilízate, Elina!

-¡Oh, buen Dios! ¿no me dices esas palabras en un generoso impulso de abnegación?...

-No, por vida mía.

-¿De veras?

-Te lo juro. Juzga por ti misma.

La marquesa se dirigió a un precioso escritorio de palo de rosa, tomó una hoja de papel perfumado sin timbre alguno; trazó en ella tres palabras con una pequeña pluma de cisne y enseñó el ese rito a la condesa.

-He aquí la reproducción de la carta -añadió.

Elina leyó mentalmente:

- Mañana y siempre .

-¡Ah, querida Pastora!... -pronunció oprimiendo contra el pecho la linda cabeza de la marquesa-¡de qué terrible peso acabas de aliviar mi corazón!

¡Pobre condesa!

-Tú no sabes las horas de fiebre, de delirio, de desesperación que han precedido a mi llegada.

-¡Mi buena Elina!

-¡Ay!... no me vuelva a castigar el cielo con torturas iguales.

-Pero... ¿porqué no me referiste el accidente?

-Tenía una vaga esperanza de recobrar el objeto perdido...

-¡Ah!

-Y si era posible, quería ahorrarte la pena de mi dolorosa revelación. Únicamente cuando esa última esperanza se ha desvanecido he podido resignarme al sacrificio.

La de Esquilache plegó el papel; le encerró en un sobre, y repuso.

-Por fortuna nada has perdido en este punto, puesto que como ves, todo está reemplazado.

-Merced a la bondad divina.

-¡Pluguiera al cielo que me hubiera sido dado evitarte con la misma facilidad el disgusto sufrido!

-¡Oh, el gozo que mi alma te debe me hace olvidarlo todo!

-¿Cuándo tuvo lugar el suceso?

-A la salida de aquí.

-¿En qué punto?

-En mi misma calle.

-Siempre he combatido en vano tu inclinación a andar sola por la noche.

-¡Cara he pagado la falta de haber desoído tus consejos.

-¿Cómo se llevó a efecto el despojo?

-Asaltándome dos miserable

-¿Te hicieron mal?

-Ninguno.

-¿Te amenazaron al menos?

-No se tomaron ese trabajo. ¡Qué resistencia podía yo oponerlos!

-¿Le sustrajeron preseas de valor?

-Sin duda no tuvieron tiempo.

-¡Ah!... hubo alguna complicación...

-Favorable hasta lo sumo.

-Quizá un transeúnte...

-Un gentil caballero.

-Oh, eso adquiere colorido Calderoniano.

-Un joven, cuya bravura no podré ponderarte bastante. A los pocos momentos de su providencial llegada, uno de mis agresores yacía en tierra, y el otro confiaba su salvación a la fuga.

-¿No te decí?...

-Jamás olvidaré ese servicio.

-¿Pero absolutamente no te quitaron otra cosa que la escarcela?

-Absolutamente.

La marquesa reflexionó.

-Es bien singular,-murmuró con un tinte de ligera inquietud.

-El mismo fue mi pensamiento, -añadió Elina observando a su amiga-; mi aderezo y anillos eran harto visibles.

-Hum... mucho optimismo sería necesario para hallar en ello naturalidad.

-¿Tienes especial motivo que induzca a creer?...

La de Esquilache se pasó el pañuelo por la frente y pronunció bajando la voz:

-Escucha, Elina; desde hace algún tiempo me siento objeto de un espionaje incesante.

-¡Ah!...

-Difícil me sería ofrecerte una prueba evidente; pero hay algo en la atmósfera que me lo dice y algo en mi corazón que lo presiente.

-Sin embargo, no te hubiera asaltado esa idea sin causa racional.

-Para un ánimo menos preocupado se trataría de verdaderas nadas.

-Por ejemplo...

-Sombras que parecen seguirme a todas partes... ecos sordos de pasos de personas que escuchan a las puertas... llaves perdidas que aparecen por sí solas a los pocos días... desorden inexplicable en mis objetos mejor guardados...

La condesa meditó un instante y articuló al oído de Pastora:

-¿Atribuyes esos procedimientos al marqués?...

-Si por mi instinto de mujer hubiera de contestarte, lo haría negativamente; ¿pero quién podría tener matemática certidumbre?

-Exacto.

-¿No es verdad, Elina, que no me faltaría fundamento para ver en tu aventura la corroboración de mis sospechas?

-¿A qué conduciría tratar de tranquilízarte?

-El plan abarca nuevas combinaciones; la red se extiende; los lazos se multiplican.

-Pues bien, Pastora, combatiremos.

-¿Esa es tu opinión?

-A la astucia contestaremos con la reserva; a la provocación con la templanza; a la fuerza con la prudencia.

-Cuento contigo, querida mía.

-Hasta el martirio.

-¡Oh, mi excelente condesa!...

-Si el suceso de la calle de la Reina está relacionado con tus temores, sírvanos de lección.

-No será advertencia perdida.

-Merced a tu discreción, han fracasado hasta ahora todas las insidiosas tentativas, tal vez inclusa la de anoche, a pesar de nuestra confianza; con más motivo fracasarán en adelante ante el ojo avizor de nuestros recelos.

-Me comunicas tu fe.

-El escrito de que era portadora, y cuya admirable insignificancia no podía calcular, me permite contar con el apoyo de la Providencia.

-Te olvidas de otra circunstancia.

-¿Cuál?

-La oportunidad con que te depara paladines -repuso la marquesa con ligera sonrisa.

-Oh, mi protector no merece ese pequeño mordisco de tus dientes, por más que sean preciosos.

-¡Es tan poco lo que los he apretado!...

-Si la intervención de Lozano, ese es su nombre, no salvó tu carta, la culpa no fue suya. Cuando él esgrima la espada con tan buen aire, ignoraba yo misma que me hubiera sido robada la escarcela; y al echarla de menos, hizo más de lo que podía exigírsele. Se comprometió a perseguir la pista de los salteadores hasta recobrar, si dable fuere, un objeto tan caro para mí.

-Te protesto que no menosprecio la buena voluntad de tu caballero Lozano.

¡Ay!... acaso el pobre joven ha sucumbido en la demanda.

¿No has vuelto a tener noticia suya?

-Ninguna.

El timbre del reloj de sobremesa de la marquesa dejó oír una aguda campanada.

-Tu péndola nos recuerda que no nos sobra el tiempo -añadió la condesa.

-Y se puso en pie, guardando cuidadosamente en el seno el nuevo billete.

-¿Volveré a verte hoy?-dijo la marquesa.

-Sin duda: cuento con tomar café contigo esta noche.

-Adiós, pues, mi encantadora Elina.

-Hasta luego más bien, mi querida Pastora.

Las dos damas se besaron en la mejilla, y se separaron.

Elina bajó ebria de gozo la misma escalera que había subido trémula de dolor.

Y sin embargo, entre ambos tránsitos sólo mediaban veinte minutos.

Si la facilidad con que en el rápido curso de la vida cambian las criaturas humanas la risa por el llanto o vice-versa, no fuese terrible, sería grotesca.

La dama se sepultó en su coche, diciendo maquinalmente al lacayo.

-¡A escape!

El lacayo algo sorprendido, preguntó después de vacilar un instante:

-¿Adónde, señora condesa?

-¡A palacio!

El carruaje se puso en movimiento, no a escape, porque lo prohibían las ordenanzas municipales, pero a buen paso.

El magnífico alcázar, llamado entonces palacio nuevo, que como la catedral de Colonia, sufre el fatal estigma impuesto por un genio maléfico de no ser acabado jamás, servía de albergue a la familia real desde el día primero de Diciembre de 1764.

La condesa se apeó en la puerta del Príncipe, y tomó la dirección de las habitaciones de la reina madre, cerca de la cual desempeñaba el puesto de azafata.

Al llegar, sin embargo, al ángulo de la galería de guardias, torció a la izquierda, atravesó las vastas estancias que precedían a la cámara de la Princesa de Asturias, y se internó en la serie de corredores que rodeaban los aposentos del monarca.

Hubo un instante en que la condesa se detuvo, sacó un llavín, volvió atrás la cabeza, y desapareció de repente.

En el supuesto de la persecución de un curioso, difícil le hubiera sido a este averiguar el punto por donde Elina se eclipsó, a menos que no fuera por una angosta puertecilla siempre cerrada que comunicaba con la biblioteca del rey.

Capítulo VIII
Donde Lozano hace la observación de que la veleidad tiene nombre de mujer

En honor de la verdad, Lozano no quiso cargar su conciencia con el remordimiento de haber perdido un solo instante en la ejecución de la caritativa obra en que se empeñara de llevar la tranquilidad al contristado espíritu de la bella condesa.

Apenas se despidió de Ayala en la calle del Barquillo, con un apretón de ambas manos, lleno de cordial efusión, se dirigió a casa de la de Bari por el mismo camino que siguió en la noche precedente.

Como había procurado fijar en la memoria varios detalles de la portada del edificio, no le fue difícil reconocer el zaguán.

-¿Está visible la señora condesa? -preguntó al portero.

-La señora salió hace más de una hora- contestó el interpelado.

-¡Ah, diantre! -murmuró Lozano.

El portero miró con intensidad al joven, y repuso:

-Si el caballero se sirviese manifestarme su nombre, acaso me fuera posible ampliar la contestación que he tenido el honor de darle.

-Me llamo Felicísimo Lozano.

-Ah, precisamente: la señora condesa esperaba al caballero.

-Así creía.

-Si las ocupaciones de vuestra señoría no le impiden aguardar la vuelta de la señora, puede pasar a su saló. Tales han sido las instrucciones que he recibido.

-Enhorabuena -respondió Felicísimo, adelantándose.

El portero le acompañó para que ningún otro doméstico le pusiera dificultades, y le dejó instalado en el estrado de la condesa.

La habitación era espaciosa y espléndida. La tapicería, los muebles, los cuadros y los caprichosos objetos de adorno, rivalizaban en riqueza y en buen gusto.

Felicísimo, jamás se había pagado de otro lujo que del personal, y por lo tanto, no le inspiraba la menor envidia el que estaba contemplando; pero no por eso dejaba de conceder que si alguna vez le ocurriese bajar de la elevada región del filosófico desdén que sentía por lo superfluo hasta el vulgar terreno del sibaritismo, la morada en que a la sazón se encontraba debía ofrecer más atractivo a los sentidos que el antiguo caserón solariego de Torrelaguna, y que el chiribitil de la posada de Levante.

Los ojos del joven se fijaron por acaso en la esfera de una magnífica péndola de sonatas, y las pupilas instantáneamente fulminaron un destello de rencor.

Merced a la inolvidable lealtad de Eulogio Carrillo, se había presentado Lozano en casa de la condesa a las doce menos cuarto.

Afortunadamente la espectación del caballero en el salón de la señora de Bari, no fue tan intolerable como la del tejar de la Jara por varias razones: la más importante consistió en que duró menos tiempo.

En efecto, antes de media hora oyó Lozano detenerse en la puerta un carruaje, abrirse todas las mamparas, y crugir en la antesala una ondulante falda de seda.

Un momento después se presentó ante Felicísimo la condesa en toda la plenitud de la proverbial elegancia, del arrogante continente, y de la incomparable hermosura que poseía.

Elina parecía trasformada. No quedaba en su rostro la menor huella de las emociones de la noche anterior.

Cambiada la mutua reverencia de ordenanza, la dama pronunció rápidamente:

-El señor de Lozano viene, sin duda, a manifestarme que toda su buena voluntad ha sido estéril.

Felicísimo, algo sorprendido, se apresuró a contestar:

-Tengo la satisfacción de que la señora condesa esté perfectamente equivocada.

-Oh, ¿ha sido usted tan afortunado que?...

-Que puedo devolverla el doble objeto que le fue sustraído.

El joven unió la acción a las palabras, sacando la escarcela, y entregándola a la dama.

La condesa extrajo la carta.

-Me parece que el sobre no es el mismo... -murmuró.

-Creo inútil hacer presente a usted -añadió Lozano-, que en todo caso el cambio ha tenido lugar antes de llegar a mis manos el billete.

-De todo punto inútil, caballero.

La de Bari rasgó el sobre, desdobló el pliego, y leyó las tres palabras que había visto reproducidas por la mano de la marquesa.

Después volvió a plegar tranquilamente la hoja, y la dejó sobre el velador.

Tas facciones de la dama revelaban, sin dada, una franca admiración; pero no se reflejaba en ellas el menor destello del júbilo con que Felicísimo contaba.

El joven ya no estaba un poco sorprendido, sino completamente estupefacto.

Podría decirse que llegó a dos dedos de amostazarse.

-Por lo visto -articuló no sin cierta inflexión irónica-, mi servicio tenía alguna menos importancia de la que uno y otro creíamos...

-El servicio de usted nada ha perdido de su mérito.

-Sin embargo...

Felicísimo se detuvo.

-Imagino que si usted completase su pensamiento -añadió Elina-, me diría que abrigaba cierta esperanza de ver acogida con más calor la entrega de ese papel.

-La señora condesa tiene mucho talento.

-Confieso ingenuamente que el servicio de la mañana no ha llegado con la misma crítica oportunidad que el de la noche...

-¡Ah!

-Pero si dable le hubiera sido a usted acudir a esta su casa un momento antes de las diez, puedo asegurarle que la esperanza que abrigaba, obtuviera la más cumplida satisfacción.

Lozano se atarazó los labios.

-No estoy en circunstancias de apreciar -dijo-, el valor relativo y absoluto del escrito con referencia a la hora de su presentación; pero como mi deseo habría sido traerle en la ocasión en que más estima tuviese para usted, me prometo imponer una severa corrección al bigardo que ha ocasionado mi demora.

-¿A qué ese propósito? La historia no se rehace.

-Pero da lecciones para el porvenir.

-Convenido.

-Usted no sabe hasta el extremo que el individuo a que aludo, se ha inmiscuido en este asunto -continuó Felicísimo, animándose con la idea rencorosa que le preocupaba.

-¿Sí?

-No le había bastado obligarme a cometer una imprudencia que pudo dar al traste con la recuperación de la escarcela.

-¿Así anduvimos?

-Necesitaba hacerme incurrir en otra falta...

-¡Todavía!

-Falta que ha traído aparejada la pérdida de un tiempo precioso. Mis encuentros con ese hombre son fatales.

-Y sin embargo, quiere usted buscarle para cometer la tercera imprudencia...

-¡En cincuenta soy capaz de incurrir a trueque de habérmelas con él!

-¡Ya escampa! -repuso la condesa riendo:- ¿es así cómo el señor Lozano entiende las lecciones de la historia?

Felicísimo volvió en sí algo desconcertado.

-¡Hem! -murmuró.

-El proyecto de usted me recuerda el voto de un antiguo servidor de mi familia.

-¿Puedo ser partícipe de tan oportuno recuerdo?

-Sin duda: se trata de un veterano llamado Zacarías, herido en las jornadas de Almansa y Villaviciosa, que era mayoral de mi padre en su casa de labor de Aranjuez. El viejo soldado se distinguía por una irresistible inclinación al buen vino.

-¡Pse!... el símil no me favorece mucho.

-He expuesto el único lunar de Zacarías: por lo demás, era un modelo de lealtad, bravura y probidad. La imperfección de que adolecía le había hecho correr más de un peligro. Todas las noches visitaba un ventorrillo próximo, de acreditada bodega; y como sólo lo abandonaba cuando ya se sentía narcotizado, en diferentes ocasiones convirtió en lecho los surcos del camino. Una vez le acarició un lobo; otra debió hacerlo algún merodeador, porque amaneció completamente desnudo. Circunstancia hubo en que acertó a divisarle un carretero un momento antes de que le aplastasen las ruedas de su vehículo. Semejantes sucesos, unidos a las reconvenciones de la familia, y a las exhortaciones de mi padre, le habían impulsado a formar reiterados propósitos de enmienda; pero llegaba la caída de la tarde, esto es, la hora de la falta de ocupación, de los bostezos, del aburrimiento, y las piernas del veterano emprendían automáticamente el camino del ventorrillo.

-¡Oh, consecuente Zacarías!

-Cierta noche en que regresaba al hogar doméstico el incorregible mayoral en su habitual estado de embriaguez, equivocó la senda de travesía; y fuese por defecto de los ojos, o por exceso de los pies, es el caso que se sumergió en el profundo estanque de la huerta.

-Desventurado.

-La cantidad de agua absorbida estuvo a punto de asfixiarle.

-No es maravilla.

-En aquel instante supremo, la impresión producida por la inopinada inmersión, hizo la luz en la inteligencia de Zacarías, y devolvió la actividad a sus sentidos; y mientras pugnaba por asir con la convulsa mano las ramas de un sauce, empeñó un solemne juramento.

-Estaba indicado: o entonces o nunca. El pobre veterano se comprometió a no embriagarse jamás.

-El señor de Lozano padece una equivocación. Lo que al reaparecer en la superficie del estanque juró el atribulado Zacarías, fue no volver a beber agua en todos los días de vida que le quedaban.

Felicísimo procuró en un principio conservar la formalidad, pero la tentación de Momo llegó a ser tan irresistible, que acabó por abandonarse aun acceso de hilaridad.

Elina le imitó sin reserva.

El joven repuso después de una pausa:

-La prueba más tangible de que debe tener razón para reírse de mis excentricidades la señora condesa, es que yo mismo hago coro a su risa.

-Sabe el señor de Lozano esmaltar con tales rasgos de hidalguía sus originales procedimientos, que en él son nuevas perfecciones.

-Dificulto que pueda serlo el acto de iniciar a usted en una de mis antipatías personales.

-Desde que mis enemigos han llegado a ser los de usted, lo exigía el tácito pacto de nuestra alianza.

-Lisongera es para mí la palabra, señora condesa.

-Y sin embargo, ya estoy arrepentida de haberla pronunciado.

-¿Por qué... si la pregunta me es permitida?

-Por dos razones.

-¿La primera?...

-Por el temor de que también pueda usted encontrar en ella cierto sello de tibieza.

-¡Bah!... ¿la segunda?

-Porque realmente no es propia.

-¿En qué consiste la impropiedad?

-En que no expresa con exactitud mi pensamiento... Tampoco esta frase me enamora... sentimiento he querido decir.

-Mucho lima la señora condesa su estilo. Pero en fin, la falta de propiedad del sustantivo alianza...

-Estriba en que hubiera debido sustituirle con la voz amistad. Los inapreciables favores que siempre harán de uste a mi acreedor privilegiado, sólo con amistad pueden pagarse.

-También se satisfacen con otro galardón para mi valioso hasta lo sumo...

-¿Cuál, señor de Lozano?.

-Las gentiles expresiones que acabo de tener la dicha de escuchar.

-La exigencia no es mucha por parte de usted; pero Elina de Velamazan se considera más obligada, y lo ofrece el cultivo de una intimidad sincera, cordial, frecuente...

-¡Frecuente!

-Tanto al menos como al señor de Lozano plazca. Mi casa no le estará cerrada ningún día.

Las palabras de la condesa desafiaban la crítica bajo el punto de vista de la urbanidad; hasta podría decirse que no carecían de buen gusto; el acento con que se pronunciaban era el de una afectuosa deferencia.

¿En qué consistía que Felicísimo no se sentía cautivado, conmovido, fascinado?

La razón era sencilla. La voz de Elina conservaba la entonación dominante, severa, ligeramente protectora de la dama de alto rango: no dejaba entrever esa efusión con que espontáneamente se desbordan del alma los sentimientos; no vibraba con aquel timbre de pasión y de febril delirio que Lozano había oído en la noche anterior.

Hubiérase dicho que la condesa se proponía corregir la llama de la letra con el soplo del espíritu; rectificar la amabilidad, falsificación de la bondad, con la conveniencia, espejo de la organización social. Tal vez rendía culto al aforismo de que la palabra ha sido dada al hombre, y con más motivo a la mujer, para disfrazar su pensamiento.

El joven no tuvo que revestirse de mucha afectación para pronunciar con aire admirado:

-¿Según eso nadie tiene derecho a exigir a la señora condesa cuenta de mis visitas?...

-Nadie absolutamente, caballero: el estado de viudez en que estoy me deja toda la responsabilidad de mis acciones.

-Oh, breve ha sido para usted el período del lazo conyugal.

-Breve fue en efecto; pero puedo asegurar a usted que duró el tiempo suficiente para disgustarme del matrimonio.

No sabemos si el lector habrá llegado a sospechar, atendida la corta fecha de su conocimiento con Lozano, que quizá el mayor defecto de éste consistía en una extraordinaria susceptibilidad?

La declaración de Elina, además de antojársele en cierto modo intempestiva. le pareció una altiva indirecta directamente encaminada a desvanecer locas ilusiones, si por acaso hubieran sido alimentadas. Y como la imaginación del joven no era tarda en concebir, ni su voluntad en ejecutar, contestó a renglón seguido, con la sonrisa en los labios:

-En ese punto no me aventaja la señora condesa; porque no he necesitado las lecciones de la experiencia para profesar instintivamente al himeneo, antes, ahora y siempre, la más invencible aversión.

Algo semejante al sentimiento que impulsó la réplica de Felicísimo, y tal vez, por las mismas causas, debió experimentar la de Bari; porque recogió su boca con un gracioso mohín.

-Hace bien el señor de Lozano -repuso-, en decir que me excede en la desafección a que nos referimos: sea el que fuere, en efecto, el grado de la mía, no llega como la suya hasta el extremo de invadir el porvenir.

-No obstante, es perfectamente racional que las convicciones pasadas nos respondan hasta cierto punto de las creencias futuras.

-Hasta cierto punto...

-Concedo que lo absoluto no ha quedado al arbitrio de las criaturas humanas.

Elina acogió la rectificación del caballero con un signo de aquiescencia, pero nada contestó.

Bastó aquel momentáneo silencio para que Lozano se creyera en el caso de hacer la observación de que la condesa estaba todavía con el traje de calle, la mantilla prendida y los guantes puestos. En el acto recogió el sombrero y dejó el asiento.

-La invitación de la señora condesa -dijo-, es tan honrosa y grata para mí, que en todo caso no he de dejar de utilizarla, sean las que quieran las envidias de que pueda hacerme blanco.

-Mucha será la gratitud con que acogeré los recuerdos del señor de Lozano.

-Por favor, señora...

-Me parece que no es motivo lo que falta: hasta ahora, el número de las entrevistas de usted se ha contado por el de sus servicios.

-¡Con tal de que en el primero, si tuviera la dicha de prestarle, no se interponga otro Eulogio en mi camino!

-En la más próxima de nuestras conferencias hemos de hablar de ese personaje.

-Procuraré haber adquirido para entonces nuevos datos que me permitan bosquejarle mejor.

Felicísimo se inclinó profundamente en el estrado, y en el dintel de la puerta, encontrando siempre el saludo y la sonrisa de los frescos labios de Elina, y atravesó la antesala entre indolente y preocupado.

El joven Lozano no quiso escarvar muy profundamente en su corazón, por temor de reconocer que estaba descontento de sí mismo, y prefirió dardar todos los enojos sobre la condesa.

-¡Oh!.. -murmuró con sarcástica expresión:- ¡y pensar que por tomar en serio una escena de trájica sublimidad, he estado a punto de triturar bajo los tacones de mis bolas a una dama más o menos honorable, como el gran arcángel aplastó al dragón infernal; he obligado al pobre Perfecto Cazurro a arrostrar el riesgo de estrellarse como los Carvajales; y he expuesto al bravo Tristán de Ayala a ser lapidado corno el protomártir San Estéban! ¡Ah, veleidad: tienes nombre de mujer!..

Capítulo IX
Extraño camino por donde el matrimonio de un magyar vino a poner en un conflicto a la esposa del ministro

Invitarnos al lector a que penetre en el gabinete de la marquesa de Esquilache, localidad que conoce desde el día anterior.

Vamos a ofrecerle un cuadro de familia.

El sol caminaba a su ocaso; y como la tarde se había puesto fría bajo la influencia de uno de esos bramadores vientos del nordeste, que con frecuencia acarician a Madrid en el mes de Marzo, el hogar de la chimenea destellaba viva llama.

Los dos sillones, colocados en los extremos de la plancha de latón que preservaba del fuego la alfombra, se hallaban ocupados por la marquesa de Esquilache y la condesa de Bari.

Cuatro pasos más lejos el marqués de Esquilache hojeaba en un velador una colección de aguas-fuertes de las más valiosas joyas del museo del Escorial.

Los treinta minutos que precedían a la hora de la comida eran ordinariamente el único tiempo que durante el día consagraba el marqués a la sociedad conyugal. A la sazón se deslizaban perezosamente esos treinta minutos.

El aire glacial que silbaba en la calle, parecía haberse comunicado a los moradores del gabinete, no obstante la encina que chispeaba en la chimenea.

La marquesa y Elina habían vuelto de una excursión hacía un cuarto de hora.

¿Estarían relacionadas esta salida o su duración con la reserva de Esquilache, que hecha extensiva a las damas, determinaba para los tres una situación anormal?

Para un extraño, el problema habría sido insoluble; para Elina, la cuestión aparecía dudosa; para la marquesa, era cosa evidente.

La mujer, sobre todo en ciertas ocasiones, posee ojos que ven crecer la yerba; oídos que escuchan distintamente el tic-tac de las palpitaciones del corazón ajeno; e instinto que lee en el porvenir como en un libro abierto.

Esquilache podría no haber pronunciado la menor palabra que se asemejase a una reconvención: no importaba; en el fondo del ánimo de Pastora velaba esa lámpara de la intuición femenina que enciende la conciencia y que alimenta el diablo.

Un estremecimiento de Elina, que instintivamente la hizo volverse hacia el hogar, motivó esta observación de Esquilache:

-Parece que la señora condesa ha traído frío.

-Ah, no -contestó la condesa con voz no muy segura-; puede creerlo el señor marqués.

-Y aunque así fuese - replicó Esquilache-, la tarde bastaría a justificarlo.

La marquesa cogió al vuelo la ocasión para pronunciar con el más dulce de los acentos:

-El tiempo está, en efecto, harto desapacible; pero bien sabes, Leopoldo, que no puedo prescindir de ir a ver a mis hijas con frecuencia...

Esquilache irguió vivamente la cabeza. Había en la expresión de su fisonomía tanta extrañeza, acaso hasta reproche, por la exculpación de Pastora, que ésta no aventuró una sílaba más.

La frente del marqués volvió a inclinarse lentamente sobre sus aguas-fuertes, y la masa de hielo que aplanaba la atmósfera hizo sentir su peso más que nunca.

Felizmente el ruido de la puerta del salón, abierta con cierta precipitada solicitud, vino a vibrar en los oídos de Pastora y Elina, como un eco grato de esperanza.

Un portero de estrados, después de haber hecho resonar un discreto golpe en la mampara del gabinete, levantó la cortina y dijo con la solemnidad del tono oficial.

-Su excelencia el señor primer secretario de Estado ruega a vuecencia se sirva concederle una entrevista.

El marqués de Esquilache se puso en pie lleno de asombro. Hacía largo tiempo que las relaciones que mantenía con el marqués de Grimaldi no eran otras que las puramente oficiales; porque los dos ministros se detestaban con la más ingenua cordialidad. Además, pocas horas antes, había visto al cordialmente detestado colega en el Consejo; ¿qué inopinado y perentorio asunto podía traerle a la casa de las Siete chimeneas?

En cuanto a las damas, no aparecían menos admiradas.

-Muy bien -contestó Esquilache al portero-; introduzca usted al señor ministro de Estado en mi despacho.

-El señor ministro espera en este salón -replicó el dependiente.

-¿Cómo así?

-Cuando supo que vuecencia se hallaba con su esposa, ha preferido ser conducido a la habitación de la señora marquesa.

Esquilache abrió inmediatamente la puerta, y encontró a Grimaldi ocupado en examinar al parecer, con la mayor complacencia, los curiosos objetos de china de la marquesa.

-Adelante, señor marqués -pronunció Esquilache con la más perfecta cortesanía-; adelante, si no hay inconveniente en que estas damas participen del honor que el señor ministro de Estado me dispensa con su visita.

Grimaldi penetró en el gabinete, ofreció una y otra vez notoria prueba de flexibilidad en la columna vertebral, y respondió con acento melifluo:

-La presencia de la señora marquesa, es, por el contrario, uno de los motivos que en este momento tengo para felicitarme.

-Gracias mil por tanta galantería -contestó Pastora, con más tibieza acaso de la conveniente.

-¿No es, por lo tanto, ajena mi esposa al objeto que trae a mi morada al señor don Jerónimo? -insinuó Esquilache, ofreciendo un sitial a su compañero.

-Así es la verdad, señor don Leopoldo.

-Esa circunstancia me explica en parte la abstención que para hablarme del asunto se impuso el señor marqués esta mañana.

-Voy a explicársela en un todo a mi digno colega. El negocio, en cuestión, en nada atañe a la cosa pública.

-Ah, muy bien.

-Se trata de una instancia de carácter privado que las conveniencias me prescribían no abordar en el seno del Consejo...

-Perfectamente.

-Y como no me atrevería a impetrar de mi caro compañero la gracia a que aspiro sin contar con el asentimiento de la señora marquesa, he aquí el motivo de que me congratule por encontrarlos juntos.

-¡Una gracia!

-Ese es el nombre.

-Usted, señor marqués, es quien nos la hace al proporciónarnos ocasión de otorgársela.

-Después de agradecer debidamente esa lisongera anticipación, entro en materia.

-Veamos, pues.

-Yo no sé si tiene usted noticia de que se trata de dar estado a mi sobrina.

-¿La señorita doña María de Pignatelly?

-Precisamente.

-Muy joven la consideraba todavía.

-Por eso no pensamos en precipitar su enlace.

-Prudente determinación.

-La distancia que separa a María de su prometido, favorece, por otra parte, la lentitud de los procedimientos.

-Ah, el futuro sobrino no es madrileño...

-Ni siquiera español.

-Acaso ha visto la luz bajo el purísimo cielo de nuestra amada Italia...

-El cielo del país de ese mancebo no es tan azul.

-Renuncio entonces a adivinar su patria.

-El trabajo sería inútil; voy a dársele hecho al señor marqués. El que ha de desposarse con María es un magyar de la antigua raza.

-Raza independiente.

-En efecto; tan enemiga de la eslava como de la germánica. Nuestro húngaro, sin embargo, está unido por lazos de parentesco a la familia imperial.

-La alianza no puede ser más honrosa para la casa de Grimaldi -dijo Esquilache con una inflexión de voz en que tal vez a despecho suyo despuntaba cierta ironía.

-No es, sin duda, de las que rebajan una alcurnia -contestó el ministro de Estado-; pero, a Dios gracias, la vieja roca de los Grimaldi no necesita para robustecer sus blasones pilar alguno, siquiera proceda éste de un trono.

La marquesa sintió acaso más que su esposo la indirecta alusión que en las palabras de Grimaldi podía haber para la moderna nobleza de los Gregorio.

Grimaldi despojó su tono de la sequedad que momentáneamente había poseído, y continuó con la fría sonrisa que exhibía desde el principio del diálogo:

-Entre los actos preliminares se cuenta el cambio de retratos.

-Es de rigor en semejantes casos.

-Mazzuqui, el más aventajado discípulo de Mengs se ha avenido a suspender la imagen del abate Melgarejo, y ha hecho una incomparable miniatura de María.

-Sin haberla visto, asiento al adjetivo; el mérito del autor garantiza la obra.

-Sólo falta acomodar el retrato en un receptáculo a propósito, confiarle a la estafeta y hacerle llegar a Pesth, residencia del magyar.

-La cosa no puede ser más sencilla.

-¿Usted lo considera así?

-¿Dónde podría estar la dificultad?

-¡Ah! señor marqués, en una circunstancia exclusivamente española.

-¿Qué circunstancia?

-La falta de gusto en los artistas.

-¡Es posible!

-Ninguno de los plateros requeridos ha podido presentar un modelo do medallón que se considere aceptable.

-¡Qué contrariedad!

-Terrible para las damas de mi familia. Afortunadamente, en medio de su desolación, ha surcado mi mente una idea luminosa.

-¿Sí?

-He recordado una obra maestra del cincel del florentino Porpora.

La marquesa palideció de repente.

-Me parece -añadió Grimaldi-, que el señor marqués imagina cuál es el trabajo a que aludo.

Esquilache meditó un momento, o afectó meditar, y respondió:

-Habré de resignarme a hacer patente mi falta de perspicacia.

Grimaldi pronunció acentuando lentamente su frase:

-Me refiero al precioso medallón que con el retrato de la señora marquesa hace años se sirvió don Leopoldo enseñarme, en Nápoles...

Pastora esperaba el golpe; pero no por eso le encontró menos rudo. Elina la vio estremecerse de pies a cabeza.

-En efecto -dijo Esquilache-; esa pequeña alhaja siempre ha merecido los elogios de cuantos la han examinado.

-Pues bien; ¿será tan bueno el señor marqués que, si su esposa no se opone, me facilite el medallón el tiempo suficiente para que el platero Baldoví pueda construir otro igual o semejante al menos?

-A fe mía -contestó Esquilache con la más completa naturalidad que el señor marqués de Grimaldi hacía perfectamente al contar con mi esposa para el caso, porque ha mucho tiempo que es la marquesa quien guarda ese objeto entre sus preseas.

El ministro de Estado miro a su compañero con benevolente sorpresa, y murmuró esta filosófica reflexión:

-¡Oh, lazo conyugal!... ¡cuántas faltas de leso idilio erótico te hace cometer el tiempo al tocarte a su paso con la punta de las alas!...

-¡Si la luna de miel hubiera de durar siempre, dejaría de ser luna!

-En rigor -repuso Grimaldi con galante transición-, cuando se llega a lograr la dicha de poder contemplar a todas horas el original, la posesión de la copia será si se quiere una voluptuosidad para el corazón, pero no es una necesidad para los sentidos.

-La gestión diplomática del señor primer secretario de Estado, debe, pues, entablarse cerca de la marquesa; pero me lisonjeo en esperar que será bien acogida.

-Ya ve la señora marquesa que me remiten a su benévola jurisdicción -dijo Grimaldi, volviendo hacia la dama una mirada indefinible, entre tímida, entre pérfida; una mirada verdaderamente italiana.

La de Esquilache se hallaba en una situación insoportable; pero era mujer: sus ojos contestaron al reto de Grimaldi, dardándole una centella de orgullo, de odio, de desdén.

Elina, aterrada, dirigió a su amiga un ademán suplicante.

No fue perdido; Pastora se atarazó los labios de rosa, y contestó con un acento frío como la hoja de un cuchillo:

-En verdad que el instante en que el señor marqués expone su deseo no puede ser menos a propósito.

-¡Ah, diabolo!... -murmuró Grimaldi.

-¿Qué quiere decir eso? -añadió Esquilache.

-Que hace algunos días se partió la llave del joyero donde está el medallón, y no hay posibilidad de abrirle en el acto.

-Pero ¿no has dispuesto que se rehaga la llave?

-Sin duda... El cerrajero, sin embargo, hace esperar su obra...

-¡Bah! -replicó Grimaldi-, el inconveniente es menos serio de lo que temí en el primer momento.

-El señor marqués tiene razón.

-La llave de un cofrecillo pronto se labra, aunque el cerrajero de los señores de Esquilache esté abrumado de encargos.

-Así es la verdad.

-Sobre todo si la señora marquesa tiene la amabilidad de reiterar el suyo...

A pesar de la insinuante expresión de Grimaldi, Pastora no ofreció otra respuesta que nu signo irónico de asentimiento.

-El señor de Grimaldi puede estar seguro de que la marquesa apremiará al artífice -repuso Esquilache.

-Abrigo esa grata convicción.

-Y si por acaso mi esposa echase en olvido el perentorio propósito del señor marqués, yo, que desde este instante me encargo del asunto, me tomaría el trabajo de recordársele.

La entonación de Esquilache fue tan severa, que Elina buscó palpitante en la mirada de Pastora el alcance da la frase.

La marquesa había bajado los párpados guarnecidos de largas pestañas, y estaba impenetrable.

Grimaldi, con su ejercitado instinto cancilleresco, comprendió que la situación había llegado a un punto en que su presencia no era en manera alguna necesaria. En su consecuencia, se puso en pie, reprodujo las reverencias del mejor gusto, prodigó sin tasa el ofrecimiento de todo género de respetos a los señores marqueses y a la señora condesa, y salió del gabinete acompañado de Esquilache, el cual, poniendo en juego diferentes campanillas, presidió la tributación de los honores de la casa hasta la meseta de la escalera.

Luego que el eco de los pasos de los dos secretarios del despacho se hubo perdido en la antesala, la marquesa se apoyó en el hombro de Elina y prorumpió en ahogados sollozos de ira, más bien que de dolor.

-¡Pero, Dios mío!... -balbuceó la condesa: -¿qué siniestro misterio hay en todo esto?

-Ayer te lo decía, -articuló la de Esquilache al oído de la de Bari-: han jurado perderme.

-¿Quién, Pastora, quién?

-Cien veces me lo he preguntado yo a mí misma...

La marquesa enjugó repentinamente sus ojos, de cuyas pupilas partió una chispa, y añadió:

-¡Ah, si yo lo supiera!...

Elina era muy capaz de comprender que la amenaza de la marquesa no perdería seguramente la más mínima parte de su energía, si por acaso llegase a sospechar que el ignoto enemigo pudiera ser una mujer.

-¡Qué miserables! -murmuró.

-Sí, bien miserables; pero hay que convenir en que por esta vez han acertado a dar en el centro del blanco.

-¿No conservas el medallón?

-¡No!

-¿Cómo tienen conocimiento de ese secreto?

-Considera la potencia de un espionaje que ha logrado averiguar una cosa que ignorabas tú misma.

-¡Es abrumador!

-Más todavía: es incontrastable.

-¿Hasta ese punto llega tu desaliento? ¿Por ventura no tiene remedio alguno el daño?

-Es necesario intentarle al menos.

-Nos hemos prometido valor.

-Y mantendremos el empeño: sucumbir sin luchar fuera una cobardía.

-¿Puedo favorecerte en este trance?

-¡Cómo no, si de ti va a depender todo!

-Habla, Pastora mía: dicta imposibles.

-En el grado que se ha cargado la atmósfera a tu vista, no hay medio de que yo salga.

-Así lo estimo.

-Es indispensable que sea mi buena Elina la que acuda a la herrería donde ha de labrarse la llave de mi salvación.

-Iré aunque la fragua sea la del mismo Vulcano, y se interpongan en mi camino todos los cíclopes del paganismo.

-Te proveeré de una credencial.

-¿Escrita?...

-De mi puño.

-¿Para el ser mitológico a quien me he referido?... ¿para el terrible forjador de los rayos de Júpiter?

-Nada temas por él ni por nosotras: sé tratar a los dioses.

La marquesa se dirigió a su escritorio con actividad febril; pero antes de que tomase asiento, se abrieron las puertas lateral y del fondo.

En la primera reapareció la figura de Esquilache, circundada de la aureola del drama: en la segunda se dejó ver el prototipo del doméstico vulgar, rezando con el acento de las provincias del Noroeste la salmodia prosaica de que estaba servida la comida de los señores marqueses.

Capítulo X
De cómo la condesa de Bari visitó la herrería de cámara de los marqueses de Esquilache

En otra ocasión, dos días antes del momento en que principia este capítulo, dejamos a Elina de Velamazan bajo el peso de una acusación que podría perjudicarla en el concepto de hija fiel de la Iglesia Católica a los ojos de aquellas personas de las que hojean nuestra narración, que no han perdido el respeto a los fantásticos seres procedentes de un aquelarre en sábado, si es que, merced a la linterna de Diógenes, es posible encontrar todavía uno de esos bienaventurados lectores.

La edad, la belleza y los instintos de la condesa de Bari, nada propios de las maléficas encarnaciones de las antiguas consejas, bastarían acaso para rehabilitarla; pero nos place contribuir a este acto de justicia dispensando a la joven azafata todo el apoyo de nuestra autorizada veracidad.

Creemos haber dicho que Elina haciendo uso de un talismán, que también se conoce con el nombre menos pretencioso de llavín, desapareció repentinamente en uno de los corredores que precedían a las habitaciones de María Luisa. Pues bien, al reproducirse el mismo fenómeno en la ocasión que nos ocupa, seguiremos a la condesa, aunque sólo sea para explicar la perfecta naturalidad de su tránsito.

Nada, en efecto, existe de extraordinario en el hecho de levantar un pestillo con el instrumento inventado para el caso, de empujar una tabla de encina que gira obediente sobre sus goznes, de cruzar el dintel con precipitación, y de que la puertecilla vuelva a cerrarse inmediatamente por sí misma a impulso de un enérgico resorte interior.

En lo que podría haber algo de extraído sería en el especial aspecto de la habitación donde penetró la condesa, sobre todo si se tiene en cuenta que su misión era para visitar una herrería.

Y a bien que no podía ser porque faltasen en la estancia el hierro y el acero. Por el contrario, en cualquier punto donde descansase la mirada se encontraban escopetas, carabinas y cuchillos de las formas más variadas, la riqueza más deslumbradora, y el trabajo más peregrino.

Donde resaltaba lo anormal era en las numerosas estanterías que cubrían los tabiques de arriba a abajo, y en el cúmulo de libros impresos y pergaminos manuscritos que pesaba sobre las tablas, ocupaba las mesas, y hasta invadía los asientos.

La habitación podría pertenecer a un gran cazador; pero el adepto de Diana no debía ser menos partidario de Apolo.

Elina abarcó con la vista todo el aposento, que no era de cortas dimensiones; y al observar la absoluta ausencia de seres humanos, se encaminó a uno de los estremos, alzó un picaporte, y pasó al cuarto inmediato.

El camarín donde entró la condesa se hallaba ocupado por un hombre vestido de negro, de rostro completamente rasurado, y de mirada dulce hasta la graduación del almíbar.

Este personaje, que redactaba papeletas en un billete, extractándolas de las portadas de una pila de volúmenes que tenía delante, no pareció experimentar la menor sorpresa, cuando al levantar la cabeza se vio en presencia de la azafata.

-Buenos días, señor abate -dijo la joven.

-Guarde Dios a la señora de Bari -respondió el redactor de papeletas:- por lo visto, ha pasado la noche en palacio la señora condesa. ¿Se siente por acaso indispuesta su augusta ama?

-No, afortunadamente -repuso Elina contestando a la pregunta, sin hacerse cargo de la hipótesis.

-¡Alabado sea el Omnipotente!

-¿Podría ver un momento a su majestad?

-El rey madruga, y es de creer que esté vestido; pero ignoro en qué se ocupa en este instante.

-¡Ah... si usted fuese bastante bondadoso para indicarle mi deseo!..

-La señora condesa sabe que siempre me consagro a su servicio con particular complacencia.

-No deposita el señor abate Gándara sus favores en un corazón ingrato.

-Esas palabras me obligarían a volar, si tuviese alas. Desgraciadamente no cuento con otra cosa que con pies y sólo pueden hacerme correr.

-Ni tanto me atrevería a exigir, galantísimo señor abate.

Gándara cambió un ceremonioso saludo con la joven, y abandonó la habitación.

Elina se acomodó en un colosal sillón de brazos, cruzó los menudos pies, apoyó en la fina palma de la mano una mejilla más fina todavía, y se recogió en sí misma por espacio de algunos minutos.

Las entrevistas importantes, como los duelos entre dos hombres o entre dos ejércitos, y como las grandes borrascas, tienen solemnes prólogos de calma.

Un ruido, que sonó en la sala de los libros y de las armas, arrancó a la condesa, de su abstracción.

La puerta por donde la dama había entrado en la oficina del abate se abrió suavemente.

Elina se puso en pie en el acto.

En el marco de dicha puerta apareció un hombre de cabeza acarnerada hasta el punto de excitar la hilaridad; pero poseía tanta lealtad en la mirada, tanta ingenuidad en la sonrisa, y tanta bondad en la expresión general de la fisonomía, que el contemplador del extravagante tipo no tardaba en sentirse subyugado, y acababa por rendirle el tributo de una involuntaria simpatía.

Aquel hombre era el rey Carlos.

-Pasad, condesa -dijo el monarca.

Y se internó de nuevo en la biblioteca.

Carlos III, imitando en esto a su padre Felipe, acostumbraba hablar en impersonal a la generalidad de los súbditos que debía a la Providencia. Sólo empleaba el tuteo cuando lo autorizaba la confianza que enjendra el frecuente trato. En cuanto a la tercera persona, la reservaba exclusivamente para los individuos revestidos de carácter religioso.

Elina ingresó en la biblioteca detrás del soberano.

-¿A qué motivo debo tan matinal visita? -repuso el rey.

-En esta misiva puede vuestra majestad encontrar la explicación -contestó la dama.

El monarca tomó la carta que le alargaba Elina; la abrió rápidamente, y leyó a medía voz:

«Señor; La condesa de Bari tiene una importante gracia que impetrar de la munificencia de nuestro soberano. Por mi parte, animada por las inagotables bondades que vuestra majestad dispensa a mi familia, le suplico encarecidamente, que, si le es posible, acceda magnánimo a los deseos de mi buena amiga. -De vuestra majestad muy leal y respectuosa súbdita, LA MARQUESA DE ESQUILACHE».

Terminada la lectura, el rey continuó con la vista fija en el papel como si buscase algo entre sus líneas.

Los espacios debían estar bien unidos, porque no tardó en renunciar a la investigación añadiendo:

-Y bien ¿qué es lo que tiene que decirme la portadora de este documento diplomático?

-Vuestra majestad le da el más propio de los nombres, porque soy una verdadera embajadora.

-A tiro de ballesta podría asegurarse.

A continuación refirió Elina al monarca todo el curso de la visita que en la tarde anterior hizo el marqués de Grimaldi a los de Esquilache, con esa vivacidad de colorido, esa riqueza de detalles y esa volubilidad de expresión de que sólo es capaz una mujer a quien mueve la repulsión de la indignidad, aguija el instinto de la intriga y electriza la fe de la pasión. Escuchó la relación el rey serio y sereno; pero en el fulgor del iris de los ojos y en la frecuencia con que procuraba entibiarle con la lubrificación de los párpados, se revelaba un interés creciente.

-¡Pobre marquesa! -fue todo lo que los labios del monarca murmuraron cuando Elina dio por terminada la exposición de su histórico episodio.

-¡Oh, si! ¡bien desgraciada! -replicó la condesa-; porque vuestra majestad no puede formarse idea del estado de desolación en que la dejo.

-Por fortuna, condesa, no es difícil volver la tranquilidad al espíritu de nuestra amiga.

El monarca sacó un llavero del bolsillo del calzón, eligió una pequeña llave de plata, se dirigió a un precioso mueble de ébano entre escritorio y papelera, y abrió la parte superior, que ofreció a la vista una triple fila de gavetas.

Sin vacilar un momento, tiró el rey de la primera inferior de la derecha, y sepultó en ella la mano en el punto precisamente donde sabía que estaba el objeto que iba a buscar.

¡Cosa extraña! los dedos llegaron a tocar el fondo del cajón sin haber tropezado con cuerpo alguno intermedio. En vano se extendieron en todas direcciones; removieron diferentes cosas menudas, pero no dieron con lo que querían.

Más sorprendido que impaciente, el monarca extrajo la gaveta, y unió a la pesquisa de la mano la investigación de los ojos. Empeño inútil; los nuevos auxiliares no hicieron otra cosa que comprobar la ausencia del objeto perseguido.

Entonces, con el ceño fruncido y el sudor en la frente, abrió todos los cajones, requirió todos los secretos, revolvió todo el bazar de los dijes y de las preseas.

Las ideas del príncipe comenzaban a ofuscarse, y por lo tanto, daban también principio las indagaciones inverosímiles.

La dignidad, sin embargo, le detuvo en los primeros pasos de la pendiente.

-No perdamos la cabeza -pensó en voz baja-; el medallón estaba en la primera gaveta: mi seguridad en ese punto no puede ser más absoluta. Es, por consecuencia, evidente que me ha sido sustraído.

La condesa, que había visto los movimientos del rey con inquietud, oyó sus palabras con un extremecimiento glacial.

El monarca empuñó una campanilla, y la levantó con ira; pero la reflexión detuvo a tiempo el amenazador rebato de la sonora lengua de metal.

La mano fue descendiendo lentamente sobre la mesa, y la campanilla volvió a su puesto.

-No es este el mejor medio de averiguarlo todo -murmuró-; la prudencia aconseja otro camino más seguro. ¿Cuál puede ser el móvil del hurto? ¿quién es el culpable? Barnuevo ¡imposible! Gándara ¡que absurdo!

Después de oprimirse las sienes con las manos y de enjugarse la frente, el rey se adelantó hacia Elina, añadiendo con melancólica expresión, pero con acento seguro:

-Ya veis condesa, la desgracia que me ocurre.

-¡Oh, sí!... -balbuceó Elina.

-El suceso asesta tan rudo golpe a las afecciones del hombre como a la soberbia del rey; pero el caballero y el príncipe son impotentes, por lo pronto, para triunfar de la fatalidad.

El profundo suspiro que el monarca obtuvo por respuesta, demostraba que la dama estaba persuadida de tan desconsoladora realidad.

-Decid a la marquesa -prosiguió el rey-, que mi desolación no tiene límites...

-Las palabras de vuestra majestad conmoverán seguramente el ánimo de mi atribulada amiga.

-Aseguradla que voy a intentar todo cuanto me sugiera el interés que me inspira la situación en que se encuentra para recobrar el objeto que anhela...

-Esa grata promesa hará renacer en ella la esperanza.

-Repetidla mil veces, que sean las que fueren las difíciles circunstancias en que el odio y la intriga logren comprometerla, jamás podrá faltarla el paternal apoyo del soberano...

-¡Ah, señor! ¡cuán consoladora será para la marquesa la manifestación de vuestra majestad!

-Y prometedla, por fin, que en todo caso, el fallo de mi inexorable justicia no la dejará sin venganza.

La azafata esperó por espacio de un corto número de segundos. El rey no añadió una palabra.

-¿Tiene vuestra majestad alguna otra prevención que significarme? -pronunció Elina.

-No, condesa -contestó el monarca alargando la mano a la dama con cierta tristeza.

La de Bari tocó la regia diestra con el extremo de los labios, volvió a inclinarse respetuosamente y se encaminó a la puertecilla de la galería.

Sólo en el momento de pasar el dintel fue cuando creyó observar que la impaciencia del rey se acentuaba, o más bien comenzaba a desbordarse.

Elina tomó de nuevo su coche en la puerta del Príncipe, y se hizo conducir a la casa de las Siete chimeneas.

El hecho que iba a revelar a la de Esquilache era tremendo; pero la condesa, que no participaba de preocupaciones vulgares, sabía que hasta en dar esa clase de noticias todo lo más pronto posible, se presta un servicio a los amigos, cuando no hay otro mejor que prestarles.

La joven se encontró en el extremo de la calle de las Infantas, sin conciencia del tiempo trascurrido ni del espacio atravesado, penetró en el palacio de Esquilache sin contestar los saludos de los domésticos, y llegó a las habitaciones de la marquesa con el incierto paso de los autómatas.

Pastora, que había presentido la llegada de su amiga en el ruido del carruaje, en el eco apagado de la voz de los ugieres y en los latidos del propio corazón, apareció en la puerta del gabinete en el instante en que Elina abría la del salón.

La realidad estaba a cien leguas del pensamiento de la marquesa, y sin embargo, en el semblante de la de Bari halló la revelación suficiente para exclamar aterrada.

-¡Nada traes!...

-¡Nada! -soyozó Elina.

La marquesa sepultó su intensa mirada en las pupilas de su amiga, y bajando la voz, repuso estupefacta.

-¿No has visto al rey?...

-Sí...

-Entonces...

Elina abrazó a Pastora y murmuró a su oído:

-¡Le ha sido robado el medallón!...

La marquesa lanzó un grito penetrante y se desplomó en los brazos do la de Bari.

Elina arrastró a duras penas a la desmayada hasta colocarla en el sillón, tiró del cordón de la campanilla y puso en conmoción la casa entera reclamando toda clase de auxilios.

Capítulo XI
Donde se habla de la Compañía de Jesús y de otras menudencias

Para calmar los paroxismos súbditos no existe agente terapéutico más eficaz que el tiempo.

Sus virtudes específicas en ese punto son superiores a la reputación que ha sabido adquirirse de gran descubridor de verdades.

El lento trascurso de treinta horas modificó el estado de la marquesa de Esquilache.

La dolencia aguda había tomado la forma crónica.

Pastora padecía; pero no se retorcía al impulso de titánicas convulsiones.

Las ideas de la marquesa comenzaban a entrar en el período de los razonamientos serenos. La sima en que Pastora había sido precipitada era negra como la noche eterna, espantosa como el cráter sin rondo de un volcán; pero si por acaso existiera en aquel báratro un tránsito providencial que condujese a la salida, carecería de perdón no volver a gozar del aire libre y de la luz del día por un exceso de pusilánime abatimiento.

Con las manos, por delicadas que fuesen, la marquesa golpearía las paredes: con los pies, por débiles que se encontraran, removería la tierra.

Ante todo, era necesario triunfar del caos del entendimiento.

Cuando se consuma una ruina, lo más urgente es desembarazar de escombros el terreno.

Tal era el estado, del espíritu de la de Esquilache en el momento en que Irene se acercó tímidamente al diván en que reposaba la atribulada dama.

-¿Qué quieres? -murmuró Pastora entreabriendo los ojos.

-Yo no sé si cometo una inconveniencia al pasar este recado a mi señora -contestó Irene con la vista fija en la alfombra:- pero el carácter respetable de la persona que lo solicita...

-¡Cómo! ¿hay alguien que pretenda verme que no sea el doctor Arenal?

-Así es, señora.

-¿De quién se trata?

-De un religioso.

La marquesa hizo un mohín de impaciencia.

-No creo estar todavía en peligro de muerte -dijo.

Arrepentida en el acto de la vivacidad, añadió dulcificando el tono:

-Es verdad que se acerca la Semana Santa... ¿te ha manifestado ese religioso su nombre?

-No, señora; pero se dice portador de una importante misión del reverendo obispo de Cuenca.

La de Esquilache pareció vacilar.

-¿Qué deberé contestarle? -insinuó la doncella.

-Que puede entrar si el asunto de que tiene que hablarme es urgente, y no exige una larga conferencia.

Irene salió de la estancia para volver dos minutos después acompañando a un individuo de rostro macilento, a quien ya conoce el lector por haberle visto asomado a una de las ventanas del convento de Valverde.

La doncella pronunció desde la Puerta:

-Su reverencia el padre Cebrián.

El anunciado saludó respetuosamente al exhibirse, al llegar al centro del aposento, y cuando estuvo a la distancia de Pastora que las conveniencias consentían.

El aspecto del visitante era pulcro y hasta atildado: su presencia, sin embargo, no consiguió impresionar favorablemente a la marquesa. Había en la fisonomía de aquel personaje, 'en su especial manera de ser, en los movimientos mismos con que se balanceaba, algo inexplicable que hacía pensar en los crótalos cuando acaban de mudar la camisa.

-Mucho temo que mi apellido no haya dicho gran cosa a la señora marquesa -articuló el religioso con un timbre metálico de acento en perfecta armonía con todos los signos que le exteriorizaban.

-En efecto -respondió la de Esquilache:- no tenía el honor de conocer el nombre más que la persona.

-No es de extrañar; apenas hace un mes que desempeño, aunque indignamente, el cargo de procurador de la Compañía de Jesús.

De las palabras y del tono parecía desprenderse que el buen jesuita se proponía dar motivo más adelante para que adquiriera ilustración el nombre que llevaba.

-¿Y en qué me será dado complacer por ahora al señor procurador? -repuso la marquesa, invitando al religioso a tomar asiento, con un ademán de la nacarada mano.

-Ante todo, creo que al anunciarme, han debido decir a vuecencia que el señor obispo de Cuenca me había honrado con una especial comisión de confianza...

-Así es la verdad; y a fe mía que no es lo que menos ha contribuido a que me proporcione una satisfacción la visita de vuestra reverencia. Don Isidro Carvajal y Lancaster ha sido un cordial amigo de la familia de mi madre; y por mi parte, siempre le he debido paternal benevolencia, excelentes consejos y gracias espirituales.

-Su ilustrísima, por lo visto, continúa favoreciendo a vuecencia con la misma predilección.

-Esa esperanza abrigo.

-Más que esperanza puede tener la señora marquesa: comprueba la realidad esta carta, que he creído sería para vuecencia, mi mejor presentación.

-¿El señor obispo me escribe?

- Ex abundantia cordis .

Cebrián, que había elegido un papel entre los innumerables que contenía la voluminosa cartera que extrajo de la sotana, le puso en las manos de la dama.

La marquesa pasó lentamente la vista por las siguientes líneas:

«Mi amada hermana en Jesucristo, hija carísima en las afecciones de mi corazón, y oveja sumisa en el tribunal de la penitencia:

»Jamás como ahora mi espíritu atribulado por la amargura de la hiel y vinagre de mi Calvario, que se desbordan del corazón, ha sentido tanta necesidad de refugiarse allí donde espera encontrar simpatía, consuelo y apoyo.

»A cualquier punto que dirija la angustiosa mirada en el siniestro período histórico que tenemos la desdicha de atravesar, sólo diviso sangrientas hecatombes, ruinas y despojos: las hecatombes de las odiosas guerras que encienden las más viles de las ambiciones; las ruinas de los templos y de los monasterios; los despojos de la túnica inconsútil del Redentor de los hombres.

»Han comenzado a tener cumplimiento los pronósticos que hace tiempo me reveló, no mi don de profecía, sino mi pastoral solicitud por la ventura de la grey que el Señor me ha confiado. El reino corre al abismo con la vertiginosa caída de los réprobos.

»¡Y qué mucho que el Dios de Sabaoth castigue a la España con tan tremendo acto de justicia! Los impíos gobernantes de esa infortunada nación no dejan entrever el menor signo de arrepentimiento; y San Jerónimo lo ha dicho, la impenitencia es el único crimen que el Todopoderoso no perdona.

»La persecución de la Iglesia continúa más encarnizada que nunca; sus bienes son saqueados con más codicia que en los tiempos de la guerra de sucesión; y los sagrados Ministros del altar son martirizados con igual encono que en los siglos del paganismo.

»En vano la voz de los buenos clama en el desierto. Los que rijen la nave del Estado tienen ojos y no ven, oídos y no oyen. No quieren contemplar nuestras desgracias; no se dignan escuchar nuestros lamentos: ¡ni siquiera nos honran con una consulta!

»En situación tan desoladora, he pensado en usted ¡oh amada hija! Cuando la cólera del Omnipotente pos amenaza con el fuego voraz que consumió las nefandas ciudades de Pentápolis, debemos llamar a todas las puertas, apelar a todos los medios para sustraernos a los efectos de la divina indignación.

»¡Quién sabe si el Hacedor Supremo habrá elegido en sus inexcrutables designios a su sierva Pastora para que, ya cual prudente Abigayl, ya cual valerosa Judith, sea el instrumento mediador que le permita reconciliarse ton los españoles como se reconcilió con los ninivitas!

»La especial posición en que usted se encuentra, sus sentimientos de piedad, jamás desmentidos, y la benéfica influencia que puede ejercer en el ánimo del esposo, que debe al cielo, son acaso otros tantos caminos por donde el Señor se propone llegar al corazón de los poderosos para redimir a la nación de la esclavitud del demonio.

»Yo, en nombre de la religión escarnecida, exhorto y conjuro a mi hija predilecta para que, acudiendo obediente a los llamamientos del Altísimo, empune su lábaro glorioso, y le lleve al combate contra los errores de los falsos filósofos, y la hipocresía de los modernos fariseos, con la fe inquebrantable de que no ha de faltarla por un momento la poderosa protección de aquella soberana criatura que es reina de las milicias celestiales, hermosa como la luna, escogida como el sol, y terrible como un ejército puesto en orden de batalla.

»¡Pluguiera a Dios que la eficaz cooperación de usted a obra tan santa, pudiese mitigar con una gota de rocío la aridez de los últimos días de este su amantísimo amigo y viejo capellán que la envía su apostólica bendición!

» Isidro , obispo de Cuenca».

La marquesa dio mil vueltas a aquella extraña misiva, modelo de la que en el mes siguiente había de recibir el padre Eleta, y pronunció con un acento en que se revelaba cierta vacilación:

-¿Conoce vuestra reverencia el contenido de esta epístola?

-Sí, señora marquesa -contestó el procurador-, el señor obispo me dispensó la confianza de darme lectura de la carta al ponerla en mis manos.

-Me parece que su ilustrísima bosqueja la situación de la monarquía con colores demasiado sombríos.

-Vuecencia habrá de perdonarme si mi opinión difiere de la suya.

-El cuadro está indudablemente recargado. El celo evangélico, extremado quizás, a consecuencia de las contrariedades que hayan podido originar algunos actos gubernativos, imprime a los juicios del excelente prelado un sello evidente de pesimismo.

-La señora marquesa hace una vida retirada; consagra todas las atenciones del alma a los cuidados que la impone el amor a la familia; respira en una atmósfera perfumada por el incienso de la lisonja, y viciada por el interés de los lisonjeros, no es posible que aprecie con perfecto conocimiento el estado de la sociedad española.

-Sin embargo...

-Los que pueden juzgar rectamente acerca de ese estado, son aquellos que se encuentran envueltos en el torbellino donde se entrechocan las pasiones, miran de cerca los infortunios, tocan las necesidades, y prueban todos los días el temple del alma en las luchas de la existencia.

-Pero, en fin, si el señor obispo acertase en sus fatídicas apreciaciones, la empresa que pretende encomendarme sería superior a mis fuerzas.

-Las tareas que el cielo nos impone jamás sobrepujan nuestros alientos: los santos textos nos enseñan que el yugo del Señor es suave, y leve su carga.

-¿Vuestra reverencia supone que su ilustrísima está en este caso inspirado por Dios?

-Consideraría una impiedad dudarlo.

-¡Ah, padre Cebrián!... no es sublime confianza lo que esas palabras me inspiran, sino verdadero terror.

-Porque el fuego en que ardía la zarza bíblica sin consumirse, no depura en grado suficiente la flaqueza del corazón. La fe transporta las montañas y cambia el lecho de los mares.

-La mano de mi esposo no es la única que guía la caña del timón del Estado...

-Ejerce, no obstante, un influjo decisivo.

-Por otra parte, si mis exhortaciones llegasen a estar en oposición con las inspiraciones de la conciencia del marqués, no serían los móviles de su conducta mis deseos: en ese punto es profunda mi convicción..

-Vuecencia no hace bastante justicia a sus irresistibles seducciones.

-Pobres son los recursos de esa clase, cuando se trata de altísimos intereses.

-El señor obispo de Cuenca se complace en alimentar otras esperanzas todavía...

-¿Relativas a mi persona?

-Sin duda.

-¿Qué se promete, pues?

-Que la señora marquesa se sirva leer esa carta...

El procurador se detuvo un instante, no sabemos si para buscar una palabra, o para poder pronunciarla con más aliento.

-¿A quién? -preguntó Pastora.

-Al rey -contestó Cebrián.

La marquesa fijó en el rostro del jesuita una penetrante mirada.

El procurador la soportó sin pestañear.

-¡Al rey! -repitió la de Esquilache, asiendo el brazo del sillón para no dejar advertir el estremecimiento de la mano.

-La lectura, en efecto, no podría llegar a mejores oídos.

-El prelado, sin embargo, no me invita a semejante cosa...

-No me es dado apreciar las razones que para ello ha podido tener su ilustrísima; pero respondo a la señora marquesa de la perfecta exactitud de mi afirmación.

-¡Leer a su majestad esa apasionada impugnación de la política de mi es poso! -exclamó Pastora animándose por momentos.

-Es la expresión de la verdad...

-¡Favorecer yo misma los planes de los que acaso no tienen otro objeto que perder al padre de mis hijos!

-Vuecencia se extravía...

-Tal vez sólo existía una persona a quien el diocesano de Cuenca no debía dirigirse con tal intento, y esa persona era yo.

-¿Me permite la señora marquesa someter a su consideración algunas observaciones?

-¡Serían inútiles! -contestó con energía la de Esquilache.

Y soltando el papel sobre la mesa, repuso resueltamente:

-¡No leeré esa carta al rey!

Siguió un intervalo de silencio penoso. El jesuita, a quien podía considerarse batido, fue, no obstante, el primero que volvió a empeñar el combate.

-Es sensible -dijo con la calma más completa-; es verdaderamente muy sensible, que la señora marquesa no de era a los votos del reverendo diocesano de Cuenca; porque priva a la Compañía que represento, de un eficaz auxiliar para la consecución del principal objeto que me trae a este sitio.

La dama dejó entrever cierta sorpresa.

-¡Oh! -articuló-; ¿el padre Cebrián no ha hablado todavía?...

-He hablado a vuecencia de los intereses generales de la religión; me falta exponerla los particulares de la Compañía de Loyola.

-Y bien... -pronunció la marquesa con una curiosidad nada más que mediana.

-Yo no sé si vuecencia conoce la bula Apostolicum pascendi , expedida por nuestro Santo Padre Clemente XIII.

-Confieso que ni poco... -contestó la marquesa, comenzando a combatir un bostezo-, ni mucho -añadió después de haber obtenido un triunfo equívoco.

-En el mismo caso que vuecencia se encuentran todos los españoles, salvas rarísimas excepciones; y eso es precisamente lo que constituye una gran desgracia para la Compañía.

-Su Santidad demuestra al orbe en la bula a que me refiero, que cuantas indignidades se atribuyen a los hijos de Loyola son calumnias impías, viles amaños de que se vale el dragón, infernal para apagar con su soplo en los pechos tibios la vacilante llama de la fe. El Vicario de Dios sobre la tierra hace más todavía: proclama ex cathedra las ejemplares virtudes que en todo tiempo nos han adornado, los nobilísimos sentimientos que hoy nos animan, y los incalculables servicios que estamos llamados a prestar a la cristiandad en los siglos venideros. Sobran, por lo tanto, motivos para que nuestros implacables enemigos procuren sepultar indefinidamente el documento pontificio en los antros maléficos de la cancillería de Estado. ¿Conviene en ello vuestra excelencia?

-No tengo la menor dificultad.

-Pues bien; tan inicuo propósito no conseguirá la victoria. La publicación de esa bula, manifestación soberana de la verdad y de la justicia, es cuestión capital para la Compañía que lidia en pro de la Iglesia Católica, y escrito está que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.

-Así sea -murmuró la de Esquilache, entornando los párpados con aire devoto.

-Y así será; porque podrán faltar los cielos y la tierra, pero no faltará el cumplimiento de la palabra del Eterno.

La exposición del sagrado texto fue acogida por la marquesa con una respetuosa, pero lánguida inclinación de asentimiento.

-La Compañía -continuó Cebrián-, cree, como el reverendo obispo de Cuenca, que vuecencia cuenta con superabundantes medios para obtener la expedición del regium exequatur que se nos niega.

-¿Aún?...

-Y en virtud de esa convicción, vengo en nombre de la Compañía a solicitar de vuecencia una alianza leal.

-¡De mí!

-Pero la Compañía es una potencia...

-Que no está más alta, pero que está al nivel de la de vuecencia; y cuando las potencias buscan alianzas, dan por lo menos tanto como reciben.

-¡Dan!...

-La Compañía ofrece, pues, a la señora marquesa un cambio recíproco de vigilancia, de amistad y de apoyo.

-Yo sería la beneficiada en el tratado.

-Es posible que así sucediera en los primeros momentos; pero confío en que la señora marquesa se apresuraría a desquitarse de los beneficios que hubiera podido recibir anticipadamente.

-¿Anticipadamente?...

-No creo que en rigor carezca de propiedad el adverbio; porque es lo cierto que la Compañía ha comenzado a interesarse en favor de los asuntos que afectan a la señora marquesa, antes de que estuviese formalizado el pacto de concordia.

La de Esquilache pareció salir algún tanto de su situación pasiva.

-¿Quiere vuestra reverencia -pronunció-, exponerme su tesis en términos menos abstractos?

-Sin duda. La Compañía ha tenido noticia de que la señora de Esquilache, por una azarosa combinación de fatales circunstancias, ha llegado a encontrarse en una posición difícil...

Pastora sintió afluir a su rostro una oleada de sangre.

-Y nuestra colectividad religiosa -prosiguió Cebrián-, no ha vacilado un punto en acudir en auxilio de dama tan respetable. Considero inútil añadir que me refiero a la pérdida de una miniatura, que puede ser en la ocasión presente germen fecundo en detestables maledicencias...

El golpe era tan inesperado que hubiese derribado a la de Esquilache sobre la alfombra, a no recibirle sentada.

-¡Ah! -exclamó con el aliento entrecortado -¿el padre Cebrián conoce el paradero de mi medallón?

-Por lo menos le conoce la Compañía.

-¿Y se propone devolvérmele?

-Seguramente.

-En cambio de...

-En cambio del compromiso que la señora marquesa contraiga de alcanzar el pase regio para la bula, Apostolicum pascendi .

El caviladero de la marquesa era el fogón de una fragua: los pensamientos saltaban, se repelían, chispeaban como carbones enrojecidos.

Cebrián creyó adivinar que estaba presenciando un combate definitivo entre beligerantes, cuyas fuerzas se encuentran agotadas. Una intervención oportuna podía ser decisiva; porque sabido es que en estas circunstancias, la llegada de un sólo regimiento sobre el campo de batalla, basta para determinar la victoria.

-¿Cuándo quiere vuecencia -articuló-, que se la entregue su retrato? ¿mañana?... ¿esta tarde?... ¿dentro de una hora?...

El procurador era un gran teólogo, un profundo pensador, un notable polemista; pero ni la ciencia, ni el genio, ni las aptitudes que le distinguían, pertenecían al género de los que inician en el conocimiento de las sutiles inspiraciones del espíritu de una mujer.

Las almas femeninas ceden al mal: es un instinto de la organización primitiva que deben a la naturaleza; pero la caída no se realiza sin haber resistido más o menos tiempo a las sugestiones del corazón, el peor de los enemigos que tienen.

Privarlas del período necesario para que germine la semilla de la cizaña, es exponerse a perderlo todo.

Si el padre Cebrián pudo apresurar la solución de la crisis, fue en sentido desfavorable.

La marquesa contestó al jesuita con una acritud nerviosa:

-El señor procurador no ha sido más afortunado en su segunda gestión que en la primera. Rechazo la indigna conducta que se propone imponerme, blandiendo sobre mi cabeza el arma adquirida, merced a un delito. No suscribiré a servir de instrumento inconsciente a los que profanan la religión, utilizándola para fines puramente mundanos. No acepto la alianza con la Compañía.

Cebrián, que había vuelto el oído hacia la dama para escuchar mejor sus palabras, pronunció después de una pausa:

-La señora marquesa parece algo inclinada al uso de los monosílabos; pero cuando se decide a dar más extensión al lenguaje, hay que convenir en que los conceptos que emite son tan claros como precisos.

-Quería que no pudiese quedar la menor duda a vuestra reverencia acerca de mi resolución.

-Y vuecencia lo ha conseguido.

-Ignoro las contingencias a que puede dar motivo el extravío del medallón: confío en que las consecuencias defrauden por completo las esperanzas de los hurtadores; pero sea la que fuere la importancia de la sustracción de esa pobre alhaja, jamás compraré su restitución a costa del sacrificio de mi conciencia.

-¡Pse! -se permitió acentuar el padre Cebrián con una irónica sonrisa.

-El espionaje cerca del Gobierno -añadió Pastora-, el papel de agente secreto cerca de la corte, la esclavitud, la traición y la hipocresía, serían un precio tan excesivo, que podría quejarme de lesión enorme, y argüir el contrato de leonino.

-Prescindiendo de la parte declamatoria, vuecencia hace bien en considerar cara la devolución de ese objeto, si se promete obtenerla de balde, ahora, sobre todo, que cree conocer el camino por donde seguir la pista a la joya. Aconsejo, sin embargo, a la señora marquesa, que no se deje seducir por el optimismo; la raza humana le debe más derrotas que a la desconfianza.

-¡Vuestra reverencia me aconseja! -pronunció la dama desdeñosamente.

-Lo autoriza mi carácter.

-El padre Cebrián no es mi confesor.

-Carezco, en efecto, de esa honra; pero aún en el caso inverso, no contaría con la seguridad de ser escuchado. El reverendo obispo de Cuenca es o ha sido director espiritual de la señora marquesa, y no puede en verdad lisonjearse de haber merecido mejor acogida. Por otro lado, concedo que la exhortación sea acaso innecesaria para vuecencia. Los hechos, siempre más elocuentes que las frases, han debido probarla que el poder de los grandes de la tierra, no excede un ápice de los límites impuestos por la voluntad de aquel que ha dicho al Océano no pasarás de aquí . En cambio, ¡cuán inescrutables son los arcanos del Omnipotente! Un pobre religioso sin posición social ni honores, porque le prohíbe aceptarlos el severo instituto en que milita, ha venido a ofrecer a la señora marquesa el talismán para la paz del alma, que príncipes augustos no podían devolverla.

-¡Para la paz del alma! -exclamó indignada la de Esquilache-; diga más bien el señor procurador, que para mi condenación eterna.

El jesuita se puso en pie como movido por un resorte irresistible.

-¡Tremenda es la expresión con que vuecencia me despide, si esa es su última palabra! -pronunció con voz inspirada.

-¡La última! -contestó la marquesa sin titubear.

Cebrián dio dos pasos hacia la puerta y repuso volviendo la enérgica cabeza:

-No quiero ocultar a la señora marquesa que empeña una partida peligrosa.

-¿Peligrosa para quién? -dijo la de Esquilache con la expresión del más supremo desprecio.

-Para el que tenga menos títulos a la protección del que es rey de los reyes y señor de los señores.

La marquesa, que por lo visto no creía en la inferioridad de sus títulos al apoyo divino, cambió con Cebrián una mirada de reto.

Este fue el postrer saludo.

Capítulo XII
Un legado á latere de si paternidad el general Lorenzo Ricci

Cuando el procurador de la Compañía salió de la habitación de la marquesa de Esquilache, presentaba el aspecto de un demonio a quien acaba de administrarse una abundante aspersión de agua bendita.

En el tránsito, no obstante, fue serenándose por momentos el digno jesuita; y al cruzar la plaza de las Siete chimeneas con paso seguro, ya tendía la mano no menos firme a los muchachos bien educados que acudían a depositar en ella el ósculo del respeto.

Cebrián siguió la calle del Barquillo, torció por la del Saúco y se internó en la de las Salesas.

Frente a la desembocadura de esta última, se elevaba la magnífica portada del monasterio de la Visitación de religiosas de San Francisco, fundada para educar niñas nobles por la reina doña María Bárbara, esposa del hermano mayor del monarca reinante, y construido por el arquitecto Francisco Moradillo, con arreglo a los planos de Francisco Carlier.

La suntuosidad del convento, unida al nombre de la augusta señora a quien se debía la construcción, había inspirado al vulgo la idea de que todo era bárbaro en aquel monumento.

Bárbara la reina, bárbara la obra y bárbara la suma invertida.

Y sin embargo, a fines del segundo tercio del siglo XVIII eran tan módicos los precios de los materiales y de la mano de obra, que el coste total del edificio, a pesar de la profusión con que en él se emplearon los mármoles y el bronce, no excedió de la cantidad de diez y nueve millones cuarenta y dos mil treinta y nueve reales y once maravedises.

¡Qué hubieran dicho nuestros modestos abuelos al serles dado adivinar que en el siglo siguiente iba a costar tres veces más una fragata blindada, armada con cuatro piezas de artillería, ellos que estaban acostumbrados a adquirir por doscientos mil duros un navío de tres puentes con ciento veinte cañones.

La granítica construcción desafía, no obstante, el transcurso del tiempo y basta los estragos del fuego; y la existencia de la fragua depende del instante en que su desencadena una racha de viento, surje un escollo o estalla un torpedo.

El padre Cebrián se dirigió a una de las diversas dependencias del vasto edificio, completamente terminado ocho años antes, cruzó el zaguap, la portería y algunos corredores, y empujó con suavidad la hoja derecha de una puerta.

En el acto el aguda golpe de un timbre anunció ruidosamente la presencia de un intruso.

Un joven novicio, fresco como una lechuga y rollizo como un repollo de la huerta que estaba contemplando desde la ventana, dejó este observatorio, y se adelantó al encuentro del recién llegado.

-Buenos días, hermano Martín -dijo el procurador.

-Santos y buenos días, venerable padre Cebrián -contestó el novicio sin alzar la vista del suelo; por más que pudiera asemejarse a aquel sacristán de que nos habla Quevedo, que no se atrevía a levantar los ojos a las mujeres: y no añadimos una frase; porque la especie humana ha degenerado tanto, que hoy nos falta el valor para decir y sobre todo para leer, las mismas palabras que el buen señor de la Torre de Juan Abad osaba, escribir con el mayor garbo hace doscientos años.

-¿Se encuentra solo el padre Provincial? -repuso Cebrián.

-No, señor procurador.

-¿Quién le acompaña?

-Un hermano extranjero.

-¿De qué lengua?

-Me parece que ha de pertenecer a la italiana.

-Está bien: esperaré la terminación de la visita del hermano italiano.

Un prolongado campanillazo, que resonó en la estancia inmediata, dijo a los dos interlocutores que acaso el padre provincial experimentada cierta curiosidad por saber quién era la persona cuya entrada había denunciado el timbre de la puerta.

El novicio acudió, al llamamiento de su superior:

Cebrián no tuvo tiempo para aburrirse. El joven Martín reapareció pocos segundos después, pronunciando con voz humilde, y sin utilizar los ojos para otra cosa que para observar las puntas de los zapatos:

-El padre Provincial ruega a vuestra reverencia que se sirva pasar adelante.

El procurador defirió al ruego que se le hacía, y penetró en la habitación o en términos más extrictos, en la celda del Provincial: tan modesta era en las dimensiones, mobiliario y tapicería.

En aquel aposento había dos hombres. El más entrado en años vestía sotana: el menos veterano se envolvía en largo manteo.

El de la sotana dijo inmediatamente al individuo con quien conferenciaba:

-El padre Cebrián, procurador de la Compañía en los reinos de las dos Castillas y Andalucía.

El del manteo, que poseía unos brillantes ojos bastante más atrevidos que los del novicio Martín, inclinó la cabeza con un ademán lleno de deferencia.

El provincial, añadió, dirigiéndose al procurador:

-El padre Terrigiani, magister a secretis de nuestro respetable general el padre Lorenzo Ricci, y sobrino de su eminencia monseñor el cardenal Torrigiani ministro de Estado del soberano Pontífice.

Cebrián inclinó todo su cuerpo, sin dada para manifestarse abrumado por el doble peso de tan importante posición, y de tan deslumbrador parentesco.

-El celo y la habilidad del señor procurador -pronunció el italiano-, han llegado más de una vez a mis oídos en las orillas del Tíber.

-La benevolencia de mis superiores -contestó Cebrián-, ha podido llevar en alguna ocasión hasta el Quirinal el eco de mis oscuros servicios; pero el talento del señor Torrigiani no ha necesitado ajena mediación para hacerse notorio en la España entera.

Cambiada esta mutua prueba de conocimiento, debido a la reputación, repuso el provincial:

-El padre Torrigiani, que ha llegado de Roma hace dos horas con especial misión del general, acaba de enterarse por mi conducto del estado de los más importantes asuntos de la Compañía. Sabe que, ateniéndonos en un todo a las instrucciones del padre Ricci y del consistorio central, hemos procurado convertir a la marquesa de Esquilache a los santos fines de nuestra causa. Conoce que con el objeto de ejercer una saludable influencia en el ánimo de esa dama, hemos tratado de ser partícipes de alguno de sus secretos, por otros medios que los que nos fuera dado deber al tribunal de la penitencia, con el fin de poder utilizarlos sin pecado. No ignora que dos instrumentos estipendiarios lograron obtener de la marquesa una carta que nos era permitido esperar que no careciese de gravedad, y que, sin embargo, por acaso o por prudencia, resultó perfectamente insignificante, no porque nuestros ojos la examinaran, sino porque así nos lo aseguraron los que momentáneamente la poseyeron; los cuales, si bien fueron bastante inhábiles para volver a perderla, al menos pudieron enterarse de las frases que contenía; y por nuestra parte, no tenemos hasta ahora motivo alguno para poner en duda la veracidad del aserto. Y por último, tiene conocimiento de la providencial adquisición del medallón extraviado; objeto que hemos confiado en este día a la inteligente solicitud de vuestra paternidad como supremo recurso coercitivo para entablar negociaciones cerca de la marquesa. El instante es, pues, oportunísimo para que el señor procurador nos refiera sin la menor reserva el resultado de su trascendental gestión.

-¡Ay de mi! -dijo Cebrián exhalando un suspiro-; mi conferencia con la marquesa de Esquilache no ha podido ofrecer una solución menos satisfactoria.

-¡Cómo! ¿por ventura esa dama?...

-Persiste en su impenitencia.

-¿Y desdeña el inesperado servicio con que la Compañía le brinda?

-De todo punto.

-Padre Cebrián, tan extraordinario acontecimiento bien requiere la relación de pormenores.

El procurador expuso entonces, con elocuente fluidez, incomparable claridad, y método escolástico, el curso, circunstancias y detalles de la entrevista con la marquesa.

El provincial y el italiano le oyeron hasta el fin sin iniciar una interrupción.

Cuando Cebrián terminó su relato del mismo modo que le había empezado; esto es, con una intensa espiración, el provincial pronunció con la vista fija en el huésped romano:

-¿Cree el señor Torrigiani que nuestra conducta se ha ajustado a las sabias inspiraciones del padre general?

-Mi afirmación no podría ser más rotunda -contestó el italiano.

-Ya lo oye el padre Cebrián -repuso el provincial-, mitiguen las gratas palabras de nuestro buen hermano el desconsuelo que ha debido llevar al ánimo del señor procurador el mal éxito de la combinación que tantos desvelos le ha costado.

-El hombre propone: Dios dispone -murmuró filosóficamente Torrigiani.

-¡Ah, padre Torrigiani! ¡Tristes son los días que para la Compañía lucen en España: amargo es el cáliz donde los hijos del denodado herido de Pamplona abrevan los sedientos labios!

-Confiemos en la misericordia del Altísimo.

-Y secundemos esa confianza con la incesante prosecución de nuestra obra -replicó el procurador:- ayúdate y te ayudaré, dice el Evangelio.

-Nada omitiremos para merecer las promesas del santo texto; pero la larga lucha agota las limitadas fuerzas de los mortales. ¿Considerará al fin el padre Ricci, con perfecto conocimiento de la situación, que ha sonado la hora de apelar a un modus procedendi más enérgico?

-Me inclino a pensar -contestó el italiano, sonriendo,- que no ha de tardar el general en hacer conocer a vuestra reverencia su resolución definitiva.

-¡Oh, si por acaso nos trajese vuestra paternidad tan conveniente autorización!.. -exclamó el provincial fijando su mirada en las pupilas de Torrigiani.

El italiano no oyó la observación del provincial sin duda por la circunstancia de haber pronunciado él mismo casi simultáneamente:

-¿En qué manos resulta en estos momentos la bula Apostolicum pascendi ?

-En las del marqués de Grimaldi -respondió el provincial.

-Si bien no será por mucho tiempo -añadió Cebrián.

-¿Tiene vuestra paternidad en ese punto alguna noticia que yo ignore? -repuso el provincial sorprendido.

-Creo tener una interesantísima.

-Veamos.

-En la primera sesión que el Consejo celebre, después de las vacaciones de la próxima Semana Santa, el marqués de Esquilache abordará resueltamente la cuestión de la bula, proponiendo su remisión a la Cámara.

El procurador arrancó a sus interlocutores un movimiento involuntario.

Torrigiani se apresuró a preguntar:

-¿Debe el padre Cebrián ese dato a conducto de buen origen?

-No puedo considerarle más fidedigno: el conocimiento procede de uno de los dos escribientes de la cancillería particular del ministro de Hacienda.

-De Pinto López... -articuló el provincial.

-Precisamente: excelente mancebo que se ha presentado en mi habitación en el instante en que me disponía a visitar a la marquesa.

-Adelante.

-El escribiente, merced a una ingeniosa manipulación, consiguió abrir una carta de Esquilache para el marqués de Tanucci, documento que ayer salió con destino a Sicilia por la estafeta de Estado; y aunque le faltó el tiempo necesario para quedarse con copia, retuvo esa importante confidencia entre las varias que hace Gregorio al magnate napolitano.

-Se nos arroja el guante -pronunció Torrigiani frunciendo ligeramente el ceño.

-Frase exactísima: a la tregua va a suceder la hostilidad; al aplazamiento la negativa.

Ninguno de los tres jesuitas se distinguía por su pasión o por su fanatismo. Aquella explosión de enojo fue la llama fugaz de un relámpago.

Torrigiani añadió un momento después, sin un pliegue en la frente:

-Me parece que las últimas tentativas para venir a una solución pacífica, no habrán, sin embargo, impedido que vuestras reverencias hayan continuado su reclutamiento de los corazones más viriles en la Iglesia militante. Si vis pacem para bellum .

-Su paternidad está en lo cierto -contestó el provincial.

-Los cabos de la trama...

-Convergen a mi mano.

-Los recursos pecuniarios...

-Están dispuestos.

-Los iniciadores del movimiento...

-Sólo esperan la primera señal.

-¡Pluguiera a Dios que esa señal pudiera hacerse dentro de cuarenta y ocho horas! -replicó Cebrián.

-¿Tiene especial motivo el padre procurador -añadió Torrigiani-, para formular aspiración tan perentoria?

-Sin duda...

-¿Podemos conocerlo?

-Iba a proceder a la conveniente manifestación. Si las justas quejas de la Compañía se revelasen pasado mañana, contarían con un auxiliar omnipotente.

-¿A qué auxiliar alude vuestra paternidad?

-Al pueblo de Madrid; porque me consta que decidido el Gobierno a no tolerar por más tiempo la resistencia pasiva del vecindario, ha comunicado las órdenes oportunas para que desde el domingo recorran la villa los alcaldes de casa y corte, acompañados de sastres, y en las calles mismas recorten las capas y apunten los sombreros a los contraventores del bando.

-Verdaderamente que el padre Cebrián es un tesoro de preciosas informaciones -dijo el italiano.

Después, volviéndose hacia el provincial, añadió:

-¿Tiene a mano vuestra reverencia la relación de los iniciados?

-¿En cuál de las tres categorías?

-En la primera.

Su reverencia se acercó a un mueble, tiró de un cajón, oprimió un resorte, y extrajo un papel que entregó a Torrigiani.

El secretario del padre Ricci fijó sus ojos de lince en el escrito.

El documento contenía unos caracteres que no eran rúnicos, ni chinos, ni sanscritos, ni caldeos; pero que, a pesar de no pertenecer a ninguna de las caligrafías conocidas, fueron descifrados de cabo a rabo por el italiano con la misma facilidad que si se tratase del alfabeto latino.

-La lista me satisface en su conjunto -pronunció-; pero encuentro en ella dos individuos comprendidos en la agrupación de los indefinidos, cui prodest , que es necesario definir a toda costa.

-¿Son esos sujetos?

-El marqués de la Ensenada y el Gobernador del Consejo.

-Es difícil que mi opinión pueda estar más conforme con la del padre Torrigiani -se aventuró a exponer el procurador.

-Me lisongea esa identidad de criterio.

-Y a mi juicio la definición apremia.

-Urge tanto que debemos obtenerla hoy mismo.

-¡Hoy mismo! -repitió el provincial.

-No nos falta motivo para forzar la irresolución de esos importantes factores.

Torrigiani sepultó la diestra en el bolsillo interno del pecho de la sotana, sacó algunos pliegos metódicamente numerados, y ofreció uno de ellos al religioso español, añadiendo:

-Tengo el honor de poner en las manos de vuestra reverencia la decisión que parecía anhelar del padre general.

El reverendo leyó rápidamente estas frases lacónicas.

«Caro hermano y buen amigo: La santidad del fin justifica los medios. Obrad desde luego con la entereza que la mayor gloria de Dios ha llegado a exigir en esa Provincia, cuna de nuestro instituto. No os faltarán en el curso de tan nobilísima empresa las oraciones de vuestro general, aunque indigno.

» L. Ricci ».

Luego que el provincial hubo terminado su breve lectura, respiró con fuerza y repuso:

-¡Loado sea el señor!

No le glorificaban menos los labios del padre Cebrián con su sonrisa de bienaventurado.

-¿Juzga vuestra reverencia -dijo Torrigiani-, que no está justificada la premura con que entiendo conviene proceder?

El fino provincial creía haber penetrado que el magister a secretis conducía más de una solución escrita que exhibir, con arreglo a las impresiones que personalmente experimentara; pero esta prueba de omnímoda confianza por parte de los altos dignatarios romanos, no era para disminuir la consideración que Torrigiani le inspiraba.

-Vuestra paternidad -respondió-, posee una maravillosa intuición y un sereno golpe de vista...

-Manos, pues, a la obra -continuó el italiano:- encárguense vuestras reverencias de la diligencia respectiva al marqués de la Ensenada por mi parte, voy a ocuparme en el acto del obispo Rojas. El tiempo es corto, irreparable, y sobre todo, Massillon lo ha dicho, es el precio de la eternidad.

El padre Cebrián, con el más elocuente de los silencios, se apresuró a recoger la teja de fieltro que le pertenecía.

El movimiento del procurador fue el campanillazo que levantó la sesión del triunvirato de la Compañía.

Capítulo XIII
El excelentísimo señor don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada

Diez minutos después de la conferencia referida en el capítulo anterior, penetraban en el portal de la casa del marqués de la Ensenada dos religiosos y un caballero, en el orden precisamente en que los enunciamos.

En vano rebozaban el rostro los religiosos en los pliegues del embozo del manteo; para la vara mágica del cronista no hay secreto posible: denunciamos al lector las venerables personas del provincial y del procurador de la Compañía. En cuanto al caballero, era Felicísimo Lozano.

La poco menos que instantánea reaparición de los jesuitas en el nuevo escenario, se explicaba sin dificultad. La casa del marqués de la Ensenada se hallaba situada en la parte alta de la calle del Barquillo a corta distancia del convento de las religiosas salesas.

Desde luego llamé la atención de Lozano que uno de sus respetables predecesores le dirigió tres veces su penetrante mirada en el espacio de tres segundos; pero como no recordaba haber visto jamás a aquel individuo, no pudo deducir de su reincidente curiosidad consecuencia alguna, a menos que no fuese la de que su paternidad se pasaba de indiscreto, lo cual, por cierto, no era gran cosa.

Los tres visitantes se informaron en la antecámara acerca de si el señor marqués se encontraba visible; y obtenida respuesta afirmativa, declinaron los nombres que llevaban.

Hasta en esta ocasión creyó observar Felicísimo que el buen religioso tendía el oído con especial solicitud para poner el sello al chocante interés que manifestaba.

No tardó un lacayo en significar el permiso para que los padres jesuitas pasasen adelante.

Faltaríamos a la verdad si dijésemos que Lozano no experimentó una mediana contrariedad; pero como después de todo, poseía en grado eminente el instinto de la justicia, se avino a conllevar el revés de la fortuna. Los religiosos debían al acaso haber pisado un momento antes que él los umbrales de la morada del marqués: equitativo era que le precediesen en la recepción.

El exceso de actividad que siempre se revelaba en Felicísimo, no le permitió tomar asiento: esperó paseando.

El movimiento físico, sin embargo, no bastaba a satisfacer la naturaleza febril que debía a la Providencia; y en la necesidad de pasto para esa loca de la casa que se llama imaginación, quiso proporcionarse el lujo de una distracción que no fuera enteramente desagradable.

Durante los paseos, pensó Lozano en la condesa de Bari. En honor del buen sentido del joven, añadiremos que en esta ocasión, como en otras muchas del mismo género, no sucumbió a la tentación sin haberse otorgado previamente permiso, y con el aire del ocioso que se decide a echar el pensamiento a perros.

Por lo demás, la experiencia había acreditado que el procedimiento no podía ser más eficaz para que el tiempo trascurriera insensiblemente.

Entretanto los jesuitas habían sido introducidos en el aposento del marqués por el tránsito de la galería de cristales que formaba el testero de la antecámara.

Ensenada, que a la sazón se hallaba solo, recibió a los religiosos con esa afabilidad de labio sonriente que muchas personas suelen contraer para todo el mundo, lo mismo por excesiva educación que por supina indiferencia.

Somodevilla era siempre en el traje, en las preseas y en cuantos objetos le rodeaban, el mismo expléndido personaje, cuyo fausto había deslumbrado la corte pocos años antes, hasta el punto de dar motivo a una severa observación del buen Fernando VI; admonición regia a que Ensenada replicó sin pestañear:

-Señor: por la librea del criado se ha de conocer la grandeza del amo.

Según las memorias de la época, el valor de las alhajas con que el lacayo en cuestión adornaba su librea en ciertos días de gala, ascendía a la suma de quinientos mil duros.

El marqués acercó por la propia mano sillones a los jesuitas, pronunciando con la voz de simpático timbre que se le reconocía:

-Bien venidos los respetables padres de la Compañía.

-Que guarde Dios al insigne marqués de la Ensenada -contestó el provincial.

-Por cierto que no contaba con que vuestras reverencias me pagasen tan pronto mi visita a la casa del Noviciado.

-Fue demasiado interesante la tesis de la conferencia, y harto reservado el juicio que sobre el particular se sirvió emitir vuecencia, para que no insistamos en continuar la una y en procurar conocer el otro con alguna más amplitud, a no vedarlo razones poderosas.

El marqués elevó un instante la vista al techo, y respondió, acentuando la sonrisa:

-Me parece, en efecto, que nos permitimos discurrir acerca de los más arduos negocios del Estado.

-Tan familiares son para vuecencia esos problemas, que no han de embarazarle mucho ni su profundo examen, ni la más oportuna solución.

-Se han deslizado «tantas horas desde que abandoné la vida pública, que apenas si conservo vagas reminiscencias de la difícil ciencia de gobernar a los pueblos... Y suplico al señor provincial que no crea encontrar en mis palabras el más ligero asomo de amargura. Beatus ille qui procul negotis ,

-Un antiguo adagio asegura que lo que bien se aprende mal se olvida.

-Por eso siempre he procurado aprender que el apego a las grandezas humanas, no es otra cosa que vanidad de vanidades.

-No serían ciertamente los padres de la Compañía los que predicasen a vuecencia la concupiscencia del poder; pero sentirían con alma y vida que el actual retraimiento del señor marqués para cuanto se relaciona con la cosa pública, pudiera significar asentimiento a la política imperante.

-¿Por qué ese pesar?

-Ah, señor marqués, la pregunta de vuecencia centuplica nuestros temores. ¿Acaso opinaría que la nave del Estado boga por el mejor de los mares imaginables, dirigida por el más experto de los pilotos, y con rumbo al mejor de los puertos posibles?

-¡Hem! muy optimista habría de suponerme vuestra paternidad.

-¿Podemos, pues, acariciar la hipótesis contraria?

-Diantre... cuestiones tan graves y complexas, no se resuelven con simples afirmaciones o rotundas negaciones. Vuestra paternidad, que es un gran teólogo, debe comprenderlo.

El jesuita reprimió un ligero movimiento de contrariedad, y repuso después de un instante de meditación:

-Excelentísimo señor: La Compañía se encuentra en una de sus más críticas situaciones; y antes de que los individuos que la componemos nos decidamos a desatar el estrecho nudo que nos ahoga, o a cortarle si necesario fuese, nos convine saber a qué atenernos acerca del número de nuestros amigos y respecto al límite de la adhesión que éstos nos dispensan.

-Tan prudente me parece el propósito, que creo haber dicho a don Fernando VI (que en paz descanse), palabras semejantes a las que el señor provincial ha pronunciado, cuando las potencias marítimas promovieron la llamada cuestión del seno mejicano.

Ensenada preparaba tal vez una evolución hacia la tangente; pero el jesuita era un adversario rudo: antes de que Somodevilla pudiera separarse de la pared, le asestó la siguiente estocada:

-¿Se cuenta el señor marqués entre los amigos de la Compañía?

Somodevilla levantó vivamente la cabeza.

-He ahí una interrogación que no esperaba -repuso:- las acusaciones de mis enemigos, las censuras de mis propios parciales, mi historia entera pública y privada, autorizan mi sorpresa.

-No se había extinguido en nosotros el recuerdo de los gloriosos hechos de esa historia; pero la amistad del señor marqués es tan preciosa, que hemos tenido una satisfacción indecible en escuchar la protestación de cordialidad que las palabras de vuecencia expresan.

-¡Ah! enhorabuena.

-Merced a los títulos que el señor marqués nos concede, voy a permitirme otra pregunta. ¿Está su excelencia dispuesto a prestarnos su valioso concurso?

-Vuestras paternidades pueden contar con todas mis simpatías...

-Mucho es eso, sin duda -pero cuando un combate va a empeñarse la colaboración es más de apreciar que la simpatía.

-¡Un combate!

-Reñido.

-En efecto, el señor provincial me ha hablado de una situación difícil, de un nudo sofocante para la solución del cual acaso habría que apelar al procedimiento alejandrino...

-Así es la verdad; pero vuecencia conoce demasiado la marcha general de los negocios públicos y el estado especial de los intereses de la Compañía para que en ese punto pueda necesitar explicaciones. Únicamente ignora una circunstancia...

-Acaso en ella esté el secreto de la reanimación que experimenta la actividad de vuestras paternidades.

-El señor marqués no se equivoca: el detalle en cuestión es la gota de agua que hace rebosar el vaso. En brevísimo plazo va a ocuparse el Consejo del exequatur de la bula Apostolicum pascendi .

-Lo cual equivale a decir... -murmuró Ensenada, acariciándose la bien rasurada barba.

-Que será negado el pase regio al documento pontificio donde se nos hace justicia.

-No desconozco que el asunto es grave.

-Tremendo.

-La Compañía tiene motivos de inquietud.

-De exasperación.

-Comprendo que si cuenta con municiones de guerra, queme hasta el último cartucho.

-¿No es cierto?

-Pero lo que excede mi inteligencia es el apoyo que de mí se promete la Compañía, atendida mi total anulación en la política.

-La modestia ofusca por esta vez a vuecencia. La firma del ilustre marqués de la Ensenada al pie de la representación en que la grandeza del reino expone al monarca el peligroso rumbo que imprime a la nación el gobierno de Esquilache prestará al documento una autoridad decisiva.

Ensenada tuvo que apelar a todo el dominio que ejercía sobre su organismo físico para no dar un salto en el sillón.

-¡Cómo! -exclamó-, ¡vuestras paternidades proyectan ese paso!

-Es uno de los que más confianza nos inspiran. ¿Por acaso no merecería la aprovación de vuecencia?

-En manera alguna.

-La influencia que debe ejercer, parece, sin embargo, incuestionable a nuestros adeptos. Acto tan vigoroso en las personas de más arraigo en el país, precisamente en los momentos de estallar el cataclismo que amenaza al orden público, no puede menos de hacer brillar la luz de la verdad a los ofuscados ojos del rey.

-Vuestra paternidad aprecia el hecho con una exactitud que revela no gran instinto práctico; pero no tiene en cuenta una circunstancia que a los hombres de mí clase no les es lícito olvidar.

-¿Cuál es mi inadvertencia?

-La dignidad de la corona.

El jesuita arqueó las cejas.

-Espero que el señor provincial no tome en mal sentido mis palabras -añadió el marqués:- las soluciones arrancadas a un soberano por ese género de presiones envilecen la majestad del trono que es la honra de la nación.

-Hay, no obstante, ocasiones en que no perjudica al provecho de las lecciones alguna severidad en el preceptor. Dios mismo no se opone a que le arranquemos sus inapreciables dádivas con cierta dulce violencia, merced a la insistencia de nuestras plegarias.

-La representación colectiva de personalidades notables a que vuestra paternidad se ha referido, tendría todo el carácter de un motín, y los motines pueden en muchos casos ser promovidos por los pueblos, pero nunca por la nobleza.

-De manera...

-Que no me será dado avenirme a suscribir semejante escrito, aunque no haya en él una apreciación con la que yo no esté conforme, no se formule una censura que yo no crea justa, y no se clame por un correctivo que no me parezca conveniente.

El marqués había dicho por fin algo concreto.

El provincial podría no haber quedado tan satisfecho como apetecía; pero en punto a los términos de la dialéctica, la edificación de su paternidad debía ser completa. Por espacio de algunos segundos el reverendo jesuita pareció ofrecer la vacilante actitud del hombre que acaba de recibir un golpe en la cabeza.

El padre Cebrián hasta entonces mudo, creyó que era llegado el caso de intervenir en la cuestión. La voz meliflua del procurador articuló las siguientes frases.

-El elevado criterio que el señor marqués expone, es muy respetable para nosotros; pero más respetamos todavía otra razón nobilísima, que, a pesar de la omisión de su excelencia, se revela a nuestro buen sentido.

Ensenada se volvió con indolencia hacia Cebrián.

-¿De qué preterición me acusa el señor procurador? -preguntó.

-Líbreme Dios de convenir en la exactitud del verbo que vuecencia emplea.

-Pero, en fin...

-Vuecencia, con su vista de águila, ve condensarse los vapores que han de producir la tempestad.

-¡Bah!...

-Con la intuición de estadista que posee, adivina la solución del conflicto.

-¡Pse!...

-Y no quiere que la firma del marqués de la Ensenada, en el mencionado memorial de agravios, pueda ser tomada por nadie como el nombre de un pretendiente.

-¿Cómo es eso?...

-¿Por ventura sería un hecho extraordinario que su majestad se aviniese a despedir del gabinete por lo menos al marqués de Esquilache?

-No digo...

-Pues bien: en ese caso quedarían vacantes dos carteras, y seguramente no podía el rey depositar cualquiera de ellas en manos más dignas que las del respetable restaurador de nuestra marina militar.

Somodevilla bajó los párpados para que el relámpago que destellaron las pupilas no fuese advertido por los jesuitas. Esos, sin embargo, eran muy capaces de observar la llama a través de los párpados,

-Afortunadamente -prosiguió Cebrián-, entre las ruidosas exhibiciones de la política y las modestas apreciaciones jurídicas, existe un vasto campo neutral donde el señor marqués, si a bien lo tiene, puede demostrar la simpatía que le inspira la integridad de los derechos de la Compañía, ¿tendría vuecencia inconveniente en sostener como letrado en los estrados del Consejo la procedencia de la expedición del pase regio a la bula Apostolicum pascendi ?

Los pulmones del marqués se dilataron ampliamente para exhalar una tranquila expiración. El rostro del padre provincial se animó como por encanto.

¿Habría dado Cebrián con la fórmula que convenía al espíritu sutil de Ensenada?

La contestación del marqués no se hizo esperar:

-En verdad -pronunció-, que no veo motivo alguno para sustraerme a la honrosa misión que el señor procurador me propone.

-No conocerá límites la gratitud de la Compañía.

-Ni los tendrá tampoco su confianza -añadió el provincial cada vez más seducido por el pensamiento del digno procurador-; la dirección de tan esclarecido patrono, nos responde de la feliz terminación del litigio.

-Cuenten vuestras paternidades con que al menos sostendré sus prerogativas hasta donde alcancen mis fuerzas.

-Desde esta misma tarde se facilitarán a vuecencia cuantos antecedentes crea oportuno consultar, y cuantos fondos necesiten los agentes subalternos de que se valga.

-No han de ser medios de acción los que falten a vuecencia -insinuó Cebrián.

-Conozco toda la extensión, de los recursos de la Compañía, y usaré de ellos en la medida necesaria.

-Prevemos, sin embargo, una coincidencia probable -repuso el procurador-, que nos obliga a proponer a vuecencia la inclusión de una cláusula importante en el formal tratado que hoy celebramos.

-Veamos.

-Si el señor marqués fuese llamado a los Consejos de la corona, pondrá nuestro proceso en las manos de otro letrado que le merezca particular confianza, y que, si no en inteligencia, compita al menos en celo con su excelencia.

Los labios de Ensenada dibujaron una sonrisa entre incrédula y benevolente.

-Condición aceptada -respondió-; mi sucesor será un aller ego . Por lo demás, el caso es tan remoto, que únicamente a título de cavilosidad puede figurar en las estipulaciones.

-Si lo que vuecencia llama cavilosidad no se convierte en hecho -pronunció el provincial con acentuada expresión-, no será ciertamente por falta de la Compañía.

El marqués por distracción, sin duda, no oyó las últimas palabras del jesuita; pero como concurrió la circunstancia de que al pronunciarlas se pusiera en pie su reverencia, y esta acción pudiera equivaler a una despedida, Ensenada le tendió afectuosamente la mano.

El procurador había imitado el movimiento del provincial.

Los tres interlocutores se adelantaron hacia el intercolumnio de la galería.

Cuando el padre Cebrián divisó a través de los cristales la varonil figura de Lozano, dijo a Somodevilla:

-¡Ah! vuecencia tiene excelentes amigos.

-¿A quién se refiere el señor procurador? -contestó Ensenada.

-A ese joven rubio de la espada con empuñadura de plata.

-En verdad que no recuerdo haberle visto otra vez en mi vida.

-Entonces... pudiera ser un pretendiente...

-¡Ah, señor procurador! -articuló el marqués con cierta ironía-; hace mucho tiempo que los pretendientes no frecuentan mis estrados.

-De todos modos, si ese joven busca a vuecencia es porque le necesita.

-No me atrevería a contradecir a vuestra reverencia.

-Pues bien, ¿me permite vuecencia dirigirle una súplica?

-¡Cómo no! Enuncie vuestra paternidad su precepto.

-Me parecería conveniente que vuecencia no acogiera con demasiada indiferencia el objeto que aquí conduce, al joven. Por el contrario, jamás la diplomacia de vuecencia podría emplearse en persona más digna. Se trata de un hombre verdaderamente inapreciable.

-¡Tanto es su mérito!

-Aseguro a vuecencia que nos sería difícil hallar para la gestión de los negocios de la Compañía un agente con mejores circunstancias que las que concurren en el mancebo de la antecámara.

-No echaré en olvido la recomendación de vuestra paternidad.

Los tres interlocutores habían llegado al estremo de la galería de cristales.

Somodevilla se detuvo: contestó al profundo saludo de los reverendos, tocando con los labios la diestra del provincial, y haciendo al procurador la más cordial de las cortesías; abrió la puerta por sí mismo, y permaneció en el dintel hasta que los jesuitas desaparecieron.

Entonces retornó al gabinete diciendo al doméstico:

-Puede pasar ese señor que espera en la antecámara.

No se hizo repetir la invitación Lozano; porque su vuelta de la calle de la Reina a la del Barquillo, fue punto menos que instantánea, acaso por la poca distancia que las separaba.

Desde que Felicísimo se halló en presencia del marqués, creyó observar que su excelencia le favorecía con una especial atención.

-¿A quién tengo el honor de ofrecer asiento? -dijo Ensenada-, uniendo la acción a las palabras, y acomodándose en el mismo sofá que indicaba al joven.

-Mi nombre es Felicísimo Lozano -contestó el interpelado-, y como la oscuridad en que hasta aquí ha vivido el que le lleva, debía impedir que el señor marqués le conociese, he rogado al conde de Tribiana que me presentase a vuecencia en este escrito.

-No podía el señor de Lozano haber elegido persona más de mi aprecio para que nos pusiera en contacto -repuso Ensenada, tomando la carta que se le alargaba, y recorriéndola rápidamente con la vista.

Terminada la lectura, añadió:

-El buen conde, sin duda alguna, hace justicia a usted; pero nada me dice con respecto a sus prendas personales, que no hubieran adivinado mis ojos.

-Mucho me temo -respondió Lozano sonriendo-, que sea esta la primera ocasión en que vuecencia no satisfecho de su proverbial perspicacia.

-El temor del señor de Lozano no es contagioso.

-Ah, señor marqués... ¡pluguiera al cielo depararme días en que me fuese dado corresponder dignamente a la confianza con que vuecencia me lisonjea!

-Espero que se cumplan esos votos.

-No obligará vuecencia a un ingrato.

-Hoy no respiro en las elevadas regiones donde se forja el rayo y se distribuyen los cargos públicos; pero no han de faltarme otras honorables ocupaciones en que utilizar la aptitud del señor de Lozano. ¿Por ventura siente usted aversión a invertir el tiempo en distinto servicio que el del rey?

-No, a fe mía.

-Pues bien: espero poder emplear en breve plazo la inteligente actividad que el de Tribiana me encomia. Sírvase usted indicar su domicilio al pie de la carta del conde.

-Y el marqués presentó a Felicísimo un lapicero rojo que tomó de la mesa inmediata.

Mientras el joven trazaba seis palabras, Ensenada continuó diciendo:

-Por lo demás, abrigo la convicción de que mi apoyo será innecesario para usted dentro de poco tiempo. Las personas que se asemejan al señor de Lozano, sólo necesitan que se las ponga en evidencia para abrirse en Madrid camino.

-El orden de mi razonamiento no es el mismo; pero la conclusión es idéntica. ¿Acaso existe la evidencia sin la posición y la fortuna?

-Podrá haber algo de paradójico en la interrogación; pero he cultivado demasiado el género para no estimar a los paradojistas.

Ensenada añadió diferentes frases con su habitual volubilidad, se levantó sin afectación para dejar sobre el escritorio la carta de Tribiana, revolvió algunos papeles, y permitió comprenderá Lozano que estaba terminada la entrevista.

Completó el marqués su cortés recibimiento con tan afectuosa despedida, que Felicísimo salió a la calle un tanto desvanecido, pensando a media voz por distracción:

-Que el diablo cargue conmigo si no me parece evidente la conveniencia de que el marqués de la Ensenada vuelva a regir los destinos de España.

Capítulo XIV
De cómo Tristán de Ayala creyó prudente preparar su estómago para las vigilias de la Semana Santa

Sin que al parecer existiera razón plausible, la noche, del día en que hemos asistido a las visitas hechas a Ensenada, tuvo Lozano una pesadilla de todos los demonios: de esta manera al menos la calificó el durmiente.

Soñó que le cercaba una legión de alguaciles portadores de una requisitoria del alcalde de Fuencarral a consecuencia de los sucesos del convento de Valverde; soñó que el hombre de la capa de grana le había atravesado con su mal asador de parte a parte; soñó que el último escudo que guardaba en la bolsa sufrió una evaporación completa; soñó que Cazurro y Moro llegaron a la extremidad famélica de devorarse el uno al otro; y soñó por fin que la condesa de Bari le había llamado feo.

Felicísimo se debatía impotente contra sus visiones en el angosto lecho, como el energúmeno que se encuentra entre el hisopo del exhorcista y el incensario del acólito; porque todos aquellos pensamientos poco menos que seguros o probables los unos e inverosímiles los otros, eran a cual más desagradables.

Así fue que cuando Lozano se vio sustraído a los tormentos del mundo apocalíptico en que vivía por la voz un tanto tímida, pero insistente de Perfecto, estuvo a punto de saltarle regocijado al cuello, cosa que hubiera aterrado al pobre mozo.

-¿Qué es eso, buen Cazurro? -pronunció Felicísimo favoreciendo su vuelta al país de la realidad, merced a una fricción en cada párpado.

-Señor, esto es una carta -contestó el doméstico.

-¿Eh?

-Una verdadera, limpia y perfumada carta del respetable marqués de la Ensenada.

-¿Estás seguro? -exclamó el caballero enteramente despejado.

-Tan seguro corno es posible. La librea del mensajero, por cierto en un estado diametralmente opuesto al que tiene la mía, no ha debido dejarme duda alguna.

-Parece que eres fuerte en punto a libreas -observó Lozano sin hacerse cargo de la parte relativa al estado en que esos trajes pudieran encontrarse.

-Es mi especialidad por razón del oficio.

-Está bien; dame tu aromático escrito... ¿Sería posible que el marqués honrase su promesa antes de las veinticuatro horas? ¡Cáspita! Habría que convenir en que los sueños eran una contraverdad, y en que Ensenada es todo un hombre... ¡Hem! no nos forjemos ilusiones... pero es igual, Cazurro; te prevengo que si la especialidad de que blasonas se halla sujeta a errores matinales, corre peligro la integridad de tus lomos.

El caballero que entretanto había abierto el billete, fijó en la firma la primera mirada. Después leyó mentalmente:

«Apreciable señor de Lozano: Aun a riesgo de que parezca algo precipitada la aceptación del ofrecimiento que me ha hecho usted de sus servicios, le ruego que visite al padre Cebrián procurador de la Compañía en su domicilio de la casa de los canónigos, antes de las doce del día de hoy.

»Espero que el protegido del conde de Tribiana no considere indigna de la nobleza y los instintos que debe a la fortuna, la misión que el reverendo padre le confíe.

»De usted servidor muy afecto.

» El marqués de la Ensenada ».

Lozano se puso en pié, guardó maquinalmente la epístola en la casaca, y tomó el tintero para cepillar la chupa.

La voz de Perfecto le arrancó a la abstracción modulando estas frases:

-¿He padecido el error a que mi señor aludía?

-La indiscreción, oh Perfecto Cazurro, es el más detestable de los defectos en un fámulo -contestó Lozano-; para formar juicio sobre el particular debería bastarte con ver incólume tu dorso.

El doméstico se inclinó profundamente como para convencerse de la incolumidad.

El caballero hizo que le sirviesen desayuno y almuerzo sin otro intervalo que el necesario para cambiar de plato; se vistió con todo el esmero que el no expléndido guarda-ropa permitía, y se engolfó en los callejones del barrio de las Salesas.

Cuatro horas después, esto es, cuando los címbalos de la comunidad de religiosas de Santa Teresa de Jesús dejaron oír el carillón de mediodía, Tristán de Ayala abrió la puerta de su morada atraído, por dos sonoros golpes, y se encontró en presencia de Lozano.

-¡Mi buen Felicísimo! -exclamó el visitado introduciendo a su amigo en la habitación de honor:- ¿por ventura has vuelto a tropezar con el hombre del tejar de la Jara?

-No, pero tropezaré:- contestó Lozano con el mismo aire que hubiera podido emplear para decir que el sol se pondría por la tarde.

-¿Quién es entonces el desventurado a quien te prometes agujerear el pellejo?

-Por lo pronto no se trata de eso.

-Tanto mejor.

-Perdóneme Dios; pero me parece que te estas permitiendo tomarme por un espadachín.

-¿Será necesario jurarte por la laguna Estigia que jamás se ha ofrecido a mi mente semejante pensamiento?

-Tristán: te advierto que vengo para hablarte de un asunto formal.

-Me ha bastado mirarte para adivinarlo. Tienes el aspecto satisfecho, risueño, de pretenciosa suficiencia que te distingue en las grandes ocasiones.

-Y a ti te encuentro con el aire poco envidiable de frivolidad que debes a tu maléfica estrella para que nunca puedas ocuparte con provecho en cosas serias.

-¡Felicísimo!

-¡Tristán!

-Siéntate y habla.

-Imítame o pasea, y escucha. Ante todo ¿estamos solos?

-Absolutamente: el ama de gobierno ha salido.

-¿A la ordinaria compra?

-No: a buscar dinero para la compra, que empieza a no ser ordinaria.

-Hay que regularizar ese servicio.

-Todas las mañanas me digo tus mismas palabras.

-Es preciso que no te contentes con decirlas.

-¿Posees algún secreto para ello?

-Tal vez.

-Comunícamele ¡voto al diablo!

-Persistes en la idea de montar una sala de armas?

-Más que nunca.

-Pues ese es el secreto.

Ayala soltó una carcajada.

-¿No te ofrece ningún otro la fecundidad de tu caviladero? -añadió.

-Pudiera ser.

-Pues, amado Pílades, ese otro secreto es el que yo te preguntaba.

-Enhorabuena: mi nuevo secreto consiste en los medios de realizar tu idea.

-¿Y cuentas tú con esos medios?

-Me atrevería a asegurarlo.

Ayala puso una mano sobre cada hombro de Lozano, y dijo semi-serio, semi-jovial:

-Felicísimo, mírame fijamente a las pupilas.

-Belitre: ¿me supones capaz de burlarme de un amigo? -contestó Lozano.

-Según eso has encontrado comprador para tu caserón solariego, se ha muerto tu tío Pepe después de desheredar a sus siete y medio hijos naturales, o te han hecho archipámpano de Sevilla.

-A ninguno de semejantes milagros tendremos que recurrir para verte al frente del establecimiento de tus sueños.

-¿Ah, pero no por ello podremos prescindir de algún milagro de otra naturaleza?

-Mucho me temo que estés en lo cierto.

-¿De qué suceso fenomenal se trata?

-De que te consagres en cuerpo y alma a un negocio trascendental olvidando entretanto que existe el sacanete.

-El olvido pudiera ser superior a mis facultades, porque jamás ha dependido de mi voluntad, pero te prometo no tocar una baraja con las manos ni fijar en ella los ojos mientras el asunto exija toda esa abnegación.. ¿Quedas satisfecho?

-Todavía no me has dado motivo para despreciar tu palabra.

-En fin...

Lozano se recostó en la silla haciendo rechinar todo su mecanismo, estiró las piernas, sepultó las manos en los bolsillos del calzón, y pronunció solemnemente:

-Parece, buen Tristán, que se preparan grandes acontecimientos.

-Cúmplase la voluntad del Todopoderoso.

-Se asegura que el marqués de Esquilache y su falange partenopea nos conducen a la ruina.

-En cuanto a ti, hace tiempo que han debido conducirme.

-La dignidad castellana, los intereses de la religión, el prestigio de la corona, el respeto debido a la independencia de los sastres, el porvenir de los sombrereros, las tradiciones clásicas de la corte, la moral, las bulas, y otras mil cosas estupendas están reclamando a voz en grito un inmediato cambio gubernamental.

-Que el diablo me lleve si todas esas poderosas razones no pesan en mi ánimo tanto como en el tuyo.

-Los muros de la Jericó donde los napolitanos se encastillan deben desmoronarse apenas los hiera el eco de la trompetería de un nuevo Josué.

-Surja el tal Josué cuando a bien lo tenga.

-Pero es el caso que se afirma que en semejante clase de sonatas la primera nota es la que más cuesta...

-Lo ha comprobado la experiencia.

-Y me ha cabido el honor de que se haya pensado en mí para hacer estallar en el viento esa primera nota.

-¡Vive Dios que no ha podido ponerse en mejores manos la trompeta!

-¿Será ahora necesario decirte que te he designado para que me secundes en mi empeño?

-Lo que hubiera sido preciso que me asegurases para que yo lo creyera, sería que no te habías acordado de mi persona.

-Haces justicia a mi buena voluntad.

-Como tú a mis especiales aptitudes.

-¿Podrás reclutar alguna gente?

-¿Cómo cuánta?

-Como diez o doce mozos decididos.

-Eso es una bicoca: ¿para cuándo?

-Para mañana por la tarde.

-¿Urge, pues, el asunto?

-Ya lo ves.

-Contarás para esa hora con la escuadra más escogida que condotiero alguno haya podido organizar.

-Que me place.

-¿Será rudo el chubasco?

-Si hubiere de contestarte por mis particulares impresiones, te diría que no cuento con que haga grandes extragos la tormenta. La prudencia y mis instrucciones, sin embargo, nos obligan a tomar ciertas precauciones.

-Me desilusionas, Felicísimo: cuando la atmósfera está cargada de gases deletéreos no hay agente más enérgico que el rayo para purificar el ambiente.

-No te creía tan fuerte en meteorología.

-¿En qué diablos vamos a ocuparnos?

-Po r lo pronto en dar un escándalo.

-¡Un simple escándalo!

-Pero de aquellos de mayor cuantía.

-De todos modos, presumo que van a estar de más mis bigardos. Para obtener ese resultado nos basta y aun nos sobra contigo.

-Eso no obsta para que te recomiende elegir tus reclutas entre las clases más elevadas de la sociedad del sacanete.

-Se hará como deseas. ¿Cuál es el terreno que vamos a explotar?

-No faltarán oportunamente indicaciones precisas. Desde luego, puedo anticiparte la noticia de que debemos operar en presencia de un embajador extranjero.

-¡Cáspita! ¡Toda esa distinción merecemos!

-Ya comprendes, por lo tanto, que la reputación española se halla interesada en el buen éxito de nuestro empeño.

-¡Pues no! ¡Cuerpo de tal! Quisiera yo ver que nos cabía a nosotros el baldón de desacreditarla ante un representante exótico. ¿Es holandés el tal ministro?

-Poco menos.

-¿Inglés?

- Circum circa .

-¿Es turco?

-Que te quemas.

Ayala se apresuró a sacudir los dedos.

-¿Por qué demuestras tan marcada predilección hacia esas tres naciones? -preguntó Lozano.

-Porque en ellas circulan con cierta abundancia los thalers, los schellins y los zequíes -contestó Tristán-; y es de tener en cuenta que mis hombres no son de todo punto desinteresados.

-¡Bah! ¡Qué valen esas miserables monedas de herejes o de circuncisos al lado de los áureos bustos de los preclaros hijos del ilustre Felipe el Animoso!

-¡Áureos bustos!

-Sin duda.

-Por ejemplo...

Lozano sacó de su casaca un bolsón de gamuza, y le vació sobre la mesa.

Los ojos de Ayala quedaron deslumbrados por la gualda reflexión del metal peruano que cubrió el tablero de nogal. Aquello era una verdadera catarata de doblones de a ocho.

-¡Voto a sanes! -exclamó-; ¿con qué navab nos entendemos?

-¿Crees que habrá suficiente con la mitad de esa suma para satisfacer a tus gentes, y habilitar tu establecimiento?

-Habría para comprar un reino.

-Lozano formó dos pilas de a cuarenta onzas cada una: colocó la primera delante de Ayala, y volvió a embolsarse la segunda.

-Manos a la obra, Tristán -dijo a continuación:- presumo que no ha de sobrarte el tiempo.

-Tranquilízate, Felicísimo: Pompeyo se jactaba de hacer aparecer un ejército sin tomarse otra molestia que la de herir la tierra con el pie. ¿No ha de permitírseme a mí la pretensión de poder reunir una docena de buenos camaradas con sólo volver la esquina?

-No me opongo a semejantes pretensiones; pero procura evitar tu Farsalia -pronunció Lozano levantándose y ajustando su cinturón.

Ayala tomó sus cuarenta monedas y las repartió por decenas en los cuatro bolsillos de la chupa y del calzón, después de haber examinado concienzudamente el grado de solidez de la tela, y el estado de las costuras.

-¿Me dejas? -añadió.

-Sí, por cierto: ¿cuando tendré noticias tuyas?

-De todos modos antes de la noche. Salgamos por la puerta del patio, y precédeme algunos minutos. A nadie le interesa ya vernos juntos.

Tristán recogió el sombrero y la tizona; abrió la puertecilla interior que había indicado, y salió al patio seguido de Felicísimo.

En el mismo momento desembocó por el arco del portal el ama de gobierno con una cesta en el brazo, y el pañuelo de crespón, destinado pro forma en la cabeza, caído sobre el cuello.

-Y bien, mi buena Narcisa -dijo Ayala:- ¿qué resultado ha obtenido tu embajada cerca del Creso de las Maravillas?

La joven miró a Lozano y no articuló palabra alguna; pero no por eso privó al interrogante de una contestación elocuente: apoyó la uña del dedo pulgar en los dientes incisivos superiores, por cierto blancos como el marfil, y la hizo producir un ligero crugido.

-¡Bergante! -murmuró Tristán-: lo tendremos en cuenta... Eso no obstante, tu cesta parece bien provista... ¿Qué comestibles has recolectado?

-Los que ha sido posible -contestó Narcisa.

-¡Oh reina de las amas de gobierno! -exclamó el joven:- permíteme hacer un ligero reconocimiento en ese verdadero cuerno de la abundancia.

Y sepultando ambas manos en el recipiente de mimbres, revolvió el contenido con sorpresa creciente en signos poco satisfactorios.

-¡Qué es esto!.. -articuló por fin.

-Berros, acelgas, rábanos y espinacas -balbuceó Narcisa, bajando algo avergonzada sus largas pestañas-; va a dar principio la Semana Santa...

Ayala sacó la cesta del brazo de la joven con la más cuidadosa galantería; pero una vez hecho dueño del utensilio, derramó bruscamente cuanto encerraba sobre las losas del patio con tanta estupefacción de Narcisa como alegría de los patos, pollos y gallinas del vecino más próximo, los cuales de todas partes acudieron con ruidoso cacareo a picotear las verduras.

-Las abstinencias de la Semana mayor exigen preparación más suculenta -repuso solemnemente Ayala-; toma el camino, mi excelente Narcisa, de la pastelería de Covarrubias, y encarga a tan digno cocinero, que a las cinco en punto de la tarde nos haga traer un pavipollo asado, dos perdices escabechadas, un emparedado de jamón en dulce, un rollo de Villalón, y cuatro botellas del Priorato.

Narcisa, sin volver de su asombro, escudriñó con la mirada el rostro de Tristán; pero evidentemente el bravo mozo hablaba con el corazón en la mano.

Ayala dio media docena de pasos hacia la salida del patio y añadió:

-Todo de la inmejorable calidad que emplea en el servicio del marqués de Grimaldi...

Los dos amigos habían desaparecido en el fondo del portal, y la voz de Tristán gritaba todavía:

-Y de las mayores dimensiones posibles: es cosa segura que esta tarde tendré el hambre de un buitre y la sed de un suizo.

Capítulo XV
Donde Lozano se desvergüenza, Ayala aplaude y Cazurro silba

Fue el bando relativo a las papas y los sombreros de tan trascendentales consecuencias, sobre todo para aquellos desventurados a quienes ocasionó la muerte, que creemos que algunos de nuestros lectores han de agradecernos que les demos una breve noticia de la historia del documento.

De tiempo atrás se clamaba en la corte por la adopción de medidas enérgicas contra el uso de los embozos y de cuanto pudiera tender a abrigarse el rostro, fuese en invierno o en verano, en consideración a los delitos que ese vituperable disfraz de la más noble parte del hombre originaba.

Como se echa de ver, la razón alegada era de las que no admitían discusión; porque estaba probado hasta la evidencia que jamás en Madrid se había cometido delito alguno a rostro descubierto.

La atmósfera de Palacio y lugares adyacentes estaba preparada; la semilla fructífera sepultada en el surco; la germinación iniciada; y del mismo modo que cuando en el curso de los siglos llegó el momento histórico de la aparición de la América a los asombrados ojos de los habitantes del viejo continente, suscitó el Eterno un Cristóbal Colon, cuando sonó la hora de la revolución en el reloj de la indumentaria española, surgió un marqués de Esquilache.

La célebre real orden fue expedida y comunicada inmediatamente al Consejo de Castilla.

Esta alta corporación otorgó al asunto la detenida meditación que merecía, y en 24 de Febrero de 1766 acordó en pleno la fórmula siguiente:

«Cúmplase y guárdese lo que su majestad manda, y para que se ejecute pase a los señores fiscales».

Cuatro días después, esto es el 28 de Febrero, los fiscales en un luminoso escrito expusieron las dificultades que no podía menos de ofrecer la providencia consultada en los términos en que estaba concebida.

El 1º de Marzo, porque la cosa urgía, se devolvió la real orden a los fiscales para que propusieran las modificaciones que estimaran conveniente introducir; y los expresados funcionarios respondieron en 4 del mismo mes, que la prohibición de los trajes abusivos se debía limitar a la corte, sitios reales, capitales de provincia, y pueblos donde hubiera universidades; publicándose el bando por los respectivos jueces, con las penas a los contraventores de un peso por el sombrero gacho y dos por la capa larga, si eran nobles o de clases acomodadas, y de tres días de cárcel, o los que determinare el prudente arbitrio del juez, si eran plebeyos.

En este sentido se dio publicidad al bando en la capital de la monarquía en la noche del 10 al 11 de Marzo.

Pero con el flamante precepto sucedió lo que siempre acontece con todas aquellas disposiciones que no están inspiradas en el espíritu público, que se dictan en inoportunas circunstancias, y que son de impracticable ejecución.

El bando no pasó de ser letra muerta en las esquinas, excepto en los casos en que, atado a los rabos de los perros, fue concienzudamente labrado y arrastrado a la carrera por los arroyos de las calles y plazas entre los silbidos de los muchachos, la chacota de los mancebos de las tiendas, y la indolente sonrisa de los transeúntes.

Preciso era haber nacido en Italia y desconocer por completo la sociedad madrileña para esperar otro resultado de un mandato que hería en lo vivo las costumbres de los habitantes de los barrios bajos, preponderantes entonces en la corte más que en época alguna, no tanto por lo numeroso de la población, con ser esta mucha, como por la influencia que ejercían en las clases altas a las cuales daban los trajes por moda, los instrumentos músicos y bailes por diversiones, los pintorescos modismos del lenguaje por fraseología, y la apostura de los valentones de la jacarandina por modelo.

Prescindiendo del ligero error que pudiera haber en la apreciación de las consecuencias del bando, la importancia de las cuestiones que se resolvían en el fondo filosófico de la medida, explicaban en cierto modo su adopción.

No se necesita, en efecto, una penetración privilegiada para comprender desde el primer momento la inmensa trascendencia que en el orden social, moral, político y económico pueden entrañar las diferencias que existen entre el ala horizontal de un sombrero redondo, y la levantada por un botón como en el chambergo, por dos presillas como en el chapeo de teja, o por tres puntos como en el tricornio.

Usamos la palabra tricornio con perfecta conciencia de que es un galicismo de mayor cuantía; pero como la importación de ese traspirenaico sombrero fue un galicismo que vino en pos de la dinastía borbónica, no es de extrañar que se admitiera otro para expresar la idea que el objeto en cuestión representaba.

No hacemos la misma concesión con respecto a la voz chapeo: hay respetables autoridades filológicas que, en vez de considerarla galicismo, sostienen que es un iberismo la frase francesa chapeau .

El arduo asunto de las capas no revestía importancia menos capital.

Sabido es que desde la más remota antigüedad se han considerado axiomáticas las relaciones íntimas que median entre la progresiva marcha de la humanidad hacia el bien o hacia el mal, y una cuarta de mayor o menor longitud en la más amplia prenda del traje con que en ciertos países se envuelven los reyes del planeta.

Porque se trataba nada menos que de toda una cuarta de paño de lana o tejido de seda.

No importaba en manera alguna que una capa colocada sobre los hombros de un macetón de a seis pies fuera corta, esto es, legal: si un prójimo que se contentaba con la modesta estatura de cinco tercias se permitía ponerse aquella misma capa, he aquí que ésta, por un fenómeno de todo punto inexplicable, se convertía en larga, es decir, en contrabandista.

Al observar los elevados problemas en que fijaban la previsora atención los sapientísimos varones que regían la España en el año de gracia de 1766, se siente uno inclinado a preguntarse si los estadistas que en la actualidad gobiernan y oyen hablar de semejantes cosas con la sonrisa en los labios, serán realmente hombres de Estado serios.

Por si en parte pudiera contribuir explicar tan inconcebible aberración bueno será que tengamos presente la lamentable decadencia en que están en el último tercio del siglo XIX, la filosofía, la economía política, el derecho, la libertad en sus múltiples manifestaciones, y el sentido común.

Al acto vigoroso de la solemne publicación del bando siguió un período de general expectación.

La desconfianza entre la Administración y los administrados era mutua, y a ninguno parecía superflua la atenta observación de la actitud del contrincante.

Las autoridades quizás temían una explosión del sentimiento público: los madrileños vestidos a guisa del gobierno acaso esperaban la adopción de medidas coercitivas.

Pero el bando continuaba incólume en muchos sitios de la villa; y si bien es verdad que no se observaban las disposiciones que comprendía, no era menos cierto que tampoco se había hundido el mundo. Doce días de tolerancia parecieron más que suficientes al Ministerio: consentir en que los alardes de desobediencia se prolongaran por veinticuatro horas todavía, hubiera sido asentar un golpe mortal al principio autoritario.

Apareció en el horizonte de la corte el sol del 23 de Marzo, domingo de ramos, y tan potable festividad quedó unida en la historia al límite de la paciencia del marqués de Esquilache.

Las discusiones más a menos templadas que en los días anteriores sostenían con los recalcitrantes, los agentes subalternos de la autoridad, se convirtieron en desentonadas disputas: a las palabras malsonantes sucedieron las ofensas de hecho: a las resistencias siguieron las prisiones.

Los alcaldes de corte con su atrabiliario séquito de alguaciles y oficiales de sastre, comenzaron a rondar por las calles, detuvieron a muchos transeúntes contrabandistas, los obligaron a entrar en los portales más próximos, y allí hicieron que se les apuntasen los sombreros y recortaran las capas.

Ocioso parece añadir que no pudo emplearse tan expedito procedimiento sin dar lugar en ocasiones a enérgicas protestas, que recayeron sobre las orejas y las costillas de los pobres corchetes, predestinados por la Providencia en todas épocas para pagar los vidrios rotos.

Las primeras noticias del desusado rigor que se iniciaba, se propagaron por la villa entera como el eco de un somaten. Los nimbos y los estratos que se cernían en la atmósfera se cambiaron en cúmulos; y no tardaron en escucharse esos sordos rumores subterráneos que preceden a las erupciones volcánicas.

Sobre los bandos se fijaron pasquines subversivos.

Uno de los que más fortuna hicieron, multiplicado hasta lo infinito, decía en dos líneas, no sabemos si con la pretensión de versos:

«Sombrero redondo y capa larga,
Y caiga el que caiga».

Sin que llegase a estallar un verdadero pronunciamiento, el barrio bajo en que más efervescencia se observó durante la mañana fue el del Avapiés. Había algo en el seno del mismo, en sus extremidades, y hasta en las inmediaciones, que estaba hablando de próxima tormenta.

Acababan de dar las cinco de la tarde en el reloj de San Juan de Dios cuando llegaron a aumentar el número de los transeúntes de la Plazuela de Antón Martín tres individuos cubiertos de largas capas desembocando por la calle del León.

Uno de los recién venidos no pasó de la esquina: la fija mirada que asestaba al cuartelillo de los inválidos, situado en la plazuela, hubiera podido dar motivo para creer que en aquella detención entraba por mucho la prudencia.

En cuanto a los dos compañeros del hombre de la esquina, continuaron por la línea que la visual de éste seguía, a pesar de que todos los ojos se detenían en ellos, y no era de presumir que los agentes de la autoridad les dispensaran menos atención.

El aspecto de la pareja podía en efecto asegurarse que era una caricatura de la contravención al bando.

Las capas de los dos personajes arrastraban como las hopalandas de los mágicos del portillo de Embajadores en las funciones más solemnes de prestidigitación; y las alas de los sombreros redondos, blanco el uno y negro el otro, dejaban atrás en ancha falda a las usadas por los picadores de toros, y los paveros de Extremadura.

No queremos que tan recalcitrantes sugetos conserven el incógnito para nuestros lectores. El hombre del chambergo blanco era Lozano: su compañero, Ayala, y el apostado en la esquina, Cazurro.

Lozano se adelantó algunos pasos a su amigo, se embozó hasta las cejas, y con el aire del hombre a quien le importan dos bledos todos los bandos del rey y todos los inválidos del reino, comenzó a pasear tranquilamente por delante de la puerta del cuartel.

La provocación era tan insolente, que el oficial que mandaba el puesto, no obstante la cordura de que había dado pruebas durante todo el día, abandonó el cuerpo de guardia, y se dirigió resueltamente al embozado.

-Oiga usted, paisano -dijo con el ceño fruncido:- ¿no sabe usted las órdenes del rey?

-Sí, las sé -contestó Lozano.

-Pues sí usted las sabe, ¿cómo no se apunta el sombrero y se recorta la capa?

-¡Porque no me da la gana!... -replicó Felicísimo acentuando detenidamente cada sílaba para que resaltara más la desvergüenza.

El diálogo había dado principio de un modo demasiado violento para que pudiera continuar.

El oficial levantó la mano exasperado; pero fue tan noble el ademán con que Lozano dio un paso atrás, y tan claro el relámpago que le encendió los ojos, que el digno militar debió comprender que no estaba en presencia de un hombre a quien se puede abofetear. La diestra dirigida a la mejilla se deslizó a lo largo del costado y empuñó la espada.

Felicísimo no había perdido el tiempo por su parte: los que le observaban pudieron creer que los actos de terciarse la capa y desenvainar el acero fueron simultáneos.

Cuando Ayala vio a su amigo recibir en guardia al oficial no pudo menos de dirigir a este una sonrisa burlona.

En el momento en que los hierros se cruzaron, Lozano inició un golpe recto; y apenas el contrario acudió a la parada, practicó un brusco cambio de espada, y terminó el ataque con un batido tan diestro como enérgico, que hizo saltar el arma del oficial a doce pasos de distancia.

Los curiosos que por aquella parte se habían aproximado con el objeto de presenciar el conflicto, se pusieron en fuga en todas direcciones para esquivar el golpe del inesperado proyectil que se les disparaba.

-¡Magnífico! -exclamó Ayala batiendo sus robustas palmas con entusiasmo.

Pero no tardaron las manos en tener que cambiar de ocupación. Algunos inválidos habían sacado a relucir sus sables, y acudían presurosos en auxilio del desarmado jefe.

Tristán cerró el paso a los soldados con la espada en la diestra y la capa arrollada en el brazo izquierdo.

Al cambiar con los veteranos los primeros golpes, el mocetón encontró a su lado al bravo Lozano.

-¡Aquí del hijo de mi padre! -rugió Ayala:- ¡que me falte la protección del cielo si estos rústicos carda-lanas son capaces de competir en curvas y en rectas con Euclides y Arquímedes!

Los inválidos, algunos de los cuales, veían correr su sangre, debieron comprender, en efecto, que en punto a esgrima no estaban a la altura de aquellos adversarios; y dando de mano al arma blanca se volvieron hacia el banco del cuarto vigilante donde se encontraban los fusiles.

Como si no fuera otro el instante esperado en la esquina de la calle del León, Cazurro se llevó a la boca los índices de ambas manos, dilató los pulmones con una profunda inspiración, y pobló la atmósfera con el más intenso silbido que resonara nunca en el circo taurino.

Inmediatamente una cuadrilla de hombres armados, viniendo de no se sabe dónde, cayó de improviso sobre los inválidos, les arrancó los sables, se apoderó de los fusiles, y por todas partes introdujo en el puesto la confusión del caos.

Pocos minutos después Lozano, Ayala, Cazurro, el oficial, los inválidos, sus desarmadores, y hasta el piso de la plazuela habían desaparecido ante una numerosa turba de personas, inermes en su mayor parte, que semejante a un encrespado océano hería con su flujo las paredes del hospital de San Juan de Dios, azotaba con el reflujo el templo de Monserrat, y se rompía bramando en la churrigueresca fuente del centro como en las rocas de un islote.

Los balcones y ventanas se poblaban de expectadores, las puertas de las tiendas se cerraban con estrépito, y las voces de los que se buscaban, los ayes de los que se sentían aplastar, y los gritos de los que querían dar en seña al movimiento, se perdían sin eco en ese inmenso clamor que es la respiración de las muchedumbres.

Desde el momento en que el tumulto adquirió tan serias proporciones, el jefe de la escasa fuerza que ocupaba el cuartel adoptó una cuerda medida. Hizo que los soldados se replegaran al patio; mandó cerrar el portón y las ventanas, y prohibió absolutamente todo género de comunicación con el paisanaje.

-De repente descolló sobre las cabezas de la multitud un hombre de atléticas formas, levantado por los brazos de algunos complacientes entusiastas.

Tristán de Ayala, que era el elevado sobre aquel inmenso pavés humano, procuró afirmar los pies en los hombros del más robusto de los gañanes que le servían de plinto, se quitó el descomunal chambergo, le levantó en la punta de la espada hasta la altura de los cuartos segundos, y gritó con un acento que hubiera dominado el de Estentor, y sofocado los bramidos de los cuernos del buey de Urí y de la vaca de Unterwalden:

-¡Viva España!... ¡viva el rey!... ¡muera Esquilache!

El triple trueno de Ayala fue repetido, cercado, y parafraseado hasta la saciedad por un frenético clamoreo.

El motín tenía fórmula.

Cada vez más engrosado el turbión por el incesante contingente de curiosos que afluían, por los siete radios que desembocaban en la plazuela, comenzó a manifestar tendencia a desbordarse por la parte alta de la calle de Atocha.

Al poco tiempo, el impulso estaba dado. La muchedumbre se ponía en movimiento por la vía que más directamente conducía a la Plaza Mayor, deslizándose ondulante como una serpiente gigantesca desde el colegio de Loreto hasta la parroquia de San Sebastián.

Todos los acontecimientos que acabamos de referir habían sido atentamente presenciados desde un balcón situado enfrente del cuartel por dos individuos de atusada coleta, rostro rasurado y oscura casaca.

¿Qué ha parecido al padre Torrigiani el principio de la manifestación popular? -preguntó uno de los mencionados espectadores a su compañero.

-Tanto es, padre Cebrián, el interés que me ha inspirado -contestó el interrogado-, que siento una tentación irresistible de observar por mis propios ojos si el fin corresponde al principio.

-En verdad que no es menos vivo mi deseo.

-En marcha, pues: el terreno comienza a despejarse.

Ambos jesuitas, cubiertos por cumplidas capas y sombreros redondos, bajaron, a la calle, y se dejaron arrastrar por las últimas ráfagas del viento que quinientos pasos más arriba era vertiginoso torbellino.

Capítulo XVI
Marcha del motín en la noche del Domingo de Ramos

La atención preferente de la falange tumultuaria consistió en detener a cuantos individuos encontraba con sombrero de tres candiles, y en devolver al ala su redondez primitiva.

Esta justa revancha de las humillaciones que acababan de ser impuestas al pueblo de Madrid, mereció la más unánime aprobación.

Es verdad que la conducta de los amotinados no estaba en perfecta armonía con el principio de libertad que proclamaba la explosión del espíritu nacional; pero buen filósofo sería el que exigiera lógica a los movimientos populares.

Cruzaban las postreras olas de aquel torrente humano por la desembocadura de la calle de Carretas, cuando en el ángulo de la Plaza del Ángel, apareció una berlina tirada por dos mulas, que a duras penas conseguían abrirse paso por entre la compacta muchedumbre.

En el momento en que la laboriosa marcha del vehículo comenzaba a promover tempestuosas reclamaciones, se descorrió uno de los vidrios, y se esparció por el aire una nube de papeles.

Lo singular del caso hizo que apresuraran el avance los padres Cebrián y Torrigiani, los cuales no tardaron en llegar a la portezuela del carruaje.

El procurador de la Compañía halló en el fondo de la berlina un rostro conocido.

-¡Buena siembra, señor de Salazar! -dijo con la voz meliflua que le era habitual.

-¡Plegue al cielo que sea mejor la cosecha, señor de Cebrián! -contestó el repartidor de impresos, arrojando por encima de la cabeza del jesuita otro abundante paquete de hojas que volaron en todas direcciones.

-No es de mala calidad la tierra que recoge la semilla -replicó Cebrián al ver la avidez con que la multitud se apoderaba de los papeles y devoraba su contenido.

-¿Me será dado seguir adelante?

-No creo que estas buenas gentes lo impidan. Parece que no faltan hoy ocupaciones al caballero murciano.

-Nunca me ha sido más necesario el don de ubicuidad. Antes de consagrarme con alma y vida en esta noche al objeto capital, tengo que atender a varias incidencias importantes.

-Actividad, pues, y fortuna.

-Dios nos la conceda a todos.

- ¡ Dies ira !

- ¡ Ferro et igne !

Salazar desparramó profusamente una tercera emisión de sus documentos, y gritó, sacando medio cuerpo por la portezuela:

-¡Vosotros seguid la liebre, que ella se cansará!

Acto continuo dijo una palabra al cochero, y la berlina prosiguió su camino.

-¿Quién es este original repartidor? -preguntó Torrigiani a su compañero.

El procurador acercó sus labios al oído del italiano, y contestó:

-Es un hombre, cuyo odio personal al monarca, nos ha prestado eminentes servicios.

-¡Carlos III tiene enemigos de tal género!

-Conozco, por lo menos, ese ejemplar.

-¿Y a qué motivos se atribuye?...

-El asunto está envuelto en sombras misteriosas... Se habla de una pasión volcánica hacia una mujer o hacia una dote; sentimiento que se vio contrariado por complacencias del rey con un rival favorito que ejercieron presión incontrastable sobre un padre tan tirano con su hija, como servil con el príncipe...

En la boca del italiano se dibujó una sonrisa que expresaba elocuentemente el profundo desdén que le inspiraban ciertos móviles de las pasiones del corazón humano.

El procurador, que comprendía aquella especie de lenguaje gráfico, se limitó a añadir:

-En fin...esas son las gentes explotables, y no hemos perdido la ocasión.

Mientras los reverendos cambiaban estas frases, se daba lectura en los corrillos de los impresos facilitados por el hombre de la berlina.

El epígrafe que los clandestinos documentos llevaban era el siguiente:

Estatutos del cuerpo erigido por el amor español en defensa de la patria para quitar y sacudir la opresión de los que intentan violar sus dominios .

Aunque tenemos a la vista uno de los pocos ejemplares que se han salvado de envolver legumbres, y acaso de otros usos menos dignos, en el trascurso de ciento trece años, hacemos gracia a nuestros lectores de escuchar in integrum los quince artículos que comprende, no escritos, sin duda, por individuo alguno de la Real Academia establecida por Fernando VI, y únicamente nos permitimos exponer un brevísimo apuntamiento.

El pueblo recibía sanos consejos de prudencia y de confianza; se le recomendaba la subordinación a los jefes, y la templanza para con las personas constituidas en autoridad, a quienes expusiera las justas reclamaciones que motivaban el movimiento; se le exhortaba a no apelar al derecho de la fuerza, mientras no se hicieran prisiones; se le exigía que aclamase con júbilo al rey, sí como era de esperar, otorgaba las peticiones, persistiendo incesantemente en que se dejara ver de los súbditos en el caso de que difiriese sancionarlas por sugestiones de malos consejeros; se le conjuraba a que por nada en el mundo desmayase en pedir la cabeza de Esquilache; se le conminaba a que no cediera un palmo de terreno ante agresiones inicuas; se le prometía que de nada carecería la familia de aquel que fuera víctima propiciatoria en el altar de la patria; y se le manifestaba, por fin, la consabida cláusula formularia de que se castigaría con la pena de muerte al que cometiere robo u otra acción de villano.

Cuando las prescripciones de los llamados Estatutos fueron deletreadas, leídas y proclamadas, la retaguardia del tumulto continuó la ruta que seguía el cuerpo principal de los amotinados.

Poco tiempo después, la apiñada multitud se deslizaba por el angosto pretil del arco de la plaza Mayor, invadiendo el coso como un torrente desbordado.

En el mismo momento otra numerosa legión de ciudadanos, que procedente de la plaza de la Cebada, penetraba en la Mayor por la calle de Toledo, acogió la aparición de la turba de Antón Martín con una estrepitosa salva de aplausos.

El entusiasmo y la algazara rayaron en delirio. No podía caber duda en que Madrid entero había recogido el guante con que le azotó la mejilla el procaz ministro italiano.

Ambas agrupaciones cambiaron sus vítores frenéticos, los entusiastas lemas de las reclamaciones que daban al viento, y los abrazos de la fraternidad; y con el fin, sin duda, de solemnizar la identidad de miras, dar un instante de descanso a los fatigados remos, y humedecer las fauces enronquecidas por los gritos patrióticos, se diseminaron en sendos grupos por las tiendas de vinos y comestibles, y se abandonaron a la tregua de los brindis y los tasajos.

La masticación y libaciones encontraron motivo para prolongarse algún tanto; porque, merced al más extraordinario caso de taumaturgia, cuando los consumidores pedían la cuenta de su gasto, experimentaban la grata sorpresa de saber que númenes benéficos llenos de previsión hacia las necesidades humanas, se habían anticipado al pago.

Los organizadores del movimiento, debieron comprender, sin embargo, que nada es menos conveniente que la inacción en semejantes circunstancias; y como la estancia en la Plaza pasaba de una hora, y la noche cerró entretanto, comenzaron a inculcar en todos los círculos la idea de la urgente necesidad que había de acudir a Palacio.

Reanimose el espíritu público mediante cuatro enérgicas invocaciones, y vencida la resistencia inerte, el gran monstruo se balanceó de nuevo en la dirección de Occidente.

Al llegar a los portales de Guadalajara, surgió un obstáculo que detuvo el impulso.

La cabeza de la columna rodeaba un coche que se adelantaba hacia la Plaza por el tránsito de las Platerías.

Los más próximos concurrentes acercaron una tea humeante a la portezuela del carruaje.

-¡El duque de Medinaceli! -gritó una voz sonora.

Así era, en efecto: el noble duque, caballerizo mayor de la Real Casa, acababa de dejar en Palacio a su augusto amo, el cual cazaba en el monte del Pardo al recibir la noticia del inesperado movimiento popular, y se había apresurado a regresar a Madrid.

Pasaba el de Medinaceli entre los madrileños por magnate de expléndida largueza y trato llano; y como a estas apreciables dotes se unía la aversión que no recataba sentir por el marqués de Esquilache, la repentina aparición del caballerizo mayor en el seno del motín, fue recibida con una explosión de simpatía.

-¡Viva el ilustre descendiente de los infantes de la Cerda! -exclamó un entendido genealogista.

-¡El español de pura raza! -añadió un castellano viejo.

-¡El defensor de los derechos del pueblo! -replicó un sugeto de espíritu práctico.

-¡Gracias, amigos míos!... ¡gracias mil veces!... -contestó el duque entre dos estornudos, producidos por el humo azufrado que se le subía a las narices.

-¡Que sea el señor duque el intérprete de nuestras reclamaciones cerca de su majestad! -clamó un acento débil, pero estridente, salido de no se sabe dónde.

El pensamiento pareció tan excelente, que fue aceptado por unanimidad entre un millar de afirmaciones, un huracán de palmadas y una tempestad de rugidos de júbilo.

Se supone que el duque se prestó de buen grado a tomar a su cargo la comisión que el pueblo le confería; pero lo mismo la habría desempeñado en el caso contrario.

La portezuela del coche se abrió, en efecto, a impulso de manos vigorosas; y antes de que Medinaceli pudiera darse cuenta del extraño suceso, se halló extraído del fondo del vehículo, sentado cómodamente sobre unos hombros colosales, con una cabeza enorme entre los muslos, y un centenar de brazos en torno, ofreciéndole puntos de apoyo.

La marcha triunfal inició su reposado curso por la calle de Santiago; y terminó en la Plaza de Oriente delante de la puerta del Príncipe del real Palacio.

Mientras se desarrollaban en la villa y corte los acontecimientos que vamos narrando, el héroe de la jornada, el ilustre marqués de Esquilache, procuraba distraer momentáneamente su ánimo de la penosa gestión de los negocios públicos en el inmediato sitio de San Fernando.

Hay, sin embargo, siniestros vapores en la atmósfera, sombríos presentimientos en el corazón, que no domina el hombre de espíritu más libre, y toda la buena voluntad del marqués no pudo proporcionarle el esparcimiento anhelado.

Antes de que el sol descendiese a su ocaso, Esquilache, cejijunto y austero, pidió su berlina y se volvió a Madrid.

El correo que trotó silencioso al vidrio del carruaje durante el trayecto, hizo detener repentinamente las mulas en las inmediaciones de la Plaza de toros.

En el mismo momento un ginete tan jadeante como el caballo que montaba, se acercó al estribo del coche.

-¿Qué ocurre, Paulino? -preguntó Esquilache inquieto al reconocer a su camarero favorito.

-Ocurre, señor, una gran desgracia -balbuceó el doméstico con voz entrecortada.

-¡Habla, desventurado!...

-Ha estallado un tumulto en la villa...

Esquilache palideció.

-¡Un tumulto! -repitió anonadado.

-De los más formidables: sería una verdadera imprudencia que el señor marqués se aventurase a dar un paso por las calles de Madrid en el estado en que se encuentran. No es otro el motivo de haberme apresurado a anticipar a vuecencia la infausta nueva.

-¡Tan imponente se presenta el motín!

-¡Tiemblan las carnes!

-¿Son numerosos los grupos?

-Masas colosales: enjambres de cuatro mil... de ocho mil... de diez y seis mil personas.

La palidez del marqués había adquirido tintas lívidas ante la facilidad con que el ayuda de cámara doblaba las cantidades.

-¡Y gritarán esos renegados!... -articuló el ministro trémulo.

-Atruenan el espacio.

-Has podido percibir alguna de las más importantes vociferaciones?

-Sin duda...

-Dímela, pues.

El camarero bajó los ojos.

-¡Para reticencias estamos, cuerpo de Cristo! -pronunció el marqués impaciente.

-Pues bien, señor -murmuró Paulino:- el pueblo pide la cabeza de vuestra excelencia.

- ¡Pópolo bárbaro! -exclamó instantáneamente Esquilache en su lengua nativa.

Después enjugó el sudor que le bañaba la frente, a pesar del fresco viento que soplaba, dirigió los azorados ojos hacia la puerta de Alcalá, y repuso sofocando un sollozo:

-¿Dónde está la marquesa?

-Debe hallarse en el paseo de las Delicias; pero he enviado a Gastón para que la participe las ocurrencias.

-Has obrado con cordura, Paulino; pero quiero que hagas más todavía:

-Disponga vuecencia de mi vida.

-Vas a correr tú mismo al encuentro de tu señora, y a decirla que no experimente el temor más ligero por lo que concierne a mí persona. El lugar donde he de refugiarme es de todo punto inviolable.

-Señor... señor...

El marqués indicó a Paulino la tapia del Retiro, y añadió en tono breve:

-¡Parte!

A continuación, Esquilache comunicó sus órdenes al cochero, se hizo conducir a galope por las afueras al portillo que precedió a la actual puerta de San Vicente, echó pie a tierra en las ramblas de las caballerizas, cambió de capa y de sombrero con el correo, y penetró en el Palacio Real por la poterna de la fachada de la capilla.

Desde que el rumor del desusado acaecimiento se esparció por la villa, habían ido llegando a la mansión regia, deprisa y con más o menos susto, los ministros, los camaristas de Castilla, los altos funcionarios militares, y los dignatarios de la servidumbre..

En todos los semblantes se observaba una impresión penosa, la que producen los fenómenos desconocidos, porque tan poco avezados estaban nuestros dignos abuelos a las convulsiones políticas, que desde los tiempos de Oropesa, en Abril de 1699, nadie había presenciado en la corte un espectáculo como el de aquella noche infausta.

Las damas gimoteaban, los eclesiásticos se cubrían el rostro con las manos, los militares requerían la espada; y se cerraban puertas, y se abrían balcones, y se iba, y se venía sin orden ni concierto; no siendo el mismo rey el que menos se agitaba, vagando de un grupo en otro, más ganoso de adquirir noticias y encontrar consuelo, que de observar la etiqueta inherente a la dignidad que personificaba.

Inútil juzgamos añadir que el más atribulado de todos los cortesanos era el ministro de Hacienda y de la Guerra.

Contra sus esperanzas, la herida que recibió en la Puerta de Alcalá, se había exacervado desde que pisó los regios salones.

No sorprendí a Esquilache que sus enemigos declarados, más insolentes que nunca, le dirigiesen miradas de reto; pero le apenaba que los antes solícitos se le manifestaran hostiles, y le contristaba profundamente que hasta los mismos amigos se le desviasen.

Puede decirse que el único en quien halló cordial acogida, fue el buen Carlos III.

El Consejo permanente no ofrecía resultado práctico alguno: se discutía acerca de las precauciones que hubiera sido conveniente adoptar el día anterior; se dardaban mutuas reconvenciones embozadas, que eran en el acto recogidas por los que se consideraban aludidos, y contestadas con más o menos acritud: y entretanto la concurrencia en la Plaza de Palacio se condensaba, los clamores crecían, y las carreras, la confusión y la alarma se multiplicaban.

En los momentos en que la indecisión era mayor, un resplandor rojizo hirió todos los ojos. ¿Le producía la llama de un incendio? Los cortesanos se agolparon a los balcones.

El asunto no era tan grave todavía. El siniestro reflejo provenía de una multitud de hachones resinosos enarbolados por nuevas turbas que entraban en escena, estrepitosas, compactas, arrolladoras.

Al humeante brillo de aquel alumbrado del infierno, se distinguían cabelleras de energúmenos, facciones patibularias, miradas de basilisco.

El marqués de Esquilache, que se había aventurado a dirigir una visual al fondo de la Plaza por encima del hombro de una dama, dio tres pasos atrás, vacilante como herido de un golpe en el cráneo.

Una nueva extendió sus ecos por los salones con la rapidez del relámpago. El duque de Medinaceli, que había sido conducido en brazos de los amotinados, se adelantaba a exponer al rey las reclamaciones populares.

Las vastas estancias quedaron desiertas: cuantos las poblaban se agruparon en la cámara real.

El caballerizo mayor, maltrecho y jadeante, repitió concienzudamente al monarca cuanto le habían hecho aprender a gritos en el tránsito desde la calle de Milaneses; y fuese porque no recobró las fuerzas hasta que la narración tocaba al término, o por otra causa cualquiera, es lo cierto que no consiguió expresarse con perfecta calma, y aun podría decirse con cierta complacencia, sino cuando llegó al postrer detalle relativo a la decapitación de Esquilache.

Concluida la exposición del memorial de agravios, comenzaron los comentarios; pero la efervescencia que agitaba la Plaza pareció comunicarse al salón regio. Las opiniones difirieron, chocaron entre sí, se apasionaron; y como la sustentación de todas ellas, por cierto muchas, era simultánea, se produjo el caso de no entenderse nadie.

El tumulto que atronaba amenazador la calle, había quebrantado el vigor moral del rey: la anarquía que vio imperar en su cámara, le agotó completamente las fuerzas físicas.

Dos motines eran ya demasiados.

El pobre monarca se desplomó exánime sobre un sillón; rogó que no se le rompiese más la cabeza; previno que se manifestase al pueblo que serían concedidas sus peticiones; y suplicó que se adoptasen las disposiciones convenientes para que todo acabase de una vez.

Ante la precisa declaración del rey cesaron las divergencias. Lo único que por lo pronto había que hacer era decidir la manera de comunicar a los revoltosos la promesa de su soberano.

Desde luego se optó por el sistema oral: el del motín no había sido hasta entonces otro.

Pareció que no existía persona más indicada que el duque de Medinaceli para bajar a entenderse con el pueblo, por cuanto fue su mandatario; pero el digno caballerizo mayor se sentía tan perturbado, molido y manoseado, que no ocultó su deseo de que, a ser posible, se le permitiera declinar las nuevas glorias que había motivo para creer le proporcionaría la embajada.

No faltó, por fortuna, quien en el acto se encargara de la misión.

El duque de Arcos, capitán de guardias de Corps, que creía disfrutar tanta popularidad como el de Medinaceli, y que además contaba con el prestigio del privilegiado uniforme que vestía, salió a la Plaza y conferenció con los amotinados.

Cuando la turba pudo enterarse de que el rey había escuchado las representaciones, ninguna encontraba injusta, y a todas accedía, prorumpió en una nutrida salva de aplausos que llevó sus tranquilizadores ecos a todos los corazones, excepción hecha del de Esquilache.

El capitán de guardias, después de aquel ruidoso éxito, no tuvo que esforzarse mucho para hacer comprender a los sublevados la conveniencia de despejar la Plaza de Palacio. Los directores del movimiento no eran hombres a quienes alcanzada la victoria, pudieran aplicarse las palabras que Narbal dijo a Aníbal.

La multitud hirviente y satisfecha comenzó a dirigirse hacia las desembocaduras de las arterias principales.

Un grupo, como de mil personas, era el más diligente, al parecer, en alejarse del alcázar.

Los que veían deslizarse por las calles aquella masa de hombres compacta, hostil y decidida, adivinaban que no era la dispersa muchedumbre de una retirada, sino una columna de ataque.

¿Sobre qué punto iba a descargar la amenazadora nube de tempestad? He ahí un problema que innumerables curiosos se propusieron resolver y no tardaron en conseguirlo.

Los amotinados cruzaron la Puerta del Sol, siguieron la calle de Alcalá, penetraron por la de las Torres, y cercaron la casa del marqués de Esquilache.

Allí estalló el volcán de los gritos de destrucción y muerte.

Las puertas, ventanas y balcones aparecieron cerrados y aun atrancados; pero para esos demoledores arietes que se llaman tumultos populares nada hay irresistible.

En semejantes circunstancias nunca faltan ingenieros de inventiva, capataces activos, obreros hábiles: lo mismo se improvisan los instrumentos que los materiales; los derribos que las construcciones.

Barras de hierro procedentes de no se sabe qué punto del espacio, acaso de las rejas más próximas, sirvieron de palancas; las escaleras de los faroleros públicos, empleos de reciente creación, proporcionaron mazos y cuñas; los cuchillos hicieron el oficio de fulmones; y el resultado del artificio a que dio lugar la combinación de todos esos útiles, fue proporcionar la satisfacción a la puerta principal de poder verse libre de sus goznes, y de acostarse estrepitosamente sobre el empedrado.

Los sitiadores invadieron la casa de Esquilache con las consideraciones que se guardan a las plazas asaltadas por la brecha.

El primero que trepó como un gato por encima de la barricada de muebles, derribó como un toro los domésticos que encontró delante, y subió como un mandril los escalones de cuatro en cuatro, era un hombre de poblada barba y rostro atezado, que todavía conservaba en la mano la barra que más contribuyó a forzar la puerta.

El asaltador, que por lo visto, conocía perfectamente el terreno que pisaba, se lanzó en dirección a las habitaciones de la marquesa; por los tránsitos que más se aproximaban a la línea recta.

La mampara del salón cedió a un rudo golpe de eco perdido en el inmenso estruendo que conmovía la casa entera, y el intruso atravesó la estancia y penetró en el gabinete.

El amotinado observó desde luego cierto desorden en todos los objetos, que le hizo fruncir el entrecejo; pero que al mismo tiempo fue un espolazo para la febril actividad que le poseía.

El barbado personaje se precipitó sobre el escritorio; deshizo con la palanca las cubiertas, las cerraduras, las gavetas; escudriñó los dobles fondos secretos, palpando con las convulsas manos los ángulos recónditos donde no alcanzaba la vista... Después se revolvió furioso contra los armarios, las arcas y las mesas: nada resistió a la potencia destructora de la terrible barra: la habitación era un astillero.

El investigador encontró numerosos estuches en su mayor parte vacíos; pero apenas los concedió una sombra de atención: tropezó con monedas de oro y plata; pero las sacudió desdeñosamente con el pie: dio con preciosos objetos de arte que habrían enriquecido a un codicioso; pero los arrojó impaciente al suelo, triturándolos con los tacones de las botas.

¿Cuál era el móvil de devastación tan insensata?

Para el observador, que desde el primer momento se hubiera fijado en las pesquisas y en los sitios donde con preferencia se detenían, la respuesta no podía ser difícil. Aquel hombre no buscaba otra cosa que papeles.

En ese punto, sin embargo, ningún hallazgo correspondió al anhelo del destructor.

Un rayo de esperanza pareció surcar de repente las sombras que comenzaban a ofuscarle el espíritu.

El de la barra volvió a la antecámara, y encontrando un rostro conocido entre los que acababan de invadirla, gritó con voz de trueno:

-¡Botija!

El apelado contestó en el acto:

-Presente, señor de Salazar.

-Que busquen y me traigan a un mozo de mulas de Esquilache, que llaman Martín Álvarez.

Botija se apresuró a cumplir el encargo; y poco tiempo después fue conducido a puntapiés un pobre diablo a la presencia de Salazar.

-¡Pasa! -dijo este al mozo indicándole el gabinete.

El infeliz entró temblando.

Salazar le siguió y cerró la puerta.

-¿Has cumplido mis órdenes -pronunció-, poniendo a salvo los papeles secretos de la marquesa en caso de motín o de incendio?

-Confieso, señor don Juan Antonio -murmuró el mozo-, que no he creído haberme encontrado en las circunstancias a que se refería mi compromiso.

-¡Cómo! ¡miserable!.. ¿No eres tú quien se ha apoderado de esos documentos?... ¿Has permitido que otro se nos adelantase?.. ¿Así has correspondido a la subvención que te pagaban?...

Y al pronunciar estas palabras Salazar sacudía con violencia a Álvarez, empuñándole por el cuello del chupetín.

-Señor...

-¡Eres un tuno!

-Yo no podía impedir que la señora marquesa recogiese las alhajas y objetos de su propiedad que tuviera por conveniente...

-¡Ah! ¿la marquesa ha vuelto a su casa después de estallar la conmoción?..

-En los primeros instantes.

-¿Y se ausentó de nuevo?...

-A los diez minutos.

-¿En qué lugar se ha refugiado?

-En el templo del Colegio de Niñas de Leganés, donde se educan las dos hijas de su excelencia.

-¡Ah villano! -exclamó Salazar cada vez más frenético:- ¡Y no te habías anticipado!.. ¡y has consentido que esa indigna meretriz se lleve unos papeles que valen para mí más que la vida, porque pueden ser mi venganza!...

-Señor de Sal azar... -articuló Martín:- yo no he ofrecido nunca hurtar a mi ama objetos de su estima; sino ponerlos a cubierto de la destrucción en casos dados...

La voz del mozo se apagó todavía para añadir con aire de contrita aflicción:

-Aún así, no puedo verme libre del remordimiento de haber aceptado una merced equívoca, que en razón a mi corto salario, hacían precisa las necesidades de mis hijos...

-¡Gran canalla! -aulló Salazar ciego de cólera:- ¡consideras un cargo de conciencia la sustracción de algunos papeles a tu ama, y me robas a mí el dinero sin escrúpulo!..

El puño de Salazar hirió a Martín en pleno pecho.

Por un instintivo movimiento de defensa, el agredido extendió las manos delante de sí, y una de ellas chocó con la mejilla del caballero.

Entonces Salazar enarboló su barra con ambos brazos, y el contundente instrumento cayó sobre la cabeza de Martín Álvarez con el peso de una montaña.

El desgraciado mozo de mulas se desplomó en el pavimento sin exhalar un gemido.

Salazar salió del gabinete, arrojó en el salón la ensangrentada palanca, y pugnó por abrirse paso a través de la muchedumbre que a la sazón derribaba las puertas del despacho del marqués de Esquilache.

En la meseta de la escalera, nunca cansada de abortar oleadas de amotinados, un hombre que tendía por todas partes sus ávidas miradas, se lanzó en la dirección del murciano, asentando sendas puñadas a cuantos le interceptaban el camino.

- ¡Diez tiros! señor de Salazar -exclamó aquel sujeto.

-¿Qué significa eso? -contestó el caballero a su apostrofador con el semblante más sombrío que el del carbonero Botija que no se hallaba lejos entonces.

- No es imposible que yo haya pronunciado alguna bestialidad -replicó el repartidor de puñetazos-; pero ya comprende usted... se trata del santo y seña...

El murciano, dueño al fin de sí mismo, repuso:

- Dies iræ ha querido decir el señor Abendaño: está bien; ferro et igne . ¿Qué es lo que ocurre?

-Que el Consejo directivo del Cuerpo de alborotados matritenses, invita a usted a que inmediatamente asista a la sesión que está celebrando.

Salazar hirió la tierra con el pie.

-Enterado, Abendaño -murmuró, mordiéndose el bigote.

-Enhorabuena.

-Voy a volar al seno del directivo.

-Volaremos emparejados. Se me ha prohibido que vuelva a dar otra contestación que no consista en la real y efectiva presencia de usted. Parece que se proyecta la adopción de acuerdos graves.

El caballero hizo un cuarto de conversión.

-Acércate, Botija -dijo en alta voz.

El carbonero se aproximó.

Salazar le deslizó estas frases al oído:

-La marquesa de Esquilache se ha guarecido con sus tesoros en el Colegio de Niñas de Leganés.

-La marquesa es la más taimada de las garduñas -gruñó Botija.

-Por eso la someto a la observación del más vigilante de los gatos.

-¿De qué madrileño se trata?

-De ti mismo.

-Perfectamente: mi consigna.

-Toda está reducida a situar convenientemente a la vista del Colegio una veintena de tus más adictos buenos mozos; y a impedir la entrada o la salida en el local a quien quiera que sea, hasta recibir órdenes mías.

-Dé usted por cierto que desde que yo me asome a la calle de la Reina, no hay lazareto de más rígida incomunicación en España que el Colegio en cuestión.

-Cuento con ello; pero ten entendido que es preciso que vayas a asomarte en el acto.

Los dos interlocutores se separaron, y cada cual echó por su lado para tratar de salir de la casa de las Siete chimeneas, empresa mucho más difícil, por cierto, que lo fue la de entrar.

El edificio era, en efecto, una colmena humana donde al considerable enjambre de abejas laboriosas, se había añadido una masa irremovible de inútiles zánganos.

El estruendo, la destrucción y la rapiña imperaban por todas partes. Los fanáticos arrojaban los muebles por los balcones; la chusma se hartaba en la despensa y la bodega de perniles y vino; los sibaritas llenaban sus bolsillos con los excelentes cigarros de la Vuelta de Abajo que el intendente de rentas de Cuba, regalaba a su jefe el Ministro de Hacienda.

Cuando los trastos, los tapices y las esteras formaron en la calle un cúmulo caótico, fueron acariciados con las rojas lenguas de las teas; y como la llama, a la vez que distrae los ojos regocija el ánimo de ciertas gentes, no faltaron alegres amotinados que propusieron quemar la casa al mismo tiempo que los muebles.

Bastó, no obstante, que una potente voz hiciera la observación de que la finca pertenecía al marqués de Murillo, honrado español y amante del pueblo, para que se abandonase la idea por muy seductora que fuera.

Una hora después sólo quedaban humeantes troncos carbonizados y candentes cenizas de aquel inapreciable menaje acumulado, según el odio popular por la insaciable codicia de la marquesa.

Tan libre de toda clase de utensilios quedó la casa entera, que como un contemporáneo pintorescamente nos dice, el inquilino que sucediera a Esquilache, podría verse en el caso de tapar los agujeros de los clavos; pero no tendría que arrancar ninguno de estos.

El desolado teatro de tanto extrago había dejado de ofrecer interés.

La turba, ávida de nuevas emociones, tomó la dirección de la próxima calle de San Miguel donde habitaba el marqués de Grimaldi.

La portada y ventanas del domicilio del ministro de Estado fueron saludadas con una granizada de guijarros que acabó con todos los vidrios; pero intercesores misteriosos supieron hábilmente imprimir otro curso a las iras populares, y la devastación no pasó adelante en aquel sitio.

Había una llamada mejora introducida por Esquilache, que estaba clamando al cielo por el innecesario gasto que ocasionaba, especialmente en las noches de luna. Nos referirnos al alumbrado público.

El furor popular se desencadenó contra los faroles.

Aquellos instrumentos exóticos, implantados en Madrid por el más absurdo vicio italiano, cual es el de ver por donde se anda, fueron envueltos en la execración tributada a todas las obras de Esquilache, y arrojados al suelo en menudos pedazos.

Hasta las doce de la noche no se ocupó el populacho en otra cosa que en proporciónarse ese inocente desahogo; y como el tiempo diera de sí lo suficiente, no quedaron en la villa más faroles que los que iluminaban la fachada del palacio de Medinaceli, en consideración, sin duda, a la última complacencia del duque con los alborotados.

En los momentos, sin embargo, en que tenía lugar el tránsito del domingo al lunes, pareció reanimarse algún tanto el ya decadente pronunciamiento.

Una agrupación estrepitosa de hombres roncos y jadeantes desembocó en la Plaza Mayor, arrastrando con cuerdas un retrato del marqués de Esquilache.

A los cinco minutos se había organizado una pira rociada con los restos de una botella de aguardiente, y el cuadro ardía como el alma de un réprobo, entre las carcajadas, la zambra y el ludibrio.

En la ocasión en que se daba este espectáculo, cruzaron la Plaza dos embozados dirigiéndose a la bajada de la calle Mayor.

El uno de ellos se detuvo un momento a contemplar la farsa, el otro prosiguió desdeñosamente su camino.

-¡Voto a tal! -dijo el curioso, reuniéndose con su compañero:- he aquí, querido Felicísimo, los únicos autos de fe con que yo transijo: aquellos en que no se queman más que efigies.

Capítulo XVII
La guardia Walona y el pueblo de Madrid en la mañana del lunes 24 de marzo

Las formales ofertas hechas en las puertas del Palacio Real por el duque de Arcos, en nombre del monarca, la absoluta ausencia de las autoridades en las calles y la lógica consecuencia de que durante toda la noche ardiese la llama del motín lo más tranquilamente posible, hasta extinguirse por sí misma, daban derecho a los optimistas para esperar que al día siguiente no se reprodujesen los conflictos.

Sin embargo, desde las doce a las seis de la madrugada, habían deliberado en los dos extremos de la villa el gobierno y el Consejo directivo del Cuerpo de alborotados matritenses; y por lo visto, brotó la luz de esta doble discusión, como de la que entablan el pedernal y el eslabón brota la chispa.

Apenas los primeros rayos del sol del 24 de Marzo doraron la linterna de la torre de la parroquia de Santa Cruz, la más elevada entonces de Madrid, comenzó a observarse movimiento militar, a pesar de que se quiso hacer que no fuera ruidoso.

La guardia de la regia mansión obtuvo un considerable refuerzo, y numerosos destacamentos, con los tambores a la espalda, y las cornetas y los pífanos en la bandolera, fueron a establecerse en las calles y plazas de más importancia estratégica.

El pueblo, por su parte, alarmado por semejantes signos, se agrupaba en diferentes puntos. Corría de boca en boca el rumor de que las promesas que se atribuían al rey no habían tenido otro objeto que el de ganar tiempo; se aseguraba que el marqués de Esquilache acababa de expedir órdenes apremiantes para que marchasen sobre la capital las tropas acuarteladas en los cantones inmediatos; y se daba por cierto que iba a encomendarse al brazo militar la rigorosa aplicación del bando concerniente a las capas y los sombreros.

Dos nuevos factores, las mujeres y los muchachos, hasta cierto punto abstenidos durante la precedente noche, ingresaron franca y resueltamente en las legiones de los amotinados en cuanto se disiparon las tinieblas; y como ambos elementos son de suyo ruidosos, más todavía que en bulto, ganó con ellos el movimiento popular en imponente clamoreo.

Las bulliciosas turbas, que en diversas ocasiones pasaron por delante de la fonda de Levante, y las hipótesis absurdas que semejante desfile inspiraban a los camareros del establecimiento, como hechos que a ciencia cierta les constaban, movieron a Lozano a salir a la calle, no sin haber previamente cambiado la inconmensurable capa y el grotesco sombrero que usó en la tarde anterior, por otras prendas menos llamativas; porque es de advertir, que el guarda-ropa del joven caballero se había renovado y surtido de un modo satisfactorio en las últimas cuarenta y ocho horas.

Cuando un habitante de la villa que ostenta en su escudo el oso y el madroño, se lanza a la vía pública, ávido de noticias, en momentos de trastornos políticos, instintivamente se dirige y se ha dirigido en todas las épocas a la Puerta del Sol.

No hizo traición Lozano a ese instinto local: los pasos del joven se encaminaron pausadamente a lo largo de la calle de Alcalá hacia el foco tradicional de las informaciones cuando no de los sucesos.

El pueblo zumbaba como un mal humorado avispero en torno del grueso piquete de la guarnición, situado entre la calle de Carretas y las gradas de San Felipe; pero aunque soldados y paisanos se observaban con mutua desconfianza, nada hacía temer una colisión inminente.

Absorto se hallaba Felicísimo en la contemplación de la tropa, cuando se sintió aprisionado por unos brazos vigorosos.

No era Lozano un hombre predispuesto por la naturaleza para experimentar fácilmente lo que se llama sustos; pero en algunas ocasiones, y el momento en cuestión formaba parte de ellas, los nervios del caballero se permitieron la broma de proporciónarle una sorpresa.

Vuelta rápidamente la cabeza hacia el sitio de donde provenía la agresión, el joven se encontró con el radiante rostro de Ayala, que le dijo a quema ropa:

-Me parece, Felicísimo, que el asunto es una cosa concluida.

-¡Ah! ¡Eras tú el abordador capcioso! -pronunció Lozano.

-¿Y quién diablos querías que fuese?

-Estás contento por lo visto...

-Confieso que me sofoca la alegría.

-¿Por tan segura tienes la decapitación de Esquilache?

-¡De Esquilache! -exclamó Ayala abriendo extraordinariamente los ojos y la boca.

-¡Pardiez! ¿No era la cabeza de ese ministro lo que ayer pedías a voz en grito?

-¡Bah! Lo mismo me ocupo yo de semejante calabaza que de las zapatillas del Preste Juan.

-Pues entonces, esfinge: ¿qué negocio terminado es el que te regocija?

-El de mi establecimiento ¡cuerpo de tal!

-¡Ah! por fin te estableces...

-Pero en qué condiciones... ¡oh Felicísimo!... inauditas, inesperadas, fabulosas. No tengo que tomarme el trabajo de buscar el local ni de adquirir el material necesario... Uno y otro, plenamente acreditados, se me han venido esta madrugada a la mano como en un sueño de hadas.

-Te felicito.

-Haces bien ¡vive Dios! y eso que no sabes todavía cuál es la sala que se me ofrece en traspaso.

-En efecto.

-Se trata nada menos que del reputado salón de Martín Bermejo.

-No le conozco.

-¡Oh malaventurado provinciano!... Pues bien, voy a ilustrarte: el establecimiento de Bermejo se halla situado a espaldas de la iglesia parroquial de Santa María, frente por frente de la mismísima Casa de Pajes... ¿Comprendes, Felicísimo, comprendes?

-Ni una palabra.

-Me desesperas. No es difícil, sin embargo, entender que mi escuela, la tuya, la del inmortal Bosco, la esgrima moderna, va a presentar batalla a cincuenta pasos de distancia al decrépito sistema del rutinario maese Rico; y que todo me permite esperar que sus pajes, seducidos por nuestras maravillas, desertarán en tropel de la sala del Real Colegio para poblarla mía.

-Si así sucede, no seré yo quien menos se complazca.

-¿Me acompañas a examinar el actual estado de la sala de Bermejo?

-En verdad, Tristán, que no se me ocurre otra cosa mejor que hacer en este instante.

-Vamos, pues, si este cúmulo de papanatas nos lo permite.

Los dos jóvenes comenzaron efectivamente a removerse con algún trabajo entre los papanatas; pero apenas consiguieron salir de la Puerta del Sol, la calle Mayor les ofreció ancho y despejado camino.

Desde el atrio de San Felipe hasta la Torre de los Lujanes la vía pública no presentó otro carácter anormal que el de la excesiva concurrencia en los balcones. A partir, sin embargo, de la casa del Ayuntamiento, todo cambió de aspecto.

El pueblo se agolpaba tumultuoso al pie del edificio de los Consejos, seguía la línea trazada por la casa del Platero, envolvía el templo de Santa María de la Almudena, y se extendía vociferando por la Plaza de la Armería.

Por encima de la muchedumbre podían distinguirse las bayonetas de una compañía de nutridas filas, formada en batalla delante del Arco de Palacio para cerrar la entrada en la Plaza de Armas.

El conocido galoneado del uniforme revelaba a larga distancia que aquella tropa pertenecía a la guardia Walona; y esta circunstancia sobrescitaba la contrariedad del paisanaje al verse defraudado en sus esperanzas de invadir la Plaza de Palacio.

Los guardias walones tenían, en efecto, una sangrienta cuenta pendiente con el vecindario de Madrid desde la noche de los fuegos artificiales que hubo en el Buen Retiro para solemnizar las bodas de la infanta María Luisa. En aquella ocasión los walones no encontraron otro medio para contenerla inmensa multitud que allí se había aglomerado, que el expedito procedimiento de ahuyentarla a bayonetazos. De la nocturna carga resultaron más de veinte personas muertas, heridas o ahogadas. En vano la opinión pública clamó por el castigo de semejante tropelía: el teniente general conde de Priego, coronel del cuerpo acusado, sostuvo enérgicamente el prestigio de su uniforme y el honor de las armas reales, expresión de la fuerza nacional, y el agravio quedó impune.

De temer era que de un momento a otro se reprodujera en el Arco de Palacio la escena del Retiro; porque el capitán de la compañía pronunciaba en voz alta con frecuencia la palabra: ¡Atrás! los subalternos y los guías la repetían, y el pueblo en lugar de obedecer cada vez estrechaba más las distancias.

Lozano, que a duras penas había logrado seguir a Ayala hasta el ángulo de la Casa de Pajes, se encaramó sobre una piedra de sillería destinada a reparaciones en el edificio, y dijo desde aquel observatorio:

-Creo, Tristán, que la visita a tu futuro domicilio nos ha conducido por un acaso extraordinario al teatro de acontecimientos interesantes.

Ayala miraba la casa de Bermejo con tanta cólera como consternación.

-Si esos sucesos -contestó-son tan dignos de interés como supones, no habremos perdido de todo punto el tiempo, porque en cuanto a la visita no puede ser cosa más fracasada. La puerta y las ventanas de Martín están cerradas a piedra y lodo.

-Lo admirable sería que estuviesen abiertas.

-¡Truenos y rayos! El caso no es por ello menos desesperador.

Felicísimo recogió repentinamente los codos y los jarretes como un tigre antes de saltar sobre su presa.

-¡Es otra -exclamó-, y sin embargo es la misma!

-¿Qué logogrifo es ese? -preguntó Ayala.

-¡La capa de grana!

-¡Ah, se trata de la capa de un torero!

-Quiera el cielo dejarme entrever por un momento la más mínima parte del rostro de quien lleva esa capa... nada más que por un momento... y nada más que la parte mínima...

-¡Cáspita! No te juzgaba tan fervoroso en la oración...

-El es: ¡irá de Dios!

-¿Quién? ¡voto a Cribas!

-¡El hombre del tejar de la Jara!

Y Lozano descendió de su mirador, se introdujo como una cuña en la densa masa que le cercaba, y desapareció entre el gentío.

Para cualquier mortal, dotado de consideraciones hacia el prójimo, la marcha a través de aquella mole de seres humanos hubiera sido absolutamente imposible; pero Lozano, libre por el momento de toda clase de filantrópicas preocupaciones, introducía la empuñadura de la espada entre las dos personas que le interesaba separar; hacía obrar la hoja a manera de palanca; removía el obstáculo a uno y otro lado, llenaba con el cuerpo el espacio conquistado, y proseguía en línea recta el laborioso camino en la dirección donde cuarenta varas más arriba había divisado al flamante Eulogio Carrillo.

El sistema de avance obtuvo tan maravilloso resultado, que a los pocos minutos Felicísimo se encontró en terreno despejado enfrente de la primera fila de los guardias walones.

El joven tendió en torno sus miradas escrutadoras: vano empeño. La capa roja no se dejaba ver por ningún lado.

El atronador clamoreo alcanzaba en aquel punto el grado culminante.

Hombres furiosos que agitaban con aire amenazador los convulsos puños reclamaban el paso por el Arco a los walones; mujeres harapientas, por no decir arpías, los demostraban; muchachos procaces los azotaban el rostro con los silbidos.

Y el oleage de aquel océano de cabezas, bramador, encrespado, incontrastable, avanzaba incesantemente...

Había llegado uno de esos momentos supremos en que todos comprenden que si brilla una chispa ha de seguirla el más voraz de los incendios.

La chispa no se hizo esperar mucho tiempo.

Un soldado que formaba en el extremo del ala izquierda, exasperado por los dicterios con que algunas mujeres personalmente le insultaban, prescindió de la disciplina, salió de las filas, hirió en el rostro de un culatazo a una de las provocadoras, y atravesó a otra por el estómago de un bayonetazo.

El asesinato de aquella mujer produjo una explosión unánime de cólera en todos cuantos le presenciaron; pero en ninguno se reveló la indignación de un modo tan instantáneo y tan enérgico como en Felicísimo Lozano, situado por accidente a pocos pasos de distancia.

El joven se desembarazó de la capa, tiró de la espada, y se lanzó sobre el walón como un genio vengador.

Presentó el soldado al caballero la ensangrentada punta de la bayoneta; pero el brillo de un arma jamás había ofuscado la serena mirada de Lozano.

Con la seguridad que presta el hábito del noble juego del acero, Felicísimo paró el golpe levantando el fusil del walón, y le invadió el terreno. En aquella terrible posición para el soldado, el joven caballero pareció fluctuar un instante entre herir de punta o de corte: triunfó, no obstante, el generoso instinto. La segunda mitad de la hoja de la espada descendió sobre la frente del guardia trazando en ella una línea rojiza.

Inútilmente trató el walón de sostenerse en pie: las rodillas le flaquearon, y una de ellas acabó por buscar el apoyo de la tierra.

La rápida victoria de Lozano fue acogida con una salva de aclamaciones y palmadas. Pero como si las agrupaciones populares carecieran de la elevada noción de la justicia, nunca se consideran satisfechas con los castigos que el derecho y la moral reclaman, si por sí mismas no los bañan en el néctar de la venganza.

Apenas había doblado la rodilla el soldado, como pidiendo perdón de su delito a Dios y a los hombres, cuando se sintió oprimir el cuello por un lazo que a la distancia de diez pasos le lanzó una mano tan hábil como la de un cazador mejicano.

Un momento después el walón era arrastrado por la rígida cuerda, y desaparecía bajo los pies de la furibunda muchedumbre.

El comandante de la fuerza debió creer que ya era tiempo de desembarazarse de la plebe con manifestaciones más imponentes.

-¡Atrás! ¡Por última vez! -gritó con potente acento.

Y volviéndose hacia los soldados repuso:

-¡Preparen!

Los guardias montaron sus fusiles.

Los mil rugidos de la Plaza se condensaron en un solo rugido.

-¡Apunten! -pronunció el oficial.

Una doble fila de fusiles se inclinó en sentido horizontal.

El capitán se mordió los bigotes, y dijo a los walones:

-¡Muchachos: alta la puntería!

-¡Miserables!... ¡cobardes!... ¡asesinos!.. -gritaba el pueblo por todas partes.

La contestación del oficial fue tan lacónica como militar se redujo a esta frase:

-¡Fuego!

Una descarga cerrada conmovió la Plaza entera en sus cimientos.

La guardia walona desapareció detrás de una densa cortina de humo.

Fuese por espíritu de disciplina, fuese por natural destreza en el manejo del arma, es lo cierto que, a pesar de la orden para elevar la puntería, algunas balas hirieron en las piernas a los amotinados.

Debemos consignar, sin embargo, en honor de la verdad, que la inmensa mayoría de los proyectiles pasó silbando como un huracán preñado de amenazas por encima de las cabezas del paisanaje.

La turba osciló un momento, y buscó atropelladamente la salida de las próximas calles, aguijada por dos secciones de guardias de corps que aparecieron por los flancos de los walones, y espada en mano recorrieron a galope la Plaza, despejándola en toda su extensión.

En el terreno donde el movimiento era imposible poco tiempo antes, sólo quedaban tres cadáveres, y algunos heridos que se arrastraban con más o menos dificultad, maldiciendo los unos la barbarie de los hombres, y tomando los otros al cielo por testigo de semejante desdicha; pero sin ocurrírsele a ninguno inculparse a sí propio de haber tenido la menor participación en el suceso.

Una porción de la azorada plebe invadió la Cuesta de la Vega por el Callejón de Malpica; otra se precipitó por el Pretil de los Consejos; el grupo más numeroso siguió la calle Mayor.

A la cabeza de este torbellino de amotinados iracundos, caminaba un cortejo siniestro. Algunos jayanes medio desnudos, ebrios, repugnantes, de esos seres que parecen destinados a perpetuar a través de los siglos la tradición del tipo de los verdugos que la ruda Edad Media forjó al inventar sus torturas, arrastraban por el empedrado el cuerpo todavía palpitante del walón que apresaron en la Plaza de la Armería.

Durante la carrera hasta la terminación de la calle, sólo se escuchó el mismo grito:

-¡Venganza, madrileños!.. ¡nos asesinan!

El puesto militar establecido en la Puerta del Sol estaba formado por tropa del mismo regimiento a que pertenecía el cadáver del soldado conducido por el populacho.

Se trataba de ofrecer a los ojos de los walones aquel triste trofeo en signo de sangriento reto.

El comandante del destacamento reconoció al primer golpe de vista el uniforme del desdichado víctima del encono popular, pero no quiso recojer el guante.

Los revoltosos pudieron, pues, pasar y repasar insolentes por delante de los guardias, los cuales, pendientes de la voz de su jefe, sólo recibieron esta orden:

-¡Firmes!

Ufanos los alborotados con el triunfo moral obtenido, no hostilizaron de otro modo al retén; y tomando la vuelta de la calle de Postas, se encaminaron a la Plaza Mayor.

También eran walones los soldados que se hallaban situados en el anchuroso recinto; pero el jefe que los mandaba no tenía la poderosa sangre fría que el del puesto de la Puerta del Sol.

En el momento en que los arrastradores del cadáver desembocaron en la Plaza, fueron saludados con una perentoria intimación.

-¡Alto! -se les gritó desde la cabeza de la fuerza.

Los sediciosos no se detuvieron; por el contrario, la resistencia que aquella conminadora frase parecía indicar que trataban de hacerles, recrudeció la furia de los vengativos instintos que abrigaban.

La muchedumbre que se acumulaba era inmensa: las calles de Toledo y Atocha no escaseaban su tumultuario contingente.

Un hombre de cabeza enorme, más abultada todavía por su erizada cabellera de león, uno de esos insensatos que nunca faltan cuando se trata de provocar escenas de sangre, recogió del suelo el cuerpo del walón, le levantó hasta la altura de la frente, y con fuerza hercúlea le arrojó a los pies de los guardias.

-¡Ahí tenéis a vuestro compañero! -aulló frenético.

La confusa gritería, que atronaba la Plaza no permitió oír voz alguna de mando en las filas de la tropa; pero todos pudieron ver que los soldados preparaban las armas, y que sus negras bocas apuntaron al pueblo un segundo después.

-¡Disparad, asesinos! -clamaban unos.

-¡Caiga el que caiga! -bramaban otros.

-¡Con los que queden os veréis! -gritaban todos.

La descarga estalló al fin horrísona y mortífera.

Muchos paisanos se plegaron sobre sí mismos.

La amenaza de los amotinados no fue palabra vana.

El empedrado de la Plaza se hallaba a la sazón, removido para ser renovado; y las pilas de cantos proporcionaron a la plebe terribles proyectiles que cayeron sobre los guardias como una expesa nube de granizo.

Antes de que el piquete terminase la carga a discreción, que le fue ordenada, la tercera parte de los soldados yacía en tierra, y las filas formaban ese fatal remolino que suele preceder a las dispersiones.

Algunos momentos después el combate pudo llamarse pugilato. Los guardias asaltados por todas partes oprimidos, empujados, veían volverse contra ellos sus propias bayonetas, arrancadas a los fusiles por manos vigorosas.

En estas condiciones el número es siempre incontrastable.

Los walones se desbandaron, dirigiéndose los mejor avisados al destacamento que ocupaba la Puerta del Sol, y los otros sucumbiendo la mitad en el camino, a los puestos situados en la Plazuela de Herradores, y la calle de la Concepción Gerónima.

Desde estos dos últimos puntos ampararon a los fugitivos con algunos disparos que contuvieron a los más encarnizados perseguidores, ocasionándolos nuevas víctimas.

Los alborotados celebraron en la Plaza Mayor la revancha del Arco de Palacio con la fiebre que provoca la embriaguez de la sangre; pero permitieron que se infamase la victoria con el ensañamiento de que fueron objeto los guardias prisioneros, en su mayor parte heridos, y después sus cadáveres.

No hubo mutilación, ni barbarie, ni aberración del instinto humano que no se consumara en los inertes troncos de los infortunados walones.

En semejantes casos nunca se agota la inventiva. Un cráneo privilegiado abortó la peregrina concepción de establecer en las afueras de la Puerta de Toledo una Cruz provisional del quemadero para tostar italianos, inaugurando el brasero por vía de ensayo con el cuerpo de un walón.

Tan seductora pareció la idea a un centenar de amotinados, que eligieron inmediatamente la víctima entre los cadáveres más próximos, y la arrastraron hasta el puente con estrepitosa algazara.

Aquellas buenas gentes se proponían sin duda hacer patente al orbe cuán distantes estaban de profesar la teogonía de los incultos pueblos del Nilo: la religión de los cadáveres.

El fango que el ciclón de los motines hace subir momentáneamente a la superficie de las capas sociales, no mancha la reputación de los pueblos heroicos; pero provoca las náuseas de los contemporáneos, y no tiene derecho a otra cosa que a una línea glacial de censura en la historia.

Capítulo XVIII
De cómo un misionero puede llegar a convertirse en un parlamento

Las siniestras noticias de la sangre que se había derramado en algunas calles de la población y en la misma Plaza de la Armería, sembraron la consternación y el espanto en las cámaras del real Palacio.

Las autoridades locales, principalmente las militares, acudían afanosas en busca de instrucciones; pero como se consideraba peligrosa la adopción poco meditada de medidas graves, sobre todo después del deplorable resultado obtenido por los acuerdos de la noche anterior, el corregimiento la magistratura y el estado mayor veían pasar las horas en Palacio, esperando decisiones salvadoras, y el pueblo de Madrid continuaba entretanto sin paz, sin justicia y sin orden.

Por una anomalía, que el régimen político no podría explicar en grado suficiente, todas las consultas caían sobre el atribulado monarca sin la intervención de sus secretarios del despacho, como los martillos caen sobre el yunque.

El fenómeno, sin embargo, era lógico para los iniciados.

Los gobiernos tienen en muchos casos razón contra las turbas, y desde luego tienen siempre el deber de rechazar sus agresiones; pero sea cual fuere la fuerza que prestan la razón y el deber cumplido, raro es el gabinete que no se ha visto en la necesidad de abandonar su puesto cuando la sangre le ha salpicado el rostro.

Al aludir a la equívoca confianza que inspiraba la firmeza del ministerio, descartamos por completo la personalidad del marqués de Esquilache. El desventurado italiano estaba tan muerto en la opinión, tan enterrado por el abandono del príncipe, y tan putrefacto para el sutil olfato de los cortesanos, que todos los que cerca de él pasaban, procuraban no ofrecerle a los ojos otra cosa que la perfumada coleta.

En el caos de la regia cámara, llegó por fin a condensarse una idea que se creyó feliz.

A consecuencia de la inspiración, los duques de Arcos y de Medinaceli, ceñidos con la aureola del buen éxito y de la popularidad que supieron obtener la noche precedente, salieron a entenderse con el pueblo por la parte de la Plaza de Oriente.

Los grupos por allí acumulados, rodearon inmediatamente a los dos ilustres próceres, y oyeron de sus autorizados labios la ratificación de todas las reales promesas para cuando la calma renaciese; pero es incalculable la modificación que en diez y seis horas puede realizarse en las ideas y hasta en los sentimientos de un pueblo.

El entusiasmo con que los altos funcionarios de Palacio fueron acogidos, no pasó de mediano. Se recordaba que el caballerizo mayor había hecho esperar demasiado el acto de volver a dar cuenta del resultado del mandato que los alborotados le confirieron; y se tenía presente que el capitán de guardias de Corps no impidió que sus subordinados acuchillaran al vecindario en aquella misma mañana.

Las contestaciones que obtuvieron ambos duques no se distinguieron ni por la gratitud, ni por la templanza, ni por el respeto. Se les dijo en tono demasiado elevado, por coros demasiado discordantes, y con ademanes demasiado descompuestos, que el pueblo de Madrid no era un pueblo de chinos, cosa en efecto, tan notoria, que no valía la pena de que nadie la expusiera; y que no había de ser la calma pública la que precediese al cumplimiento de las reales promesas, sino la evidente realización de esas augustas ofertas la que debía preceder a la tranquilidad que se reclamaba.

Y como la multitud crecía por momentos, y las exigencias crecían en razón directa del número de los exigentes, los duques se volvieron a Palacio mohínos y cariacontecidos, antes de que les fuera imposible hacerlo, ni de ese ni de otro talante alguno.

En los salones del monarca produjeron un escándalo inaudito las insolencias populares; y se dio el caso de que los individuos que más abiertamente hostilizaban al ministerio, fueran los que más indignación afectaban. ¡A tan triste estado habían acertado a conducir ciertas gentes al pueblo de Madrid siempre respetuoso para con sus reyes!

Había, no obstante, que pensar en otra cosa que en compungidos pésames y declamatorias lamentaciones.

Lo excepcional de las circunstancias justificaba el sacrificio de algunos detalles de dignidad; y por otra parte, a los pueblos como a los niños y a los brutos, hay que dirigirlos un lenguaje que hable a los ojos más que al entendimiento.

Siguiendo el impulso de las nuevas corrientes tres alcaldes de corte, acompañados del obligado séquito de alguaciles, fueron a recorrer las calles, fijando bandos en los puntos de mayor concurrencia.

El vecindario acudió a enterarse.

En los edictos se accedía a la parte de los clamores populares referente a la disminución de los precios de los artículos de primera necesidad.

El pan, que valía doce cuartos, las libras de aceite y jabón que se vendían a diez y ocho, y la de tocino que costaba veinte, obtenían una rebaja de dos cuartos.

Desde que la medida se hizo pública, mereció una rechifla general.

Los pobres alcaldes oyeron tachar de irrisoria la concesión, vieron arrancar los bandos que acababan de colocar, olieron la chamusquina que siguió a semejante acto de irreverencia, gustaron el denso polvo levantado por las atropelladas carreras de las turbas, se sintieron aplastar por paredes torácicas poco elásticas, y escurrieron él hombro hartos de experimentar impresiones desagradables en todos los sentidos corporales.

Difícil era, en efecto, que los alborotados no encontraran insuficiente la rebaja que se les dispensaba, en unas circunstancias en que adquirían gratuitamente en las tiendas de comestibles todo cuanto necesitaban, y además recibían frecuentes donativos en metálico.

El nuevo fracaso, y las voces por más de un conducto confirmadas de haber aparecido en las Vistillas un pelotón de paisanos armados con fusiles, suceso extraordinario que tocaba en los límites de lo fabuloso, esparcieron por Palacio la desconsoladora creencia de que la enfermedad se había hecho incurable.

Y como cuando la ciencia de Hipócrates agota sus recursos, la desesperación suele acudir a la charlatanería; en los círculos del salón de columnas se pensó en un expediente peregrino.

Existía a la sazón en el convento de San Gil un fraile llamado el padre Cuenca de Yecla, cuya oratoria para convertir almas al cielo en las plazas públicas pasaba por maravillosa. Tan estupendo fue en la última Cuaresma el número de las conquistas del gilito, que muchos entusiastas se preguntaban si había resucitado el monje de Padua.

El buen religioso era en verdad el tipo del misionero. Poseía el potente acento del trueno, la inspirada entonación del profeta, la mímica olímpica de un consumado trágico griego, y una facundia de chorro continuo.

No se necesitaban más dotes para que el padre Cuenca llegase a ser, como lo fue, en efecto, el predicador a la moda entre las clases bajas de la población.

Tal era el personaje en quien la corte fijó sus ojos con una seriedad que honra el particular concepto que tenía del pueblo de Madrid.

Dos misteriosos embozados, cubiertas las cabezas con sombreros redondos, salieron de Palacio por el postigo del Norte, desaparecieron en los cocherones de las caballerizas, volvieron a darse a luz en la Plaza de San Gil, y penetraron en el convento por la parte solitaria que comunica con la montaña del Príncipe Pío.

No hemos de tardar mucho tiempo en presenciar el resultado de esta visita desde los portales de Guadalajara, donde Ayala había conducido a Lozano cuando le pudo echar la vista encima, después de la dispersión de la Plaza de la Armería.

La retirada de Tristán hacia los portales referidos, no era de todo punto accidental. Había un motivo que explicaba la especial querencia del gallardo mancebo.

Desde los últimos años del reinado anterior, existía en el sitio citado un establecimiento culinario de los más honrados, cuyo propietario había sabido conquistarse una reputación envidiable, merced a la confección de un plato en que no pudo aventajarlo ningún cocinero de la villa.

Constituían la especialidad en cuestión los callos con chorizo, sabroso condumio que era una de las varias debilidades de Ayala.

En tan apreciable merendero, procuraba Tristán consolar a Felicísimo de la decepción que experimentó cuando persiguiendo a un mal caballero para molerle las costillas, se vio en el caso de tener que limitarse a romper la cabeza a un simple walón.

Los dos amigos hicieron el mismo honor al almuerzo que les sirvieron. Un resto de preocupación, sin embargo, imprimió cierto carácter maquinal a la masticación de Lozano: en cuanto a Ayala, era sabido que jamás comenzaba a afectarle ningún género de preocupaciones, sino después de haber masticado.

El excelente Tristán dejó pausadamente sobre la mesa el vaso en que había apurado la postrer cuarta parte del contenido de la última botella, y fijó con insistencia los penetrantes ojos en la esquina de las Platerías.

Por lo visto, había llegado el momento en que era lícito a las preocupaciones abordar al digno caballero.

Algo de insólito y excitante debía ocurrir en el lugar donde Tristán clavaba su mirada; porque todos los concurrentes de la tienda se agolpaban a las puertas, los transeúntes corrían en la calle, las ventanas se coronaban de espectadores, y el viento se poblaba con un rumor indefinible.

-¡Poder de Dios! ¿qué significa eso? -exclamó Ayala, descargando un puñetazo sobre la mesa-. Vuelve la cabeza, Felicísimo, y dime por tu vida si se representa hoy en las calles algún auto sacramental de Calderón.

Lozano dirigió la vista hacia la puerta vidriera: el movimiento no pudo ser más oportuno.

Precisamente en aquel momento pasaba por delante de la tienda una apiñada muchedumbre distribuida en dos largas masas paralelas.

Por el estrecho espacio que entre ambas quedaba libre, se adelantaba majestuosamente un hombre de elevada estatura, con el cuerpo ceñido por el tosco sayal del religioso, la frente oprimida por una corona de punzantes espinas, el rostro cubierto de abundante ceniza, y el cuello rodeado por una áspera soga. Las manos de aquel extraño penitente conducían un crucifijo de no exiguas dimensiones.

-¡Sígueme, Felicísimo! -gritó Tristán entre estupefacto y risueño-; déjate arrastrar por el asombro que me domina, o no tienes en las venas un átomo de espíritu observador.

Y arrojando una moneda al camarero, se lanzó a la calle cuidando de apoderarse previamente de una punta de la capa, de Lozano.

Semejante Tristán a esos apasionados de la música, que no contentos con acercarse a la orquesta lo suficiente para oír perfectamente las notas, avanzan todavía hasta situarse de manera que puedan verlas salir de los instrumentos, codeó, pisó y empujó en grado tan superlativo, que no tardó en encontrarse al lado del penitente.

El padre Cuenca, puesto que no era otro el fraile de la soga al cuello, se detuvo en un ancho zaguán de la puerta de Guadalajara, cambió algunas palabras con los secuaces que tenía más próximos y subió al cuarto principal poco menos que en brazos de la concurrencia.

El individuo que más contribuyó a que el misionero pudiera penetrar en el estrado, fue Tristán de Ayala, el cual manifestó un impulso de satisfacción al ver a Felicísimo cerca de sí.

-¡Ah, estás aquí! -exclamó-: ¡Magnífico!

-¡Pardiez! -contestó Lozano-: ¿Por ventura me era dado hacer otra cosa que dejarme arrastrar en pos de ti o abandonarte mi capa?

El gilito se adelantó con trabajo por entre el gentío hasta el balcón que estaba abierto de par en par, y se dio en espectáculo al pueblo que llenaba la calle.

La. sensación que aquella terrorífica aparición produjo fue multiforme; pero de tal manera predominaron en el concurso las ideas alegres, que únicamente libertó al buen fraile de la más solemne de las silbas la vista del sagrado signo de la redención que tenía en la mano.

El padre Cuenca, sin más exordio, que el que empleó Cicerón en su célebre catilinaria, prorumpió en la siguiente pirotecnia:

-«¡En tierra, cristianos! El día tremendo en que la potente mano del Señor blande la flamígera espada de su inexorable justicia, no es la ocasión que la satánica soberbia puede elegir para sacar del inmundo lodo de la culpa la cínica cabeza en demanda de la torpe satisfacción que anhela la inextinguible sed de los más intemperantes apetitos. Cúmplenos hoy a todos, por el contrario, elevar a los cielos los mendicantes ojos, arrastrar las rodillas por el sucio polvo, empuñar un duro guijarro, y herir con él nuestros pechos más duros todavía, exclamando: ¡ Miserere nostri, Dómine

El inmenso auditorio permaneció en los primeros momentos silencioso, abrumado, sin duda, por la avalancha de epítetos que le echaba encima la especial oratoria del misionero; pero la reacción fue tan violenta como religioso había sido el silencio.

Una voz que partió de los individuos colocados debajo del balcón, pronunció, aprovechando al vuelo uno de los raros instantes en que el fraile tomaba aliento:

-Déjese de predicarnos, padre, que cristianos somos por la gracia de Dios, y en esta ocasión nada tenemos de qué arrepentirnos, porque lo que pedimos es cosa justa.

Tan a gusto de todos sonaron las palabras del interruptor, que se desató una tempestad de protestas contra la dialéctica del monje.

La poca fortuna del gilito quiso que los protestantes más furiosos se encontrasen precisamente en la estancia a que pertenecía el balcón convertido en púlpito.

-¡Mal fraile! -gritó un descomedido chispero:- ¿Nos traes hasta aquí como unos papanatas para decirnos: todo el mundo boca abajo?

-¡Que calle ese energúmeno! -añadió un acento de figle.

-O que vaya a Palacio a convertir cortesanos a la causa del pueblo -clamó otro concurrente de poderosos pulmones.

-¡Sublime! ¡Que catequice a Esquilache!

-¡Y a Grimaldi!

-¡En el acto!

-¡Que salte por el balcón!

El padre Cuenca creyó entreoír que las opiniones que por todas partes se emitían en coro, comenzaban a adquirir un carácter alarmante, y quiso recobrar la palabra; pero apenas pronunció las primeras frases, se sintió embestir por upa oleada de alborotados.

-¡Tonete! -aulló un hombre, cuyo aliento trascendía a aguardiente de Ojen, fabricado en las Maravillas-: Tira de la punta de la soga que lleva al cuello ese gallo para ayudarme a cortarle el resuello.

-Lo que voy a cortarle, Noy, va a ser el gañote -contestó el llamado Tonete, que era un bigardo de zaragüelles que perfumaba la atmósfera más enérgicamente todavía que el compañero con los efluvios del rom de Jamaica elaborado en el Rastro.

Y para probar, sin duda, que las palabras no eran baladronadas, hizo brillar una limpia hoja de Albacete ante los atónitos ojos del gilito, el cual palideció bajo su capa de ceniza.

Por fortuna, Lozano cogió en el aire el puño armado del de los zaragüelles, le retorció con fuerza, y se hizo dueño del puñal, diciendo:

-¡A un religioso!.. ¡Quita allá, gaznápiro!

Tonete se lanzó iracundo sobre Felicísimo para recuperar el arma; pero la nueva agresión agotó la paciencia nunca Abundante del joven caballero.

El pomo del puñal golpeó como un martillo el cráneo de Tonete, el cual aflojó los dedos que se crispaban en los pliegues de la capa de Lozano, y se dejó llevar vacilante por los vaivenes de los que le rodeaban para no volver a dar razón de personalidad tan honorable.

Ayala, entretanto, empuñó a Noy por el pescuezo, le obligó a soltar la soga del padre Cuenca, y le sacudió un violento rodillazo en el estómago, que le hizo caer de espaldas sin aliento y arrastrarse después hasta un rincón a espectorar penosamente el aguardiente.

El misionero tendió las manos conmovido hacia los dos providenciales protectores, dirigiéndolos, al mismo tiempo, la mirada de reconocimiento más profundo que lanzaron jamás los ojos de un gilito.

Convenía, sin embargo, aprovechar el primer momento del estupor producido por la energía de ambos jóvenes; y el padre Cuenca que tenía buen instinto, y a quien no faltaban palabras, se apresuró a exponer en un declamatorio período, que no le habían sonado mal en el oído ciertas indicaciones, y que estaba dispuesto a abogar en la regia mansión con todos los recursos de la retórica en favor de los clamores populares si el vecindario de Madrid se servía hacerle intérprete de ellos.

Con la volubilidad que caracteriza a las muchedumbres, la moción del fraile fue acogida con entusiasmo.

Para dar al asunto forma práctica, un buen abate se brindó en la calle a redactar el memorial de agravios del pueblo; y como obtuviese el general beneplácito; se metió en una tienda, reclamó un poco de recogimiento, enristró la péñola, e inspirándose en los ecos que por todas partes escuchaba, en diez minutos terminó el escrito.

A continuación hizo sacar a la calle la mesa donde garrapateó el histórico documento, saltó sobre ella, y con entonación nasal, pero pronunciación correcta, dio lectura de la obra con la solemnidad que el caso requería.

El digno abate comenzaba su instancia con una breve invocación a la Santísima Trinidad y a la Virgen María; y adoptando después la forma capitular, exponía a grandes rasgos las siguientes exigencias populares:

Destierro inmediato y perpetuo del marqués de Esquilache y toda su familia de los dominios de España.

Prohibición absoluta de que forme parte del gobierno ministro alguno que no sea español.

Extinción de la guardia Walona, o por lo menos, su salida de Madrid.

Rebaja considerable en el precio de los comestibles más necesarios.

Supresión radical de la Junta de abastos en vista de que nada abastece, como no sea el domicilio de sus miembros.

Retirada de las tropas de la guarnición a sus respectivos cuarteles.

Reconocimiento del libérrimo derecho que tiene el pueblo de Madrid a vestir como le de la gana.

Y por fin, urgencia de que el rey se presente en la Plaza Mayor a firmar solemnemente el pacto de concordia con el pueblo.

El autógrafo del abate terminaba con la benévola insinuación de que de no accederse a las condiciones propuestas, sería Madrid nueva Troya aquella noche.

Obtuvo la minuta tan nutrida salva de aplausos, que si a alguno le ocurrieron enmiendas, se guardó muy bien de exponerlas.

El padre Cuenca indicó desde el balcón la conveniencia de que algunos de los concurrentes firmasen la representación con el objeto de que nadie pudiera motejarla de anónima; y acto continuo se llenó todo él papel de nombres y de rúbricas, sirviendo al efecto de pupitre el encorvado dorso de un amotinado, tan complaciente como voluminoso.

Colocado el respetuoso documento en la punta rajada de la caña de un buñolero, fue elevada hasta las manos del padre Cuenca.

Había llegado el momento de dar el primer paso en la vía erizada de peligros que conducía al regio alcázar.

El gilito paseó la suplicante mirada desde Ayala a Lozano, pronunciando:

-¿No terminarán, mis queridos cuanto generosos defensores, su obra meritoria acompañándome hasta Palacio?

Sorprendido Felicísimo por la instancia, guardó un equívoco silencio. No así Tristán que contestó resueltamente:

-Buen ánimo, padre: somos capaces de acompañarle al mismo infierno.

-No será a esa aterradora mansión de los réprobos a donde yo os conduciré, oh hijos predilectos -repuso el misionero-, sino a la lumínica región de la bienaventuranza eterna.

Y después de hacer la señal de la cruz, descendió laboriosamente a la calle, secundado por los esfuerzos de los dos guardias de Corps, que con tanta oportunidad le habla deparado la bondad divina.

Capítulo XIX
Junta solemne y decisión del monarca en cámara regia

El Cuerpo de alborotados matritenses, que a juzgar por la masa era ya la población entera, dejó tomar el puesto de honor al padre Cuenca en la cabeza de la columna, y rompió la marcha de nuevo con dirección a la Plaza de la Armería.

El Arco de Palacio continuaba cerrado por una compacta línea de infantería; pero se había tomado el buen acuerdo de relevar en ese servicio a la guardia Walona, sustituyéndola con la española.

El cambio no pudo menos de ser mirado con satisfacción por la plebe, que le consideró de excelente augurio.

El gilito se acercó al coronel jefe de la fuerza, y le rogó que manifestase a quien correspondiera, que era portador del memorial que contenía las peticiones del pueblo de Madrid, y deseaba ser conducido a la presencia de su majestad para poner a sus reales pies el documento.

El oficial participó el hecho al comandante de la guardia exterior, y este fue en persona a buscar al mayordomo mayor.

Antes de cinco minutos el coronel de la guardia española recibía orden para permitir pasar al padre Cuenca, y un gentil-hombre del exterior le esperaba, el Arco con el fin de servirle de guía.

Cuando el gilito fue invitado a adelantarse y vio abrirse las filas de la tropa, experimentó una conmoción profunda. Delante de él se extendía una región desconocida poblada por el vértigo de la grandeza, las severidades del poder, y las espinas del remordimiento. En el nuevo teatro todo iba a faltarle, el valor inclusive, si una voz airada le gritaba:- ¡Caín! ¿qué has hecho de tu hermano?.. Esto es, ¡donde están la fe, la firmeza, la lealtad, el martirio!

El malhadado monje sintió que hasta le flaqueaban las piernas.

Por una evolución natural el cuerpo y el espíritu del gilito buscaron el apoyo de aquellos dos valientes campeones que después de sustraerle al hierro y a la soga le habían sostenido en la vía dolorosa. Podría decirse que a su paternidad ya no le era dado pasarse sin Lozano y Ayala.

En breves pero sentidas frases suplicó al pueblo y al gentil-hombre que le permitieran continuar asistido por los dos jóvenes amigos; y como no pesaba a los amotinados verse representados en los salones del regio alcázar por aquellos dos gallardos ejemplares, y tampoco sentía el funcionario palaciego que se apoyara en otro brazo que en el suyo el asendereado y ceniciento penitente, se accedió a la instancia por unanimidad.

Lozano y Ayala, sin saber ellos mismos cómo, se vieron impulsados hacia el Arco, requeridos para conservar un continente digno, y exhortados para defender al representante del pueblo.

El vacilante fraile se apresuró a apoyarse en el hombro de Tristán cuya solidez hercúlea le inspiraba una confianza ciega, y atravesó las hileras de la guardia Real.

El parlamentario y su escolta penetraron en la espaciosa Plaza de armas de Palacio en ocasión en que los guardias de Corps montaban a caballo, y las guardias española y Walona deshacían los pabellones de sus fusiles, atentos infantes y ginetes al nuestro movimiento popular.

La llegada del misionero a los suntuosos salones del piso principal de Palacio, no fue acogida con menos estupor que en las calles.

Los cortesanos se maravillaron, las damas se sobrecogieron, los pajecillos gimotearon y hasta el loro de la Princesa de Asturias, célebre en Palacio por la licencia que se permitía en el lenguaje, pronunció una palabra imposible de escribir.

La aureola que irradiaba la dramática figura del gilito borró completamente del cuadro las pedestres personas de Lozano y Ayala. ¡Qué significan los satélites de Júpiter ante la soberbia majestad del gran planeta!

De cámara en cámara, y de sensación en sensación el parlamentario acabó por encontrarse en presencia del monarca, el cual se hallaba rodeado de cuantas personas importantes encerraba Palacio, que eran a la sazón todas las notabilidades oficiales de Madrid.

Jamás entorpecieron la lengua del gilito las numerosas concurrencias, por más que vistieran de raso y terciopelo.

Su paternidad expuso con ademán respetuoso, pero concisa frase y estilo nervioso, el mandato que por evitar mayores males había aceptado del amotinado pueblo; y después de la genuflexión de rúbrica, presentó al soberano el escrito del abate.

El rey, en vez de tomar el papel, dijo al fraile, con benévolo acento:

-Denos usted lectura, buen padre.

El misionero cumplió la orden con la misma delectación que hubiera experimentado en la absorción de la cicuta.

Cada párrafo de la capitulación popular era acogido en cierta parte del auditorio con un rumor de indignación que apenas bastaba a contener la deferencia conque el monarca prestaba toda su atención; pero el epílogo del manuscrito desencadenó franca y resueltamente un huracán de reclamaciones, punto menos que unánime.

Ayala, que se acariciaba la barba mirando los frescos del artesonado, murmuró al oído de Lozano:

-Me parece Felicísimo, que corremos más riesgo de ir a Ceuta que de obtener la llave de gentil-hombre.

-Lo tendríamos merecido -contestó Lozano con una calma perfecta:- ¡Quien te mete a paladín de frailes callejeros!

Una leve fragancia de recuerdo grato, cierto efluvio magnético indefinible como lo desconocido, pero innegable como la realidad, hicieron a Lozano volver repentinamente la cabeza.

Como había presentido, se hallaba al lado de la condesa de Bari, la cual iba a tocarle con el extremo del abanico.

La dama estaba pálida y agitada; pero todavía encontró en los secretos de la coquetería una sonrisa seductora para decir a Felicísimo:

-¿Tiene a bien el señor de Lozano concederme algunos momentos de atención en lugar menos concurrido?

Al requerido le faltó tiempo para ponerse a las órdenes de Elina.

Ayala pareció vacilar con respecto a la actitud que le cuadraba en aquel incidente inesperado; pero un ligero signo apelativo trazado en el espacio por la incomparable mano de la joven, definió la situación del caballero, que siguió a Felicísimo con la abnegación de la amistad.

La agitación que en aquel instante alcanzaba en la cámara el grado culminante, permitió que nadie se fijase en la salida de los acompañantes del padre Cuenca.

La dama condujo a los dos caballeros al próximo camarín de los pajes de la reina madre, abandonado a la sazón; y con una severidad visiblemente afectada en la forma, pero no exenta de verdadera inquietud en el fondo, dijo a Felicísimo:

-En verdad, caballero, que si algo había lejos de mi pensamiento en este día de perturbación de todo, hasta de las ideas más fundamentales, era encontrar a usted entre los diputados del populacho amotinado.

-Permítame la señora condesa que rectifique un error de apreciación -contestó Lozano saludando-: aquí no hay otro diputado de la plebe que el penitente padre Cuenca.

-Usted le ha acompañado sin embargo.

-Como simple figura decorativa.

-¿Era necesaria?

-Ha debido serlo para la poca fortaleza de espíritu del religioso. Mi amigo Ayala, no sé si yo mismo, acabábamos de prestar un servicio a su paternidad, protegiendo su vida contra algunos ebrios sediciosos, y ha impetrado el favor de nuestra escolta.

-¡Ah! perfectamente: ¿según eso no garantiza la persona de usted el carácter de parlamentario del opuesto bando beligerante?..

-Hasta cierto punto...

-El punto, en efecto, no puede ser más cierto. Cruzado el dintel de las puertas de Palacio es usted prisionero de la guardia real.

-Señora condesa... -objetó Lozano próximo a sublevarse.

-O si prefiere una fórmula menos seria -añadió rápidamente Elina-, es usted prisionero mío.

-Preferida -dijo Felicísimo sonriendo.

-De todos modos están ustedes en el caso de darse por secuestrados hasta nueva orden.

-¡También Ayala!

-Yo no tengo la culpa de que el señor de Ayala haya unido su suerte a la de usted. El que a mal árbol se arrima no debe contar con buena sombra.

Lozano quiso aventurar una serie de observaciones; pero dos palmadas que sonaron en la galería atajaron el diálogo.

Elina se llevó imperiosamente un dedo a los labios, se precipitó fuera del aposento, cerró la puerta guardándose la llave, y corrió en busca de una joven que la esperaba en el crucero de la escalera.

Después se lanzó en la dirección de las habitaciones de Isabel de Farnesio, que retenida en un sillón por las dolencias que pocos meses después la hablan de conducir al sepulcro, y asustada por el estrépito que conmovía la antecámara del rey, se impacientaba por conocer el texto de las reclamaciones populares que la azafata habla ido a escuchar.

En el regio salón, entretanto, se preparaba un acontecimiento importante.

La gravedad de las proposiciones presentadas por el padre Cuenca reclamaba una resolución de trascendentales consecuencias; y antes de proceder a adoptarla quiso el monarca oír el dictamen de algunos autorizados personajes.

Pero como la fatalidad había dispuesto que la cuestión llegase a plantearse en el terreno de la fuerza, todos los individuos a quienes el soberano invitó a tomar parte en la Junta que iba a celebrarse en la cámara regia, fueron militares, hecha excepción del conde de Oñate mayordomo mayor de palacio, de cuyo consejo discreto y leal, jamás prescindió Carlos III en sus asuntos graves.

El rey recomendó a los elegidos que emitieran con libertad su voto, y concedió la palabra al duque de Arcos, el primero de todos, en razón a sus años juveniles.

El capitán de guardias expuso que el soberano no podía capitular con vasallos rebeldes por numerosos que estos fueran, sin desprestigio de la institución monárquica; y que, por lo tanto, opinaba que había llegado el caso de emplear la guarnición entera para disolver a sangre y fuego en las calles y plazas todos los núcleos de resistencia.

Habló después el general marqués de Priego, coronel de la guardia Walona, francés de nacimiento; y a impulsos del aguijón de la venganza por los ultrajes hechos al cuerpo que mandaba, y los que todavía trataban de inferirle, apoyó las ideas del duque de Arcos como única solución posible, después de los insolentes términos en que estaban concebidos los ridículos preliminares de concordia propuestos por los amotinados.

A continuación el italiano don Félix de Gazzola, conde de Esparavara, Inspector general de la artillería, se expresó con calor en el mismo sentido que los dos preopinantes; y con el fin de que la represión fuese tan rápida como el real decoro exigía, propuso que se le autorizase para traer dos baterías del parque de la puerta de los Pozos, y para hacerlas jugar simultáneamente desde San Felipe el Real y los Consejos, porque de esa manera respondía de que se terminaría en breve la mano de obra .

Tocó el turno en el Consejo al veterano general marqués de Sarriá; y con frase febril, no templada por la escarcha de las canas, manifestó que, no sólo se oponía abiertamente a las medidas de rigor hasta entonces encomiadas, sino que si las viera prevalecer por desdicha en el ánimo del soberano, cosa que no temía, dada su paternal benignidad, pondría a los augustos pies de su majestad los honores, empleos, y el bastón de mando que empuñaba y se lanzaría a la calle para ser la primera víctima de la metralla entre los hijos del pueblo; el cual prescindiendo de la tosca forma en que presentaba sus quejas, nada reclamaba que no fuese razonable, conveniente y justo.

El mariscal de campo don Francisco Rubio, comandante del cuerpo de inválidos, si bien en tono menos apasionado, votó como el marqués por la clemencia.

Llegó la vez al conde de Oñate, siempre mal avenido con el marqués de Esquilache; y después de haber aprovechado la ocasión para decir que los desaciertos del ministro justificaban todas las reclamaciones populares, condenó con energía las proposiciones de exterminio, que podrían ser aceptadas en épocas de barbarie y en países tiranizados por tigres sedientos de sangre; pero nunca en plena civilización y en una nación católica, regida por el más magnánimo de los príncipes y el más bondadoso de los hombres.

El capitán general de ejército conde de Revillagigedo, votó el último en consideración a su ancianidad; y lo hizo en pro de la indulgencia para con los extraviados alborotadores, insinuando con intencionada expresión las dudas que a cualquier espíritu recto podrían asaltar acerca de si los tres primeros votantes reunían todas las condiciones que deben concurrir en los varones de prudente consejo, y en los buenos padres de la patria, vistas la fogosidad de la juventud y consecuente inesperiencia del uno, y atendida la circunstancia de no haber rodado la cuna de los otros en el noble suelo español.

Después que el rey hubo escuchado todos los pareceres, se recogió en sí mismo un momento, y declaró que por costosas que fueran para la dignidad del trono las amarguras que el pueblo le imponía jamás podría decidirse a vengarlas, ordenando el derramamiento de sangre.

Acto continuo de esta resolución, volvió a la antecámara donde reinaba la ansiedad más viva, y dijo al padre Cuenca en alta voz:

-Puede el padre manifestar a nuestro pueblo que determinamos presentarnos a algunos de sus comisionados en el balcón de la Plaza de Armas para asegurarlos que otorgamos todas las nuevas pretensiones y ratificamos las que anoche hemos concedido.

-Que el cielo derrame sus bendiciones sobre la angusta cabeza de vuestra majestad con la misma profusión con que príncipe tan magnánimo se complace en dispensar los inagotables tesoros de su clemencia a súbditos tan mal advertidos.

El rey exhaló un suspiro, y repuso a medio tono:

-En el papel que usted nos ha leído hay, sin embargo, una cláusula que hubiéramos deseado ver eliminada: y bien sabe Dios que no es porque personalmente nos parezca acerba; otras más penosas para nuestro corazón contiene ese escrito, sino en razón a que redunda en notorio menoscabo de la buena gobernación del reino sin provecho de nadie. Nos referimos a la condición de haber nacido en España para poder desempeñar una secretaría del despacho.

-No seré yo ciertamente -añadió el padre Cuenca-, quien después de haber presenciado la longanimidad de vuestra majestad no contribuya a que pueda venir a un satisfactorio acuerdo con sus vasallos.

Y sacando del hábito uno de los tinteros de asta de búfalo de larga tapa atornillada, usados en la época, tomó la pluma y tachó con lujo de tinta todo el párrafo a que el monarca había aludido.

Inmediatamente pidió y obtuvo permiso para besar la mano al rey, y se volvió hacia el sitio donde creyó haber dejado a los valerosos Ayala y Lozano.

El gilito, no sin extrañeza, buscó en vano por más tiempo quizás del que las circunstancias permitían; pero persuadido de que el eclipse no era transitorio, observándose objeto de todas las miradas, y en consideración, por otra parte, a que el lisonjero éxito de la misión que le fue conferida, le había devuelto las fuerzas suficientes para poder pasarse sin el robusto brazo de un cirineo, se decidió a encaminarse al vestíbulo.

El monstruo de las diez mil cabezas que se agitaba en la Plaza de la Armería acogió la vuelta del fraile con un rugido de interrogación que hizo estremecerse la sólida muralla del cubo de la Almudena.

El padre Cuenca reclamó silencio, estendiendo el brazo sobre aquel borrascoso océano con el mismo olímpico ademán con que Neptuno hubiera levantado su tridente.

Obtenida la calma, por lo menos, en el radio donde podía alcanzar la voz del parlamentario, dio éste cuenta de la satisfactoria resolución del rey; y en cumplimiento de sus órdenes, invitó a una docena de los individuos más próximos al Arco para que se adelantasen hasta la portada central del Palacio.

El primero que avanzó, porque entonces como en todos los sucesos del motín figuraba en la vanguardia, fue uno de los capataces, que ya conoce el lector, Juan el malagueño, calesero de profesión.

El oficial que mandaba la guardia española, acordonada en el Arco, contó doce desfilantes, y no permitió el paso de otro alguno.

Los privilegiados revoltosos cruzaron la Plaza de Armas, guiados por el misionero, y fueron a situarse debajo del reloj.

Entonces se abrió de par en por el balcón del centro de la real morada y apareció el monarca entre su confesor fray Joaquín de Eleta y el sumiller de Corps, duque de Lósada. Detrás de estos personajes se dibujaban los bustos de todos los gentileshombres de servicio.

El religioso pasó su papel a las manos del malagueño; y aquel caleseruelo con chupetín encarnado y sombrero blanco, que según nos dice el conde de Fernán-Núñez, testigo presencial del hecho, no se le borró de la imaginación en toda la vida, fue leyendo las proposiciones de la plebe, y preguntando al rey al final de cada una con acento meridional y sin igual desenfado, si su majestad se servía dispensarla su aprobación.

Ni del más pequeño detalle hizo gracia al soberano; porque no pasaba adelante en la lectura sino después de haber oído la adhesión del bondadoso príncipe, clara y rotundamente formulada.

Cuando el malagueño estuvo satisfecho de la perfecta terminación del pacto, se permitió, con más que desenfado todavía dar las gracias al rey en nombre del pueblo de Madrid, y llevó la condescendencia hasta el extremo de saludar a la majestad quitándose el sombrero.

El monarca recomendó al calesero y al gilito que intercedieran con los amotinados para que no impidiesen que se restableciera el orden en la capital, y se retiró del balcón.

Juan el malagueño, por su parte, creyó que la dignidad le aconsejaba no permanecer en la Plaza un segundo más que el soberano, y giré rápidamente sobre los talones.

Los guardias del Arco, a duras penas, lograron contener a la multitud cuando sus procuradores se presentaron de nuevo.

Más de doscientos alborotados, que habían conseguido acumularse en lo más avanzado de la línea, rodearon al malagueño y sus compañeros con exigente apremio.

Desde el primer momento pudo echarse de ver que el juicio de residencia iba a ser rígido.

-¡Qué es lo que han hecho!..

-¡Que se expliquen!

-¡A qué esperan!

Tales eran los gritos que por todas partes resonaban.

-¡Mil truenos! -exclamó el calesero:- esperamos a que nos dejéis hablar.

-¡Y bien!

-¡Oid!

-¡Silencio!

El eco de una ese prolongada pobló los ámbitos de la Plaza.

El malagueño pronunció con voz sonora:

-El rey ha concedido todas las peticiones del pueblo...

El aplauso que empezaba a iniciarse fue cortado por un hombre de facciones duras y negra barba, que arrancó al malagueño el documento que tenía en la mano, y gritó frunciendo el ceño:

-¡El papel no está firmado!

Juan, que no se había opuesto al despojo, al reconocer a su perpetrador, contestó algo mohíno:

-Así es la verdad; pero el rey en persona nos ha asegurado que se conforma punto por punto con el escrito.

-No importa -replicó el barbinegro:- el pueblo reclamaba la firma con razón y con derecho. Todos sabemos que el viento se lleva con tanta frecuencia las palabras del hipócrita Carlos III, como su meretriz la de Esquilache, se lleva los millones del tesoro español.

Las palabras de aquel hombre, no sólo hirieron a los oficiales de la guardia real, sino que sonaron desagradablemente en los oídos de muchos amotinados.

-¡Cáspita! -repuso el calesero-: es sensible que no nos haya usted acompañado; hubiera cedido a usted la voz cantante, porque siempre me han gustado los hombres que hablan gordo, señor de Salazar.

-Nada de nombres propios, malagueño -interrumpió el murciano.

Y volviéndose hacia la multitud, añadió:

-¿Puede bastaros semejante compromiso?

-¡No, mil veces! -vociferaron cuantos le rodeaban.

-¡Le tacharán de arrancado a la fuerza!

-¡De baladí!

-¡De irrisorio!

-¡Le encontrarán más faltas que tiene una pelota!

-¿Y qué tribunal hará justicia al derecho popular?

-¿Y qué testimonio invocaremos?

-¡El pueblo no ha visto al rey!..

-¡No le ha oído!...

-¡El pueblo en su gran conjunto, en la acepción tradicional de la frase!

-¡El verdadero pueblo!

-Una docena de sugetos, por más que sean los doce Pares de Francia, no son el pueblo de Madrid.

-¡Madrileños: se nos entretiene!..

-¡Se evita nuestra presencia!

-¡Se nos engaña!..

El clamoreo de los más intransigentes alborotados, promovió una confusión indescriptible del uno al otro extremo de la Plaza.

El comandante de la guardia española comprendió que iba a ser el primero en sufrir los estragos de la tempestad próxima a desencadenarse, y se apresuró a pedir a Palacio instrucciones precisas.

Las órdenes que recibió estaban en consonancia con la real decisión; pero probaban que quien las expedía era lo que se llama un talento especulativo. Consistían en impedir al pueblo la entrada en la Plaza de Armas, sin llegar, sin embargo, hasta el extremo de repelerle con el hierro o el fuego.

Cuando el veterano oficial hubo escuchado su consigna, se encogió de hombros, envainó la espada, y mandó desarmar las bayonetas: todo con el aire que Pilatos debió emplear en su célebre lavatorio de manos.

Y en verdad que no era preciso estar dotado con el don de Isaías para adivinar los acontecimientos.

La multitud se balanceó como la ola antes de estrellarse contra la roca, y se precipitó sobre el Arco, compacta, decidida, incontrastable.

Las atropelladas filas de los guardias abrieron paso a aquella cuña formidable, impulsada por los golpes de un ariete de carne humana que se extendía desde la casa del Platero hasta la Cárcel de Villa.

Tan rápida fue la invasión en la Plaza de Armas, que a los pocos momentos no cupieron ya nuevos intrusos en todo el anchuroso recinto.

Los guardias de Corps se habían retirado al cuartelillo, y la infantería se replegó a las galerías laterales.

El estruendo del tumulto estalló, entonces al pie de los balcones del mismo alcázar con la potente intensidad del trueno.

En los salones del piso principal los semblantes donde no se reflejaba la consternación, revelaban al menos la inquietud.

El rey, más atribulado que nadie, se enjugaba el sudor de la frente, preguntando:

-Pero Dios mío: he accedido a todas las exigencias de los amotinados, les he sacrificado mi reposo, mis afecciones, hasta mi dignidad... ¿Qué quieren todavía esas gentes?...

-Señor -murmuró al lado del monarca el conde de Oñate:- ni en los bellos cármenes de la clemencia dejan las rosas de tener espinas. Necesario es que vuestra majestad complete su obra de abnegación, presentándose de nuevo al pueblo; niño terrible que no se satisface si en la inmensa mayoría de su colectividad, no aclama al soberano que debe al Todopoderoso.

La inflexible lógica imponía la adopción del consejo del mayordomo mayor. Era ya demasiado tarde para cambiar de rumbo.

La muchedumbre, que en unánime grito instaba para que se dejase ver el rey, oyó por fin, abrirse las vidrieras de un balcón, que por esta vez fue el segundo, a contar por la parte del Campo del Moro.

El monarca, rodeado de sus gentiles-hombres, se adelantó hasta el antepecho.

Calmado gradualmente el estrépito que precedió a la aparición del jefe del Estado, un individuo, cuyo nombre no registra la historia, pronunció con vehemente acento:

-Señor: el pueblo de Madrid se complace en dispensar a vuestra majestad la concurrencia a la Plaza Mayor para estampar la firma en la estipulación que ha elevado a vuestras reales manos; pero desea que los augustos labios de tan amado monarca, le manifiesten directa y públicamente cuáles son las reclamaciones a que otorga formal beneplácito.

El soberano, con seráfica mansedumbre, como dice el panegirista de este príncipe, y más moderno historiador de su reinado, fijé recapitulando las concesiones que hacía, guiado por los recuerdos que evocaba, por los apuntes que detrás oía, y por las indicaciones que la plebe le insinuaba.

El padre Cuenca; revestido por la confianza pública con la dignidad de fiel de fechos, pluma y tintero en mano, iba escribiendo al pie del balcón los artículos de la concordia, a medida que el rey los enunciaba.

Tan vivamente electrizó la escena al mayor número de los alborotados, que no pudieron esperar a que el soberano pronunciase la última palabra para prorumpir en estrepitosos aplausos, y en entusiastas vítores.

La majestad real podría no haber quedado bien parada en aquel día de borrasca; pero al retirarse del balcón tuvo Carlos III el consuelo de ver poblarse el aire de la Plaza por innumerbles sombreros como una bandada de alciones precursores de la anhelada bonanza.

Capítulo XX
Conciábulo y resolución del rey en el seno de su camarilla

Con las primeras sombras de la noche desaparecieron los últimos grupos numerosos de las inmediaciones de Palacio.

Los mismos salones del alcázar comenzaron a despejarse. La calma que parecía renacer en las plazas contiguas y en sus calles adyacentes, ofrecía honrosa retirada, en busca de reposo a los nobles y magnates que acudieron al regio albergue, y que por razón de los cargos que desempeñaban, no tenían obligación reglamentaria o moral de permanecer toda la noche al lado de la augusta familia.

La esperanza, que nunca falta al deseo, abría por fin los corazones a las dulzuras del quietismo conservador.

El rey, que apenas había probado alimento en todo el día, defirió a la invitación del Conde de Oñate, y tomó una taza de caldo, royó un alón de gallina y bebió una copa de jerez seco.

El pueblo entretanto realizaba el pensamiento más peregrino que pudo nunca germinar en cerebros amotinados.

Todas las palmas bendecidas en la festividad religiosa del día anterior, que según tradicional costumbre, ornaban los balcones, fueron solicitadas por los alborotados; y como no hubo vecinos que no las facilitaran de buen grado, en breve aquellos emblemáticos vegetales abundaron en las calles de la corte tanto como en la campiña de Elche.

Los portadores de las palmas se aglomeraron en los contornos del templo de Santo Tomás.

El objeto del concurso era organizar un solemne rosario, no sabemos si en acción de gracias por las promesas obtenidas del rey, o en son de súplica todavía por el inmediato cumplimiento de lo ofrecido.

Los innumerables miembros de la improvisada archi-confraternidad, se proveyeron en abundancia de estandartes y de los indispensables faroles, apearon del altar la venerada imagen sedente de la Virgen del Rosario, la colocaron sobre unas andas, y la sacaron a la calle.

Allí se ordenó el desorden por cetreros llovidos del cielo, se distribuyeron los piporros al frente de las masas corales, por chantres advenedizos, y previo el golpe de rigor dado en las andas por un director anónimo, se elevaron en el aire imagen, faroles, palmas y estandartes, y la procesión se puso en marcha, desentonando a voz en grito el cántico de Kirie eleyson .

Unos por instinto, otros por cálculo, todos conocían la carrera. Desde que el motín había estallado, el constante objetivo de los movimientos populares era el Palacio Real.

El reposo que en la regia morada empezaba a disfrutarse, no iba a ser, por lo tanto, de larga duración.

Hacía cinco minutos que el rey se hallaba en la cámara de su madre a la hora de la ordinaria visita, que era la primera de la noche, cuando creyó observar que las pocas personas que allí tenían entrada, departían con animación en voz baja, procuraban acercarse a los cerrados balcones sin dar afectación a la maniobra, y aplicaban los ojos o el oído a los intersticios de las contravidrieras.

En las habitaciones contiguas, donde la presencia de los reyes no imponía reserva, la agitación era más sensible. El ruido de las mamparas, los pasos precipitados, las exclamaciones mal reprimidas, estaban demostrando que todavía ocurría algo de extraordinario en aquel interminable día de emociones y de acontecimientos.

-¿Qué sucede, duque? -preguntó el rey a su favorito sumiller de Corps.

-En verdad, señor -dijo el interpelado-, que en este momento me sería imposible dar a vuestra majestad una contestación satisfactoria.

-Infórmate.

-¡Buen Dios! -murmuró la reina madre:- ¿se proponen apresurar el fin de mi existencia?

-Tranquilícese vuestra majestad -pronunció el padre Eleta que llegaba en aquel instante-; al parecer, por esta vez, no son hostiles los propósitos del populacho.

-¡Pero aun tenemos populacho que se propone alguna cosa! -exclamó la viuda de Felipe el Animoso , elevando las manos al cielo.

-Acaso únicamente rendir devotas gracias al Todopoderoso por las bondades de su majestad.

-¿Eso supone usted?... -articuló el monarca inquieto.

-Me complazco al menos en esperarlo así de la misericordia del Altísimo.

Un impaciente signo de Isabel de Farnesio, demostró que el digno confesor, antes de tratar de tranquilizarla a ella, habría hecho mejor en tranquilizarse a sí mismo.

Una lejana salmodia, amortiguada por la triple interposición de los cristales, las persianas y los tapices, introdujo en la cámara un eco lúgubre como el miserere de los agonizantes.

El rey se levantó punto menos que sobresaltado, pasó a la estancia inmediata, entreabrió el postigo de uno de los balcones, y dirigió a la Plaza una mirada escrutadora.

Era tan imponente el espectáculo que ofrecía el pausado desfile de aquel inmenso coro, mal arrancado por la débil luz de los faroles a los misterios de la noche, y a las nubes de incienso y de ramaje, que el monarca se retiró verdaderamente afectado.

La reina Isabel, que había mirado a su hijo en la salida de la cámara y en la observación, lejos de sentirse edificada por el piadoso aspecto de la romería, experimentó un acceso de indignación.

-¡Que no se abra ningún balcón... ninguna puerta!.. -dijo el rey cejijunto y ensimismado.

La orden del soberano fue inmediatamente trasmitida de salón en salón, de piso en piso; y el vastísimo alcázar, fuese el que quisiera el grado de agitación que sintiera hervir en el seno, no pareció despertado por los cánticos y la forma procesional adoptada por la manifestación popular.

El monarca vio al marqués de Esquilache en el alféizar de una ventana, al lado de la condesa de Bari, y le preguntó con tristeza:

-Marqués... marqués... ¿qué impresión te produce esa extraña evolución del motín?

El desventurado ex-ministro contestó sin titubear.

-Señor, me hace el efecto de un alarde de triunfo.

-Pero alarde impudente, provocador, rebelde -añadió la reina madre:- para esos pervertidos seres es desconocida la virtud de las virtudes, el agradecimiento.

-Creo, en efecto -repuso el rey-, que en la hipótesis del padre Eleta hay algo de optimismo; ¿no es verdad, duque?

-Algo me atrevería a decir -respondió el sumiller-; la ostentación de victoria de los alborotados no puede ser más evidente: han colgado coronas de laurel en las cruces de los estandartes que enarbolan:

-Concede, caro hijo mío, concede gracias sin medida a ese pueblo tan orgulloso como insaciable -exclamó Isabel con amarga vivacidad:- hoy te pide el sacrificio de tus convicciones y de tu dignidad, mañana te reclamará el de los derechos de la corona, llegará un día en que te exija la luna...

-¡Oh, no es imposible que acaben por tentar mi benignidad! -pensó el rey en voz alta, extremeciéndose.

-Dí más bien que es seguro.

-Por piedad, madre mía; que conserve mi espíritu un resto de esperanza.

-El trono impone a veces deberes penosísimos.

-¡Ay, tan penosos en verdad, que a los remordimientos que ocasionan, sería preferible la oscura existencia de una cabaña!

-Pues bien; evita, en cuanto es dable, que pueda llegar el amargo trance que temes.

-¡Cómo, Dios mío!

La reina miró fijamente a su hijo.

-¿Por ventura -pronunció-, ni por un instante te ha asaltado el pensamiento de sustraerte a esta situación?

El monarca guardó silencio.

-¿No te ha ocurrido -prosiguió Isabel-, conciliar tu decoro y tu reposo con las atenciones del gobierno, retirándote a uno de los próximos sitios reales? Si el Pardo te parece demasiado cercano, si la Granja se te antoja harto lejana, ahí tienes a Aranjuez...

El rey ligeramente trémulo, pareció consultar con sus extraviados ojos a los circunstantes, inclusa la condesa de Bari.

La reina madre, en vez de manifestarse ofendida por aquella muda apelación, fue la primera en provocar la emisión del dictamen.

-Hablad, señores -repuso-; exponed al rey vuestro juicio acerca de mi idea.

Esquilache, que era el más próximo a la reina, se consideró preferentemente obligado a corresponderá la invitación.

-A fe mía -dijo-, que bajo todos los puntos de vista que el asunto presenta, la resolución propuesta por su majestad la reina madre no puede parecerme más conveniente.

-¡Oh qué lección tan eficaz y tan severa recibirán con semejante partida esos extraviados vasallos! -exclamó el duque de Losada meneando de arriba a abajo la cabeza como los monos de la feria que llamaban siseñores.

-Conforme con la opinión del señor duque en la expresión literal de su pensamiento -añadió el padre Eleta con su habitual suavidad-; lección eficaz, porque demostraría a los rebeldes que los pueblos nada pueden ni son sin sus monarcas; lección severa, porque privaría al vecindario de Madrid de la tradicional satisfacción que en estos santos días experimenta al verse acompañado en los templos por el piadoso soberano, padre amantísimo de su grey.

-Vuestra majestad dejará de ser el constante objeto de las importunidades de los sediciosos.

-Más todavía: la fecunda inventiva de sus desordenados apetitos no tendrá el estímulo que para darlos en espectáculo les ofrece la facilidad de la presencia de vuestra majestad.

-En Aranjuez está, pues, la conveniencia política...

-La habilidad diplomática...

-El castigo paternal...

-La tranquilidad...

-Ya ves, hijo mío -concluyó Isabel-, que mi consejo tiene prosélitos de ciencia y de virtud: si me extravío es en buena compañía.

En aquel instante un prolongado rugido, suma formidable de mil rugidos, que no era seguramente la canturía de la lauretana, cortó el aliento y heló la sangre en las venas de todos los circunstantes.

El rey experimentó un acceso de energía.

-Tenéis razón, madre mía... amigos míos -articuló:- este violento estado es insostenible. Antes que despunte el nuevo día habremos partido para Aranjuez.

-¡Al fin! -exclamó la reina.

-¡Oh, magnífico!

-¡Soberbio!

-¡Salvador acuerdo!

Únicamente Elina no formó parte del coro de felicitaciones.

-Ahora perfecta calma y absoluto sigilo -dijo Isabel de Farnesio.

-En efecto, señores -añadió el rey-; la más pequeña indiscreción podría llegar a impedir la realización del proyecto.

-Que el cielo y tu perseverancia, hijo mío, nos libren de esa calamidad -insinuó la reina.

Como si el monarca quisiera tranquilizar a su madre, haciéndola presenciar el incendio de las naves, se apresuró a replicar.

-Duque: haz que llamen al marqués de Priego.

La orden no sonó mal efectivamente en los oídos de la reina, que fatigada por el tiempo, aunque corto, en que había permanecido en pie, se apoyó en el brazo del padre Eleta para volver a instalarse en el sillón de que era víctima en el gabinete contiguo.

El sumiller de Corps había salido por la puerta del centro.

El rey se acercó entonces a Esquilache.

-Supongo, marqués -dijo-, que nos acompañarás con tu familia en nuestra clandestina peregrinación.

-Contaba con que el generoso corazón de mi amo no me abandonaría en mi infortunio -contestó Esquilache con la más almibarada de las inflexiones de su voz-; pero difícil me sería intentar que mi esposa y mis tiernas hijas me siguiesen, si vuestra majestad no me prestase su poderoso apoyo.

-¡Mi apoyo! -exclamó el rey.

-Vuestra majestad no desconoce que mi pobre esposa participa de la animadversión con que el pueblo de Madrid me distingue. Sacarla del recinto hasta aquí respetado donde momentáneamente ha podido encontrar asilo, es en la actualidad una empresa superior a mis fuerzas.

-¿Y por ventura está en mi mano enviar a la calle de la Reina una escolta de mi guardia Walona? -profirió el monarca con amargura.

Esquilache dejó caer los brazos con desaliento: el rey, por el contrario, se oprimió las sienes con los puños.

La condesa de Bari; que a cuatro pasos de distancia presenciaba la escena; temió que las dificultades que el asunto ofrecía para aquellos débiles espíritus, diese por resultado como mínimo mal el abandono de Pastora; y aterrada por semejante idea se precipitó hacia el monarca, juntando las manos en ademán suplicante.

-Señor -articuló con sollozos en la voz:- la inesperada noticia que mañana ha de hacerse pública de que vuestra majestad ha salido de la villa seguido del marqués de Esquilache, va a producir en la población entera una alarma de incalculables consecuencias, pero de evidente gravedad. Suplico a vuestra majestad que considere, y le ruego también que me permita llamar en su presencia la atención del señor de Esquilache hacia el mismo asunto; que mi amiga la marquesa no puede quedarse en Madrid sin correr el riesgo terrible de que se desencadenen sobre ella sola con el furor de la venganza todas las pasiones que concitaron los que supieron sustraerse a los efectos del encono popular.

El rey se extremeció. Esquilache se puso espantosamente pálido.

-Me parece, marqués -dijo el monarca-, que la condesa aprecia con exactitud la situación.

-Vuestra majestad no haría justicia a mi buen juicio, si creyese que mi opinión no se identifica con la suya -contestó Esquilache.

-Y bien...

-La cuestión no estriba en la notoria necesidad de resolver el problema, sino en la elección, del procedimiento.

-Es exacto, condesa: vos que tenéis recursos en vuestra rica imaginación, extra volcánico, decidnos si conocéis un medio para salvar a la marquesa, sin poner en relieve nuestra intervención directa; ésta, ¡ay dé mi! únicamente contribuiría a agravar los peligros de nuestra pobre amiga.

-Mis recursos consisten en una voluntad inquebrantable de libertar a la marquesa de las fieras estúpidas que la tienden sus garras.

-No es mucho -murmuró el rey, moviendo la cabeza.

-Ha bastado, sin embargo, para que crea haber encontrado el medio que vuestra majestad buscaba.

-¡Ah condesa, si tal hicieseis seríais inapreciable! -exclamó vivamente el rey.

En cuanto al marqués de Esquilache, se contentó con fijar en Elina una intensa mirada, toda llena de signos interrogativos.

La joven satisfizo la avidez de sus dos interlocutores, añadiendo:

-Conozco un hombre de corazón y de cabeza capaz de realizar nuestro designio.

-¿Dónde está esa perla, condesa? -preguntó el monarca.

-En Palacio señor.

-¿Pertenece a mi servidumbre?

-No en verdad: se encuentra aquí por accidente a consecuencia de los sucesos del día.

-Mucha es la confianza que os merece.

-Omnímada, señor: está aquilatada en la piedra de toque de una experiencia peligrosa. La autorización del señor marqués, y una palabra de vuestra majestad, harán de ese hombre un héroe.

-¿Qué nos dices, marqués?

-Señor, la condesa de Bari ha sido siempre el ángel tutelar de mi esposa. Con fe ciega pongo esta noche en manos de ese espíritu benéfico la suerte de la madre de mis hijos.

-Pues bien, amiga mía -repuso el rey con precipitación:- disponed lo conveniente; prontos estamos a comunicar las virtudes de Hércules y de Aquiles a vuestro emprendedor caballero.

La condesa no se hizo repetir la invitación: salió de la cámara de un vuelo, y fue a posarse en el dintel de una puerta de la galería de pajes.

A los pocos minutos, el rey y el ex-ministro vieron volver a la azafata acompañada de un joven de brillantes ojos.

El monarca, que era conocedor en punto a súbditos útiles, no quedó descontento de la pinta del que le presentaban.

-¿Os ha dicho la condesa, caballero -pronunció con afable tono-, el servicio que el marqués de Esquilache espera de vos?

-En este momento, señor -contestó Felicísimo, inclinándose profundamente.

-¡Ah!.. el señor de... -articuló Esquilache, buscando entre sus recuerdos.

-Lozano -concluyó el joven-. Felicísimo Lozano que ve con vivo reconocimiento que, si bien el nombre que lleva ha sido olvidado momentáneamente por vuecencia, no ha sucedido lo mismo con el ofrecimiento de servicios que le tiene hecho.

-¡Oh, caballero! -contestó el marqués pugnando por conservar su aplomo:- mi único sentimiento consiste en no haber aceptado más pronto ese ofrecimiento.

-¿Confía el señor de Lozano en salir airoso en su empresa? -preguntó el rey.

-Ignoro los obstáculos que encontraré en mi camino -respondió el joven:- pero puedo asegurar a vuestra majestad que sólo una cosa habrá capaz de extinguir la fe en mi espíritu: la pérdida de la existencia.

-El señor de Lozano conducirá a la marquesa sana y salva a Palacio -añadió Elina con la seguridad de un iluminado-; lo presiente mi corazón.

Felicísimo dio las gracias a la condesa con una elocuentísima mirada por el lisonjero vaticinio, y repuso:

-La primera de mis dificultades debe vencerse en este sitio.

-Hablad, caballero -dijo el monarca.

-La señora marquesa no me conoce; en la situación en que se halla, toda gestión que tienda a hacerla abandonar el lugar que la proteje debe parecerla un lazo. ¿Cuál es el medio de que podré valerme para decidirla a seguirme?

-Perfectamente. Marqués, preciso será que pienses en cuál de tus más preciosos objetos constituirá el mejor talismán para este caballero.

-¿Me permite vuestra majestad aventurar una observación? -replicó Lozano.

-Expresadla con toda franqueza.

-Después del vandálico allanamiento de anoche, los objetos del señor marqués, por ricos, por reservados, por personales que sean, andan hoy en todas las manos. Creo que ninguno de ellos garantizaría lo suficiente mi intención cerca de la señora marquesa.

-Idéntica es mi opinión -murmuró Esquilache exhalando un intenso suspiro, que hubiera podido pasar por sollozo-. Proveeré al señor de Lozano de una credencial escrita de mi puño.

-¡Ah! -objetó Elina-, semejante carta comprometería al portador; conozco un procedimiento más infalible que esos para infundir confianza a la marquesa.

Todos los ojos se fijaron en la azafata. El rey añadió después de un instante:

-No nos hagáis esperar vuestro recurso, condesa: ¿en qué consiste?

-En mi presencia -contestó la joven sencillamente.

El monarca y el marqués dejaron escapar una exclamación de sorpresa. Lozano no pronunció una sílaba, pero no fue el menos sorprendido.

-¡Cómo! -dijo el rey-, ¿manifestabais temor de que una carta pudiera comprometer a este caballero, cosa harto dudosa después de todo, y no os alarma el compromiso positivo que habría de proporcionarle vuestra compañía?

-No quiero hablar a la señora condesa del riesgo a que se expone -insinuó Felicísimo-, el alma noble y generosa que posee, es de buen temple; pero me atrevo a rogarla que no olvide que pudiera serla hasta imposible la salida de Palacio. La real mansión está asediada de cerca, espiada por innumerables argos...

-No insistiría en mi pensamiento -interrumpió la joven-, si creyese que mi intervención personal podía dificultar el buen éxito de nuestra empresa, complicando las atenciones del señor de Lozano; pero conozco la manera de no ser para él un motivo de preocupación, y de no correr yo misma peligro alguno.

-Marqués -dijo el monarca a Esquilache-, ya hemos puesto el asunto en manos de la condesa. Creo que lo mejor que podemos hacer es ceder no sé si a su genio o a su instinto.

-O a su capricho -pensó Lozano, acaso el más pesimista porque era el más directamente interesado.

-Gracias, señor -pronunció la joven.

Y volviéndose hacia Felicísimo prosiguió:

-No perdamos un instante.

-Estoy a las órdenes de la señora condesa -contestó el caballero.

-Señor de Lozano -exclamó Esquilache, adelantándose un paso-; confío a vuestra hidalguía el único tesoro que me une todavía a la vida.

-No olvidaré, señor marqués, la inmensa responsabilidad que con vuecencia contraigo.

-Partid, caballero -dijo el rey-; y que el cielo os preste una protección que la fatalidad no ha querido que pueda dispensaros hoy vuestro príncipe.

Felicísimo tocó con sus labios la mano que el monarca le alargaba, y pronunció con acento vibrante.

-Señor, en esta noche hace más vuestra majestad que favorecerme con su poderosa protección: conquista para siempre mi corazón con el irresistible encanto de tanta bondad.

Después, próximo a salir de la cámara, añadió:

-Considero indispensable que vuestra majestad se sirva disponer que a la vuelta se nos facilite la entrada en Palacio por la puerta del Campo del Moro.

-Se velará en ese sitio para franquearos el paso a la primera señal, respondió el rey.

.Lozano siguió a la condesa, que ya estaba empujando la mampara.

La dama volvió a conducir al caballero a la estancia donde éste había pasado la tarde, y le dijo rápidamente:

-Una breve consignación aquí todavía: prometo a usted que no le hará impacientarse mucho mi regreso.

A continuación desapareció.

El joven dirigió la visual hacia una mesa colocada en el extremo opuesto de la habitación, y encontró a Ayala seriamente ocupado en empapar bizcochos en una copa de añeja manzanilla de Sanlúcar.

-Te aconsejo -pronunció-, que no abuses, Tristán, de ese vino traidor.

-Le calumnias, Felicísimo -contestó Ayala, lamiéndose los bigotes-, te aseguro que jamás he bebido néctar más generoso.

-¡Hum! no te fíes: prudente sería que imitases mi ejemplo.

-Tú siempre has sido un anacoreta.

-Considera que pudieras verte en el caso, dentro de poco tiempo, de tener que ofrecer el brazo a una dama de alto coturno, lo cual no es lo mismo que ofrecérsele al padre Cuenca.

-No encuentro el inconveniente que para eso ofrezca la absorción de una copa más o menos del más suave de los licores que produce la campiña de Barrameda. No repugnará seguramente a la dama en cuestión, por delicado que sea su olfato, el aroma de esta manzanilla; porque es capaz de avergonzar a la esencia de mil flores y al extracto de ilang-ilang.

-Sibarita.

-Pero, oyes, ¿lo del brazo es seguro?

-A menos que previamente no te le hayan roto de un cintarazo: y sirva este dato de correctivo a tu pensamiento sensual.

-Ya sospechaba yo, Felicísimo, que no sería al paraíso de los creyentes adonde tú me condujeses. En fin, si me rompieran ese brazo, siempre me quedaría el otro: las damas tienen prerogativas imprescriptibles para cuantos hemos nacido con derecho a calzar espuelas de oro.

Y el buen Ayala continuó comiendo bizcochos hasta que oyó el gemido de los goznes de la puerta.

Un joven de gallarda apostura, que Tristán hubiera tomado por un paje de la reina madre, a no ser por el sombrero redondo, se adelantó hasta tocar con la mano el hombro de Felicísimo.

-¿Me acepta ahora el señor de Lozano por compañera? -dijo aquel extraño joven femenino con la malicia de las gatas que aún acariciando arañan.

Felicísimo se extremeció hasta en la médula de los huesos, sin poder él mismo darse cuenta de tan singular fenómeno.

-Ah, señora condesa -contestó-, ahora y siempre, sin reflexión, por influencia magnética, con delirio...

Un instante después añadió mentalmente:

-Pero imbécil mil veces: ¿no comprendes que tus estúpidas palabrotas pueden ser tomadas en un sentido equívoco?..

Y descontento de sí propio hasta el mal humor, cerró tan sandio diálogo, dirigiéndose bruscamente a la puerta y levantado la cortina para que saliera la condesa.

En cuanto a Ayala, luego que se vio eclipsado por el tapiz, vertió en la copa el resto del contenido de la botella, le saboreó con delicia; y perfeccionada la vigorización del organismo con aquella última dosis del reanimador elixir, se puso en seguimiento de Lozano, con aliento, corazón y manos capaces de afrontar lo mismo una compañía de walones que una horda de amotinados.

Capítulo XXI
De cómo Lozano hizo que un gaznápiro se volviera a tragar el dicterio de espadachín

La condesa y sus dos caballeros, precedidos por un lacayo de Isabel de Farnesio, que orilló las dificultades del tránsito, se encaminaron a la poterna de la rambla de caballerizas.

La verja giró sin ruido sobre sus goznes, y los tres jóvenes se encontraron fuera de Palacio.

Los expedicionarios subieron a la plaza de Oriente favorecidos por la oscuridad en que envolvía a la tierra la encapotada atmósfera, y se mezclaron sin contratiempo alguno entre los mil curiosos que presenciaban el desfile, al parecer, interminable de la procesión del rosario.

Elina, impulsada por su atrevimiento, protegida por el traje que vestía y aguijada por la impaciencia, se deslizaba como una anguila a través de los grupos, sin originar protestas más graves por parte de los incomodados que frases como estas:

-¡Diablo de mozalvete!

-¿Si irá a ganar la casa santa este rapaz?

-¡Ardilla!

La condesa, no obstante, procuró reprimir sus ímpetus, porque vio a Lozano fruncir el ceño y temió suscitar una riña, nunca como entonces intempestiva.

-Todos los apóstrofes con que se me agracie -dijo la joven al oído de Felicísimo-, 'van dirigidos a un ser apócrifo. Ruego a usted que no los de más importancia que la que los doy yo misma.

-Confieso -contestó Lozano, sonriendo-, que la inventiva de la señora condesa, ha encontrado el mejor medio de bordear los escollos de esta excursión nocturna.

Como la hueste de las palmas torcía por los Caños del Peral con dirección al que fue punto de partida, nuestros tres personajes hallaron suficientemente despejada la calle del Arenal para poder apretar el paso.

Las juveniles piernas que poseían, devoraron pronto el terreno de la Puerta del Sol y de la mitad de la calle de Alcalá.

Cuando la fonda de Levante estuvo cerca, Lozano dijo a Ayala a medio tono:

-Convendría, Tristán, que digeses al bergante del Perfecto Cazurro que nos siguiese, si es que no está corriendo la tuna.

-La noche no deja de ofrecer tentaciones -respondió Ayala-; pero el mozo es tan recogido que no desconfío de traértele.

-Sería la primera vez que hoy consiguiera echar la vista encima a ese modelo de recogimiento.

Tristán se adelantó y no tardó en perderse en la sombra del zaguán del parador.

La rehabilitación, en el concepto de Lozano, del Cazurro más o menos Perfecto, debió ser completa, porque el digno doméstico acompañaba a Ayala cuando éste, al poco tiempo, volvió a dejarse ver en la vía pública.

Elina y su escolta prosiguieron su marcha por la calle Ancha de Peligros, y entraron por la del Clavel en la de la Reina.

Desde el primer momento llamó la atención de los jóvenes recién llegados el considerable número de parejas de hombres embozados que se paseaban por la calle en toda su longitud.

La condesa detuvo por instinto el paso para observar aquel poco tranquilizador fenómeno, y Ayala no creyó inconveniente una ligera deliberación; pero Lozano era de los que opinan que en ciertas circunstancias apremiantes, un consejo de guerra es el peor de los consejos, y continuó resueltamente la marcha.

En semejantes ocasiones, el sistema del caballero consistía en ceder a su inspiración del momento para triunfar de las dificultades, a medida que el acaso se las deparaba.

El movimiento de Felicísimo arrastró en pos de sí a todos sus compañeros.

A cada uno de los dos lados del cancel de la puerta del colegio, había un hombre cómodamente recostado.

La posición de aquel par de cancerveros no fue el menor obstáculo para que Lozano empuñase la cadena de la campanilla y asestara tan discreto tirón, que el agudo címbalo, por lo demás perfectamente montado, estuvo dando razón de su existencia con estrépito por espacio de cinco minutos.

Los recostados, sorprendidos por la rápida acción del caballero, se irguieron con viveza.

-¡Ah! señores míos: ¿qué hacen ustedes en este sitio? -les preguntó Lozano con el aire del propietario que encuentra en el soportal de su casa dos hediondos mendigos entregados al sueño.

El más bajo, pero de mayor contorno de los interpelados, contestó con tranquila impudencia:

-¡Pardiez! Impedimos que la italiana pueda escamotearse robando a la nación los tesoros con que aquí se ha escondido.

El involuntario movimiento de indignación que hizo la condesa, acabó de amostazar a Lozano contra el obeso vigilante.

-Han concluido ustedes de impedirlo, porque están relevados -dijo en tono breve.

-¡Relevados! ¿Por quién?

-Por nosotros.

-¡Buena es esa! ¿Acompaña a usted el secretario del consejo del cuerpo de los alborotados, o por lo menos mandato autógrafo del mismo funcionario?

-¿Se permite usted contradecirme? -pronunció Felicísimo, arqueando las cejas y acortando la distancia que le separaba del importuno interlocutor, la cual era ya bien poca.

-¡Bah! -respondió con sorna el sólido guardián:- mientras no recibamos nuevas instrucciones de quien puede dictarlas, nuestra consigna en el colegio es impedir la entrada o la salida a todo el mundo.

-¡Pero gaznápiro! -exclamó Lozano:-¿por ventura tengo yo cara de ser un hombre como todo el mundo?

El faccionario le contestó con una carcajada.

No pudo terminarla. Felicísimo cogió con ambas manos a aquel hombre por el pescuezo y por la cruz del calzón, le hizo perder el apoyo de la madre tierra, y le lanzó como una pluma en medio del arroyo por encima de la cabeza de Cazurro, el cual se había apresurado a ponerse a espaldas de su amo al oír la palabra gaznápiro, por lo que pudiera ocurrir.

Ocurrió, en efecto, que el pobre mozo estuvo a dos dedos de ser aplastado por el peso de aquella extraordinaria ave nocturna.

El compañero del levantado en alto, al contemplar tan atlético alarde de musculatura de acero, puso mano a la espada; pero desconcertada la muñeca a la mitad de su empresa por la vigorosa torsión de la diestra de Lozano, tuvo que ceder a este rudo adversario la empuñadura del arma.

Felicísimo acabó de desenvainar el estoque del segundo centinela, y envolvió a éste en tan deshecha borrasca de cintarazos, que la hoja del asador, cuyo temple dejaba bastante que desear, saltó en tres pedazos.

En otros tres se descompuso la persona del propietario del hierro; porque la capa quedó enganchada en una de las próximas rejas, el sombrero emprendió una trayectoria que terminó en las narices de Ayala, y el cuerpo fue rodando de etapa en etapa por la calle hasta tropezar en el obstáculo de la imponente barriga del compartícipe en la derrota.

A los penetrantes alaridos de ambos cuitados, comenzaron a acudir en tropel los más inmediatos paseantes de la calle.

Entretanto, la puerta del colegio se había entreabierto, tal vez a consecuencia de la presunción de que no podía carecer del derecho de entrada quien tan tieso repicaba; pero al observar el portero la tremenda lucha entablada al otro lado del umbral, volvió a empujar la maciza tabla de encina para incomunicarse con los contendientes.

Lozano, sin embargo, estaba en todo; y antes de que el dependiente del colegio terminara la ejecución del fatal propósito, introdujo entre la puerta y el marco la guarnición del arma rota que conservaba en la mano.

-Aprieta, Tristán -dijo, acto continuo:- haz una ostentosa manifestación de tu brío, aunque sea arrollando a ese malaventurado plantón.

-¡Pse!... si no es más que eso... -contestó Ayala- dale por aplastado.

Y apoyando el hombro en las barras del ventanillo, empujó con tanta gentileza, que la puerta se abrió de par en par, rebotando con violencia, no se sabe si en la pared o en otro cuerpo intermedio.

Los cuatro jóvenes penetraron en el portal como los proyectiles de una andanada, precisamente en el instante en que eran abordados por los más ligeros rondadores de la calle.

Felicísimo volvió a cerrar con ímpetu la puerta dándosele un ardite de que tuviera ya la mano en el esconce uno de los perseguidores, el cual la retiró no incólume ni mucho menos, echando por la boca más sapos y culebras que un carretero aragonés.

Elina tomó la dirección de la escalera, después de haber agobiado de preguntas al magullado. portero, que estaba para todo menos para responder con concierto, y no se ocupaba de otra cosa que de oprimirse con las palmas de las manos media docena de chichones.

Cazurro, no contento con haber echado la llave, corrido el cerrojo y enganchado la barra de la puerta, la reforzó con los puntales de los brazos.

En esta posición estaba cuando Lozano fue a decirle:

-Sigue a ese joven caballero, y obedece puntualmente sus órdenes.

Ayala acompañó a Cazurro hasta el pie de la escalera, descolgó el farol que ardía en aquel sitio, extinguió la llama de un soplo, y protegido por la absoluta oscuridad en que quedó el recibimiento, entreabrió el ventanillo de la puerta.

Los dos jóvenes dirigieron a la parte exterior la visual de un ojo.

En el arroyo de la calle se había formado un grupo de individuos que iba creciendo progresivamente.

Uno de los circunstantes, que auxiliaba al obeso derribado, le preguntó solícito:

-¿Se siente usted con algún desperfecto grave, señor Botija?

-¡Botija! -murmuró Ayala:- ¡Vive Dios! Si la palabra es apodo, felicito al inventor; si es apellido, ofrezco mis cumplimientos a la Providencia.

El auxiliado consiguió sentarse a la manera de un musulmán, y contestó con voz quejumbrosa:

-Hasta ahora llevo reconocidos los brazos, los antebrazos, las tibias y los fémures sin encontrar fractura.

-¡Hum! No hay que cantar victoria -pronunció otra voz-; conviene continuar las investigaciones; he presenciado el golpe, y puedo asegurar a usted, señor Botija, que ha sido rudo.

-¡Y me lo cuenta a mí ese cernícalo! -balbuceó el doliente.

Después se llevó las manos a la frente, y repuso:

-¡Sendino!

Un mocetón de barba roja se acercó preguntándole:

-¿Qué quieres?

-Siento enmarañarse mis ideas y emigrar mis fuerzas -añadió Botija-; no sería imposible que me sobreviniera un desmayo. En ese caso, toma el mando de estas gentes, que aunque son poco ágiles para correr en auxilio de sus caudillos, pueden servir de algo todavía. Nuestra misión consiste en impedir a toda costa la fuga de la de Esquilache y sus hijas, o la salida de cualquier balija que pueda ocultar efectos suyos, aunque quien la conduzca sea un obispo. Por lo demás, es indispensable que te apresures a poner en conocimiento del señor Salazar la irrupción inverosímil en el colegio de los perros hidrófobos que nos han asaltado.

-Todo se hará como lo dices -contestó Sendino-; pero ¡bah! no es creíble que te veas en la precisión de resignar tus poderes; un hombre de tu sólida fabricación, no se desgarabilla por una costalada más o menos. Ponte en pie y anda ¡cuerno del diablo! Cuando se lleva un golpe, nada hay peor que la inmovilidad. Empínadle vosotros por debajo de los brazos.

Los más próximos circunstantes ejecutaron el movimiento aconsejado por Sendino, no obstante las reclamaciones de Botija; pero el suceso acreditó que el doliente apreciaba con exactitud su estado.

Apenas tocaron el empedrado los pies del mísero reclamante, dobló éste las piernas, cerró los ojos e inclinó la inerte cabeza sobre el pecho.

El síncope era evidente.

Botija fue conducido al portal de la casa situada frente al colegio, y colocado al lado del compañero de infortunio.

-Maese Ronquillo -dijo Sendino a uno de los presentes-, tú que eres albéitar ¿no podrías socorrer a estos cuitados?

-Sin duda -contestó el requerido-; que me traigan un pujavante, linimento inglés y agua-ras.

Los concurrentes se habían ido aglomerando en la calle hasta constituir un núcleo respetable.

Ayala se inclinó hacia Lozano, pronunciando:

-Tu procedimiento, Felicísimo, no ha podido ser más expedito para darnos entrada en el colegio; pero mucho me temo que ha de dificultarnos la salida.

Lozano meditaba; sus petrificados ojos habían dejado de observar la calle.

-¡Si sólo se tratase de nosotros! -añadió Tristán, echando una mirada de desdén al pelotón que capitaneaba Botija-, ¿pero a dónde que no sea al paraíso puede ir uno acompañado de mujeres?

Felicísimo continuaba cejijunto.

-¡Pardiez! -prosiguió Ayala:- me ocurre una de las más felices ideas que voy a comunicarte generosamente, aunque no sea más que para darte una lección por la avaricia con que te estás reservando las tuyas. Si mientras tú abres paso a esas damas con la espada sin par que Dios te ha dado, yo te cubro la retirada con la docena de camaradas que ayer nos secundaron en la plazuela de Antón Martín, tengo por cierto que nuestro tránsito por la calle de la Reina habrá perdido todos los inconvenientes que ahora presenta, pese a cuantos Botijas, Sendinos y Ronquillos aborte el infierno.

Lozano levantó la cabeza.

-¿Tienes en el bolsillo a esos camaradas? -preguntó.

-Como si los tuviera, por cuanto sé donde encontrarlos.

-Tristán, si tu pensamiento fuera factible, yo no sé hasta qué punto sería digno de mí aceptarle.

-A ver, explicame eso.

-Ejecutado el único acto en que consistía el formal compromiso que contraje, he podido considerarme personalmente desligado, para ulteriores empresas, de las entidades que de mí se valieron; pero ¿me sería lícito conducir al campo enemigo con armas y bagajes los hombres reclutados con los recursos de esas entidades?

-Felicísimo -dijo Ayala, con verdadera conmiseración-, no reconozco en ti más que un defecto, pero es de los mayúsculos, porque pertenece al género inocente que sólo cultivan ya en el mundo las esposas de Jesucristo. Procura corregirte: cuando esa pícara imperfección asoma la cabeza, eres tan vulnerable en la estrategia como fuerte en la táctica. ¡Qué sería de ti si en estas ocasiones faltase a tus escrúpulos el receptáculo de la ancha manga de Tristán!

La verdad era que Lozano objetaba por descargo de conciencia; porque después de todo, el plan de Ayala, no le parecía demasiado descabellado para ser obra de un cerebro ofuscado por los vapores de la manzanilla.

Tristán volvió a acercar la faz al ventanillo, y repuso:

-El sitio que vamos a sufrir, se formaliza, y como en todos los sitios son convenientes cuando no indispensables las salidas, voy a hacer la primera.

Ayala comenzó a destruir los atrincheramientos tan laboriosamente acumulados por Cazurro.

-Estaré a la mira para apoyarte en el momento en que sea necesario -dijo Lozano.

-Te aconsejo que no hagas tal cosa, Felicísimo, a menos que no tenga lugar el caso improbable de que llegues a verme en el suelo.

Y el buen Tristán se despidió de su amigo con un ademán lleno de confianza, abrió la puerta, cruzó el dintel, volvió a cerrar detrás de sí y se plantó en la calle con el garbo que le era habitual.

Apenas puso el pie en el empedrado, se vio cercado por los sitiadores, entre los cuales, acudió el primero su cabecilla accidental.

-¿A dónde va usted, buen mozo? -dijo Sendino.

-¡Cáspita! A donde me llaman mis asuntos -respondió Ayala tranquilamente.

-Hay contestaciones que no satisfacen.

-Tanto peor para los interrogadores.

-Se han dado casos en que la desazón ha sido para los interrogados.

-De todos modos, usted comprenderá que ciertas confidencias no se hacen en medio de la vía pública cuando como ésta, se encuentra llena de gente.

-No ha sido tanta la reserva de usted para vapulear a nuestros compañeros.

-Por esta noche no he vapuleado a nadie todavía.

-No miente en ese punto -exclamó uno de los fieles de fechos que nunca faltan en todas partes-; el magullador de Botija y del andaluz era menos alto, pero más hombre.

-¡Grandísimo bellaco! -gritó Ayala con indignación más cómica que trágica-, estoy pronto a probarte espada en mano, que no hay nadie más hombre que yo entre los nacidos.

-¡Silencio! -interrumpió Sendino:- ¿quién ha sido, pues, el agresor?

-Mi jefe -contestó Tristán.

-¡Ah!, ¿usted es un subordinado?

-Eso no humilla a nadie: lo que levanta de patilla es una estupidez del género de la que me ha dirigido el majadero a quien no he podido ver el rostro todavía...

-¿Y quién es ese jefe? -insistió Sendino, volviendo a interrumpir.

Ayala pronunció dando a su semblante cierta expresión de respetuosa consideración:

-Don Ermengaudo Fornspons de Lainguarfalansterio.

-¿Cómo? -preguntó el de la barba roja aplicando el oído.

Tristán reprodujo literalmente el nombre con admirable exactitud.

Todos los concurrentes debieron quedar perfectamente enterados, a juzgar por el silencio que siguió a la reproducción; pero por eso no dejó de continuar Ayala, persuadido de que ninguno de ellos era capaz de repetir el nombre en cuestión.

-Enhorabuena -repuso Sendino encogiéndose de hombros:- ¿pero qué es lo que ese revesado mandarín ha venido a hacer al colegio?

-He ahí un asunto de índole tan reservada como el que origina mi salida -contestó Tristán:- sin embargo, la convicción que abrigo de la identidad de nuestras miras en cuanto al fondo del motivo que a todos nos reúne en este sitio, me mueve a no negar a usted la respuesta, si en particular tiene a bien escucharla.

-¡Plaza! -dijo Sendino a los que le rodeaban.

Y se acercó a Ayala, el cual se había retirado hasta tocar en la pared.

-Nuestra misión aquí -articuló Tristán en voz baja-, ha sido significar a la de Esquilache una trascedental intimación.

-¿De parte de quién?

-Del consejo directivo del cuerpo de alborotados matritenses -añadió Ayala con el mayor aplomo.

-¡Ah! perfectamente.

-Con arreglo a nuestras instrucciones, mi jefe y compañeros deben no perder un momento de vista a la italiana hasta que decida de su suerte el consejo...

-Prudente precaución.

-Y esa suerte depende de la contestación de la marquesa que voy a participar a la honorable corporación que nos dirige.

-¿Contestación satisfactoria como no hubo otra en el mundo?

-Tan satisfactoria, que no desespero de volver dentro de poco tiempo con el mandato de conducir a la de Esquilache a la galera y a sus hijas al hospicio.

-Todo eso está en lo posible.

-En lo cierto ¡cuerpo de Dios!

-¡Sobre que no me opongo a nada!... pero el cometido de usted es de tamaña importancia, que con el fin de prestarle apoyo en cualquier azarosa contingencia, voy a disponer que acompañen a usted dos de mis hombres hasta el seno del consejo.

-Obligado -dijo Ayala imperturbable-; pero en vez de dos cuadrilleros ¿no podía usted poner cuatro a mis órdenes dando cabida entre ellos al individuo a quien tan buen concepto he inspirado? Me complacería en verle bajo mi férula, siquiera fuese momentáneamente.

-Aquí no se trata de las complacencias de usted sino de las mías -contestó Sendino.

Después se volvió hacía el concurso gritando:

-¡Gallardet! ¡Colodro!

Dos bigardos de mala traza armados de sendos montantes salieron al encuentro del capataz.

Sendino departió misteriosamente con ellos y regresó al lado de Tristán.

-Antes de la partida -pronunció-, tenga a bien el señor comisionado enseñarnos el forro de su capa.

-Es muy justo -respondió Ayala:- en punto a los tesoros de la italiana, no está demás hacer constar que todos jugamos limpio.

El joven caballero separó los embozos de la capa; y trazó con todo su vuelo la más airosa verónica que hizo nunca aplaudir en el circo taurino el diestro Costillares.

-¡Soberbio! -dijo el barbirrojo; puede usted emprender su caminata.

-Que me place -añadió Tristán:- hasta luego.

-Bah... la del humo.

Ayala y sus dos satélites tomaron la dirección de la calle de Hortaleza.

En la Red de San Luis se discutió un instante acerca del camino más corto para llegar al domicilio del consejo.

El móvil cuartel general de los directores de la asonada, se hallaba a la sazón instalado en una casa del centro de la Costanilla de Santiago.

Este local ofrecía una animación extraordinaria veinte minutos después de los sucesos ocurridos en la calle de la Reina.

Numerosos entrantes y salientes se entrechocaban en el portal sin luz, y en la escalera mal alumbrada, y las habitaciones rebosaban en seres inverosímiles de burdos trajes, pero de cabezas finas y manos perfectamente cuidadas, los cuales gesticulando como sordo mudos, hablaban más que bachilleres.

En uno de los gabinetes, el secretario Juan Antonio Salazar, que acababa de llegar del Rosario, recibía notas que adivinaba más bien que leía, contestaba consultas verbales, y dictaba órdenes a escribientes, todo con la nerviosa precipitación del hombre a quien devora la impaciencia por desembarazarse de un trabajo.

Cuando más engolfado estaba en la faena, le sorprendió el abordaje de un sugeto que llevaba la tercera parte de la cara cubierta por un lienzo ensangrentado.

-¿Qué ocurre a usted? -dijo el secretario sin fijarse apenas en el intruso.

-Una desgracia, señor de Salazar -contestó el vendado.

-Si se refiere usted a su persona, no era necesaria la aserción; ya veo que ha obtenido usted un chirlo.

-No menudo por cierto, pero no hablaba a usted de mí.

-Enhorabuena.

-Ante todo, por si el apósito que me desfigura ha impedido a usted reconocerme, le diré que soy Gallardet.

-Gallardet -murmuró Salazar; un individuo de la cuadrilla de Botija...

-En efecto.

-Ah, ¿tenemos novedades de la calle de la Reina? -repuso el secretario interesado repentinamente.

-Una invasión en el colegio.

-¿Por quién? ¡voto a mi estrella!

-Por cuatro desconocidos.

-¡Qué ha hecho Botija, vive Dios!

-Quedar como una rana en el arroyo.

-¿Y han vuelto a salir esos hombres?

-Uno tan sólo se atrevió, y Sendino dispuso que le condujéramos a la presencia de usted, con lo cual el mismo sugeto perecía conformarse...

-¿Dónde está el prisionero?...

-¡Qué si quieres!

-¡Se burla usted!...

-El detenido nos siguió en un principio sin objeciones; pero al llegar a la Plaza de las Descalzas, se cuadró, y nos dijo con la mayor impudencia, que nuestra compañía había llegado a serle nauseabunda, y que podíamos ir a emborracharnos a cualquier parte, el infierno inclusive... Hasta tuvo la avilantez de alargarnos una moneda, cuyo valor ignoro, porque quien la cojió al vuelo fue Colodro. Éste, en honor de la verdad, al mismo tiempo que se apoderó, del donativo, empuñó el brazo derecho del donante. Por mi parte le sujeté el izquierdo en el acto. Pero las acciones meritorias no son en el mundo donde encuentran el pago. Apenas asimos a aquel furioso, se desembarazó de nuestras garras con la fuerza de un jabalí, tiró de la espada, y se nos vino encima como un torbellino. En vano le opusimos nuestros estoques; a los pocos momentos, el pobre Colodro, herido de un puntazo, estaba fuera de combate, y yo caía desvanecido de un revés... Cuando volví en mí, el pájaro había volado...

-¡Ah, imbéciles! -exclamó Salazar furibundo-; no le traigáis atado codo con codo...

El murciano arrojó sobre una mesa los papeles que tenía en la mano, y se precipitó fuera de la estancia.

Era evidente que existía un plan para la evasión de la marquesa de Esquilache; ¿llegaría a tiempo de hacerle fracasar?

Pocos momentos después salía a buen paso de la Costanilla de Santiago, seguido de Pedro Gamonal y de algunos hombres de su escuadra.

La aparición del secretario del consejo en la calle de la Reina, tuvo lugar precisamente en el instante en que Botija volvía en sí, merced a una moxa detrás de la oreja izquierda que el doctor Ronquillo le aplicó por su mano.

Salazar recogió solícito cuantos datos pudieron proporciónarle las confusas ideas de Botija, y las respuestas precisas de Sendino; y después de meditado el caso, creyó que todavía no había serio motivo para darse por derrotado; pero que era necesario obrar inmediata y resueltamente.

A consecuencia de esta determinación, se encaminó a la puerta del colegio.

A la sazón no estaba Lozano en el portal.

Había acabado de ver con satisfacción el caballero la pacífica partida de Ayala, cuando oyó a la espalda el timbre de la voz de Cazurro.

El sombrío semblante del lacayo llamó la atención de Felicísimo.

-¿Qué tienes Perfecto desventurado? -preguntó Lozano.

-Encargo del joven caballero, para que se sirva usted subir al cuarto de la señora marquesa -contestó Cazurro con acento en absoluta armonía con lo mal humorado del rostro.

-Otro disgusto mayor han debido proporcionarte.

-No trato de ocultarlo.

-¿En qué consiste?

-En que mi amo, modelo de morigeración, me haya puesto a las órdenes de semejante pisaverde. -¿Qué significa eso?

-Que el tal mozalvete es un libertino.

Lozano fulminó a su doméstico una severa mirada.

-La frase es dura, pero exacta -prosiguió Cazurro-. Apenas el atrevido joven vio en su presencia a la hermosa señora marquesa, se arrojó sobre ella como un sátiro, y la devoró a cínicos ósculos, sin cuidarse de la presencia de las inocentes hijas del objeto que le inspiraba tanta lubricidad, y sin respetar mi propio pudor...

En otra ocasión cualquiera, Felicísimo hubiese soltado la carcajada; en aquel momento se contentó con sonreírse.

-Tienes razón Cazurro -dijo-, el asunto podía haber sido grave a no rechazar la marquesa la agresión... por que es de suponer que la rechazaría indignada...

El lacayo después de vacilar un instante, pronunció con cierto aire de conmiseración hacía la flaqueza femenil:

-Señor... corramos un velo...

-Córrele, oh Perfecto entre los perfectos, y vigila luego en este sitio.

Lozano subió al piso principal, se hizo indicar el aposento de la marquesa de Esquilache, y dio dos discretos golpes en la puerta.

Elina le franqueó la entrada.

La marquesa, abrazada por sus dos hijas, ocupaba un confidente en el estrado.

-Adelante, señor de Lozano -dijo la azafata-, mi amiga la marquesa desea saludar al caballero que arriesga su vida por salvarla.

-La señora marquesa me dispensa un honor inapreciable -contestó Felicísimo.

-No, señor de Lozano -exclamó la de Esquilache alargándole la mano-, lo que consagro a usted con fe ardiente, con admiración, con toda la efusión de mi alma, es la amistad más acendrada y el agradecimiento más profundo.

-Me confunde el generoso impulso de la señora marquesa; porque sin modestia, puedo asegurarla que en cualquier pecho noble, habría encontrado la desgracia que la hiere una adhesión igual a la mía.

-¡Ah, caballero! -añadió la de Esquilache con amargura-; ¿dónde están mis deudos, mis amigos?... todos quedan reducidos a dos; por eso concentro en ellos con vehemencia, cuantas gratas afecciones animan mi corazón.

Al pronunciar Pastora estas palabras, estrechaba con ambas manos las de Elina y Felicísimo, acercándolas una a otra hasta estar a punto de tocarse.

Lozano no pudo sustraerse al vivo deseo de que llegase a realizarse la conjunción. Afortunadamente el suceso no le comprometía; la marquesa no era el cura párroco de Elina.

-Por lo demás, señor de Lozano -prosiguió después de un intervalo la de Esquilache, cambiando en su tono la acervidad por la tristeza-; mucho me temo que la empresa que usted ha acometido sea superior a las fuerzas humanas.

-¿Por qué, señora?

-Desde que ustedes han llegado, la actitud de los hombres que me vigilaban es amenazadora... Diríase que se proponen seriamente asaltar el edificio.

-Confiamos en que no acabarán de decidirse a intentarlo antes por lo menos de que le abandonemos nosotros.

-¿Por ventura abriga usted esperanzas fundadas de evasión?

La azafata sepultó su mirada en los garzos ojos del joven.

-¿No trata usted de tranquilizar nuestro contristado espíritu con una ilusión de que no participa? -murmuró.

-No, a fe mía -contestó Felicísimo-, mi amigo Ayala ha ido en busca de algunos compañeros de brío, que desembarazarán la calle de la chusma que nos asedia.

Las dos damas dijeron simultáneamente:

-¡Si tuviéramos tanta fortuna!...

-¡Pluguiera a Dios!...

Un campanillazo, no tan desatentado como el producido por la mano de Felicísimo, pero suficientemente enérgico para volver a esparcir la alarma por el colegio entero, resonó en aquel instante en la portería.

La marquesa y Elina se extremecieron.

Lozano se disponía a tornar al piso bajo, cuando la voz de la esposa de Esquilache le detuvo.

-Si no es absolutamente indispensable -le dijo la marquesa-, ruego a usted, caballero, que no nos deje solas... Me domina un terror pánico.

Entonces Felicísimo se acercó a la ventana, y dirigió los ojos a la calle a través de las celosías.

El bloqueo no parecía haber adquirido carácter más amenazador que el que tenía diez minutos antes.

Quien no dejó de acudir al llamamiento fue el portero, que con una venda en la frente, que trascendía a vinagre a tiro de arcabuz, se aproximó a la rejilla de la puerta con las convenientes precauciones.

Cazurro se adelantó en el acto, y poniendo majestuosamente la mano en la guarnición de la terrible espada que fue de Tragaldabas, dijo con acento solemne:

-Declaro al señor plantón que no estoy dispuesto a consentir que franquee el paso a nadie.

-Creo que su señoría tendrá presente -contestó el portero refunfuñando-, que no está encargado de darme lecciones acerca del cumplimiento de mi deber.

-Me parece -replicó Cazurro-, que su merced no echará en olvido tampoco que sé hacer chichones.

-¡Quién llama! -preguntó el portero en voz alta.

-¡Pardiez! Quién desea entrar -contestó Salazar de mal talante.

-El aforismo evangélico llamad y se os abrirá no reza en esta casa con las personas desconocidas.

-La interpretación del santo texto no puede ser más recta -añadió Cazurro.

-Te prevengo, asno predicador -gritó Salazar-, que si vuelves a permitirte otra broma de semejante género, te hago derrengar a estacazos.

-Pregunte su merced a ese baladrón -repuso Cazurro-, si seduce el corazón de las mujeres cuando quiere entrarse por sus puertas con las mismas amorosas frases con que conquista la benevolencia de los porteros.

El plantón replicó indignado al murciano:

-La exposición de la doctrina contenida en los libros canónicos, sólo puede ser una broma para los impíos.

-¿Abrirás al fin, mal aprendiz de clérigos de misa y olla?

-No abriré.

-Perfectamente dicho -articuló Cazurro.

-¡Condenación! Con los anteriores visitantes no has sido tan intransigente, bestia del Apocalipsis.

-Pero lo deploraré amargamente mientras exista...

-¡Cuidado con deslizarse! -interrumpió Perfecto, arqueando las cejas.

-Vamos a cuentas -repuso Salazar, que creyó entreoír en el portal cierto murmullo combinado con la voz del portero-; ¿te niegas a abrir por tu espontánea voluntad, porque algún bergante te impone la suya?

-Envíe el señor plantón a paseo al impertinente inquisidor -murmuró Cazurro.

-¡Señor mío! -exclamó el portero exasperado:- yo no necesito espíritus santos.

Y dirigiéndose al ventanillo, añadió:

-No abro porque la señora superiora así lo ha dispuesto.

-Pues apresúrate a decir a la señora superiora que necesito hablarla en el acto.

-A esa pretensión pudiera no negarme.

-Niégate si quieres, y lo pondremos en tu cuenta para el momento próximo de la liquidación.

-¡Nuevas amenazas!

-La última no se dirige a ti solo.

Puedes asegurar a la superiora que si trata de esquivar la conferencia que reclamo, voy a demoler el colegio y el templo.

-Aconseje su merced a ese contratista de derribos que comience la demolición con la cabeza propia -pronunció Cazurro.

El portero, en vez de seguir la inspiración de Perfecto, contestó al murciano:

-Si la señora superiora accede a los deseos de usted, le escuchará por la próxima reja.

Iba el plantón a internarse en las habitaciones de la derecha, cuando le detuvo instintivamente un vivo movimiento de Cazurro hacía la puerta de la calle.

El portero, sin embargo, no tardó en tranquilizarse y prosiguió su camino. El buen Perfecto no hacía otra cosa que examinar, recorrer y afirmar la barra y los cerrojos.

Aunque la paciencia del caballero murciano no era mucha, no tuvo tiempo en esta ocasión para ágotarse.

La falleba de una vidriera dejó oír su estridente crujido en una de las ventanas inmediatas.

Salazar acudió en el acto, guiado por el reflejo de los cristales al girar su marco en los goznes. Al través de la espesa celosía pudo entrever unas tocas blancas.

-¿Es usted quien pretende hablarme, señor? -preguntó una voz femenil.

-Deseo, en efecto, hacer una manifestación a la señora superiora -contestó el caballero.

-Puede usted explicarse; aunque indigna, ejerzo ese cargo por la misericordia de Dios.

-Pues bien, señora, las personas que dirigen el movimiento popular, me han comisionado para hacer un reconocimiento en los papeles de la marquesa de Esquilache; y espero que no se oponga usted a que se me franquee inmediatamente la entrada en el colegio, con el fin de que pueda cumplir mi cometido.

-¡Un atropello en este santo recinto!

-Señora, empeño a usted mi honrada palabra, de que serán de todo punto respetadas las personas de la marquesa y de sus hijas. La intervención que me compete, se limita a los efectos de esa dama.

-Pero usted olvida o desconoce, caballero, que el colegio forma parte del templo de Nuestra Señora de la Presentación, y disfruta, por tanto, de todas sus inmunidades...

-Pero usted desconoce u olvida, señora superiora, que el templo de Nuestra Señora de la Presentación, y por tanto, el colegio adjunto, no gozan del derecho de asilo...

-Señor mío:...

-En Madrid no hay más que las iglesias parroquiales de San Sebastián y San Ginés que posean esa inmunidad canónica.

-Ni yo soy doctora, ni me consta que usted sea un eminente casuista; pero sé que donde no alcanza la protección de la extricta disciplina eclesiástica, debe llegar la piedad de los verdaderos fieles.

- Salus populi suprema lex est .

-¡Cuántos crímenes ha sancionado esa máxima!

-En resumen: ¿dispondrá usted que se me facilite el ingreso?

-Las prerogativas de la casa del Señor, de las cuales soy humilde depositaria, el amparo debido a la desgracia, y la voz de mi propia conciencia, no me lo permiten.

-Me pasaré sin el permiso, y no seré yo ciertamente el responsable de los tristes sucesos a que pueda dar lugar una invasión a viva fuerza.

-¡A tanto llegará la osadía!

-¡Pardiez!

-No hablaré a un impío de las iras del Altísimo; pero le conminaré con la indignación del verdadero pueblo de Madrid. El vecindario de este barrio es profundamente religioso, y acudirá en nuestra defensa apenas las campanas hagan resonar el toque de rebato.

Salazar ya no escuchaba a la superiora.

Trasladado el murciano en dos saltos al portal de enfrente, exhortaba con acerada frase a Gamonal, Sendino, Ronquillo y lo más florido de la banda, a que le secundaran dignamente en la meritoria empresa.

Se trataba de apoderarse de los papeles de Esquilache, salvados por su esposa, los cuales, según noticias del Consejo, contenían nada menos que un vasto plan de conjuración para desmembrar la monarquía, creando a la familia del advenedizo italiano un principado independiente en la parte de las provincias gallegas, contigua a la frontera portuguesa.

Todos aquellos esclarecidos varones, exaltados por el más acendrado patriotismo, lanzaron un rugido que no hubiera sido mis colérico, si les despojaran a ellos mismos de las tierras que se proyectaba aplicar al nuevo valle de Andorra.

Concebido instantáneamente el plan del asalto por Salazar, y comunicado a sus parciales con poca menos rapidez, la falange entera cayó sobre la fachada del colegio, corno hubiera podido caer una tromba devastadora.

Al aposento de la marquesa de Esquilache llegó un rumor sordo, indefinido, uno de esos ecos que son producto de muchos factores, y que suspenden el oído, porque anuncian un acontecimiento anormal siempre funesto.

Lozano volvió a acudir a la ventana, y aunque no podía ver desde ella la parte del templo y del colegio, la atenta espectación que demostraban los numerosos observadores situados en la acera opuesta de la calle, le hizo comprender que la escena presenciada era en alto grado interesante.

El hecho obtuvo completa explicación con la llegada de la superiora, pálida y azorada.

-Todo se ha perdido, señora marquesa -balbuceó la recién llegada-, esos renegados asaltan el colegio...

Elina ahogó un grito de desesperación. Pastora se llevó una mano al corazón como si acabara de recibir en él un rudo golpe.

En pos de la directora; penetraron algunas sobresaltadas institutrices, agravando con sus estrepitosos lamentos y desolados ademanes, lo alarmante de la situación.

Felicísimo se cuidó poco de todas aquellas contorsiones monjiles más coreográficas que conmovedoras; pero al ver a Cazurro en la entrada de la galería, le salió al encuentro.

-¿Han forzado la puerta? -preguntó.

-Todavía no -contestó Perfecto-; pero no conservo ilusiones acerca de la eficacia de ese obstáculo: en vista de los gemidos que la encina exhala, y de la facilidad con que se deja zarandear, me temo que ha de rendirse en breve a discreción.

-Pues bien, es necesario que atranques y atrincheres todas las comunicaciones interiores susceptibles de defensa. La señora superiora dispondrá que te ayuden los dependientes del colegio.

-Tres son en número, y de esfuerzo poco digno de estimación -respondió la superiora-; pero obedecerán cuantas órdenes tenga a bien darles vuestra merced.

-Ya lo oyes, Cazurro -dijo Felicísimo a su criado-; ha llegado el momento de honrar mi librea.

-¿Qué se propone usted, señor de Lozano? -murmuró la condesa entre inquieta entre subyugada por la tranquila frente del joven.

-Si no hay medio posible de evasión -contestó Felicísimo-, me propongo resistir enérgicamente la agresión hasta que el auxilio exterior que no desespero recibir de mis amigos, haga levantar el sitio a esa hez del populacho.

-¡Ah, caballero! -articuló la de Esquilache en el colmo de la angustia-, estaba escrito que toda la abnegación de usted no podría sustraerme a la saña de mi destino.

Las dos niñas cubrían a su madre de besos y de lágrimas.

-¡Valor, señora marquesa! -pronunció Lozano con más imperturbabilidad que nunca-: ¡trabajo y caro precio ha de costar a los enemigos de usted tocar a uno de los pliegues de su traje!

-¡Oh, buen Dios! -exclamó la superiora, ocultándose el rostro entro las manos-: ¡una escena de sangre en este sitio!

La más joven de las institutrices, aya siempre solicita de las hijas de Esquilache, se lanzó repentinamente hacía Lozano.

-Existe el medio de evasión que usted anhela, caballero -pronunció con una expresión de inefable entusiasmo:- puede usted salvar a la señora marquesa, y a esos angelicales pedazos de sus entrañas.

-¿Qué dice la hermana Beatriz? -preguntó vivamente Elina.

-Frases de perlas, señora condesa -replicó Felicísimo.

Y dirigiéndose a la institutriz, añadió con una dulzura que él mismo ignoraba poseer:

-¿Acabará de exponerme nuestra joven amiga su nobilísimo pensamiento?

-La exposición es breve -prosiguió Beatriz-, el camarín de la sacristía comunica por un largo corredor y varios sótanos con un patio perteneciente a una de las casas de la calle de San Miguel, donde están, según tengo entendido, las cocheras del marqués de Grimaldi. Es de creer que haya alguna puerta cerrada; pero de todos modos, siempre será menos difícil forzarla, que abrirse paso por entre los amotinados.

-Hermana Beatriz -pronunció severamente la superiora al oír publicar de aquel modo ciertos misterios de la localidad-; ¿con qué motivo ha podido llegar a tener conocimiento de semejante itinerario?...

Pareció a la joven tan extemporánea la pregunta, que se encogió de hombros por toda respuesta.

-¿Nos guiará en ese camino de esperanza nuestra hada benéfica? -dijo a la institutriz Lozano, que prefería no tratar de entenderse sobre el particular con otra persona alguna.

-En el acto -contestó Beatriz con la decisión y la confianza que inspira la generosa edad de diez y ocho años.

-No perdamos un momento, señora marquesa -añadió Felicísimo-, que compense la energía moral el abatimiento de las fuerzas físicas en esta ocasión suprema.

-Espero que el ciclo que ha escuchado las preces de mis hijas, no me negará el vigor indispensable -respondió la de Esquilache.

Felicísimo se dirigió a la meseta de la escalera, y llamó con potente voz a Cazurro.

El mancebo suspendió las obras de fortificación que dirigía en el piso bajo, amontonando detrás de las puertas cuantos muebles encontraba a mano, y acudió al llamamiento de Lozano.

Mientras la condesa recogía apresuradamente los efectos de su amiga, Beatriz corrió a la habitación de la superiora, se apoderó a todo evento de un grueso manojo de llaves, extrajo dos ganzúas del fondo de una alhacena, descolgó uno de los faroles que alumbraban la imagen de la protectora del colegio, y volvió al crucero de las galerías.

El equipaje de la marquesa, consistía en un maletín de cuero y en media docena de bolsas de mano.

Elina, Pastora y las dos niñas se repartieron las bolsas: de la maleta se encargó Cazurro a una seña de su señor.

Lozano, que fue el primero en salir del cuarto de la marquesa, oyó decir a Beatriz desde el ángulo del corredor:

-Deprisa, ¡Dios mío! ¡A la carrera!...

El tiempo debía apremiar, en efecto. A los gritos salvajes que resonaban por todas partes, se unían estruendos amenazadores.

Los fugitivos, precedidos por Beatriz, bajaron precipitadamente la escalera.

Por desgracia, la primera etapa de la marcha, conducía en línea recta a las posiciones ocupadas por el enemigo. La marquesa pudo oírse aplicar tales epítetos por acentos enronquecidos, que se cubrió el encendido rostro con las manos.

Al cruzar por delante de una ventana, cuyas vidrieras estaban hechas pedazos, vio Felicísimo una palanqueta que separaba las barras de la reja.

Con la rapidez del rayo y la fuerza de un titán, el joven arrancó el instrumento de los puños que le manejaban.

-¡Ah, tunante! -gritó el desarmado:- ¡si yo tuviese aquí un mosquete!

Lozano entregó la palanqueta a Cazurro, y se reunió a las damas.

A la sazón estaban detenidas delante de la puerta que comunicaba con el templo.

El sacristán, con el mal humor del que presiente una calamidad, acababa de contestar las siguientes palabras a las apremiantes reclamaciones de Beatriz:

-En verdad que yo no sé si debo...

-Por fortuna yo lo sé perfectamente -le dijo Felicísimo.

Y poniendo una mano en el cerebelo y otra en el coxis del sacristán, le llevó disparado como un cohete hasta la puerta, en la cual chocaron violenta y simultáneamente la nariz, el abdomen y las rodillas del pobre guardián del santuario.

-¡Abre! -pronunció Lozano con la sobriedad de un espartano.

No es fácil saber por la intercesión de qué buen genio se operó el milagro; pero fue lo cierto que en las trémulas manos del sacristán apareció una llave antes ausente, que ésta se introdujo como por sí misma en la cerradura, y que la puerta giró sobre su eje.

La nave de la iglesia sufrió inmediatamente una irrupción atropellada.

Iban a doblar las damas el ángulo de uno de los brazos que forman la cruz latina del templo, cuando aparecieron dos bustos sombríos en la claraboya abierta bajo el coro.

-¡Condenación! -profirió la boca de uno de aquellos bustos-, parece que las italianas tratan de huir.

-¡Huir! -exclamó el individuo a quien pertenecía la otra cabeza:- eso probaría que contaban con alguna salida oculta. ¡Voto a tal! hemos llegado a tiempo entonces... ¡Abajo, Gamonal! Que no se nos escapen...

-¿Abajo? ¡Diablo! Señor de Salazar, la altura es respetable.

-Descuélguese usted con la capa... yo la sostendré firme... Por mi parte seguiré a usted después aunque me estrelle...

Lozano, que no había perdido una palabra del diálogo anterior, acompañó a las damas hasta la entrada de la sacristía, y dijo a Cazurro:

-Perfecto: buenos puños para levantar cuantas puertas encuentres por delante.

En aquel momento resonó en las losas del piso de la nave el golpe de las gruesas botas de Gamonal, que acababa de saltar con menos dificultad de la que temía, merced al procedimiento ideado por Salazar.

-Adelante, señoras -añadió Felicísimo-, dentro de pocos segundos estaré de nuevo al lado de ustedes.

Después se quitó la capa, la arrolló al brazo izquierdo, y desenvainó la espada.

Durante el breve espacio de tiempo que el joven caballero invirtió en su acción, Salazar, enganchando la capa de Gamonal en la aldabilla que sujetaba el montante de la claraboya, se había arrojado al suelo.

Capa, aldabilla y montante le acompañaron en la caída; pero el objeto del artificio estaba conseguido: el golpe perdió una gran parte de su violencia.

-Creo, Gamonal -dijo el murciano, apenas se repuso-, que ese perillán que se adelanta, se propone disputar al león su presa.

-Para algo traerá en la mano el acero -respondió Gamonal, tirando del suyo.

-Pues bien; demos una buena lección al rufián de cotorras -replicó Salazar empuñando asimismo la tizona.

Felicísimo llegaba entonces a la zona luminosa que proyectaban las lamparillas del cuadro de las ánimas.

Pedro Gamonal dio un paso atrás exclamando:

-¡El hombre del convento de Valverde! ¡El Espadachín!

Lozano herido en lo vivo por el dicterio, se lanzó sobre el denigrador.

-¡Vuelve a tragarte esa palabra, gaznápiro! -dijo furioso.

Pero Gamonal, en vez de obedecerle le recibió en guardia; y como Felicísimo no tenía tiempo para insistir en la intimación con largos discursos, decidió favorecer de la más expedita de las maneras la ejecución del acto de deglución que tan imperiosamente había exigido.

Al efecto señaló una vuelta en segunda, y en el instante en que vio que se acudía a la parada dio a la mano la posición normal, y con una destreza que sólo él poseía sepultó cuatro buenos dedos de la punta de la espada en la boca de Gamonal.

El herido dobló una rodilla, y midió al fin el suelo de donde pugnó en vano por levantarse.

Tan rápida había sido la contienda que cuando Salazar llegó a la línea de combate para apoyar a Gamonal, este no necesitaba ya más auxilios que los de maese Ronquillo.

Lozano se revolvió en el acto contra el segundo adversario.

Las circunstancias apremiaban demasiado para que se entretuviera en tantearle: dio por supuesto que se las había con un torpe, y levantó la espada.

No era, en efecto, Salazar lo que puede llamarse un tirador, pero tampoco merecía mi total desprecio. El acero del murciano partió inmediatamente por la línea.

El golpe, sin embargo, sólo fue de graves consecuencias para la capa con que Felicísimo escudaba su pecho.

Los cien pliegues de la sarga eran atravesados por el hierro de Salazar, mientras caía sobre la cabeza de este la tizona de Lozano con el más gallardo de los tajos.

El grueso castor del chambergo amortiguó una parte de la fuerza del golpe; pero aún quedó la suficiente para que Salazar aturdido girase sobre sí mismo, y se desplomara inerte bajo el púlpito.

- ¡Sacrílegos! -gritaba el sacristán entretanto:- ¡Que caiga sobre vuestras cabezas la sangre con que habéis profanado la casa del señor!

La indignación del sacristán estaba plenamente justificada: porque era de creer que al hablar de sangre se refiriese a la que sentía correr de las narices que le pertenecían.

En el momento en que Lozano vio por tierra a sus dos enemigos, corrió a la sacristía, cerró por la parte interior la puerta provista felizmente de sólido cerrojo, y buscó el camarín de que Beatriz había hablado.

Merced a la vacilante llama de la candileja que tenía en la mano un ángel, dos veces de luz en aquella ocasión, Felicísimo no tardó en dar con la estancia indicada, y en encontrar en ella la salida del corredor.

Oscuro y largo era el pasadizo; pero como también era estrecho, y carecía de complicaciones trasversales no había posibilidad de extravío.

El joven recorrió rápidamente aquel tránsito con la mano izquierda en una de las paredes, y dándose cuenta de la otra con la punt de la espada.

El corredor acabó por desembocar en una bóveda rectangular y al fin del nuevo trayecto los ojos do Felicísimo vislumbraron el farol de la institutriz.

El caballero entonces volvió a envainar la espada para no alarmar a las damas, y se reunió con ellas a la carrera.

La condesa le miró de pies a cabeza.

-¿Ha ocurrido algún fatal incidente?- le preguntó.

-Ninguno -contestó Lozano sencillamente.

Elina era muy capaz de adivinar todo lo acaecido; pero no sería en verdad por los datos que pudieran ofrecerla el inalterable semblante de Felicísimo y el tranquilo timbre de su acento.

Una corriente fría y violenta que revelaba el aire libre, azotó de repente el rostro de los fujitivos. Habían llegado delante de una verja de cruzados barrotes cerrada por un candado ciclópeo.

Beatriz puso en manos de Cazurro las dos ganzúas, y el pestillo del candado cedió a la acción de una de ellas sin seria resistencia.

Perfecto empujó la verja y facilitó a los que le acompañaban el ingreso en un patio espacioso.

El recinto estaba alumbrado por una linterna que yacía sobre el brocal de un pozo. Al reflejo del clásico utensilio iluminador se divisaban dos puertas laterales, entornada la una, y completamente abierta la otra.

Cazurro se dirigió a la segunda acaso en razón a su aspecto de franqueza.

El primer objeto que vio fue un hombre anciano, cubierto con un gorro alto, tieso y puntiagudo. Aquel individuo se ocupaba en verter cebada de un talego en una medida de madera.

-¡La salida! -pronunció Cazurro.

El del gorro volvió rápidamente la cabeza, y al distinguir un hombre azorado con una maleta debajo del brazo, y una palanqueta en la mano, hizo la señal de la cruz, y dio un paso atrás exclamando:

-¡Misericordia! ¡Buena está la salida de este foragido!

A continuación se sepultó entre un cúmulo de costales que removidos por la nueva adición perdieron el equilibrio y resbalaron en todas direcciones.

Perfecto volvió al patio sin insistir en la pregunta: bastante respuesta le daba la evidencia de que se había metido en un pajar.

Beatriz fuese por instinto fuese por sapiencia, se encaminó a la puerta entornada. Detrás de la joven penetró todo el personal de la expedición en un pretil que terminaba en una vasta cochera.

Lozano se precipitó sobre el portón; quitó el pasador y la cadena, abrió uno de los postigos, y saltó al otro lado.

Se encontraba en la calle de San Miguel sombría y solitaria: esto es, como siempre apetece hallar la ruta el que acaba de evadirse de una prisión.

Capítulo XXII
Concepto que al héroe de esta historia merecen las especiales aptitudes eróticas que le adornan

La necesidad más urgente para los fujitivos, era alejarse del lugar donde se encontraban.

Lozano no tuvo que emplear muchas palabras para demostrarlo: el hecho estaba en la conciencia de todos.

La marquesa depositó un beso el la frente de la joven Beatriz al mismo tiempo que la puso en el dedo anular un solitario y aceptó después el brazo que Felicísimo la ofrecía. Elina tomó la mano de la más pequeña de las niñas.

Cuando los evadidos emprendieron rápidamente su marcha hacía la parte alta de la calle, oyeron un clamor que probaba que la superiora cumplía su palabra a Salazar. Las campanas del templo estallaban en el más furioso de los rebatos.

Apenas los expedicionarios doblaron la esquina de la calle del Clavel, Lozano se apresuró a decir:

-Nuestro primer cuidado consiste ahora en proporcionarnos un coche seguro.

-Ninguno más seguro que el mío -interrumpió Elina.

-¡Quién podría ponerlo en duda!.. ¿Dónde está la cochera?

-En mi casa.

-¡Ah, diantre!...

-Es cierto -murmuró la marquesa-, hasta esta noche, querida mía, no había calculado que pudiera llegar a ser una desdicha la circunstancia de que habitases en la calle de la Reina.

-No podemos, sin embargo, renunciar a esa idea.

-¿No es verdad que no, señor de Lozano?

-La vuelta al teatro de los acontecimientos sólo constituye un peligro para la señora marquesa, pero de ningún modo para mí.

-¡Cómo, Dios mío!.. ¿pensaría usted en separarse de nosotras en estos momentos?

-¿Por qué no, si antes las dejo en lugar seguro?

-¿En qué lugar?

-En mi propia habitación.

-Feliz pensamiento -exclamó Elina.

-¿Está lejos la morada de usted?

-Tan próxima está que si no existiera esa manzana de casas, podría usted verla desde aquí.

La frase era exacta, porque los interlocutores acababan de cruzar la calle del Caballero de Gracia, y entraban en la Ancha de Peligros.

-Apresurémonos, pues.

Dispensaron todos tan buena acogida a la invitación de la marquesa, que pocos minutos después llegaban a la Fonda de Levante .

Las damas se instalaron en el modesto albergue de Lozano con deleite poco menor que si hubieran tomado posesión de la parte que pudiera corresponderlas en el paraíso.

Felicísimo dijo a continuación a Elina:

-Ahora bien ¿se servirá la señora condesa indicarme los medios de que habré de valerme para conducir aquí el carruaje?

-Todos ellos se reducen a uno -contestó la azafata.

-¡Ah! tanto mejor: la simplificación me electriza.

-El medio en cuestión consiste en acompañarme hasta mi domicilio.

La marquesa besó a su amiga en la mejilla.

Lozano buscó a Cazurro con los ojos, entre otros motivos, para ver si se le volvía a alarmar el pudor; pero como el mozo no se hallaba presente, hubo de salir a llamarle.

El lacayo acudió a la primera voz.

Felicísimo le dijo a medio tono:

-Si hubiere algún curioso en la posada autorizo la indiscreción de que le confíes que acabo de recibir la visita de mi hermana y de mis dos sobrinas.

-Perfectamente, señor.

-Por lo demás, te hago responsable de la absoluta incomunicación y de la seguridad de mi familia durante mi breve ausencia.

Elina apareció en aquel instante: el joven caballero la siguió hasta la meseta de la escalera.

Lozano hizo un imperceptible movimiento para ofrecer la mano a la condesa; pero esta se deslizaba ya por los peldaños con el impulso aéreo de una sílfide.

Felicísimo, impresionable hasta la poesía, experimentó el más vivo de los sentimientos de despecho.

Las mujeres ven siempre las manifestaciones de esos sentimientos por insignificantes que sean; pero cuando no los ven los presienten. La satisfacción debía ser completa: ¡bien la merecía el pobre caballero!

Al poner el pie en la acera de la calle, Elina dijo a Felicísimo con una voz de timbre tan arrollador como el eco de un coro de serafines:

-¿Será conmigo tan galante como con la marquesa el señor de Lozano, permitiendo que me apoye en su brazo?

Felicísimo estaba desarmado, pero no rendido a discreción. El tono que empleó al contestar a la dama era mucho menos ardiente que el que las palabras parecían requerir.

-Con usted, señora condesa -articuló-, sería un millón de veces más galante, si posibilidad hubiere para ello.

-¡Cómo así! -replicó Elina pasando su mano por debajo del brazo del caballero:- ¿Dónde están mis títulos para competir con la marquesa?

-¿Los títulos de usted?

-En efecto...

Lozano fijó en el incomparable rostro de su compañera una intensa mirada; Elina levantó los ojos y sostuvo el fuego de la artillería de aquella visual con tan interrogadora avidez, que Felicísimo deslumbrado, palpitante, y punto menos que desvanecido fue el primero en bajar los párpados para sustraerse a una total derrota.

-La marquesa -prosiguió Elina-, ha ocupado hasta ayer la más envidiable posición de España, y ¡quién sabe el destino que le está reservado todavía en los insondables abismos de la política!

-Aunque el pretérito sea de reciente data, no por eso es presente -imaginó irónicamente el caballero.

-Por otra parte -continuó la de Bari-, si bien la marquesa es poco menos joven que yo, es en cambio mucho más bella...

-¡Ah, hipócrita! -pensó Felicísimo-, harto persuadida estás tú de lo contrario!

-En fin -añadió Elina-, para todos los corazones de nobleza y generosidad, y en el de usted brillan esas cualidades como en ninguno, la marquesa posee en la actualidad el irresistible imán de la desgracia.

-Me hablas de imanes, pérfida -se dijo Lozano-, después de haberme sometido al encadenador fluido tu mirada.

-¿Por qué el señor de Lozano no había de rendir el natural tributo a ese conjunto de seducciones?

-La marquesa no es libre...

-Cierto; ¿pero es esa la piedra angular de mis ventajas?

-No, señora condesa.

-Esperaba la frase: no me olvido de la aversión de usted al lazo conyugal.

-Aversión invencible de que la señora condesa participa.

-Ahora no hablarnos de mis defectos; creo por el contrario...

-Usted, sin embargo, se complace en recordar los míos.

-Señor de Lozano...

-Señora condesa...

-El carácter de usted, es tan sin par como el temple de su alma: fantástico, maravilloso... ¿Por ventura mi atractivo para con usted consistiría en mis imperfecciones?

-¡Ah, qué idea! -exclamó Felicísimo, incorregible en su sistema de contestar una pregunta con otra: ¿por acaso las preferencias tan gratas para mí con que la señora condesa me ha distinguido en ocasiones, no reconocerían otra causa que mis malas propiedades?

Elina quiso proporcionar a aquel terrible espíritu infantil la satisfacción de una victoria, y no insistió en hacerle pasar por las horcas caudinas de un piropo.

¡Qué podía importar a la condesa ser vencida afectar serlo en un combate parcial, si contaba con conseguir el objeto de la campaña!

La joven dama acercó la cabeza al hombro de Lozano, y le deslizó al oído estas palabras, tan acariciadoras como un beso:

-Ignoro si el señor de Lozano tiene alguna propiedad que no sea buena; pero sé que es noble hasta el lirismo épico, apasionado hasta el frenesí, bravo hasta el heroísmo, y gallardo hasta la perfección.

El edificio de la soberbia de Felicísimo se conmovió en sus cimientos.

-Dura es la lección -murmuró-, pero no inmerecida. Ese es, en efecto, el lenguaje que habla a las damas el hidalgo de buena raza que ha acertado a depurar su tosco provincialismo en el crisol de la cultura cortesana.

-No, caballero: este es el idioma de la gratitud, de la sinceridad, de la adhesión...

Para exteriorizar sin duda la idea que la última palabra expresaba, Elina le adhirió al brazo del joven con la intimidad, afecto y abandono que hubiera podido emplear con un hermano.

Lozano veía a cuatro dedos de sus labios aquella seductora cabeza con la cual tantas veces había soñado, irradiando divina luz de los ojos, suavísimos efluvios de la aterciopelada cabellera y embriagador aliento de rosa de la purpurina boca.

Algo parecido a un vértigo nubló la razón del caballero y comunicó a todo su ser un extremecimiento profundo.

La condesa, que observaba los efectos de su influencia en el joven, como estudiaba el augur las palpitantes entrañas de su víctima, acortó el paso diciendo sorprendida:

-Perdónenme Dios y usted si me equivoco; pero me ha parecido advertir que usted temblaba...

-Ha apreciado usted mi estado con exactitud -contestó Felicísimo mal repuesto.

-¿Y qué motivo?...

-Señora: tiemblo de miedo.

-¡Usted! ¡Un león!

-¡A qué negarlo!... Hay un pensamiento que me aterra.

-¿Cuál?

-El de inferir a usted una ofensa.

-¡A mí! ¿Cómo? ¿Por qué?

-Tanto valdría preguntar al rayo por qué aniquila cuanto hiere. ¡Oh! Porque hay leyes inmutables que rigen la materia; porque existen cualidades o si se quiere defectos de organización que llegan a ser irresistibles; porque hay ojos que fascinan, acentos que arrebatan y contactos que extravían...

-Sobre todas esas leyes; sobre todos esos defectos; sobre todos esos instintos está un talismán infalible -replicó la condesa con cierta seriedad.

-¿Cómo se denomina?

-La voluntad humana: y cuando ésta es tan vigorosa, tan digna y tan leal como la que al Omnipotente debe usted, nada a su lado tiene que temer una dama.

Difícil sería averiguar si Elina concedía efectivamente a su caballero una confianza tan omnímoda como acababa de asegurar; pero por lo menos, se propuso probarle que no fingía.

La mano derecha, hasta entonces libre de la condesa, fue a unirse a la izquierda. Colgada en esta posición que tenía algo de abrazo, Elina murmuró con un tono impregnado de interés, de dulzura y de molicie:

-¡En fin, loado sea Dios! El inopinado extremecimiento de usted me había inspirado una inquietud vivísima: temí que en los rápidos sucesos del templo hubiese usted recibido alguna herida.

La mujer modifica todo lo que toca. Era evidente que Lozano carecía en aquel momento de libre albedrío; pero no fue con la impetuosidad del insensato, sino con la blanda docilidad del autómata, como el joven tomó la mano de la condesa, se la aplicó al lado izquierdo del pecho, y se dijo así mismo pensando en alta voz.

-En efecto, creo que estoy herido en el corazón...

Elina se detuvo, pero no retiró la mano. ¿Sería que se complaciese en sentir las palpitaciones de aquel corazón de diamante? ¿Sería que otro acontecimiento la estuviera llamando la atención?

La verdad era que no faltaba motivo para la segunda versión. Los dos jóvenes sin saber cómo ni por dónde habían llegado al ángulo que forman tas calles de Hortaleza y de la Reina, y en la parte baja de la última, se distinguían, a la rojiza luz de algunas teas, grupos informes agitándose a impulsos caprichosos.

Por lo demás, el toque de rebato de las campanas del colegio había cesado completamente; el enemigo debía haberse hecho dueño de la plaza.

Aquel espectáculo volvió a Lozano al mundo de la realidad.

La condesa oprimió con la punta de los dedos la mano del caballero un segundo antes de abandonarla, y pronunció con rapidez.

-Hasta mi casa no hay obstáculo alguno; volemos.

De una carrera llegó la dama a su morada.

Una feliz coincidencia evitó la pérdida de tiempo. La puerta estaba a la sazón entornada, merced a la curiosidad de un lacayo que atisbaba las ocurrencias del colegio de las Niñas de Leganés.

El doméstico se quedó estupefacto al reconocer a su ama en el joven que se coló de rondón en el portal, le cruzó como un meteoro y trepó, por la escalera conmoviendo la casa entera con la multiplicación de llamamientos.

Felicísimo, que llegó al domicilio de Elina un instante después que ésta, permaneció en el portal paseándole de arriba a abajo, no obstante la invitación que se le hizo para pasar al recibimiento.

Felicísimo comprendía que para acabar de despertar de su breve sueño, le eran convenientes varias ráfagas de aire libre, y algunos minutos de aislamiento para darse cuenta así mismo de los fantásticos recuerdos que la perturbada imaginación le ofrecía.

El resultado de la meditación del digno caballero no fue muy satisfactorio para su amor propio.

Convino en que era lo que puede llamarse un solemne majadero, un grotesco prototipo de sensiblería y el juguete de una coqueta.

El ruido de un carruaje, procedente del patio, arrancó a Lozano de la irónica complacencia con que parecía sepultarse en el abismo de tan pesimistas conclusiones.

Aquel vehículo era un coche de reducidas dimensiones, tan ligero como una berlina; le arrastraban dos soberbios caballos negros.

Al pasar al lado de Lozano, el auriga detuvo sus corceles; la portezuela del carruaje se abrió a impulso de una mano invisible y la voz de Elina dijo a continuación:

-¡Adelante, caballero!

Felicísimo, obediente como un recluta de Eros, pero prevenido como un veterano, montó en el coche, volvió a cerrarle y se acomodó en el asiento del vidrio.

El cochero enarboló su látigo y los brutos partieron al gran trote.

La oscuridad impedía a la condesa distinguir el semblante de su compañero; pero para comprender que había tenido lugar en su ánimo cierta reacción, no necesitaba otra luz que la privilegiada intuición de que estaba dotada.

Por aquella vez, sin embargo, Elina no trató de reconquistar el terreno perdido.

Las circunstancias habían llegado a hacerse más delicadas. Un demente podrá no ser responsable de los extravíos a que se entregue durante uno de los paroxismos de la afección que padece; pero las acciones, producto de la inconsciente garra, no por eso dejan de causar tan perfecto estado, como si las hubiese ejecutado la mano del hombre más cuerdo del mundo.

La mutua reserva originó un silencio forzado, y como la distancia no era mucha, y el carruaje devoraba el espacio, el conductor detuvo sus trotones a la puerta de la Fonda de Levante antes que ninguno de los dos jóvenes hubiera aventurado la primera palabra de un nuevo diálogo.

Felicísimo saltó en tierra y ofreció la mano a la condesa para que pudiera imitarle. La dama le dio las gracias con acento dulce como un suspiro y corrió en la dirección de la escalera.

Lozano llamó a Cazurro dos veces, dándose palabra a sí propio de arrancarle una oreja si le obligaba a recurrir al tercer llamamiento.

Por fortuna, el lacayo se presentó un momento antes de que su nombre volviera a salir de los labios de Lozano.

-Ensilla inmediatamente al Moro -dijo Felicísimo, apenas vio a Perfecto.

-Acabo de hacerlo, señor -contestó Cazurro:- juzgué que era una prevención que no estorbaba en lo más mínimo.

-Has juzgado menos mal que acostumbras.

-Mi buen señor me hace justicia injustamente.

-No me vengas a mí con logogrifos. Elige por tu parte el mejor jamelgo de la cuadra.

-¡Por mi parte!

-Le tomo esta noche a mi servicio: ponlo en noticia del administrador.

-¿Pero es que voy a cabalgar al lado del carruaje?

-Claro es ¡mil rayos!

-Hum... no quiero ocultar a mi señor que monto de una manera deplorable.

-Y bien, si te estrellas tanto mejor: lo tendrás merecido por haber descuidado esa parte de la educación.

Mientras Cazurro iba a cumplir las órdenes de Felicísimo, aparecieron en el portal las damas cargadas con sus efectos.

El acomodo del personal y material en el vehículo, se llevó a cabo con menos abuso de tiempo y de melindres que el que se hubiera hecho en circunstancias normales; pero no faltó el suficiente para que Elina se hallase en tierra todavía cuando Cazurro salió a la calle con la brida de un corcel en cada brazo.

El lacayo miraba de reojo a su rocinante con la prevención que se mira a un enemigo.

Lozano cambió algunas palabras con la condesa, y dijo a media voz al cochero:

-A la Puerta de Recoletos, y después a Palacio por la Ronda.

En aquel momento sintió Felicísimo el ruido que produce un objeto al caer sobre el empedrado.

Los ojos del caballero buscaron y hallaron en el acto el objeto en cuestión.

Era un rapaz de siete a ocho años que acababa de desprenderse de la trasera del coche.

Movido Lozano por su instinto de desconfianza, cerró el paso al muchacho en el instante en que iba a partir a la carrera.

-¡Chicuelo! -le dijo:- ¿cuándo te has subido al carruaje?

-¡Bah! Cuando he querido que me paseen como si fuera un señor -contestó el rapaz.

-¿Y por qué te bajas ahora?

-Porque no quiero que me lleven más lejos.

-Contestas como el enjendro de un renegado, pero voy a darte tu merecido. Cazurro tira al pozo del patio a este granuja.

-Por favor, caballero -profirió Elina intercediendo-; ¿qué mal puede causaros esa pobre criatura?

-¡Hem! ¡Quien sabe! -murmuró Lozano.

Y sacudió un puntapié al chico, que cruzó como una exhalación la calle de Alcalá, y desapareció por la de Peligros.

La portezuela del coche se cerró detrás de la condesa; Felicísimo saltó sobre la silla sin poner el pie en el estribo, y la fusta del auriga hizo crujir su tralla.

En cuanto a Cazurro, encaramado en su aparejo jerezano, a la manera que Dios le dio a entender, se dejó conducir por el caballo en pos del carruaje con los puños crispados en los borrenes, los estribos sueltos, las posaderas convertidas en los mazos de un batán, y los cinco sentidos consagrados a la conservación del equilibrio.

Capítulo XXIII
Un abrazo y una lágrima

Durante el curso de los sucesos referidos en el capítulo anterior, la planta baja del colegio de las Niñas de Leganés, había sido invadida por la turba sitiadora.

Entre los lebreles que seguían la pista del murciano y de Gamonal, no faltó alguno de tan finos vientos que diese con la puerta de comunicación con el templo. A los gritos del primer intruso, acudieron otros amotinados, y se recojió a los dos heridos que yacían sobre el pavimento.

A punto estaba Salazar de salir de las airadas manos de Lozano para caer en las de Ronquillo, si una providencial circunstancia no hubiese favorablemente intervenido.

El sacristán, que acababa de conseguir ver restañada su hemorragia nasal, se acercó a los individuos que sostenían al murciano, y examinó su estado.

El caballero sólo tenía una corta solución de continuidad en la piel del cráneo; pero la contusión era extensa, y la conmoción cerebral profunda.

Tomó el sacristán el pañuelo blanco que asomaba en el bolsillo de Salazar, le empapó en la próxima pila de agua bendita, le plegó en cuatro dobleces, y lo aplicó sobre la parte contundida.

El resultado fue maravilloso, no sabemos si por la simple acción del frío de la compresa, por la virtud del agua santa.

Salazar exhaló un prolongado suspiro como se hubiera visto libre de un peso que le abrumara el pecho; después hizo una mueca extravagante, y acabó por administrar un puntapié maquinal al aplicador del pañuelo húmedo.

El sacristán copió el gesto del doliente, y se retiró lo suficiente para ponerse a cubierto de una reincidencia, murmurando:

-Así paga el diablo a quien bien le sirve.

Los ojos del murciano, abiertos por fin, se fijaron en la puerta de la sacristía con una expresión indefinible de ansiedad y de encono.

-¡Por allí, Sendino! -dijo al barbirrojo que le sostenía la cabeza-; por aquella puerta han huido... persíganlos ustedes... deténganlos a viva fuerza... Los efectos de los fugitivos, ¡mil tempestades! A toda costa los bultos que conducen...

Sendino, seguido de algunos compañeros de cuadrilla, se lanzó hacía el sitio que Salazar indicaba.

En cuanto al secretario del consejo de los amotinados, como si el esfuerzo que acababa de hacer le hubiese aniquilado las fuerzas, volvió a desmayarse.

Entonces el albéitar Ronquillo le hizo trasladar a la portería del colegio, y se dispuso a prodigarle los más enérgicos auxilios.

Estaba escrito.

Pero también es un hecho que hay naturalezas díscolas, que no sólo triunfan de la enfermedad, sino hasta del médico por extraordinaria que sea la ciencia de éste; y como Salazar debía poseer una de esas organizaciones, tornó a la vida intelectual después de cierto período.

Entre las primeras personas que el murciano reconoció, se encontraba Sendino.

-¿Y bien? -le preguntó incorporándose.

El interrogado sacudió la cabeza negativamente.

-Un largo pasadizo -contestó-, nos condujo hasta la calle de San Miguel; pero ya no se divisaba en ella alma viviente.

-¡Un naufragio en la orilla! -rugió Salazar crispando los puños-; ¡vencido por la fatal intervención de un hombre abortado del infierno!

-La verdad es que ese can hidrofóbico -articuló Ronquillo-, ha convertido la calle de la Reina en un hospital de sangre.

-¿Y no dejaron un indicio de la dirección que tomaban... una esperanza de persecución?..

-Ni el más pequeño rastro. Sólo posteriormente ha llegado a mi conocimiento un suceso que pudiera relaciónarse con la continuación de la fuga de la italiana.

-¿Qué suceso es ese?

-Una hermana que tengo para expiación de mis pecados, debe a no sé qué perdido, un muchacho de la piel del mismo Lucifer.

-Al grano.

-Ya de regreso al colegio he podido echar la vista encima al tal semi-sobrino; y al exigirle cuenta de sus últimas correrías, le he arrancado entre dos repelones una revelación curiosa. El pillete acababa de apearse de la zaga de un coche que le había conducido desde la casa de la condesa de Bari hasta la Fonda de Levante , sita en la calle de Alcalá.

-Adelante...

-En ese carruaje, se instalaron una dama, dos niñas y un joven caballero, portadores de numerosos sacos de viaje.

-¡Ah... condenación!

-Y al partir el vehículo, escoltado por dos hombres a caballo, se dio al cochero la instrucción que voy a repetir...

-¡Elije usted para interrumpirse este momento!

-Quería recordar las mismas frases que me dijo el mico. Hélas aquí: a la Puerta de Recoletos, y después a Palacio por la Ronda.

-El murciano balbuceó como hablándose a sí mismo:

-Ellos son: no puede caber duda: el número de unas y otros concuerda. Los tres acompañantes y el sugeto que volvió a salir del colegio, forman la suma de los hombres que arrollaron al imbécil de Botija.

Por espacio de dos minutos los pensamientos chispearon en el febril cerebro de Salazar, como los destellos de un crisol enrojecido. Al cabo de ese tiempo, había adoptado una resolución y perfeccionado un plan.

-Sendino -dijo irguiendo la frente-, yo no sé si la fatalidad nos deja tiempo todavía para luchar con alguna esperanza de buen éxito; pero por nuestra parte, no podemos abandonar la partida que jugamos, mientras no nos conste que está definitivamente perdida. Utilicemos los escasos medios que nos quedan: todos ellos consisten en la ventaja de conocer los proyectos del adversario, en la rapidez de movimientos con que cuenta el que del centro acude a la circunferencia, y en las favorables contingencias que el acaso pudiera proporcionar. Escoja usted siete hombres decididos, entre los cuales se cuente Garin, provéalos de carabinas en la armería de Santibañez, y vuele con ellos a la Puerta de San Vicente.

-¡De San Vicente! -exclamó Sendino admirado.

-Se trata de salir al encuentro de los fugitivos, más bien que de perseguirlos -prosiguió Salazar-. Una vez en la Puerta, divide usted su escolta en dos cuadrillas: Garin y tres de sus compañeros, deben seguir la Ronda, en dirección al Puente de Segovia, hasta tropezar con el coche. Usted y los hombres restantes toman el camino de San Antonio de la Florida.

-Esto es, marchamos en sentido opuesto.

-Precisamente: abrigo la esperanza de que usted sea el afortunado en el encuentro: la salida de la italiana por la Puerta de Recoletos, parece indicarlo; pero no por eso puedo dejar de atender a la hipótesis inversa.

-Vengan ahora instrucciones respecto al carruaje.

-¡El secuestro inmediato, voto a los once cielos!

-Supongamos que los que le escoltan se resisten...

-Los fusilan ustedes. Es necesario que no de un paso el coche hasta que yo me presente sobre el terreno. Aseguro a usted que no se hará esperar mi llegada, porque voy a seguir con buenos caballos la pista de los fugitivos.

-¡En el estado en que usted se encuentra!

-Este empeño vale para mí más que la vida. Sendino: presteza y energía: la recompensa estará en relación con el servicio.

El caballero apoyó con fuerza las manos en el banco donde estaba reclinado, y se puso en pie pálido y rígido.

Creyendo que iba a vacilar se adelantó el barbirrojo a sostenerle; pero el murciano era un hombre de bronce, sometido a una voluntad de acero.

La crispada mano del herido, se estendió hacía la puerta con un ademán entre imperioso y suplicante.

Sendino salió a la calle de una carrera.

Salazar se apoyó después en el brazo del doctor Ronquillo, y con paso tardo, pero con espíritu inquebrantable, abandonó también el colegio.

El coche de la condesa de Bari, había, entretanto, desaparecido en las alamedas del Prado con tan vertiginosa rapidez, que permitía presumir que el bien mal meditado plan del caballero murciano iba a ser una labor verdaderamente perdida.

Lozano trotaba a la portezuela, escudriñando con mirada de lince los troncos de los árboles que se deslizaban por ambos lados del paseo como una hueste de fantasmas.

Ya había dejado atrás el carruaje el convento de religiosos recoletos y la Escuela de Veterinaria, cuando creyó advertir Felicísimo una circunstancia tan inesperada como poco satisfactoria, que le hizo aflojar la brida y oprimir los lomos de Moro.

El potro se impulsó de buena gana hacía adelante, como siempre que se trataba de enseñar las ancas a algún compañero de raza.

El joven caballero no se había equivocado: la verja de la Puerta se encontraba cerrada.

De los labios de Lozano se desencadenó un juramento que hubiera hecho conmoverse cielos y tierra, si unos y otra no estuvieran curados de espanto en ese punto.

Felicísimo se acercó a la ventana de la casilla del guardián, y dio dos golpes en el marco con toda la indiscreción posible.

Al guardián, si existía, debía importársele un bledo que le esperase alguien tomando el sereno.

El estado del ánimo de Lozano no era precisamente idéntico: así fue que enarboló las riendas y azotó con tan gentil donaire la ventana, que no dejó vidrio sano en toda ella.

Al chillón estrépito que produce la fractura de esa trasparente fundición de arena, potasa y litargirio, contestaron en el fondo de la casilla dos voces de contralto y bajo profundo, con la misma acritud que si aquellos que las poseían acabaran de verse sustraídos al más dulce de los éxtasis.

-¿Qué es lo que se desea? -preguntó el contralto al otro lado de la ventana, la cual ya no necesitaba ser abierta para servir de locutorio.

-¡Ira de Dios! Se desea salir por la Puerta -respondió Felicísimo.

-La pretensión no merecía tanto lujo de ruido; porque es irrealizable.

-¡Cómo que es irrealizable!

-Lo dicho: ya ha pasado la hora en que el señor corregidor ha dispuesto que se cierre todas las noches la Puerta.

-El señor corregidor ha dispuesto una tontería.

-¡Y a mí qué me cuenta usted!

-¡Mal rayo!

-Puede usted acudir a la Puerta de Alcalá: la encontrará abierta todavía.

-¡Dorotea! -gritó el bajo profundo:- no des consejos a ese belitre: que elija el camino que más le cuadre, con tal de que le conduzca línea recta al infierno.

-¡Hola, enano de la venta! -exclamó Lozano- ¿Te podré yo ver aunque no sea más que la punta de la nariz?

-¡Quién lo duda! Voy a salir para que usted me pague el valor de los cristales que me ha roto.

-Te estoy esperando; pero no para pagarte los vidrios de tu madriguera, sino para romperte encima las costillas.

La puerta de la casilla giró sobre los goznes, y apareció en el paseo un individuo que de todo tenía menos de enano, porque la estatura que debía a la naturaleza pasaba de seis pies.

-Señor mío -dijo el guardián-, yo no pertenezco al número de los hombres a quienes se rompe esa clase de huesos: he sido furriel del regimiento de dragones del rey, y conservo la espada que esgrimí en Miranda y en Almeida.

-Por favor, caballero -pronunció la marquesa, bajando el vidrio de la portezuela:- de usted a ese hombre el dinero que quiera, y que nos abra la verja para que podamos continuar nuestro camino.

-No quiero más dinero que el que vale el destrozo de la ventana -contestó el ex-dragón:- en cuanto a abrir la verja es inútil insistir en ello, así intervengan todas las preces de un convento de monjas, todas las baladronadas de una cuadrilla de matasietes, y todos los tesoros de las minas del Potosí.

-¡Miserable! -profirió Felicísimo, dirigiendo su caballo hacía el guardián-; voy a hacerte un honor que no mereces: corre a buscar esa espada de que hablabas. La palabra belitre que directamente me has aplicado, y el indirecto equívoco de las baladronadas, merecen dos buenas estocadas.

-Enhorabuena: jamás me he negado a darlas ni a recibirlas.

El guardián hizo una evolución sobre los talones, y se internó de nuevo en la vivienda.

Lozano dijo entonces al cochero:

-Prosiga usted la ruta con dirección a la Puerta de Alcalá: antes de cinco minutos habré vuelto a reunirme con el carruaje.

La condesa de Bari creyó indispensable su intervención.

-Señor de Lozano -exclamó:- semejante riña en las críticas circunstancias en que nos encontramos, sería mucho más que una grave imprudencia; sería, una verdadera puerilidad.

-No será otra cosa que dar una lección a un insolente.

-¿Y de qué podrá servir esa lección al objeto de nuestra expedición? En todo caso sólo contribuirá a comprometerle. En la réplica de usted, caballero, hay un egoísmo que subleva.

-Mi detención no comprometerá nada, señora condesa; porque empeño mi palabra de honor de estar de nuevo al lado de ustedes antes del tiempo que he fijado. Durante tan breve ausencia acompañará al coche mi lacayo.

-Nosotras no hemos confiado nuestra salvación con fe ciega a la vigilancia de un lacayo, sino a la lealtad de usted, señor de Lozano.

-¡Diantre! -murmuró Felicísimo, mordiéndose los labios.

Había precisión de echar el resto.

Elina estendió la mano hacía el joven, y con un acento en que vibraba el más absoluto despotismo, dijo rotundamente:

-Síganos usted, caballero. ¡Yo lo quiero!

La poderosa influencia que aquella mujer había llegado a ejercer sobré Lozano, podría ser a los ojos de éste el más inexplicable de los fenómenos; pero era un hecho comprobado.

Hasta Moro pareció estar sujeto a la fascinación del mismo basilisco; porque apenas vio volverse el carruaje, se puso en su seguimiento sin contar para nada con Felicísimo.

El joven caballero, arrastrado por la fatalidad, pasó al lado de Cazurro que llegaba jadeante en aquel momento con la capa colgando de la grupa hasta barrer el suelo, y con el sombrero en la mano para que por tercera vez no se le emancipara de la cabeza.

-Cazurro -le dijo-, el guardián de la Puerta me ha inferido una ofensa grave: sustitúyeme dignamente, y rómpele el testuz, ya que consideraciones de un orden elevado, no me permiten rompérsele por mí mismo.

El lacayo refrenó su caballo en el colino del estupor.

-Después síguenos por la subida del Retiro -añadió el caballero-; pero guárdate bien de volver a ponerte en mi presencia sin llevarme, por lo menos, los bigotes del malandrín.

El que fue furriel de los dragones del rey, se adelantaba por el paseo, montante en mano, expectorando desaforadamente todo género de dicterios.

Lozano tuvo una inspiración sublime para no oír alguna palabra que le hiciera caer en la tentación de volver pies atrás, desobedeciendo a la condesa. Cojió la brida con los dientes, se tapó los oídos con ambos puños y continúo trotando heroicamente.

A encontrarse sola en el coche, Elina, que no dejó de advertir la maniobra, habría alargado de buena gana la diestra al caballero para recompensarle de algún modo por tan extraordinaria prueba de abnegación.

El contratiempo de la Puerta, alteraba de una manera fundamental, el itinerario de Lozano.

Durante el regreso por el paseo de Recoletos, pensó el joven en seguir en línea recta el Prado hasta la Puerta de Atocha, y en tomar desde allí la Ronda en dirección opuesta a la premeditada.

Las ventajas del cambio eran notorias en punto a economía de tiempo, por cuanto se suprimía un trayecto de media legua; pero había en el seductor rumbo en cuestión, un inconveniente capital. Se corría el riesgo de que la Puerta de Atocha, en su cualidad de tránsito de segundo orden, estuviese cerrada como la de Recoletos, y a cargo de un guardián de la misma intransigencia.

El resultado, en ese caso probable, sería tan contraproducente, que Felicísimo no vaciló en volver a su primitivo propósito de salir del recinto de la villa por la Puerta de Alcalá.

El cochero torció a la izquierda apenas dobló el ángulo del Pósito, y el carruaje continuó su ruta por la enarenada subida del Retiro.

La Puerta de Alcalá estaba abierta y expedita.

Lozano no pudo menos de felicitarse de haber seguido por aquella vez el consejo de Dorotea; por más que fuera el de una enemiga. A ser susceptible de remordimiento el díscolo, cuanto testarudo carácter del joven, hasta existía una remota probabilidad de que se hubiera arrepentido de la destrucción de los vidrios que iba a hacer participar de todas las inclemencias atmosféricas a una mujer de tan poco doblez.

Cuando el vehículo hubo llegado a la explanada de la Plaza de Toros, el cochero preguntó a Felicísimo cuál de los dos lados de la Ronda debería seguir.

El joven no conocía a Madrid a palmos para apreciar con exactitud la distancia que por una y otra dirección mediaba entre la Puerta de Alcalá y el Real Palacio; pero en parto porque calculaba que la diferencia no podía ser enorme, y en parte, por rencorosa aversión a pasar por delante de la malhadada verja de Recoletos, optó por el camino de Atocha.

El carruaje, siguió, pues, avanzando por la carretera de Aragón hasta que el ángulo recto que forman los dos lienzos del muro del Retiro indicó el cambio de vía.

Ruda prueba fue para la impaciente actividad de Lozano, aquel largo rodeo en torno del extenso parque del antiguo palacio de los Felipes.

Los viajeros desembocaron al fin en el camino de Vallecas, y recorriéndole con rapidez, vieron aparecer sucesivamente la recortada silueta del convento de Atocha, el elegante templete del observatorio y la negra construcción del Hospital general.

Hasta el Portillo de Valencia el camino se extendió ante los expedicionarios con una normalidad llena de satisfactorias promesas; pero a partir desde ese punto se accidentó notablemente.

Todo el trayecto que separaba el Portillo en cuestión del de Embajadores, se hallaba en vías de recomposición; y los guijarros acumulados en empinados conos tendidos en movibles sábanas, opusieron a la marcha del coche un obstáculo punto menos que insuperable.

Moro, que poseía la agilidad de una cabra, se puso en franquía, trepando, al lindero del arrecife; pero la elevada posición por donde Lozano caminaba, sólo contribuyó a desesperarle al permitirle contemplar la inconmensurable extensión del terreno que el carruaje tenía que recorrer a paso de tortuga.

Decididamente la noche era fatal, y había que resignarse a no ver nunca el término de las contrariedades.

Felicísimo, silbando por lo bajo un aire serrano, consultó con la vista el firmamento en la dirección del Norte, por si la hora logial de las estrellas le ofrecía alguna probabilidad de poder salir de aquel pantano antes de que rayase el día.

Hasta el Sahara tiene límites. Los fatigados caballos volvieron a pisar terreno sólido delante de la antigua huerta del clérigo Bayo, después Casino de la Reina , merced a una galantería municipal.

Entonces se avivó la carrera sostenida con vigoroso empuje hasta la vieja Puerta de Toledo.

A medida que la distancia al Campo del Moro se acortaba, el rostro de las damas se animaba con el albor de la alegría. Una etapa más, y podrían ver destacarse sobre el fondo de las nubes que comenzaban a adquirir ciertos matices diáfanos, la mole colosal del elevado alcázar.

La meta de la apetecida etapa, debía ser la cabeza del Puente Segoviano, hacía el cual rodó con nuevo brío el carruaje movido por el propulsor de la esperanza.

Cruzaban los viajeros por la falda del declive de las Vistillas, cuando creyó advertir Lozano un fugaz reflejo entre los árboles de la parte derecha del paseo treinta pasos delante.

Absorto el joven en la observación del punto de donde partió el destello, no echó de ver que a los pies del caballo surgía una sombra desde el fondo del foso producido por el arranque de un olmo muerto.

El fantasma tomó a su cargo llamar la atención del ginete, apoyando en su pecho la negra boca de un retaco.

En el mismo instante una voz potente gritó desde la línea que separaba el arrecife de la calle de árboles:

-¡Alto!

Felicísimo hizo deslizarse a lo largo de su costado con una suavidad imperceptible el extremo del arma amenazadora, y tiró de repente del cañón con la energía que nadie como él sabía emplear en las grandes ocasiones.

El estruendo de una detonación, que repitieron todos los ecos de la vega, siguió a la acción del joven.

La carabina había pasado a las manos de Lozano, y un segundo después caía la culata sobre la cabeza del precedente posesor como hubiera podido descender un rayo.

El contundido dio algunos traspiés, y fue a desplomarse en el mismo foso de donde le abortó la más negra de las fortunas.

Con la intuición que presta la fiebre del combate, Felicísimo dirigió una mirada a la parte opuesta de la carretera. Un hombre que acababa de saltar de la cuneta, le apuntaba a pie firme con otra carabina a la distancia de seis varas.

Lozano dio frente a su nuevo adversario, se tendió sobre Moro hasta el punto de que su cuello le hiciera invisible, y le sacudió un violento espolazo.

El potro saltó hacía adelante, relinchando de ira.

Durante el cortísimo trayecto que había que atravesar, Felicísimo vio las chispas producidas por la piedra de la llave al chocar con el eslabón de la cazoleta. La tentativa de disparo no tuvo otras consecuencias.

Moro llegó sobre el enemigo de su amo con la violencia de un alud del Pirineo, le encontró en pleno pecho, y le envió rodando por el camino a una distancia que no bajaba de diez pasos.

Desembarazado Felicísimo, poco menos que instantáneamente de sus contrarios visibles, gritó, dirigiéndose al cochero:

-¡Adelante!.. ¡A escape!

El carruaje partió como una flecha.

Súbitamente se encendió una llama rojiza enfrente del coche, y el lado de la carretera cubierto por los árboles, se llenó de humo y de estrépito.

Acababan de estallar, casi simultáneamente, dos tiros dirigidos a los caballos que arrastraban el vehículo.

Los brutos deslumbrados y heridos, al iniciar su arranque, condujeron la carretela fuera del camino, y la acostaron sobre una empalizada que impidió, por fortuna, que se derrumbase por las vertientes del río.

Uno de los caballos se agitaba bajo la lanza con las convulsiones de la agonía.

Lozano profirió una maldición; y aguijado por la sed de venganza, revolvió el potro hacía el sitio de donde partieron los disparos; pero los lamentos que oía en el fondo del carruaje, helándole en las venas la sangre, le hablaron al instinto de un deber más imperioso.

El joven, pues, corrió al lugar de la catástrofe, saltó en tierra, colgó la brida en una de las puntas de la estacada, y ayudó al cochero a favorecerá las damas. Elina, que ya estaba fuera del coche, tranquilizó al caballero acerca de la más apremiante de sus cuestiones. Las balas habían respetado las personas de las cuatro viajeras.

El primer cuidado de Felicísimo, consistió en extraer de la carretela a la marquesa y a sus hijas, y en hacerlas pasar por una brecha a la otra parte de la valla. Ésta, aunque débil, unida a la barricada que formaban el coche y los caballos, ofrecerían alguna protección a las damas, si los agresores que podían estar cargando sus armas, continuaban tan inaudita obra de barbarie.

Los dos subordinados de Garin, atacaban en efecto las carabinas, pero sin abandonar los árboles donde se emboscaban. La suerte que había cabido al jefe y a su compañero, cambiaba en recelosa defensiva la actitud de resuelta iniciativa con que se exhibieron.

El galope de algunos caballos que avanzaban por la parte de la Puerta de Segovia, atrajo la mirada de Lozano a la rasante del camino real.

No tardaron en dibujarse las formas de cuatro ginetes, los cuales, después de proferir ciertas, frases semejantes a señas convenidas, se pusieron en comunicación con los dos hombres de las carabinas.

-Felicísimo adivinó instantáneamente todo cuanto iba a suceder. Su plan no fue menos rápido que el presentimiento.

-Señora marquesa -dijo a la trémula dama-, dentro de pocos momentos los enemigos de usted van a darnos una carga decisiva.

-¡Ah! -sollozó la de Esquilache con voz desfallecida:- ¡harto comprendo que ha llegado la hora de resignarse al sacrificio!

-La resignación es una virtud cuando se trata de hechos consumados; pero mientras se vislumbra un rayo de esperanza el deber impone la lucha con el destino.

-¡Buen Dios!... ¿qué nos resta que hacer?

-Continuar la fuga a caballo, ya que no es posible en el coche.

-¡A caballo!

-Sin duda: uno de los del carruaje está herido en el brazuelo; pero no gravemente: puede resistir el peso de usted, y de una de sus hijas en el corto trayecto que nos separa de Palacio.

La marquesa comenzaba a comprender.

-En cuanto a la señora condesa -prosiguió Lozano-, montará en mi potro con la otra niña.

-Una palabra: -insinuó el cochero- ¿no podría engancharse el potro al carruaje que no ha sufrido importantes desperfectos?

-No hay que pensar en eso -contestó Felicísimo:- conozco a Moro; no obedecería a la fusta: jamás se ha visto en varas de tiro, y todo lo haría fracasar.

-Pero... ¿y usted? -exclamó Elina aterrada.

-¡Bah! -respondió sencillamente Lozano-, yo soy hombre, y sabré vender cara mi vida.

La de Bari fijó en el caballero una mirada indefinible.

-Buen ánimo, señoras -añadió Felicísimo ayudando precipitadamente al cochero a preparar los caballos sujetando en sus grupas las bolsas y el maletín.

-¡No llegaremos a Palacio! -murmuró la marquesa con el pesimismo del desaliento.

-Llegarán ustedes si observan puntualmente una recomendación importante.

-¿Cuál es? -preguntó Elina.

-No emprender la carrera sino en el momento en que vean seriamente empeñados conmigo a esos canallas en su totalidad. Si algunos de los ginetes advirtieran a tiempo la evasión de ustedes y se adelantasen a salir en su persecución todo se habría perdido. Confiemos en que he de darles que hacer lo suficiente para que acudan tarde a lo que más les interesa. Conviene que no vuelvan ustedes a subir al camino sino después de haber atravesado la alameda de la Virgen del Puerto. El cochero seguirá a ustedes para prestarlas cualquier auxilio que puedan necesitar. ¡Entereza!.. no nos dejan disponer de un segundo más... A caballo, y ojo avizor...

El movimiento de las sombras del arrecife demostraba, en efecto, la urgencia de la separación.

Elina, sin embargo, con los ojos fijos en Lozano no parecía comprender la apremiante necesidad de la partida.

El joven no titubeó: corrió a la dama, la tomó en los brazos, y la colocó sobre la silla del caballo.

Pero al verse en íntimo contacto con aquel cuerpo, objeto de tantos involuntarios ensueños, Felicísimo experimentó un vértigo de delirio, y estrechó contra el corazón, con el frenesí de la pasión más viva, el incomparable seno de la condesa.

Las circunstancias podían absolver la falta. ¡Tal vez aquel abrazo era de eterna despedida!

Durante el rápido período de tiempo en que estuvo sujeto a la influencia de la grata presión, creyó sentir Lozano, no obstante su embriaguez, que algo se le había posado sobre los labios, suave como el ala aterciopelada de la mariposa, perfumado como la brisa de los próximos jardines de Altamira. Pero de lo que conservó perfecto conocimiento el joven fue de que cayó sobre su mejilla una candente lágrima mensajera de los sollozos de una alma que se debate en las torturas de la desesperación.

Felicísimo acomodó después en la silla de Moro delante de la condesa a la mayor de las hijas de su amiga, y se precipitó al otro lado de la valla.

El cochero entretanto había ayudado a montar a caballo a la marquesa y a la niña pequeña.

Las damas se ocultaron en uno de los pliegues del terreno, atentas a las instrucciones del bravo caballero que iba a sacrificarse por ellas.

Cuando Lozano volvió al terreno donde yacía el abandonado carruaje, los hombres de la carretera se adelantaban en forma de media luna, dando un gran desarrollo al orden abierto que elegían para el ataque.

La cuadrilla se componía de seis individuos: dos peatones colocados en el centro, y cuatro ginetes distribuidos por mitad en ambas alas.

El avance se llevaba a efecto con cierta precaución. O los que promovían el ataque contaban con que la guarnición del coche era más numerosa, o sabían que la calidad suplía ventajosamente la cantidad.

Lozano desenvainó la espada, y se situó detrás de la carretela.

Una voz que le era conocida, la voz de Salazar a quien suponía yacente por una eternidad o al menos por algunos meses, gritó desde el extremo derecho de la línea:

-Es inútil toda resistencia: íntimo la rendición más absoluta.

-Impónnos la rendición con la punta de tu espada; no con las baladronadas de tu lengua: contestó Felicísimo en su habitual sistema de tutear a todo aquel a quien estaba próximo a romper el bautismo, así tuviese cuantos tratamientos se registran en la cancillería de Gracia y Justicia y algunos más.

-¡Mil rayos! -replicó Salazar; más bravatas contienen las palabras de los que al denostar a un adversario se acojen a un carruaje donde hay mujeres para esquivar el encuentro de una bala.

-Hasta ahora, horda de bandidos, no os ha detenido ese miramiento para disparar sobre el coche.

-Está bien: vosotros lo habéis querido -rugió el murciano.

Y dirigiéndose a sus compañeros añadió:

-Adelante, buenos mozos: respetad a las hembras; pero duro en cualquiera que empañe un arma.

Las distancias se habían estrechado lo suficiente para que los partidarios de Salazar pudieran entrever, no obstante la oscuridad de la noche, todo el contorno de la carretela.

El murciano experimentó algo parecido a un siniestro presentimiento. Según los cálculos que traía en la mente, los defensores del carruaje debían ser cuatro, incluyendo el cochero; y sin embargo, solamente se columbraba una sombra hacia la parte de la zaga.

El acento de uno de los peones pronunció entonces.

-¡Diablo! Si todas las mujeres que yo tope se asemejan a las que contiene el coche se acabó la descendencia de los Espantagatos.

-¡Qué dice ese bufón! -exclamó Salazar, lanzando su caballo sobre la carretela.

-¡Ay!... que la espada de ese malsín punza como el aguijón de un alacrán -rugió Espantagatos retirando el brazo atravesado.

El murciano no necesitó más que un segundo para convencerse de que el vehículo estaba vacío. Con la ira en el corazón y la blasfemia en los labios, Salazar levantó la cabeza interrogando a la exuberante vejetación del contorno, al aire húmedo de la ribera, a los ruidos de la noche.

El galope de más de un caballo, que sonaba en la dirección del Norte, fue una revelación para el secretario del Consejo de los amotinados.

Rápido como el viento volvió a la carretera, y gritó desde allí con imperiosa entonación:

-Sígueme Moltó: la italiana intenta ponerse en salvo a uña de caballo... Antuñano: acabad vosotros entretanto con ese miserable espadachín.

Moltó torció la brida y ganó el arrecife en seguimiento de Salazar, que acababa de partir haciendo brotar rojizas chispas de los pedernales.

Antuñano, que manejaba su rocín en el extremo izquierdo de la línea, y era en aquel instante el más próximo adversario de Felicísimo, dio la carga ordenada por el jefe con la confianza que infunde la conciencia de la superioridad.

Pero el brío de Lozano que se hallaba sobrescitado por el dardo de partho arrojado por Salazar al abandonar el terreno, se desencadenó sobre el primer objeto que le ofrecieron con el ímpetu del león que acaba de recibir un latigazo.

En tres segundos paró Antuñano con el cuerpo un tajo, un revés, y una estocada, y sacó el caballo encabritado de la zona sometida a la acción de aquel acero incontrastable.

-¡Mil maldiciones! -profirió, oprimiéndose con la mano el lugar donde recibió el puntazo:- vosotros los del trabuco, atrasad las entrañas a ese hijo de mala perra.

Los dos carabineros, que se habían hecho atrás, algunos pasos, procuraban enfilar los cañones hacia el punto del coche donde suponían oculto a Lozano.

Para ciertas organizaciones nerviosas la amenaza es más insoportable que el golpe. Felicísimo se quitó el sombrero, le colocó en la punta de la espada, y le pasé por delante del vidrio de la portezuela.

No fue perdido el trabajo. Apenas la movible sombra del chambergo ofreció a la puntería un dato siquiera fuese equívoco, brilló un relámpago, y el estampido de dos tiros se confundió con el crujido de los cristales rotos y de las astillas levantadas en el carruaje por los proyectiles.

Lozano volvió a encasquetarse el sombrero honrosamente atravesado por una bala, y examinó la posición del enemigo con el fin de hacer una vigorosa salida.

El más inesperado de los sucesos determinó en el joven la elección de su punto de ataque.

Tres bultos informes se desprendían a la carrera de las alturas del Portillo de Gilimon, atraídos por el eco de las explosiones; y una voz que se parecía a la de Ayala como un trueno a otro, gritaba en la plenitud de la sonoridad:

-¡Voto al diablo!.. me parece que hemos dado con ellos...

Felicísimo se presentó delante de sus adversarios en dirección opuesta a la que traía el que votaba por Lucifer.

Con la velocidad del pensamiento Lozano se lanzó sobre Antuñano parando en primera con la espada el corte que este le dirigía, mientras que con la mano izquierda se apoderaba del freno del caballo.

La lucha no fue larga. Antuñano herido con rudeza en el pecho por la empuñadura del acero de Felicísimo cayó por la grupa palpitante y sin aliento.

Entonces invadió el terreno del combate el individuo que formaba la vanguardia de los tres recién llegados, describiendo un molinete de buena escuela con una espada más que de marca.

-¡Tristán! -exclamó Lozano, procurando desengargantar del estribo el inerte pie de Antuñano.

-¡Presente! -contestó Ayala:- ¡ah, buen Felicísimo!.. Bien sabía yo que había de encontrarte vivo.

-No te ocupes más que del ginete -prosiguió Lozano-, necesitamos su caballo.

El hombre, cuyos despojos se repartían con tan poca reserva, quiso ponerlos a buen recaudo; y aplicando un violento espolazo al rocín que montaba partió de frente como un rayo.

Pero Lozano había previsto el caso, y empujando el corcel de Antuñano con un vigor irresistible, supo atravesarle tan a tiempo en la línea que seguía el del ginete fujitivo, que los dos brutos se dieron el más soberano encontrón que pueden registrar las crónicas ecuestres.

Hubo un instante en que ambos caballos permanecieron inmóviles, sobrecojidos de espanto, aniquilados por el dolor; y aquel instante bastó a Ayala para caer como un halcón sobre el ginete, empuñarle por el pescuezo y arrancarle de la silla punto menos que extrangulado.

En cuanto a los carabineros de Garin desaparecieron entre los matorrales de las vertientes del Manzanares apenas los dos secuaces de Ayala pusieron el pie en la carretera.

Felicísimo saltó sobre el lomo del bridón conquistado, y Tristán imitó el ejemplo de su amigo.

El caballo de lozano dobló los corvejones poco menos que hasta el punto de sentarse en el suelo como, un perro.

-¡Pardiez! -dijo Felicísimo, pugnando por levantar al derrengado animal.

El corcel de Ayala hizo todo lo contrario que el de Lozano: dobló las rodillas delanteras, y hocicó en el arrecife.

-¡Cáspita! -profirió Tristán, empinando a pulso a su babieca.

Ambos cuadrúpedos oscilaron en distintos sentidos; pero acabaron por conservar el equilibrio.

Ayala, que sentía estremecerse bajo sus robustas piernas al alazán que, digámoslo así, le sostenía, preguntó al vencedor de Antuñano:

-¿Quieres participarme, Felicísimo, lo que vamos a hacer con este par de aleluyas?

-Vamos a perseguir, Tristán, a los que a su vez persiguen a la marquesa.

-Hum... mucho me temo que montados corramos menos que a pie.

-Probemos, sin embargo.

Lozano colocó a su trotón dando frente a la cordillera de Guadarrama; le preparó con toda la suavidad posible, y le hizo sentir gradualmente la presión de los muslos.

El bruto se puso en marcha sin formular otra protesta que un lastimero resoplido.

Rara vez es perdido el buen ejemplo. El rocín de Ayala partió detrás del de Antuñano.

A medida que el calor del movimiento ponía en juego las axilas de los dos caballos, sus remos parecían recobrar la elasticidad y el vigor.

La consecuencia inmediata de esta modificación favorable fue una velocidad progresiva.

Al cruzar el terraplén del Puente de Segovia los dos ginetes, llegó a sus oídos un eco de galope de caballos.

-Ahí están -dijo Lozano, exhalando un suspiro de satisfacción.

-Sí, pero galopan, y nosotros trotamos -murmuró Ayala.

-También galoparemos si la necesidad es apremiante.

-Mucho esperas de tu bucéfalo.

-Reconozco que es menos malo de lo que había temido.

-Adelante, pues.

-Adelante.

-Cosas tan extraordinarias he presenciado hoy, que no desconfío de alcanzar al trote a quien me precede quinientos pasos al galope. Por ejemplo: ¿en qué globo has salido del colegio?

-Es toda una historia que te referiré minuciosamente cuando me encuentre menos atribulado.

-Que, el demonio me lleve si lo estás ahora mucho.

-La verdad es que tu caída del cielo...

-Del Portillo de Gilimon querrás decir.

-Pues bien, tu llegada, sea de donde quiera, casi me ha puesto de buen humor. Y a propósito: ¿por quién has tenido noticia de mi itinerario?

-Por Cazurro, con el cual tropecé en la confluencia de las calles de Alcalá y de las Torres, después de haber sabido que te fue dado prescindir del auxilio de mis gentes para evacuar la plaza sitiada.

-¿Y dónde iba por allí el bergante?

-A ver, según me dijo, si su caballo se había vuelto a la cuadra.

-¡Ah!.. le había perdido.

-Por lo visto. Mi legión acababa de ser disuelta; pero aún me quedaban dos bravos muchachos; los reforcé, y ganamos en línea recta y a buen paso las alturas del Oeste de la villa con la esperanza de salirte al encuentro.

-El refuerzo ha debido rezagarse; no he visto que te siguieran más que dos hombres.

-A fe mía, que desde que en las Vistillas oímos los mosquetazos, yo tampoco recuerdo haber vuelto a divisar a Perfecto.

El ruido producido por los cascos de los caballos perseguidos, cesó repentinamente.

En la parte alta del camino, a medio tiro de bala de la Puerta de San Vicente, se distinguían dos ginetes inmóviles, que parecían vacilar acerca del rumbo que debían seguir.

-He aquí una excelente ocasión para ganar terreno -pronunció Ayala.

Lozano no contestó, pero aguijó a su rocín.

La atención del joven estaba absorta en los ecos que subían de la espesa arboleda de falsos plátanos, que a la izquierda de la carretera se estendía hasta la orilla del río.

El rumor que podía percibirse se asemejaba al apagado crujido que producen algunos pies de hombres o caballos al pisar arena húmeda.

Dos formas vagas que se movían perezosamente, aparecieron por fin en una de las sendas que ascendían al camino de Castilla.

La presentación de los nuevos actores en el teatro de los sucesos, determinó una evolución instantánea en los ginetes del arrecife.

Estos despejaron la ruta acaso para no inspirar desconfianza, y tomaron la vuelta del boquete del Campo del Moro. No era otra la dirección que seguían los individuos procedentes del bosque de la Virgen del Puerto.

-Me parece, Tristán -dijo Lozano-, que es llegado el caso de deplorar que no te haya ocurrido proveerte de las espuelas que calzaba tu adversario derribado.

-¡Bah! -contestó Ayala:- mis botas son nuevas, y cuando ciertos pies empujan los tacones, bien pueden éstos sustituir al mejor acicate.

-Pica, pues.

Los caballos dieron una prueba de obediencia y de energía digna de todo encomio; partieron a media rienda.

Felicísimo calculó con exactitud matemática la velocidad del corcel.

En el instante que éste pisó la explanada que conducía al Campo del Moro, los hombres de la carretera cerraban el paso a los ginetes que acechaban.

Moltó tiró del acero y se dirigió hacia el más adelantado de los recién venidos, que era un gentil caballero que estrechaba entre sus brazos a una niña.

Lozano puso por cuarta vez mano a la espada en aquel día fecundo en linternazos y se lanzó sobre Moltó gritando:

-¡A mí, señor mío!... ¡Ira de Dios!... ¡A mí!... No soy un adversario que consiente que su reto sea aplazado por nadie.

-¡No era Antuñano! -exclamó con sorpresa el requerido.

-Así me parezco yo a Antuñano como tú a un bienaventurado.

Elina, que al ver atajada su carrera había refrenado a Moro, exhaló un grito de alegría cuando oyó la voz de Lozano y corrió a guarecerse detrás de la grupa de su caballo.

-Adelante, señora condesa, adelante sin perder un momento -la dijo rápidamente Felicísimo:- esta gente corre de mi cuenta.

Y apenas vio a Elina ejecutar la prescripción, cruzó la espada con Moltó.

Era este un mocetón de sólidos puños que esgrimía el montante con el aire y vigor de un carda-lanas; pero apenas aventuró un golpe decisivo, recibió en la cabeza, antes de reponerse, tan contundente respuesta, que a pesar de las nubes que cubrían la atmósfera, le hizo ver todas las estrellas del firmamento en el primer instante, y, le ocasionó en el segundo un desvanecimiento que le derribó de la silla.

Entretanto Salazar que había maniobrado con destreza para cerrar el paso a la marquesa, acababa de conseguir cojerla al vuelo la brida del caballo.

Aún no había Moltó concluido de acostarse en la madre tierra, y ya estaba Felicísimo al lado del murciano.

Un instante después la punta de la espada de Lozano caía sobre los nudillos de Salazar, la mano de éste soltaba su presa y la dama pasaba en seguimiento de Elina.

-¡Aborto de todos los infiernos! -articuló bramando el murciano:- en mala hora has vuelto a interponerte en mi camino.

Salazar extrajo del arzón con la mano izquierda una larga pistola, la montó con trémulo pulso y apuntó a Felicísimo.

Este hizo inmediatamente que se encabritara su caballo para recibir el disparo.

La detonación no tardó en sonar; pero el frenesí de la cólera es un deplorable compañero en el manejo de las armas, especialmente las de fuego; la bala ni hirió al hombre ni al bruto.

Lozano se precipitó sobre Salazar empinándose en los estribos, y blandiendo la terrible hoja toledana. Un noble instinto le detuvo el brazo sin embargo; se hallaba en presencia de un hombre herido que no empuñaba otro hierro que el de una pistola descargada.

Salazar exasperado arrojó su arma humeante a la cabeza de Felicísimo.

El joven, merced a un rápido movimiento, pudo salvar el rostro; pero no por eso se libró de una buena contusión en el hombro izquierdo.

-¡Gaznápiro! -gritó iracundo:- ¿tienes empeño en que yo te mate esta noche?

Lozano no hirió a su enemigo con la espada; pero embistió de flanco con una carga de pretal al caballo que montaba, y le derribó en el foso que separaba los terrenos del municipio y de la real casa.

Inútiles fueron todos los esfuerzos que para levantarse intentó el corcel del murciano; el pobre bruto se había roto un brazuelo en la caída.

La corta brega del animal puso de manifiesto a los ojos de Felicísimo un hecho inverosímil. Salazar estaba sólidamente atado a los borrenes de la silla; aquel hombre de voluntad de acero forjado en la fragua del odio, no encontró, sin duda otro medio, para sostener a caballo el cuerpo más débil que el espíritu.

Tan breve había sido la doble lucha, que Ayala, a pesar de su solicitud, únicamente llegó a tiempo al campo de batalla para envainar la innecesaria tizona y exclamar en el colmo del estupor:

-¡Felicísimo, eres el mismísimo demonio!

Lozano volvió vivamente la cabeza hacia la parte de la carretera: había visto acercarse una sombra de enorme volumen, y en las circunstancias en que se encontraba, todo era sospechoso.

El bulto que estaba detrás del joven era un hombre que conducía por la brida el caballo tordo de Moltó, y que sujetaba debajo del brazo un verdadero haz de espadas.

Felicísimo reconoció con extrañeza al aparecido.

-¡Cazurro! -pronunció:- ¿de dónde diablos vienes?

-De recojer los despojos de las victorias de mi bravo señor -contestó Perfecto, inclinándose con la más respetuosa de las consideraciones.

-No te suponía con tan buenos pies.

-El deseo de ser útil a mi noble amo me ha prestado esta noche la intuición de los atajos.

-Me parece que hay otra intuición que posees todavía en grado más eminente: la de las marrullerías.

Lozano tendió una mirada en torno. Moltó no daba muestras de volver en sí, y en cuanto a Salazar, se debatía con débiles sacudimientos encadenado al inerte corcel. No existía, pues, motivo alguno de recelo.

-Escoltemos a esas damas, Tristán -añadió Felicísimo:- la galantería te impone esta última etapa.

Los dos jóvenes se pusieron en la pista de las fugitivas. No tardaron en alcanzarlas en la subida del paseo de las Lilas, porque Moro, aunque tascando el freno y esparciendo en torno espumosa saliva, subordinaba obediente la marcha a la del herido caballo de la marquesa.

La llegada de Lozano fue acogida con una explosión de entusiasmo. El triunfo positivamente habría sido completo, a sentir el joven caballero menos dolorida la clavícula izquierda.

Apenas faltarían mil pasos para ganar el pie de las ramblas que por aquella parte sirven de zócalo al elevado alcázar.

En el trayecto no tropezaron los viajeros con ningún ser viviente; no escucharon otro ruido que el de las propias pisadas.

Hasta los centinelas de los puestos avanzados de las ramblas permanecieron mudos en las garitas angulares; hubiérase dicho que estaban advertidos.

Por fin, Elina, la mejor montada de todos, se detuvo en la oscura puerta del Oeste.

Buscaba algún objeto que no fuera la delicada mano para significar un llamamiento, cuando Moro la dio resuelta la cuestión.

El inteligente animal comprendió que para alguna cosa le ponían delante de una puerta cerrada, y levantando el pie derecho delantero, asentó con la herradura en uno de los cuarterones dos tan sonoros golpes, que debieron ser oídos en todos los subterráneos de Palacio.

La palabra del rey obtuvo inmediato cumplimiento. La puerta se abrió instantáneamente, y los expedicionarios penetraron en la bóveda a la luz de dos linternas movidas por manos invisibles; pero que no podían pertenecer a otros seres, según la agradecida imaginación de las damas, que a dos ángeles guardianes del Paraíso.

Capítulo XXIV
Donde se refiere el espanto que una nota de trompa produjo en una tórtola inadvertida

Jamás en noche alguna ofrecieron los tránsitos de la regia mansión aspecto más tranquilo.

Todo hablaba de inercia; Carlos III parecía haber abdicado el cetro de su casa en otro monarca más absoluto que él; en el déspota Morfeo.

La condesa de Bari conocía la reserva impuesta al corto número de iniciados en la evasión; pero ¿no podía también haberse cambiado de propósito? Cosas más extraordinarias se habían visto en Palacio.

Después de haber provisto al descanso de los dos caballeros, Elina se apresuró a realizar la unión del marqués de Esquilache con su familia en una de las habitaciones del rey.

Escasamente habrían trascurrido veinte minutos, cuando Felicísimo, que después de prodigarselas más expléndidas abluciones, se ocupaba en cepillar el traje, oyó dos leves golpes en la puerta del aposento que le fue destinado.

El joven abrió en el acto y se encontró delante de un hombre de aspecto clerical, que debía estar muy contento en vista de la tenacidad con que le retozaba en los labios la sonrisa, y que no podía menos de ser cortés, por cuanto se deshacía en cortesías.

Era el abate Gándara.

-¿Es al señor de Lozano a quien tengo la honra de ofrecer las sinceras manifestaciones de mi más distinguida consideración? -preguntó el abate.

-Lozano es, en efecto, el que en este momento se complace en hacer conocimiento con persona de tan seductoras atenciones -contestó Felicísimo con aire de equívoca formalidad, en que hasta despuntaba cierta modulación imitativa.

-Su majestad, invita, pues, a pasar a su cámara al señor de Lozano. Me cabrá la satisfacción de indicarle el camino.

Felicísimo se acomodó el sombrero debajo del brazo izquierdo y siguió al abate.

Condujo Gándara al caballero por una larga serie de estancias, y abriendo una puerta de artísticas molduras, le cedió solemnemente el pasó, dando por terminada la excursión.

La nueva habitación era espaciosa, y como sólo se hallaba iluminada Por una lámpara a media luz con el objeto acaso de no denunciar la velada de quien allí residía, Lozano no pudo reconocer a las personas que se movían en un grupo situado en la parte de sombra proyectada por la pantalla.

De aquí provino cierta vacilación en los primeros pasos del joven.

-Acercaos, caballero -pronunció la voz del rey:- venid a recibir nuestras cordiales felicitaciones por el valor con que habéis dado cima a vuestra empresa.

Felicísimo se adelantó hasta penetrar en la zona sombreada, y divisó al monarca con el traje gris perla que había vestido todo el día, al marqués de Esquilache entre sus dos hijas y a la marquesa apoyada en el brazo de la condesa Elina.

-La abnegación, la serenidad y el esfuerzo de que el señor de Lozano nos ha ofrecido pruebas en esta noche -añadió la marquesa-, dignos son, en efecto, del tributo de nuestra admiración.

-Mi perversa estrella, caballero -articuló Esquilache-, no ha querido que pudiera galardonarle por mí mismo con la magnificencia que el servicio merece; pero confío en que mi augusto amo acojerá con su habitual bondad la recomendación vivísima que en favor de usted le dirijo.

-Procuraremos complacer al marqués -repuso el rey:- dotes como las que reúne el señor de Lozano, no son tan comunes que puedan ser miradas con indiferencia.

-Señor -dijo Felicísimo con el sello de la sinceridad mejor sentida:- si en las horas que acaban de pasar me ha sido dado sobreponerme a algunas dificultades, no fue por efecto de mis merecimientos, sino de mi buena fortuna.

-Esa divinidad pagana nunca ha favorecido a los imbéciles pusilánimes. Buscaré digno empleo a vuestra inteligente actividad, y auxiliado por la condesa de Bari no desespero de encontrar al fin algo que os cuadre.

El monarca levantó la cabeza con aire absorto como si dieran ya principio las investigaciones de que hablaba y añadió un segundo después:

-Seguidme, caballero.

El punto a donde el rey se dirigió era uno de los ángulos de la biblioteca ocupado por un armario de colosales dimensiones.

Mientras abría el mueble, prosiguió diciendo el soberano:

-Conozco todos los detalles de vuestra expedición, y las maravillas que sabéis hacer con la espada. Presumo, pues, que podrá seros particularmente grata esta dádiva de vuestro príncipe en recuerdo de los acontecimientos de la noche del 24 de Marzo.

Y tomando de la panoplia del fondo del armario una espada magnífica hizo ademán de colgarla del cinto de Felicísimo.

Este se apresuró a despojarse de su acero para recibir la honra que el monarca le dispensaba.

-¡Ah! Señor -profirió el joven:- vuestra majestad hace de mí el más entusiasta de sus súbditos.

El soberano exhaló un suspira añadiendo:

-Son tantos los descontentos que hoy he visto, que bien merezco esta compensación... Ahora retiráos a descansar, caballero: es cosa de que debéis tener harta necesidad.

Felicísimo saludó al monarca con respetuosa efusión, se inclinó profundamente al volver a pasar por delante del marqués y las damas, y salió de la biblioteca.

El abate Gándara había desaparecido; pero Lozano coordinó sus recuerdos, y después de varios paseos por las estancias contiguas, rectificando la dirección, cuando un objeto antes no visto, le demostraba que hacía falsa ruta, acabó por dar de nuevo con el aposento que le fue destinado.

Una vez a cubierto de testigos, el joven corrió hacia la mesa, depositó en ella las dos espadas, y se entregó al examen de la nueva con la perita atención de un armero inteligente, y la prolija minuciosidad de un artífice platero.

El arma en cuestión era un donativo verdaderamente regio.

La empuñadura de plata cincelada, conforme a las buenas tradiciones de la escuela florentina, afectaba la forma clásica del cetro, y ostentaba en el pomo una gruesa corona real de oro macizo, cubriendo los emblemáticos dos mundos. Ambas esferas consistían en dos soberbios diamantes, blanco el uno y negro el otro, gruesos como garbanzos.

La hoja toledana, flexible como una serpiente, ocultaba el inmaculado brillo en una vaina de fina piel de Astrakan perfumada con el aroma permanente de la unona odorantísima.

Felicísimo contemplaba su inestimable espada con la misma pueril fruición con que la mujer admira una de esas ricas alhajas que notoriamente realzan la hermosura.

El demonio que inspiró a la heroína de Goethe podría observar la escena con la sonrisa de la ironía en los labios; pero no por eso Lozano dejaba de ser digno de envidia. La cándida absorción del caballero demostraba que era joven y que ni tenía gastado el corazón, ni era filósofo.

Un ligero rumor que sonó en la puerta como si la arañase alguna mano, produjo en Lozano un extremecimiento indefinible.

En el segundo siguiente Felicísimo recogía palpitante el tapiz, y se encontraba delante de la azafata de la reina madre.

El joven abrió paso a la dama pronunciando:

-La presencia de la señora condesa me colma instintivamente de alegría, y sin embargo la razón me predice que debe haber para mí en esta visita un fondo de amargura.

-¿Por qué ese pensamiento? -preguntó Elina.

-¿Por ventura no viene usted a despedirse?

-La frase es en efecto triste, caballero.

-Ah, no tanto como la separación a que precede.

-Bien sabe Dios que no ha de ser mi iniciativa la que promueva esa separación: el objeto que aquí me trae puede ofrecer a usted una prueba inequívoca.

-¿Cuál es, pues, ese objeto?

-El de rogar a usted que siga a la familia real en su partida.

Lozano envolvió a la dama en una mirada de inefable expresión.

-Creo adivinar -articuló-, el móvil del deseo que la señora condesa expone.

-¿Se trata de una esperanza?

-No: se trata de un temor. La señora condesa desconfía de que una vez libre de la fascinación de sus divinos ojos, no vuelvan a arrebatarme las olas del motín...

-¿A qué negar que ese pudiera ser uno de los motivos que me guían?

-¡Oh! Tranquilícese usted en semejante punto: el rey ha sabido fijar para siempre mis veleidades políticas.

-Mi súplica, no obstante, obedece a motivos más poderosos.

-Por ejemplo...

-En la corte todo se olvida pronto: los servicios tal vez antes que los agravios... No quisiera que las buenas disposiciones del rey dejaran de dar fruto por falta de cultivo.

-¿Y no podrá tomarse mi presencia por el importuno memorial de un pretendiente?

-Ah, respondo al señor de Lozano que no se cuenta en el número de sus imperfecciones la importunidad.

-En verdad que no sé cómo pagar a la señora condesa el interés que por mí demuestra.

-Buen Dios, mis pobres créditos nunca compensarán mi enorme deuda... Por otra parte...

-¿Qué?...

-¿A quién podría yo tender mi mano en busca de apoyo si de él necesitase todavía en la tremenda perturbación que el orden público experimenta?

-Esa consideración sí que es para mí decisiva.

-¿Nos seguirá usted a Aranjuez?

-Seguiré a usted al fin del mundo.

-¿Sin violencia alguna?

-Con la espontaneidad más absoluta.

-¿Tan cortés, tan complaciente y tan rendido como en este momento?

-Mil veces más si usted lo quisiese.

-¿Constante?...

-Como la eternidad.

-¿Dichoso?...

-Como un amante...

Cómo pudo realizarse el hecho, sería un fenómeno fisiológico de la más difícil explicación; pero fue el caso que al llegar el diálogo a ese punto, las cuatro manos de los jóvenes, sin intervención de su voluntad, se habían entrelazado tan intrincadamente como los tirsos de la yedra.

De repente, un eco insólito que tenía algo del rugido del león o del punto más bajo del figle, pobló los ámbitos de la estancia.

Para cualquier oído familiarizado con las miserias de la vida real, el ruido en cuestión hubiera sido el prosaico ronquido de una criatura humana; pero ¿quién se atreve a pedir serenidad de criterio a las almas que se ciernen arrobadas en las delicias del quinto cielo?

Elina más sobresaltada que Lozano, se apresuró a desatar los nudos que la estrechaban, y salió a la galería de una carrera.

El joven siguió a la condesa con la misma precipitación.

El cambio de atmósfera, la facilidad de observación que ofrecía uno de los tránsitos más frecuentados de Palacio, y la natural reacción experimentada por Felicísimo y Elina, hicieron que la despedida de éstos no revistiera el peligroso carácter de ternura que inconscientemente estuvo a punto de adquirir.

Cuando Lozano se vid solo y ordenó algún tanto sus ideas, se echó a buscar a Cazurro.

Las primeras investigaciones fueron infructuosas; pero al fin dio con un lacayo que creyó haber visto en las cocinas, un mancebo a quien cuadraban las señas que se le referían, y que bajó a buscarle con la solicitud más complaciente.

Felicísimo se volvió a su cuarto con menos impaciencia de la que era de temer. Las ideas que le asaltaban la mente, y los sentimientos que le conmovían el corazón, le preocupaban demasiado por entonces para que prestase mucha atención a las faltas o a los excesos de Cazurro.

Apenas el joven penetró en su aposento, la abstracción fue mayor todavía. Ya no eran únicamente las manos las que le hablaban de Elina; sus gratos efluvios perfumaban todo el ambiente.

¡Ah! ¡Con cuánta delicia hubiera Felicísimo respirado la noche entera en aquel rincón del Paraíso!

La llegada de Cazurro arrancó del mundo de los sueños a Lozano.

El buen Perfecto estaba revelando en los brillantes ojos, en los húmedos labios y en el aflojado cinto, que acababa de regalarse con una satisfactoria refección.

-Parece que por fin el seor Cazurro se aviene a dispensarme algunas atenciones -dijo Lozano, no sin cierta severidad.

-No porque la ausencia encubra mis acciones -contestó rendidamente el lacayo-, dejan de consagrarse todas ellas al mejor servicio de mi noble amo.

-Eso es lo que no estaría demás ver demostrado.

-Mi conciencia me dicta que nunca han de ser pruebas lo que me falte.

-Por ejemplo, ¿dónde están los bigotes del dragón de la Puerta de Recoletos?

-Oh, señor; aunque iliterato harto sé que las figuras retóricas no se toman al pie de la letra.

-Pero suponiendo que unos bigotes sean una figura retórica, ¿llegastes a batirte?

-Con más empuje, que un león, y más saña que una hiena.

-No necesitas abuela.

-Ese es también mi parecer; lo que necesito es la dehesa de Extremadura que heredaré el día en que la respetable señora en cuestión sea llamada a disfrutar de la presencia de Dios.

-¿Cuál fue el resultado de la riña?

-Una doble catástrofe.

-Conozcamos la tuya.

-Sin saber cómo, ni por dónde, me encontré desarzonado y extendido en la arena del pasco cuan largo he sido hecho.

-Muy bien... quiero decir muy mal; veamos ahora la infausta suerte de tu enemigo.

-¡Oh! En cuanto a ese... -murmuró Cazurro revolviendo los ojos en sus órbitas con siniestra expresión.

-¿Qué?

-El infeliz había previamente tenido la insensatez de tratar de cortarme la retirada; y ya porque le arrollase mi furioso caballo, ya porque le alcanzase el filo de mi larga espada, fue el caso que el guardián rodó maltrecho, y que pasé por encima de su cuerpo no sé si muerto o vivo.

-Perfectamente; ¿y qué dijo al caer?

-Pronunció una palabra extranjera.

-Repítela, pues.

-Exclamó: ¡Puff!...

Felicísimo no pudo conservar su formalidad.

-Escucha, Perfecto -replicó:- tengo toda la buena voluntad necesaria para creer en la doble caída que me cuentas; pero no creo que hayas luchado encarnizadamente con más adversario que con tu rocín. Te perdono, sin embargo, en gracia del aplomo con que te mientes a ti mismo.

-Ah, señor...

-¿Dónde has dejado a Moro?

-En las reales caballerizas, instalado como un príncipe entre el tordo y el alazán.

-¿Bien provisto el pesebre?

-Con la mayor esplendidez; la abundancia que impera en los graneros y pajares de su majestad invita al despilfarro.

-Por lo que se refiere a tu persona, entiendo que puedo estar tranquilo.

-Aseguro a mi señor que no me he ocupado de ella hasta después de haber subvenido a todas las necesidades de los nobles brutos.

-¿Y te han parecido tan tentadores de la gula los pesebres de los bípedos como los de los cuadrúpedos?

-Más todavía; los hornillos están siempre encendidos, los accesibles aparadores colmados de viandas, las mesas cubiertas. Por todas partes la profusión y la magnificencia, se ven erigidas en sistema. Las botellas van mediadas de costoso y delicado néctar al serón de los cacharros rotos. En una palabra, no hay desorden alguno; en ésta augusta mansión, a cualquier hora del día o de la noche, Lúculo come en casa de Lúculo.

-Extraordinaria circunstancia de que sin duda has abusado.

-Me he limitado a usar con cierta amplitud. Observar otra conducta no hubiera sido corresponder dignamente a la suntuosa hospitalidad de nuestro soberano.

-¿De manera que te encuentras aquí perfectamente?

-¡Ah señor! Si yo me atreviese a darle a usted un consejo, porque usted me le hubiera pedido, le diría con el fuego de la más ciega convicción que no sirviese nunca a otro amo que al rey. Las migajas que se caen de su mesa, son mayores que los pasteles que saborean los prelados en la Cuaresma; y los huesos que aquí se arrojan a los perros, llevan adherida más carne de capón y de pavo que la que comen los grandes en todo el año.

-A fe mía, Cazurro, que siento sustraerte a la Jauja que tales ditirambos te inspira.

-¿Por ventura?...

-No emplees esa palabra; por desdicha vas a bajar en el acto a la caballeriza para ensillar de nuevo a Moro y al tordo que te has apropiado, no sé si bajo el pretexto de que era bien mostrenco o vacante.

Al buen Perfecto se le cayó el alma a los pies.

-¡Pobres animales! -murmuró suspirando:- ¡Ir a cortarles la digestión del mejor pienso que jamás ingirieron en el estómago!

-Los goces de la tierra son fugaces.

-¿Dónde habré de conducir a esos malaventurados brutos privados de un sueño reparador?

-A la Puerta de San Vicente: allí me reuniré contigo.

Cazurro se encaminó a la salida con la forzada resignación del reo, y levantó pausadamente la cortina. Tal vez contaba con alguna rectificación en las órdenes de Lozano. Este no añadió una palabra.

Preciso fue partir.

Entonces abrió Felicísimo una puertecilla entornada, oculta por los pliegues de la tapicería, y pasó a una estancia idéntica a la que él ocupaba.

Sobre el lecho que se contaba entre los muebles de la nueva habitación, estaba extendido, boca arriba, Tristán de Ayala como una magnífica estatua yacente.

Del órgano nasal del caballero se escapaba, con cadencioso ritmo, una respiración enérgica que, no por ser tranquila, dejaba de adquirir a las veces gran potencia de resonancia.

Aquella nariz era la trompa de donde había partido la extridente nota que causó tanto espanto en la tórtola inadvertida que por un momento se posó en la estancia contigua.

Lozano se adelantó hasta los pies de la cama de Ayala, y pronunció con una voz todo lo acentuada que las conveniencias permitían:

-¡Tristán!

El apostrofado no se dio por entendido en lo más mínimo.

Felicísimo cogió a Ayala de una oreja, le levantó la cabeza de la almohada, y le repitió el nombre de pila a tres dedos del tímpano.

Ayala prosiguió roncando con la regularidad de un péndulo.

Lozano abandonó al contumaz durmiente, y fue a examinar el rótulo de una botella vacía que erguía su esbelto cuello sobre la mesa.

La vasija había contenido rom.

Desde entonces renunció absolutamente Felicísimo al propósito de despertar a su amigo. Sabía que cuando Ayala había absorbido una respetable cantidad de aquel licor, no volvía del letárgico sueño que le producía aunque estallase en torno del lecho, que a la sazón ocupara, el estruendo simultáneo de todas las baterías de la plaza de Gibraltar.

El joven rasgó de su cartera una de las pocas hojas que había en blanco, escribió en ella algunas palabras y la colocó después doblada, en la guarnición de la espada de Tristán.

Acto continuo salió de la mansión del sopor báquico.

Entretanto una procesión de fantasmas se deslizaba silenciosa a la trémula luz de las linternas sordas por la intrincada serie de tránsitos, abierta en los profundos cimientos del alcázar.

A la cabeza de la misteriosa hueste ondulaba una silla de manos conducida por los dos astures más robustos que fue posible hallar entre todos los lacayos de la real casa.

En el fondo de aquel vehículo brillaban los penetrantes ojos de Isabel de Farnesio, no amortiguados por el curso ya largo de los años, y por los tormentos de la enfermedad.

Seguían a la litera el rey, los príncipes, la familia de Esquilache y la condesa de Bari.

Cerraban la marcha los duques de Arcos y de Medicenali.

Largo era el trayecto recorrido por el laberinto de achatadas bóvedas que parecían comunicar el frío de sus húmedas paredes a todos los corazones, cuando la silla de manos se detuvo cerrando el paso a los que precedía.

-¿Qué ha ocurrido? -preguntó el rey con voz apenas perceptible disimulando mal el sobresalto.

-¡Hem! -murmuró forcejeando uno de los lacayos portadores.

-¡Hum! -articuló el otro procurando secundar los esfuerzos de su compañero.

-Pero ¿qué estáis haciendo desdichados? -exclamó la reina madre que se sentía zarandear con menos miramientos que aquellos a que estaba habituada.

-La silla no puede volver el ángulo del pasadizo -dijo por fin el primer lacayo declarándose vencido.

-¡Qué contrariedad! -repuso el rey.

-¡Qué inadvertencia! -añadió Isabel.

-Pero ¿no podemos tomar otro camino?

-No existe, señor -contestó el guía de la expedición.

-¡Ah, bondad divina! -balbuceó el monarca consternado.

Y volviéndose hacia el capitán de guardias que acababa de adelantarse para reconocer el recodo del angosto corredor, prosiguió con acento apremiante.

-Duque, duque: ¿qué hacemos en este conflicto?

-La cosa más indicada y más sencilla -respondió el de Arcos.

La espectación fue general.

-¿Qué cosa es esa? -dijo el rey.

-Cortemos los brazos a la silla -contestó naturalmente el duque.

-Tiene razón -pronunció la reina Isabel.

Todos los circunstantes, el rey inclusive, expresaron de una manera u otra su perfecta confianza en el procedimiento.

La idea del capitán había sido el huevo de Cristóbal Colón.

-Habrá que ir en busca de sierra... -insinuó uno de los lacayos.

-Torpes, ¿no tenéis cuchillos? -profirió el duque de Arcos.

Los lacayos desnudaron inmediatamente sus largos machetes de monte, y dieron principio a la amputación.

Menos duró la faena de lo que la impaciencia de la real familia temía.

A los cuatro minutos el pasadizo estaba convertido en astillero, la litera volvía a levantarse del suelo, y el cortejo proseguía su camino.

No hubo ya entorpecimiento alguno hasta llegar al mismo vestíbulo que sirvió de ingreso a las damas acompañadas por Lozano.

La puerta se abrió con la amplitud debida al soberano, y la comitiva respiró en el campo del Moro el aire picante de las primeras horas de la madrugada.

Las linternas se cerraron instantáneamente, y desaparecieron debajo de las capas.

La familia real se dirigió entonces a buen paso hacia la carretera de Castilla por las ocultas sendas abiertas en los desmontes que se estienden al pie del Paseo de las Lilas.

En la esplanada que precedía al arrecife se divisaban dos vastas masas negras separadas por la distancia de cien pasos.

Eran la primera tres coches de camino, verdaderas arcas de Noé, tirados cada uno por cuatro vigorosos caballos: constituía la segunda la compañía de guardias de corps que mandaba el duque de Arcos.

Los miembros de la augusta estirpe se instalaron apresuradamente en uno de los carruajes: las demás personas de la comitiva se repartieron en los dos restantes.

Un latigazo fue la señal de la partida: coches y guardias se pusieron en movimiento, y desaparecieron poco tiempo después por el camino de Aranjuez con la vertijinosa carrera de quien huye de un lugar apestado.

Capítulo XXV
De cómo el gobernador del Consejo de Castilla se dejó gobernar por los alborotados matritenses

El eco de un formidable trueno que estallase sobre la linterna de la torre de la Iglesia parroquial de Santa Cruz, no se hubiera propagado con tanta rapidez por la villa entera como circuló en la mañana del martes 25 de Marzo la noticia de la fuga del rey seguido de la guardia walona y de la familia de Esquilache.

Aquella clandestina evasión a juzgar por la unánime voz de los corrillos no significaba para el vecindario de Madrid otra cosa que la total ruptura del solemne pacto celebrado en la Plaza de Armas de Palacio.

La indignación popular rugió sin freno.

Mientras el Consejo que dirijía el alboroto deliberaba en sus antros desconocidos, se adoptaban por todas partes las precauciones consiguientes a la renovación de las hostilidades.

La primera medida consistió en incomunicar la capital de la monarquía con el sitio de Aranjuez. Y tan a tiempo se estableció el cordón sanitario, que los lacayos de la real casa que conducían las camas de la augusta familia a su nueva residencia, hubieron de volverse a Palacio.

No encontraron el camino más expedito algunos, secretarios del despacho que con sus clásicas carteras se apresuraban a dejar las márgenes del Manzanares por las del Tajo.

Los cocheros de sus excelencias fueron invitados por las turbas a volver pies atrás, secundando la invitación con manifestaciones más o menos corteses en que los tronchos de las berzas desempeñaron un papel importante.

Un acontecimiento inesperado proporcionó al motín cierto carácter militar de que hasta entonces había carecido.

Los conductores de algunos carros de fusiles, procedentes de Vizcaya, destinados a la renovación del armamento de la guarnición, los cuales se habían detenido el día anterior en las inmediaciones de la villa, en consideración al peligro que las circunstancias ofrecían, recibieron orden no se sabe de quién, para proseguir el camino, y penetraron tranquilamente hasta la calle de la Montera.

El convoy se vio asaltado allí por un enjambre de curiosos, al parecer, que apenas se hizo cargo de la clase de objetos aportados, abrió las cajas y se repartió el contenido con tanta precipitación como si de pan bendito se tratase.

Con tan precioso hallazgo, coincidió otra invención complementaria. Un espíritu previsor hizo observar que, los cañones de los fusiles sin municiones equivalen a cañas huecas; pero que por fortuna había facilidad para dotarlos de todo el terrible poder de destrucción que están llamados a ejercer, porque en el inmediato pueblo de Carabanchel de Abajo existía un polvorín abundantemente surtido.

Una nutrida diputación de los amotinados se incautó del polvorín a continuación; y los fusileros en número de cinco mil se proveyeron de cartuchos con una largueza más que expléndida.

Del caos en que envolvían a la villa el tumulto, la incertidumbre y el desconcierto, pareció al fin producirse algún acuerdo.

Una muchedumbre, acumulada en la espaciosa Plaza de Oriente se puso en movimiento con dirección a la morada del Gobernador del Consejo.

El trayecto no era largo. Don Diego de Rojas y Contreras, obispo de Cartagena, vivía en el centro de la Cuesta de Santo Domingo frente al convento de las religiosas que daban nombre a la localidad.

Prevenido el prelado por el ardiente clamoreo que se elevaba de la calle, recibió con la calma de la dignidad y la sonrisa de la benevolencia a los comisiónados del motín.

La pretensión coreada por veinte voces que su ilustrísima escuchó, pertenecía al número de las que podían parecerle extrañas.

Se trataba de que el Gobernador partiese para Aranjuez con el fin de conjurar al rey a que volviese inmediatamente a Madrid, si es que no había roto con su vecindario de un modo definitivo, retractando todas las palabras que empeñó en el día anterior.

El prelado, sin embargo, sólo aventuró algunas débiles objeciones acerca de los inconvenientes que acaso pudieran ofrecer su posición oficial y su carácter sagrado para el desempeño de la espinosa misión que se le quería conferir.

Los alborotados insistieron con energía, y persuadido el mitrado por la razón que no podían menos de tener tantos acentos unánimes y tan sonoramente acentuados, no tardó en avenirse todo cuanto de él se exigía, y en pedir en su consecuencia el coche.

La multitud acompañó al digno obispo prodigándole las más inequívocas demostraciones de entusiasta reconocimiento.

El carruaje avanzó majestuosamente hasta el Puente de Toledo; pero la sólida construcción churrigueresca debía estar predestinada para dar un solemne testimonio de consecuencia popular.

Un compacto, grupo que se unió vociferando a la escolta del reverendo, sin contar para nada con la aquiescencia de éste, torció la brida a sus caballos y condujo de nuevo el coche a la Cuesta de Santo Domingo.

¿Qué significaba semejante cambio de opinión que así zarandeaba a un prelado en su coche de Gobernador del Consejo, como a un polichinela en su caja de títeres?

¿Se desconfiaba de que el mitrado ahogase con bastante fuego en pro de la causa del pueblo? ¿Se temía que se quedase en Aranjuez por propia o por ajena voluntad? ¿Se deseaba conocer el discurso que se proponía pronunciar?

Misterios son estos que todavía no ha puesto en claro la historia, y que mucho tememos cause por largos siglos la desesperación de las generaciones venideras.

El mismo demonio de la crónica no es a veces capaz de levantar la punta del velo que cubre ciertos embrollos colectivos.

Reinstalado el obispo en su domicilio, pudo al fin enterarse del motivo.

Se pretendía que en lugar de hablar al rey en persona, le expusiera en un escrito el ilustrísimo, todos los agravios del vecindario de Madrid, los fundados temores que al verse abandonado abrigaba, y el ardiente deseo que por la vuelta de la corte sentía.

El cambio de procedimiento no encontró la menor oposición en el ánimo del alto dignatario.

Éste, que por lo visto se hallaba en un cuarto de luna acomodaticio, se encerró en el despacho gubernamental, y redactó a la carrera, según unos, o extrajo del recóndito fondo de un bolsillo de la morada túnica, según otros, la representación que se le encomendaba.

Fuera o no improvisado, el memorial del obispo de Cartagena era una disertación en verso y prosa de lo más peregrino que puede darse.

Pero como el documento, atendida su considerable extensión, autorizaría los bostezos de nuestros lectores, nos guardaremos bien de estamparle íntegro.

Desde luego se revelaba en el escrito la mansedumbre evangélica más perfecta; mal monstruo llamaba a Esquilache, y había calificativos menos suaves.

Enumeraba la flamante instancia con un garbo que podría llamarse frescura todos los maleficios que la nación debía al marqués. Se le imputaban los perjuicios que ocasionó la guerra de 1762, porque si bien era cierto que se opuso abiertamente a ella, no estaba probado que semejan le oposición no fuese una redomada hipocresía. Se le acriminaba por la supresión de diferentes oficinas, teniendo en cuenta que aunque resultaban notoriamente innecesarias, en cambio daban de comer a una multitud de menesterosos empleados a los cuales no convenía buscar otros medios de subsistencia. Se le dirigían los más gravísimos cargos por los impuestos que creó con destino a la construcción de carreteras, siendo así que lo que sobraba en España ran caminos de perdición. Y por fin, se le atribuían todos los daños inherentes al establecimiento del alumbrado público, entre los cuales no era seguramente el menor, la facilidad que la luz prestaba a los malhechores para expiar a los honrados transeúntes, perseguirlos en su fuga con fruto, y despojarlos de las mejores prendas que llevaban.

Después, el redactor del documento empuñaba la cítara de Jeremías, adoptaba el tono plañidero de la más patética sensiblería, y se condolía de que hubieran llegado tiempos tan fatales para el prestigio del monarca en que se repitiese sin correctivo por la villa la conocida décima que decía:

Yo el gran Leopoldo el primero
marqués de Esquilache augusto,
rijo la España a mi gusto
y mando a Carlos tercero;
hago en los dos lo que quiero,
nada consulto ni informo,
al que es bueno lo reformo,
y a los pueblos aniquilo;
y el buen Carlos mi pupilo
dice a todo: « Me conformo ».

No se prescindía en la solicitud del gran efecto retórico de las transiciones.

De repente el autor saltaba sobre el sagrado trípode, y declamaba inspirado esta tirada ditirámbica:

«¿Pues qué vemos sobre vuestra majestad? ¡Ah, señor! Vemos las tesorerías sin dinero: oímos que se rebelan pueblos indianos: vemos irse el dinero de España por millones: observamos que la decadencia del continente iba a los extremos de su aniquilación... ¿Y contra quién, señor, ha recaído esto? Contra vuestra majestad lo miramos, no contra nosotros, sino contra vuestra majestad, señor: porque un rey sin caudales, es peor que un labrador sin ganado; porque un rey a quien se rebelan sus dominios, es peor que la más cruenta guerra que destruye sus reinos, pues amigos y enemigos son pedazos de la monarquía: porque un rey que sus tesoros los trasportan a otros dominios, es peor que dejar un cuerpo sin sangre; porque un rey a quien sus provincias las deterioran con órdenes de tropelías que las arruinan, es peor que una langosta que asola los campos».

Como se echa de ver, no sólo carecía de exactitud, de tacto y de buen gusto el papel en cuestión, sino que ni siquiera estaba escrito en idioma castellano, circunstancia la más imperdonable de todas, si se tiene en cuenta que era debido a la pluma de una persona que reunía el doble carácter de obispo y de doctor.

Terminada la exposición con la súplica de rúbrica, el gobernador del Consejo estampó su firma y tornó al salón.

Acto continuo se procedió a dar lectura pública del documento.

La aprobación fue unánime. Rasgos hubo en la obra, el de monstruo inclusive, que debieron ser sublimes, porque arrancaron los más frenéticos aplausos.

Poseedora la turba del manuscrito, era llegado el caso de pensar en el mensajero; pero antes de que pudiera llegar a suscitarse discusión alguna sobre el particular, los iniciados aclamaron a un hombre que se brindó expontáneamente a desempeñar la comisión.

El osado sugeto era Diego Abendaño, uno de nuestros más antiguos conocidos.

Tomó el manchego la representación del obispo, formuló cuatro protestas de incorruptibilidad catoniana que fueron acogidas con entusiasmo, montó a caballo y partió para Aranjuez.

La expectación que el mensaje de Abendaño imponía al vecindario, no fue un período de ociosidad.

Los directores del movimiento, ávidos de alimentar su fuego sacro, proporcionaron a los alborotados diferentes patrióticas distracciones.

Una de las más bulliciosas, consistió en echar a la calle a todas las mujeres reclusas.

Estas amazonas se organizaron en escuadras, se armaron de fusiles, de pistolas, de palos y de piedras, se hicieron preceder de pífanos y de panderos, y recorrieron con banderas las calles de la población cantando las alabanzas de la marquesa de Esquilache en variedad de tonos y de metros.

Entre los himnos predominaba una letanía de la cual nos guardaremos muy bien de escribir ni la primera ni la última palabra.

En las huertas de la villa se improvisaron reductos, se abrieron fosos, se aspilleraron casas, se obró en fin, como si se tratase de sostener un sitio en regla.

Con esto, y con el desarme de algunos puestos poco numerosos de inválidos, se entretuvo el lento curso del día, y se pudo esperar a que la aparición de las primeras estrellas diese la señal del descanso, esto es, de la orgía.

El vino y los licores circularon, en efecto, aquella noche con la misma generosidad de oculto origen y mayor profusión que en las cuarenta y ocho horas precedentes.

Decididamente cada etapa del motín era un expléndido regalo de la abundancia.

La noche se deslizó tranquila sin que dieran muestras los ánimos de impaciencias ni de desconfianzas; pero desde las primeras horas de la mañana siguiente, se comenzó a observar cierta preocupación en la parte más inteligente del cuerpo de los alborotados.

Los pensamientos se fijaron en Aranjuez, y menudearon las preguntas acerca de la suerte que pudo haber cabido al portador del escrito en que se condensaban los clamores del pueblo.

Ya había recorrido el sol la tercera parte de su carrera, y los inquietos miembros del consejo directivo discutían si sería conveniente trasladar el motín a la nueva residencia del monarca, cuando Diego Abendaño se presentó a la avanzadilla situada en les afueras de la Puerta de Toledo.

El que ejercía las funciones de jefe de la fuerza, era un estudiante de teología de la universidad complutense que distraía en Madrid las vacaciones de la Semana Santa, y como conocía al manchego desde el día anterior, se apresuró a salirle al encuentro disparándole a quema-ropa no el trabuco que llevaba en la mano, sino la convenida seña Dies irce .

Abendaño arqueó las cejas como uno de los dioses de Homero, y contestó con una dignidad en armonía con el olímpico gesto:

- Perro y tiña .

El teólogo era muy capaz de comprender aquella traducción romanceada de ferro et igne ; pero no por eso dejó de reírse en las barbas del romancista.

Esto no obstante, movido por la general curiosidad, escoltó a Abendaño hasta la casa del obispo Rojas.

Tan considerable fue el concurso provocado por la noticia del regreso del mensajero popular, que a duras penas pudo el caballo de éste abrirse paso por las calles de la población.

El ilustre mitrado se enteró de que Abendaño había conseguido ver al rey merced a una tenacidad inaudita, y de que era portador de la augusta respuesta en un pliego lacrado.

En el acto convocó el gobernador al Consejo en la casa Panadería, y se trasladó a este punto por la calle de las Fuentes seguido del manchego y de toda la inmensa muchedumbre que llenaba la cuesta de Santo Domingo y la Plaza de los Caños del Peral.

Apenas penetró su ilustrísima en la sala donde esperaban los consejeros, hizo franquear el gran balcón, y dispuso que desde él se leyese el real despacho para que pudiera ser mayor el número de los oyentes.

Considerable iba a ser éste; porque la vasta plaza vista desde el balcón aparecía empedrada de cabezas humanas.

Abendaño entregó en presencia del público al Gobernador del Consejo el pliego que había conducido; y abierto solemnemente con la intervención de un escribano de cámara, se dio lectura a las siguientes líneas:

«Ilustrísimo Señor: El rey ha oído la representación de usía ilustrísima con su acostumbrada clemencia, y asegura bajo su real palabra que cumplirá y hará ejecutar todo cuanto ofreció ayer por su piedad y amor al pueblo de Madrid, y lo mismo hubiera acordado desde este Sitio y cualquiera otra parle donde le hubieran llegado sus clamores; pero en correspondencia a la fidelidad y gratitud que a su soberana dignación debe el mismo pueblo, por los beneficios y gracias con que le ha distinguido, y el grande que acaba de dispensarle, espera su majestad la debida tranquilidad, quietud y sosiego, sin que por título ni pretexto alguno de quejas, gracias ni aclamaciones, se junten en turbas ni fomenten uniones; y mientras tanto no den pruebas terminantes de dicha tranquilidad, no cabe el recurso que hacen ahora de que su majestad se les presente. De Real orden lo digo a usía ilustrísima, para su inteligencia y efectos correspondientes. Dios guarde a usía ilustrísima muchos años. Aranjuez 25 de Marzo de 1766.-Roda.- Señor Gobernador del Consejo de Castilla».

A la última palabra de la soberana disposición expedida por la Secretaría de Estado, y del despacho de Gracia y Justicia, siguieron las más nutridas salvas de aplausos, a las palmadas los vítores al rey, y a las aclamaciones los abrazos fraternales, los sombrerazos al aire y todo género de manifestaciones de júbilo.

A juzgar por el vértigo de satisfacción que se apoderó de la muchedumbre, hubiérase dicho que desde el día siguiente no iba a faltar a cada ciudadano una gallina que echar en el puchero, según la frase del primer Borbón.

A la formal ratificación del monarca, se unieron notorios testimonios de la sinceridad con que había sido otorgada.

En los Consejos, en la Casa de Ayuntamiento, y en la misma de la Panadería, se fijaron bandos haciendo saber al vecindario que su majestad había aprobado el trage antiguo, suprimido la Junta de Abastos, acordado la salida de la guardia walona, dispuesto el extrañamiento del marqués de Esquilache, y nombrado en reemplazo de éste a Don Miguel de Múzquiz para la cartera de Hacienda y al general Don Gregorio Muniain para la de la Guerra.

El motín triunfaba, pues, en toda la línea.

Es verdad que por lo pronto no obtenían los alborotados el regreso de su idolatrada real familia; pero después de todo, la presencia de un monarca no es exactamente tan indispensable para los pueblos como la de la mujer amada para los amantes.

Como según las leyes de la lógica, la victoria debía traer aparejado el renacimiento de la tranquilidad pública, los pensadores se echaron a temblar más que nunca; pero aunque el fenómeno no pudiera ser menos ordinario, la calma renació en efecto.

Los reductos exteriores desaparecieron, las cortaduras de las calles se terraplenaron, y los amotinados conducidos por sus capataces, fueron expontáneamente a los cuarteles a depositar en ellos las armas y municiones.

Providencial pareció a algunos que todos los disturbios terminasen en la víspera de la solemnidad del Jueves santo, para que las ceremonias religiosas pudieran celebrarse con la paz y recogimiento convenientes; y a fe que no estamos muy lejos de creer en la intervención del orden sobrenatural en el asunto, si tenemos en cuenta que muchos de los prójimos que en el miércoles empuñaron el fusil y el zapapico profiriendo blasfemias, tocados en el corazón por la gracia, recorrieron en los dos días siguientes las calles de la villa en cofradías de disciplinantes y de nazarenos.

Capítulo XXVI
Donde Salazar aplaza para mejor ocasión el acto de someterse al Tribunal de la Penitencia

El Sábado santo a las diez de la mañana, cuando el cañon tronaba en Monteleón, las innumerables campanas de la villa agitaban las alborotadoras lenguas, los órganos hacían resonar su trompetería en los templos, y las palomas adornadas con cintas de rabiosos colores revoloteaban entre asustadas por el ruido, y gozosas por haber recobrado la libertad, todo en conmemoración gratulatoria de la resurrección del Redentor, un hombre envuelto en una capa negra se hacía anunciar con el simple nombre del abate en una de las habitaciones del piso bajo de la casa de los canónigos.

El silencio y la siniestra oscuridad que reinaban en la sala donde el visitante penetró, ofrecían un singular contraste con la bulliciosa animación que se observaba en el atrio del monasterio próximo, y en las calles circunvecinas.

Había además en aquella estancia otra cosa que contristaba el ánimo: ese edor de la traspiración morbosa, de las tisanas, del ácido carbónico que satura la atmósfera donde penosamente respiran los enfermos.

Trascurridos algunos minutos, se entreabrió una de las dos hojas de la puerta vidriera de la alcoba, y un joven novicio se adelantó en puntillas hacia el de la capa murmurando a su oído con voz apenas perceptible:

-El doliente, tan luego como ha podido dominar el estupor de la fiebre, se ha apresurado a consentir en la entrada de vuestra reverencia; pero el estado en que se encuentra no puede ser más grave, y siguiendo las instrucciones del licenciado Albarrán, recomiendo al señor abate que abrevie su entrevista en cuanto dable sea.

-Cuente el buen novicio con que respetaré el precepto de la ciencia -contestó el abate.

Y entró en la alcoba del paciente.

En un lecho descompuesto por la inquietud del dolor físico y de la desesperación moral, yacía Salazar con el rostro pálido a consecuencia de la pérdida de la sangre, y los ojos encendidos con el brillo de la calentura.

-Abate -articuló el murciano-, hace cuarenta y ocho horas que la sombra de usted se une a todas mis preocupaciones, figura en todas mis pesadillas.

-En fin, héme aquí -respondió el abate-, mi doble compromiso está cumplido.

-¿Ha tenido lugar el cambio de papeles, de joyas, de recuerdos?... -añadió Salazar con acento entrecortado.

-No han sido devueltos documento ni objeto algunos.

-¿Pero pudieran serlo todavía?

-No es presumible: las despedidas pública y privada se han realizado ya.

-Es bien extraño...

-¿Porqué señor de Salazar?

-Porque lo exige la inflexibilidad de la lógica.

-¿Y no pudiera usted partir de un principio erróneo?

-¿Qué principio es ese?

-Mi amo es prudente, la marquesa advertida: si los documentos que usted persigue sólo existieran en su imaginación...

-El hecho carecería de verosimilitud a no ser absolutamente incierto. Conozco por lo menos una carta, cuya posesión a falta de mejores autógrafos satisfaría mis esperanzas.

-¿Una carta?

-De dos líneas, abate, pero de un valor inestimable. El escrito cuenta algunos años de fecha: aún reinaba en España el buen Fernando.

-¡Ah!...

-Se refiere a la época de los sentimientos platónicos, de los méritos, de las esperanzas. Se trataba de impetrar de la Santa Sede la creación de un obispado en la provincia de Girgenti para el cual en su día debía ser presentado un sobrino de Tanucci. Coincidía con esta circunstancia la existencia en el territorio de la mitra en proyecto, de una pingüe fundación piadosa sobre cuya propiedad se litigaba entre el Sumo Pontífice y la corona de las dos Sicilias. En la corte de Nápoles se acariciaba el pensamiento de llegar a conseguir de etapa en etapa que Su Santidad se aviniese a aplicar por vía de transacción a la nueva silla episcopal las cuantiosas rentas disputadas. Todo estribaba en acertar a conducir el asunto con destreza. Entre los diplomáticos sicilianos, el marqués de Esquilache, por la iniciativa del rey Carlos, fue el encargado de pasar a Roma para dirigir cerca del Papa gestión tan delicada. En ningún tiempo se ha visto libre del mismo capital defecto Leopoldo de Gregorio: el elevado concepto en que tiene su. propia suficiencia. Ofuscado el marqués por la benevolente aquiescencia con que acogieron las primeras mociones el Pontífice y la curia romana, creyó poder dar una notoria prueba en Nápoles de habilidad y diligencia, y precipitó las diversas fases de la negociación. En breve se tocaron las consecuencias de la falta. Clemente XIII vio sin dificultad el lazo que se le había tendido, y se apresuró a cortarle por donde fuera más difícil la compostura; desestimó rotundamente con todas las formalidades de la Cancillería, la erección del obispado en cuestión. La infausta nueva produjo en la corte de Nápoles el efecto de una inesperada erupción del Vesubio. Tanucci quiso cojer el cielo con las manos, y el monarca pareció fruncir el ceño de veras. Para tratar de enderezar el entuerto, se desautorizó públicamente al malaventurado Esquilache; se le retiraron sus poderes de enviado extraordinario, y se hicieron las más ardientes protestas al Pontífice de la sinceridad y del desinterés con que se procedía. Era ya tarde. Su Santidad se mantuvo inflexible, y el sobrino de Tanucci hubo de resignarse a no pasar en aquella ocasión de presbítero. Las iras de los derrotados se volvieron entonces contra el torpe Esquilache; y entre las humillaciones que se le impusieron, se contó la prohibición de pasar la frontera de los dominios de su majestad siciliana. En vano el ex-plenipotenciario dirigió tres cartas al soberano recomendándose a su clemencia, y poniendo en relieve que el exceso de celo era la única falta que podía imputársele; no recibió respuesta alguna directa ni indirecta. Había necesidad de acudir a los grandes recursos; la marquesa tomó a su vez la pluma, y escribió al rey la más conmovedora de las epístolas. Ocho días después llegaba a manos de la de Esquilache en Roma, el siguiente autógrafo del monarca: «Marquesa: acabo de escribir a Gregorio autorizando su regreso a Nápoles. Por vos, bella Pastora, no hay error del marqués que yo no esté dispuesto a perdonar» .

-La carta, puede, en efecto, ofrecer para alguien un interés relativo -pronunció el abate:- pero suponiendo que ese sea el tenor literal...

-¡Oh! Consta el texto en los registros del padre general.

-¿No está también en lo posible que ya no exista?

-El papel en cuestión es de los que se conservan a todo trance.

-La verdad es que en rigor no tengo motivo alguno para poner en duda que las creencias de usted cuenten con sólido fundamento. La existencia de esos documentos y el hecho negativo de mi manifestación, son perfectamente compatibles. Pasemos, pues, al segundo incidente.

Las ígneas pupilas de Salazar devoraban los labios de su interlocutor; habríase podido asegurar que las palabras que éste iba a pronunciar, acababan de adquirir nueva importancia.

-La partida de la familia de Esquilache no es ya un problema -repuso el abate.

-¿Para cuándo está prefijada?

-Para el miércoles próximo.

-¿A dónde se dirigen?

-A Cartagena: la fragata Atrevida espera en ese puerto a los marqueses para conducirlos a Italia.

-¿Conoce usted detalles por insignificantes que parezcan?

-Algunos guardas de campo acompañarán a los extrañados, con el objeto de que los pueblos del tránsito puedan, si quieren, considerarlos prisioneros...

-Comprendido: esa escolta...

-Sólo tiende a poner a los marqueses a cubierto de cualquier insulto.

-Adelante.

-Esquilache pasará por su quinta de los Morales, y dormirá en ella la noche precedente al día de la entrada en Cartagena. Parece que le impone esa ligera detención la necesidad de atender al arreglo definitivo de la fortuna que deja en la Península antes de abandonar su territorio.

Los ojos del murciano brillaban más que nunca. ¿Era que su fiebre se exacerbaba con el diálogo? Era que en el cráter del volcán de los odios que le dominaban hervía algún pensamiento seductor?

-Los marqueses harán su viaje en un carruaje de la real casa, al cual se habrán quitado los blasones -prosiguió el abate:- y el conductor, aunque privado de librea, pertenece asimismo a las caballerizas de su majestad. En cuanto a los tiros, serán los de la posta ordinaria.

Había en el mate rostro del murciano tal aire de estática atonía, que el orador dudó en verdad si era escuchado.

De repente el enfermo sacudió su letargo, se incorporó penosamente sobre un cado y dijo en tono breve:

-¿Se propone usted ver al padre Cebrián?

-Tan luego como salga de este aposento -contestó el abate.

-Ruego a usted entonces que le diga que aplazo someterme por ahora al tribunal de la penitencia. Mi fin está menos próximo que creíamos, porque me queda por jugar la última carta.

-Cumpliré el encargo de usted.

-Creo, abate, que la Compañía no olvidará nunca los servicios que a usted debe; pero si en ella algún día se debilitase la memoria, no faltará quien la refresque mientras exista Salazar.

-Ningún interés mundano mueve mis acciones: pero es demasiado preciosa la amistad de usted, para que sus palabras no suenen gratamente en mis oídos. Adiós, pues, señor de Salazar, y que el Omnipotente mejore sus horas para usted.

-Adiós, abate Gándara.

El doliente extendió su trémula mano, y tiró del cordón de la campanilla en el instante en que el abate cruzaba el dintel de la puerta.

El joven novicio no tardó en asomar su interrogadora cabeza.

-Hermano Ignacio -dijo Salazar:- descorre la cortina de la ventana.

-El licenciado Albarran ha recomendado la media claridad -objetó tímidamente el joven.

-Con permiso del licenciado necesito más luz para escribir.

-¡Para escribir! -exclamó el novicio extupefacto.

-Eso he dicho, traeme la cartera y el tintero.

-Pero, señor de Salazar...

-¡Hermano Ignacio!

-Si lo que usted se propone va a ser imposible... Desde el lecho se hacen ilusiones todos los enfermos acerca de la actividad de sus facultades físicas.

-¡Mil infiernos! -gritó Salazar crispando los puños.

Ignacio se santiguó, condujo del bufete a la alcoba los utensilios pedidos, y descorrió la cortina.

Salazar extrajo un pliego de la cartera, sepultó una pluma en el tintero, y la colocó sobre el papel. La primera letra fue un rasgo que ningún paleógrafo habría podido descifrar; la segunda, un borrón.

El doliente estuvo a punto de arrojar al suelo la pluma; dominó la desesperación, sin embargo y se limitó a murmurar con expresión sarcástica.

-Me parece que el hermano Ignacio está en lo cierto: con la imaginación se hacen más heroicidades que con los puños.

Empujó el murciano la cartera hasta los pies del lecho, fijó los ojos en la esfera de la péndola colocada en la pared y se pulsó por espacio de quince segundos.

En ese período de tiempo contó treinta y cinco pulsaciones.

-¡Fiebre altísima! -articuló-, con ciento cuarenta pulsaciones por minuto no escribiré seguramente; y no obstante es preciso que escriba.

Entre los frascos que yacían sobre la mesa de noche había uno que contenía una solución incolora. En la etiqueta se leía bromuro de alcanfor .

Salazar destapó aquel frasco, se le aplicó a la boca, y le apuró resueltamente absorviendo una dosis inverosímil por lo extraordinaria.

Después volvió a deslizarse sobre las almohadas, cerró los párpados y se abismó en la sima de los pensamientos que le poseían.

No se hicieron esperar los efectos de la sal de bromo. Diez minutos más tarde, el corazón dejaba de enviar a los pulmones el torrente de sangre en que los ahogaba, y los músculos del pecho pudieron dilatarse sin esfuerzo.

Salazar fue bastante dueño de sí mismo para permanecer en reposo durante media hora; pero al sonar la primera campanada de las once, término del plazo que se había prefijado, recogió la cartera e intentó la segunda prueba.

Por aquella vez tuvo la satisfacción el doliente de ver salir de su pluma verdaderas letras. Es verdad que las primeras que trazó no tuvieron un punto menos de contorno que las ciruelas claudias; pero a medida que la labor adelantó, llegaron a verse reducidas al modesto tamaño de uvas jaenes.

El escrito no pasó de la octava línea. El murciano estampó su firma, plegó el papel, le cerró con una oblea y puso cuatro palabras en el sobre.

A continuación llamó a Ignacio.

-Lleva inmediatamente esta carta a la Fábrica de Tapices -dijo al novicio.

-¡Abandonando la cámara de usted! -articuló el joven admirado.

-A menos que sin abandonarla puedas ir a la Puerta de Santa Bárbara. Tu ausencia, por lo demás, será breve, porque como ves, sólo se trata de un trayecto de algunos centenares de pasos.

El novicio dirigió modestamente los ojos al sobrescrito y leyó a media voz:

-Señor don Eulogio Carrillo.

-En propia mano.

-¿Y qué debo hacer si por acaso no estuviere en la fábrica ese sugeto?

-Oh, eso es distinto: entonces te informas acerca de su paradero, y le sigues la pista hasta en las entrañas de la tierra.

-Pero ¡buen Dios! mi comisión pudiera eternizarse en ese caso. ¿Quién entretanto cuidará de usted?

-¡Pues cuidarán el ángel de mi guarda o mi demonio tentador! -contestó Salazar en el colmo de la impaciencia.

Ignacio volvió a hacer la señal de la cruz, y salió precipitadamente de la alcoba.

El murciano tomó en el acto otro pliego, y se engolfó en la redacción de un segundo documento. Con la inspiración que presta la fiebre, Salazar llegó al final de la cuarta plana sin levantar la pluma del papel para otra cosa que para renovar la tinta.

Cierto ruido de mueble que sonó en el gabinete, detuvo la mano del enfermo.

Salazar dirigió maquinalmente la vista a la péndola, y se admiró de que hubiese trascurrido media hora.

-El señor de Carrillo espera las órdenes de usted para pasar a verle -pronunció el novicio entreabriendo la puerta vidriera.

-Que no se detenga un instante -contestó el murciano.

Y volviendo a bajar la cabeza terminó el escrito en cuatro rasgos.

El hombre de la capa de grana había penetrado en la alcoba.

-Carrillo -le dijo Salazar con rapidez-, necesito un corazón leal, una cabeza inteligente, y un brazo decidido. ¿No es verdad que al pensar en usted he dado con mi hombre?

-¡Cómo! -profirió el interrogado sonriendo-, ¿por ventura imagina usted que yo rechace tan lisonjeras cualidades?

-Pues bien, Carrillo, hay que calzarse las espuelas.

-¿Cuando?

-Esta tarde mejor que mañana.

-¿Dónde es necesario ir?

-Al extremo de mi provincia.

-¿A Murcia?

-Jurisdicción de Cartagena.

-El paseo no es precisamente el que exige la digestión de la comida.

-¿Tiene usted aversión a los viajes?

-Todo lo contrario, me distraen. Por otra parte, la atmósfera de Madrid empieza a afectar mi salud, especialmente desde que manifiesta tendencia a encalmarse.

-Tanto mejor, el aquilón va ahora a desencadenarse en las provincias.

-¿Sí?

-En la de Murcia más que en otras.

-¡A Murcia, pues, cuerpo de tal!

-Ese es el entusiasmo conveniente.

-Nunca me falta cuando la convicción anima mis actos. Y a propósito, señor de Salazar, ¿qué es lo que yo tengo que hacer en Murcia?

-Ayudarme si mi maldita fiebre permite que me ponga en camino; sustituirme si debo apurar todos los tormentos de la desesperación en el insoportable cepo de este lecho.

-Supongamos que nos ocurre la desgracia de que se dé el caso de la sustitución.

-¿Conoce usted la topografía de la zona a donde se dirige?

-Ni poco ni mucho.

-Proporcionaré a usted los pocos datos necesarios. A media legua escasa del pueblo de Alcázares, a la vista del mar Menor, existe una quinta de recreo llamada los Morales; retenga usted ese nombre.

-Los Morales -repitió pausadamente Carrillo esculpiendo las letras en la memoria.

-La quinta pertenece a la familia del marqués de Esquilache, y es su residencia favorita en cuantas ocasiones puede ausentarse de Madrid.

-La posesión debe ofrecer atractivos; porque los Esquilaches son sibaritas.

-Con tantos les brinda a no dudar, que quieren pasar en ese albergue la última noche de la estancia en España.

-¿Es, pues, por esta vez cosa segura la partida?

-Infalible.

-Adelante.

-Los marqueses conducirán importantísimos documentos que denuncian crímenes de lesa Nación...

-¡Ah, belitres!..

-Y como el Consejo Supremo de la Buena Obra ha decidido hacerse dueño de tan interesantes piezas...

-¡Cáspita! ¡Soberbia resolución!

-Es indispensable que en la noche que los de Esquilache pasen en su quinta se apodere usted a todo trance de cuantos papeles lleven.

-¿Precisamente en esa noche?

-¿Considera usted arbitraria la designación del tiempo y del lugar?

-En modo alguno; pero me parece que no deja de asistirme cierto derecho para conocer los motivos que la determinan.

-Las facilidades que va usted a encontrar en los Morales, aseguran el buen éxito de la empresa.

-Ah, magnifico; pero ¿qué facilidades son esas?

-La noticia de la llegada del marqués va a producir la mayor indignación en la aldea de los Alcázares.

-Maravilloso don de profecía.

-Haga usted cuenta que está oyendo a Isaías.

-Mi fe no puede ser más ciega.

-La explosión del sentimiento popular dará por resultado el súbito allanamiento de la quinta; y torpe sería usted seguramente si en el desorden de la nocturna sorpresa no encontrase medio para desempeñar con perfecta conciencia la misión que le confío.

Carrillo se acarició la barba durante algunos segundos, y repuso:

-La ocasión es, en efecto, propicia hasta lo sumo; pero en cambio hace por su índole especial, que un hombre solo no pueda dar cima a la empresa.

-Tendrá usted todos los auxiliares que necesite.

-¿Reclutados en Madrid?

-De ninguna manera. Eso, sobre imprudente, sería más dispendioso. La designación de los iniciados que han de ponerse a las órdenes de usted, corre de cuenta del alcalde de Alcázares.

-¡Del mismísimo alcalde!

-Con una frase voy a explicar a usted lo que le intriga. El funcionario municipal es mi amigo, mi primo, mi alter ego .

-¡Oh, coincidencia afortunada!

-La carta que acabo de escribirle, y en que le doy las más precisas instrucciones, servirá a usted de credencial.

Y trazando el nombre del sobrescrito, único requisito que faltaba, Salazar entregó a su interlocutor la epístola.

-Reconozco que hasta ahora no dejan de satisfacerme los datos -dijo Carrillo.

-A resolver, pues, el problema -contestó el murciano-. Los marqueses partirán de Aranjuez el miércoles próximo, y harán el viaje en posta. Ya ve usted que no le sobra tiempo si ha de esperarlos debidamente prevenido en el terreno donde va a jugarse la partida.

-Sólo necesito proveerme de tres cosas para poner el pie en el estribo.

-¿Cuáles son?

-Caballo, escudero y condumio.

-Felizmente las tres pueden reducirse a una.

Salazar sacó del cajón de la mesa de noche una pequeña llave, y la alargó a Carrillo añadiendo:

-Sírvase usted abrir el armario de cedro.

Carrillo franqueó la doble puerta del mueble indicado.

-Tire usted de la gaveta inferior de la derecha -prosiguió el murciano.

La ejecución siguió al precepto.

-Tome usted una de las dos bolsas que ahí se encuentran -dijo todavía Salazar.

-¿La negra o la verde? -preguntó Carrillo contemplando el fondo de la gaveta con verdadera consideración.

-Es indiferente: ambas contienen la misma suma.

El de la capa de grana optó instintivamente por el color de la esperanza, y levantó la bolsa con el pulso de un epiléptico para estudiar en el sonido la clase de metal que en ella se encerraba.

Las vibraciones atmosféricas hablaban del oro con la más conmovedora de las elocuencias.

-Creo, Carrillo, que ha de tener usted los fondos suficientes.

-Me basta con la opinión de usted para dar por cosa cierta el hecho.

Y Eulogio deslizó en su casaca con la indolencia del desinterés la bolsa que empuñaba.

-Mi pensamiento, mi vida, mi honra misma van a pertenecer a usted desde este instante -articuló Salazar dando a su acento naturalmente rudo la inflexión de la súplica.

-¡Confianza, pardiez! Tendrá usted todos los papeles del marqués.

-Y sobre todo, Carrillo, los que por prudencia pudiera ocultar la marquesa... aunque parezcan serla exclusivamente personales...

-Hasta esos, guárdelos donde quiera. ¡Vive Dios!

Salazar despidió a Carrillo con la mano.

Entonces comenzó a echar de ver que le afectaba un verdadero acceso de atonía, que las extremidades se le quedaban yertas, y que le dominaba el más invencible marasmo.

-¿Habrá sido demasiado elevada la dosis de bromuro? -pensó con cierta inquietud.

-Bah -se contestó en el acto-, aunque así fuera, el principal objeto está conseguido.

Capítulo XXVII
De cómo los marqueses de Esquilache supieron exasperados que el itinerario de su viaje había sufrido una ligera modificación

La Pascua había trascurrido en Aranjuez con la tranquila beatitud que Carlos III apetecía.

Desde la impertinencia de Diego Abendaño, no se había vuelto a escuchar el eco del motín en los higiénicos salones del palacio que trazó el lapicero de Juan Bautista Toledo, el delineante favorito del gran artista italiano del siglo XVI, el sin par Buonaroti.

El buen monarca no quiso que los tres días en que la inmensa colectividad cristiana solemniza gozosa la resurrección del Redentor, fuesen de doble amargura para la desterrada familia de Esquilache, y había dispuesto que su partida no tuviera lugar hasta después de terminadas las festividades que preceptúa la iglesia.

Los extrañados acogieron con cordial gratitud la última gracia que el soberano les otorgaba; pero no pudieron disfrutarla sin acerba pena. ¡Ay tristes! Nunca como en aquellas setenta y dos horas les parecieron tan perfumadas las brisas del Tajo, tan seductora la lozana vejetación del Jardín de la Isla, tan magníficos sus olmos seculares sin rival en Europa.

¡Qué mucho! Iban a abandonar acaso para siempre el oasis favorito de Fernando VI, tan rico en recuerdos como en esperanzas,. y un filósofo lo ha dicho, el único día en que encontró bella la vida fue el día de la muerte.

Los marqueses habitaban en el edificio conocido con el nombre de Cocheras de la reina.

Los abrigos empaquetados, los estuches, las maletas, todo en la vasta sala donde estaban a la sazón los de Esquilache, hablaba de la proximidad del viaje, hecha excepción del animado aspecto con que las despedidas entonan esta clase de cuadros.

La más espantosa soledad pesaba, en efecto, sobre aquella mansión del rigor de la fortuna.

Hacía un cuarto de hora que el italiano se paseaba a lo largo del aposento con las manos cruzadas en el dorso, y que la marquesa permanecía sentada delante del velador que sostenía un desayuno casi intacto, cuando sonó estrepitosamente en el patio el ruido de un carruaje que acababa de penetrar por la puerta de la plaza de Abastos.

Esquilache se acercó a una ventana, y miró a través de los vidrios.

Un coche de camino, arrastrado por brioso tiro, se había detenido en el fondo del patio, y seis guardas de campo con la carabina en bandolera echaban pie a tierra y ataban en las rejas las bridas de los caballos.

El marqués fijó sus ojos con extrañeza en el espacio, y sacó el reloj.

-¡Qué significa esto! -pronunció-, faltan tres horas para el momento señalado a la partida.

Un doméstico de la ballestería, Esquilache ya no tenía sirvientes, entró en la estancia al mismo tiempo.

-El correo -dijo el lacayo-, ha dejado esta carta para el señor marqués.

El italiano abrió la misiva distraído mientras el criado se alejaba; pero apenas se enteró del contenido palideció visiblemente.

La marquesa, que observó el cambio de color, preguntó a Esquilache con inquietud:

-¿Quién te escribe?

-Robles -contestó el marqués.

-¿Ocurre algo en los Morales?

-Todo lo más funesto que es posible.

-¡Dios mío!

-Escucha.

Esquilache leyó a media voz:

«Respetado amo y señor mío: Acaban de reducirme a prisión bajo el peso de no sé que denuncias de conjuraciones políticas, que serían ridículas si no fueran terribles. Los principales dependientes de la quinta participan de mi suerte, y los hortelanos están dispersos. Considere vuecencia el peligroso estado de abandono en que se encuentra esta magnífica posesión, y provea al conveniente remedio con la urgencia que el caso exige. Por lo que a mí se refiere, confío en que vuecencia no dejará de favorecerme si le es dable, persuadido como estarlo debe, de que mi único delito consiste en la inquebrantable fidelidad con que siempre me he consagrado al fomento de los intereses de la familia cuyo pan como. -De vuecencia respetuoso criado - Bernardo Robles ».

Con la lectura de la firma coincidió la aparición de dos individuos en el dintel de la puerta.

Los nuevos personajes eran dos oficiales, que después de inclinarse profundamente y de impetrar permiso, se adelantaron hacia Esquilache con el aire de la más perfecta cortesanía.

-¿A quién tengo el honor de recibir? -preguntó el italiano con cierta altanería que la desgracia no había podido hacerle perder.

Uno de los oficiales contestó:

-En unión de don Lope Díaz, al cual me permito presentará vuecencia, estoy encargado de acompañarle y servirle en su viaje a Cartagena.

-¡Ah! Perfectamente: ¿el nombre de usted?

-Pedro Barrientos.

-Pues bien, señores de Barrientos y Díaz: ¿qué es lo que tienen ustedes que participarme?

-Que todo está dispuesto -respondió el primero-, para cuando vuecencia se sirva dar la señal de la partida.

-En no corto espacio de tiempo se han anticipado ustedes a la hora prefijada; pero copio la carta que acabo de recibir aguija mi actividad, tanto al menos como la excitación de ustedes, voy a apresurar la marcha en lo posible.

-El señor de Díaz y el que tiene la honra de dirigirse a vuecencia nos felicitamos de coincidencia tan peregrina.

-Es de suma importancia para mí llegar cuanto antes a mi quinta de los Morales.

-¿Los Morales? -articuló Barrientos no sin cierta sorpresa-; ¿dónde se encuentra eso?

-En el camino de Murcia a Cartagena. ¿Por ventura no habrían prevenido a ustedes acerca de que está resuelto que pasemos en esa posesión la noche precedente a nuestra llegada al puerto?

-Venimos perfectamente edificados con respecto al itinerario del viaje; y en la ruta de Murcia a Cartagena sólo estamos autorizados para tocar en los puntos siguientes:

El oficial sacó un papel del bolsillo, y recitó como un alumno de geografía:

-Aljucen, Los Baños, Torre de Albujón y Lobosillos.

-¡Cómo! -exclamó el italiano-; ¿se proponen ustedes impedir que me detenga algunas horas en mi casa de los Morales?

-Preciso será por cuanto esas son nuestras instrucciones.

Esquilache pareció quedar anonadado: la marquesa se extremeció de pies a cabeza.

No se hizo esperar la reacción. El marqués con las cejas fruncidas y la nariz dilatada, dio dos pasos hacia el oficial.

-Señor mío -profirió con acento entrecortado por la ira-; el corto rodeo y la breve visita a que ustedes se oponen son cosas aprobadas por el rey.

-Nada tengo que objetar a la afirmación de vuecencia -contestó Barrientos saludando.

-Y bien...

-Señor marqués...

-¿Qué significa esa reticencia?

-No puede significar otra cosa -insinuó Pastora-, sino que el señor de Barrientos modifica su incomprensible determinación.

-La señora marquesa está en un error -añadió el oficial reincidiendo en el uso de la flexibilidad de la espina dorsal de que era poseedor.

-¿No pasaremos por mi quinta? -bramó Esquilache.

-No -respondió Barrientos con tan rotunda frase como melifluo tono.

-Muy bien -repuso el marqués-; en ese caso no partiremos de Aranjuez hasta que yo haya ido a conferenciar con su majestad.

-Siento que vuecencia se proponga ejecutar una acción impracticable.

-¡Cómo impracticable!

-El señor marqués no debe salir de este edificio sino para emprender en línea recta el viaje al reino de Murcia con exclusión de todo género de episódicas detenciones.

-Entonces seré yo quien vaya a ver al rey -dijo Pastora, roja de indignación.

-Me contrista que la señora marquesa no esté en circunstancias más satisfactorias que su esposo.

-¡Ah, nos hallamos secuestrados!

-¡Qué palabra tan apasionada, señora marquesa!

-¡Aherrojados! -gritó Esquilache.

-¡Qué frase tan impropia, señor marqués!

-Y sin embargo, como es absolutamente necesario que oiga mis quejas el monarca, voy a escribirle en este instante.

-¡Escribir!

-No he dicho otra cosa.

-Vuestra excelencia se tomaría un trabajo de todo punto inútil.

-¿Por qué? ¡Vive Dios!

-Porque los escritos del señor marqués, por interesantes y múltiples que sean, no han de tener mensajero.

-¡Hasta se me priva del derecho que disfruta el último de los criminales desde lo profundo de su calabozo! -declamó el italiano elevando sus convulsas manos al cielo.

-La privaciones harto transitoria para que pueda entrañar mucha importancia. Desde el momento en que vuecencia se encuentre a bordo del buque que ha de conducirle a Italia, no sólo recobra todas las facultades caligráficas, sino que puede disponer de nosotros, si honra tal merecemos, para que las epístolas lleguen a su destino.

-¡Caballero! -exclamó el marqués exasperado:- la conducta que se observa con nosotros, y de que ustedes son serviles instrumentos, no puede ser más indigna, ni más cobarde.

-Me parece que vuecencia no habrá -pronunciado sus últimas palabras con decidida intención de ofendernos personalmente.

-Quien aquí es objeto de los insultos más groseros soy yo ¡poder del cielo!... pero cuidado, señor mío... Es verdad que he dejado de ser ministro de la Guerra; pero soy todavía teniente general.

-No ignoro que vuecencia ejerce tan dignamente como antes ese distinguido empleo en los reales ejércitos.

Aunque Esquilache no había mandado nunca una brigada en campaña, no consideró epigramática la frase de Barrientos.

El italiano clavó en su esposa los extraviados ojos, y murmuró como interrogándose a sí mismo:

-¡Qué mal genio nos asesta este último golpe!...

-¿Y lo dudas por un instante? -replicó vivamente la marquesa.

-¿Puede haber un ser tan miserable?

-¡Grimaldi!

Pastora había pronunciado este nombre desgarrándolo al mismo tiempo sin piedad con los blancos y diminutos dientes.

Esquilache se encaminó maquinalmente al extremo de la sala. La marquesa asaltada de repente por una idea irresistible voló en pos del italiano, y le dirigió algunas palabras en voz baja.

A la moción de la dama siguió una breve, pero animada discusión conyugal, que los dos oficiales presenciaron discretamente distraídos.

El resultado fue acercarse el marqués a sus forzados compañeros de viaje con un aire que al primer golpe de vista revelaba transigencia.

-Si ustedes me conceden su permiso -profirió-, voy a hacerles una pregunta austera.

-Dispuestos estamos a escuchar a vuecencia y a contestarle con toda la consideración a que tiene derecho -dijo Barrientos.

-¿Son ustedes dos hidalgos de corazón, o son únicamente una consigna?

-Somos dos caballeros que tienen una consigna.

-Perfectamente: entonces no desconfío de que mi situación llegue a ser menos intolerable.

Esquilache alargó al oficial la carta de Bernardo Robles, que todavía conservaba en la mano, y repuso:

-Señor de Barrientos: ruego a usted que se entere de las pocas líneas que me escribe mi administrador de la quinta de los Morales.

Barrientos tomó el papel, y leyó su contenido con voz bastante acentuada para que pudiera llegar al tímpano de Díaz.

Terminada la recitación devolvió al marqués el escrito, añadiendo el obligado cumplimiento:

-Puede vuecencia creer que sinceramente lamentamos tan desgraciado accidente.

-Esa quinta es el único bien inmueble que en España poseo: mi proyectada detención no tenía otro objeto que poner en orden los asuntos que a la explotación de la propiedad se refieren: su abandono equivale a la ruina de mi familia...

-Deplorable fatalidad.

-No quiero insistir en acerbas recriminaciones por la prohibición que se me impone de hacer a mi finca, al ir a dejar el suelo patrio, la visita que imperiosamente reclama: prescindo de las protestas que podría formular por el humillante veto de dar un paso fuera de este sitio: olvido que hasta de escribir se me priva...

-El señor marqués obra en todo ello con la cordura que era de esperar.

-Enhorabuena: pero en cambio ¿es de temer que pueda caber alguna responsabilidad a ustedes si permiten que en su misma presencia, en esta sala, y sin invitación escrita de mi parte, conferencie yo con la persona a quien deseo encomendar la administración de los Morales con el fin de salvar mis comprometidos intereses? ¿Presumen ustedes que sus instrucciones se opongan abiertamente a que venga aquí un escribano y redacte el poder conveniente para que la persona antes citada no encuentre en el ejercicio de sus funciones obstáculos legales?

Barrientos buscó con los ojos la mirada de Díaz. Era evidente que el oficial quería compartir con su compañero la responsabilidad de la contestación.

Pero como Díaz no parecía dispuesto a abandonar el papel de figura decorativa que hasta entonces había representado, Barrientos tuvo que decidirse a apoyar con la voz la consulta mímica.

-¿Ha oído mi honorable compañero -pronunció-, la doble pregunta del señor marqués?

-Sin perder una sílaba -respondió el interpelado.

-Y bien...

-La resolución del señor de Barrientos no puede menos de ser la más acertada, y a ella suscribo desde luego.

-Gracias en nombre del acierto del señor de Barrientos; pero si usted no le tuviese por adjunto ¿qué pensaría de la pretensión de su excelencia?

-Pensaría que en rigor no era de las que taxativamente me estaba prohibido otorgar.

-Señor marqués -repuso Barrientos-; mi opinión coincide con la de su digno compañero; y en prueba del interés que la especial posición de vuecencia nos inspira, tenemos en acceder a sus deseos una verdadera satisfacción.

-Con mucho gusto veo efectivamente en esa deferencia que no hay en ustedes hostilidad personal hacia mí.

-El señor marqués nos hace justicia. ¿Quién es la persona que debe conferenciar con vuecencia?

-La señora condesa de Bari. En la actualidad ha de encontrarse en las habitaciones de su ama su majestad la reina madre.

-En cuanto al escribano -repuso Díaz-, ¿siente vuecencia por alguno preferencia particular?

-Absolutamente ninguna.

-Muy bien.

El oficial cambió algunas palabras con Barrientos, hizo un saludo, y salió de la habitación.

No es larga la distancia que media entre el Palacio y las Cocheras de la Reina; y como Díaz se desembarazó de su encargo con una presteza prodigiosa, no habían trascurrido diez minutos, cuando los marqueses vieron aparecer a Elina en la puerta del fondo de la sala.

La condesa menos sorprendida por la llamada de que era objeto que por la anticipación de la hora de la partida, corrió hacia Pastora preguntando:

-¿Qué ha ocurrido?

La marquesa tomó a Elina por la mano y la condujo al hueco de la última ventana del salón. Barrientos emprendió una serie de tranquilos paseos en dirección opuesta.

-Nos aflije una infamia de Grinialdo -dijo en voz baja la marquesa con volubilidad extraordinaria. -Toda nuestras esperanzas, todos nuestros proyectos han sido conculcados con una habilidad satánica.

-¡Dios mío! Me asustas...

-El paso por nuestra posesión de los Morales, nos está vedado expresamente.

-¿Y esa es la causa de tu desesperación? -profirió Elina admirada.

-¡Oh, lo sería si tu no existieses en el mundo!

-¿Qué quieres decir?...

-Que en esa quinta está nuestra fortuna...

-Nuestros modestos ahorros -rectificó Esquilache.

-El pan de nuestros hijos -añadió Pastora.

-Pero ¿en qué se relaciona conmigo?...

-Oh, tú puedes hacer lo que a nosotros se nos niega.

-Habla.

-En la capilla de la quinta donde tantas veces has orado, hay debajo del altar una trampa cuya puerta se mueve oprimiendo un resorte escondido en el lado derecho del pie del ara.

-Exactamente en el centro del lado derecho -precisó el italiano.

-Por la escalera que la trampa descubre -prosiguió la marquesa-, se desciende a una pequeña cripta. Empotrado de lado en la pared del fondo, yace un sepulcro de mármol donde fueron los restos del fundador de la capilla. Sobre el enterramiento existe una cruz de ébano sujeta en el muro por tres clavos. Dando un golpe en el del brazo izquierdo...

-Golpe en que es preciso emplear cierta energía -insinuó Esquilache.

-La losa del sepulcro se entreabre -repuso Pastora-. En lo más profundo del sarcófago hay dos cajas que encierran una cantidad considerable...

-Relativamente considerable -articuló el ex-ministro.

-Cada caja contiene cinco mil onzas de oro -dijo la marquesa, que no creía que las circunstancias eran para misterios.

-Suma, señora condesa, que no pasará de una verdadera miseria cuando esté repartida entre todos los pedazos de nuestras entrañas.

-Ahora bien, Elina mía, acudimos una vez más en ocasión suprema a tu generosa amistad, a la nobleza de tu alma, a tu abnegación con tantos sacrificios probada... Es necesario que nos lleves esas cajas a Cartagena antes de que zarpe del puerto la Atrevida .

La condesa reflexionó un instante, y replicó:

-¿Tienes en los Morales gentes de confianza a quienes pueda dirigirme para la extracción y trasporte de suma tan cuantiosa?

-¡Ay! Todos nuestros buenos servidores han sido envueltos en la desgracia que nos hiere... Robles nos lo hace saber desde un calabozo...

-Pero entonces...

-Por lo mismo que estamos persuadidos de la grande iniciativa a que tendrá que recurrir la señora condesa -dijo Esquilache-, se va a expedir a su favor un poder amplio, libérrimo que la autorice para todo en los Morales, hasta para enagenar la posesión si llega el caso.

-Señor marqués... Pastora mía...

-¿Por ventura te faltaría el valor en este trance?

-Mil veces le tendría para dar por ti la existencia; pero confieso que me aterra la idea de la tremenda responsabilidad en que incurriría si desapareciese entre mis manos la fortuna de tu familia. La salvación de ese tesoro no es empresa de las que se confían a una mujer.

-¿Y a quién podríamos volver los ojos? Nuestros amigos ya no existen si es que los hemos tenido alguna vez: y por otra parte ¿dónde está el hombre capaz de competir en lealtad con mi Elina?

-La desdicha todo lo borra en tu memoria; y sin embargo, existen servicios tan importantes, tan recientes...

-¡El de Lozano por ejemplo! -exclamó la marquesa ahogando un grito.

-Me complace que recuerdes ese nombre; es el del más noble y bravo de los hombres.

-¡Cómo ponerlo en duda! ¿Pero está Lozano en Aranjuez? ¿Nos asiste derecho para exigirlo tan extraordinario favor? ¿Nos es dado siquiera promover sin riesgo de repulsa cerca de nuestros guardianes esa nueva evolución dilatoria?

-Por lo que al joven Lozano se refiere todo puede correr de cuenta mía -pronunció resueltamente Elina.

-¿Qué dices, Leopoldo?

Esquilache parecía trabajado por el choque de opuestos sentimientos. Las circunstancias, sin embargo, acabaron por imponerse.

-Don Felicísimo Lozano -contestó-, posee cualidades harto evidentes para que yo aventure una objeción; pero estimo, por mil razones, conveniente que no porque la dirección del asunto quede en las aptas manos de ese joven, nos prive la señora condesa de su intervención personal revestida con el prestigio que da la fuerza de la ley.

-Es seguro que no ha de faltarnos el concurso de Elina -repuso la marquesa acariciando las manos de su amiga.

-No, a fe mía -respondió la condesa-; volveré a abrazarte en Cartagena cueste lo que cueste.

Díaz, seguido de un sugeto provisto de abundante papel sellado bajo el brazo, acababa de reunirse con Barrientos en el extremo de la sala.

El marqués esperó a que Elina pronunciase la última palabra, y se acercó a los oficiales.

El representante de la fe pública estuvo impuesto al poco tiempo en el asunto de que se trataba; y sentándose al lado de una mesa punto menos que de billar, comenzó a rasguear con la pluma de ganso con tan gentil aire, que como por ensalmo se llenaron de tinta cuatro planas en folio.

Estampados los sellos, los signos y las firmas que la legislación vigente prescribía, el poder pasó de las gruesas y rojizas manos del curial por conducto del marqués al turjente seno de la condesa.

Barrientos entonces satisfecho sin duda de los paseos que llevaba dados, preguntó a Esquilache con el tono de la mayor deferencia:

-¿Puedo disponer que se conduzcan al carruaje los equipajes de vuecencia?

-Todo lo que usted guste, caballero -contestó el marqués-, no abusaremos más de su condescendencia.

El oficial no perdió un momento para expedir las órdenes que anunciaba: dos lacayos bajaron al patio los paquetes.

Elina siguió a la marquesa al contiguo cuarto de sus hijas; y como allí el orgullo no imponía reservas, la despedida fue fecunda en sollozos y lágrimas.

Esquilache más dueño de sí mismo contó al lado del coche los bultos que contenían las reliquias del oriental emporio de la casa de las siete chimeneas.

Una observación de mal agüero acumuló un nuevo pliegue en el entrecejo del italiano.

Trece eran los paquetes, y trece eran también los viajeros...

Cuando la campana de la Hospedería de San Antonio de Padua anunciaba la hora de la refacción, el carruaje de los marqueses de Esquilache avanzaba al trote por el camino de la Mancha, precedido de dos batidores, escoltado a los vidrios por Barrientos y Díaz, y seguido de los cuatro restantes guardas forestales.

Capítulo XXVIII
Donde se narra cómo fue desdeñada en Lozano una acción semejante a la que del caritativo San Martín nos conserva la historia

Escasamente habrían trascurrido tres horas desde la partida del marqués de Esquilache, cuando en la misma dirección que éste llevaba salió de Aranjuez una berlina acompañada por dos ginetes.

Por la ventanilla derecha del vehículo, libre del cristal, asomaba a cada momento la bella cabeza de la condesa de Bari. Los ojos de la dama se fijaban siempre en el mismo punto del espacio, y ese lugar era precisamente el que eclipsaba la varonil persona de Felicísimo Lozano, el cual recibía la luz de aquellas dos estrellas más hermosas que Sirio y Aldebarán, con el alma henchida de agradecimiento, el corazón palpitante de gozo, y la bendición suspendida en los sonrientes labios.

¡Es increíble lo que una mirada impresiona a ciertas gentes!

No hay como viajar sometido a la fascinadora influencia del sujeto que determina un vivo sentimiento erótico, para que el tiempo vuele, la distancia se suprima, y el camino más árido se embellezca.

Seguramente Elina y Felicísimo hasta hubieran encontrado encantadoras las llanuras de la Mancha, en el caso de saber que existían.

El objeto de la expedición, agradable o enojoso, sencillamente practicable o erizado de dificultades, se había borrado de la memoria de ambos jóvenes. Si de alguna cosa sirvió, al parecer, fue de pretexto para una ascensión a las regiones paradisíacas.

En las frecuentes llamadas de la condesa, y en las no poco repetidas aproximaciones espontáneas del caballero, se hablaba de las maravillas de la creación, del idilio bucólico, del sentimentalismo, de la simpatía, de la felicidad, de todo en fin, menos de los asuntos de los marqueses de Esquilache.

Preciso fue en más de una ocasión, que Perfecto Cazurro y Martín Ordóñez el cochero de la condesa, hablasen de la urgente necesidad que de yantar tenían los caballos, con el fin de comer ellos mismos; porque para sus amos tanta importancia entrañaban esas miserias del organismo humano, como las disputas bizantinas acerca de si la luz que iluminó el Thabor fue creada o increada.

Las poblaciones de Ocaña, Quintanar y la Roda, pasaron desapercibidas para los viajeros: Albacete no tuvo mucha mejor fortuna: apenas Hellín y Cieza merecieron una ojeada distraída. Hubiérase dicho que lo único que tanto el caballero como la dama encontraban verdaderamente interesante era la persona del otro.

Elina y Felicísimo, llegaron a la magnifica huerta de Murcia sorprendidos por el acontecimiento. En el Segura creían ver el Tajo todavía.

No sucedía otro tanto a Cazurro, en el cual la distancia recorrida se hacía sentir en todos y cada uno de los doloridos huesos del asendereado cuerpo.

Rebasada que fue la populosa capital del antiguo reino árabe, el carruaje tomó la ruta de Cartagena; pero apenas aparecieron las primeras casas de Aljucen, Ordóñez torció las riendas a la izquierda y siguió el camino vecinal que conduce a Aljezares.

El viaje entraba en su último período, y pese a todos los embriagadores filtros que se apuran en los ensueños de un acariciado ideal, la condesa comenzó a experimentar algunos intervalos lúcido sin que el objeto que a los Morales la llevaba, producía en su espíritu el mismo efecto que hubiera ocasionado un párrafo de prosa catalana en el pasaje más bello del incomparable romance de Góngora, Angélica y Medoro .

No dejó de advertir Lozano las fugaces distracciones de la dama; pero las habría seguramente respetado a no adquirir cierto carácter de inquietud, desde que la berlina rodó por las alamedas de Pacheco.

El joven se acercó solícito a la azafata.

-Es evidente -dijo-, que mortifica a la señora condesa una preocupación de que hasta ahora se ha visto libre.

-No es tanta mi presunción de entereza que trate de negarlo -contestó Elina sonriendo-; pero procuro combatir mis temores en cuanto puedan tener de exajerado. Sé que las mujeres nos preocupamos por tan poco...

-Sin embargo, ¿sería demasiado indiscreto si pretendiese participar de esos temores?

-¿Es irónica la frase?

-No, a fe mía: lo que con más sinceridad temo en el mundo es que usted abrigue algún temor.

-Lisonjero sentido...

-Un poco de confianza...

-Pues bien, señor de Lozano: es el caso que desde que hemos salido de Aljezares he creído observar que sigue nuestros pasos un ginete.

-¿Qué hay en ello de extraordinario? El camino de Pacheco es muy concurrido.

-El objetivo del viajero en cuestión no es Pacheco.

-¿En qué se funda esa afirmación?

-Me he permitido una experiencia que ha comprobado el hecho de un modo irrebatible.

-Veamos.

-Al llegar a la encrucijada de las trojes hice a Ordóñez torcer por la senda de travesía que se dirige a Fuensanta del Monte.

-Y bien.

-Nuestro hombre siguió la misma vía. Esto no obstante, no ha persistido en ella desde el momento en que nos ha visto retornar a la ruta de Pacheco, por más que fuese largo el rodeo.

-Confieso que la prueba seduce; pero no me parece de una infalibilidad tan absoluta como la señora condesa manifestó.

-¿Cómo así?

-¿Quién nos asegura que el tal viandante no desconoce la topografía local y nos ha tomado a nosotros por guía?

-¿Para dirigirse a Pacheco?

-Sin duda.

-La explicación es inadmisible: hemos dejado atrás la población, y sin embargo, nuestro perseguidor no abandona su pista.

-¿Dónde está ese pertinaz sabueso? -dijo Lozano, buscando por todas partes.

-No tardará usted en divisarle si tiene fin esta espesura.

El fin del bosque estaba próximo. Los viajeros volvieron a abarcar vasto horizonte algunos minutos después.

Entonces pudo observar Felicísimo que un ginete, en efecto, trotaba a distancia considerable con dirección a la extensa arboleda que la berlina acababa de atravesar.

-¡Bah! -profirió escudriñando con la vista el terreno que aquel caballero dejaba tras de sí:- ¿En qué puede afectarnos la persecución de un hombre solo?

-No hay enemigo pequeño.

-¡Enemigo! Oh, si ese sugeto lo fuese, pertenecería al género de los enemigos cándidos, y por lo tanto, inofensivos, atendida su franca exhibición.

Y Lozano añadió entre dientes:

-A menos que no me conociese, ¡vive Dios!

Hacía un cuarto de hora que una de las ruedas del vehículo dejaba entreoír sus modestos gemidos; pero a la sazón comenzó a meter verdadero ruido, prueba evidente de que era la peor del carro, si hemos de dar crédito a la aseveración del poeta latino. Y como Ordóñez llegó a temer una catástrofe, si no se suavizaba el rozamiento, indicó la necesidad de acudir a una casilla situada a quinientos pasos del camino, en la cual era de esperar que no faltase alguna grasa conveniente.

Felicísimo se apresuró a apoyar la moción desde el primer momento.

Obtenida la consiguiente aquiescencia de la condesa, la berlina enderezó por la senda que conducía a la rural vivienda.

El cochero obtuvo a la llegada una vela de sebo, y con la ayuda de Cazurro procedió a desmontar la rueda.

-He aquí una ocasión soberbia -dijo Lozano a la condesa-, para que sí usted me otorga su permiso pueda enterarme del objeto con que nos sigue nuestro caminante.

-Proceda usted como crea oportuno -contestó Elina-; pero por favor, intrépido Esplandian, nada de querellas innecesarias.

-Oh, señora condesa, no recuerdo haber tenido una de ellas en todo el curso de mi vida.

El joven torció la brida, volvió al camino, y picó de nuevo en la dirección de Pacheco.

No había llegado a los primeros matorrales con que se anunciaba la antes recorrida espesura; cuando el ginete apareció de improviso en el terreno despejado.

Lozano se restregó los ojos, creyéndose presa de una aberración lumínica.

El viajero, que tanto preocupó a la condesa, era Tristán de Ayala a menos que en tomar su figura se hubiera complacido el demonio.

-¡Tristán! -gritó Felicísimo sin acabar de volver de su asombro:- ¿eres tú en realidad?

-¡Agüero detestable, si hay alguno en el mundo! -respondió Ayala:- en vez de recíbirme con los brazos abiertos empiezas por desconocerme.

-Pero ¿qué es lo que vienes a buscar en Murcia?

-A ti pese a mi estampa!

Los dos caballeros una vez reunídos detuvieron simultáneamente sus corceles.

-Tristán, Tristán... ¿qué es lo que en Madrid ha ocurrido?

-El suceso más nefasto de que se puede conservar memoria.

-¿Se ha muerto Narcisa de celos?

-Hubiera hecho una tontería.

-¿Se ha renovado el motín?

-Ya no se encuentra en la villa un amotinado por un ojo de la cara.

-¿Se ha hundido la Plaza de Toros cuando se lidiaban las reses de la Pascua?

-¡Valiente acontecimiento para mí!

-¿A qué terrible calamidad te refieres entonces?

-A la calamidad terrible de que el sacanete me ha dejado sin un cuarto.

-Tristán ¿así cumples tus palabras?

-Felicísimo, deploro amargamente que no refresques tu memoria antes de formular ciertos cargos.

-¿No prometistes renunciar a las cartas?

-Es cierto; pero únicamente en el período de tiempo que durase el negocio en que nos empeñábamos; y ¡ay de mí! el tal período fue demasiado corto. Tú mismo te apresurastes a darle por terminado, convirtiéndote a la que considerabas mejor causa por la intercesión poderosa del santo de tu mayor devoción, la condesa de Bari.

-Desespero de verte nunca sustraído a ese vicio de maldición.

-¿Y qué ha faltado esta vez para ello? Una sota de Belcebú; porque es de advertir que me propongo firmemente no volver a estudiar la confección de la comida de mañana en el libro de las cuarenta hojas, en cuanto mis recursos me permitan tomar cocinero. ¿Quieres oír, oh Felicísimo, la historia de mi infortunio?

-Preciso será puesto que has andado sesenta leguas para referirmela.

-Escucha y conmuevete. El contrato estaba perfeccionado con Bermejo: su sala de armas iba a ser mía, y en el curso de los malos tiempos había llegado la víspera del pago. Las circunstancias estaban reclamando un arqueo; y en el gabinete reservado del establecimiento que conoces sito en los portales de Guadalajara, vacié sobre una mesa todos mis bolsillos. Pero entonces se ofrecieron a mis ojos las consecuencias de un denecto que imparcialmente reconozco. Cuando el dinero abunda en mis manos no puedo negarme la satisfacción, de cien pequeñas necesidades, de mil ligeros caprichos, de un millón de cortas larguezas especialmente para con el bello sexo a que el generoso corazón me inclina. La cantidad que tenía que satisfacer ascendía a seis mil reales: y advertí, no sin asombro, que todo mi capital había quedado reducido a cinco mil cuatrocientos. sin saber cómo ni por dónde. Me encontraba, pues, con un déficit de treinta duros que a cualquier costa era preciso enjugar. ¿Qué hacer en conflicto tan inesperado? Entre todos los amigos con que cuento en Madrid, no hay uno que valga seiscientos reales, quiero decir, que los posea: y es inútil que piense en prestamistas: el menos judío de ellos al verme aparecer en su domicilio hace siete nudos a los cordones de la bolsa, y me niega con el mayor descaro la más insignificante suma, sea cual fuere el interés que yo graciosamente le ofrezca. El único recurso racional, lógico hasta lo sumo, perfectamente sencillo, era el del juego. Todo sería cuestión de un cuarto de hora, de un par de partidas... Recojí mi dinero, y me encaminé al garito. Te hago gracia de las peripecias del azar: no eres inteligente, y carecerían para ti de atractivo. Me limitaré a exponerte que el mismo Satanás tomó cartas en el embite, que decididamente perdí la cabeza, que vi desaparecer hasta mi último doblón, y que acabé por arrojar por la ventana la baraja, la mesa, y no sé si dos o tres de los puntos. Difícil me sería decir hasta el extremo que me habría dejado arrebatar, a no encontrarme precisado a evacuar presuroso el local atropellando fugitivos con motivo de la llegada de los inválidos atraídos por tan estrepitoso escándalo.

-Puedes prescindir de la enumeración de tus actos -pronunció Lozano-, no hay absurdo de que no te considere capaz en semejantes circunstancias.

-A la agitación de la cólera y de la carrera -repuso Ayala-, siguió la atonía de la reflexión y de la estancia en lugar seguro; pero ¡qué triste, qué espantosa me pareció entonces la realidad! Todo el edificio de mis esperanzas, de mis sueños, acababa de desplomárseme encima precisamente en el instante en que iba a ver terminado el coronamiento. Mi resignación era imposible: ocasión como la que se me escapaba no volvería a presentarse otra vez en mi vida. Mi dignidad estaba además interesada. ¿Qué concepto merecería mi formalidad a Martín Bermejo? Había, por consiguiente, necesidad absoluta de intentar la reposición de los malhadados trescientos pesos, siquiera fuese a costa del más supremo de los esfuerzos. Desde luego me asaltó el pensamiento de que sólo podía dirigirme a dos personas con alguna probabilidad de buen éxito: mi amigo Felicísimo, y mi primo Menacho, el canónigo de Almería: hace dos años que no le pongo a contribución los ahorros de la congrua, misas y pláticas, y no tendría derecho para decir que abusaba del parentesco. Es de advertir, no obstante, que Menacho no se ofreció a mí mente sino de un modo subsidiario, la preferencia te correspondió por completo; te lo digo para tu mayor satisfacción.

-Honra estimable -contestó Lozano gravemente.

-Aceptado sin contradicción el propósito... -prosiguió Ayala.

-¿Sin contradicción de quién?

-De mí conciencia, ¡cáspita!... partí en el acto para Aranjuez. La noticia de que habías salido para Murcia acompañando a la condesa de Bari no quebrantó mi ánimo en lo más mínimo. Afortunadamente no os ocurrió dirigiros al Norte, porque entonces acaso me hubiera sido indispensable optar entre la amistad y la familia.

-Es cierto, nuestro rumbo al Sudeste todo lo conciliaba, y ¡vive Dios! que me felicito por ello.

-¡Te felicitas tú!

-Sin duda; porque de esa manera no habrás venido en balde a Pacheco, te será fácil continuar tu ruta hasta Cartagena, y podrás embarcarte allí para Almería.

-¡Cómo Felicísimo! ¡Así me abandonas! -exclamó con tan tronante acento Ayala, que hizo que su caballo iniciase una huida, y que Moro bajase las orejas.

-No soy yo sino la Providencia quien te castiga.

-¡Para moral estoy yo ahora!

-Me parece que no lo has estado nunca.

-¡Qué decepción tan horrible! ¡Es mi amigo Felicísimo quién me ve sepultado en la profunda sima de la desesperación, y no me tiende una mano salvadora!

-Pero desventurado, ¿imaginas que a mí me sobran todos los días seis mil reales?

-¡Quita allá! ¿Qué es esa miserable suma para el salvador de la marquesa de Esquilache?

-Tristán...

-Para el favorito de la condesa de Bari...

-Tristán... Tristán...

-Para el hombre que tal vez va a casarse con ella...

-¡Condenado! -gritó Lozano próximo a la exasperación:- yo no me casaré ni con la misma emperatriz de todas las Rusias. Por lo demás, te aconsejo que no te ocupes de mis asuntos.

-Así es como se compra el derecho a ser egoísta.

-Así es como se consigue escuchar menos vaciedades.

-¡Si la cantidad en que consiste mi rehabilitación fuera verdaderamente exorbitante!

-¡Si esa suma por exigua que sea se hallase a mi disposición!

-Y sin embargo, has dejado depositada en Palacio una espada que así vale tres mil ducados como tres maravedises.

-Ah tahúr ¿te atreverías a aconsejarme que vendiera esa dádiva regia para que tú pudieses satisfacer en la timba tus insaciables apetitos?

-Yo no te aconsejo nada: me ciño a consignar un hecho.

Oye, Tristán: mi caudal ha quedado reducido a mil cuatrocientos reales, y se halla afecto a los imprevistos estipendios que puede ocasionar el acompañamiento de una dama de alto rango. Voy, a pesar de todo, a imitar la conducta de San Martín, partiendo contigo ya que no la capa, la bolsa, que vale más todavía... Toma treinta y cinco pesos...

Y Lozano unió la acción a las palabras.

Ayala volvió la cabeza, cubriéndose los ojos con una mano, rechazó con la otra el donativo que se le hacía, y declamó con una entonación digna de un protagonista de Eurípides:

-No es una limosna lo que yo te había demandado; era mi porvenir, mi honor, mi salvación lo que esperaba de tu amistad...

-¡Pues anda al diablo! -repuso Lozano volviendo a su bolsillo las monedas-; así como así tenía la evidencia de que esas pobres doblillas iban a sepultarse en la misma vorágine que se tragó tus peluconas.

-Voy a seguir tu consejo contestó Ayala sin recoger la alusión.

¿Visitando a Lucifer?

-No, embarcándome en Cartagena, si hay patrón de buque que me fíe el pasaje.

-Siempre te quedará, el recurso de vender el caballo.

-¡Ah! muy bien; ahora me aconsejas que robe.

-¡Yo!

-Claro está: este potro es del alquilador Triqui-traque.

-Y luego te quejas de tu crédito.

-Que no te ofusquen las apariencias: para poder sacar el caballo de la cuadra he tenido que dejar hipotecada a Narcisa, a la cual siempre ha mirado con buenos o los el bribón del chalán.

Lozano tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para conservar la formalidad.

-Imaginé -dijo-, que tu rocín era el mismo que perteneció al compañero de Antuñano.

-¡De valiente jamelgo estás hablando! Antes de otorgarme su posesión ya tuvistes buen cuidado de derrengarle. Como no valía la cebada que se comía, me apresuré a enajenarle.

-Obrastes con tu habitual prudencia. Merced a ella tienes que pagar ahora el alquiler de tu cabalgadura. En fin, eso es cuenta tuya... Adiós, Tristán en caso de que te encamines a Cartagena.

-Por lo pronto, me es imposible. Este animal va echando los pulmones, y necesita un pienso y un descanso: trataré de proporcionarle ambas cosas en el próximo pueblecillo de San Pedro del Pinatar Me aterra el pensamiento del peligro que pudiera correr la virtud. de Narcisa, si mi potro lanzase el último relincho. Triqui-traque es tan usurero como sátiro.

-Entonces buen viaje al Pinatar.

-¡Te falta tiempo para desembarazarte de mí!

-Harto sabes que no he venido solo.

-Es cierto: te espera tu Dulcinea.

-Una dama respetable, Tristán.

-Que ha extinguido en tu corazón la fraternidad, los generosos instintos, los gratos recuerdos de la adolescencia. ¡Me causa horror tu sirena!

-Me inspira desesperación tu porvenir.

-¡Bastante has hecho para mejorarte!

-En cambio tú no has hecho nada que no haya sido negativo.

-Te honra ese respeto a la desgracia, Felicísimo: ¡vive Dios, que no me faltan dos dedos para odiarte!

-¡Voto al diablo, que estoy a punto de detestarte!

-Si creyese en la eficacia de las maldiciones, me parece que te maldecería.

-Si no estuviese persuadido de que ni en el infierno han de querer de ti, creo que te propondría que te ahorcases de un pino.

-Para oír esas flores prefiero que no vuelvas a dirigirme la palabra en tu vida.

-Para ver un tipo de tu cuño, estimo ventajoso que no te pongas nunca en mi presencia.

-¡Monstruo!

-¡Belitre!

-¡Hasta el valle de Josafat!

-¡Ni aun allí quiero encontrarte!

Los dos ex-amigos pusieron a la vez las piernas a los caballos.

Ayala abandonó el camino por la izquierda; Lozano torció por la derecha.

Una prolongada nota en trémolo semejante al bramido de un toro, hizo que Felicísimo volviese la cabeza.

Tristán se alejaba con las manos elevadas al cielo exhalando este grito desgarrador:

-¡Amistad, amistad... no eres otra cosa que un nombre vano!

Felicísimo tornó a reunirse con sus compañeros de viaje.

Elina, que no había perdido un instante de vista al joven durante la conferencia que tuvo en el camino, dijo inmediatamente:

-¿Quién era nuestro perseguidor?

-Oh, el hombre que menos malas intenciones podía abrigar con respeto al objeto de nuestra expedición -contestó Lozano-, la señora condesa le conoce perfectamente: era Tristán de Ayala.

-¡El señor de Ayala! -exclamó Elina atónita.

-En cuerpo y alma.

-¿Pero cómo no ha venido aquí con usted?

-Traen por esta tierra al mancebo asuntos para él de interés capital. Por otra parte, yo no sé si porque le he recibido con cierta frialdad o por motivo diferente, es lo cierto que nuestra entrevista no ha sido cordial de todo punto.

-¡Cómo! ¡Una reyerta con un amigo tan sincero, tan bravo!...

-¡Bah! -respondió Lozano riendo-; pasan de veinte las veces que hemos reñido con la mayor formalidad.

La condesa fijó intensamente sus ojos de lince en los de Felicísimo, pero no añadió una palabra.

La rueda de la berlina estaba ya montada, y giraba vertiginosamente sobre el eje sin la menor protesta, bajo la acción de la mano de Ordóñez.

No existía, por lo tanto, inconveniente para continuar la marcha.

Elina se instaló en su vehículo, y los viajeros volvieron al camino.

Capítulo XXIX
En el cual se ofrece un ejemplo de que el templo de Themis puede no estar reñido con el de Baco

La berlina pasó a la vista de Calavera, y poco tiempo después por las cercas del caserío de Palma, aumentando progresivamente la velocidad a medida que se aproximaba al término de la expedición.

Algunas ráfagas frescas, y salinas que llegaban del Este, comenzaban a denunciar la vecindad del Mediterráneo.

Por fin se dibujó en el horizonte una vasta mancha oscura, destacándose en el fondo de una inmensa sábana de plata.

La mancha era la exuberante vejetación de la granja de los Morales; el límpido fondo recortado por la silueta del coto, era la tranquila superficie del Mar Menor.

La quinta justificaba la predilección que merecía a la familia de Esquilache. Cada paso que los viajeros daban hacia la posesión, ponía una de sus bellezas en relieve.

La elevación del terreno que el camino surcaba, permitía la sucesiva aparición de las diferentes dependencias de la construcción principal, que sin exageración sobrada habría podido llamarse palacio.

Pero ni en los colmenares, ni en los establos, ni en las estufas de los gusanos de seda, ni en la huerta, ni en los jardines, se divisaba persona alguna de las que el entretenimiento de tan floreciente propiedad suponía.

La condesa llegaba prevenida acerca del abandono en que iba a encontrar la granja, y sin embargo no pudo sustraerse a un sentimiento penoso. Todo en aquel lugar de desolación, hablaba de la inmensa desgracia que hacía sangrar el corazón de los propietarios.

El carruaje desembocó en la explanada donde se abría la puerta de la cerca.

Como la verja se hallaba entornada, Cazurro no tuvo que hacer más que empujarla para que la berlina penetrase en la calle de árboles central, formada por soberbios tilos de Europa.

Recorrido el paseo en toda su extensión, los caballos se detuvieron enfrente de la fachada principal del edificio.

Los viajeros echaron pie a tierra.

El ruido de la llegada del carruaje no había provocado la menor manifestación de curiosidad por parte de los habitantes de la quinta, si es que algunos tenía. Jamás castillo encantado se hubiera ofrecido con mayor propiedad a la imaginación monomaniática del héroe de la Argamasilla; puesto que nosotros más afortunados que Cervantes, no tenemos ningún motivo para no querernos acordar del nombre de ese lugar de la Mancha.

La condesa de Bari, con la facilidad de evolución que poseen los espíritus femeniles, comenzó a creer que la ejecución del proyecto que la llevaba a los Morales, podía llegar a ser la cosa más sencilla del mundo.

El portal de la casa se hallaba franco. Elina y Felicísimo se dirigieron a él y cruzando el umbral ingresaron en un espacioso recibimiento.

Los viajeros obtuvieron allí una prueba palpable de que la granja no carecía de moradores.

En el centro de la estancia había una gran mesa entapetada, en torno de la cual aparecían sentados ocho hombres absortos en la contemplación de una interesante partida de monte.

El oro brillaba por su ausencia, y las mismas monedas de plata se hallaban en una insignificante minoría con respecto a las de cobre; pero sabido es que lo que presta empeño a las contiendas del juego, no consiste precisamente en el valor absoluto de las sumas que se atraviesan.

En un ángulo de la habitación yacían algunas escopetas, espadas, chuzos y un cornetín.

El individuo que tallaba, el cual lucía la placa de latón, insignia del alguacilazgo de la alcaldía de Alcázares, decía a la sazón repartiendo varios maravedises.

-¡Voto a bríos, señor trompetero, que parece que las cartas son trasparentes para usted, y que me voy cansando de esta baraja! ¿No hay alguno de ustedes que tenga otra?

Y al dirigir en torno una mirada interrogadora, el alguacil se encontró sorprendido con la presencia de Elina y Felicísimo.

La condesa creyó conveniente anticiparle a Lozano, y preguntó, con una voz melodiosa capaz de dulcificar el humor más avinagrado:

-¿Pertenecen ustedes, buenos paisanos, al número de los servidores del marqués de Esquilache en esta quinta?

Pero la bilis de un jugador que pierde debe ser la peor del género. El alguacil escondió la mitad del iris de los órganos de la visión en sus ángulos internos, y contestó como hubiera podido hacerlo un dogo al cual se tratase de quitar un hueso:

-¡Valiente ojo tiene la viajera si cree que el italiano puede reclutar sus lacayos entre gentes de nuestra estofa!

-¡Gran tunante! -gritó Lozano con las cejas erizadas-, no es así como se recibe a una dama, que es la dueña en esta casa, ni ese es el lenguaje en que se la contesta.

Y el indignado Felicísimo, antes de que nadie hubiera podido presumir lo extravagante de la acción, cogió por una punta el enorme tapete que cubría la mesa, le levantó con violencia, y esparció por todos los ámbitos de la habitación una espesa nube de naipes y de monedas.

Hubo más todavía. Al flotar en la atmósfera el tapete envolvió entre sus pliegues al trompetero; y cuando este infeliz se encontró ciego y aprisionado ni más ni menos que un conejo en el capillo, comenzó a repartir coces y puñadas a los más próximos compañeros para ponerse en franquía, contribuyendo a colmar el desorden de aquella situación inesperada.

Una acción de varonil entereza jamás deja de imponer en el primer momento a los espectadores sean los que fueren su número, y la predisposición de ánimo en que se encuentren. Los jugadores permanecieron presa de un vértigo de estupefacción.

Con este efecto coincidió otra circunstancia. Cazurro acababa de aparecer en el dintel de la puerta ostentando en el cinto las relucientes culatas de las pistolas de dos cañones de Felicísimo, que eran unas armas de tan colosales dimensiones, que bien habrían podido pasar por modestos trabucos.

Tras de aquel pertrechado acólito, no sería seguramente inverosímil que hubiese otros muchos.

El alguacil, en quien empezaba a hacerse sentir la reacción, se mordió el instrumento articulador de las malas palabras un instante antes de exclamar, -¡A las armas!

La condesa, que no había sido menos sorprendida por el súbito arranque de Lozano, contuvo a éste con una mirada, y se adelantó hacia el alguacil diciendo:

-Es cierto que el señor de la finca ha delegado en mi todas las facultades que el derecho de propiedad le concede; pero no es mi intención incomodar a nadie. La hospitalidad de los Morales es proverbial en la comarca.

-¡Ah! -contestó el alguacil con sarcástica sonrisa-, ¿la señora representa a Esquilache en esta posesión, y generosamente nos ofrece hospedaje?

-Punto por punto.

-Pues bien, la viajera puede llevarlo a mal si lo tiene por conveniente; pero cuanto acaba de decirme, y las coplas de Calaínos, son para mí una misma cosa.

-¡Cuidado con la lengua, bellaco! -exclamó Felicísimo.

-Yo no pido a nadie lecciones para hablar como se me antoja -añadió el alguacil mirando de reojo al caballero.

-Pero yo sé dar esas lecciones con mano vigorosa, aunque no se me pidan cuando hay bribones que las necesitan -replicó el joven, animándose por momentos.

Elina veía a Lozano acariciar la empuñadura de la espada con la fruición que se acaricia un pensamiento de venganza, y se apresuró a intervenir de nuevo resuelta a que por aquella vez fuera definitivo el corte de la disputa.

-Basta de altercado -pronunció-, supongo que el señor de la chapa no se habrá establecido con los compañeros en los Morales por un impulso absolutamente espontáneo...

-La viajera supone bien -repuso el corchete.

-Entre las órdenes que para montar esta guardia ha comunicado a usted su superior gerárquico, ¿se cuenta la de impedirme que tome posesión de la granja, por más que para ello venga autorizada en forma legal?

-A usted y al sursum corda .

-¿Tiene usted a bien indicarme a quién debo dirigirme para solicitar que se modifiquen esas disposiciones?

-Al alcalde de Alcázares.

'-Perfectamente.

La condesa se volvió hacia su joven acompañante, y repuso:

-Señor de Lozano, vamos, pues, en busca del alcalde de Alcázares.

Los labios de Felicísimo no abrieron paso a una palabra que indicase oposición; pero la mirada, el entrecejo, la dilatación de la nariz y la presión de los dientes, estaban formulando las más enérgicas protestas.

Elina, que se encontraba ya en la puerta, dirigió al caballero un imperioso llamamiento. Felicísimo cedió al ascendiente de aquella irresistible domadora, y abandonó el terreno.

Entonces Perfecto Cazurro, que seguía las huellas de Lozano, pudo observar un hecho extraordinario, absurdo, inexplicable.

El alguacil, el trompetero, y los otros seis ganapanes, como movidos por un resorte, doblaron el dorso hasta ponerse en cuatro pies, y comenzaron a recorrer la estancia en todas direcciones en esa postura inverosímil a guisa de sabuesos que siguen una pista, gruñendo entre dientes la más infernal de las salmodias.

Cuando la condesa aceptó la mano de Felicísimo para subir de nuevo al carruaje, dijo entre obligada y severa:

-Por favor, señor de Lozano, menos susceptibilidad en cuanto personalmente me afecte... ha estado usted a punto de comprometerlo todo.

-Mi opinión es diametralmente opuesta -contestó Felicísimo con una naturalidad primitiva-; la señora condesa es quien se crea dificultades.

-¡Cómo así!

-Si usted me hubiera dejado hacer un picadillo con todos aquellos malsines, estaríamos ahora en el oratorio llevando a cabo, con la mayor tranquilidad, el propósito que nos ha conducido a la quinta.

Elina sonrió a aquel niño formidable con la indulgencia de una madre amorosa.

La distancia que mediaba entre los Morales y Alcázares, no excedería de media legua; y como la berlina la recorrió a buen paso, los viajeros llegaron a los primeros suburbios antes de un cuarto de hora.

Cazurro, enviado en descubierta para adquirir informes, volvió manifestando que el alcalde del lugar era un don Roque Soniche, el cual tenía establecido su pretorio en la taberna de que era propietario, situada enfrente de la iglesia.

Tomando por guía el campanario, Ordóñez dio a su tiro la conveniente dirección, y le detuvo a la puerta del doble templo de Themis y de Baco.

La dama echó pie a tierra, y seguida de Lozano, atravesó un corral entoldado de vides, y entró en la sala de honor del edificio.

La parte pública del establecimiento se componía de dos habitaciones. La primera de amplias dimensiones, estaba exclusivamente destinada a la colocación de mesas y asientos en los cuales no escaseaba a la sazón la concurrencia; la segunda, más reducida, repartía su espacio entre media docena de veladores, el imprescindible mostrador, y una serie de pipas y toneles.

Lozano preguntó al primer individuo con quien topó, el sitio donde se encontraba el alcalde.

La respuesta fue que se hallaba en el cuarto de los toneles.

Hubo un momento en que el caballero miró vacilante a la condesa; pero esta intrépida criatura resolvió la muda consulta dirigiéndose con gentil continente al punto indicado a través de la turba de bebedores sorprendidos por tan celestial aparición.

La autoridad municipal de Alcázares se personificaba en un hombrecillo de cuarenta años, enjuto de carnes y solitario de barbas, que sentado detrás del mostrador en un alto triclinio practicaba concienzudamente el jus suum cuique tribuendi , presidiendo la distribución incesante de vasos y de jarros en que se ocupaban dos muchachos con mandil y montera murciana.

Elina se acercó al tabernero modulando esta interrogación:

-¿El señor alcalde de Alcázares?

-En su presencia está usted -contestó el requerido reprimiendo el movimiento que había iniciado para ponerse en pie, desde el instante en que comprendió que la recién llegada no era una consumidora sino una litigante.

-Recibo honor en ello -replicó la dama con aire equívoco acentuado por una inclinación y una sonrisa.

-No tanto como yo mismo. ¿Pero a qué motivo debo?...

-El estado en que se encuentra la quinta de los Morales por causas de todos conocidas, ha movido al señor marqués de Esquilache a encomendarme la dirección de esa finca.

Soniche entornó los ojos para escuchar con más recogimiento.

-Pero es el caso -prosiguió la dama-, que al llegar a la granja hace veinte minutos, la he hallado ocupada por algunos hombres armados, cuyo jefe dependiente al parecer de usted, se ha opuesto toscamente al ejercicio de mis atribuciones.

-¡Toscamente! -articuló el alcalde dando a su rostro una expresión de solemne extrañeza.

-Esta señora dulcifica la frase -pronunció Lozano-, con más propiedad habría podido decir, brutalmente..

-¡Brutalmente! -repitió Soniche llevando su sorpresa hasta el punto de dar un ligero respingo en el triclinio-. ¡Oh, oh!.. el asunto reviste cierta gravedad. La señora... ¿cómo debo llamar a la señora?...

-La condesa de Bari.

-Pues bien, la señora condesa puede estar segura de que el tosco proceder o la brutalidad de que con justicia se queja, no quedará sin el merecido correctivo.

-No es imposición de castigo alguno lo que yo vengo a reclamar del señor alcalde -repuso Elina.

-Sin embargo, la rectitud de la vara que empuño, siquiera sea indignamente, exije una severa admonición, y la obtendrá cumplida. No debo consentir que el alguacil Milcoces haga honor a su apellido.

-¿Puedo por consiguiente esperar que el señor alcalde expedirá en el acto la orden conveniente para que se desaloje la quinta, y me sea dado instalarme en ella?

Soniche estiró el pescuezo, adelantó los labios recogidos hasta darlos la forma de un verdadero hocico, y contestó, después de una prolongada pausa:

-Aunque con el profundo respeto a que la señora condesa tiene derecho, voy a permitirme hacerla observar que la consecuencia que deduce no es a mi juicio de todo punto inmediata.

-¿Qué quiere decir eso?

-Que condeno la forma en que Milcoces haya podido enunciar su consigna; pero que de tal desaprobación al otorgamiento del permiso para que la señora condesa tome posesión de los Morales, hay todavía larga distancia.

-¡Ah! el señor alcalde duda de la realidad de mis derechos, acaso de mi personalidad misma... es muy justo. Cuento, no obstante, con que desaparecerá toda incertidumbre merced a la exhibición de este documento.

La dama extrajo de su escarcela el papel a que se refería, y le puso en manos de Soniche.

El alcalde paseó la mirada por todo el instrumento acompañando su lectura con una multitud de signos afirmativos, que parecieron del mejor, presagio a los viajeros.

Después devolvió el escrito a Elina replicando:

-El poder es bastante, y se halla otorgado en toda regla.

-Entonces...

-Las dificultades que existen para que yo complazca a la señora condesa como sería mi deseo, pertenecen a otro orden de consideraciones.

-¿Y qué mal ordenadas consideraciones pueden ser esas?

-Para disponer de un objeto mueble o inmueble, es necesario hallarse en el pleno ejercicio del derecho de dominio.

-Y bien...

-Este es el más elemental de los axiomas en la ciencia de Papiniano.

-Yo no conozco a ese señor... Y permítame el digno alcalde que me impaciente un poco.

-El apoderamiento en que la señora condesa funda su interdicto, es írrito en el fondo; porque los bienes del marqués de Esquilache se hallan secuestrados.

-¡Secuestrados!

-Todo lo que es posible.

-Mil perdones; pero el señor alcalde está en una lamentable, equivocación. Yo vengo de la residencia de la corte, y allí se desconoce absolutamente la existencia de semejante disposición.

-No me opongo a que sea cierto.

-¿El error de usted?

-No; el desconocimiento de la corte.

-¿Y puede eso tener lugar?

-Le ha tenido en esta ocasión.

-¿De qué secretaría del despacho emanaría la soberana resolución?

-De la gran cancillería de la voluntad nacional.

Como todavía faltaban veinte y tres años para que se proclamase solemnemente al otro lado de los Pirineos ese género de subversivas teorías, y por lo tanto no estaban familiarizados con su sonora fraseología los oídos de las clases privilegiadas, la condesa de Bari dio un paso atrás tan atónita como escandalizada.

Lozano, menos impresionado, pronunció con la mayor formalidad:

-Me parece, ¡oh, ilustre Minos!, que la justicia que administra en la santidad de este foro, se le ha subido a usted a la cabeza.

-Someto a la discreción del señor caballero -contestó Soniche-, la inconveniencia de las palabras que se ha permitido proferir.

-¡Pardiez! Mi bravo interlocutor, se ha permitido algo más grave todavía: ha enarbolado en su ínsula de Alcázares la bandera de la rebelión.

El alcalde levantó la voz declamando:

-Me revelo, en efecto, contra el tirano de esta enfeudada comarca, contra el vampiro de la sangre española, contra el perturbador, avariento, insolente, atrabiliario, impío y abominable Esquilache.

En la sala inmediata resonó una estrepitosa salva de aplausos.

La condesa sintió en el corazón el frío de la muerte.

Lozano arqueó las cejas.

-¡No hay tal cosa, señor mío! -exclamó-, el ídolo del favoritismo está ya en tierra; acaudillar un motín ahora es sublevarse contra el rey.

-Me importan poco las suposiciones gratuitas; la única satisfacción que Roque Soniche necesita, es el testimonio de su recta conciencia.

-¿Me pondrá el señor alcalde en el caso de protestar solemnemente? -repuso la dama.

-La señora condesa puede si gusta formular su protesta con la mayor solemnidad ante notario público, porque mi decisión es irrevocable.

-¡Ante notario público! -gritó Felicísimo- ¡Poder de Dios! conozco instrumentos mucho más eficaces.

-Quiero ignorar la clase de instrumentos a que el caballero se refiere; pero debe tener entendido que sé hacer respetar el santuario de la justicia, aunque sea un modesto alcalde de monterilla.

Lozano replicó montando en cólera:

-¡Valiente respeto me ha inspirado a mí siempre el santuario de una taberna, y valiente garantía tiene contra mi espada el testuz de un tabernero en los cuernos de su montera!

-¡Amenazas! -exclamó Soniche, poniéndose en pie majestuosamente.

En la estancia contigua se desató en aquel momento una carcajada sonora, convulsiva, extridente, como hubiera podido salir de las fauces del demonio del sarcasmo.

Felicísimo, que no había digerido todavía el precedente aplauso, volvió la cabeza pálido de cólera.

Pero la estupefacción del joven caballero llegó a nivelarse con su ira, cuando en el productor de la risa satánica reconoció al detestado hombre de la capa de grana.

Eulogio Carrillo, que con su inseparable compañero Arias acababa de tomar asiento en una de las primeras mesas, enlazó las últimas notas de la risiotada con las siguientes frases, pronunciadas con la procacidad que le era habitual:

-Parece que el viaje a Alcázares no ha sido coronado con el éxito satisfactorio que se prometía nuestro esgrimidor del convento de Valverde.

-Error crasísimo -contestó Lozano-, el resultado de mi expedición a este lugar ha sido mil veces más satisfactorio de lo que yo esperaba, por cuanto alcanzo la fortuna de poder echarle a usted la vista encima, cosa que he perseguido inútilmente por espacio de mucho tiempo.

-En la corte no hay, sin embargo, paseante más perenne que yo. En fin, si no es demasiada la hipérbole de las palabras de usted, héme aquí de buen grado a su disposición.

-Sería lo mismo que usted procurase sustraerse a la corrección que me propongo administrarle. Estoy decidido a que por esta vez no se me escabulla usted por entre los dedos.

-Esto es, ¡oh hidalgo más o menos manchego!, de la manera que usted se escabulló a los galeotes del tejar de la Jara -repuso Carrillo riendo a mandíbula batiente.

-Hace usted mal en evocar ese recuerdo -contestó Felicísimo atarazándose los labios-, es el de una cobardía para cuyo castigo va a parecerme poco una estocada.

-Por lo visto tiene usted a la mano cosas peores.

-¡Quién lo duda!

-No deja de interesarme conocer alguna de ellas.

-Dos estocadas ¡cáspita!

-¡Siempre baladrón!

Lozano empuñó una de las botellas que había en la mesa más próxima.

Carrillo sabía por experiencia que en las manos de Felicísimo las botellas perdían su nombre para tomar el de proyectiles; así fue que procurando dar al movimiento que emprendía la menor afectación posible, se volvió de modo que la cabeza de Arias le eclipsara momentáneamente al contrincante.

Arias, sin embargo, no pareció encargarse con mucho beneplácito de representar el papel de Alejandro entre Diógenes y el sol; y cogiendo un banquillo, le levantó a la altura de la frente.

-¡Ah, el bravucón de la escarlata -dijo Felicísimo-, afronta de ese modo al que con la lengua precoz denuesta!

-¡Pardiez! -contestó Carrillo-, ¿a qué combatiente puede vituperársele porque trata de aprovecharse de las ventajas que le ofrece el terreno?

-¡Y usted elije un figón concurrido para campo de duelos!

-Yo no ¡vive Dios! me limito a aceptarle.

-¡Pancho Rubio, mi vara! -gritó el alcalde a uno de sus dependientes.

-¡Magnífico! -añadió Carrillo-, no estará demás que el autoritario instrumento ponga un poco de orden en las costillas de ese insoportable espadachín.

Como es sabido, la última de las palabras pronunciadas por Eulogio, era de las que Lozano nunca había podido soportar.

La vibración de la postrera sílaba se confundió con el estallido en el banquillo de Arias de la botella que empuñaba Felicísimo.

En cuanto a Lozano, siguió la trayectoria que había trazado el recipiente de vidrio, con poca menor velocidad que éste.

La concurrencia entera estaba en pie alarmada.

Arias se chupaba la sangre que brotaba de algunos arañazos en los dedos.

El movimiento de Lozano fue rápido; pero no aventajó al de la condesa.

En el momento en que el joven, a la mitad de su camino, llevaba la diestra a la guarnición de la espada, se sintió asir la muñeca por la delicada mano de Elina.

Nada más fácil para Felicísimo que sustraerse a aquel lazo, y caer sobre Carrillo; pero para eso tenía que rechazar bruscamente a la condesa. A tanta costa no satisfacía el joven pasión alguna, aunque fuese la de la cólera que a la sazón le poseía.

-Por favor, Lozano... -articuló Elina al oído del caballero-; sáqueme usted de este sitio si en algo aprecia mi vida... Me siento sofocar...

El ardid de la condesa no carecía de habilidad para obtener lo que deseaba de Felicísimo; pero en realidad ella era quien arrastraba a éste hacia la puerta.

Próximos al umbral estaban ambos jóvenes, cuando Carrillo, procurando desembarazarse de la interposición de Arias y de otros circunstantes, avanzó algunos pasos.

-¡Cómo, seor matasiete! -gritó con expresión burlona-; ¿será posible que todas las bravatas de usted terminen en una vergonzosa fuga?

Felicísimo se detuvo como el hombre que siente en la espalda el cuchillo de un asesino.

La condesa comprendió que había llegado el momento de emplear uno de los grandes recursos.

Elina exhaló un gemido, cerró los ojos, dobló las piernas, y cargó el cuerpo entre rígido y palpitante con todo el peso de que podía disponer sobre el brazo de Lozano.

La vacilación del joven desapareció instantáneamente.

Felicísimo cogió con ambas manos a la condesa por su talle de sílfide, la levantó en alto con la misma facilidad que si se tratara de una pluma, se lanzó en el corral, le atravesó de una carrera, y depositó en el fondo de la berlina la preciosa carga que conducía en los brazos, no sin haberla antes estrechado amorosamente contra el corazón.

Abrazos hay que galvanizarían un cadáver: con más motivo harán volver de un síncope.

Elina extendió sus crispados dedos, y se apoderó de la mano del caballero.

-Ante todo, señor de Lozano -murmuró-, hágame usted conducir a aquella casa aislada que se divisa sobre la más verde de las dos eminencias que hay a la izquierda del camino. Conozco a los moradores, y sé qué no han de negarme la hospitalidad.

Felicísimo siguió con los ojos la dirección que trazaban el índice y la mirada de la condesa; y encontrando a la distancia de mil quinientas varas próximamente el edificio en cuestión, dio a Ordóñez las instrucciones oportunas.

La dama repuso a continuación:

-Ahora, a caballo, amigo mío, y acérquese usted a la portezuela: es del mayor interés lo que tengo que decirle.

-El joven dirigió suspirando a la alcaldía la ojeada del cocodrilo, que ve escapársele su presa; pero no por eso dejó de obedecer puntualmente a la condesa.

Los caballos de tiro y los de silla se pusieron simultáneamente en movimiento.

Lozano hizo trotar a Moro al estribo del carruaje.

-He concebido un plan -dijo rápidamente Elina.

-No es poca fortuna -contestó Felicísimo.

-Un plan que nos ofrece todavía una esperanza de buen éxito, merced a mi conocimiento de la localidad, y a la fabulosa decisión de usted en la cual más bien hay que poner coto que incentivo.

-La señora condesa no desperdicia ni aun las ocasiones en que parece elogiarme, para zaherirme por la lamentable frecuencia con que mi perversa estrella interpone insolentes en mi camino.

-Hasta ahora nunca he visto justificado el epíteto que aplica usted a su estrella, y no es esa circunstancia la que menos contribuye a prestarme confianza. Sin embargo, por más que usted sea Felicísimo, y por más que la nobleza y justicia de nuestra causa nos permitan contar con el favor del cielo, para que mi proyecto pueda tener ejecución, necesito que me empeñe usted una palabra.

-Se empeñará si es empeñable.

-¡Ah!.. reservas...

-La señora condesa comprenderá que...

Elina apoyó sus dos manos en el marco de la portezuela, miró dulcemente al caballero y articuló con una sonrisa seductora:

-Es cierto: podría exigir a usted que se arrojase de cabeza en el Mar Menor...

-¡Oh!.. -contestó el joven extasiado-, sino es más que eso, sólo tiene usted que pronunciar la primera palabra. Afortunadamente nado como un mero.

-Podría pedir a usted que escalase el cielo...

-Le escalaría sin dificultad; el cielo es para mí la atmósfera que usted embalsama con su aliento...

-Lisonjero...

-Encantadora...

Como se echa de ver, Elina y Felicísimo comenzaban a correr el riesgo de olvidarse un poco de la situación para reincidir en las divagaciones de las primeras jornadas.

Existía, no obstante, otro ser que estaba expuesto a un peligro más grave todavía; y ese ser era Moro, el cual se sentía impulsado por su amo con demasiada insistencia hacia las ruedas de la berlina.

Felizmente la condesa volvió en sí antes de que tuviera efecto la conjugación funesta para el potro, y repuso con la voz que cuando así lo quería era el non plus ultra de la femenil melopea:

-Deseo que no se bata usted con el hombre de la capa roja.

-¡Qué fantástica singularidad! -profirió arrobado Lozano.

-No me opongo a que exprese usted con más exactitud su pensamiento llamando capricho a esa singularidad; pero es un capricho indispensable.

-¿Todo eso?

-Ni más ni menos.

Felicísimo meditó un instante, y replicó sin cambiar la ligereza del tono que empleaba:

-Pues bien, si hasta tal punto es necesario...

-¿Qué?...

-No me hato.

-¿A fe de caballero?

-Como usted dice.

-Si así lo hiciere usted, Dios se lo premie, y sino se lo demande.

-Amen.

Para sellar el contrato Elina alargó su diestra a Lozano. Este recibió con la estimación debida aquella mano adorable; la estrechó, la acarició, la retuvo, y acabó por posar en ella los ardientes labios.

Cuando la dama creyó que el compromiso estaba suficientemente perfeccionado, sustrajo los torneados dedos a los ósculos del nunca más que entonces Felicísimo, y añadió un tanto encendida:

-Enhorabuena: he aquí mi proyecto.

-¡Ah! sí... -suspiró el joven con cierta indolencia.

-Los guardianes de los Morales no parecen ejercer sus funciones con una vigilancia exajerada.

-En efecto.

-Todo hace esperar que al mediar la noche estén sumidos en profundo sueño. El cuero de vino que yacía en un ángulo de la estancia que ocupaban, no desvirtúa en lo más mínimo mi presunción.

-Reconozco que hace precisamente lo contrario. Hay, sin embargo, que tener en cuenta una circunstancia de algún valor; para los jugadores suele pasar desapercibido el curso del tiempo.

-Aun en ese caso no tendríamos quizá motivo para quejarnos. El juego es también una embriaguez soporífera.

-La metáfora de la señora condesa entraña un gran fondo de filosofía.

-La considerable distancia que media entre el recibimiento y la capilla de la quinta, impide que puedan oírse en uno de esos puntos los ruidos que se produzcan en el otro a poco cuidado que se ponga.

-La circunstancia pudiera llegar a ser inapreciable.

-Tiene la capilla tres ventanas sin reja que se abren sobre la calle de los granados. La altura de esas ventanas, tanto por la parte exterior como por la interior no excederá de siete pies.

-No es mucha por cierto.

-Pues bien, en vista de estas fundadas hipótesis y de estos datos precisos, ¿cree usted practicable el procedimiento siguiente?

-Veamos.

-Después de las doce de la noche abandonamos la casa donde ahora nos vamos a hospedar. La berlina penetra en la posesión de los Morales por la arroyada del Robledal, que es lugar que conozco perfectamente, y en el cual no existe otra cerca que un vallado de espinos. Para evitar el ruido, avanzamos únicamente hasta la plazoleta donde da principio el paseo de los granados. Echando allí pie a tierra se dirige usted con su lacayo a la parte de edificio que ocupa la capilla: penetra usted en ella por una de sus tres ventanas: desciende a la bóveda: extrae las dos cajas de los marqueses: las conduce a la berlina, y partimos de la granja a uña de caballo.

Lozano, que había escuchado a la condesa con una atención creciente, contestó después de un instante:

-Entiendo que el proyecto no es sólo practicable, sino de sencilla ejecución.

-¡Oh, cuánto me complace esa confianza!

-Procuraré que se traduzca en hecho pese a todos los alguaciles que existen, y sea el que fuere el número de las caricias que lleven por apellido.

El carruaje comenzó a ascender por la suave pendiente que conducía a la verde meseta donde se levantaba la casa que Elina había indicado.

Pocos minutos después los habitantes de la vivienda, que eran dos cónyuges, antiguos servidores de la familia de Esquilache, recibieron sorprendidos a la condesa, pero con la buena voluntad que ésta se prometía.

A la sazón eran las seis y media de la tarde, y el rojizo disco solar empezaba a desaparecer en el horizonte.

Capítulo XXX
Donde se expone la divergente opinión de Lozano y de su lacayo, acerca del autor de un siniestro de desastrosas consecuencias

Había cerrado completamente la noche, cuando Lozano, que se paseaba por el portal de su alojamiento, dijo vivamente a Cazurro, el cual salía del salón de honor, esto es, de la cocina:

-Y bien, ¿descansa la señora condesa?

-Por lo menos se ha recogido -contestó el lacayo-, y en el aposento que ocupa, según afirma la señora Andrea, no se siente ruido alguno.

Felicísimo repuso, bajando la voz:

-Es todo lo que necesitamos: cuelga en tu cinto las pistolas, y disponte a seguirme.

La fisonomía de Cazurro se compungió.

-¡Cómo! -murmuró:- ¿mi noble señor va a hacer una expedición a pie en una noche oscura y en un terreno que desconoce?...

-No has podido decir más tonterías en menos palabras. La circunstancia de viajar a caballo no alumbra los caminos ni da lecciones de topografía: nunca es oscura la noche cuando como en esta, brilla la luna siquiera sea en menguante: y no desconozco el trayecto que voy a seguir, por cuanto es el mismo que hemos recorrido hace dos horas. Presteza y en marcha.

Perfecto se dirigió suspirando hacia la maleta sobre la cual yacían las pesadas armas de fuego; atravesó sus ganchos en el cinturón, y siguió a Felicísimo, que ya había salido a la campiña.

Por espacio de algunos minutos el digno doméstico caminó guardando un discreto silencio; pero animado por una ojeada de Lozano, se adelantó un paso y aventuró estas frases:

-Me parece, señor, que resueltamente volvemos a Alcázares.

-¡Pardiez! -articuló Felicísimo.

-Y presumo que hay un millón de probabilidades contra una, a que vamos derechos no sé si a la alcaldía o a la taberna de donde en tan lamentable estado extrajo usted a la señora condesa.

-Cualquiera diría que hay en ello algo que te admira.

-En rigor, no me admira en lo más mínimo, aunque acaso no dejen de existir motivos que pudieran justificar en mí la mayor de las sorpresas.

-¿Qué logogrifo es ese?

-Para explicarle necesitaría un expecial permiso de mi joven señor.

-¡Habla, cuerpo de Dios! la conversación de un Cazurro tan Perfecto entretiene a ratos perdidos.

-Ante todo, protesto que si ha habido indiscreción de mi parte, ha sido involuntaria: el verdadero responsable es mi caballo, demasiado inclinado en ocasiones a examinar de cerca el baticola de Moro, no obstante las correcciones que éste le ha administrado alguna vez con las herraduras. Hecha esta salvedad, reconozco haber escuchado que la señora condesa la cual parecía hallarse agraviada por un mal llamado prójimo de capa roja, exigía, sin embargo, a mi amo, que no le provocase a singular combate: y confieso asimismo que llegaron a mis oídos clara y distintamente estas palabras pronunciadas por los labios de mi señor: -no me bato.

-Tienes tan buen oído como curiosidad punible tu rocín: ¿pero qué deduces en plata?

-Que o yo no soy Perfecto, o apenas lleguemos a Alcázares ha dado mi intrépido amo con el individuo de lo rojo, le ha llamado gaznápiro y le ha asentado un cintarazo.

-¿Tienes en ello inconveniente?

-¡Yo! ¡A ver como no le queda al tal sugeto hueso en caja! ¿Pero por ventura no hay razón para que el asombro me domine si mi noble señor cumple de esa manera la formal palabra que ha empeñado a una dama tan respetable y hermosa como la señora condesa de Bari?

-Cazurro: me has dicho en alguna ocasión que estudiaste gramática en el Seminario de Lugo, y que fuiste pasante de un maestro de escuela.

-Es cierto.

-Aun sin esas noticias habría yo observado que eres un consumado gramático.

-Mi buen amo se burla de mis escasas letras...

-Pero ven aquí por esta vez, ofuscado conjugador. ¿En qué arte latino o castellano has podido ver que el tiempo presente equivalga al futuro imperfecto? He dicho no me bato : no hubiera proferido por cuantos tesoros entraña el subsuelo de las dos Californias, no me batiré .

Cazurro, algo confuso, balbuceó a media voz:

-La verdad es que el casuismo no ha sido nunca mi fuerte... Pero hum... en fin...

-Si no estuviésemos tocando al término de nuestra expedición, te esplicaría hasta el punto que es lícito tener acomodaticia la conciencia, lo mismo con sujeción a las teorías de los Santos Padres, que de conformidad con las reglas capitulares de los caballeros de la tabla redonda; pero en otra ocasión te iniciaré en esos misterios.

Lozano estaba de un humor excelente. El fenómeno no podía ser de más perverso augurio para Eulogio Carrillo.

Los dos jóvenes habían penetrado en los callejones del caserío. Guiados por los recuerdos de la tarde y por el campanario del templo, se adelantaron a lo largo de las cercas hasta la mansión de Roque Soniche.

La entrada del establecimiento se hallaba alumbrada por un farol que hubiera podido pasar por lamparilla; pero que en todo caso, probaba que en aquel domicilio se velaba, y que el tránsito estaba expedito.

-He aquí nuestro terreno -dijo Lozano con templando con cierta complacencia las inmediaciones de la taberna, tan solitarias como si fueran a la sazón las tres de la madrugada.

Después, acercándose a Cazurro:

-En primer lugar, corre hacia el dorso tus pistolas, y cúbrelas con los embozos de la capa. ¡Qué diablos!, esas armas formidables te dan un aspecto de bandido de la Sierra de Segura, capaz de aterrar a todas las personas a quienes te dirijas.

El incauto mancebo asustado de si mismo al oír las palabras se su amo, se apresuró a atenerse puntualmente a la recomendación.

-Ahora -prosiguió el caballero-, escucha tu consigna. Penetras en el salón de la taberna y buscas con el mayor aplomo al hombre de la capa de grana a quien ya conoces de reputación. El distintivo es tan llamativo, y probablemente tan único en Alcázares, que todo será cuestión de una ojeada.

-Debo esperarlo así -contestó Perfecto.

-Si por acaso no estuviera en la sala nuestro cangrejo, te encaminas a la ancha puerta practicada en el muro de la izquierda, y te introduces en el departamento donde se halla situado el mostrador. El crustáceo pudiera haberse refugiado en ese receptáculo.

-¿Qué hago entonces con el crustáceo?

-Le ruegas con todos los miramientos que la cortesía te sugiera, que tenga a bien acudir a este sitio, en el cual le aguarda un caballero.

-Está bien; ¿pero no sería posible que el hombre rojo no se encontrase en ninguna de las dos estancias?

-No es sólo posible sino hasta probable. En ese caso, te procuras informes precisos acerca de la casa que habita el perillán, y no pierdes tiempo en volver a reunirte conmigo.

-¿Tiene mi señor que hacerme alguna otra advertencia?

-Ninguna.

Cazurro saludó, cruzó el dintel de la puerta y desapareció en la oscuridad del patio.

Lozano entonces se embozó en la capa y dio principio a un reposado paseo de ida y vuelta a lo largo de la pared, evocando para templar convenientemente el ánimo las reminiscencias de las afrentas que debía a Carrillo en el convento de Valverde, en la Hostería del Valenciano, en el tejar de la Jara y en el tribunal de Soniche.

Jamás hombre alguno pudo lisonjearse de haber tenido con Felicísimo una cuenta pendiente que arrojase tan exorbitante suma en el cargo.

Afortunadamente, no se aplazaría por una hora más la ocasión del saldo definitivo.

Lozano esperó con perfecta calma los primeros cinco minutos, vio trascurrir otros cinco dando visibles muestras de una impaciencia progresiva, y comenzó a tocar en los límites de la exasperación y a salmodiar juramentos apenas llegó a los seiscientos y un segundos de paseo.

Por fin, el farolillo de la puerta volvió a iluminar la figura de Cazurro.

Venía solo.

-¡Ya era tiempo, condenación! -exclamó Felicísimo saliendo al encuentro del lacayo.

-Las buenas formas que mi noble señor se sirvió prescribirme -contestó Cazurro-, han exigido el empleo de ciertos circunloquios...

-¡Ah!..., ¿estaba nuestro hombre en la taberna?...

-Ni en la sala, ni en el despacho.

-¡Voto a tal! Yo no te impuse maneras corteses sino para con ese sugeto. A los mandilones del tunante de Soniche has podido hablarles con la punta de la bota.

-Creo que semejante órgano de la palabra, y dicho sea con el debido respeto, no me hubiese dado el satisfactorio resultado que he obtenido.

-¿Dónde se anida, pues, el pajarraco?

-El forastero, en cuestión, que parece llamarse don Eulogio Carrillo disfruta el especial honor de hospedarse en la casa del señor alcalde.

-¡Oh, vive aquí mismo!

-En el piso principal.

-¿Tiene ese piso alguna brecha para cuyo asalto no sea preciso atravesar la taberna?

-Las dos habitaciones destinadas al establecimiento público están completamente aisladas. El resto de la planta baja y la escalera que conduce al cuarto principal, tienen la entrada por la segunda puerta del corral situada a treinta pies de la que abre paso a la taberna.

-Que me place: en marcha, pues, hacia la segunda puerta.

Felicísimo corroboró sus palabras entrando en el corral, y buscando bajo el emparrado el hueco que se le designaba.

No tuvo, sin embargo, que pasar adelante. A pocos pasos de la puerta vio aparecer en el umbral a Carrillo y a su conjunto figurón, el bigotudo Arias.

-¡Qué coincidencia tan afortunada! -dijo Lozano con una sonrisa que a Cazurro le pareció siniestra, a Carrillo antipática, y a Arias infernalmente endemoniada.

-Pardiez: no sé yo si debo decir otro tanto -contestó Carrillo bosquejando una mueca burlona.

-Porque jamás me ha prodigado usted sus cortesías.

-En cambio, usted nunca me ha escaseado sus botellazos.

-Amores que usted merece.

-Pero que hasta ahora habrá usted de convenir en que felizmente han sido platónicos.

Arias se miró los dedos que aun conservaban el olor del árnica, lamentándose de que el platonismo no rezase con él.

-Procuraré que sean más efectivas las caricias que le prepara a usted mi espada.

-¡Ah! Por algo dudaba yo que este encuentro fuese para mí una bendición del cielo.

-¿Imaginaba usted por acaso que no había de volver a buscarle siquiera sólo fuese para ofrecerle una prueba contundente de que mi retirada con el fin de prestar a una dama los auxilios que su estado exigía, no era una fuga como usted gratuitamente suponía, y mucho menos vergonzosa como usted estólidamente propalaba?

-La verdad es qué no encuentro en esta ocasión más motivo que en otras.

-Cuando el demonio me inspira una tentación de índole traumática, caigo irremisiblemente en ella así me prediquen misioneros franciscos. Y como la tentación de ese género que hoy he experimentado ha sido la más irresistible de que conservo memoria, invito a usted a que me siga a la salida del pueblo.

-La hora no puede parecerme menos a propósito.

-¿Por qué razón?

Porque se ha encapotado el cielo y no veríamos el acero. En cuanto a mí, declaro que no soy nictálope.

-¡Bah!, no hace falta ver la hoja de la espada cuando se emplea un buen sistema de ligados.

-Por otro lado, tengo sed...

-Por otra parte, tengo empeño en ello...

-La sed de la digestión... una sed capaz de asfixiarme...

-El empeño de la venganza... un empeño capaz de todo...

-¿Sí? ¡Cáspita!

Carrillo dio principio a una serie de maniobras tácticas alrededor del voluminoso cuerpo de su compañero, añadiendo:

-¿Qué opinas de la situación, oh caro Polux? Mi sed es sofocante, y para mí no existe la nictalopía; pero en cambio, ya lo has oído, este pertinaz caballero es capaz de todo para obtener el pronto despacho del asunto en que se interesa.

-Mi parecer, es que todo puede conciliarse -contestó Arias sin perder de vista a Lozano.

-Explícanos tu pensamiento.

-Entra por lo pronto en la tienda de maese Roque: abreva hasta la saciedad tus fauces excitadas por el abuso de la mojama: y si Diana vuelve a mostrarnos su radiante rostro, administra a tu provocador el chirlo que busca.

-No en vano te he tenido siempre por varón de buen consejo.

Carrillo miró después a Lozano por encima del hombro del individuo de los bigotes y repuso:

-Acepto, señor mío, la solución propuesta por mi compañero: y si para matar el tiempo quiere usted desocupar una botella, a mi turno le invito a seguirme, con tal que me prometa no tirármela luego a la cabeza.

A continuación giró rápidamente sobre los talones, y se internó en la gran sala de la taberna.

Arias, más o menos satisfecho, hubo de encargarse de cubrir el movimiento de Carrillo.

Lozano con la prudencia que así propio se reconocía, había querido evitar todo altercado en público; pero cuando la necesidad imperiosamente lo reclamaba, sabía resignarse a hacer el sacrificio, no sólo de la primera de las virtudes cardinales, sino el de sus tres compañeras, y hasta el de las mismas teologales.

Presa de un acceso de cólera, Felicísimo se impulsó en pos de su enemigo con la capa recogida en el brazo izquierdo, y el chambergo en la coronilla.

El pobre Cazurro, víctima del deber, enderezó pausadamente por la peligrosa vía en que le precedía el amo que debía a la fatalidad, encomendándose con fervor a todo el apostolado; porque abrigaba la convicción profunda de que antes de cinco minutos no iba a quedar en la taberna títere con cabeza:

Cuando Felicísimo ingresó en el salón, se hallaba éste ocupado por una docena de bebedores.

A la luz de dos quinqués de reverbero fijos en las paredes, pronto echó de ver el caballero que Carrillo no se había detenido en aquella estancia.

La persecución continuó inmediatamente en el departamento del despacho.

Al presentarse Lozano en la puerta, el hombre de la capa de grana comenzaba a pronunciar un íntimo y animado discurso a don Roque Soniche, el cual le oía con los codos apoyados sobre el mostrador.

El alcalde levantó la cabeza; y al ver a Felicísimo, en cuyo aspecto podía encontrarse todo menos benevolencia y compostura, pronunció con aire severo:

-Ah, el joven acompañante de la señora condesa de Bari. Supongo, caballero, que no vendrá usted con el propósito de volver a introducir la perturbación del escándalo y de la riña en este honrado establecimiento.

-Supone usted bien, tío Soniche -contestó Lozano con los ojos centellantes:- por el contrario, a lo que tengo es a impedir que perturbe la taberna este gaznápiro sacándole de aquí por una oreja.

-¡Tío Soniche!... ¡taberna!... ¿qué cultura de lenguaje es esa? -exclamó el alcalde indignado.

-¡Gaznápiro!... ¡por una oreja!... ¿Qué género de insolencias es ese? -gritó Carrillo enardecido.

Lozano se despejó el camino asentando vigorosamente un puntapié a un camarero y una puñada a Arias, y se adelantó con la diestra de tal modo inclinada hacia el aparato auditivo izquierdo de Carrillo, que éste comprendió que las palabras de su enemigo no habían sido una simple figura retórica.

Apenas hubo adquirido esta evidencia, Eulogio dio un salto de costado y desapareció detrás de una barrica de triple anís , según cantaba el rótulo.

Para el hombre que debía a la naturaleza y al arte puños tan sólidos como los de Felicísimo, una barrica no pertenecía al número de los obstáculos insuperables.

El tonel fue removido; y después de ofrecer a todas las miradas un extraordinario movimiento de vaivén, se desplomó en el suelo con extruendo.

Rota por el golpe la espita, el aguardiente comenzó a extravasarse con plácido murmullo, y a distribuirse en la estancia con extricta sujeción a las leyes de la gravedad.

Increíble parecería que hubiera cosa alguna que pudiera aumentar la confusión que reinaba en aquel antro de carreras, de gritos y de golpes; y, sin embargo, ocurrió todavía un suceso imprevisto, capital nefasto.

En uno de los movimientos que hizo Lozano para tratar de asir a su ágil adversario, derribó la palmatoria que yacía sobre el mostrador; y, como el genio del mal no desperdicia ocasión alguna para que todo acontezca en el mundo de la peor manera posible, la bujía en vez de apagarse en su caída como era natural que sucediese, no sólo se quedó ardiendo en el suelo, sino que fue precisamente a hacerlo en uno de los cursos que seguía el libre triple anis.

Pocos segundos después, la habitación era un volcán de llamas, y cuantos en ella respiraban salían bramando atropelladamente a la estancia contigua como botan los conejos de la boca donde acaba de penetrar un hurón.

El desventurado Soniche no se daba punto a gritar:

-¡Agua!... ¡agua en abundancia!

Pero ni la corta porción que en estado de pureza había disponible de ese líquido, ni la cantidad exhorbitante que del mismo contenía el vino, fueron suficientes a sofocar el incendio.

Por el contrario, el salón principal empezaba a ser invadido por arroyos de fuego, que serpenteando en distintas direcciones, se apoderaban de los bancos y sillas, se encaramaban por las mesas, y propagaban la destrucción por todas partes.

Cuando los circunstantes adquirieron la certidumbre de su impotencia para atajar los extragos del voraz elemento, los unos proyectaron reclamar auxilios exteriores, los otros pensaron en salvarse a si mismos.

Todos los ojos se volvieron, pues, hacia la única salida practicable.

Pero la dispersión general que estaba a punto de determinarse, y la reunión del vecindario que traería como consecuencia indeclinable, hubieran dado al traste con los propósitos de Lozano.

Antes que consentir en que el incidente de la barrica fuese a ocasionar un resultado tan perverso, el rencoroso joven habría visto impasible la inmensa hoguera de Troya.

De un vuelo se estableció en la puerta antes que nadie tuviera tiempo de ganarla; desenvainó la espada, y exclamó con acento bastante potente para dominar los gritos de los concurrentes y los ruidos del incendio:

-¡A mi, cobarde Carrillo! ya que has tenido el mal gusto de elegir esta palestra, ni la abandono yo ni permito que salga de ella ser viviente hasta que me hayas dado satisfacción cumplida, así se nos desplome encima la calcinada casa.

-¿Pero qué es lo que dice ese insensato? -profirió el alcalde en cuya cabeza no cabía el pensamiento emitido por Lozano.

-¡Condenación! -rugió Arias apagando apresuradamente la cola de su capa:- dice un absurdo que no seremos nosotros los que le consintamos realizar.

-¡No, bravas gentes, no se lo consintáis! -chilló Soniche animando a todo el mundo, y representando dignamente en aquel mar ígneo el papel del capitán Araña.

En la habitación había diez y ocho hombres dominados por el espanto, azotados por las llamas, sofocados, por el humo; no se necesitaba un gran esfuerzo para impulsarlos contra el extravagante que tenía la pretensión de impedirlos que pudieran respirar el aire libre.

Algunas espadas y muchos puñales brillaron al rojizo resplandor del fuego.

-¡Al diablo el pisaverde!

-¡A degüello el espadachín!

-¡A la hoguera con él, ya que la le gusta el humo!

Tales eran los alaridos que salían de aquel cráter en erupción.

Felicísimo, sin embargo, no tenía la menor predisposición a impresionarse por las amenazas, sobre todo cuando estaba en guardia. La espada que manejaba silbaba como una serpiente, y estaba en todas partes en una zona de tres varas.

Los primeros adversarios que se aventuraron a invadir ese terreno peligroso se retiraron ensangrentados, exhalando ayes los unos, juramentos los otros.

-¡A mí, Carrillo!... ¡A mí, miserable! -proseguía gritando Lozano.

Soniche empezó a temer que la puerta fuese menos forzable de lo que había creído; y entretanto veía que se le quemaba la casa, que los licores mejor elaborados alimentaban la combustión y que se consumaba la más espantosa de las ruinas.

En trance tan amargo, el cuitado alcalde volvió los ojos hacia el hombre requerido por el incontrastable esgrimidor.

-Ea, señor de Carrillo -pronunció:- un poco de buena voluntad, y libértenos usted de este bandido. Lo está exigiendo la salvación de todos.

Para Carrillo la petición de Soniche significaba en buen romance que se aviniera a sacrificarse por doce, zafios ganapanes y cuatro trastos mugrientos. A la verdad, ni el personal ni el material tenían bastante importancia a los ojos del hombre de la capa de grana para que él acogiera la moción con mucho entusiasmo.

Había, no obstante, quien anhelaba el sacrificio en cuestión tanto al menos como el alcalde mismo. Nos referimos a Felicísimo, el cual en el límite ya de la expectación y de la paciencia, creyó podía serle lícito arriesgar un albur algún tanto atrevido, después de la cordura de que estaba dando ejemplo.

-¡Cazurro! -gritó a través de los dientes apretados, y sin volver un punto la cabeza.

-Heme aquí, señor -contestó a espaldas del caballero una voz atribulada que parecía salir de la pared; tan incrustado estaba en ella el individuo que hablaba.

-Monta tus pistolas -repuso el joven:- colócate en el hueco de la puerta, y dispara sin compasión a quema-ropa sobre todo el que pretenda salir de la taberna.

Cazurro amartilló las armas, y presentó sus cuatro formidables cañones en batería.

Soniche, a pesar de que no era de los más próximos, dio dos pasos atrás expeluznado.

Lozano entonces dirigió su mirada de halcón al lugar que ocupaba Carrillo, y haciéndose preceder de cuatro centellantes cuchilladas, cayó de improviso sobre aquel enemigo nunca al alcance de la mano.

Sabía Felicísimo por una no interrumpida serie de experiencias que, acercarse a Carrillo, era encontrarse con Arias. No le sorprendió, por lo tanto, que a la sazón ocurriera el mismo imprescindible acontecimiento.

Pero las interposiciones más o menos expontáneas del bigotudo figurón, habían llegado a saturar en grado suficiente la bilis de Lozano; y decidido éste a que aquella importunidad fuese la última, se desembarazó del importuno, fulminándole a la cabeza un corte y un revés, en el espacio de un segundo.

El tajo cortó a Arias la oreja izquierda; el revés, una respetable porción de la megilla derecha.

El malaventurado égida de Carrillo soltó la espada y cayó aturdido sobre el pavimento.

Los más próximos circunstantes comprendieron que la intención del acuchillador no era entenderse con ellos, y huyendo el bulto en lo posible a todo contacto con Carrillo, se avinieron tácitamente a ser testigos del duelo.

Felicísimo no se encontró, pues, en presencia del hombre de la capa de grana sin que mediase entre ambos otra cosa que sus sendos aceros.

-¡Al fin!... -articuló maquinalmente Lozano con el suspiro del asiduo jugador de lotería que llega a obtener el premio gordo.

Eulogio convino en que su situación no carecía de gravedad; el insoportable calor que sentía en la espalda, le hablaba de la proximidad del fuego, y por consiguiente de la absoluta falta de línea de retirada; el terror que observaba a uno y otro lado en todos los rostros, no le permitía contar con apoyo alguno, y el adversario que tenía enfrente era un tirador de primera fuerza.

Había necesidad de acudir a todos los recursos.

Carrillo fijó los encendidos ojos en un ser que debía existir dos pasos detrás de Lozano, y exclamó con la faz radiante de esperanza:

-¡Hip!... ¡hiérele, vive Dios!...

Felicísimo volvió rápidamente a medias la cabeza.

Carrillo partió a fondo en el instante mismo...

Pero Lozano no era esgrimidor que incurriese en falta tan seria sin haber preventivamente ocurrido a las consecuencias que pudiese arrastrar. Al volver el rostro, había trazado a todo evento con la espada un semicírculo de sétima; y al mismo tiempo que adquiría la evidencia de que no fueron otra cosa que una estratajema las palabras de Carrillo, paraba el golpe que éste le asestó a la tetilla.

Si en alguna parte de la esgrima dejaba de tener rival Felicísimo, era seguramente en las respuestas.

Carrillo pudo levantarse sobre la pierna izquierda, y recojer el brazo apoyando la vuelta a la guardia con una contra de cuarta; pero fue impotente para evitar que el acero enemigo, ligero y sutil como una vívora, le siguiera la contra hasta doblarla, y le alcanzase el pecho por debajo de la clavícula.

La estocada era grave. El hombre de la capa de grana se cubrió por instinto la herida con la mano, y se desplomó de espaldas inerte.

Todavía pudo obtener algún buen oficio de Arias en situación tan triste.

El robusto pecho del bigotudo sirvió de almohada a la pálida cabeza de Carrillo.

Estaba terminada la misión de Lozano en la que fue taberna, y ya no era otra cosa que una sucursal del infierno.

El joven volvió a levantar la invicta mano, describió un formidable molinete que le abrió camino hasta la puerta, arrastró detrás de sí a Cazurro y emprendió a través del corral una retirada digna de ser cantada por otro Xenofonte.

Roque Soniche, sus dependientes y los parroquianos, se lanzaron fuera de la estancia apenas vieron expedita la salida; pero no se ocuparon en perseguir al hombre funesto causa de tanto extrago, sino en reclamar auxilio en todos los tonos, proveerse de azadones y poner en movimiento los cubos del pozo.

-¡Señor... señor... he ahí nuestra obra! -exclamó Cazurro cinco minutos después sobre una eminencia de la campiña.

La obra en que el aterrado mancebo se atribuía parte, era un inmenso resplandor que como una aurora boreal, teñía de rojizo color la atmósfera poblada por los ecos de siniestros crugidos, de gritos insensatos y de incesante campaneo.

-¡Pardiez! -contestó Lozano:- di más bien que es la obra del diablo.

Capítulo XXXI
De cómo mirando las estrellas hay posibilidad de ver también las ventanas

El tiempo que da de sí para todo cuando se le administra bien el curso, correspondió a los cálculos de Lozano.

A las once de la noche estaba de vuelta el joven en la casa donde se hospedaba la condesa dispuesto a consagrarse a su proyecto con el alma y la vida.

La dura ejecución que Felicísimo acababa de permitirse había desembarazado satisfactoriamente su ánimo de todo género de preocupaciones personales.

La expedición a los Morales se aplazó, no obstante, por dos horas a propuesta de Elina. El buen éxito del plan de la dama descansaba sobre la base de la falta de vigilancia en los guardianes, y convenía dar lugar a su sueño en cuanto la prudencia aconsejase.

Entretanto se meditó acerca de los detalles de la empresa, se prepararon los objetos que habría necesidad de utilizar, y se procuró dejar al acaso el menor número posible de contingencias.

La condesa reiteró a Lozano las noticias que debía a los marqueses relativas a los secretos de la capilla, y le trazó sobre un papel el plano de la planta baja de la quinta por si su conocimiento llegaba a serle necesario.

La partida se emprendió pocos minutos antes de las dos de la madrugada.

El sitio por donde Elina se proponía penetrar en el coto de los Morales estaba perfectamente elegido.

El terreno del robledal era el más bajo de la comarca, el menos frecuentado, y el cubierto por vejetación más frondosa.

El carruaje y los dos ginetes que le escoltaban se deslizaban invisibles desde el edificio de la granja a lo largo de la senda que atravesaba la espesura; y el mismo césped que alfombraba la cañada, amortiguando el ruido de las ruedas y de los cascos de los caballos, contribuía a ocultar el tránsito de los viajeros.

La berlina comenzó a bordear una extensa faja negra. Era el vallado de espino que por la parte oriental cerraba la posesión de Esquilache.

La condesa, que asomada a la portezuela no separaba los ojos de los zarzales, dio la voz de alto al llegar a cierto punto determinado por la posición de algunos árboles.

El lugar de la parada era el lecho enjuto a la sazón de un arroyo procedente de la granja, que iba a perderse en las vertientes del valle del robledal. El referido cauce, respetado en gran parte por los espinos, a poca costa podía servir de paso a la berlina.

Ordóñez y Cazurro se encargaron de desembarazar el boquete de las zarzas más incómodas empuñando sendos podones afilados en aquella misma noche.

La operación quedó terminada antes de cinco minutos.

El carruaje se introdujo acto continuo con la mayor facilidad en el recinto de la posesión, y se adelantó pausadamente por las rutas de más bosque hacia el terreno donde se levantaba el edificio.

Los expedicionarios echaron pie a tierra en una explanada circular, y fueron a ocultar el vehículo y los caballos en el espeso fondo de uno de los próximos ramilletes de palmeras.

De aquella meseta arrancaba el largo paseo de los granados que seguía la dirección de los muros de la quinta por la parte de la capilla.

Elina se disponía a acompañar a Felicísimo hasta mostrarle al menos las ventanas que debía escalar. El joven, sin embargo, pudo obtener de la condesa que no abandonase el carruaje, asegurándola con el mayor aplomo que era capaz de encontrar con los ojos cerrados las anormales puertas que iban a darle entrada en el edificio.

Tanto se habían debatido los pormenores del procedimiento que no se añadió observación alguna en el instante de la separación.

Lozano se alejó por debajo de los granados seguido de Cazurro.

Quinientos pasos habría próximamente dado el joven cuando vio surjir a su derecha la oscura mole de la quinta.

Felicísimo atravesó la calle de árboles, se acercó a la pared de la vivienda, y dio principio al examen de las ventanas del piso bajo.

Las tres correspondientes a la capilla no podían confundirse con otras. Lozano vio inmediatamente en las vidrieras los signos de la pasión dibujados con cristales de colores.

Cediendo al instinto el joven se detuvo al pie de la ventana del centro, y llamó a Cazurro con ese ademán de la diestra que es el mismo en la mímica de todos los pueblos.

El lacayo se reunió con su señor.

-Desarrolla tu escala -dijo Lozano con voz apenas perceptible.

Cazurro desdobló su utensilio construido con retorcida cuerda.

-Héla aquí -murmuró.

-Está bien: ahora vuelve la espalda al paseo y abre considerablemente el compás de tus piernas.

Lo que Cazurro abrió todo lo considerablemente posible fue la boca. ¡Tan extravagante le pareció la orden que recibía!

-¡Vive Dios! -repuso Felicísimo:- ¿qué aspecto de papanatas es ese? Te exijo la posición del coloso de Rodas: ¿no la conoces?.. Apoya al mismo tiempo las dos manos en la pared... Voy a necesitar el zócalo de tus robustos hombros.

El doméstico que comenzaba a comprender el pensamiento de Felicísimo siguió puntualmente sus instrucciones.

-Buen ánimo, y firmeza en los músculos -añadió Lozano:- si te flaquean las piernas y das conmigo en tierra, ten por cierto que a mi vez doy contigo en el infierno.

-Confiemos en que los votos que voy a hacer a San Cristóbal -articuló Perfecto suspirando- me prestarán la resistencia necesaria.

Con la hábil energía que Felicísimo poseía en todo género de ejercicios personales, se encaramó por el talle de Cazurro hasta ponerse en pie sobre sus hombros.

En aquella posición el joven dominaba con el busto entero la parte inferior de la ventana.

Entonces se dedicó Lozano a reconocer el marco, y tropezó con dos objetos que no le dejaron descontento. Nos referimos a dos pequeños pernos destinados a sujetar las persianas que se colocaban en los meses de estío.

Comprobada la solidez de ambos instrumentos Felicísimo fijó en ellos la escala, y pasó los pies a sus peldaños ascendiendo dos palmos con el mayor beneplácito de Cazurro.

A continuación determinó el joven el sitio que por la parte interior ocupaba la falleba que cerraba las hojas de la vidriera, y rayó profundamente en el cristal inmediato un cuadrado de diez pulgadas de lado con el solitario de uno de los anillos de la condesa.

Un golpe seco desembarazó al cristal del cuarterón falseado. El ruido del estropicio fue moderado.

Felicísimo introdujo suavemente el brazo por el hueco libre, abrió la falleba y empujó las hojas de la ventana.

Montado sobre el marco dijo a Cazurro entonces:

-Sube.

El joven suspendió de las manos el cuerpo en toda su longitud, y saltó sobre el pavimento de la capilla.

La oscuridad del recinto era absoluta.

Había necesidad de esperar antes de emprender movimiento alguno.

Lozano levantó la cabeza y vio aparecerá Cazurro en la ventana.

-Recoge la escala -profirió.

Perfecto obedeció, y descolgando por la parte interior la escala utilizó sus peldaños, para poner el pie en el suelo.

-¡Luz! -pronunció lacónicamente Felicísimo.

El doméstico acudió a la bolsa de cuero que llevaba pendiente de la cintura, se armó de pedernal y eslabón, y tuvo la fortuna de que prendiese la yesca al primer golpe; después aplicó a la lumbre una pajuela azufrada; y por fin encendió en su azulada llama la bujía de un pequeño farol.

Cuando al resplandor de la vela pudo Lozano darse cuenta de la localidad, se acercó a la única puerta visible de la capilla, y aplicó el oído a la cerradura durante algún tiempo.

En la parte exterior reinaba el más satisfactorio de los silencios.

Tranquilo de todo punto el joven se dirigió entonces al espacio comprendido entre el altar y el retablo.

-Baja el farol -dijo a Perfecto hincando en tierra una rodilla.

Los ojos de Lozano buscaron y encontraron en el centro del lado derecho de la base del ara un botón de imperceptible relieve.

Felicísimo cubrió el botón con la yema del dedo pulgar, y acentuó progresivamente la presión.

De repente Cazurro exhaló un grito de espanto, y desapareció por escotillón.

La trampa eligió precisamente para abrirse el lugar que ocupaba el desdichado mozo.

Las tinieblas más densas habían vuelto a recobrar su dominio.

-¡Condenación! -murmuró Lozano asomándose a la negra boca de la sima.

Y dirigiendo la voz hacia el sitio donde oía los gemidos con que Cazurro se compadecía de sí mismo, añadió:

-¿Estás en la escalera o en piso llano?

-Me encuentro extendido al pie del segundo y último tramo -balbuceó el pobre lacayo-. La fatalidad no ha querido ahorrarme ni siquiera un escalón.

-¿Se ha roto el farol?

-Echo de menos algún vidrio; pero me parece que la totalidad del instrumento no ha quedado inservible; no sé si puedo decir otro tanto de una de mis piernas.

-En estas circunstancias tus piernas valen mucho menos que el farol. Enciéndele de nuevo, ¡voto al firmamento!

El precipitado mancebo debió ocuparse en cumplir el precepto de Lozano, porque éste volvió a oír los golpes del eslabón, y al poco tiempo vio la tenue llama azufrada.

Apenas pudo vislumbrar Felicísimo los empinados peldaños de la escalera, se apresuró a descender a la bóveda.

Al terminar la bajada estaba otra vez la bujía del farol en el pleno ejercicio de sus funciones.

Lozano tendió en torno una mirada excrutadora. La pequeña cripta correspondía de tal modo a la idea que de ella había formado, que no creyó que fuese aquella la primera ocasión en que la contemplaba. El sepulcro empotrado de lado en la pared y la cruz superpuesta, no se habían movido de su sitio.

-Coloca el farol en una de las hornacinas -dijo Felicísimo a su lacayo:- no volvamos a comprometerle, si por acaso experimentaras una nueva sorpresa.

-¡Cómo señor! -exclamó Cazurro aterrado:- ¿corro ese peligro todavía?

-Estamos en una campana misteriosa y quizá vamos a cometer una profanación.

-Por mi parte, líbreme Dios una y mil veces.

-Habré de aceptar la responsabilidad de tus crímenes. Dirígete al sepulcro.

-Señor: confieso que preferiría dirigirme a cualquier otro punto.

-Aquí no se trata de tus preferencias. El sepulcro es el inevitable, pero por fortuna cómodo lecho del descanso eterno. Además, al hacer que te aproximes a ese término de todas las desdichas, te encamino también hacia el signo consolador de la redención. Levanta tu mano derecha.

Perfecto obedeció maquinalmente.

-Oprime el clavo que sujeta el brazo izquierdo de la cruz de ébano que corona el enterramiento.

Cazurro así lo ejecutó.

-¡Aprieta, vive Dios! -añadió Felicísimo harto de esperar en vano, algún resultado.

-Señor, he apretado todo lo que mis dedos permiten -contestó el lacayo.

-Pues elige motor menos delicado que tus dedos.

El doméstico volvió a acudir a su eslabón, y le apoyó con fuerza en el clavo.

Un prolongado ruido metálico correspondió a la nueva presión.

La lápida de mármol que cerraba el sepulcro había girado sobre un eje central.

-Perfecta mente -prosiguió Lozano:- introduce ahora tus brazos en el sarcófago.

Perfecto no pudo ocultar un movimiento de vacilación.

-Te respondo de que no has de encontrar restos humanos -repuso Felicísimo.

La afirmación del amo prestó aliento al criado. Las manos de éste desaparecieron en el fondo del sepulcro.

-¿Qué encuentras? -preguntó Lozano.

-Una al parecer caja -contestó Cazurro.

-Sea su parecido el que quiera, procede a la extracción.

-¡Cáspita, señor!...

-¿Qué te ocurre?

-La caja no contiene esponjas.

-Me inclino a creer que estás en lo cierto. Pero acaba.

Perfecto apeló seriamente a sus puños, y colocó la caja sobre el pavimento de la cripta.

-Reincide en tu investigación exhumadora -dijo Felicísimo.

Los dedos de Cazurro escarbaron de nuevo en el sarcófago.

-¿Topas con algo? -exclamó el caballero.

-Con otra caja gemela de la primera -contestó el lacayo.

-Respeta los lazos de la familia: saca también esa caja y reúnela con su hermana.

El precepto fue ejecutado.

Lozano volvió a empujar la lápida, y el enterramiento se cerró con un golpe extridente.

Acto continuo el joven extrajo el farol de la hornacina, y repuso:

-Ha llegado el momento en que veamos si eres más perfecto para subir las escaleras de las bóvedas que para bajarlas. Toma las cajas, y sigue la luminosa estela que va a trazarte mi mano.

-Preciso será, señor, que realice el transporte en dos expediciones -insinuó Cazurro:- las cajas pesan abrumadoramente; la escalera es tan empinada como los cuernos del diablo, y la pierna derecha cada vez me exige más atenciones.

-Reniego de tu pierna derecha... No estamos para perder el tiempo idas y venidas.

Felicísimo levantó del suelo uno de los cajones con una facilidad que avergonzó a Cazurro, y se internó en la escalera.

El lacayo hubo de apresurarse a seguir el ejemplo que le daban para no quedarse a oscuras.

Cuando ambos jóvenes estuvieron en la capilla, Lozano cerró la trampa y fue a escuchar de nuevo en la puerta.

Ni cerca ni lejos se dejaba sentir rumor alguno.

-Ata las dos cajas -dijo el caballero volviendo de su exploración:- eso te facilitará las operaciones posteriores.

-¿Con qué cuerda, señor? -murmuró Perfecto.

-Con cualquiera que sirva al mismo tiempo para ahorcarte, oh nulidad de los nulos. Busca y encuentra, ¡mil rayos! Bien cerca tienes el cordón de una cortina.

Herido el mancebo en su amor propio, volvió rápidamente la cabeza hacia el sitio que se le indicaba; vio colgar, en efecto, las recamadas cortinas del retablo; desenvainó la tizona con tanta gallardía como hubiera empleado el mismo Tristán de Ayala; empuñó uno de los cordones descendentes, y le cortó de un soberbio tajo por la parte más alta.

Las dos cajas estuvieron sólidamente ligadas en poco tiempo.

Mientras Cazurro terminaba su obra, Felicísimo colocó bajo la ventana una mesilla que encontró en un rincón y saltó sobre ella.

Tan pronto como se hubo asomado al paseo de los granados, retiró la cabeza y apagó la bujía del farol.

Dos hombres que avanzaban en dirección opuesta, acababan de detenerse debajo de la ventana.

-¡Quién va! -pronunció el uno.

-Va Justo Moron, señor trompetero Reinoso -contestó el otro.

-Ah, ¿eres tú?

-En cuerpo y alma.

-¿Y a donde te diriges?

-¡A buscarte, pardiez!

-¿Con qué motivo?

-Tu tardanza exasperaba al alguacil.

-Bah ¿supone que me he estado en Alcázares con las manos en los bolsillos?

-No podré decirte lo que supone; pero sé que se consume de impaciencia por conocer lo que ha ocurrido en el pueblo.

-A bien que el suceso es de poca monta.

-¿Hablas con formalidad?

-A estas horas la casa de Roque Soniche es un montón de escombros.

-¿Qué estás diciendo?

-Todos los esfuerzos del vecindario han sido inútiles: el incendio únicamente se ha extinguido cuando nada ha tenido que devorar.

-¡Qué desolación, sobre todo si ese acontecimiento pudiera influir en que mañana no se nos atendiese con el relevo correspondiente! -murmuró Moron pensativo.

-¡Ah, sí! -replicó Reinoso:- lo mismo piensa ahora maese Soniche en tu relevo que en mi trompeta.

-¿Lo crees así?

-Tenlo por cierto.

-¡Maldición! ¡Y yo que contaba con tener libre el día!..

-En efecto: ocurre a mi memoria la cuchipanda campestre en que te propones retozar con la gorda Mari Tobías.

-La muchacha merece que se la obsequie: y por otra parte, de algún modo ha de celebrar un tío el nacimiento de un sobrino que apadrina.

-Pues por esta vez habrás de aplazar tu fiesta.

-Hum... el caso es que no está uno para tirar el dinero... Si al menos pudiera prevenir a mi hermana Nemesia... Escucha, Reinoso: tú has sido pastor, y por consiguiente eres un sabio: ¿quieres decirme por la posición de las estrellas, si tendré tiempo para ir al valle del juncal, y para estar de vuelta antes de que despunte el día?

-Creo que más bien deberías dirigir a tus piernas la pregunta.

-Los remos no son malos; pero si se les pidiera lo imposible... vamos, echa el cartabón.

El trompetero levantó lo cabeza, y permaneció en contemplación astronómica por espacio de algunos segundos.

-Y bien, ¿qué hora es? -insistió el apremiante Moron.

-Pues es la hora en que veo que está abierta una de las ventanas de la capilla -respondió Reinoso arqueando las cejas;

-Imposible.

-¡Cómo que es imposible! ¡Alza la vista, voto a tal!

Durante el corto tiempo que Moron invirtió en echar atrás la cabeza la entreabierta hoja de la vidriera, había girado suavemente sobre los goznes hasta unirse con su compañera.

-Que el diablo me lleve si atisbo semejante apertura -pronunció Justo:- además, la requisa de esta noche ha corrido precisamente de mi cuenta, y puedo asegurarte que las tres ventanas de la capilla quedaron cerradas.

-¿Sí?... la vidriera, no obstante, estaba abierta, y se ha entornado movida al parecer por el aire. Hem... esto es turbio. ¡Mil infiernos! Quisiera yo saber a qué género de viento pertenece el que empuja las hojas de las ventanas, y no me acaricia a mí los mofletes.

-Debe pertenecer al género de los vientos de buen gusto.

-Oye, Moron: ¿no suele estar por estas inmediaciones el ciempiés de la poda?

-¡Cómo! ¿Piensas valerte de tan infernal artificio para entrar en la capilla a riesgo de romperte el bautismo cuando tienes franca la puerta por la parte interior de la quinta?

-Por esta vez has hablado como si tuvieras entendimiento... Sígueme.

-Reinoso: ¿y mi aviso a Nemesia?

-Te queda todavía más de media hora de noche.

El trompetero y Moron se pusieron en marcha.

Lozano, que había vuelto a entreabrir las vidrieras y a sacar la cabeza, siguió con la vista a los dos individuos hasta que doblaron el ángulo del edificio.

Entonces descolgó la escala por el muro del paseo, y dijo rápidamente a Cazurro, al mismo tiempo que pasaba una pierna al otro lado de la ventana.

-Alárgame las cajas en el momento en que pise la huerta, y no te descuides en descender tú mismo aunque sea de cabeza. Te advierto que se interesa en ello la integridad de tus lomos. Hay malsines que van a abrir esa puerta hierro en mano.

La sanción penal de la demora era demasiado grave para que fuese mirada por Cazurro con indiferencia.

Apenas se encontró en el suelo Felicísimo, vio a su lacayo maniobrando con las pesadas cajas en el marco de la ventana.

El precioso bulto pasó de las manos de Cazurro a las de Lozano, y fue depositado en tierra. El doméstico saltó a continuación.

-Carga con el fardo, y paso redoblado -dijo en el acto el caballero.

-Ah, señor -gimió Perfecto:- yo no sé si una vez cargado conservarán mis pies las facultades de esa acelerada locomoción; pero desde luego, reconozco que no podré echarme al hombro las cajas sin auxilio.

-Ayúdate y te ayudaré, dice el sagrado texto.

Nunca como entonces tuvo la inspirada palabra tan puntual cumplimiento.

Acababa Cazurro de iniciar un esfuerzo, cuando se encontró el bulto encima en la posición menos incómoda.

Sólo faltaba emprender la marcha, y el mancebo lo hizo con la mejor voluntad.

Felicísimo y su impedimenta siguieron la calle de los granados, que por fortuna evitaba toda posibilidad de extravío.

Pero el paseo era largo; y durante su tránsito tuvo tiempo Lozano para entregarse a insoportables reflexiones acerca de la degeneración de la raza humana desde el siglo cantado por Homero, al oír los suspiros, el paso incierto, y el jadeante aliento del pobre Cazurro.

De temer era que aquella acémila perfeccionada necesitase reemplazo a poco que el camino se prolongara.

La Providencia no tuvo a bien permitirlo. El lacayo pudo llegar, siquiera fuese con el alma en los dientes, a la plazoleta que sirvió de punto de partida.

Dos sombras de forma humana que se lanzaron fuera del bosquecillo de palmeras, ofrecieron a los jóvenes la más grata de las acogidas.

Elina radiante de alegría tendió las manos a Felicísimo, que las estrechó con delirio.

Ordóñez, poseedor de una robusta musculatura, alargó los brazos a Cazurro, que depositó la mitad de su peso en ellos con la mayor generosidad.

Durante el breve espacio de tiempo que los criados invirtieron en colocar las cajas en lo interior de la berlina, el caballero satisfizo a la carrera las apremiantes preguntas de la condesa acerca del curso de la empresa tan felizmente terminada.

Sin perder un segundo, Elina se apoyó en la diestra de Lozano para subir al carruaje, y el auriga ocupó su pescante.

En cuanto a Felicísimo y Cazurro, se encaminaron al punto donde estaban atados los caballos de silla, que era un ramillete de palmitos situado a treinta pasos.

Acababa Ordóñez de torcer las riendas para tomar la vuelta del robledal, cuando un hombre que se arrastraba entre el follaje, se irguió de repente y sujetó por el freno los caballos.

-¡Eh, camarada! -exclamó el aparecido:- equivocas el camino.

-¡Cómo que equivoco el camino! -pronunció Ordóñez sorprendido.

-Evidentemente: la dirección que eliges no es la de la quinta.

-No es a la quinta a donde yo me dirijo -replicó la condesa asomándose a la portezuela.

-Pero es donde la viajera debe dirigirse -replicó el recién llegado, en cuyo cinto brillaba una trompeta dorada.

-Oh... ¿qué quiere decir eso?

-Que en la granja existe calabozo donde poner a buen recaudo a los que roban con escalamiento y fractura.

-¡Miserable! -exclamó la condesa pálida de ira.

Y volviendo la cabeza hacia la parte posterior del carruaje, añadió levantando la voz:

-¡A mí, señor de Lozano!

El joven que acababa de saltar sobre su Moro, acudió presuroso al llamamiento de la dama.

Elina le dijo apenas se acercó:

-Permito a usted, señor de Lozano, que haga soltar a ese hombre mis caballos.

Felicísimo se hizo cargo de la situación a la primera ojeada, y pronunció abordando al trompetero:

-¡Ah, el astrónomo Reinoso pretende detener el carruaje de la señora condesa!

-Hay motivo -rugió el aludido.

-Apreciación errónea. Ea, vaya soltando esos frenos el trompetero, aunque sólo sea en gracia de la suavidad con que se lo suplico.

A estar Reinoso en el pleno uso de la palabra, habría podido preguntar de qué clase de suavidad se le hablaba; porque era lo cierto que se le había posado en el pescuezo la mano de Lozano, y así la encontraba de suave como la cuerda de la horca.

La progresiva asfixia que experimentaba inspiró al trompetero un arranque desesperado. Soltó el freno, desenvainó la faca, y asestó un golpe de punta al pecho del caballero.

Felicísimo, sin embargo, expiaba todos los movimientos del trompetero, y le separó oportunamente el brazo con la mano izquierda.

-¡Oh, gran gaznápiro! -profirió:- ¡De ese modo me pagas la atención de no haber empleado contigo ni el hierro ni el fuego!

Moro dio un bote. Al mismo tiempo la espada de Lozano trazó un relámpago en la atmósfera, y cayó con siniestro silbido sobre la cabeza del trompetero.

Después de ensayar la conservación del equilibrio mediante algunos traspiés, Reinoso se resignó a acostarse al pie de una palmera.

Desde el punto en que Ordóñez vio libres sus caballos hizo crujir la fusta y sacó el coche a la explanada.

Elina en tanto elevaba los ojos y el corazón al cielo impetrando la clemencia divina por la bárbara ejecución que en un acceso de soberbia había tenido la insensatez de ordenar.

Los caballos de la berlina cruzaron al trote largo la huerta, el colmenar, los tallares, y descendieron las vertientes del valle.

El curso del arroyo condujo en breve a los fujitivos al boquete de los espinos.

Comenzaba Ordóñez a disminuir la velocidad de sus potros para franquear aquel difícil paso, cuando resonó en la campiña un eco penetrante.

Una trompeta monstruo estaba entonando con furor el toque tradicional de cala-cuerda conservado en los institutos militares no obstante la introducción de la piedra de chispa en la arcabucería.

Lozano aprovechó la circunstancia de que no pudiera oírle la condesa a causa de la distancia que le separaba de la berlina, para expectorar el más redondo de los votos.

Tal vez era la primera ocasión en que el joven Felicísimo quedaba descontento del vigor de su puño derecho y del temple de la espada de Rosillo.

Capítulo XXXII
Donde Cazurro hace un blanco sorprendente

La berlina había salido del coto de los Morales y avanzaba a buen paso por la cañada del Robledal.

Prescindiendo del alarmante alhalí con que atronó la arroyada la trompeta de Reinoso ni más ni menos que la del juicio final conmoverá en su día el valle de Josaphat, los viajeros tenían un motivo poderoso para no perder el tiempo. La forzada salida por el boquete de los zarzales llevaba aparejada la necesidad de un rodeo de más de media legua para llegar a la carretera de Cartagena.

Los accidentes de la zona, que se recorría ponían a prueba la habilidad de Ordóñez, impacientaban a la condesa y exasperaban a Lozano.

Numerosas fueron las veces que los fujitivos volvieron la vista atrás; pero nunca observaron signo alguno de la persecución con que contaban.

El hecho podría ser providencial para la condesa, inexplicable y sospechoso para Lozano: constituía, sin embargo, para ambos una circunstancia favorable que convinieron en no desaprovechar.

Felicísimo recomendó al auriga toda la rapidez compatible con la cordura, Elina le autorizó hasta para ser imprudente, y el carruaje cruzó a la carrera matorrales y baches comprometiendo seriamente más de una vez el equilibrio.

A los veinte minutos de desatentada locomoción los primeros destellos de la alborada ofrecieron a los ojos de los viajeros la blanca faja del camino real que conduce al tercer puerto del Mediterráneo.

Sabido es que para los marinos la costa española del Mediterráneo sólo tiene tres puertos seguros: Julio, Agosto y Cartagena.

La vereda que seguía la berlina comenzó a verse estrechada entre una profunda zanja y un espeso chaparral.

Dos cruces toscas de conmemoración siniestra enclavadas a veinte pasos una de otra atestiguaban que aquel lugar abrupto no carecía de necesidad de redención.

El punto por donde la senda desembocaba en la calzada era conocido en la comarca con el nombre de Paso de los lobos .

Repentinamente resonó un agudo silbido; Moro se encabritó, y los caballos del carruaje se arremolinaron.

Los troncos de los árboles parecieron abortar por todas partes una cuadrilla de hombres que gritaban como energúmenos y blandían diferentes armas.

No obstante la confusión del primer momento Lozano con su habitual sangre fría pudo contar hasta siete adversarios entre los cuales tres empuñaban escopetas.

Pero mientras el caballero consagraba su atención a la rápida inspección del terreno, Moro presa de un vértigo inconcebible, giró sobre sí mismo vacilante en la dirección del barranco.

Una mirada bastó a Felicísimo para explicarle la impotencia en que estaba con respecto al dominio del potro. El animal tenía uno de los pies enlazado, y la cuerda lo arrastraba hacia el precipicio.

El joven se apresuró a desnudar la espada y trató de cortar el lazo; pero ya no era tiempo.

El caballo dio un resbalón y desapareció en la profundidad de la zanja. Lozano apenas tuvo lugar para sacar los pies de los estribos, y para aferrarse con la mano izquierda a un tomillo que halló en el borde del foso.

Dos hombres radiantes con la alegría del triunfo se precipitaron a la vez sobre el caballero. En aquella crítica situación Felicísimo no pensó un instante en que el barranco, si llegaba salvo a su fondo, podía ofrecerle una retirada segura: por el contrario cogió con los dientes la empuñadura de la espada, se suspendió con ambas manos del tomillo, por fortuna de sólidas raíces, y trepó con la agilidad de una cabra hasta el terreno horizontal.

La catástrofe de Moro era doblemente sensible, por cuanto en su silla iban las pistolas de arzón; pero mientras Lozano conservase su espada no estaba todo perdido.

Tenía todavía una rodilla en tierra el joven cuando se encontró entre sus dos enemigos. El uno enristraba un chuzo; el otro enarbolaba la culata de su escopeta a manera de maza.

Felicísimo se fijó en el segundo; y sin dejarle tiempo para que descargase el inminente golpe, le asestó al estómago una estocada de abajo a arriba.

En tanto que el herido caía de espaldas maltrecho, Lozano se sustraía a la punta del chuzo tendiéndose en la arena e imprimiendo al cuerpo un rápido movimiento de rotación.

Una vez fuera del alcance de la amenazadora partesana, el joven se puso en pie de un salto, empolvado y descompuesto, pero vencedor y terrible.

La ojeada que tendió en torno le enteró de la situación.

El carruaje había sido detenido por dos hombres, y Cazurro estaba haciendo una verdadera campaña defensiva de hábiles evoluciones tácticas para impedir que otros dos encarnizados adversarios lograran asirle la brida del trotón.

Aun quedaba un quinto enemigo, el alguacil de Alcázares, que se adelantaba espada en mano a reforzar al hombre del chuzo un tanto vacilante en presencia de la triste suerte del que le había acompañado.

Felicísimo esquivó el encuentro con Milcoces merced a una carrera de flanco, no como se huye de un contrario, sino como se evita un importuno, y cayó sobre los asaltadores de la berlina a la manera que se desata el rayo.

Los dos hombres sintieron la espada del joven antes de darse cuenta de su llegada, y se apresuraron a soltar los caballos y a retroceder algunos pasos para acudir ante todo a la propia defensa.

-¡Adelante, señora!.. ¡A escape Ordóñez! -gritó Lozano:- el camino está libre: yo me entenderé con estos tunos.

La condesa, pálida como un cadáver, contestó más que un cadáver fría.

-Por esta vez estoy resuelta a no separarme de usted.

Y detuvo con un ademán el instintivo movimiento que para partir hizo el cochero.

En aquel momento los dos escopeteros apuntaron simultáneamente a Felicísimo. La posición que este ocupaba junto al carruaje comprometía a Elina.

El joven se impulsó de un brinco hacia un grupo de encinas, y se ocultó entre sus troncos a tiempo en que estallaba la doble detonación.

Algunas verdes cortezas volaron en pedazos en torno del caballero.

Si instantáneo había sido el eclipse de Lozano velocísima fue también su reaparición.

Los escopeteros le vieron llegar a través del humo que aun los envolvía.

Uno de ellos apeló al prudente recurso de la fuga: el otro esperó a pie firme armando el cañón con el cuchillo de monte.

Felicísimo cayó como un huracán sobre el atrevido, paró el golpe que este le asestaba, y le sepultó la espada en el pecho.

La ira del joven tocaba en los límites del frenesí: lo demostraba el encono con que hería de punta, procedimiento de riña que no le era habitual.

Todavía no estaba en tierra el hombre atravesado, y ya Lozano le había arrancado de las manos la escopeta, y la inutilizaba de un golpe contra el tronco de un árbol haciendo saltar en pedazos caja, gatillo y cazoleta.

La pérdida del segundo combatiente hizo reflexionar al alguacil. No había este oído hablar en su vida de los Horacios ni de los Curiacios; pero comprendía que a poco que continuase la serie de luchas parciales podía llegar a darse el caso de que no le quedase un hombre.

Milcoces atronó con su voz de mando el paso de los lobos.

-Aquí Roquet, Moron, Salelles...! ¡Aquí, voto a los once cielos!.. ¡Acabemos con este endriago!

El movimiento de concentración ordenado por el alguacil se llevó a efecto.

Felicísimo que no quería alejarse mucho de la berlina gritó a Cazurro el cual continuaba corriendo bordadas delante del más tenaz de los que le perseguían:

-Perfecto: apodérate de la escopeta que yace en el arcén de la zanja, y descárgala sobre esos bandidos.

El lacayo, atento a la orden que recibía, aprovechó la ventaja que en cada huida sacaba el caballo al peatón, se acercó al barranco, inclinó el cuerpo todo lo posible asiéndose al borren de la silla con una mano, y levantó con la otra la escopeta felizmente empinada por el abdomen del que la poseía; el cual jadeante y semi-extinto no se opuso en lo más mínimo al despojo.

El mancebo montó el arma conquistada a riesgo de un revolcón, la encaró al enemigo que le acosaba, y tiró del gatillo volviendo la cabeza como hacen los matadores de toros de corazón no empedernido en el momento de herir la res.

El estruendo del escopetazo siguió al movimiento de Cazurro; pero ¡cosa extraña! la bala se llevó el sombrero chambergo del cochero Ordóñez situado a treinta pasos y no por cierto en línea recta del individuo que parecía haber sido objeto de la puntería.

El asustado auriga se llevó presuroso ambas manos a la cabeza para examinar si con el sombrero había emigrado alguna parte del cráneo.

-¡Cuerpo de Dios! -murmuró-; ¿tira ese mozo a la contraria o al mingo?

Entretanto avanzaban contra Lozano Milcoces, Roquet y Moron no separados entre sí por más distancia que la absolutamente necesaria para tener libertad de movimientos. Salelles marchaba a retaguardia de la línea atacando a toda prisa la escopeta.

Dos espadas y un chuzo no eran para Felicísimo un armamento temible.

En vez de esperar la embestida el joven abandonó los árboles y atacó el flanco de la línea enemiga donde figuraba el alguacil.

Milcoces envuelto en un ciclón de cintarazos sintió dos veces el hierro glacial de aquel terrible adversario, y acabó por perder la espada lanzada a diez varas de distancia a impulso de un batido incontrastable.

Después de estender los brazos en demanda de apoyo, el alguacil con los ojos nublados por la sangre que le cubría el rostro, se plegó sobre sí mismo, y dio en la yerba con la frente.

Pero ni Milcoces estaba privado de sentido ni las fuerzas le habían abandonado; y arrastrándose hasta Lozano se aferró a sus pies con las garras. Si le faltaba un arma con que ofender al vencedor, al menos privándole de libertad de acción podía contribuir a que le hirieran otros.

Desde el primer momento pugnó Felicísimo por sustraerse a los peligros de semejante posición aplicando a los dedos del alguacil la punta de la espada siempre que le daban lugar los golpes que sin interrupción le asestaban Roquet y Moron; pero el herido más cegado por el instinto de la venganza que por la sangre y el dolor, de tal modo se había abrazado a las piernas del enemigo, que no era seguro que las soltase ni aun después de adquirir la rigidez de la muerte.

La situación se agravó todavía.

Salelles que acababa de echar la cazoleta de la escopeta se adelantó exclamando con voz de trueno.

-¡A un lado Roquet!... ¡déjame fusilar a ese perro rabioso!

Cuando Lozano se vio apuntado poco menos que a quema-ropa dio tres botes furiosos en distintas direcciones. En ninguno de ellos a pesar de todo pudo desprenderse de los grillos formados por los tenaces brazos de Milcoces.

Los desesperados movimientos de Felicísimo no fueron infructuosos sin embargo.

El tiempo perdido por Salelles para seguir con el cañon del arma el movible blanco que apuntaba fue ganado por el genio protector de Lozano determinando un acontecimiento tan feliz como extraordinario.

Un ginete que transitaba por la carretera se apercibió de la sangrienta escena que tenía lugar en el paso de los lobos; y poniendo el caballo al gran galope llegó como un torbellino a la explanada que se extendía a espaldas de Salelles.

-¡Eh bandido! -gritó el nuevo personaje-; vuelve la cabeza si no quieres morir como un cobarde.

Salelles volvió, en efecto, el rostro; pero la acción no le sirvió para otra cosa que para ver como le cayó sobre el cráneo la luciente hoja de una larga espada.

-¡Tristán! -exclamó Lozano sorprendido al reconocer al ginete-. ¡Bien haya tu viaje matinal! ¡Duro en esos gaznápiros!

-¡Vive Dios! Me parece que no sacudo blando -contestó Ayala pasando por encima del cuerpo de Salelles, y dando a Roquet y Moron una carga de pretal.

Los dos guardianes de la quinta tropezando, cayendo y volviendo a levantarse huyeron como liebres por entre las encinas.

El perseguidor de Cazurro se escamoteó del mismo modo.

Desembarazado Felicísimo de los tres adversarios que le asaltaban como hombres, pudo ocuparse del que le atacaba como reptil.

Desde que el joven envainó el acero, dobló el dorso y se valió de las manos para luchar con el alguacil, la cuestión estuvo resuelta. Los puños de Milcoces no eran capaces de competir con los de su rudo enemigo y hubieron de abandonar la presa.

Lozano no manifestó el menor indicio de venganza, menos todavía, de enojo, y hasta podría decirse que ni siquiera de impaciencia hacia el corchete a quien acababa de deber tan mal rato: se contentó con abandonarle a la triste suerte que le cupo.

Una preocupación justificada en todo caballero llevó inmediatamente a Felicísimo al borde de la zanja. El desdichado Moro estaba abismado en un espeso matorral de brezos, pero se conservaba sobre los cuatro pies, sacudía la cabeza y relinchaba.

Animado por tan satisfactorios signos el joven llamó a Cazurro y le indicó una rampa por donde podría bajar al barranco en auxilio del potro.

Después se acercó al lugar que ocupaba Ayala, lo cual equivalía a salir al encuentro de la berlina que se adelantaba lentamente.

La primera mirada de la condesa se dirigió a Felicísimo; pero la primera palabra fue para Tristán.

Elina pronunció con el acento de la reina de las sirenas:

-Inapreciable es el privilegio que usted parece disfrutar, señor de Ayala; con usted llega la victoria.

-Oh, cuando el enemigo se halla tan quebrantado como este campo de batalla de nuestra -contestó Tristán-, no hay cosa más fácil que representar el papel de la Iris pagana.

-No he perdido el menor incidente del combate, y conozco toda la magnitud del servicio que tanto el señor de Lozano como yo, tenemos que agradecer a usted.

-Si mi presencia en este sitio ha podido ser grata a la señora condesa, experimento la satisfacción más viva. En cuanto a Felicísimo, no creo en verdad haberle prestado servicio alguno; pero si yo no estuviese en lo cierto, en vez de felicitarme por ello, es seguro que compadecería al obligado.

-¡Que le compadecería usted! -profirió la dama atónita.

-Sin duda -repuso Ayala:- porque le roería las entrañas el más encarnizado gusano del remordimiento.

-Habré de renunciar a la comprensión: desconozco la clave de la cifra...

-Es sencilla, sin embargo: no hace todavía muchas horas que Felicísimo me ha negado un favor...

-¡Señor de Lozano!... -murmuró Elina dirigiendo al aludido una mirada en que se revelaba cierta impresión penosa.

Felicísimo, visiblemente contrariado, se limitó a contestar:

-Es cosa bastante cómoda eso de formular inculpaciones sin otra comprobación que vagas reticencias.

-Yo no soy soberbio -añadió Tristán:- la señora condesa puede saberlo todo.

-Oh, sí, franqueza, señor de Ayala: la amistad que a los tres nos une, está bien cimentada.

-Pues bien, este protervo ha sido capaz de desahuciarme cuando he impetrado de él una dádiva metálica, constándole a ciencia cierta que me encontraba en la situación más crítica de mi vida. ¡Y toda mi demanda consistía en seis mil miserables reales de vellón!... ni siquiera se trataba de reales fuertes!...

-¡Señor de Lozano!... -repitió la condesa fijando otra vez los ojos en el joven con aire de reconvención.

-Pero este caribe omite en su acusación fiscal un dato de la mayor trascendencia -respondió Felicísimo.

-¿Qué dato?

-¡Pardiez! Que yo no tenía los seis mil reales que con alma y vida persigue a pesar del denigrante epíteto que aplica a la suma.

-La exculpación no puede ser más atendible, señor de Ayala; pero a bien que yo no me hallo en el mismo caso que don Felicísimo, y proveeré a usted de los fondos que necesito apenas lleguemos a Cartagena, porque supongo que ya no nos abandonará usted hasta el término del viaje.

-La señora condesa sabe conquistar a las gentes de tal modo, que cualquiera la seguiría con placer hasta el corazón del África, aunque supiera que allí le habían de hacer cuartos los caníbales. Me reservo, no obstante, independencia para no cruzar la palabra con Felicísimo: es más, si él sigue la derecha del camino, yo iré precisamente por la izquierda.

-¡Tanto rencor!...

-Señora... no podré jamás echar en olvido que me ha llamado belitre.

-¡Ah, estás sublime! -pronunció Lozano:- ¿y piensas tú que se borrará alguna vez de mi memoria que me has calificado de monstruo?

La condesa que hasta entonces había tenido los codos apoyados en el marco de la portezuela, alargó un brazo hacia Tristán diciendo:

-Señor de Ayala: ruego a usted que no me niegue su mano.

El mocetón entregó su robusto puño a la dama.

-Señor de Lozano -añadió Elina-, suplico a usted que me ofrezca su diestra.

Felicísimo obedeció sin vacilar un momento.

La dama unió estrechamente las manos de ambos jóvenes.

-Son ustedes los dos corazones más generosos que conozco -pronunció exaltada:- su primera mengua sería la continuación por un instante más del aparente desamor de que alardean.

-Felicísimo -dijo Ayala:- protesto que únicamente me resigno a esta reconciliación, porque me la impone la señora condesa.

-Tristán -contestó Lozano:- te juro que eres el almogávar más testarudo que ha abortado el reino de Aragón.

-Monta a caballo, Felicísimo, porque a pesar de todo, estoy temiendo acabar por darte un abrazo... y eso sería una indignidad ¡cuerpo de Dios!

Cazurro se encontraba a seis pasos del carruaje conduciendo a Moro por la brida.

Lozano examinó al trotón con ojo cariñoso. El derrumbado animal tenía dos soberbias rozaduras; pero no manifestaba signos de más graves desperfectos.

Con todos los miramientos a que el potro había adquirido derecho, Felicísimo se acomodó en la silla.

Berlina y cabalgata abandonaron el paso de los lobos.

Capítulo XXXIII
Diferente impresión que produjo en los marqueses de Esquilache el precio en que sus cajas fueron salvadas por Lozano

El término de la expedición se acercaba.

Los viajeros no tardaron en divisar los cerros coronados de fuertes que defienden la magnífica rada de Cartagena.

La berlina penetró en el recinto de la plaza a tiempo en que daban las ocho de la mañana en el reloj de lo catedral, sede titular del muy ilustre Gobernador del Consejo de Castilla.

La condesa se hizo conducir a la Fonda del Arsenal situada a corta distancia del muelle. Era hospedería donde no se albergaba por vez primera.

El fondista, Santos Prefumo, acudió al llamamiento de Elina, y deshaciéndose en cortesías, la invitó a ocupar el mejor departamento del piso principal, dando al paso instrucciones a los camareros para que se facilitasen habitaciones a los dos caballeros en la planta baja.

Las cajas fueron colocadas en el aposento de la condesa, dirigiendo a un signo de ésta la instalación el joven Lozano.

Elina, entretanto, dijo al propietario del establecimiento:

-No he echado en olvido, señor Prefumo, que usted ha sido siempre la personificación de la crónica de la ciudad.

-La señora condesa -contestó el fondista-, hace demasiado honor en tan pintoresca frase a la irresistible curiosidad que debo a la naturaleza, y a la benevolencia con que se prestan a satisfacerla mis numerosos amigos.

-Mis recuerdos me dan derecho para asegurar que todavía creo haberme quedado corta.

-Oh, son tan pocos los acontecimientos que diariamente ocurren en el no vasto espacio cerrado por las murallas de la plaza, que conocerlos todos no supone gran mérito.

-Tan absoluta confianza me inspira la proverbial especialidad de usted, que no he tratado de adquirir en punto alguno las noticias que necesito.

-Con tal que mi sapiencia no defraude por esta vez las esperanzas de la señora condesa...

-No lo temo: cante, pues, el buen Prefumo.

-Únicamente espero el tono.

-¿Han llegado a Cartagena los señores marqueses de Esquilache?

-Anoche a las nueve y diez y siete minutos.

-¿Sin incidente desagradable?

-Ninguno: las precauciones adoptadas no hacían presumir otra cosa. Sus excelencias arribaron precedidos del sigilo menos violado, envueltos en el incógnito más riguroso, y seguidos del misterio mejor calculado.

-Si no hubiera exajeración en ese triple secreto sería usted la perla de los inquisidores.

-De algún modo he de procurar hacerme digno de la reputación que la señora condesa me concede.

-¿Dónde se hospedan los marqueses?

-¡Ah! Si se hospedaran en alguna parte, no habría seguramente la señora marquesa desairado mi establecimiento.

-¡Cómo!... a ver... ¿qué significa eso?... -profirió inquieta la condesa.

-Los señores marqueses -repuso Prefumo-, no abandonaron el carruaje en el muelle sino para trasladarse a la fragata Atrevida .

-¡Han pasado a bordo la noche!

-Con harto sentimiento mío.

-Un dato postrero...

-Cincuenta, si la señora lo desea.

-¿Cuándo zarpa del puerto la Atrevida ?

-Mañana a medio día.

-Basta. Quedo a usted obligada, señor Prefumo.

-Menos que honrado yo.

Elina dio distraída una vuelta por la habitación, y tornó al lado del fondista añadiendo:

-¿Se nos servirá pronto un desayuno?

-En el acto -respondió Prefumo.

-Poco ligero, si es posible.

-Figurarán entre los platos solomillo de ternera murciana y jamón mallorquín.

-Nada tengo que oponer.

-¿Ha de cubrirse la mesa en este sitio?

-Tampoco encuentro inconveniente.

-¿Cuántos cubiertos han de ponerse?

-Tres.

-La señora condesa espera por lo visto al caballero que no ha querido confiar a nadie el cuidado de los caballos de silla.

-Sin duda; pero bueno será que usted se sirva invitarle de parte mía.

-Voy a hacerlo así.

-Otra molestia tengo que proporcionar a usted.

-Satisfacción habría podido decir la señora condesa.

-Quisiera que cuando terminásemos nuestro refrigerio tuviésemos dispuesta una lancha en la más próxima rampa del muelle.

-No faltará la lancha.

Mientras el fondista se ocupaba en cumplir las instrucciones de Elina, ésta pasó a su tocador, y Lozano bajó a su cuarto para dedicar ambos a sus personas algunos minutos de atención.

El estado de Felicísimo sobretodo, lo reclamaba imperiosamente. Faenas corno la del paso de los lobos , dejan siempre profundas huellas, la de la sangre inclusive.

Poco tiempo después la condesa y los dos caballeros se hallaban sentados a una mesa surtida con más abundancia que delicadeza; pero a la guerra, como en la guerra .

Si Elina masticó poco, y Lozano no comió mucho, en cambio, Ayala devoró por sí y por sus dos compañeros. El gallardo mancebo que parecía existir en el mejor de los mundos posibles, tuvo frases de benevolencia para las tortillas, de alabanza para los pescados, de entusiasmo para las carnes y de delirio para los vinos.

Cuando Tristán estaba en vena, y nunca fue ésta tan fluida como en aquella mañana, las personas que con él departían eran interlocutores honorarios.

Puede decirse que durante todo el almuerzo, Elina y Felicísimo se limitaron a ofrecer a su amigo, el uno platos al apetito, y la otra temas a las genialidades.

Probados los postres, la condesa se puso en pie diciendo:

-Lo prometido es deuda, señor de Ayala: y como voy a aventurarme en una expedición marítima con el señor de Lozano, y la onda siempre ha sido llamada pérfida, la previsión me aconseja no dejar en tierra cuentas pendientes de liquidación.

-Oh, señora condesa -profirió Tristán con una galantería elevada al cuadrado por el contento y al cubo por los vapores del vino:- Venus debe su ser a la espuma de las olas... ¿qué hija puede desconfiar de su madre?

-Hum... yo no sé qué historias he oído contar de Saturno...

-Esa divinidad no tenía el honor de pertenecer al bello sexo.

Elina, repuso riendo al mismo tiempo que requería una de las bolsas de viaje:

-Si mal no recuerdo, la suma que el señor de Ayala necesita es de trescientos pesos.

-En esa cifra redonda consiste, en efecto, mi ineludible compromiso -contestó Tristán.

-¿De manera que si yo le facilito veinticinco onzas puedo considerar que queda en situación desahogada?

-Perfectamente desahogada: hasta con excedente bastante para deshipotecar a Narcisa... ¡perdón! para rescindir mi contrato con Triqui-traque.

La condesa había secundado sus palabras contando las veinticinco monedas a que se refería, y poniéndolas en la mano de Ayala.

Los ojos del caballero no chispeaban menos que el acuñado metal.

-Reconocido... profunda, viva, eternamente reconocido... -murmuraba Tristán con la sonrisa de un bienaventurado al contemplar aquella rica colección de bustos borbónicos, entre los que predominaba el del hermano del monarca reinante.

Al levantar el radiante rostro, Ayala encontró la mirada glacial de Lozano.

-¡Cáspita! -pronunció:- diríase Felicísimo que no participas de mi ventura.

-Tus satisfacciones me complacen hoy tanto como siempre -contestó Lozano con cierta austeridad-; pero mi complacencia no es obstáculo para que crea que la señora condesa comete una falta entregandote a ti esa cantidad.

-¡Soberbio! ¿a quién mejor podría haberla entregado?

-A Martín Bermejo.

-¡Quita allá! Hace mucho tiempo que no necesito curador.

-Los pródigos y los adoradores del numen sacanete le necesitan mientras existen.

-Te juro...

-Detente desventurado: no cometas la mitad del perjurio.

Elina intervino.

-Señor de Lozano -dijo:- está usted dispuesto para acompañarme a bordo de la Atrevida ?

-De todo punto -contestó Felicísimo recogiendo el sombrero, y acomodándosele debajo del brazo.

-Será usted tan bueno que ordene a su lacayo la conducción de una de las cajas? Ordóñez se encargará de la otra.

Lozano se adelantó hasta la meseta de la escalera, y llamó a Cazurro y al cochero.

Impuestos los domésticos en el asunto de que se trataba, se distribuyeron el bagaje y emprendieron la marcha Elina bajó al soportal de la fonda, apoyada en el brazo de Felicísimo.

La travesía no era larga.

Cazurro guió hacia el lugar donde esperaba la lancha, y gritó al patrón que atracase al muelle.

Colocadas las cajas por los criados en el fondo del bote, Lozano saltó a bordo y ofreció la mano a la condesa.

La joven se instaló en el sitio menos incómodo, indicando al patrón el nombre del buque que iban a visitar.

Un vigoroso, golpe de remo en el muro, siguió a la instrucción de la condesa. El muelle pareció alejarse de la lancha como por encanto.

El esquife se engolfó en la bahía deslizándose a lo largo del costado de los numerosos navíos de dos y de tres puentes allí anclados, que había construido la inteligente actividad del marqués de la Ensenada, y que supo conservar la sistemática neutralidad del buen Fernando VI.

El despejado fondeadero elegido por el comandante de la Atrevida , revelaba la proximidad del momento de ponerse en franquía.

La esbelta y elevadísima arboladura de la fragata, hermoso buque de treinta cañones, prometía excelentes condiciones de marcha.

Apenas se acercó la lancha a la Atrevida , recibió un enérgico quién vive . Lozano contestó que se conducían equipajes del marqués de Esquilache, y el oficial de cuarto permitió el abordaje.

Elina y Felicísimo subieron al buque por la escala de babor, precedidos de los criados, y fueron dirigidos a la gran cámara de popa donde a la sazón se hallaban los marqueses.

Esquilache se puso vivamente en pie desahogando el pecho con el más intenso de los suspiros al reconocer las cajas del sarcófago de los Morales. Pastora, con las lágrimas en los ojos, enlazó el brazo izquierdo a rededor del cuello de Elina, y tendió la diestra a Lozano.

-Al fin -articuló el marqués con la sonrisa del triunfo.

-Ah... mi leal, mi inteligente Elina... Oh, mi noble, mi valiente Lozano... -exclamó la marquesa.

-En más de una ocasión con la desesperación en el alma lo he visto todo perdido -dijo la condesa-; pero merced a la protección del cielo, y al incomparable brío de mi caballero el éxito ha coronado nuestra empresa.

-¡Cómo corresponder a adhesión tan suprema!.. -sollozó Pastora.

-¡A servicio tan señalado! -añadió Esquilache.

-¿Estás satisfecha de mi?

-¿No ves que lloro de ventura?

-Harto pagada quedo entonces, Pastora mía. Con respecto al señor de Lozano yo no puedo ser juez imparcial de lo que tu familia le debe. Cuando él no esté presente me será lícito referir todos sus rasgos de afecto, serenidad y heroísmo... En estos momentos me limito a consignar que si nuestro amigo ha logrado obtener la salvación de ese rico tesoro ha sido al terrible precio de la vida de cinco hombres.

La marquesa se extremeció visiblemente. Esquilache elevó los ojos al cielo no sabemos si impulsado por la admiración de la hazaña que oía, o para dar gracias al Altísimo por el beneficio con que se veía favorecido.

De lo que estamos de todo punto seguros es de que la mirada del marqués hacia los espacios siderales de la eterna luz no tenía por objeto recomendar el alma de los fallecidos.

-El marqués -repuso Pastora-, aquilatará en el fondo del generoso corazón que tiene la magnitud del favor que recibe.

-Oh, sí... -exclamó Esquilache poco menos que con entusiasmo-; y mi estimación es tan ferviente, tan infinita, que dará títulos imperecederos a mi gratitud más viva al bravo señor de Lozano, y me inspirará por su felicidad incesantes votos. ¡Qué otro galardón más digno podría tributarle!

Elina bajó sus largas pestañas. Pastora se mordió los labios.

-El señor marqués me favorece, en efecto, con el don para mí de mayor valía -contestó Felicísimo con una naturalidad perfecta:- por desgracia para mis afecciones, pero por dicha para la evidencia de mi desintereses, el buen oficio que he tenido ocasión de prestar a su excelencia no puede hoy ser considerado como un mérito para obtener el empleo que fui a solicitar a la casa de las siete chimeneas en los primeros días del mes de Marzo.

-¡Excelencia! -interrumpió el italiano apoderándose de una de las manos del joven y estrechándola con efusión entre las suyas-; el señor de Lozano parece olvidar que se dirige al más apasionado, íntimo e invariable de sus amigos.

Felicísimo se inclinó tres veces cortésmente, una por cada epíteto que el marqués se aplicaba.

Un incidente atajó los transportes de Esquilache.

El comandante del buque entró en la cámara seguido del segundo jefe.

Prescindiendo del notorio defecto de la curiosidad que al capitán movía con respecto a las visitas que recibían los pasajeros, el bizarro marino era un verdadero modelo de cordialidad y de cortesanía.

Después de ponerse con la mayor solicitud a las órdenes de los señores marqueses, objeto principal que allí le conducía, sin aventurar preguntas directas, que es el privilegio de las gentes hábiles, se enteró de la elevada posición social de la condesa de Bari; supo el nombre del joven caballero que la acompañaba; y obtuvo la confidencia de que las cajas aportadas contenían alhajas recibidas en depósito miserable al estallar en Madrid el motín del domingo de Ramos, papeles de familia y otras baratijas insignificantes en rigor, pero caras al corazón de aquellos a quienes pertenecían.

Sin embargo, por ameno que fuese el trato del digno oficial, su llegada había suprimido en la entrevista todo género de espansiones y de gratas intimidades.

Y como por otra parte la calma del capitán sólo comparable a la de la soberbia ensenada donde anclaba el barco que mandaba, y la completa insignificancia de los conceptos del afectuoso diálogo que entretenía, parecían indicar el partido de no abandonar la cámara, Elina se puso en pie, y manifestó la intención de volver a tierra.

La marquesa fue la primera en imitar el movimiento de la condesa.

-Ya me dejas... -pronunció.

-Necesario es -contestó la de Bari.

-Harto pronto me parece tratándose del día que precede a una separación que no quiero llamar eterna ¡ay! pero que pudiera serlo.

-Mañana volveré para darte el abrazo de despedida, si el señor capitán tiene a bien permitirlo.

-¡Pues no! -respondió el marino:- la presencia de la señora condesa de Bari embellece mi buque tanto como es particularmente grata al corazón dé la señora marquesa.

Las dos damas cambiaron palpitantes un ósculo y un sollozo.

-Se desgarra mi pecho, Elina mía: ¿será un presentimiento? -dijo la de Esquilache.

-Ah, Pastora... Pastora... ¡así es como me prestas el valor que necesito!... -murmuró la condesa titubeando.

La marquesa echó atrás la cabeza, apoyó las manos en los hombros de Elina, y sepultando en sus pupilas una intensa mirada articuló rápidamente:

-Si vinieses a Italia...

Elina se extremeció.

-Tu idea es seductora -balbuceó tendiendo en torno los extraviados ojos.

Lozano contemplaba a la joven pálido como la espuma de las olas que azotaban el cabo del castillo de Santa Bárbara; pero sereno y firme como el peñón donde se rompían.

-Oh, cede al primer impulso: siempre es generoso -añadió la marquesa.

La azafata de la reina madre contestó después de una pausa:

-Mañana te daré mi respuesta definitiva.

-Quieres reflexionar: es muy justo.

-No; pero necesito resolver una cuestión previa.

-Disponga usted que se bote al agua la chalupa, señor de Vilches -dijo el comandante al teniente.

-Gracias mil, señor capitán; pero es innecesario -repuso la condesa- nos espera la lancha que nos ha conducido a bordo.

Cumplido el deber de atención el marino no insistió en su ofrecimiento, cosa que debieron agradecerle los gavieros; porque sabido es que no se pone en el mar ni se iza la chalupa con la misma facilidad que un bote.

Los marqueses y los dos oficiales acompañaron hasta la obra muerta a los jóvenes que partían.

Canjeados allí en debida forma el postrer cumplido por los caballeros, y la última caricia por las damas, la condesa y Lozano bajaron a su lancha.

Haría cinco minutos que esta vogaba con velocidad por la bahía, y todavía al ondulante pañuelo de Elina contestaba otro movible punto blanco en la fragata.

Capítulo XXXIV
De cómo Tristán de Ayala supo que su amigo, nuestro protagonista, había perdido el apetito

Desde que puso el pie en tierra Lozano presintió que se cernía sobre su cabeza una nube de tempestad, por más que ignorase toda la estensión de la borrasca, el origen de ésta, sus extragos, y hasta el momento en que debía desencadenarse.

Felicísimo, sin embargo, esperó sereno. Pertenecía al número de esos seres inquebrantables que miran sin pestañear el rayo, aunque el terrible fulgor del rey de los meteoros les paralice para siempre la retina.

La amenaza latente determinó una situación forzada en cierto modo, que ni la misma verbosidad del satisfecho Ayala fue bastante a modificar.

A pesar de todo, el día trascurrió sin accidente. Acaso no era Elina quien menos temía la provocación de la crisis.

En la comida hubo más reserva que en el almuerzo; en la sobremesa se llegó hasta la preocupación; y en la reunión en el cuarto de la condesa a la hora del crepúsculo vespertino, se tocó en los límites del silencio.

Tristán, que no comprendía ni la primera letra del enigma, temió incurrir en una inconveniencia que le era habitual cuando se fastidiaba, esto es, en eslabonar de setenta a setenta y cinco enormes bostezos, y se apresuró a despedirse para salir a respirar el aire del muelle.

Disponíase Felicísimo a seguir a su amigo cuando Elina le dijo a media voz:

-Ruego a usted, señor de Lozano, que me conceda todavía algunos minutos de atención.

El joven se detuvo. La hora suprema había sonado.

Cuando estuvieron solos, la dama añadió con agitación febril; pero resueltamente:

-Es usted un organismo de acero tan bien templado como la hoja de la espada que ciñe, un prodigio de energía moral, y un monstruo de orgullo.

-La señora condesa no me lisonjea -contestó Lozano.

-Aunque vea usted abrirse bajo sus pies la tierra es cosa segura que no pronunciará usted una palabra.

-No me atrevería a contradecir a la señora condesa si mi silencio obedeciese a razones poderosas.

-Por fortuna hay ocasiones en que la discreción es una virtud perdida.

-¡Ay! si fuera esa sola...

-Hasta las ambigüedades son inútiles. Señor de Lozano: sé perfectamente que usted me ama...

-Con el delirio que aman los insensatos; pero juro a usted señora condesa, que nada he puesto de mi parte para ello.

-Lo cual quiere decir que la germinación de ese apasionado sentimiento se debe exclusivamente a mi coquetería.

-Protexto...

-No se tome usted semejante trabajo: hemos llegado a circunstancias en que estoy decidida a merecer de usted otro concepto menos edificante todavía.

-Por piedad...

-El concepto de una mujer superior a las conveniencias sociales. He aquí la prueba...

La condesa dirigió al joven una límpida mirada, y repuso acentuando cada sílaba:

-Señor de Lozano ¿acepta usted por esposa a Elina de Velamazan?

-Aspiro con alma y vida a tanta dicha -respondió Felicísimo ligeramente pálido-; pero en la actualidad no me es lícito obtenerla.

-Ah ¿puedo conocer los motivos?...

-No hay más que uno.

-Tanto mejor ¿cuál es?

-Mi dignidad personal. Hoy no tengo fortuna ni carrera.

-¿Qué significan esas dos últimas cosas?

-Para Elina de Velamazan nada acaso; pero Felicísimo Lozano no es hombre que podría avenirse a pasar en la corte por un hambriento advenedizo tolerado merced a una caprichosa afición de la condesa de Bari.

-Si el incorrejible defecto con que tan francamente he apostrofado a usted no le cegase, comprendería todo lo falso de su razonamiento. ¿No cuenta usted con la amistad del monarca?

-Todavía no he adquirido derecho para contestar negativamente.

-¿No es usted dueño de una palabra regia?

-Sin duda.

-Pues bien, señor de Lozano: ¿qué espíritu suspicaz se atrevería a sostener que ese doble talismán no equivale a la riqueza y la posición que usted parece echar de menos?

-Todo aquel para quien la esperanza no sea precisamente lo mismo que la realidad.

-¿Expone usted así el temor de que la realidad en cuestión se aplace por mucho tiempo?

-Todo lo contrario: abrigo la convicción profunda de que por ese o por otro camino no ha de tardar en sonreírme la fortuna.

-Hum... no tiente usted a la felicidad, Lozano... Ayer me oyó usted decir a la marquesa que no era imposible que me decidiera a seguirla a Italia...

-Si conservo la fe de usted, su partida no habrá de reducirme a la desesperación. El día infalible en que vea cumplidos mis deseos, seguiré a usted cualquiera que sea el país donde respire.

-Pero desgraciado ¿olvida usted cuánto malo se ha dicho de las mujeres por los filósofos, los poetas y los amantes? ¿No podría suceder que cuando usted llegase colmado de los favores de la fortuna, radiante de dicha, ebrio de amor, hubiesen radicalmente cambiado los sentimientos de mi corazón?

-Entonces no habría perdido nada -contestó fríamente Lozano.

-¡Oh, así es como usted ama! -exclamó Elina hiriendo el suelo con el pie.

-Así es al menos como las pérfidas merecen que se las ame.

-¿Es esa la última palabra de usted?

-La última.

-Está bien, caballero.

La condesa, que sentía afluir los sollozos a la garganta, y las lágrimas a los ojos, no quiso dar ese espectáculo a Lozano; y en un momento de irresistible impaciencia le mostró la puerta con la mano.

El joven saludó y se dirigió a la salida.

En el acto de desaparecer Felicísimo, temiendo Elina haberle herido demasiado vivamente estuvo a punto de detenerle con un grito, y de tenderle los brazos.

Un instinto fatal ahogó la voz de la dama, y paralizó su movimiento.

¡En qué nimios azares se decide la felicidad humana!

Lozano bajó a su cuarto renegando de la creación con mucho menos conocimiento de ella, pero con harta más destemplanza que lo hizo Alonso X.

En el semblante del joven debía haber algo que careciese de atractivo.

Nuestro aserto no es gratuito por más que pudiera serlo; porque nadie ignora que los historiadores tienen derecho para decir todo lo que saben o todo lo que creen saber; pero por esta vez prescindimos de la inmunidad del sacerdocio que ejercemos, y vamos a exponer al lector el dato en que nos hemos fundado.

Tristán de Ayala penetró en el gabinete de Felicísimo dos minutos después que este; pero al ver la expresión que ofrecía el rostro reflejado por casualidad en un espejo, giró militarmente sobre los tacones y volvió a salir a la galería sin llegar a proferir la primera frase.

La noche no podía anunciarse para Lozano de un modo más perverso; pero la sucesión de las horas excedió los rigores de la amenaza. El sol surgió de la azul llanura del Mediterráneo sin que el joven hubiera hecho otra cosa que bramar como un toro cuando no rugía como un tigre.

Con las heridas morales sucede lo mismo que con las físicas: si la gangrena llega a invadirlas el trascurso del tiempo no las cicatriza, las agrava.

Ya hacía dos horas que resonaban en la fonda los ruidos del trajín cuotidiano, cuando Cazurro se acercó a decir a su amo que deseaba verle una dama.

Como Lozano sólo pensaba en la condesa se apresuró a preguntar movido por una vaga esperanza:

-¿Conoces a tu anunciada?

-Lo ignoro, señor.

-¡Zángano mil veces! ¿Me supones de humor para escuchar badajadas?

-Mi contestación, sin embargo, y dicho sea con el debido respeto, es la única posible. Esa señora viene tan tapada como una dama del Socorro de los mantos .

-Que pase adelante como guste, sola o con dueña y rodrigón.

La dama penetró sola en el aposento.

Acto continuo se desembarazó del tupido velo de encaje.

-¡La señora marquesa de Esquilache! -exclamó atónito Lozano.

-¿Por qué tanta sorpresa? -dijo Pastora con labio riente.

-¡Oh! La honra que la señora marquesa me dispensa en las especiales circunstancias en que se encuentra...

-Ni mi esposo ni yo podíamos resignarnos a partir sin ofrecer a usted una demostración de afecto.

-¿Una más todavía?

-¡Eran tan estériles todas las que hasta aquí le habíamos prodigado!...

-Permítame que disienta de esa opinión, mi señora la marquesa. Prescindiendo de la alta estimación en que tengo la cordialidad que tanto usted, como su ilustre consorte, me conceden, jamás podré calificar de infructuosa la eficaz recomendación que en mi favor se sirvieron hacer a su majestad.

-También me complazco en esperar que el rey no olvide nuestro ruego: pero yo soy de abolengo catalán, señor de Lozano: mis justicias y mis favores sólo me satisfacen cuando proceden de mi propia mano... Por eso vengo en persona a impetrar de usted que acepte este pliego.

Y la de Esquilache, separando su amplio chal, sacó un paquete lacrado, que alargó hacia el joven.

Felicísimo miró el pliego con cierta indecisión, murmurando:

-En verdad, señora, que no se si debo...

La marquesa replicó con un gracioso mohín de afectada queja:

-¿No sabe usted si debe agradecerme que haya sido conducida al Arsenal en una cáscara de nuez con la fresca brisa que riza la rada?

Lozano tomó inmediatamente el paquete.

Iba a quitar el sobrescrito, cuando los torneados dedos de la dama se posaron en el dorso de la diestra del joven.

-Señor de Lozano -repuso la marquesa-, suplico a usted que no abra el pliego hasta que yo me haya ausentado.

-Será obedecida la señora marquesa.

-Por lo demás, el aplazamiento sólo es de un instante. El tiempo de que puedo disponer es breve y vuela. Un apretón de manos y habrá terminado nuestra entrevista... pero lo que jamás tendrá término en mi memoria es el grato recuerdo de la adhesión de usted en la noche de anteayer y en la del 24 de Marzo.

La marquesa, que en efecto había estrechado con efusión las manos del joven, cruzó el dintel de la puerta y desapareció en la dirección del aposento de Elina.

Felicísimo se acercó entonces a la ventana y rompió el sobre del paquete.

La primera cuartilla contenía las siguientes líneas.

«Corta dádiva que los marqueses de Esquilache, en prueba de gratitud, tributan al señor don Felicísimo Lozano para que pueda restaurar la casa solariega de su familia, cuyos antiguos timbres tanto ilustra con nobilísimas acciones».

«La marquesa de Esquilache» .

Dentro de aquel autógrafo había una serie de vales reales que Lozano fue con toda conciencia sumando mentalmente a medida que se dejaban ver los guarismos.

El inesperado donativo ascendía a la cantidad de treinta mil pesos.

Felicísimo terminó su adición con las pupilas dilatadas y la sonrisa en los labios, pero con el pulso más tranquilo del mundo...

-¡Pardiez! -murmuró-, la marquesa ha hecho bien en firmar sola la carpeta. Si la asociación del nombre del marqués fuese algo más que una fórmula impuesta por las conveniencias, es cosa segura que el económico ex-poseedor de la llave de la real gaveta no hubiera jamás autorizado una gratificación tan ruinosa.

Sonó el lijero gemido de una puerta que gira sobre sus goznes.

Lozano guardó su paquete en el bolsillo del pecho de la casaca.

En el gabinete del joven acababan de entrar la cabeza, una pierna y un brazo de Ayala.

-¿Muerdes todavía? -pronunció Tristán sin completar su exhibición.

-¿Qué diablos significa eso? -contestó Felicísimo.

-¡Cáspita! Significa que necesito saber si se puede almorzar contigo sin tener una trifulca.

-No, Tristán.

-Ah, perfectamente: continúa el berrinche de anoche.

-Mi negativa no se refiere a la trifulca posible o imposible, sino al almuerzo mismo. Por hoy prescindo de ese yantar.

-Haces muy bien si en la disposición en que se encuentra tu ánimo había de ocasionarte una indigestión.

-Admito el epigrama, porque no tengo el menor inconveniente en conceder que las afecciones morales, de cualquier género que fueren, influyen en mi apetito y en la secreción de mi bilis. Yo no soy un tragaldabas como tú.

-¡Ea, adió! No quiero reñir con el favorito de la más generosa de las condesas.

-¡Tristán!

-Volveré cuando estés abordable.

Ayala cerró de nuevo la movible tabla que le eclipsaba a medias, y se alejó precipitadamente.

Lozano se fue de pecho al aguamanil, se encaró con el espejo, y en cuatro minutos puso en estado presentable la personalidad que debía a la naturaleza.

A continuación subió al cuarto principal.

Felicísimo rascó ligeramente en la puerta del cuarto de Elina diciendo:

-¿Da la señora condesa su permiso para que entre Lozano a saludarla?

-Adelante -contestó la vibrante voz de Elina.

El joven levantó el picaporte y penetró en la estancia.

Elina le dirigió esa mirada sostenida, que únicamente dirigen las mujeres a los hombres que aman o a los que desprecian.

-Ayer tarde -pronunció Felicísimo-, me dio la señora condesa una prueba evidente de que es la persona que más se interesa en el mundo por mi porvenir; ella debería ser, por lo tanto, la primera a quien estaría obligado a confiar la satisfacción que experimento, aunque para hacerlo así no me moviese otra razón más poderosa todavía.

La condesa no movió los labios, no pestañeó, no cambió de color.

Lozano repuso:

-Había oído decir que la fortuna siempre nos sorprende durante el sueño; pero hasta este momento no me ha sido dado comprobar por mí mismo la exactitud del aforismo:

-¡Ah... el señor de Lozano ha dormido esta noche!... -murmuró la dama.

La lijera extrañeza que despuntaba en la observación de Elina tenía su explicación. La abierta puerta de la alcoba dejaba ver intacto el lecho de la joven.

-Soñar no es lo mismo que dormir, señora condesa -replicó Felicísimo.

Elina no negó al caballero un breve signo de aquiescencia.

-Cuando hace pocas horas hablaba a usted de mi ciega fe en la adquisición de algún caudal -prosiguió Lozano-, no sospechaba, por cierto, que tan pronto se viera realizada mi instintiva aspiración.

-¡Es posible! -profirió la condesa con un aire en que podía haberlo todo excepto admiración.

-Durante el curso de la noche ha cambiado radicalmente mi suerte. No soy un opulento cortesano, ni mucho menos que eso: pero puedo considerarme un acaudalado hidalguillo de Torrelaguna, por cuanto restauraré mi casa solariega y recuperaré las tierras que fueron patrimonio de mi familia en los tiempos en que a mi abuelo se le llamaba en la comarca entera el rico Lozano, a pesar de que su capital no excedía de seiscientos mil reales.

-En verdad, señor de Lozano, que no podría usted darme noticia más grata.

-Aunque no hay el mayor calor en el tono que la señora condesa emplea, acepto sus palabras en el sentido literal con vivo reconocimiento.

-¿Por acaso tendría usted motivos para dudar de mi sinceridad?

-Reconozco que únicamente los tengo para la hipótesis inversa.

-¡Hipótesis!

-¿Prefiere usted que diga creencia?

-Sin duda: ¡se realizan las creencias de usted tan puntualmente!

-Sea como usted quiera. Y ahora bien, ¿podrá sorprender a la señora condesa que hoy acuda a sus plantas para solicitar rendido la misma idolatrada mano que ayer no me atreví a aceptar?

-Mi sorpresa no es de las más acentuadas; pero...

-¡Ah... qué conjunción tan terriblemente adversativa!...

-El señor de Lozano hizo anoche mucho más que desgarrar sin piedad mi corazón: hirió profundamente mi vanidad...

-¡Oh!... señora condesa...

-Y como este delito es de los que no perdonan nunca las mujeres, merece usted una lección rudísima.

-¡Sin indulgencia alguna!

-Pese usted mis palabras. A mi vez niego a usted rotundamente mi mano.

Y Elina, con efecto, alargó al mismo tiempo a Lozano la cosa negada.

-¡De este modo cruel! -exclamó Felicísimo extasiado, cayendo a los pies de la condesa.

-¿De qué otra manera podría hacerlo?... -articuló la joven.

¡Quién ha dicho que no existe la felicidad sobre la tierra!

Elina acarició la cabeza de Lozano con la única mano que éste la dejaba libre, y murmuró a su vez:

-¡Niño, que se ha atrevido a profanar el clásico idioma de Citeres, introduciendo en él frases exóticas de la jerga con que se habla en el mundo de los bienes que la loca fortuna distribuye! ¡Novel alumno de Eros, que ignora todavía que entre los verdaderos amantes nada hay que no sea común... que no da ninguno... que ninguno recibe!...

-¡Perdón mil veces! -balbucearon los labios de Felicísimo en uno de los intervalos en que no estaban unidos al delicioso cutis de la diestra de la hermosa condesa.

Hay en la primera caricia del amor algo que embriaga.

Los dos jóvenes, con los ojos del uno fijos en los del otro, las manos entrelazadas y el espíritu absorto, agotaron el vocabulario de las ternezas, el mundo de los proyectos y hasta el báratro de las extravagancias sin noción de la vida real ni del tiempo.

¿Cuánto duró efectivamente el estado cataléptico de ambos amantes? ¿Un minuto? ¿Una hora? ¿Un día? ¿Un siglo?

El problema no hubiera tenido solución a no ofrecerse instantáneamente un dato de cierta precisión.

Una detonación sonora, ronca, repetida por los ecos de la rada, conmovió los vidrios de la ventana.

Lozano, arrancado de su letargo por el lejano estampido, se levantó y abrió la vidriera.

Desde aquel punto de la Fonda del Arsenal se divisaba una gran parte de la bahía.

La Atrevida se había cubierto de lona y maniobraba avanzando lentamente hacia la salida del puerto.

La lijera nubecilla de humo que todavía velaba la batería de la fragata, era la huella de su cañonazo de leva.

-Condesa, condesa... -dijo el joven-, no me consolaré jamás de haber sido la causa de que no haya usted ido a despedirse de su amiga...

-¡Oh!.. -contestó Elina con una sonrisa apasionada:- para mí no existe ya en el mundo más que un cuidado verdaderamente capital: el de hacer dichoso a mi Felicísimo...

Epílogo
Donde se expone la suerte de los principales personajes de esta historia y se impetra la colaboración del lector para calcular lo que pudo hacerse de los secundarios

La condesa de Bari y sus dos caballeros partieron al día siguiente para Aranjuez, residencia todavía de la corte.

La familia real estaba justamente resentida del pueblo de Madrid, y se tomaba la venganza de las damas: privaba de su presencia.

Elina, que conducía una sentida epístola en que la marquesa de Esquilache tributaba su postrer saludo al César, no demoró un instante el cumplimiento del capital deber de todo mensajero.

Acaso, por efecto de una postdata en la misiva; tal vez con ocasión de una oportuna confidencia de la portadora; quizá por una feliz combinación de ambas cosas, fue lo cierto que en la memoria del rey se refrescaron todos los conmovedores recuerdos de la dramática noche del lunes al martes Santos.

La consecuencia no pudo ser más satisfactoria para Lozano.

A las cuarenta y ocho horas de la llegada al Real Sitio recibió de mano de Elina un nombramiento de gentilhombre de casa y boca de su majestad con el tratamiento de tres mil ducados anuales.

Este tratamiento, que según dijo Ayala, bien podía exceder al de excelencia, era el gaje de bodas de la condesa.

El marqués de Esquilache se resignó a parecer aniquilado por su inmensa desgracia durante algún tiempo; pero cuando creyó que había trascurrido el suficiente para que el velo del olvido comenzase a cubrir las asperezas de la historia del período en que rigió los destinos de la nación, emprendió una verdadera campaña de gestiones, primero desde Nápoles, y después desde Mesina y Palermo para obtener una rehabilitación solemne.

El centón de lacrimosas cartas que escribió al rey, a Roda, a Carrasco y a cuantos personajes influyentes consideraba amigos, evidencia el inagotable tesoro de amargas quejas, que es capaz de contener el corazón de un ex-ministro cuyo honor ha sido vulnerado.

El desventurado erudito que en busca de datos históricos se proponga examinar con conciencia toda la correspondencia de Esquilache, acabará por explicarse, ya que no por encontrar justificada la bárbara costumbre de algunos monarcas de tiempos más rudos, en los cuales la separación de cada ministro solía llevar aparejada la decapitación.

El marqués protestaba que no era su ambición volver a ser ministro, ni en modo alguno codiciaba un expléndido sueldo; pero que tenía para él más importancia que la misma vida, una llamada a la Corte que le permitiera disfrutar de la presencia del querido amo , o un puesto oficial en el extranjero, que a ninguno en Europa pudiera dejar duda del justo reconocimiento de la honra inmaculada del nombre que llevaba.

No eran tantos como se permitía suponer el italiano los amigos que dejaba en Madrid.

Por espacio de largo tiempo los escritos en que apurando todos los giros de las lamentaciones de Jeremías distraía los ocios del ostracismo, se traspapelaron en muchos bufetes, y se ennegrecieron y rozaron hasta inutilizarse en los bolsillos de muchas casacas, sin ofrecer resultado alguno favorable; pero un respetable aforismo latino, asegura que la gota incesante cava la piedra.

A los seis años de insistente clamor, el marqués logró obtener la credencial de representante de su majestad católica en Venecia.

A juzgar por las declaraciones anteriores, Esquilache debía haber quedado satisfecho; pero hay espíritus insaciables para los que un éxito apetecido, sólo es el escabel de otro más codiciado todavía.

Pocos meses después, el general Gregorio puso en juego toda la artillería de la ciudad de San Marcos para batir las puertas de Madrid.

Por esta vez, sin embargo, el marqués halló a la corte inexpugnable, y hubo de avenirse a continuar en la legación de Venecia hasta el 15 de Setiembre de 1785, fecha en que, según la frase obligada, pasó a mejor vida.

Entre las voces que por Madrid circularon en los días del motín, mereció poco menos que unánime crédito la que propalaba que setenta y cinco mil duros de los invertidos en los gastos del movimiento, salieron de las arcas del marqués de la Ensenada.

La suma era en verdad un poco fuerte; pero todos sabían que Somodevilla poseía cuantiosos ahorros, que la adversa fortuna no había cambiado en él los hábitos de grandeza y explendidez, y que en aquella ocasión sembraba para recojer.

No ha podido la historia poner en claro todavía si el insigne ex-ministro de las cuatro carteras contribuyó efectivamente con el óvolo indicado a la ruidosa caída del marqués de Esquilache; pero son hechos comprobados las simpatías que le inspiraban los amotinados, la cooperación que concedía a los propósitos de los jesuitas, la ambición sin medida que le devoraba, y las esperanzas que fundaba en las tumultuosas escenas que cubrieron de luto la corte.

Tan cierta llegó a considerar la posesión de una de las dos carteras que estaban a cargo de Esquilache, que el martes Santo cuando la rebelión se rehacía al propagarse por la villa la clandestina fuga del rey, se presentó al oficial del Parte don Agustín Samano, y le previno que si le dirigían algún pliego de la corte, no perdiera un instante en enviárselo.

El pliego vino, en efecto, si bien menos pronto que Ensenada anhelaba; pero su decepción no pudo ser más espantosa; en vez de un nombramiento de ministro, recibió la orden de trasladarse inmediatamente a Medina del Campo, punto que se le señalaba como destierro.

En aquel recinto, harto estrecho para aliento tan grande, terminó Somodevilla sus días a 2 de Setiembre de 1781.

La nueva y última desgracia del marqués de la Ensenada, con ser de suyo importante, no produjo, sin embargo, tanto efecto en los círculos palaciegos como otro acontecimiento verdaderamente inconcebible.

El servidor más querido del rey, el más asiduo y familiar de sus amigos, el confidente de las más obligadoras intimidades, el abate Gándara en fin, fue misteriosamente preso en las altas horas de la noche, y conducido a la ciudadela de Pamplona.

El rigor se extremó sin piedad en otro caso al cual se quiso dar todo el alcance de un ejemplar solemne.

Las locas intemperancias de lenguaje del murciano don Juan Antonio Salazar, habían tenido numerosos testigos. Una madrugada, el caballero enfermo todavía, se vio arrancado del lecho, y sepultado en un profundo calabozo de la cárcel de corte.

La instrucción del proceso no fue larga. La justicia en Castilla, o se pasa de lista o se eterniza.

Plenamente probado el hecho capital, hízose gracia al reo de la sustanciación de mil quinientas pertinentes incidencias, que hubieran podido ser motivo para que se escribieran seis millones de folios, y se dictó y consultó sentencia firme.

Salazar subió al patíbulo y sufrió la amputación de la lengua en la Plaza Mayor en expiación de la amistad personal con que distinguía a Carlos III.

Se habló de otros tremendos castigos, aunque no se dieron en espectáculo al pueblo.

El rumor pudo no carecer de fundamento, porque es lo cierto, que los individuos que más se habían distinguido en los días del motín, fueron sucesivamente desaparecido y nadie volvió a tener noticia de ellos.

Si los procedimientos absolutistas no suministran muchos datos para la historia, en cambio, son los menos escandalosos.

No queremos omitir una excepción en las venganzas gubernamentales, siquiera sea para probar, aunque no es necesario, que hay regiones en nuestro planeta en que al lado del boom-upas cuya sombra ocasiona la muerte, crece el árbol del pan.

Diego Abendaño, el más osado de los capataces promotores de la insurreción, el parlamentario popular que llevó a Aranjuez y puso con la mayor desfachatez en manos del rey la representación del Gobernador del Consejo escrita al dictado de los amotinados, el manchego procaz, garitero, borracho y desertor de presidio, no fue ahorcado.

Por el contrario, obtuvo tres gracias; el indulto por la evasión del establecimiento penal y por el resto de la condena, una plaza de guarda de a caballo del tabaco en Santiago de Galicia, y cincuenta doblones para la adquisición del rocín y las armas.

¿A qué talismán debió Abendaño su fortuna? Sencillamente al de la desvergüenza.

Habló al monarca en el lenguaje pintoresco de la manolería como hubiera podido hablar al hostelero valenciano de Puerta Cerrada; le ofreció toda la influencia con que contaba entre los alborotados, y le juró por los Santos Evangelios con el mismo fervor que habría jurado por la laguna Estigia, que para ser en adelante, el más honrado de los hombres, sólo necesitaba que su majestad le tendiese una mano paternal.

¿Podía faltarle el movimiento que impetraba siendo Carlos III el más bondadoso de los príncipes?

De la merced dispensada al mensajero, no se hizo partícipe al redactor del mensaje.

El obispo don Diego de Rojas y Contreras, Roñas y Conteras , según le apodaba el pueblo, a pesar de la generosidad con que repartió entre los sediciosos la paga que devengó en Marzo, fue relevado en el gobierno del Consejo de Castilla.

La destitución no llegó a la Cuesta de Santo Domingo en la forma cancilleresca lisa y llana que hubiera convenido al prelado, más apegado a las vanidades de la corte que a los cuidados del báculo pastoral que empuñaba, o mejor dicho, que debía empuñar. La Real orden contenía el precepto ole que su ilustrísima fuese a regir personalmente su diócesis de Cartagena, y la cláusula conminatoria de que no se detuviese en Madrid más de tres horas.

Para reemplazar al mitrado en la presidencia del Consejo, se nombró al capitán general conde de Aranda, personaje que disfrutaba de gran prestigio en la Nación, y de unánimes simpatías entre los hombres que profesaban ideas liberales.

Llegaba el conde precedido de una extraordinaria reputación de habilidad, y procuró no desmentirla en la laboriosa empresa en que se empeñó para reconciliar al rey con su pueblo.

No daba Aranda a las reformas indumentarias de Esquilache mucha más importancia de la que en rigor merecían; pero le bastó persuadirse de la inclinación irresistible que por ellas sentía el monarca, para que no se atreviese a contrariarlas.

Desde entonces, dio principio el conde de Aranda a una serie de diplomáticas seducciones cerca de los representantes de los cincuenta y tres gremios menores, para que no negasen su valioso concurso a los propósitos de la corte, aplazados por la benignidad del soberano, pero no de abandonados.

Entre los medios que el nuevo presidente del Consejo puso en juego, enumérase uno calificado por alguien de ingenioso, que sea el que fuere el grado de ingenio que revele, merece especial mención.

Utilizando la particular afición con que el vecindario de Madrid ha mirado al verdugo en todo tiempo, Aranda dispuso que ese simpático funcionario público, se exhibiera diariamente en los sitios de mayor concurrencia de la villa con la capa más larga y el sombrero mas redondo que jamás se habían visto desde la puerta de Toledo a la de Santa Bárbara, y desde el cuartel de Guardias a la basílica de Atocha.

Tantos afanes no fueron de todo punto perdidos. Ocho meses más tarde, después del fallecimiento de Isabel de Farnesio, cuando el rey venciendo al fin su aversión, regresó a Madrid el día 1º de Diciembre, tuvo la satisfacción de ver que entre los sombreros que se arrojaban al aire en signo de alborozo, había algunos de tres picos.

Ayala se instaló en la sala de armas de Martín Bermejo; y después de una solemne inauguración en que se repartieron con profusión copas de Jerez, mogicones, puros de la Vuelta de Abajo y botonazos, se consagró al ejercicio de la nueva profesión, con el ardor inicial que inspira la realización de una esperanza por largo tiempo acariciada.

No indicó decadencia el establecimiento en las manos del nuevo propietario; el crédito que disfrutaba aumentó por el contrario de día en día, y los doblones de los jóvenes pertenecientes a las familias más distinguidas de la villa, caían en la bolsa de Tristán con una frecuencia que verdaderamente alegraba el corazón.

Como el maestro presumía, no fue lo que menos contribuyó al buen éxito de la sala la amistad de Felicísimo Lozano.

El gentil-hombre tomó parte, en efecto, en los empeñados asaltos que todos los sábados se ofrecían al mundo inteligente de la esgrima académica, dio que hablar desde el primer momento de la especial escuela que cultivaba, atrajo una extraordinaria concurrencia, y batió sin dificultad ni controversia a los tiradores de más reputación.

Pocos meses tuvieron que trascurrir para que quedase sólidamente establecido que el joven Lozano era la mejor espada de Madrid; pero a pesar de lo resbaladizo de la frase y de la facilidad con que ciertas gentes en todo encuentran sinonimia no hubo lengua por maldiciente que fuera, que no se guardara bien de calificarle de ESPADACHÍN.

FIN

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Zitationsvorschlag für dieses Objekt
TextGrid Repository (2021). ELTeC. spa. El espadachín. Narración histórica del motín de Madrid en 1766 : Edición ELTeC. El espadachín. Narración histórica del motín de Madrid en 1766 : Edición ELTeC. Distant Reading – 2022-11-22. ELTeC conversion. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-913F-9